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Durante el reinado de Felipe IV la escuela española afirmó las cualidades de su estilo y definió su personalidad, gracias fundamentalmente a los grandes maestros de mediados del siglo: Ribera, Zurbarán, Velázquez y Alonso Cano.Los cuatro dominaron la producción pictórica de la época, eclipsando a sus contemporáneos, a los que convirtieron en deudores de sus respectivos estilos. En ellos se refleja también la evolución que se produjo en la pintura de la época, en la que desapareció paulatinamente el tenebrismo para dar paso a una concepción más luminosa, de fondos claros, en la que el color adquirió cada vez mayor protagonismo.Ribera y Zurbarán representan en esta etapa la pervivencia del naturalismo táctil y concreto, que se había iniciado en las primeras décadas del siglo y que con ellos alcanzó su máxima expresión, aunque ambos olvidaron o atenuaron su tenebrismo con el transcurrir de los años, siguiendo la evolución del siglo.Sin embargo, Velázquez y Cano aportan en su madurez un lenguaje renovado, con el que sin desligarse de la realidad, prefieren plasmar sus aspectos más nobles y bellos, soslayando lo desagradable y extremado, para recrear la naturaleza con un sentimiento a la vez humanizado y poético. Velázquez fue sin duda el creador de esta tendencia, y Cano su más fiel seguidor.
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A lo largo de la historia, nobleza y monarquía han rivalizado entre sí a la hora de realizar construcciones suntuosas para su uso particular. Gracias a estos edificios, hemos podido comprobar la evolución de un estilo arquitectónico propio, el palatino, que tiene en la Península Ibérica un amplio catálogo de excelentes ejemplos. Durante la Edad Media son escasas las muestras que nos han quedado. Nobles y reyes desean protegerse de los ataques enemigos, lo que les lleva a construir poderosos castillos, que asoman por todas las tierras peninsulares. Aún así, en algunas villas importantes encontramos varios modelos dignos de mención. Es el caso del Palacio Real de Estella, obra de finales del siglo XIII, excelente muestra del Románico civil. También merece ser resaltado el Palacio del obispo Gelmírez, en Santiago de Compostela, con un excepcional salón en su planta baja. La austeridad de estos palacios contrasta con la riqueza decorativa de las construcciones palaciegas andalusíes. Mocárabes, azulejos, lazos, arcos polilobulados, configuran una estética que aún hoy cautiva a los que la contemplan. A lo largo del siglo XV la nobleza adquiere un mayor peso en la historia de los diversos reinos peninsulares. Este protagonismo tiene un claro reflejo en la construcción de un amplio número de palacios urbanos. La mayoría de estas edificaciones presentan importantes novedades arquitectónicas, procedentes de Italia: pérdida del aspecto defensivo, patio interior con dos plantas, prolífica decoración, ... La Casa de las Conchas en Salamanca, la Casa del Cordón en Burgos o la Casa de los Picos en Segovia pueden ser excelentes ejemplos de este tipo de construcción palatina tardogótica. El paradigma de ciudad palaciega puede ser Cáceres. Encerrada en su recinto amurallado, Cáceres concentra en un reducido espacio cerca de treinta palacios y casas fuertes, configurando un magnífico aspecto de villa renacentista que recuerda, inevitablemente, a las ciudades italianas. Sus palacios de piedra luminosa y dorada y sus omnipresentes cigüeñas forman parte de la imagen de esta bella ciudad. Será durante el Renacimiento cuando se produzca una auténtica explosión palaciega. El primer impulso viene de manos de la Monarquía. Al no existir una capital fija se tiende a construir palacios en las principales villas, para recibir la visita de los monarcas. Carlos V manda adecentar los viejos alcázares (Toledo, Madrid) y ordena a Pedro Machuca la construcción del Palacio de Granada. Se trata de una obra innovadora en España, al presentar una planta cuadrada y un patio circular, tomando como referencia algunos palacios italianos. El propio monarca será también el promotor de otro palacio, éste más modesto, en el que pasar sus últimas horas. El lugar elegido será Yuste y el modelo tomado, la propia casa natal del Emperador en Gante. Algunas familias nobles sienten verdaderos deseos de distinguirse tanto de las otras clases urbanas como de la corona. Por esta razón se produce una fiebre constructiva que lleva a cada familia nobiliaria a levantar un palacio. Italia es el espejo en el que buscan las referencias los arquitectos. Los palacios pasan a cumplir una función representativa de capital importancia en las ciudades españolas del siglo XVI. Felipe II elige Madrid como capital de sus reinos en el año 1581. La residencia elegida es el Alcázar de los Trastámaras, un edificio que sufrió importantes modificaciones. Fuera de la capital, el rey llevó a cabo un intenso programa constructivo cuya piedra angular sería el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Dentro del complejo monástico, Felipe II mandó construir a Juan de Herrera el Palacio del Rey, comunicado con los aposentos privados del monarca, que se sitúan en el entorno del presbiterio de la basílica. El palacio real se articula en torno a un gran patio. El primer Barroco palaciego tiene en Lerma uno de sus mejores exponentes. El valido de Felipe III, el duque de Lerma, eligió esta villa burgalesa como corte privada y ordenó a los principales arquitectos del momento construir uno de los conjuntos artísticos más interesantes de su época. Otro valido, el conde-duque de Olivares, puso todo su empeño en construir un nuevo palacio para el rey Felipe IV: el del Buen Retiro. La pobreza de los materiales empleados en su construcción será sin embargo compensada con la riqueza de las obras de arte que lo decoraban. La llegada al trono español de los Borbones en el siglo XVIII supondrá la recuperación del programa constructivo palatino. El incendio del Alcázar de Madrid en la Nochebuena de 1734 motivará la construcción de un nuevo Palacio Real en el mismo lugar. Filippo Juvarra y Juan Bautista Sachetti fueron los autores de las trazas, configurando un edificio de planta rectangular, con 4 volúmenes proyectados en las esquinas y seis puertas principales. Felipe V quiso emular el Versalles de su abuelo Luis XIV y ordenó construir el Palacio de la Granja de San Ildefonso. Teodoro Ardemans será el autor de las primeras trazas, realizándose diversas ampliaciones en los años siguientes. Pero lo más atractivo de este lugar son los jardines y las fuentes. Le Nôtre planificó un jardín a la francesa, que está inspirado más en el palacio de Marly que en los jardines de Versalles. El viejo Palacio Real de Aranjuez también fue remodelado a lo largo del siglo XVIII. Bonavia y Sabatini fueron los encargados de las reformas, tomando como modelo los palacios romanos. En el siglo XIX, la nueva aristocracia y la burguesía adinerada competirán por construir una amplia suerte de palacios en la corte madrileña. Los nuevos ejes urbanos se pueblan de palacetes con suntuosas decoraciones que, en la actualidad, están siendo adquiridos por entidades financieras o instituciones oficiales para convertirlos en sus sedes. Finalizamos nuestro recorrido por la arquitectura palaciega. De esta manera, hemos podido disfrutar de estos espacios y remontarnos a los tiempos en los que sus primitivos propietarios los disfrutaban.
