El filósofo Platón visitó Sicilia al menos en tres ocasiones. La isla era tan griega como Atenas, en su mitad oriental. Lo hizo en calidad de invitado de los tiranos o gobernantes de Siracusa. Durante su última visita a la corte de Dionisio II, en el año 361 a.C., tuvo ocasión de presenciar acontecimientos que narró en la séptima de sus Cartas: "Mientras tanto, Dionisio II quiso disminuir la paga de los mercenarios veteranos, en contra de las tradiciones de su padre. Pero los soldados, furiosos, se reunieron y decidieron oponerse a ello. El tirano intentó recurrir a la fuerza haciendo cerrar las puertas de la acrópolis; ellos se dirigieron inmediatamente contra las murallas, cantando el peán guerrero de los bárbaros. Entonces Dionisio, muy asustado, cedió completamente e incluso concedió a los peltastas que entonces se habían reunido más de lo que reclamaban". Entre estos hombres figuraban veteranos mercenarios profesionales de origen ibero, cuyo carácter "bárbaro" quiere enfatizar Platón. La presencia de mercenarios de origen hispano en el Mediterráneo central se remonta mucho en el tiempo. Es posible que, como señala Pausanias, ya a fines del s. VI a.C. los cartagineses hubieran reclutado tropas hispanas para servir en Cerdeña, donde habrían fundado la ciudad de Nora. Pero la primera mención es del año 480 a.C.: Heródoto y Diodoro cuentan que tropas mercenarias iberas formaban parte del ejército cartaginés vencido en la batalla librada junto a la ciudad griega de Cimera, en Sicilia, en la que incluso pereció su general. Por cierto que, según la tradición, esa victoria griega se dio el mismo día en que los persas eran derrotados en Salamina: la Hélade vencía a los bárbaros en Oriente y Occidente. Se ha escrito mucho sobre las causas por las que jóvenes iberos o celtíberos se ofrecerían como mercenarios de otros pueblos peninsulares, o de potencias extranjeras, desde fechas tan antiguas. Aunque no se puede descartar ocasionalmente el deseo de aventura o la ética guerrera, parece claro que fueron causas económicas las que forzaron a una creciente disponibilidad de contingentes de hombres dispuestos a ofrecer sus servicios por una paga en metal precioso o tierras. Al parecer, el reclutamiento de los mercenarios no se hacía individualmente sino por contingentes, mandados por sus jefes naturales. Lugares como Villaricos, en Almería, Gadir, Alcacer do Sal, en la zona de la actual Lisboa, o incluso Cástulo, en el interior de Andalucía, pueden haber sido puntos de reunión de tropas a sueldo, como el mercado de mercenarios en el cabo Taenarum lo era en el Peloponeso griego. Estos hombres eran reclutados por agentes o conquisitores que, cargados de oro, procedían de las grandes potencias. Si los mercados tradicionales estaban exhaustos, viajaban al interior en búsqueda de nuevas fuentes de aprovisionamiento. Ese fue el caso de los desdichados agentes cartagineses que, en 203 a.C., llegaron a Hispania con 250 libras de oro y 800 de plata, fueron capturados por los saguntinos y entregados cautivos a Roma. Entre los años 480 y 200 a.C., la inmensa mayoría de los contingentes mercenarios hispanos estuvo al servicio de Cartago y sólo rara vez a sueldo de las ciudades griegas sicilianas. Hasta 397 a.C. no hubo hispanos en los ejércitos griegos. Diodoro cuenta que, cuando fue derrotado el general púnico Himilcón, huyó abandonando a su suerte a los mercenarios, que en su mayoría fueron muertos o esclavizados por el tirano griego Dionisio I de Siracusa. Todos, salvo los iberos que, en lugar de perder la cabeza, se agruparon en armas, enviaron un heraldo y ofrecieron sus servicios al vencedor. Desde entonces, Siracusa solía contar con contingentes hispanos, que se armaban y luchaban según sus costumbres nacionales. Durante los siglos V a III a.C., las cifras de mercenarios -exageradísimas por fuentes como Eforo o Timeo- son muy difíciles de precisar, pero parece que el orden de magnitud era de millares. Por ejemplo, en el s. IV se calcula que Siracusa podía contar quizá hasta con 25.000 mercenarios, de los que los bárbaros serían sólo parte, y los hispanos, una fracción. A partir de la guerra de Aníbal, sin embargo, las cifras se dispararon, y se cuentan por decenas de millares de hombres. Los mercenarios bárbaros, celtas, ligures, iberos, eran considerados "carne de cañón" mucho más prescindible