Tanto en la fase inicial de gestión directa de las explotaciones por el aparato estatal como en fases posteriores, cuando las minas eran alquiladas a publicanos y, más tarde, cedidas a propietarios privados, la administración de la explotación exigía un amplio equipo de técnicos, contables y encargados del abastecimiento de los mineros. Se conoce bien la organización de las compañías de publicanos, societates publicanorum. Se constituían como sociedades anónimas o limitadas con la participación de capitales de particulares que percibían beneficios proporcionales a la cantidad económica aportada para la creación de la sociedad. Las sociedades de publicanos, jerarquizadas como las equivalentes modernas, contaban con unas oficinas y caja central en Roma, donde residía el jefe de la sociedad, princeps; disponían de una organización análoga sucursal en cada provincia donde estuvieran operando y, de ellas dependían todas las pequeñas cajas u oficinas distribuidas por la provincia. En sellos de plomo hallados en la mina de El Centenillo (área de Castulo) hay diversas marcas grabadas que hacían referencia a los datos para el control y la contabilidad; también presentan las siglas S(...) C(...). Se han desarrollado como S(ocietas) C(astulonensis), pero Domergue ha advertido de que no hay garantías del valor de tal desarrollo, por más que fuera cierto que esas minas estaban explotadas por una sociedad de publicanos. Si los responsables de las sociedades de publicanos eran libres, ciudadanos romanos o latinos, las tareas contables y administrativas eran encargadas a esclavos o libertos de la sociedad. Cuando un esclavo de estas sociedades era manumitido, debía ser inscrito en el censo con los tres componentes del nombre, praenomen + nomen + cognomen. Sabemos de casos concretos de estos esclavos cuando encontramos libertos con un indicativo en el segundo componente de su nombre; así, un Argentarius fue esclavo de una sociedad con minas de plata, un Aerarius de una sociedad que explotaba minas de cobre, etc.; a veces, se llaman simplemente Publicius, lo que dificulta su distinción ya que tal nomen podía corresponder también al de un antiguo esclavo público. Cuando Diodoro dice que muchos itálicos vinieron a Hispania atraídos por sus riquezas mineras y que compraban gran cantidad de esclavos para ponerlos en manos de los capataces de los trabajos de las minas (V, 36-38), está desvelando una práctica laboral bien conocida en las minas áticas de Laurión. El propietario del esclavo hacía la inversión inicial de adquirir un esclavo en el mercado y alquilaba su fuerza de trabajo; el dueño del esclavo podía residir en otra ciudad y alejado del distrito minero. El capataz de la sociedad minera fijaba un precio diario a pagar al dueño del esclavo y se responsabilizaba de la custodia y alimentación del esclavo ajeno. Ahora bien, un distrito minero que contara sólo con mano de obra esclava podía convertirse en un gran foco de inestabilidad social que exigiera una presencia continua de tropas militares y de un complejo sistema de torres de vigilancia, como sabemos que había en el distrito minero de Laurión. No parece que ese fuera el sistema de las minas de Cartagena, aun existiendo una gran concentración de población minera. Por lo mismo, la cifra de 40.000 personas que había en las minas de Cartagena a mediados del siglo II a.C., dada por Polibio y trasmitida por Estrabón, no parece que pueda referirse sólo a los que trabajaban como mineros sino al conjunto de la población del distrito. Una parte de los trabajadores debían ser libres asalariados al modo de otros regímenes de explotación minera conocidos de época imperial, como las de las minas de Aljustrel (Alentejo, Portugal). En el área del puerto de Cartagena se han hallado bastantes ejemplares de grandes lingotes de plomo -galápagos-, algunos de ellos con marcas que presentan abreviaturas de nombres personales: M. Aquinii C. f., C. Messi L. f., C. Fidui C. f.. S. Lucreti S. f., etc. Se fechan entre fines de la República y comienzos del Imperio. También conocemos galápagos de otras procedencias, como los hallados en El Centenillo con el texto "negotiator Publius Turullius Labeo". Se trata de nombres de los comerciantes, negotiatores, del plomo y la plata. Algunos lingotes de plomo con su marca permiten conocer la difusión de los productos mineros por el Mediterráneo occidental. Así, C. Ponticioni M. f. Fab. se encuentra en Volubilis (Marruecos); marcas de los Planii de Cartagena se testimonian en diversos lugares de Italia, Sicilia y Africa. A su vez, algunos nombres de estos negotiatores se repiten en los de los primeros magistrados documentados en Cartagena (A. Varius Hiberus, P. Turullius Labeo y otros), hecho que confirma que las oligarquías de la ciudad tuvieron su base mayor de enriquecimiento en las minas.