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1.El Renacimiento español: Entre la tradición y la modernidad. El palacio de Carlos V en Granada. Los alcázares del rey. Nuevos palacios urbanos. 2.El arte en el reinado de Felipe II. El Monasterio de El Escorial: el edificio y sus programas. La basílica. El palacio del rey. La biblioteca. 3.El primer Barroco. Gómez de Mora y la sistematización del lenguaje arquitectónico. El palacio del Buen Retiro. El Alcázar de Madrid. 4.Arquitectura barroca cortesana. La Granja de San Ildefonso. Jardines y fuentes de La Granja de San Ildefonso. Los diseños de Filippo Juvara para el Palacio Real de Madrid. Carlier en El Pardo. Las Salesas Reales. El Real Sitio de Aranjuez. El palacio de Aranjuez. La urbanización del Sitio. Carlos III y el urbanismo ilustrado. Carlos III y Sabatini.
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La rivalidad entre monarquía y nobleza es uno de los motores que impulsa la construcción de palacios a lo largo de la Historia. Esta competencia nos permite poder admirar un estilo artístico propio, que incluye tanto arquitectura como pintura y escultura, ya que los deseos del promotor de la obra siempre son superar a sus iguales. Apenas nos quedan unos pocos ejemplos de palacios de época medieval, ejemplos que proliferan durante el Renacimiento, con edificios que buscan sus modelos en Italia. Pero es en el siglo XVIII cuando se produce un autentico programa de construcción palaciega, dirigido fundamentalmente por los reyes. La casa de Borbón toma las riendas del país y no duda en emular los palacios de Francia, su tierra natal. Durante la centuria siguiente es la aristocracia y la burguesía, la nueva clase emergente, quien toma el relevo de los monarcas, creando auténticas joyas de la arquitectura que todavía hoy jalonan nuestras calles.
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Reconocido como cabeza indiscutible de la escuela antuerpiense de pintura, en 1620 Rubens ajustó con la Compañía de Jesús de Amberes la decoración de su iglesia, todavía en obras. Para el Templo de mármol acababa de pintar (1617-19) tres grandes lienzos: La Asunción, para presidir la capilla de Nuestra Señora, y Los milagros de san Ignacio y de san Francisco Javier, que en escenográficas arquitecturas figuran, dos episodios extático-taumatúrgicos de sus vidas, que alternadamente se mostraban, cual tramoyas teatrales, sobre el altar mayor (todas en Viena, Kunsthistorisches Museum). Si con estas obras, de espectacular monumentalidad, abandonaba la forma tradicional del tríptico de altar y definía un nuevo tipo de retablo, con la decoración de los techos introducía en Europa septentrional la moda véneta de los cielos rasos decorados con pinturas, señalando el triunfo del ilusionismo barroco en Amberes.Del efecto de totalidad compositiva que estas pinturas producían, son patente testimonio las palabras del historiador Gaspard Gevaarts, el amigo de Rubens: "Los techos de las galerías son planos, pero no ganarían nada por estar cubiertos por bóvedas o hechos de oro ante el aspecto que muestran. En efecto, están revestidos de las más notables pinturas, que representan los misterios de nuestra salvación, extraídos del Viejo y del Nuevo Testamento, y de personajes de ambos sexos, famosos por la santidad de sus vidas. Todos estos techos han sido dibujados por un pintor célebre, que se ha superado a sí mismo al afrontar la dificultad de vencer la composición y la perspectiva".Las cláusulas del contrato (29 marzo, 1620) revelan el prestigio alcanzado por Rubens y su proceso de producción: el maestro pintaría de su mano los bocetos de los cuadros, cuya ejecución sería confiada a sus discípulos más avezados -se menciona expresamente a Van Dyck-, si bien él mismo retocaría lo que fuera preciso. La rápida y meticulosa preparación de los modelos por Rubens, la eficaz organización de su taller y el vivo ritmo de trabajo de sus colaboradores posibilitaron que los 39 grandes lienzos, estuvieran terminados diez meses después (1, febrero, 1621). Destruido por el fuego, como hemos señalado, este ciclo decorativo sólo es conocido por algunos testimonios gráficos y por los bocetos de Rubens: unos esbozos monocromos, sobre pequeñas tablas, que plasman la primera idea de las composiciones, trabajadas como un dibujo, con grandes trazos en tonos arduzcos y finos toques de luz blanca (David y Goliat, Londres, Courtauld Institute); y unos modelos policromos, sobre paneles mayores, en los que con pincelada abreviada se detalla la composición y se atiende a la fácil lectura iconográfica, cuidando de los efectos perspectivos, del equilibrio de las masas y el movimiento de las líneas, señalando los ricos y cálidos juegos cromáticos, para que sirvieran de pauta a sus colaboradores y de muestra a sus clientes (Sacrificio de Isaac, París, Louvre).Si hasta ahora la temática religiosa había sido el hilo conductor de su pintura y Flandes, su primordial territorio de acción, al inicio de la tercera década del siglo lo sería la pintura profana y oficial y sus límites territoriales se ampliarían por toda Europa, paralelamente al desarrollo que conocería la carrera diplomática de Rubens bajo el mandato de la infanta Isabel, que recurrió a sus servicios de continuo con órdenes expresas de ejecutar misiones decididamente pacificadoras. Y es que, acabada la Tregua de los Doce Años, la reanudación de las hostilidades entre España y Holanda se presentaba inevitable, así como imparable el hundimiento de Flandes. Entre 1621 y 1625, Rubens tanteó el terreno y mantuvo conversaciones secretas en busca de algún acuerdo que