que las milicias ciudadanas de Cartago o que los costosos mercenarios hoplitas griegos. Hasta tal punto que, en no pocas ocasiones, fueron traicionados por sus propios generales. Así, el mencionado Himilcón negoció su salvación y la de sus tropas ciudadanas, a cambio de abandonar a los mercenarios a su triste destino. Los griegos no eran más escrupulosos: Polibio cuenta cómo, en el s. III a.C., Hieron II de Siracusa provocó que sus mercenarios fueran masacrados por los mamertinos de Sicilia, mientras que él se replegaba con sus tropas ciudadanas. Resulta pues irónico que sean los mercenarios, y no sus generales, los que en la Historia hayan cargado con la fama de desleales y poco de fiar. Plutarco lo dijo con meridiana claridad: "pues empleaban (los cartagineses) Iberos y Númidas para sus batallas, y así soportaban sus fracasos a costa de otras naciones". A partir de la presencia de la familia de los Barca en Iberia, desde 237 a.C., el problema del mercenariado hispano se complica. Deben distinguir tres categorías de tropas iberas o celtíberas al servicio de Cartago: los mercenarios propiamente dichos, los contingentes entregados a manera de tributo por las regiones sometidas, y los proporcionados, más o menos voluntariamente, por pueblos no sometidos, sino vinculados por lazos diplomáticos (sabemos, por ejemplo, que Aníbal contrajo matrimonio con la princesa Imilce de Cástulo). Por otro lado a partir de 218 a.C., fecha del comienzo de la Segunda Guerra Púnica, la recluta de mercenarios propiamente dichos fue creciente en la Celtiberia y Lusitania, más que en las zonas costeras propiamente ibéricas. En conjunto, los mercenarios puros eran menos numerosos que los otros tipos de contingentes hispanos entre las fuerzas de Aníbal. Sin embargo, fueron siempre los más fiables y combativos: todavía en 204 a.C., cuando casi todo estaba perdido para la causa púnica, dice Polibio que la noticia de que llegaban de la Península mercenarios celtíberos contribuyó "no poco a levantar la moral de los cartagineses: eran cuatro mil, y dijeron que eran diez mil y, además, aseguraron que en la batalla eran invencibles, tanto por su valor como por su armamento".
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Las pocas mujeres españolas existentes en Indias, los escasos prejuicios raciales del español, y la baja extracción de los emigrantes influyeron poderosamente en el fenómeno del mestizaje. Ya hemos hablado sobre lo primero. Las mujeres españolas que emigraron a Indias fueron entre el 10 y el 20 por ciento de los hombres, a lo que hay que añadir que éstos eran por lo regular muy jóvenes. El emigrante español tenía entre 18 a 25 años e iba solo, por lo que formaba su familia en América. En cuanto a los escasos prejuicios raciales del español, derivan de la misma formación de la etnia hispana, integrada por numerosas oleadas de pueblos europeos y norteafricanos. El español estaba lleno de prejuicios sociales y religiosos, planteándose serios problemas a la hora de casarse con una negra o con una india, pero carecía de prejuicios para unirse sexualmente con mujeres de otras razas. Cuando le regalaron a Cortés varias mujeres indígenas en Campeche, para que las repartiera entre sus hombres, sólo puso una objeción: que se bautizaran primero. El tercer factor, la baja extracción de los españoles, inducía a muchos a preferir unirse con indias, que nada exigían, ni siquiera el matrimonio, en vez de españolas, presuntuosas y exigentes y muy selectivas, quizá por su misma escasez. El mestizaje surgió, por ello, coetáneo al descubrimiento y la conquista. Las huestes penetraban en los poblados de los naturales y violaban o robaban las mujeres. A esto se unieron luego las dádivas de mujeres que los indios hacían para garantizar las paces. Las tropas de Cortés llevaban tantas indias que don Hernán decidió sacar el quinto de ellas, lo que indignó a sus soldados, no sólo porque muchos llevaban meses viviendo maritalmente con ellas, sino porque además escogió las más guapas y jóvenes, dejando a sus hombres las feas y viejas, como nos dice Bernal Díaz del Castillo. La Corona vio al principio el mestizaje con muy buenos ojos. Pensó que sería un elemento de integración social, semejante al operado en España entre cristianos y moros: un mestizaje santificante, con matrimonio religioso de por medio. Los