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Los mitos El mito es, ante todo -como ha descrito J. Luis Cencilio40-, un producto espontáneo de la formalización cultural del mundo humano, como lo es el arte, la ciencia o los usos sociales, y el hombre desde las etapas más arcaicas de su existencia ha sentido la inquietud imprecisa, pero activa y urgente de crear mitos, para satisfacer las cuestiones más profundas y más graves que un grupo humano se plantea. Los hombres que descubrieron América, que cruzaron el Pacífico activaron su mente creando nuevos mitos, o por el contrario resucitando algunos clásicos, como el de las Amazonas, representado ya en algunos frescos etruscos41. Pigafetta recogió algunos relatos fantásticos -mitos-, pero que en ocasiones, como cuando se refiere a los pigmoides, existe una realidad: las medidas somáticas de los individuos. Lo fantástico surge al relatarnos sus costumbres: Explicónos nuestro viejo piloto de Maluco que existe cerca de aquí una isla llamada Arucheto. Los hombres y mujeres de la cual, no son más altos que un cubo, y tienen las orejas tan grandes como ellos mismos, pues con la una hacen su techo, y con la otra se cubren. La mitología greco-latina, que se reaviva en el Renacimiento, y que renace en el Neoclasicismo, está presente en los conocimientos humanistas de Pigafetta. Así, lo vemos cuando describe al pájaro garuda, mito, que, puede estar vinculado con las leyendas de Hércules, o con la de Ganimedes raptado por Zeus, convertido en águila; nos refería más tarde que, bajo Java la Mayor, hacia la tramontana o por el golfo de China, a la que los antiguos denominaban Signo Magno, encuéntrase cierto árbol enorme en el que anidan pájaros por nombre garuda, tan grandes, que cargan con un búfalo y un elefante hasta él. Las peripecias del viaje Solamente gente con gran tesón, con alto espíritu de supervivencia y con una salud de hierro, pudieron arrostrar hambre y penalidades y superar una fatigosa travesía de casi tres años de duración. De 265 hombres, que, alegres, cruzaron el Atlántico, solamente dieciocho lograron regresar; famélicos, espectrales, con la piel quemada, no rebosantes de fuerzas y sonrosados, como el pintor Elías Salaverría ha inmortalizado el regreso, en el cuadro que se conserva en el Museo Naval de Madrid. Pigafetta nos cuenta su difícil situación por la falta de víveres: y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey... las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que hubieran aparecido. Consecuencia de la avitaminosis que padecieron, fue lógico que el escorbuto apareciese violentamente, motivando incluso la muerte: pero por encima de todas las penalidades ésta era la peor; que les crecían a algunos las encías sobre los dientes, así las superiores como las inferiores de la boca, hasta que de ningún modo les era posible comer que morían de esta enfermedad. El paso del Estrecho, su forma geográfica: bahías retorcidas, con enigmáticos recovecos; la alegría por un lado, pero el temor por otro, de los que lo atravesaron, nos lo narra Pigafetta con gran patetismo: ya cerquísima del fondo del embudo, y dándose por cadáveres todos, avistaron una boca minúscula que ni boca parece, sino esquina, y hacia allí se abandonaron los abandonados por la esperanza; con lo que descubrieron el estrecho a su pesar. Pues viendo que no era esquina, sino paso, adentráronse hasta descubrir una ensenada. Los intercambios, las transacciones del rescate, la oferta y la demanda entre indígenas y tripulación, también los relata en ocasiones: por un rey de oros, que es una carta de la baraja, diéronme seis gallinas, con el temor aún de haberme engañado. En otro momento dice: por un hacha pequeña o un cuchillo de buen tamaño entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas; pero a su mujer por nada la habían dado, no hubiesen ellas ofendido tampoco al esposo a ningún precio. El contenido espiritual Un profundo sentimiento religioso, una férrea fe, una honda espiritualidad son tres características que se repiten desde la primera a la última página de la Relación. No es de extrañar el afán del relator en resaltar el interés de Magallanes por convertir, por bautizar, por encontrar satisfacción cuando los indígenas repiten la señal de la Cruz. Estamos en los comienzos del siglo XVI, y la idea medieval de la teocracia pontificia está presente en la mentalidad de los descubridores: las tierras que no son de nadie, son del Papa, son de Dios; de ahí, todavía el espíritu de Cruzada que apreciamos en la Relación circunterráquea de Pigafetta: mostrémosle una imagen de Nuestra Señora, un precioso Niño Jesús de talla y un crucifijo, ante todo lo cual lo vimos gran contricción, y pidió el bautismo con lágrimas. Los fuegos fatuos -fenómeno físico- se interpretan como un hecho sobrenatural: aquí nuestras naos supieron los mejores augurios, al aparecerse en frecuentes ocasiones los tres cuerpos Santos, o sea, San Telmo, San Nicolás y Santa Clara, luces que se extinguían súbitamente. El regreso a España, el paso por el Cabo de Buena Esperanza, lleno de peligros para él fue la mano Divina quien les ayudó y no la pericia de Elcano. Cuando describe cómo se arrojaban los cadáveres al mar, en aquellas zonas, hace ostensible la diferencia entre cristianos e infieles: aquellos, con el cuerpo hacia arriba mirando al cielo; los indígenas, boca abajo, hacia la oscuridad del Océano profundo. Por fin con la ayuda de Dios, el 6 de Mayo doblamos el cabo aquel, manteniéndonos a unas cinco leguas, o nos acercábamos tanto, o no lo habíamos pasado nunca... En ese plazo murieron veintiún hombres. Cuando echábamos el cadáver al mar, los cristianos se sumergían siempre con el rostro arriba; los indígenas, con el rostro hacia abajo. Hemos dejado para el final de este breve estudio del contenido y valor de la Relación, a sus personajes, a los artífices del éxito del primer viaje alrededor del Mundo: Magallanes y Elcano, ambos, cada uno en su momento, fueron los responsables del éxito alcanzado. Dos temperamentos distintos, dos mentalidades opuestas; pero los dos, expertos marinos, valientes iberos, dos honrados servidores de la Corona española.