estableciera otra tregua, por problemática que fuera; a pesar de las múltiples consultas, todo fue en vano.Llamado por la reina madre María de Médicis, su viaje a París en 1622 sin duda no fue ajeno a la alta política, a más de a su prestigio como pintor y a su condición de erudito. Si para Luis XIII pintó doce cartones para tapices con la Historia de Constantino, que tejieron en París los flamencos Comans y La Plancha, para María de Médicis decoró una galería del palacio de Luxembourg, intentándose glorificar en una serie de episodios banales la poco ejemplar Vida de María de Médicis (París, Louvre). Rubens tardó algo más de dos años en pintar, ayudado por J. van Egmont, las 24 telas de este gigantesco y brillante ciclo, obra maestra barroca en imaginación decorativa, amplitud compositiva y dramática teatralidad, en la que triunfó el más alegórico y simbólico de los lenguajes icónicos políticos. Aunque salió airoso del envite, esta rebuscada y redundante serie no debió satisfacerle, quizá porque la retórica artística se sometió en exceso a la diplomacia política y no al acontecer histórico con su dramática realidad. El mismo afirmó que la serie de la Vida de Enrique IV, cuyo plan presentó para decorar otra galería del mismo palacio (h. 1627-31), sería "por la calidad misma del asunto... más soberbia que la primera". Pero, el exilio de la reina truncó este proyecto, salvo algún lienzo, como el del Triunfo de Enrique IV (Florencia, Uffizi), en el que concibió un tema histórico al modo alegórico de un triunfo romano, sugestionado por los ecos del Triunfo de Julio César de Mantegna, que vio primero en Mantua y luego en Londres. Con estos grandes ciclos, la metódica Francia caía ante la fresca lección barroca de Rubens.Si sus esfuerzos por lograr una tregua con las Provincias Unidas fracasaron, el azar imprimió un nuevo giro a su actividad pública, tan ligada a sus quehaceres artísticos. En la primavera de 1625, ultimando el ciclo Médicis, conocería en París al duque de Buckingham, poderoso favorito de Jacobo I de Inglaterra y de su hijo Carlos I, aficionado coleccionista al que acompañaba el pintor y diplomático B. Gerbier. Interesado, es posible, en establecer relaciones con el valido, Rubens pintó su Retrato ecuestre (1625-27, boceto en Fort Worth, Kimbell Art Museum), de los más bellos y fastuosos del Barroco, más una alegoría de Minerva y Mercurio conducen al duque al templo de la virtud (boceto en Londres, National Gallery). Por su parte, el duque, deseando atraerse a un personaje tan estimado en Bruselas, en 1625 le compró a un precio altísimo la preciosa colección de 124 mármoles clásicos que él había adquirido (1618) del embajador Carleton por un trueque de 12 pinturas suyas. La razón de que, en 1627, Buckingham se dirigiera a él para iniciar las negociaciones de un tratado de paz entre Inglaterra y España, enviando a Gerbier a Flandes para fijar con él las bases del acuerdo, surge indudablemente de este contexto político-artístico.La sorprendente actividad diplomática desplegada por Rubens entre 1627 y 1630, viajando a Holanda, Francia, España e Inglaterra, obtuvo mejores resultados que en ocasiones precedentes. En 1628 se trasladó a Madrid, exponiendo a Felipe IV sus conversaciones con Buckingham. La primera desconfianza real, azuzada por las reticencias del privado conde-duque de Olivares, pronto se trocó en admiración y en honores. Rubens entusiasmó al monarca -refinado dilettante y gran coleccionista de pintura-, a quien logró venderle los cuadros que, con buen juicio, había trasladado consigo. Pero la noticia del asesinato del duque de Buckingham suspendió toda iniciativa. Esperando instrucciones, Rubens gozó de sus meses de estancia, durante los cuales (además de pintar algunos retratos de miembros de la familia real) trabó amistad con el pintor de cámara Diego Velázquez -que se resintió de su proximidad-, con quien visitó El Escorial y las colecciones reales, redescubriendo el arte de Tiziano y reforzando las sugestiones asimiladas durante su estancia en Venecia y en su primer viaje a España. De entonces datan las muchas copias de los cuadros de Tiziano, reinterpretados con vivaz colorido y fluido toque (El rapto de Europa; Madrid, Prado), pruebas de la pasión despertada en Rubens por la pintura veneciana y, más aún, de la fascinación que sintió por la obra de Tiziano, constante fuente de su inspiración formal y guía de su evolución estilística.Al fin, Madrid decidió reanudar las conversaciones con Inglaterra y le confió esta misión oficial. En abril de 1629 partió para Londres, donde su fama de pintor ante el rey Carlos I, tan apasionado por la pintura como Felipe de España, contribuyó a sentar las bases de las negociaciones que condujeron a la firma del tratado de paz en 1630. En clara alusión a esta circunstancia, para el monarca inglés pintó una Alegoría de la Paz (Londres, National Gallery) en la que Minerva, diosa de la paz, hace retroceder a Marte, dios de la guerra.Su venecianismo reverdece todavía más después de visitar las colecciones del rey, del duque de Buckigham y del conde de Arundel. El propio rey le encargará la decoración del techo de la sala de banquetes del palacio de Whitehall, con la Apoteosis del rey Jacobo I, que ejecutaría a su vuelta a Amberes (hacia 1631-34). Los ecos de la pintura de Venecia triunfan en la articulación del conjunto de este cielo raso, pero también en cada uno de sus lienzos, donde se ayudaría de los recuerdos compositivos de Correggio y de P. da Cartona. Como en otros grandes ciclos políticos, Rubens utilizará la alegoría clásica y el repertorio mitológico para divinizar