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Según parece, y aunque no abundan los datos, el género que mejor cubría las necesidades de los espectadores era, sin lugar a dudas, el mimo: un género mal definido, pero que, salvando ciertas distancias, podría compararse con la revista de nuestro siglo XX. En efecto, parece que consistía en la representación de una historia, cómica por lo general, pero con la inclusión en su desarrollo de bailes, juegos acrobáticos, números con animales amaestrados, escenas cómicas de tipo bufonesco, etc. Era el mejor modo de agradar a un público híbrido, donde ciertos sectores tenían dificultades para entender el latín literario. Y puede decirse que los dos únicos epígrafes funerarios dedicados a hombres de teatro que hayan aparecido en Hispania están particularmente adaptados a este género: uno es el del mimógrafo o escritor de mimos Emilio Severiano, que murió en Tarraco en el siglo III d.C.; el otro, procedente de Pax Julia (Befa), es el de Patricio, que se nos presenta como exodiarius -aunque la lectura es dudosa-, es decir, como actor de los que hacían el número final de una representación. Apenas nada podemos decir de otros géneros teatrales. Sabemos que era relativamente común, en vez de representar tragedias enteras, ofrecer recitales de fragmentos trágicos, como hemos visto que hacía el actor recordado por Filóstrato. Es posible que a eso se refiera una inscripción de Castulo, donde se dice que un personaje ofreció acroamata, esto es, audiciones de carácter musical o virtuoso; al fin y al cabo, cabe recordar que la tragedia antigua, como nuestra ópera, era fundamentalmente un género cantado. En cambio, se nos hace muy difícil pensar que se representase en nuestros teatros un género cortesano y refinado como la pantomima, que, en su sentido altoimperial, consistía en un ballet de solista con música y canto; y no parece que pueda documentarse arqueológicamente la existencia de tetimimos, es decir, de representaciones acuáticas, que exigían el acondicionamiento del teatro para poder convertir su orchestra en una piscina. Esta ausencia es comprensible, por lo demás: la época triunfal del tetimimo, el Bajo Imperio, coincide con la ruina de muchos edificios teatrales hispanos.
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Los artistas madrileños trabajaron todos los géneros pictóricos con desigual intensidad. Destaca la pintura religiosa, tanto mural como en lienzos para altares y capillas privadas. Es de este género del que se conserva la mayor parte de la producción de nuestros artistas. Pero también a través de lo poco que nos ha llegado y especialmente por las fuentes literarias de la época, sabemos que trabajaron el tema mitológico, por ejemplo para las decoraciones de los salones del desaparecido Alcázar. Parece que, de todos modos, no fueron buenos especialistas en el género. Palomino nos comenta que cuando Felipe IV vio las decoraciones de Francisco Camilo con escenas de Júpiter y Juno, "no quedó muy satisfecho de esta pintura; porque dijo que Júpiter parecía Jesucristo, y Juno la Virgen Santísima: reparo digno de la discreción, e inteligencia de tan católico Rey; y de que le observemos los artífices, como documento". De cualquier modo, la pintura mitológica parece que siguió siendo encargada preferentemente a artistas italianos y flamencos. Un género frecuente fue el retrato, aspecto bien conocido y documentado en los artistas como Carreño de Miranda o Claudio Coello, ya que fueron pintores de cámara del rey Carlos II, manteniendo las formas del retrato oficial de Corte. No tan conocido, aunque sí importante, fue el retrato de encargo de la nobleza y el clero, una importante clientela de este género. También se conservan cuadros de género con escenas cotidianas al estilo flamenco o boloñés, aunque son casos realmente excepcionales y casi reducidos a las otras atribuidas a Antonio Puga y las de Antolínez. Por último, se trabajó en los decorados de escenarios y arquitecturas fingidas, así como en la pintura de bodegón, naturaleza muerta y paisaje, incluso por artistas que no estaban especializados en este género, como es el caso de Mazo en el paisaje o Mateo Cerezo en el bodegón. También trabajaron con las diferentes técnicas de la época. El óleo era usado para los lienzos que decoraban los retablos o las capillas particulares, los retratos y gran parte de la pintura de género. Para las grandes composiciones de los cuadros de aparato, se conservan muchos dibujos preparatorios, algunos de ellos con la típica retícula para transportar el dibujo al tamaño mayor del lienzo. La técnica al fresco y al temple se usaba para las decoraciones de techos y paredes. Se sabe que los pintores realizaban dibujos a pluma para esbozar las ideas generales de la composición y luego las trasladaban a cartones del tamaño de la obra definitiva. En este sentido se conoce un boceto al óleo de Colonna y Mitelli para una decoración de quadratura (Madrid, Museo del Prado). Para las arquitecturas efímeras realizadas para entradas triunfales, para la exaltación de algún santo o dogma de fe, para los monumentos funerarios, o para los autos de fe, así como para las decoraciones de los teatros madrileños, los pintores utilizaban la técnica al temple. También se conservan muchos dibujos que dan idea del aspecto general de los catafalcos y escenarios, o de aspectos concretos de las obras que el pintor estaba interesado en estudiar. Gracias a sus dibujos y algunos grabados de la época podemos reconstruir parcialmente aquellos escenarios ilusionistas y triunfales que ocultaban la triste cara de la decadencia española. Los artistas madrileños pueden ser divididos en tres grupos principales: aquellos que comienzan a trabajar en vida de Velázquez, pero no bajo la doctrina clasicista del sevillano, sino que se acercan a las posturas más barrocas de los flamencos italianos. Pintores que se independizan como maestros muy tarde, con más de treinta años de edad. Son los artistas de la primera generación. Hay un segundo grupo, el de la generación truncada, discípulos de los anteriores, que florecen muy jóvenes como grandes maestros, todos ellos antes de los veinticinco años, y que mueren antes que sus propios maestros, como si fuesen estrellas fugaces. Un tercer grupo es el formado por los pintores cercanos a Claudio Coello, superviviente de la generación anterior y que se adentra en una pintura más cercana formalmente al mundo italiano del clasicismo, probablemente por influencia de sus colaboradores, Sebastián Muñoz y Jiménez Donoso. En este grupo podría ser insertado el propio Palomino. Un último capítulo lo dedicamos a los pintores de género.