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Si el Sudán se caracteriza, en su arte y en su literatura oral, por el ascetismo introspectivo y la grandiosidad mítica, nada mejor que iniciarnos en su mentalidad a través de los dogon y del mundo religioso que inunda todas sus obras y acciones. Ya la propia colocación de sus aldeas, en la parte alta o al pie del impresionante precipicio de Bandiagara, sobrecoge a quien lo visita, y no hay viajero que, con mayor o menor fortuna, no haya querido lucir su capacidad retórica al describirlo. Véanse si no las palabras de W. B. Seabrook, quien pasó por allí en los años treinta: "Desde el borde del precipicio... se divisaba un paisaje semejante al decorado irregular, a la par que espléndido, erigido por gigantes que hubieran soñado con el gabinete del doctor Caligari, las pinturas de Picasso y las murallas de Carcasona, y lo hubieran juntado todo en un lugar secreto en las montañas del otro lado de la Luna". En ese ámbito alucinante, donde las propias rocas verticales forman cuevas utilizadas como necrópolis, habitan los dogon, satisfechos de las constantes visitas que reciben por parte de investigadores y aun de turistas del mundo entero: desde que M. Griaule se interesara por vez primera, hace unos sesenta años, por sus enrevesadas creencias y sus ritos y danzas cargados de símbolos, la mitología dogon, y sus cosmogonía en particular, constituyen un capítulo entero en la historia de las religiones. Las leyendas son múltiples, y varían según el grado de saber y madurez del iniciado a quien se relatan. Un hogon, o jefe religioso de aldea, sabe que ciertas explicaciones míticas son verdaderas para los niños o jóvenes, mientras que otras, más simbólicas o complejas, sólo son accesibles en los grados más altos de iniciación. Por tanto, a nadie extraña que una figura o una máscara signifiquen algo diferente para cada espectador, según el nivel que haya alcanzado en su educación religiosa. Los dioses y seres míticos son, sin embargo, los mismos para todos: Amma es el dios único, que creó varios sistemas solares, y que hizo el sol y la luna como vasijas de tierra adornadas con espirales de metal. Como dios celeste, Amma se unió a la tierra y tuvo varios hijos: el zorro, símbolo del desorden del mundo y principio del mal, y los Nommo, símbolos del agua y de la lluvia, además de transmisores de la sabiduría divina. Amma creó con barro la primera pareja humana, que fue guiada por los Nommo y que tuvo como hijos a los ocho antepasados primordiales -cuatro hombres y cuatro mujeres-. Estos ascendieron al cielo, donde Amma les dio las ocho simientes básicas; pero cometieron una falta, y por ello hubieron de descender de nuevo a la tierra. Hicieron el viaje en un gran arca cuadrangular, donde se acomodaron junto a las simientes y a los animales, y utilizaron como camino el arco iris. Retornados a la tierra, los antepasados primordiales se apoderaron de ella combatiendo al zorro y a sus descendientes -unos hombrecillos cabezudos llamados yebau-, y comenzaron a cultivar los campos: Al principio, no morían, sino que se introducían en la tierra tomando forma de serpientes; pero, una vez, una de estas serpientes encontró a unos hombres vivos y les habló en la lengua de las serpientes: esta revelación fue fatídica, pues supuso el principio de la muerte para los hombres. Las variantes, como decimos, son muchas: en otras versiones, Amma creó ocho Nommo, de los que uno sería el rebelde, destinado a convertirse en zorro, mientras que los otros constituirían el principio de diversos elementos naturales; otras, en cambio, dicen que uno de los Nommo, transformado en caballo, condujo el arca donde bajaron al mundo todas las cosas... Esta mitología apasionante, cuyas concomitancias con la mesopotámica y la bíblica ya asombraron a los primeros estudiosos, sirve de base para toda la iconografía artística: según los sabios dogones, cualquier obra humana constituye el reflejo de un mito. Una vasija evocará el arca primordial; una casa, con sus cuatro columnas, será una alusión directa a la unión de dos antepasados, pues el suelo será el principio femenino, el techo el masculino, y las columnas los brazos de ambos. Cada vez que un tallista o constructor realice un friso con ocho elementos, será obvio el recuerdo de los ocho antepasados, y tan sólo los más cultos descubrirán una alusión a los ocho Nommo, o a las ocho semillas entregadas por Amma; esos mismos sabios serán los que vean el Nommo-caballo en lo que, para los demás, no es sino la escultura de un jefe a caballo, etc.
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La isla de Pascua, de nombre indígena Rapa Nui, es uno de los lugares más remotos de la Tierra, distante 3.700 km de la costa americana. En su interior se guarda uno de los misterios más asombrosos, el de las grandes estatuas llamadas moai. Hechos de toba volcánica, los moai, de los que se conocen cerca de 900, tienen una altura media de 5 m y 14 toneladas de peso, aunque el mayor pesa 80 toneladas. Su función debió ser ritual, pudiendo representar a antepasados importantes. Levantados alrededor de los siglos XII al XVII, varios moai se colocaban sobre plataformas llamadas ahu. Los ahu constaban de un muro trasero reforzado, otro delantero de retención y una rampa. La estatua, con su pukao o tocado, apoyaba sobre una losa y un relleno de escombros. En el interior del ahu podía haber una cámara funeraria. La construcción de un moai era sencilla. Primero delineado en la roca, era después tallado, dejando una quilla en su espalda que lo mantenía unido a la roca. Acabado el trabajo, se rompía la quilla y se dejaba deslizar ladera abajo hasta un foso, en el que se labraba su espalda. Pero el gran misterio es cómo pudieron ser transportadas estas inmensas moles desde el lugar en el que fueron talladas, la cantera de Rano Raraku, hasta sus emplazamientos en el litoral, sin la ayuda de animales de carga. El investigador Thor Heyerdahl propuso que el moai era transportado sobre un trineo, que se deslizaría gracias a lubricantes vegetales. Mulloy sugirió la ayuda de dos grandes postes unidos en V y un trineo curvo, moviendo la estatua gracias al balanceo. Pavel dice que pudieron moverse en vertical, inclinado hacia un costado y luego balanceado hacia adelante. Un trineo de troncos sobre rollos de madera es la hipótesis sugerida por Love. Finalmente, Van Tilburg sugirió que las estatuas debieron recostarse sobre un trineo, que avanzaría a su vez sobre rollos de madera. Probablemente este misterio, como el del fin de la cultura pascuense, nunca nos será desvelado.