al herético rey inglés, que con anterioridad y poder posibilitó la unidad de Inglaterra y Escocia y con buen gobierno trajo consigo la paz y la abundancia para sus súbditos.A pesar de tanta actividad diplomática y tantos ciclos de pintura profana, durante estos años Rubens no descuidó la realización de obras religiosas, terminando la versión definitiva de La conversión de san Bavón (1623-24, Gante, Catedral), abocetada hacia 1612; elaborando su bella versión de La adoración de los Magos (1624, Amberes, Musée Royal] des Beaux-Arts); o concibiendo El matrimonio místico de santa Catalina (1628) para los agustinos de Amberes (Musée Royal des Beaux-Arts; un modelo en Madrid, Prado), teatrales composiciones, de ágil y coherente movimiento tridimensional, ejecutadas con fluida pincelada y matizada paleta, que marcaron la inflexión lírica y expresiva de su estilo.Pero el clímax barroco lo alcanzó en los cartones para tapices con El Triunfo de la Eucaristía (hacia 1627-28) (seis modelos en Madrid, Prado). Verdadera summa de la poética contrarreformista, los cartones fueron encargados a Rubens por la infanta-gobernadora (h. 1625) para que, tejidos en la tapicería real de Bruselas por J. Raes, J. Geubels, J. Fobert y H. Vervoert, decorasen el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Si los tapices maravillan por su virtuosismo ejecutivo y la asombrosa calidad de sus tejidos, los modelos pintados por Rubens son un dechado de invención, composición y dibujo, de ejecución, color y expresión. En todo originales, sus complicadas agrupaciones que, en un contexto religioso, integran temas, símbolos y alegorías propios de los repertorios clásicos y profanos, hicieron suponer a E. Mále la muy verosímil intervención de los teólogos españoles de las Universidades de Salamanca y Alcalá de Henares, seleccionando ideas y asuntos.
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La renovación que experimenta la escultura en la segunda mitad del siglo XIX tuvo como protagonistas esenciales a dos significados artistas: Rodin e Hildebrand. Contemporáneo uno del otro, representan, sin embargo, dos polos opuestos en cuanto a sus respectivos planteamientos, pues si apasionado e ingenioso era el primero, teórico y filosófico fue el segundo. No obstante, ambos tienen en común el objetivo de revivir los antiguos ideales de la escultura, alejándola de la mera reproducción naturalista y de su vinculación con lo pictórico. Los estudios sobre la obra de August Rodin (1840-1917) suelen iniciarse haciendo mención de El hombre con la nariz rota (París, Museo del Louvre), escultura que realizó cuando contaba veinticuatro años de edad y que fue rechazada en el Salón de 1864 al considerarla inacabada el jurado. Una consideración que acabaría convirtiéndose en uno de los principales postulados artísticos de Rodin, tal como confesó en su día: "Esta máscara determinó mi futuro". Los primeros años de Rodin no fueron fáciles. No admitido en la Ecole de Beaux Arts, hubo de contentarse con asistir a la Petite Ecole des Arts Decoratives, siendo su primer empleo el de modelador y dibujante de escultura decorativa. Tampoco gozó de la comprensión de la crítica. En 1877 realiza Edad de bronce (París, Museo Rodin), un desnudo masculino de tamaño natural, siendo acusado de haberlo fundido a partir de un modelo vivo. Y es que Rodin concebía la escultura como una masa plástica vital y vibrante, resultado que, según sus palabras, obtenía porque "en vez de visualizar las diferentes partes del cuerpo como superficies más o menos planas, las imaginaba como proyecciones de unos volúmenes internos... Y ahí reside la verdad de mis figuras: en vez de ser superficies, parecen surgir de dentro a afuera, exactamente como la propia vida". En 1880 recibía el encargo oficial de llevar a cabo una puerta de grandes dimensiones para el nuevo museo de Artes Decorativas. Inspirándose en Dante, la tituló La puerta del infierno, si bien en lo formal recuerda a la renacentista Puerta del paraíso, en Florencia, de Ghiberti. La complejidad del proyecto desbordó en más de una ocasión al escultor. Integrado por 186 figuras, muchos de los bocetos y realizaciones dieron lugar a numerosas composiciones, algunas de las cuales llegaron a convertirse en obras independientes. Tal fue el caso de El pensador, situado originariamente en el dintel superior de la puerta, obra inspirada en el Ugolino de Carpaux. Es el caso también de El beso, inicialmente prevista para decorar esa entrada, obra inspirada en los amores de Paolo y Francesca, personajes de "El infierno" de Dante. El beso, del que existe una versión en el Museo Rodin y otra en la Tate Gallery, revela una de las características distintivas del escultor: no utilizar el punto de vista único, sino la contemplación de la obra desde varias perspectivas, para potenciar al máximo la expresividad del cuerpo humano. Camille Mauclair, que mantuvo una estrecha relación con el artista, explicaría en un texto de 1905 el método seguido por Rodin: "Hacía sucesivos apuntes de todas las caras de sus obras y a su alrededor daba continuas vueltas con el fin de obtener una serie de vistas conectadas en círculo... Su deseo era que una estatua se levantara totalmente libre y aguantara la contemplación desde cualquier punto; debía además guardar una relación con la luz y la atmósfera que la rodeaba". Un método, pues, que vincula a Rodin con la escultura cinética que idearan los escultores del siglo XVI. Por otra parte, en las piezas mutiladas del arte antiguo supo ver un gran valor expresivo, lo que le llevó a realizar obras de partes concretas de la anatomía humana, presentándolas