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Con el reforzamiento del Estado autocrático ruso, comienzan tiempos difíciles para la cultura y para la pintura en particular. Ahora a los artistas se les exige más obediencia que devoción, más conformidad con los modelos que fantasía. El icono va a servir de ilustración al dogma, como cabría esperar, pero también va a servir de apoyo a la ideología oficial. Ya en La batalla de los Nougorodianos contra los Suzdalianos, la altivez de la ciudad de Novgorod se arrogaba lo sacro del icono, pero en La Iglesia militante (XVI), hoy en la Galería Tretiakov, la apropiación es completa, se trata de un producto expreso del arte oficial.En 1552, cuando el zar Iván IV el Terrible decidió emprender una expedición contra Kazán, capital de los mongoles, fue antes a la catedral de la Dormición a pedir ayuda a la Virgen de Vladimir. Tras su extraordinario triunfo, fue aclamado en Moscú y comparado con Alexander Nevski, Dimitri Donskoi y Constantino el Grande. Encargó entonces el famoso icono en el que están representados los más renombrados príncipes rusos. A la izquierda, en una doble gloria, se ubica la ciudad celeste ante la cual se halla la Virgen Hodegetría. Se trata de Moscú, la tercera Roma tras la caída de Constantinopla. La caballería de Cristo avanza en triple hilera hacia allí guiada por San Miguel; va montado en un caballo rojo alado y vuelve su cabeza hacia atrás al objeto de introducir a Iván ante la presencia de la Virgen y el Niño que le recibe con los brazos abiertos. Iván representa al pueblo elegido de Dios, al pueblo ruso; mientras tanto, a lo lejos, Kazán está siendo destruida por las llamas.Por estos mismos años -1551- el Concilio de Toglav, o de los Cien, iba a regular la creación artística. Consideraba la pintura religiosa como un sacerdocio y trata de vincularla a los modelos antiguos. El diácono Viskovaty traducía las ideas del clero moscovita de esta época al protestar enérgicamente contra los nuevos iconos de la catedral de la Anunciación, donde Dios Padre había sido representado bajo el aspecto de un anciano. Se indigna contra los pintores que se guiaban por su propia inspiración y no según las "Sagradas Escrituras" y, en consecuencia, no puede admitir que un mismo tema sea tratado de maneras diferentes.Para oponerse eficazmente al empuje de la imaginación, la Iglesia promueve los "podlinniki," manuales técnicos e iconográficos convenientemente ilustrados para que no hubiera lugar al error. La difusión de estos manuales sería una de las causas esenciales de la decadencia de la pintura por su propensión a codificar estrechamente imágenes, formas, ritmos y colores.Conscientes de su declive, tratarían de revitalizar este arte mediante la incorporación al cuadro de lo pintoresco y lo popular: los tipos y las arquitecturas adquieren un aspecto local muy pronunciado. Lo mismo ocurre en el monte Athos o Creta, Moldavia o Valaquia. La cantidad sobrepasa en todas partes a la calidad. En el caso cretense, Georgios Klotzas o Miguel Damascenos aún mantienen la nobleza de los antiguos iconos, pero la incorporación de elementos occidentales, particularmente venecianos, dará como resultado un estilo mixto, abocado a la disolución de los valores espirituales que eran la razón de ser del icono. En la Adoración de los Magos de Damascenos, la influencia de los Bassano se hace evidente. En el Hallazgo de la Santa Cruz de Klotzas sus estilizadas figuras se desenvuelven en un espacio repleto de edificios del último gótico o renacentistas, diseñados de acuerdo con una buena perspectiva; sin embargo, mantiene el estilo bizantino en el modelado, ropajes o paleta. De este modo el icono iría perdiendo, poco a poco, su grandeza épica y el sentido de la belleza.Al mismo tiempo se difunde la costumbre de cubrir los iconos con adornos y colgantes; se convierte así en un objeto precioso donde los revestimientos ocultan la pintura. La obra maestra de Rublev, la Trinidad, fue cubierta de una orfebrería colmada de piedras preciosas. La parte más antigua, donación de Boris Godunov en el siglo XVI, se componía del marco estrecho, hecho de hoja de oro, trabajada, repujada y grabada. De otro lado, las cabezas de los ángeles fueron adornadas con aureolas y coronas de oro; el ángel central llevaba una cadena y una placa adornadas con piedras preciosas. En 1626, los orfebres del palacio de las Armaduras del Kremlin, a petición del zar Miguel Fedorovitch, realizaron los pectorales en forma de media luna que aparecen sobre el pecho de los tres ángeles y que están fijados a las aureolas. Sus hojas de oro, incrustadas de esmaltes, tenían además piedras preciosas y perlas. En 1754, finalmente, el revestimiento hecho de hoja de plata dorada, ocultaría casi por entero la obra de Rublev, a excepción de las manos y los rostros. No cabe duda de que el icono había dejado de ser un objeto de contemplación para transformarse en un objeto de culto, se trataba de un fetiche. Y cuando no se cubre el icono con una coraza, se aprecia el oficio del artista y permanece lo formal, pero el significado se ha diluido, se conserva lo ritual, pero ya no hay arte. Occidente habría de imperar en adelante de modo exclusivo.
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Parece ser que las primeras comunidades sumerias se organizaron como ciudades-templo, pues el templo fue el centro no sólo de la vida religiosa sino también de la económica y social, pues controlaba los medios de producción. Durante la etapa protohistórica, el jefe religioso de la comunidad (en) debió residir en una construcción edificada para su residencia, llamada e-gal-makh, que funcionaría como templo y palacio a la vez. Durante la época protodinástica la residencia del en es una estancia dentro del templo, llamada gi-par. No obstante, por estas fechas comienza a suceder una separación de funciones, pues junto al en aparece ya otra figura, el lugal, que detenta la autoridad civil. Éste cargo pudo haber existido en principio de forma temporal, para después hacerse permanente. Incluso parece que pudo existir un tercer rango, el de ensi o príncipe. Las relaciones y distribución de competencias entre los cargos no debió estar exenta de problemas. En la época de Mesilim de Kish, hacia el 2550 a.C., se manifiesta la ruptura de la dicotomía templo-palacio. El palacio (e-gal o kur) cobró mayor importancia, así como el título de lugal, dejando en un segundo escalón al templo (e-gal-makh). La primacía definitiva del título de lugal se consiguió con Lugalzagesi de Umma (h. 2340), cuando sobrepasó al de ensi en todos los aspectos. Este gobernante intentó, continuando con el proceso, unificar bajo un mismo mando a todas las ciudades-estado sumerias, pero no logró su objetivo, pues fue desplazado por los acadios. Las atribuciones del gobernante eran diversas, como la administración de justicia, la defensa de la ciudad o su dirección política. En general solía ser un personaje rico de la ciudad, con lo que podía mantener un numeroso ejército con el que aferrarse al poder o intentar conquistar otros territorios.