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Un conflicto semejante al que se desarrolla en el ámbito de la arquitectura o de la pintura se produce en el mundo de la escultura, en el que se cruzan permanencias de la tradición barroca, sutiles y elegantes motivos rococó y novedades que tienen que ver con lo real y con el mundo ideal de los modelos de perfección clásicos propuestos por Winckelmann y coleccionados por todos. Francia, antes de la Revolución, vive un momento particularmente revelador en relación a las propuestas de los escultores, desde el clasicismo tradicional y académico de Edmé Bouchardon (1698-1762) al naturalismo de raíz barroca, teñido dé compromisos realistas, de los retratos de Etienne-Maurice Falconet (1716-1791), amigo de Diderot, teórico de la escultura y autor de obras como la berniniana Estatua ecuestre de Pedro I el Grande (1766-1782, San Petersburgo), o desde las pseudomanieristas y sensuales imágenes de Jean-Antoine Houdon (1741-1828), autor también de un magnífico retrato de Voltaire (1778-1780, Montpellier, Museo Fabre) a las realistas y críticas de Jean-Baptiste Pigalle (1714-1785), cuyo retrato de Voltaire (1770-1776, París, Instituto de Francia), desnudo como un héroe antiguo, sigue impresionando por su ausencia de idealismo, por su cercana y expresiva modernidad, que tanto incomodó en su época.Si la idea de la escultura neoclásica puede ser sustituida por una imagen, sin duda se tratará siempre de alguna obra de Antonio Canova (1757-1822). Pero su fortuna crítica ha sido desigual y especialmente la propiciada por la versión más vulgar del Romanticismo, que identifica a este último con la vida y al Neoclasicismo con la muerte congelada, incluso el blanco de sus mármoles parecía acentuar ese mismo tópico, cuando, en muchas ocasiones, se trataba de una segunda piel descubierta, por llamarlo de alguna forma, por los restauradores del siglo XX, ya que Canova solía dotar de una pátina de cera o tratar la superficie con "acqua di rota". Sin olvidar, claro está, que durante esa época, en los últimos años de la vida de Canova, algunos historiadores y artistas o arquitectos comenzaban a ilustrar filológicamente que tanto la escultura como la arquitectura griega habían estado coloreadas, como confirman los dibujos y textos de A.C. Quatrémere de Quincy en su"Jupiter Olympien ou l´art de la sculpture antique considéré sous un nouveau point de vue; ouvragé qui comprend un essai sur le goût de la sculptures polychrome" (1814) y que habrían de culminar en la obra del arquitecto Jacques-Ignace Hittorf (1792-1867), "Restitution du temple d'Empédocle à Selinonte, ou L'architecture polychrome chez les Grecs", de 1834, aunque con anterioridad había realizado otros estudios en la misma orientación.Pero no sólo el blanco del mármol pudo contribuir a la desconsideración de su obra, sino también el hecho de que buena parte de la historiografía, filtrada por criterios vaga y militantemente románticos, al estudiar la obra de Canova y descubrir el poder de sus dibujos y bocetos preparatorios, convino en señalar que, en el proceso que iba del proyecto a la obra terminada, el escultor destruía cualquier idea artística que no fuera la acrítica imitación del pasado clásico, congelando y amanerando unas figuras cuyo carácter funerario y frío constituía su carácter distintivo, es decir, académico. Lo que implicaba, además, un elogio cualitativo de los bocetos de barro o cera, frente a las obras acabadas en mármol.Con posterioridad, toda la obra de Canova se ha querido hacer romántica, incluso la de Winckelmann, de cuyas teorías siempre se dijo que la escultura de aquél parecía la aplicación práctica. De ahí que incluso se haya querido conceder más importancia a sus bocetos y pinturas, algunas de ellas puestas en estrecha relación con la obra de artistas como Blake, Füssli o de su amigo el escultor John Flaxman (1755-1826), brindándonos así un Canova purista y prerromántico, que a sus esculturas. Tal vez la clave para entender el clasicismo de Canova esté, en efecto, en Winckelmann, en sus recomendaciones a los artistas de imitar a los griegos para llegar a ser inimitables, y en aquella otra sentencia del arqueólogo prusiano, según la cual el escultor, y el artista en general, debía "abocetar con fuego y realizar con flema", casi una descripción anticipada de la obra de Canova.Formado en Venecia, el escultor de Possagno llegó a Roma en 1779, el mismo año en el que muere Mengs. Acababa de hacer Dédalo e Icaro (1777-1779, Venecia, Museo Correr), en el que aparecen los míticos arquitectos atados por una línea recta, que algunos han querido leer como una premonición de sus propias ideas, preferentemente conceptuales, frente, por ejemplo, a la linea sinuosa, línea de la belleza, teorizada por Hogarth. Es Roma la que atrapará a Canova y a su escultura, la que hará posible su magisterio. Una Roma que debate las ideas de Winckelmann, con museos y colecciones que se pueblan de estatuas clásicas, con decenas de talleres de restauración de escultura, con una prolífica producción de copias en yeso de las obras griegas y romanas que demanda el mercado artístico, pero también una Roma sin escultores, o casi. Quatrémere de Quincy llegó a definir lo antiguo como un libro cuyas páginas el tiempo ha destruido o perdido y la función de los modernos consistía en reintegrar lo que faltaba. Y Canova e incluso los restauradores como Cavaceppi tuvieron mucho que ver en ese esfuerzo de restitución.Afincado definitivamente en Roma, realiza un grupo que le ha de proporcionar celebridad y que causará el entusiasmo de los eruditos y aficionados, Teseo y el Minotauro (1781-1783, Londres, Victoria and AIbert Museum), en el que para el sereno Teseo triunfante Canova tuvo en cuenta dos obras muy célebres en la época como el Marte en reposo, de la colección Ludovisi y Mercurio sentado, bronce encontrado en Herculano. Esta obra le valió el sobrenombre de "continuador de lo antiguo" y, sobre todo, ,un encargo papal, la Tumba de Clemente XIV (1783-1787, Roma, Iglesia de Santi Apostoli), donde recoge la tipología de tumbas que había codificado Bernini en el siglo anterior, manteniendo la convencional composición piramidal, pero tratando cada una de las figuras, la Mansedumbre, la Templanza y el Papa, del que Milizia escribió que hasta los jesuitas lo elogiaban, en mármol, en irónica alusión al hecho de que Clemente XIV fue el papa que suprimió la Compañía de Jesús, con una independencia compositiva sorprendente, acentuada por los volúmenes geométricos que ordenaban el monumento, incluso haciendo de la puerta central, que da acceso a la sacristía, una puerta funeraria, convirtiendo en simbólico lo que no era sino un hueco funcional.Las tumbas y estelas funerarias realizadas y proyectadas por Canova, y que van de la Tumba de Clemente XIII (1784-192, Roma, San Pedro del Vaticano) a la espléndida y escenográfica pirámide del Monumento funerario de María Cristina de Austria (1798-1805, Viena, Iglesia de los Agustinos), en la que Canova había retomado una idea previa para hacer un monumento a Tiziano en la Chiesa dei Frari de