casos de conquistadores casados con princesas incas o aztecas fueron considerados ejemplares. Pronto se vio que los españoles iban en otra dirección, originando mestizos procedentes de uniones ilegales o libres, lo que hizo caer sobre tales mestizos el estigma de su vergonzoso origen. El problema fue en aumento, porque la selectividad de la mujer española para matrimoniar con blancos acomodados obligó a los mestizos a unirse con mestizas o con indias. Empezaron a jugar los prejuicios religiosos y se prohibió a los mestizos portar armas, ser caciques o protectores de indios, escríbanos, corregidores y alcaldes mayores, sentar plaza de soldado, obtener grados universitarios y acceder a las órdenes religiosas, salvo en el caso de que demostraran ser hijos legítimos. El problema habría resultado insignificante si su número hubiera sido escaso, pero resultó que pronto sobrepasaron a los blancos, representando un detonante social, ya que estaban condenados a vivir sin una función social específica y en una tierra que había sido repartida entre españoles e indios antes de su aparición. A los mestizos se unieron los mulatos, por lo común fruto de la unión de blancos con negras, ya que aquí operó aún más la selectividad de la mujer española para buscar pareja. Fueron igualmente fruto de uniones libres, por lo que tuvieron el mismo estigma de su ilegitimidad, sumado al de su ancestro de esclavitud: lo más infame que podía concebirse. También representaron un serio problema a causa de su aumento. Los mulatos sufrían las mismas prohibiciones que los mestizos, y algunas más. Así, por ejemplo, no podían andar por las calles de las ciudades durante la noche, montar a caballo o tener indios de servicio. Las mulatas y negras libres tenían prohibido usar adornos de oro o perlas y vestirse con telas de seda, lo que satisfacía mucho a las criollas. En cuanto a las castas, fueron el resultado de múltiples cruzamientos interétnicos en los que el negro entraba en algún grado. Los mulatos se unieron frecuentemente a indias o mestizas, surgiendo así los zambos, principio de una serie de castas donde fue imposible determinar los ancestros. Estas castas fueron consideradas la ínfima clase social.
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Después de la crisis del siglo XII a.C., la recuperación que empieza a producirse aproximadamente en el cambio de milenio viene a constituir el inicio de lo que, desde el punto de vista de la cultura material, se conoce como Edad del Hierro. Ello significó una utilización más intensa de todos los metales, incluidos el bronce y la plata, lo que sirvió de estímulo para el desarrollo técnico y para las relaciones de intercambio entre los pueblos del Mediterráneo. Todos los aspectos de la vida económica se vieron profundamente alterados, desde la agricultura y las distintas manufacturas hasta la guerra, con la introducción de instrumental agrícola y de armas. Así, se aumentaba la rentabilidad del trabajo y se creaban nuevas profesiones, con actividades que absorbían los excedentes de mano de obra. Al mismo tiempo, la industria bélica facilitaba la defensa de los territorios y las empresas dirigidas a controlar las zonas de donde provenían los metales. Las inversiones se hacían posibles igualmente gracias a la creciente rentabilidad y la producción. Los viajes dirigidos a la búsqueda de los metales fueron protagonizados sobre todo por fenicios, en un primer momento. Ellos fueron los intermediarios que abastecían a los grandes señores de los imperios despóticos del Próximo Oriente. En esas condiciones, en que los fenicios tienen acceso a mercados griegos y abren nuevas rutas marítimas, tuvo lugar el inicio de la participación griega en el mundo de los intercambios a gran escala. Hesíodo está preocupado por el hecho de que su hermano Perses, a quien dedica el poema "Los trabajos y los dias", pueda abandonar la tierra para buscar riqueza fácil en los viajes que se organizan por parte de los comerciantes, emporoi, dispuestos a realizar negocios al margen de las actividades nobles del campesinado. El poeta parece diferenciar la realización de determinadas campañas, en época del año que no afecte al trabajo del campo, con ánimo de intercambiar excedentes. Otra cosa es el tipo de viaje que se puede comparar al que habitualmente llevan a cabo los desprestigiados fenicios.