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El periodo que se abre con el nombramiento del nuevo Gobierno y se cierra tras el asesinato de Carrero (20 de diciembre de 1973), supone un cambio en la dinámica política de los años anteriores, y ello por varios motivos: el primero, por el creciente alejamiento de Franco de las decisiones políticas, debido a su estado de salud, y el cada vez mayor protagonismo de Carrero, primero como vicepresidente del Gobierno y a partir de junio de 1973 como presidente del mismo; en segundo lugar, por la creciente parálisis de la acción gubernamental, lastrada por importantes diferencias con respecto al conjunto de la clase política que apoyaba al Régimen; y en tercer lugar, por la ampliación numérica de los actos de la oposición, su cada vez mayor audiencia y, lo que es más significativo, por el cambio cualitativo en su composición. El llamado Gobierno monocolor, salido de la crisis de 1969, respondía en mayor medida a un cierto ideario político, y no tanto a la procedencia originaria de sus miembros. Pero esto, que podría ser interpretado como un factor positivo en la acción gubernamental, se veía lastrado por una clara división entre la clase política del Régimen que dificultaba, dada la estructura del mismo, la puesta en marcha de sus proyectos. Hay que tener además presente el peso político del propio Carrero, que al identificarse permanentemente con la obra política realizada y con la persona de Franco, paralizaba los intentos de llevar a cabo cualquier modificación por tímida que fuese. Su declaración de principios al respecto no dejaba lugar a dudas: "mi lealtad a su persona (Franco) y a su obra es totalmente clara y limpia, sin sombra de ningún íntimo condicionamiento ni mácula de reserva mental alguna". Esta aparente paradoja entre la fidelidad al pasado, el deseo de ciertos cambios y la división dentro de la clase política provoca una situación de parálisis, en la que se trata de dilucidar un conflicto interno que monopoliza la acción política y margina la opinión pública, más preocupada por mejorar su nivel de vida que por la actividad política en sí. Durante todo el régimen franquista, la opinión pública fue reemplazada por la adhesión al Caudillo, no teniéndosela en cuenta en la toma de decisiones. Esta situación, propia de toda dictadura, tiene su máximo exponente en estos años, donde se percibe con claridad dicho alejamiento y la creciente interiorización de la acción política. Carrero, en el terreno político y tras el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor, tenía dos objetivos: por un lado, mantener la unidad de las fuerzas franquistas, lo cual le llevaba inevitablemente a no poder afrontar reformas sustanciales, e implicaba un fracaso político de los aperturistas, que si bien ocupaban los principales ministerios, veían limitada su actividad. Por otro lado, reprimir a la oposición democrática. En este sentido se inscribe la creación del Servicio de Documentación de Presidencia del Gobierno, organismo de naturaleza militar, que tenía como fin informar y neutralizar las actividades de la oposición. No es extraño este comportamiento de Carrero, ya que incluso en estos años seguía pensando que España se encontraba amenazada por los comunistas y la masonería, lo que nos recuerda el discurso oficial del Régimen reiterado en los años cuarenta. Así, en 1972 Carrero afirmaba que "hoy somos víctimas, como todo el mundo libre, de la ofensiva subversiva desencadenada por el comunismo, pero a la vez somos atacados también por la propaganda liberal que la masonería patrocina". Esta obsesión por el enemigo exterior se complementaba con una visión ultraconservadora de la vida cotidiana. A la altura de 1973, año de su asesinato, al analizar los aspectos negativos de la vida española se refiere a los "bailes y músicas decadentes"; y respecto a la educación, afirma que "se trata de formar hombres, no maricas, y esos melenudos trepidantes que algunas veces se ven no sirven ni con mucho este fin". En suma, tanto por su concepción de la vida como de la política, Carrero es el prototipo del continuista. Dentro de la clase política del régimen, existían al menos dos grupos que mostraban abiertamente sus diferencias. Por un lado, se encontraban los inmovilistas, que trataban de perfeccionar el régimen, sin perder las señas de identidad derivadas del Estado surgido con el Alzamiento del 18 de Julio de 1936. Dicho sector estaba formado por ex-ministros como José Antonio Girón o Fernández Cuesta, militares (García Rebull, Cano Portal...), hombres de negocios (Oriol y Urquijo...), eclesiásticos (monseñor Guerra Campos...), organizaciones de ex-combatientes (Hermandades Nacionales de Alféreces Provisionales) y numerosos consejeros nacionales y procuradores en Cortes. Su fuerza radicaba en el contacto directo con Franco y en la presencia en las instituciones. Su mayor debilidad se centraba en la escasa audiencia pública que tenían y, sobre todo, en la propia transformación de la sociedad española. Dicho grupo trataba de mantener vivo el recuerdo de la Guerra Civil y de la división entre los españoles, reivindicando la Victoria. Eran portadores del pasado y como tales trataban de obstaculizar el presente para evitar cualquier reforma que diluyera lo que consideraban las esencias del régimen. Su existencia tuvo como resultado frenar cualquier tipo de reformas y contribuir con ello a la parálisis gubernamental. Son un contrapoder, en los que Franco se apoya para intimidar a los aperturistas. Franco tiene mayor confianza en ellos, ya que comparte su visión de la historia, su propio pasado, está seguro de su fidelidad y sobre todo entiende aquello que defienden. Existe un segundo grupo, los denominados aperturistas, que si bien se encontraban divididos en torno a diversos políticos (Fraga, López Rodó, Solís...), tenían en común su aspiración de poner en marcha el desarrollo político, que diera paso a una democracia limitada. Sus propuestas se concretaban en el campo económico, donde creían conveniente una mayor liberalización, aunque con una presencia importante del Estado en dicho proceso. A la vez propugnaban una mayor libertad de información y de asociación, así como la apertura de canales de participación. De lo que se trataba era de llevar a cabo un proceso de cambio limitado y controlado, que evitase los riesgos de la ruptura. Fraga abogaba por un plan de reformas que en una primera fase implicase la aprobación de un Estatuto de asociaciones políticas, la reforma de las leyes electorales, de régimen local y de los reglamentos de las Cortes y del Consejo Nacional. Este grupo no se puede confundir con los futuros reformistas, ya que estos últimos tienen como meta una democracia plena. La existencia de ambos bandos no impide el hecho de que tengan unos puntos de coincidencia en, al menos, seis cuestiones: 1°) Hostilidad a la democracia parlamentaria; 2?) un rígido concepto del orden público; 3?) una visión de España como bastión del catolicismo; 4?) una adhesión inquebrantable a la figura de Franco; 5?) un convencimiento absoluto de la necesidad de la guerra civil; y 6?) una imagen autoritaria y tradicional de la sociedad. El programa del nuevo Gobierno de corte aperturista