Venecia, no son sólo retratos funerarios de sus destinatarios, sino imágenes arquetípicas de la muerte. Su obsesión por la forma piramidal, tratada, eso sí, en bajorrelieve, tan querida por los arquitectos revolucionarios, llena de resonancias arqueológicas y simbólicas, terminaría siendo el marco figurativo de su propia tumba, de su corazón, ya que su mano derecha reposa en la Accademia de Venezia y el resto de su cuerpo en el Templo Canoviano de Possagno. Un cenotafio dedicado a su corazón, promovido por su amigo y erudito Leopoldo Cicognara, que se encuentra en Venecia, en la iglesia de Santa Maria Gloriosa dei Frari.Poco amigo de realizar retratos, si no era convirtiendo a los retratados en personificaciones contemporáneas de héroes o dioses clásicos, desde que llegó a Roma quiso, sobre todo, ser tan grande e inimitable como los escultores antiguos. Y, en este sentido, su obra más winckelmaniana, es, sin duda, su célebre Perseo (1800?1801, Roma, Museos Vaticanos). No es casual que eligiese el Apolo de Belvedere como modelo de la belleza ideal y pretendiese no su copia, sino su emulación, la aproximación a la idea a partir de un objeto histórico y no de la naturaleza. Comenzó a realizarlo en secreto, pensándolo para él, sin encargo previo. Pero como consecuencia de la reciente expropiación, impuesta por el tratado de Tolentino (1797) al Papa, del Apolo, del Laocoonte y otras obras de arte por Napoleón, que fueron recibidas en París como un acontecimiento cultural y político memorable, Canova decidió terminar su Perseo, en el que establece un coloquio analógico con la célebre estatua griega, con sutiles variaciones en la actitud y en el movimiento, convirtiendo el pasado en futuro, como querían Winckelmann y los neoclasicistas. En 1801, apenas terminada, Canova tenía comprador, un ciudadano francés que había visto los bocetos previos, y que posiblemente influyera en la presencia del gorro frigio sobre la cabeza de Perseo. Pero en todo caso, y casi de inmediato, recibió otra propuesta de compra para que la escultura presidiera el centro del Foro Bonaparte en Milán, megalómano y fundamental proyecto, no realizado, de Giovanni Antolini (1756-1841), convirtiéndose así en emblema del poder de Napoleón. Sin embargo, de revolucionario o liberador, el Perseo acabaría sacralizándose al ser comprado por el papa Pío VII y colocado en el pedestal que ocupaba el Apolo de Belvedere, adquiriendo así connotaciones políticas evidentes: una obra nacida para emular idealmente un modelo clásico. Este fenómeno, característico de las confusiones entre estilo e iconografía, entre lenguaje artístico y política, en la época, tendría en la obra de Canova, especialmente ambiguo ideológicamente, una continuidad polémica en otro grupo escultórico como el de Hércules y Licas (1795-1815, Roma, Galleria Nazionale d'Arte Moderna). Se trata de un gesto de violencia de origen mitológico, pero de un gesto que parecía compartir la idea de Goethe de que los antiguos describían lo terrible pero no hacían terrible la descripción. Un gesto leído como progresista o conservador, según sus intérpretes contemporáneos, y realizado por quien, por otra parte habría de representar a Napoleón como Marte pacificador (1803-1806, Londres, Apsley House) o a Paolina Borghese como Venus vencedora (1804-1808, Roma, Galleria Borghese), incluso por quien esculpió un busto del Emperador del que se llegaron a realizar miles de réplicas.Entre los escultores de la época que podemos situar en una órbita de preocupaciones semejantes a las de Canova y que habrían de ejercer una significativa influencia durante el siglo XIX, se encuentran, sin duda, el danés Bertel Thorvaldsen (1770?1844) y el ya citado Flaxman, con el que coincidió no sólo en Roma, sino también en Londres, teniendo ocasión de poder observar las casi recién llegadas esculturas del Partenón, los célebres "mármoles de Lord Elgin", que tan alejados parecían de las perfecciones ideales que hasta ahora habían admirado en la escultura helenística.Flaxman, amigo de juventud de W. Blake, realizó su viaje a Italia en 1787, pero antes había trabajado para la fábrica de cerámica de J. Wedgwood, realizando dibujos lineales con motivos de origen clásico para esos objetos decorativos. Una forma de trabajo que habría de influir notablemente en toda una tendencia hacia la abstracción lineal característica del 1800 y cuyos orígenes son enormemente variados, desde los teóricos e ideológicos a los productivos, técnicos y estéticos. De ahí que se haya podido observar que el triunfo del trazo en las artes figurativas más que una técnica era casi una forma de pensar. Y era algo que el mismo Diderot había aconsejado a los artistas, "pintar como se hablaba en Esparta".Flaxman conocía bien las figuras de los llamados vasos etruscos y de la cerámica clásica, también por razones de trabajo, y el purismo y precisión de esos modelos influyeron notablemente en su obra, especialmente en las ilustraciones que preparó en Roma para diferentes ediciones de autores clásicos (la "Ilíada", la "Odisea", Dante, Esquilo...). Téngase en cuenta que antes de llegar a Roma, ciudad en la que permanecería hasta 1794, había afirmado que salía de "Londres con la determinación fortísima de simplificar". Una posición muy próxima a los radicales discípulos de David, a sus griegos, aunque desde una opción y un recorrido estético e ideológico distintos. Piénsese que de él se ha dicho y mantenido, incluso por Panofsky, que era a la vez griego y gótico, lo que ciertamente no era espectacularmente nuevo en el siglo XVIII, sobre todo si recordamos a Laugier o a Soufflot. El poder de su trazo y de sus blancos en las ilustraciones, que atrajeron también a Goya, que llegó incluso a copiarlas, y dibujos hacen de sus imágenes momentos llenos de heroísmo y sublimidad figurativa, también propios de alguien que como Flaxman había traducido a Winckelmann al inglés, pero que además tenía entre sus amigos a W. Hamilton o Canova. Entre sus esculturas, sin duda, influidas por la obra del último, pero con un tono de simplificación próximo a su radicalismo figurativo, en el que toda la fuerza de la expresión se encuentra en la línea y en la luz, cabe destacar el Monumento a Agnes Cromwell (17971800, Catedral de Chichester) o La Furia de Atamante (179094), realizada en Roma y parece que propuesta por Canova a Flaxman, justo antes de que él mismo realizara su ya comentado Hércules y Licas.De Thorvaldsen, discípulo de Canova en Roma, ciudad a la que llegó en 1797 y lo retuvo hasta 1838, cabe señalar que su importancia radica no sólo en ser continuador de la trayectoria del escultor del Perseo, sino de dar un paso atrás, para hacer obras menos apolíneas y más próximas a la escultura clásica griega que comenzaba a conocerse en Europa, como podemos comprobar en su Jasón (1802?1828, Copenhague, Museum Thorvaldsen), encargado por T. Hope. Por otra parte, es innegable la influencia de Flaxman en su estilo más purista y arcaico. Su celebridad sólo fue comparable a su estudio romano que fue visitado por papas, nobles, coleccionistas, artistas y poetas (entre ellos Lord Byron).