como asuntos independientes. El hombre que camina (1877) y El torso (1889), ambos en el museo Rodin, son dos ejemplos de lo que con el tiempo sería muy común en la escultura moderna. En Miguel Angel descubrió Rodin el atractivo de lo inacabado y el abanico de posibilidades que brindaban los contrastes entre superficies pulidas y sin pulir en una misma obra o el abandono total de las formas pulidas. Este hallazgo lo asumió y explotó sin vacilar, pues aunque manejaba el barro con increíble facilidad, hasta el punto de poder ser considerado como el gran modelador de la historia de la escultura, apenas trabajó la piedra, delegando la labor de talla en sus ayudantes, entre los que destacaron Antoine Bourdelle (1861-1929) y Charles Despiau (1874-1946). La diferencia sustancial entre Rodin y Miguel Angel estriba en que las zonas aparentemente inacabadas que practicaba el primero no eran, como en el caso del segundo, el resultado de un proceso de talla directa. La fuerza de la expresión fue especialmente perseguida por Rodin en dos obras que realizó por encargo. Se trata de Los burgueses de Calais (1884-86) y Balzac (1892), esta última para la Societé de Gents de Lettres, ambas en el museo Rodin. Mientras que la primera de ellas fue concebida como un grupo compacto, la del escritor Balzac es una escultura individual, cuya ejecución se prolongó por espacio de siete años, tiempo en el que el artista modificará su concepción, yendo desde el fiel retrato de la fisonomía de Balzac hasta sintetizar una figura colosal dominada por la inspiración creadora, no obstante la pequeña estatura que poseía el protagonista. El resultado fue una figura envuelta y escondida en un voluminoso abrigo, coronada por una robusta cabeza en la que los rasgos están profundamente marcados. Una obra en la que a la simplicidad se une la profundidad psicológica, constituyendo uno de los retratos escultóricos más sugerentes de la época moderna. Adolf von Hildebrand (1847-1921) dejó dicho que, "si sólo tuviéramos fragmentos de las figuras de Rodin, tendríamos que admitir que no habría habido nada igual desde los días de los griegos o de Miguel Angel". Hildebrand, mejor teórico del arte que escultor, fue junto con Rodin quien más impulsó la renovación de la escultura de su tiempo. Admirador también de Miguel Angel, abogaba tenazmente por el regreso al método renacentista y artesanal de la talla directa a través de "El problema de la forma", libro ideado en principio como necrología de su amigo el pintor Von Marées y que, una vez editado, en 1893, se convirtió en un texto que ejerció una notable influencia no sólo en los artistas y estudiantes, sino también en historiadores del arte como Wölfflin que adoptaron plenamente sus teorías. Como escultor, sus obras más significativas fueron Un adolescente (Berlín, Staatliche Museen), de 1884, una estatua de mármol donde acaso refleja en exceso sus ideas sobre la pureza, la claridad y la austeridad de las formas, y La fuente de Wittelsbach, de 1895, ubicada en Munich, en la que también adecua sus teorías a un monumento público. A Rodin, a través del impacto de sus obras escultóricas, y a Hildebrand, mediante sus escritos, se deberán, pues, muchas de las características que impregnaron la obra de posteriores generaciones de escultores.
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Pero antes de las importaciones genovesas y de los encargos reales a Fancelli y Ordóñez, al que acompaña en Nápoles Diego de Siloe, llega a España por el norte uno de los artistas de más trascendencia para el proceso de asimilación de las normas renacentistas por la escultura castellana, Felipe Bigarny. En julio de 1498 y sin precedentes conocidos que lo justifiquen se le encarga la magna obra de los grandes relieves en fina piedra de Briviesca para el trascoro de la catedral de Burgos, en las mismas fechas que Mendoza emprendía su citada obra en Valladolid. La obra de Bigarny causa sensación al concebir los relieves a escala monumental al modo del quattrocento italiano con recuerdos de lo borgoñón, en el mismo entorno de las filigranas góticas de Gil de Siloe. Los encargos se suceden a un ritmo ininterrumpido en la amplia zona castellana que se extiende a tierras granadinas. El artista que firma sus contratos con su nombre italianizado Philipus Biguerny, como una toma de postura, aún utiliza expresiones francesas en su correspondencia que confirman su procedencia de la diócesis de Langres, posiblemente de Marmagne. Interviene con tareas principales en las mejores obras de escultura que se emprenden en la región con su peculiar estilo más emparentado con lo borgoñón que con el arte italiano del que, no obstante, conoce y aplica las fórmulas. Casado en Burgos, de su descendencia destacará su hijo Gregorio Bigarny, Vigarny o Pardo, que contrajo matrimonio con la hija de Alonso de Covarrubias, asegurando a su padre el apoyo del gran maestro de las obras reales. Sus segundas nupcias, ya en la plenitud de su vida, también dejó descendencia y gastos de representación aunque los apuros económicos de los artistas españoles son en muchos casos relativos. Al ritmo acelerado de sus obras va conociendo el ambiente profesional español y sus tratos de compañía con Berruguete en Zaragoza, en la temprana fecha de 1519, y con Siloe, en Burgos a los pocos años, muestran la sagacidad de este gran maestro que supo reconocer su genialidad y en su caso adaptar su estilo al más progresivo que aquellos representan. Entre sus relieves del trascoro de la catedral de Burgos destaca el del Camino del Calvario, en el que hace alarde de sus conocimientos de la