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Por debajo de los ciudadanos, pero gozando de una situación superior a los esclavos, los extranjeros o metecos -"cohabitantes"- eran un grupo frecuente en muchas ciudades griegas. Salvo excepciones, la disgregación del mundo helénico en numerosas poleis y la intensa actividad comercial característica del mundo griego hizo que en las ciudades fuera frecuente encontrar a grupos de extranjeros residentes, ya fuera procedentes de otras poleis como de fuera del mundo griego. Excepto en el caso de Esparta, que nunca admitió que personas extranjeras residieran allí, en las demás ciudades fue habitual incluso que, con el paso del tiempo, se elaboraran estatutos especiales para los residentes extranjeros, que gozarían así de ciertas prerrogativas. Aunque los metecos existieron en todos los regímenes, ya fuera oligárquico, aristocrático o democrático, fue este último sistema político el que mejor supo aprovechar la afluencia de mano de obra extranjera, favoreciendo el asentamiento de personas especializadas en la artesanía o el comercio. Si bien la mayoría se dedicaban a estas actividades, otros pudieron crear lucrativos negocios, como astilleros, banca, etc. Algunos metecos que fueron a vivir a Atenas se dedicaron al arte, como Mirón, Polignoto, Agorákrito, Policleto, Scopas, Zeuxis o Parrasio. Metecos fueron también el urbanista Hipodamo y los filósofos Hipias, Protágoras, Anaxágoras, Zenón, Céfalo, Gorgias o Pródico. Incluso hubo metecos que llegaron a desempeñar un destacado papel político, como los oradores Lisias e Iseo, así como los consejeros de Pericles Protágoras, Zenón, Anaxágoras e Hipodamo. Los extranjeros debían pasar unos requisitos previos antes de ser admitidos. Tras ser presentados a las autoridades por el prostates, una especie de valedor o padrino, eran inscritos en el registro del pueblo. Después podían ya ejercer sus derechos, entre los que no se encontraba la participación en política ni el desempeño de cargos públicos, aunque sí podían labrarse un patrimonio o montar un negocio. También podían servir en el ejército, aunque nunca como jinetes, un derecho reservado a los atenienses. Los extranjeros más adinerados podían ser hoplitas, mientras que los que tenían menos recursos económicos servían en la infantería o como arqueros a pie. Muchos de ellos formaban en la marina, pudiendo llegar a ser oficiales pero nunca trierarcos. Ya desde el siglo VI a.C. se observa la completa integración de los extranjeros, siendo alabados por personajes como Solón, Pisístrato y Clístenes. La prosperidad de El Pireo se debe en buena medida a los metecos y a Temístocles, quien los llamó. Para Platón, en toda República que quiera prosperar debe haber extranjeros, si bien con la condición de no permanecer en ella más de veinte años ni tampoco después de haberse enriquecido. Los extranjeros más destacados en su trabajo por la ciudad podían recibir honores y recompensas, como la concesión de la ciudadanía, la exención del pago de impuestos o la igualdad fiscal y militar con los ciudadanos -isoloteia.