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Navarra durante el siglo XIII había pasado de ser regida por la dinastía autóctona, a verse dirigida por reyes de la casa de Champaña entre 1234 y 1274, hasta la muerte sin hijos varones de Enrique I. Este dejó una hija, Juana I, heredera de la corona, que casaría con el monarca francés Felipe el Hermoso, hijo de Felipe el Atrevido. Quedó así durante medio siglo el pequeño reino pirenaico como un territorio ajeno a la corona de Francia. El precedente de las herederas femeninas de la corona navarra hizo que la grave crisis dinástica francesa de 1328 tuviera solución diferente para el trono de París y el navarro, que correspondía a la hija de Luis Hutin, Juana, casada con Felipe de Evreux. Criados en París y poseedores de sustanciosas rentas en Normandía, Felipe y Juana no se prodigaron por el reino pirenaico, y menos la reina viuda tras la muerte de Felipe en Algeciras en 1343. Entre una cosa y otra, los primeros cincuenta años del siglo XIV se caracterizaron por la ausencia de los monarcas del reino navarro, suplida por la presencia de gobernadores y reformadores. Desde el punto de vista artístico la distancia de los monarcas no significó una merma en el nivel del reino, aunque sí evidentemente en la promoción regia directa. Comparando con la centuria anterior, podemos vincular directamente a ciertos monarcas algunas obras de gran calidad: a Sancho el Fuerte (1194-1234) cabe asignar la iglesia de Roncesvalles; a Teobaldo I (1234-1253) los modos ornamentales góticos en la hoy catedral de Tudela; y a Teobaldo II (1253-1270) la monumental fábrica de Santo Domingo de Estella y el ahora arruinado castillo de Tiebas. Nada parecido existe en el primer tercio del siglo XIV que sea producto de la munificencia regia. Y no obstante, la obra del claustro y dependencias anejas de la catedral de Pamplona llevan por esos años, en torno a 1300, a que el arte navarro alcance una de sus cumbres. ¿Realmente no intervinieron en él los reyes? Ninguna noticia invita a asignarles papel de colaboradores. Es posible que la obra se emprendiera a finales del siglo XIII con fondos procedentes de las indemnizaciones que habían reclamado cabildo y obispo al rey francés en compensación por la destrucción de la Navarrería. Quizá medió algún permiso regio para utilizar terrenos asolados por tal destrucción de 1276, como más tarde lo dieron para la reurbanización del barrio. Pero no podemos pasar del terreno de las conjeturas, sobre todo si recordamos que en torno al 1300 se vive una explosión constructiva en el reino, originada por la bonanza económica. Determinados escudos que combinan las armas de Navarra y de Francia, a veces incluyendo las de Champaña, llevan a pensar en posibles intervenciones regias entre 1274 y 1328: la espléndida tabla de La Crucifixión, una joya más del gótico lineal navarro, que por su calidad denota autor y promotor de primera fila en los primeros años del siglo XIV; la arqueta de filigrana de Roncesvalles; o los esmaltes que adornan la chapa de plata de la virgen de Ujué. Es posible que alguna de estas obras tenga que ver con la coronación de Luis Hutin como rey de Navarra durante su viaje de 1307. Lo que sí está claro son las evidentes relaciones con lo mejor que se estaba haciendo en París por esos años, como evidencia la presencia en Pamplona del magnífico relicario del Santo Sepulcro, obra francesa de los últimos años del siglo XIII, o del templete esmaltado del relicario del Lignum Crucis con idéntica procedencia y algunos decenios más tardía. La separación desde 1328 de las coronas francesa y navarra, con la consecuencia de contar con unos monarcas propios, tuvo resultados difíciles de calibrar para el arte navarro. Solía afirmarse que la presencia de los nuevos reyes pudo haber contribuido a la llegada de maestros extranjeros, quizá del mismo Juan Oliver, protagonista de la gran pintura mural navarra del siglo XIV. Así lo confirmaría la representación del escudo real en el mural del refectorio (hoy en el Museo de Navarra) de 1330. Una nueva lectura de la inscripción de dicho mural, unida a la identificación de uno de los escudos que lo acompañan como el del papa Benedicto XII (1334-1342), nos ha llevado a proponer la datación de 1335 para estas pinturas, lo que no impide que Oliver llegara al reino con los Evreux (recordemos que la otra noticia referente al pintor lo sitúa al servicio del rey en 1332), pero sí supone que quedara en Navarra desligado del servicio de los monarcas. El escudo del papa reinante, pareja del primero con las armas del papado, introduce una nueva valoración de la razón de los emblemas heráldicos: nos inclinamos a descartar una participación directa del monarca en el encargo del mural, como tampoco debieron colaborar ni el papa ni Gastón II de Foix (también vemos sus armas). Todo el mérito recae entonces en el promotor que explicita la inscripción: Juan Périz de Estella, arcediano de Usún. No resulta extraña esta pobreza de encargos regios, pues poco tiempo dedicaban a residir en su reino. En cambio, con Felipe y Juana se han relacionado notables obras francesas, como el castillo de Navarra en Evreux, la capilla de Navarra en la colegiata de Mantes, purísimo ejemplo de arquitectura gótica radiante, o el "Libro de Horas" de Juana II.