perspectiva al organizar la composición con figuras en los primeros planos y lejanías paisajísticas, y de los motivos de la nueva decoración a candelieri, con alusiones mitológicas. En estos años colabora con el maestro Andrés de Nájera, de personalidad poco desmida no obstante los testimonios coetáneos de su valía, en la obra de la sillería de la misma catedral de Burgos, que se alarga durante varios años. El inicio del siglo coincide con la gran empresa escultórica de los grandes retablos en marcha, o en proyecto, de las catedrales más importantes de Castilla. El de la catedral de Toledo se había comenzado en 1498 por maestros anclados en la tradición del gótico terminal que hunde sus raíces en lo flamenco. No obstante, la intervención fallida de Felipe Bigarny, que presenta como muestra un San Marcos en 1500, se confirma poco después con el encargo de cuatro de sus historias principales, pagadas en 1504. En ellas se percibe el realismo recio de sus figuras que consagra el nuevo estilo, apenas perceptibles bajo la osamenta de pináculos y cresterías góticas que las cobijan. La Universidad de Salamanca también le encarga unas tallas para su retablo de traza gótica que entrega el año 1505, y por la misma fecha se ocupa del mayor de la catedral de Palencia donde su arte aparece muy difuminado por las pinturas de Juan de Flandes y el nerviosismo y vibrante Calvario de talla de Juan de Valmaseda, quizás por una mayor intervención del taller, prevista en el contrato. Pero su centro de acción sigue en Burgos y en la zona deja innumerables restos de su correcto laborar, en Santo Tomás de Haro, Casalarreina, con las interesantes representaciones de Adán y Eva en la portada de su convento de la Piedad, en Cervera del Pisuerga y otras, incluidos sus retratos de Cisneros y el perdido de Nebrija, en relieve. Todos los autores destacan como momento crucial de su vida la fecha de 1519 que marcha a Zaragoza, donde firma trato de compañía por cuatro años de contenido genérico y reparto de obras y ganancias sin especificar, por cuatro años. El hecho de que residiera la Corte en aquellos momentos en esta ciudad debió influir definitivamente en la llegada a ella de estos maestros, pues siempre fue la Corona mecenas principal en los reinos de España, pero el favor real se inclina por Bartolomé Ordóñez con los encargos para la capilla real de Granada. Borgoña, como se llama en casos a Bigarny y Berruguete, realizan entonces el sepulcro de Selvagio, personaje de la cámara de Carlos V, cuyos escasos restos recuerdan más el arte de Berruguete que el de Bigarny, que no olvidó estas tierras, a las que envía a su hijo el año 1532 de aprendiz de Damián Forment, el mejor escultor del siglo XVI del reino de Aragón. El año 1521 se le cita en Granada, sin duda en relación con el retablo de la capilla real que desde siempre se le ha atribuido, quizás concertado en su estancia en Zaragoza. En esta bella obra su arte se ha serenado y para algunos historiadores del arte la monumentalidad de sus figuras pudiera deberse a la influencia directa de Berruguete, que por los mismos años se ocupa aquí de una serie de pinturas, aunque otros autores sugieren ecos del Florentino, asimismo ocupado en esta obra real desde el año de 1520. Los conocidos relieves del banco con el Bautismo de los moriscos o la Entrada en Granada son preciosos testimonios gráficos de acontecimientos históricos aún próximos, en tanto que las figuras exentas como el San Juan Bautista reflejan el dominio de la técnica renacentista del bulto redondo. A su vuelta a Burgos se asocia con Diego de Siloe, también recién llegado a Italia como Berruguete. Obra magnífica de su colaboración es el retablo mayor de la capilla de los Condestables en la catedral de Burgos, realizado de los años 1523 a 1526. La traza atribuida a Bigarny rompe el clásico equilibrio de las calles y entrecalles, de estructura reticulada, con el tema central único en su cuerpo principal, el de la Presentación del Niño en el templo, en el que la belleza idealista de las figuras realizadas por Siloe se contrapone a los rasgos realistas de las de Bigarny, como la del Sumo Sacerdote. La colaboración con Siloe se mantuvo en el retablo de la iglesia de Santiago de la Puebla, en Salamanca. El Condestable de Castilla también encomienda a Bigarny el sepulcro de sus padres, en el que trabajaba el año 1527 y que hasta tiempos recientes se le discutía. Para la misma catedral de Burgos contrata en 1524 el bello monumento funerario en alabastro de don Gonzalo Díaz de Lerma, cuyo rostro repite los rasgos naturalistas de los de las figuras de los Condestables, decorado de bellos medallones de talla preciosista. El retablo que completaba la decoración de esta misma capilla de la Consolación se trasladó a la iglesia de Cardeñuela. Al tiempo se ocupa en Toledo del magnífico retablo de la Descensión o Imposición de la casulla a San Ildefonso, terminado en 1527, que sorprende por la fina técnica del tratamiento del mármol, que heredará su hijo. La monumentalidad y sabia composición de la escena principal, los finos relieves de suave schiacciato en los que se refleja el sentido de lo cotidiano en los fieles que escuchan el sermón del Santo, fueron el epitafio escogido por el escultor que pidió se le enterrara bajo esta capilla. Como siempre, vuelve a Burgos y sigue dejando testimonios de su frenética actividad en la propia ciudad y en su provincia, Oña, Valpuesta, etc., incluidos los monumentos sepulcrales de los Avellaneda, en Espeja, el del obispo de Tuy y sus padres, conservado el primero en el Museo de Valladolid. El retablo de Arriola, recientemente