sólo se cumplió en parte, debido a los límites impuestos en la dinámica política por el conflicto interno. Así se puso en marcha una importante reforma educativa con la publicación de la Ley General de Educación (1970), que supuso la reorganización a fondo del sistema y que exigió un notable esfuerzo financiero para lograr la escolarización total en el periodo obligatorio, que fue ampliado en ocho años, desde los seis a los catorce (Educación General Básica). También fue aprobada la tan controvertida Ley Sindical (16 de febrero de 1971), siendo para el ministro de Relaciones Sindicales como un paso adelante en la línea de perfeccionamiento del Régimen sin que se haya producido la menor solución de continuidad; es más, convirtiendo en realidad aspiraciones vivamente sentidas como aquellas que se contenían ya en la primitiva redacción del Fuero del Trabajo. Desde un punto de vista legal, los cambios introducidos por esta ley no afectaron a los principios de unidad, obligatoriedad y carácter jurídico-político de los sindicatos y la OSE, al quedar asimilado como un Ministerio descafeinado y escaso poder político, se integró plenamente en los proyectos gubernamentales del momento. Cambiaron poco los sindicatos, seguían estableciendo un régimen de autocracia sindical, lejos de potenciar la representatividad de la que tanto hablaban; en realidad no se movieron de su lugar, pero perdieron parte del poder que habían tenido en especial durante la década anterior. En el campo económico se tomaron medidas para reactivar la economía tras el reflujo de 1967-69, consiguiéndose buenos resultados, aunque con ciertos desequilibrios que se iban a manifestar al llegar a España los primeros efectos de la crisis mundial. En cuanto al exterior, se procedió a un replanteamiento de las relaciones Iglesia-Estado, aunque con nulos resultados; en cambio, se reforzó la vinculación de España con la CEE, firmándose el 29 de junio de 1970 el Acuerdo Preferencial España/CEE que estableció un sistema general de preferencias de doble vía, con vistas a la supresión progresivo de los obstáculos en lo esencial de los intercambios entre España y la Comunidad Económica Europea. En 1973 (29 de enero) se añadió al mismo un Protocolo debido a la ampliación de la Comunidad (Reino Unido, Dinamarca e Irlanda), en el que se establecía que las ventajas del Acuerdo-Preferencial CEE-España no eran aplicables a los tres nuevos Estados comunitarios. Las razones que se esgrimieron para ello no sólo tienen una lectura económica, sino también política, como puso de manifiesto un miembro de la Comisión (Spinelli) al criticar la actitud de las autoridades españolas en el procesamiento de los sindicalistas del Sumario 1.001. Respecto a las Cortes se procedió a la aprobación de un nuevo Reglamento (15 de noviembre de 1971), que recogía con más detalle los aspectos internos de la Cámara en aspectos tales como los relativos al procedimiento en las comisiones especiales, mociones, interpelaciones, ruegos y preguntas, previéndose incluso sesiones especiales. En conjunto las medidas tenían un sentido aperturista, pero se encontraban lastradas por el creciente deterioro del orden público y la incapacidad de la policía de afrontar la nueva situación (Ley de Orden Público de 1971), que estaba sometida a una extensión del conflicto y a la pérdida de la batalla propagandística con sucesos tan señalados como el proceso de Burgos o el sumario 1.001, donde se ponía de manifiesto el carácter represivo del Régimen. El Gobierno tuvo que hacer frente además a la proliferación de huelgas y manifestaciones con una falta de preparación evidente, como se puso de manifiesto en los desgraciados sucesos de Granada, con la muerte de tres manifestantes (21 de julio de 1970) durante la huelga de la construcción. Por otra parte, el proceso de desarrollo legislativo en relación con el tema de las Asociaciones, uno de los puntos clave del proyecto aperturista, se vio frenado entre otros motivos por la oposición del propio Carrero, que estaba convencido de que "nuestro régimen establece la posibilidad de una constante participación a través de la familia, el municipio, el sindicato, los consejos locales, los provinciales, los congresos sindicales, etc., que es mucha mayor participación que la de votar al candidato de su partido el día de las elecciones generales". Los problemas internos hicieron conveniente un nuevo cambio en el Gobierno a mediados de 1973; aunque, como reconoce López Rodó en sus Memorias, la preparación de dicho cambio duró prácticamente un año. El nuevo equipo ministerial estaba formado por once nuevos ministros y otros nueve procedentes del Gobierno anterior. A la hora de analizarlo destacan tres hechos: 1°) El nombramiento como presidente del Gobierno de Carrero Blanco, que por primera vez se daba en una persona distinta a Franco (el dato decisivo era la salud del jefe del Estado); 2°) la ascensión de Torcuato Fernández Miranda como vicepresidente, que en opinión de Carrero debía proceder a la gubernamentalización del Movimiento y a la preparación de las bases para la participación institucional de las familias del régimen; y 3°) la aparición de figuras inmovilistas (Utrera Molina, Julio Rodríguez, Ruiz Jarabo...) o provenientes del círculo familiar de Franco (Arias Navarro). Dicho Gobierno desde el punto de vista político supone un retroceso respecto al anterior, aunque el objetivo de Carrero era tratar de combinar personalidades de los bandos en disputa con el fin de evitar la parálisis gubernamental que había aquejado al equipo precedente. El centro de atención política estuvo de nuevo en el tema del asociacionismo. Durante el mes de marzo, Carrero había solicitado al Consejo Nacional del Movimiento un estudio sobre las posibles medidas a tomar, con el fin de ampliar las vías de participación "de acuerdo con la mentalidad del pueblo español de hoy y dentro de la más rigurosa adecuación a las bases de nuestra democracia orgánica". El estudio finaliza en el mes de octubre, dando lugar a la presentación en las Cortes de un proyecto de ley general de participación política. En él se planteaban delimitaciones a los conceptos de participación, representación, contraste de pareceres y concurrencia de criterios. También se fijaban los requisitos para ampliar la actividad participativa en los consejos locales y provinciales, en la administración local, en los sindicatos y en los colegios profesionales. Por último, se hacia referencia al tema de los representantes familiares y de las asociaciones políticas. Esta ofensiva institucional se vio frustrada por el asesinato del presidente del Gobierno el 20 de diciembre de 1973. La preparación y ejecución del atentado que costó la vida a Carrero (Operación Ogro) correspondió a ETA y las insinuaciones realizadas en sentido contrario (Santiago Carrillo, José Luis Vilallonga, Manuel Campo Vidal, Luis Herrero...) no dejan de ser especulaciones políticas o periodísticas. La desaparición de Carrero implicó un mayor aislamiento si cabe de Franco, que se encontraba cada vez más alejado de la realidad del país. Como afirma Tusell, su muerte "hizo desaparecer un obstáculo grave para que la democracia española pudiera convertirse en realidad".