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Al referimos a la arquitectura palaciega en Baviera, veíamos cómo la influencia francesa había calado muy hondo gracias fundamentalmente al papel jugado por su elector Max Emanuel. Su exilio en París desde 1706 a 1715, por haberse puesto del lado francés en la guerra de sucesión española, supuso un contacto directo con las fuentes del gusto rococó, tan brillantemente reflejado por Cuvilliés en sus obras muniquesas. Allí tuvimos también la ocasión de comprobar la utilísima ayuda recibida de los artistas bávaros, como el estuquista Zimmermann, cuya formación popular habituada a la arquitectura religiosa local permitió una mayor libertad y una mayor exuberancia decorativa en la rígida disciplina del rococó francés.Es precisamente la arquitectura religiosa la que mejor supo recoger los elementos decorativos del rococó, aplicándolos en una serie de iglesias cuya estructura arquitectónica nada tenía que ver con el arte francés y en buena parte repetían modelos bien tradicionales. Durante el siglo XVIII se produjo una verdadera fiebre constructiva por la que se restauraron o edificaron una enorme cantidad de monasterios por toda Baviera, Baden-Wurtenberg y la zona norte de Suiza fronteriza con Alemania. Esta actividad sólo se parará a mediados de la década de los sesenta cuando sube al trono el emperador José II. Ya en 1769 el Elector de Baviera promulgará una serie de edictos limitando las actuaciones de los monjes.Los tratados de Westfalia de 1648 por los que se ponía fin a la Guerra de los Treinta Años, anunciaron la decadencia política del Imperio. Sin embargo, su fuerza moral se mantiene e incluso se acrecienta. En el siglo XVIII el Sacro Imperio Romano Germánico se convierte en una utopía, pero una utopía activa en la que se consideran unidos el poder temporal y el poder espiritual. Los monasterios más importantes gozaban de un privilegio que les permitía liberarse del dominio de un señor laico o eclesiástico, no estando sometidos más que al Emperador, lo que les hacía prácticamente independientes.El mejor ejemplo de la unión del Trono y la Iglesia quedaba plasmado en la Kaisersaal o sala imperial con que, como luego veremos, solía contar este tipo de monasterios. La exaltación de esta idea es tema preferido en sus frescos. Así, en la sala imperial del monasterio de Ottobeuren, el pintor Karl Stauder celebra la coronación de Carlomagno por el papa León III, bajo la protección de la Trinidad. Pero, además, el artista significativamente actualiza la composición y añade a la derecha, entre la representación del clero, al abad comitente Rupert II Ness y a la izquierda, Carlos VI, el emperador reinante.El abad, elegido por sus monjes, era el dueño y señor de su monasterio que se organizaba como una unidad autárquica. La mayoría de los monjes eran de extracción social modesta lo que no impidió que en sus edificios dominara la ostentación y el afán de riqueza. En este sentido, además, el pueblo, muy enraizado en una tradicional fe religiosa, les incitaba por ese camino. Consideraban, por otra parte, estas iglesias como algo suyo, igual que para el príncipe era un palacio. Palacios de la fe llama Bazin, muy acertadamente, a estos monasterios.En la reforma o construcción de los monasterios es fundamental la participación del abad o prior que a menudo determina las características de la construcción, siempre en íntima connivencia con el arquitecto. Por esta razón generalmente no se acude a los arquitectos de la corte, más orgullosos y menos dispuestos a aceptar cambios, sino a constructores, verdaderos maestros de obra, con una organización del trabajo recuerdo de la tradición gremial de la Edad Media. En el campo decorativo también domina un criterio artesanal. De Wessobrunn, una aldea al sur de Munich, saldrán, entre 1600 y 1800, familias de estuquistas que dejarán muestras de su arte por toda Europa. Los Feichtmayr, los Schmuzer o los Zimmermann procedían de dicha localidad.Los grandes conjuntos monásticos se organizan en una serie de dependencias que prácticamente se repiten en casi todos. Lógicamente el edificio al que se dedica mayor atención es la iglesia y al lado está el convento propiamente dicho, en donde viven los monjes. Alrededor de un patio se dispone el palacio abacial. También existen unas dependencias para invitados, dedicadas a veces especialmente para la familia imperial, a las que se accede por una escalera monumental, y que cuentan con grandes salas de fiestas, entre ellas la Kaisersdal. Siguiendo la tradición medieval se da gran importancia a la biblioteca, a la que ahora se agregan gabinetes de ciencias naturales e, incluso, galerías de cuadros. No falta la enfermería ni la farmacia. En el caso de ser también lugar de peregrinación, se dedica una zona para acogida de los visitantes y un local en donde se les ofrece la cerveza o el vino elaborado por la misma abadía.Paradójicamente la ornamentación rococó, que en el arte francés se había destinado a las íntimas y licenciosas folies, pasó en el arte de Alemania del Sur a decorar inmensos espacios en edificios dedicados al culto divino.
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A lo largo de la Ruta Jacobea el viajero se encuentra con un buen número de fundaciones monásticas, que fueron de vital importancia para los peregrinos que intentaban llegar a Santiago. En tierras navarras encontramos el Monasterio de San Salvador de Leyre. La abadía alcanzaría su momento de esplendor con Sancho García el Mayor, quien lo ordenó reconstruir tras ser arrasado por Almanzor. De estilo románico son la cabecera de la iglesia y la cripta; el resto de la iglesia está construido en estilo gótico. El Monasterio de Santa María la Real de Nájera es otro de los hitos de la ruta. Fue fundado en el siglo XI para cumplir las funciones de templo de advocación mariana, convento y panteón real. Alfonso VI entregó la fundación a la orden cluniacense. Estilísticamente, se trata de una elegante fábrica en la que combinan los estilos gótico y renacentista. En la provincia de Burgos se halla uno de los monasterios más importantes del camino: el fundado por San Juan de Ortega para servir a los peregrinos que atravesaban los inhóspitos montes de Oca. La iglesia del monasterio es obra de mitad del siglo XII. En la cripta está enterrado el santo en un sencillo sepulcro. Del conjunto hospitalario se conserva un claustro cuadrado, realizado en torno a 1500. Sahagún era la sede del monasterio cisterciense más importante del reino castellano. Bajo su dominio estaban la mayoría de los cenobios de la región. Por desgracia, hoy sólo quedan en pie algunos restos de este imponente edificio. Por último, en tierras gallegas sobresale el monasterio de los Santos Julián y Basilisa, en la localidad de Samos. Su antiquísima historia se remonta al siglo VI, fecha de su fundación bajo la regla de San Fructuoso. Desde este momento, ejercerá su jurisdicción sobre más de doscientas villas y quinientos lugares, por lo que era considerado uno de los centros monásticos más importantes de la época.