documentado, es una muestra de la expansión del arte castellano a los Países Vascos y el perdido sepulcro de fray Alonso de Burgos para Valladolid, obra de 1531-1533, el inicio del esplendor en este centro de la actividad escultórica castellana que disputará, con Toledo, su primacía a Burgos. De nuevo su vida profesional dará un giro, éste ya definitivo, cuando con motivo de planearse la sillería alta de la catedral de Toledo presenta una muestra el año 1535. La obra con los precedentes propios de una gran empresa, se contrata en 1539 con Berruguete, Bigarny y Alonso de Covarrubias con la exclusión de Silóe al que también se llamó en 1535. Bigarny y Berruguete se reparten por mitad la obra en madera, alabastro y jaspe, encargándose Bigarny de su lado izquierdo, entonces del Evangelio, y de la Silla Arzobispal, que a su muerte realizará Berruguete. La obra constituía un reto para el viejo maestro que se enfrentaba al más celebrado escultor castellano, pero su pericia profesional y sin duda la ayuda de taller para la dura labra de los alabastros, superó la difícil prueba legando a la posteridad una obra de rara perfección en la que la rica iconografía es el menor de sus méritos. Se recuerdan, por ejemplo, sus bellas figuras femeninas, que como la Reina de Saba nos muestran este otro aspecto delicado del arte de Bigarny. Aunque aún realiza alguna obra para Burgos su vida a partir de estos años transcurrirá en Toledo, donde también interviene en la sillería del convento de San Clemente el Real y se ocupa con el retablo del Hospital de Santa Cruz, hoy en San Juan de los Reyes terminado por su hijo cuando muere en 1542. En comparación con el italianismo puro de un Bartolomé Ordóñez, que tiñe de españolismos expresivos del más puro lirismo Diego de Silóe, la obra de Bigarny resulta retardataria pero no obstante su ingente actividad en la dilatada zona geográfica de las dos Castillas es la que hace avanzar nuestro renacimiento, al saber adaptar el lenguaje renacentista a su acento nórdico más familiar a nuestros oídos en los primeros años del siglo XVI. Alabado por sus contemporáneos no fue apreciado por la posteridad, que no entendió la sabiduría de su arte y técnica escultórica y su poder de adaptación al más progresivo de algunos de sus contemporáneos y socios, fuera Silóe o Berruguete. Su personalidad humana, arrogante y consciente de su valor artístico y social, preludia paradójicamente la de Berruguete, ambas reflejo del sentir humanista de exaltación del artista.
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Los problemas entre las ciudades griegas no cesan con la experiencia de Maratón ni con las expectativas de nuevos ataques persas. Sin que los detalles concretos que corresponden a este momento puedan precisarse con exactitud, sí resulta evidente que continúan los conflictos entre Argos y Esparta. Por su parte, Atenas sigue en guerra contra Egina. La unidad de los griegos frente a los persas fue más bien un deseo y, en todo caso, el resultado de la guerra, pero no una actitud previa que hubiera fraguado frente al peligro oriental. No obstante, en el año 481, los partidarios de la resistencia a la invasión persa consiguieron celebrar una reunión de la que se conoce como Liga Helénica, en el istmo de Corinto, a donde enviaron probouloi muchas de las ciudades griegas. En primer lugar, estaba allí representada Esparta, como cabeza de la Liga del Peloponeso, lo que sirve de fundamento organizativo para la Liga Helénica y da pie al reconocimiento de la hegemonía espartana en la organización. También estaban Atenas y algunas ciudades vecinas, de Beocia y Eubea, pero no todas. De las primeras se encontraban presentes Platea y Tespias, de las segundas Calcis, Eretria y Estira. Corinto había acudido con sus colonias, aunque Corcira enviaría su ayuda con retraso. Entre algunas comunidades, como la de los tesalios, se perciben actitudes variadas, indicativas de las diferencias internas. No todos estaban, en efecto, con los Alévadas de Larisa, que habían buscado el apoyo persa para garantizarse el control de la situación dentro de la región. Los tebanos y otras ciudades beocias, no incluidas Platea y Tespias, aparecerán colaborando con los persas después de las Termópilas. Los locrios y algunos otros de los pueblos relacionados directamente con la Anfictionía délfica tomaron actitudes ambiguas. El mismo oráculo se mostraba en sus manifestaciones partidario de conservar la neutralidad y así lo declaraban a quienes le consultaban a este propósito, como los cretenses, que se negaron a participar en la Liga, los argivos, que continuaron enfrentados a Esparta, o los atenienses, a quienes dieron una respuesta que hubo de interpretar hábilmente Temístocles para garantizar la defensa activa. El tirano Gelón de Siracusa, según Heródoto, no quiso participar, si no tenía él el mando. Para los espartanos, ello habría significado una ofensa a Agamenón, antepasado suyo, jefe de todos los griegos en la guerra de Troya. De hecho, su situación debía de ser difícil en la isla de Sicilia, como se demostraría en la inmediata batalla de Hímera, frente a los cartagineses, que la tradición hace coincidir con la de Salamina, en una sincronía que quiere significar la imposición del griego frente al bárbaro. Es la época en que la definición se consolida, como consecuencia de la difusión de la esclavitud como mercancía, donde el bárbaro aparecerá como esclavo por naturaleza. En definitiva, los griegos, como se llamaba oficialmente la alianza, aunque el mando estuviera en manos espartanas, decidieron acabar las guerras y organizar conjuntamente la resistencia.