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En el mes de noviembre de 1917 fue de nuevo llamado a formar gobierno Manuel García Prieto, que trató de integrar a los representantes de las fuerzas políticas que hasta entonces habían estado marginadas: De la Cierva, como ministro de la Guerra, representaba a las Juntas Militares de Defensa y el regionalismo accedía al poder con el beneplácito de Cambó, aunque sin representar a todas las fuerzas que habían estado en la Asamblea de Parlamentarios. Sin embargo, la acumulación de elementos políticamente heterogéneos tuvo consecuencias muy negativas en un plazo de tiempo muy corto. El gobierno García Prieto careció siempre de una dirección efectiva y su fracaso fue rotundo en todos los aspectos. De la Cierva no sólo no solucionó los problemas militares sino que instaló a las Juntas como grupo de presión en el seno del Gobierno. Este convocó unas elecciones que él mismo calificó de renovadoras pero que no resolvieron nada, porque, aunque resultaran algo menos mediatizadas desde el poder que las anteriores, su resultado fue la fragmentación de los partidos del turno convirtiendo a las Cortes en una torre de Babel. En el mes de marzo de 1918 se produjo la crisis del gobierno de García Prieto que resultó aún más grave que la anterior, porque daba la sensación de que nadie estaba dispuesto a hacerse con el poder y quien lo estaba no era aceptado por el resto de las fuerzas políticas. Ante la amenaza de una abdicación de Alfonso XIII, finalmente se logró formar un Gobierno Nacional que fue recibido con fervorosas muestras de entusiasmo patriótico. En él figuraron los políticos más importantes: estuvo presidido por Antonio Maura y formaron parte del mismo Cambó, Romanones, Dato, García Prieto, Alba... etc. Resultaba muy significativo que la presidencia de Maura testimoniaba que era ya considerado como el primer político del país. Otro gran entusiasta de la fórmula fue también Cambó, que por vez primera ejercía el poder. El programa del gobierno tenía muy escasas coincidencias entre sus miembros y, a medida que pasaba el tiempo, creció el número de los que querían dimitir. Uno de los méritos de este Gobierno Nacional (de tan sólo nueve meses de duración) fue el haber superado los difíciles últimos meses de neutralidad española ante la Primera Guerra Mundial, pero en realidad, pasado el inicial entusiasmo, los grupos políticos animaban a sus jefes a que abandonaran el poder ante el desgaste sufrido. Al final, fue el liberal Santiago Alba quien provocó la crisis, lo que contribuyó a averiar a una de las personalidades más valiosas del momento. Como consecuencia del colapso del Gobierno Nacional, se produjo una grave crisis política en noviembre de 1918 y la dificultad de encontrar un sustituto. Se creó, así, un vacío que dificultaría cualquier intento de gobierno estable. De nuevo Manuel García Prieto fue el encargado de formar el gabinete con un programa que pretendía renovar el liberalismo español, en el que estaban contenidas reformas tales como la autonomía universitaria o la abolición de la Ley de Jurisdicciones. Pero hubo de hacer frente a una nueva fuente de conflictos tan inesperada como profunda, el agravamiento del problema catalán, y fue incapaz de resolverlo. Sin duda, el credo del presidente Wilson provocó en la posguerra un ambiente de autodeterminación nacionalista, propicio para la eclosión de los nacionalismos que se consideraban oprimidos. En noviembre de 1918 la Lliga inició una campaña a favor de la autonomía integral redactando unas bases autonómicas que fueron entregadas al Jefe del Gobierno. El gobierno de García Prieto acabó colapsado a causa del planteamiento del problema catalanista, produciendo una división en el seno del mismo entre los ministros partidarios de acceder a las peticiones catalanas (el Conde de Romanones) y los que se negaban en rotundo a ello (Santiago Alba). La tirantez que presidió el planteamiento de la autonomía catalana se debió en gran medida al recelo que albergaban los catalanes acerca del escaso interés del gobierno sobre su problema. El destinado a la sustitución fue el Conde de Romanones beneficiado por el hecho de que, una vez finalizada la guerra mundial, resultaba lógico que ocupara el poder quien había adoptado desde el sistema una postura más complaciente con los que habían resultado vencedores. La formación del gabinete resultó complicada y, en definitiva, se logró un gobierno de gestión no ya liberal sino romanonista. El gobierno parecía efímero pero duró más de lo previsto en un principio (de diciembre de 1918 a abril de 1919) y el eje central de su actuación lo constituyó el autonomismo catalán. En efecto, a partir de este momento, el problema catalán siguió dos rumbos paralelos. El gobierno intentó formar una comisión con representantes de los distintos partidos para solucionar el problema pero pronto le faltaron los apoyos fundamentales, primero de las izquierdas y luego también de las derechas. Al fin presentó a las Cortes un proyecto de ley en el que se trataba de manera conjunta la autonomía catalana y la municipal. Por su parte, los catalanes redactaron un estatuto de autonomía que intentaron fuera aprobado amenazando con iniciar un movimiento de protesta civil. La verdad es que en el Parlamento encontraron una actitud que bien se puede calificar de muy poco comprensiva: si Niceto Alcalá Zamora acusó a Cambó de permanecer dubitativo entre ser el líder de la independencia catalana o el político que pretendía dirigir la española, Antonio Maura provocó una reacción fervorosa de españolismo radical con resultado muy negativo para las pretensiones catalanistas. Pero en el momento de la máxima tensión de este problema se produjo una grave agitación social en Barcelona que transformó el centro de gravedad de las preocupaciones de los catalanistas.