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La defensa del poblado costero de Los Millares, situado en el espolón de una colina flanqueada por las ramblas del Huéchar y el río Andarax, se complementaba con la avanzada de unos 12 fortines (a intervalos de unos 300 metros) protegiendo la explotación agrícola y el acceso del agua. El fortín número 1, conocido desde las excavaciones del ingeniero belga Luis Siret en 1892-93, es uno de los más complejos. Construido en dos fases, consta de un cuerpo central (fase 1) y una muralla que circunda un perímetro de unos 30 metros, flanqueado por dos profundos fosos. Las troneras refuerzan la función protectora, pero también se han comprobado actividades de molienda y almacenamiento de cereales.
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Este poblado condensa el patrón urbanístico de una arquitectura defensiva, estructurada ya en la etapa antigua del Cobre. La Fase II (2.400-2000 a. C.) marca el apogeo, expresado con cuatro potentes murallas, reforzadas con torres de planta oval y cuadrada. Con el tiempo se desmanteló uno de los recintos (lienzo de rayas discontinuas) y se protegió mejor el exterior mediante una gran barbacana. También se amplió la entrada, dotada de 27 saeteras. Todo el aparejo es de mampostería macizado con grava (espesor medio de 2 a 3 metros). Las viviendas, de planta circular (5 a 7 metros de eje) tienen cimientos de piedra y alzado de barro y ramajes. Los edificios de carácter comunal, entre ellos un taller de metalúrgico, son de planta cuadrangular.
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Esta sepultura es una de las más excepcionales del poblado de Los Millares y en ella se inhumaron unos 50 individuos. La planta no es muy diferente de la tumba I, pero existe un espacio libre entre el túmulo propiamente dicho y el anillo doble perimetral. Además, el acceso a la tumba está marcado por un área flanqueada por betilos (se localizaron 18 en total). Tienen forma troncocónica y una altura de unos 60 cm (podían ir pintados en rojo). La puerta de acceso al sepulcro y los tramos del corredor hasta entrar en la cámara tienen un orificio circular de unos 85 cm. A estas aberturas, que se cerrarían con losas, se les da el nombre de puertas perforadas. Se relacionan con un ritual de tránsito o pasaje: simulación simbólica del nacimiento a una nueva vida tras el trance de la muerte.
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El poblado almeriense de Los Millares condensa el patrón urbanístico de una arquitectura defensiva, estructurada ya en la etapa antigua del Cobre. La Fase II (2.400-2000 a. C.) marca el apogeo, expresado con cuatro potentes murallas, reforzadas con torres de planta oval y cuadrada. Con el tiempo se desmanteló uno de los recintos y se protegió mejor el exterior mediante una gran barbacana. También se amplió la entrada, dotada de 27 saeteras. Todo el aparejo es de mampostería macizado con grava (espesor medio de 2 a 3 metros).La defensa de este poblado costero, situado en el espolón de una colina flanqueada por las ramblas del Huéchar y el río Andarax, se complementaba con la avanzada de unos 12 fortines (a intervalos de unos 300 metros) protegiendo la explotación agrícola y el acceso del agua. El fortín número 1, conocido desde las excavaciones del ingeniero belga Luis Siret en 1892-93, es uno de los más complejos. Construido en dos fases, consta de un cuerpo central (fase 1) y una muralla que circunda un perímetro de unos 30 metros, flanqueado por dos profundos fosos. Las troneras refuerzan la función protectora, pero también se han comprobado actividades de molienda y almacenamiento de cereales.
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El esquema en forma de tholos se ejemplifica en la necrópolis megalítica correspondiente al poblado fortificado de Los Millares, con más de un centenar de tumbas. Posiblemente este tipo de sepulturas, así como la variante en cueva artificial, representan los tipos más modernos, como una modalidad propia del Calcolítico, frente a la cubierta plana originada ya durante el Neolítico.La tumba presenta el siguiente esquema: una cámara simple cubierta con una sola piedra (excepcionalmente techada con madera y ramajes) a la que se accede por un pasillo, normalmente más bajo, también adintelado. Los tholos se construyen con aparejo de mampostería en seco y la cubrición se cierra por aproximación de hiladas. En ocasiones se recurre a una solución mixta combinando ortostatos y mampostería.