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El territorio de Mongolia era desde hacia siglos el dominio de las más diversas razas nómadas, desde tribus iranias, a turcas, manchurianas y finalmente mongolas. A principios del siglo XIII, junto a las grandes tribus de lengua mongola, había también turcos más o menos mongolizados, y sobre todo se mantenía una diferencia esencial entre los ganaderos, nómadas de las estepas, y las tribus semisedentarias de los cazadores y pescadores que habitaban en los limites de los bosques siberianos. Las tribus nómadas, más ricas y evolucionadas, poseían una estructura social compleja, ya que el poder perteneció a una aristocracia jerarquizada con jefes de clanes o de grandes familias que ostentaban el titulo de "bahadur", y por debajo de ellos los jefes de las tribus y de las facciones tribales que eran llamados príncipes (noyons). Los jefes supremos de las grandes confederaciones tribales (ulus) eran los "khanes", que estaban en la cúspide de la jerarquía y su autoridad era incontestada. Por debajo de la aristocracia, la gran masa nómada perteneció a la clase de los hombres libres, y era la que proporcionaba los guerreros. Finalmente estaban los siervos colectivos, pertenecientes a clanes vencidos, sometidos a toda clase de prestaciones personales y actuaban como tropas auxiliares en las campañas bélicas. Sobre el tan difundido salvajismo de los mongoles, hay que hacer notar que una gran parte de sus tribus eran cristianas de rito nestoriano, mientras que otras adoraban las fuerzas de la Naturaleza, y una minoría por influencia china eran budistas Por otro lado, el poderío de los nómadas estaba en estrecha relación con su riqueza que no era otra que sus pastos y sus ganados. En este sentido a principios del siglo XIII Mongolia conocía una época de prosperidad debido a gozar de una larga temporada húmeda que le permitió alimentar sus numerosos ganados. Debido a todo ello hay que desechar la idea de que los mongoles hambrientos abandonaron sus tierras en busca de otras mejores y más ricas, sino que su expansión se produjo con tropas poco numerosas y perfectamente organizadas, apoyadas por una retaguardia económicamente próspera y sólida.
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El desarrollo de los monasterios en la Edad Media alcanzará cotas muy elevadas, recibiendo un amplio número de solicitudes para formar parte de estas comunidades. La mayoría de los novicios eran sometidos a prueba para confirmar que su ingreso no se debía a deseos de abandonar el mundo por motivos ajenos a la religión. Esos novicios que ingresaban en el monasterio convivían en la casa de huéspedes donde aprendían a relacionarse, iniciando su vida en comunidad. Ocupaban un lugar diferente en el coro y en el refectorio aunque sus hábitos eran similares a los demás. Cada uno de estos novicios tendría asignado un monje mayor que se ocuparía de su formación. Cuando los hermanos valoraban que las aptitudes desarrolladas por los novicios para ser siervos de Dios eran las adecuadas, pasaban a formar parte de la estructura definitiva de la orden, incluyéndose en la comunidad a la hora de comer, dormir o trabajar. La casa de huéspedes que antes ocupaban es abandonada para dormir en las celdas del primer piso, junto a otros monjes. Las normas exigen que se duerma vestido, con las ropas ceñidas al cuerpo por el cinturón. De esta manera podían acudir de manera rápida a los rezos, levantándose sin tardanza al oír la llamada. Cada tres horas las campanas de la iglesia monástica anunciaban el correspondiente rezo: a medianoche, Maitines; a las tres, Laudes; a las seis, Prima; a las nueve, Tercia; a mediodía, Sexta; a las tres de la tarde; Nona; a las seis, Vísperas; y las nueve de la noche, Completas. Si alguno de los monjes se queda dormido debe acudir rápidamente a la Iglesia y, en medio del coro, tenderse boca abajo en el suelo en señal de disculpa hasta que reciba la orden de levantarse. Tras la hora prima se desayuna en el refectorio. Después el abad reúne a todos los monjes en la sala capitular para leer un capítulo de la Regla de la Orden y distribuir los trabajos, de los que sólo están exentos los enfermos y los destinados a importantes menesteres. Tras la labor matinal y la misa mayor, los monjes se reúnen en el claustro para pasar al comedor donde almuerzan en silencio. Su dieta consta de queso, pan, fruta, pescado y carne, aunque las normas de la orden establezcan que la comida deba ser cada vez más frugal. Entre los trabajos de mayor responsabilidad en el monasterio estaba el de tesorero, encargado de controlar las cuentas de la abadía y de las inmensas propiedades que dependían de ella, la mayoría fruto de donaciones reales o nobiliarias. A su cargo estaban también un buen número de trabajadores laicos que habitaban esas tierras y que tenían como señor al abad. Entre los gastos debemos señalar los propios del monasterio y los relacionados con la atención de pobres y enfermos que se realizaba en los hospitales de la orden. El cillecero se encargaba de administrar la cilla, el almacén donde se guardaban los suministros; el limosnero recogía limosna por los pueblos cercanos; en la biblioteca los iluminadores y copistas trabajan en los libros. Tras la labor y la correspondiente comida, el monje dispone de tiempo libre para leer o descansar hasta que de nuevo se continúan las oraciones y el trabajo. A la caída de la tarde se cena y después continúan los rezos. La dura jornada acaba cuando los monjes se recluyen en sus celdas para descansar, estando pendientes de la llamada a la oración.