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La caída del tercer Gabinete Azaña planteó una difícil situación política. El jefe del Estado pretendía que Lerroux reagrupase a los partidos republicanos y que mantuviera la vida de las Constituyentes, pero haciendo pasar a los socialistas a la oposición. Lo primero lo consiguió a medias, tras negociar con la izquierda republicana el concurso gubernamental de algunos de sus notables. El Gobierno formado el 12 de septiembre integraba a miembros de seis partidos, aunque distaba mucho de estar respaldado por una coalición parlamentaria estable. El otro empeño era mucho más difícil, y hay motivos para creer que tanto el presidente de la República como el del Gobierno buscaban un fracaso que les permitiera disolver las Cortes. Sin el apoyo de los socialistas, que lógicamente recibieron muy mal su apresurada expulsión del Ejecutivo y dieron por concluido el pacto de la Conjunción, la gobernabilidad exigía el concurso parlamentario de todas las minorías republicanas. Pero era difícil de creer que los radicales se aviniesen a gobernar con un Parlamento cuya acción legislativa llevaban dos años combatiendo. Además, a finales de septiembre, se produjo la definitiva escisión del radical-socialismo, y aunque la fracción mayoritaria de Félix Gordón Ordax no parecía tener ningún inconveniente en colaborar con los radicales, la minoría que encabezaba Marcelino Domingo, constituida en Partido Radical Socialista Independiente, arrastró en la escisión a casi la mitad de los diputados del PRRS, que mostraron su hostilidad a pactar con Lerroux. Cuando, tras muchas dilaciones, éste presentó su Gobierno al Congreso, el 2 de octubre, acusó al conjunto de la izquierda de haberse divorciado de la opinión. Como era de esperar, sus nuevos socios gubernamentales respondieron apoyando la moción socialista de no confianza y el Gabinete cayó, parlamentariamente virgen, a los veintiséis días de su constitución. Fracasado por falta de acuerdo entre las partes un intento de volver a la colaboración republicano-socialista mediante un Gabinete presidido por Sánchez Román, se formó otro de aún más teórica concentración republicana, para cuya presidencia Lerroux delegó en su segundo, Martínez Barrio, y cuya única misión era organizar nuevas elecciones que permitieran una salida al práctico bloqueo a que se veía abocada la vida política. El Gobierno tomó posesión el 9 de octubre y al día siguiente se hicieron públicos los decretos que disolvían las Cortes y convocaban elecciones para el 19 de noviembre, con segunda vuelta el 3 de diciembre.
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En el cambio de Gobierno de julio de 1962 confluyó un conjunto de factores. En primer lugar, el cambio se produjo después de los habituales cinco años de gestión ministerial que solía considerar Franco. Sin embargo, hay que tener también en cuenta el extraño accidente de caza que sufrió el dictador en diciembre de 1961. El accidente ponía en cuestión el tema de la continuidad del Régimen, por lo que el nuevo gabinete incorporó la figura del vicepresidente del Gobierno, a cargo del general falangista Muñoz Grandes. Otros acontecimientos imprevisibles, como el estallido de las huelgas generalizadas de mayo de 1962 o el coloquio europeísta de Munich, un mes más tarde, ayudaron a que se realizase un amplio reajuste del Gobierno. De él desaparecían los veteranos Arrese, Sanz Orrio o Arias Salgado, desgastado por el tratamiento informativo de Munich, mientras que la incorporación más importante era la de Manuel Fraga. El joven ministro, catedrático de Derecho Político, había sido previamente colaborador de Joaquín Ruiz Giménez en Educación, de Solís en la Secretaría General del Movimiento y, sobre todo, de su amigo Castiella en el Instituto de Estudios Políticos. Como a otros miembros del Gobierno resulta difícil adscribir a Fraga a una de las tradicionales familias políticas del régimen franquista. Aunque se había iniciado en círculos falangistas y era un entusiasta de la reforma administrativa, su deseo de promover un movimiento de clases medias dentro del Movimiento había chocado tanto con Solís como con Carrero. Dentro del nuevo gabinete, y a pesar de sus prontos autoritarios, Fraga fue, sin lugar a dudas, el ministro más decididamente abanderado de una reforma política todavía anclada, no obstante, en una especie de democracia limitada. Desde luego, los proyectos de institucionalización del régimen, dada la creciente incertidumbre por el futuro después de Franco, no fueron obra de un solo ministro o grupo de ellos. Además de Fraga, otros ministros como Solís o el tándem Carrero-López Rodó prepararon diversos proyectos constitucionales. Sin embargo, la resistencia de Franco a cualquier limitación de su poder hizo prematuras las tentativas institucionalizadoras. Planes de reforma del régimen como las asociaciones del Movimiento, una tercera cámara sindical, la Sucesión o la separación de las figuras de la Jefatura del Estado y de la Presidencia del Gobierno fueron demorados durante años. En el seno del gabinete de 1962, pero sobre todo en el formado tras el reajuste ministerial de 1965, se produjo un claro alineamiento de dos bloques y una lucha de tendencias. Por un lado, había un sector de ministros de origen falangista pero con cierta propensión a las reformas políticas. Entre ellos, se encontraban sobre todo Fraga, Castiella y Solís, con el apoyo del almirante Nieto Antúnez y del vicepresidente Muñoz Grandes. Desde 1965, entre este bloque aperturista y el sector tecnócrata, liderado por Carrero y por López Rodó, hacía de puente arbitral el nuevo ministro de Obras Públicas, Silva Muñoz. Procedente de la Acción Católica Nacional de Propagandistas, Silva simbolizaba la transformación y la división de la familia nacionalcatólica en el seno del régimen. La mayor parte de los nuevos ministros tendían a alinearse, sin embargo, con Carrero Blanco, quien en septiembre de 1967 pasó a desempeñar la vicepresidencia del Gobierno en sustitución del agotado y regencialista Muñoz Grandes.