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De estas primeras pruebas emanan una poderosa energía y una clara libertad con que superará las pervivencias manieristas y replanteará su concepto de la escultura. El encargo de cuatro grupos monumentales por el cardenal Scipione Borghese, dará a Bernini, a sus diecinueve años, la primera ocasión profesional de demostrar su virtuosismo técnico y de afirmar su genio. Conservados aún en la villa suburbana del cardenal, en sus grupos de Eneas y Anquises (1618-19) y del Rapto de Proserpina (1621-22), Bernini recurre a componentes manieristas, menos evidentes en el segundo por influjo del estudio directo de la Antigüedad y del clasicismo evocativo de las pinturas de la Galería Farnesio. Mas será sólo con su retorcido David (1623-24) que consiga Bernini emanciparse del esquema de la figura serpentinata manierista, ya que la estructura en espiral de su composición surge de resultas de una busca expresiva y no como elección de un modelo anterior, mecánicamente repetido. Así, Bernini, por medio de la espiral, capta un instante de la acción en desarrollo, expresando tanto la tensa inconclusión del gesto como su posibilidad de resolución en la acción, físicamente con el tiro de la piedra, psicológicamente resolviendo el deseo en acto.Con esta obra magistral, en que subraya los aspectos realistas y psicológicos, Bernini supera la estática fijeza de la escultura renacentista, al proponer la acción en desarrollo, sucediendo, sin fracturas entre el espacio real del espectador y el ficticio de la estatua en movimiento. De esta manera, el observador es atraído por el mismo movimiento de la estatua, lo que no significa que para captar su complejidad compositiva o sus efectos dinámicos sea necesaria la multiplicidad de perspectivas y que se deba girar en su torno (como sugiere hoy su ubicación en el centro de una sala). Por el contrario, Bernini concibió esta obra, y las sucesivas, para ser colocada contra una pared, proporcionando un único punto de vista, el más idóneo, para revelar la culminación de una acción concreta. Con esta concepción tan pictórica de la escultura, Bernini buscaba suscitar la maravilla en el sorprendido observador, creando momentos de una gran tensión emotiva.Todo lo superaría con la elaboración del cuarto grupo Borghese: Apolo y Dafne (1622-25), imagen que traduce con exacta visualización la fábula recogida en las "Metamorfosis" de Ovidio, ofreciendo una clara meditación figurada sobre la mutabilidad de la naturaleza y el hombre. Pero soslayando las anotaciones mitográficas y las lecturas icónicas, lo esencial de esta obra es que Bernini aporta una reflexión plástica sobre las transformaciones de la materia y la forma con esa insólita valentía con que traslada al mármol los versos ovidianos, trocando en pura energía dinámica una composición estática, complicada por los gestos en espiral. Con un incomparable virtuosismo técnico y fáctico, dándole al mármol la transparencia del alabastro y confiriéndole la morbidez de la cera, ilustró el instante en que los tiernos miembros de Dafne se transforman en dura corteza y en ramas de laurel; pero, además, puliendo las superficies de los cuerpos para que los acaricie la luz o entretallando otras para que se concentre, subrayó la tensión emocional entre el estupor de Apolo y el horror de Dafne.Con estas obras, Bernini afirma la realidad de los sentimientos humanos y de los valores de la naturaleza, expresando la inestabilidad y el cambio de los unos y de la otra, determinando que el punto firme en que apoyarse para estar en el mundo y comprenderlo, por paradójico que parezca, es la movilidad tumultuosa de la naturaleza y del hombre, su capacidad de ser una cosa y a un tiempo de transformarse en otra, incluso en el acto mismo de la observación. Es la metamorfosis, que encuentra su correspondencia literaria en el Adonis (1623), de Marino, con la descripción de los juegos de agua de las fuentes.
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Sus compañeros del foco madrileño y del foco nórdico contribuyen también a su manera con obras personales, realizadas dentro de una tónica descreida y, desde luego, al margen del grupo GATEPAC una vez son suspendidos en 1933 por el GATCPAC que se desliga y actúa por su cuenta. Felipe López Delgado realiza el Cine Teatro-Fígaro (1930-1932. Calle Doctor Cortezo, Madrid) y aunque su obra aparece filtrada por la ortodoxia de la revista "A.C." (n.? 5. 1932), sin embargo sus ribetes art déco e incluso mendelsohnianos perturbaban ese racionalismo estricto preconizado. El que debía haber sido un auténtico Cine Moderno -transformado en teatro durante las obras, posteriormente desvirtuado-, estuvo muy condicionado por la propiedad, pero López Delgado puso de manifiesto su dominio del nuevo lenguaje: planta perfectamente trazada a lo largo de un rectangular solar entre medianeras; periférica distribución funcional de las recortadas dependencias según requiriesen más o menos luz y ventilación; composiciones abstractas o elementos ya sin concesión a la tradición y muy próximos a la arquitectura naval. José Manuel Aizpurúa y Joaquín Labayen -con estudio en la calle Prim de San Sebastián -realizaron por su parte también una obra de estilo naval en el medio nórdico, el Club Náutico (1929-1930, San Sebastián. "A.C." n.? 3. 1931), emparentado con su Proyecto de escuelas elementales para Ibarra (Guipúzcoa) presentado en la célebre Exposición de San Sebastián (1930) y curiosamente con la Casa Vilaró (1929-1930. Avda. Coll de Porten, San José de la Montaña, Barcelona) de Sixto Illescas, es decir, dentro de ese polivalente estilo barco de tan alta precisión y tan querido por Le Corbusier. No obstante, la obra de Aizpúrua y Labayen es una pieza maestra de la nueva estética, una lección para las generaciones venideras que actúen frente al mar manejando esta tipología. Por una parte, se rompe deliberadamente con la arquitectura de los antepasados, con la arquitectura del viejo Casino próximo -caso que nos recordaría al grupo también combativo en su momento de la Secession vienesa fin de siglo-; así, la triste arquitectura de Casino -tal como "A.C." la calificaba- era para los padres, mientras que la del alegre Club Náutico es para las personas modernas (impetuosas, ligeras, deportistas, repletas de futuro). Por otra parte, no existiría imagen más acorde ni consustancial con la función que la del barco moderno, carente de elementos innecesarios, contando con los estrictamente prácticos y montados como en un mecano para que todo funcione como una máquina. Ahora bien, el resultado dista de ser frío. Existen también, a su vez, dobleces expresionistas que delatan una mente humana detrás de una obra aparentemente mecánica. Aizpúrua y Labayen aprovechan la estructura de hormigón armado y los soportes modulados para distribuir racionalmente los distintos espacios funcionales (cuartos de bañistas, vestíbulo, biblioteca, restaurante...), para perforar los muros y abrir grandes ventanas continuas por donde divisar libremente el mar (con todo lo que esto significa).