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El asesinato del presidente del Gobierno puso de manifiesto el nerviosismo de los sectores inmovilistas, como se pudo comprobar en la instrucción del director general de la Guardia Civil (Iniesta Cano) a sus subordinados en la que trataba de forzar la confrontación. Mostró la debilidad del entonces vicepresidente del Gobierno (Torcuato Fernández Miranda), que fue marginado de la elección del nuevo presidente, no pudiendo capitalizar políticamente la crisis. Y, asimismo, reflejó la fuerza del entorno familiar de El Pardo, que impuso como presidente al responsable de la seguridad del Estado y por tanto culpable de los fallos cometidos en la seguridad personal de Carrero; es decir, que Carlos Arias sería nombrado nuevo presidente. Las principales características de este periodo vienen marcadas en primer lugar por la creciente indefinición en la actuación del Gobierno, que se mueve a impulsos tan dispares como el espíritu del 12 de febrero, o el endurecimiento de la represión y el aislamiento internacional que debe soportar durante los últimos meses de la vida de Franco; en segundo lugar, por la interinidad del Príncipe de España y el creciente deterioro físico de Franco; y en tercer lugar, por la mayor audiencia pública de la oposición y sus intentos frustrados de lograr la unidad en la acción, además de por la aparición desde los clubs de opinión y las sociedades de estudios de propuestas más o menos articuladas de lo que va a ser el proyecto reformista. El nuevo Gobierno tuvo fuertes dosis de continuidad, ya que mantuvo a ocho ministros del anterior, e incorporó a personas de total confianza del nuevo presidente y a miembros activos del Movimiento provenientes de Falange. Acaso el hecho más significativo fue la salida del mismo de los denominados tecnócratas, que habían sido los protagonistas de la vida política española desde 1957. Los temas básicos con los que se tuvo que enfrentar el Gobierno fueron: el orden público, la crisis económica y el desarrollo político. En cuanto al primero se procedió a un endurecimiento de la represión, como se puso de manifiesto en hechos tan dispares como la ejecución de Salvador Puig Antich, el arresto domiciliario del obispo de Bilbao monseñor Añoveros, la declaración del estado de excepción en el País Vasco en abril de 1975, la detención de un comandante y ocho capitanes acusados de pertenecer a la UMD, o los cinco fusilamientos del 27 de septiembre de ese mismo año. No son ajenas a este incremento de la represión las cada vez más numerosas acciones de protesta. De hecho tanto 1974 como 1975 fueron los años donde el volumen de actividad huelguística durante el franquismo fue mayor. En 1975 se produjo, además, el triunfo de las Candidaturas Unitarias y Democráticas en las elecciones sindicales, lo que puso de manifiesto la creciente pérdida de credibilidad de los medios oficiales entre los trabajadores. Pero lo que encrespó más al Gobierno y a los sectores inmovilistas fue la escalada terrorista: así, el 13 de septiembre de 1974 se produjo el atentado de ETA en la cafetería Rolando de Madrid, lugar frecuentado por la policía, que costó la vida a 12 personas. Arias, una persona insegura tuvo que enfrentarse a la ultraderecha (" el búnker") y ver cómo su actuación era condenada desde dicho sector en un famoso artículo ("Señor Presidente"), en el que Blas Piñar declaraba con toda rotundidad: "nos autoexcluimos de su política... Nosotros no queremos ni obedecerle ni acompañarle". Hay que tener presente que entre enero de 1974 y julio de 1975 se contabilizaron más de doscientos actos violentos, y entre marzo y octubre de 1975 murieron 11 policías y guardias civiles en atentados perpetrados por ETA y el FRAP. Esta situación hizo que el Gobierno, que inauguró su mandato con promesas aperturistas, cambiase su discurso y su acción hacia el endurecimiento de la política de orden público. Era un Gobierno sin rumbo, que se dejaba llevar por los acontecimientos inmediatos e incapaz de tener un proyecto propio y de futuro. Un Gobierno vacío, sin ideas, en permanente deriva y pilotando un barco donde las vías de agua eran cada vez mayores. Para complicar aun más la situación, el Gobierno tuvo que hacer frente a la crisis económica, no siendo capaz de dar una respuesta coherente. En 1974 y 1975, se pusieron en marcha dos tipos distintos de política económica para hacer frente a la crisis: la política compensatoria del 74 y la política restrictiva del 75. La primera de ellas trataba de compensar el alza de los precios de la energía mediante subvenciones y desgravaciones tributarias. Esta acción se acompañó del estímulo a la demanda interna, una moderada política monetaria y una creciente intervención en los precios, así como una sobreindiciación de los salarios. Sus resultados, como señala Fuentes Quintana, fueron un creciente desequilibrio en la balanza de pagos y en el Presupuesto. Los efectos negativos fueron la consecuencia de no tener en cuenta las limitaciones de los recursos energéticos, lo cual provocó un mayor consumo de los mismos e importantes desequilibrios tanto internos como externos. El Gobierno se vio obligado a cambiar de rumbo durante el mes de abril de 1975. El objetivo de la política restrictiva partía de un análisis más realista de la situación, al reconocerse que la crisis iba a ser duradera y el tratar de combatir sus efectos: intensa inflación, desequilibrios de la balanza de pagos y excesivo consumo de petróleo. Para ello se tomaron medidas que afectaron al Presupuesto, la política monetaria, la política de regulación de precios y sobreindiciación de las rentas y los tipos de cambio, es decir, se trató de actuar de forma ortodoxa, lo que implicó por una parte unos buenos resultados en temas como la desaceleración de los precios, pero, por otra, se siguieron produciendo importantes desequilibrios en la balanza de pagos. La actuación de los Gobiernos de Arias Navarro en el campo político estuvo sujeta a constantes cambios. En un primer momento, el presidente del Gobierno apostó por la vía aperturista tal y como quedó patente en su discurso ante las Cortes a principios de febrero de 1974 (espíritu del 12 de febrero). En dicho discurso Arias Navarro prometió con un detallado programa la apertura del Régimen a través de un Estatuto de Asociaciones Políticas. La idea central del mismo fue que el consenso nacional expresado hasta entonces en "forma de adhesión" a Franco había de expresarse en adelante "en forma de participación" en el régimen. Ello suponía el límite evolutivo del Movimiento Nacional, que había venido sufriendo un progresivo cambio desde su creación. Baste señalar en tal sentido tres etapas: 1) El Movimiento-organización (partido único) como un todo, lo que excluía cualquier concepción no acorde con las directrices del Estado. Coincide con los primeros años del régimen y responde a una concepción ideológica propia de los totalitarismos; 2) El Movimiento-comunión en el que se insiste, al calor de las reformas económicas y la transformación social que se está produciendo, en la unión de los españoles en torno a la figura de Franco, que trata de legitimarse a través de la eficacia; y 3) El Movimiento-participación, que reconoce las diferencias políticas entre sus apoyos y trata de crear vías limitadas de participación. Para la elaboración del Estatuto de Asociaciones se constituyeron dos comisiones. La presidida por Juan Antonio Díaz-Ambrona estaba formada Rafael Arias Salgado, Francisco Rubio Llorente, Gabriel Cisneros, Manuel Gonzalo y Eduardo Gorrochategui; su planteamiento era de apertura del juego asociativo a todas las fuerzas políticas con exclusión de los comunistas. El control de las asociaciones se reservaba al Gobierno y a los tribunales, excluyendo al Consejo Nacional. Al mismo tiempo se constituyó una segunda comisión en el Consejo Nacional del Movimiento, de la que formaban parte los falangistas Fueyo Alvarez, Eduardo Navarro, Labardie Otermín, Pinilla Touriño, Dancausa de Miguel y Martínez Emperador. Dicha comisión se movía entre dos propuestas: una que daba el control absoluto de las futuras asociaciones al Consejo Nacional, y otra que se situaba más en el campo gubernamental que pretendía que el control estuviese en el Ministerio de Gobernación, posibilitando el recurso a los tribunales. Tal y como había sucedido en otros momentos de la historia del Régimen, el resultado (Decreto-ley 7/1974 de 21 de diciembre) fue un tanto ecléctico. En su preámbulo se establecía que las asociaciones eran la expresión del desarrollo político del régimen, tratando de instaurar un sistema de representación política superior al de los países democráticos, lo cual no deja de ser una ironía. Las asociaciones serían un complemento al modelo de representación orgánica ya existente, limitando sus actuaciones a los Principios Fundamentales del Movimiento, y correspondiendo al Consejo Nacional el control sobre las mismas. El proceso de constitución era muy complicado y si bien se contemplaba la posibilidad de participar en los posibles comicios que hubiese, su viabilidad era mínima. De hecho, rápidamente tanto los sectores reformistas como los continuístas rechazaron acogerse a este decreto-ley, y aunque se llegaron a formar hasta siete asociaciones, dicho camino se mostró inútil. En todo caso merece la pena señalar que algunas de estas asociaciones sirvieron para constituir posteriormente Alianza Popular, o para aglutinar en torno a Suárez a una parte de sus futuros colaboradores. El fracaso de esta opción condujo a ciertos sectores de la derecha a organizarse en torno a sociedades de estudios, como el Gabinete de Orientación y Documentación (GODSA) que elaboró la línea política de Fraga para los primeros años de la transición, o la Federación de Estudios Independientes (FEDISA), en la que se sientan las bases de la reunificación de los grupos de centro. Por su parte, grupos reformistas como Tácito calificaron al Estatuto como antiasociacionista y un obstáculo para la evolución democrática de la sociedad desde la legalidad. Mientras, personalidades ligadas a la Administración como Oreja, Ortega Díaz-Ambrona o Fernández Ordoñez hicieron pública su posición a favor de una profunda reforma constitucional que posibilitase el reconocimiento de los derechos democráticos, evitando así la ruptura. Buena muestra de la inestabilidad gubernamental son los cambios habidos en el gabinete en tan corto espacio de tiempo. Así, a finales de octubre de 1974 fue destituido Pío Cabanillas por su política informativa de corte aperturista, lo que provocó la solidaridad y consiguiente del ministro de Hacienda (Barrera de Irimo). Dicha minicrisis implicó la dimisión a su vez de varios altos cargos de la Administración que se habían distinguido por sus posiciones reformistas (Marcelino Oreja, Ricardo de la Cierva, Francisco Fernández Ordóñez...). Estos cambios supusieron la sentencia de muerte del espíritu del 12 de febrero, que había venido soportando fuertes críticas desde los sectores inmovilistas ("Gironazo"; Blas Piñar denunciaba que en el Gobierno había "enanos infiltrados", en clara alusión a Pío Cabanillas, y calificaba a cierta prensa como "canallesca"). En marzo del año siguiente y tras la negativa el mes anterior de cualquier reforma constitucional, hubo de nuevo un cambio en el Gobierno que afectó a cinco Ministerios, y en junio, tras la muerte en accidente de Herrero Tejedor, que ocupaba la Secretaría General del Movimiento, fue nombrado para dicho cargo José Solís, lo que significaba, en opinión de los sectores reformistas, una vuelta al pasado. La cada vez más delicada salud de Franco obligó a que don Juan Carlos, que se mantenía en un discreto segundo piano, tuviese que asumir interinamente la Jefatura del Estado entre el 19 de julio y el 1 de septiembre de 1974. La tromboflebitis que aquejó a Franco durante dicho periodo puso sobre el tapete su cada vez más cercana desaparición, por lo que buena parte de los movimientos políticos que se iban a producir a partir de ese momento se deben de situar en un hipotético escenario sin Franco. En todo caso, durante esta primera interinidad, don Juan Carlos tuvo que soportar la larga sombra del enfermo en sus difíciles relaciones con el presidente del Gobierno. De hecho la asunción de nuevo de las funciones de jefe del Estado por Franco, sin previo aviso al Príncipe, debió de suponer para éste un respiro, pues se veía obligado a ejercer su mandato fuertemente condicionado por un Gobierno en parte hostil, a lo que cabe añadir la ofensiva del "búnker" y las difíciles relaciones con don Juan. Tras la multitudinaria manifestación de apoyo al Régimen el 1 de octubre de 1975, a raíz de los fusilamientos del 27 de septiembre y el rechazo internacional a dichas ejecuciones, Franco entró en una larga y penosa enfermedad que le llevaría a la muerte el día 20 de noviembre. En dicho periodo, don Juan Carlos tuvo que volver a ocupar interinamente el cargo de jefe del Estado, aunque en esta ocasión existía un razonable convencimiento de que sería algo definitivo. En este periodo, cuando la mayor parte de los españoles estuvo pendiente de los partes diarios del "equipo médico habitual", la descomposición política estuvo alimentada al menos de tres hechos: 1°) la incomprensión por parte de Franco y de sus más fieles adictos de la posición crítica de la Iglesia; 2°) la ofensiva de Marruecos sobre el Sahara; y 3°) las maniobras tanto de Arias como de Rodríguez de Valcárcel para impedir la libertad de movimientos de don Juan Carlos y condicionar sus futuras actuaciones. La muerte de Franco y la puesta en marcha de los mecanismos previstos para la sucesión abrieron un nuevo escenario en la Historia de España. El conflicto básico se iba a situar en un primer momento entre aquellos que querían mantenerse en el pasado (inmovilistas y continuistas) y aquellos que desde el presente querían construir un sistema democrático (reformistas). Para ello contaron estos últimos con el inestimable apoyo del Rey, que en su afán por salvar la institución monárquica hubo de optar por el sistema democrático como única garantía de su continuidad, rechazando por tanto las posturas continuistas y las rupturistas. La transición iniciaba su camino.