La crisis económica que sufrió España en este siglo incidió de forma determinante en la actividad constructiva desarrollada en las distintas zonas de la geografía peninsular, que en general vieron muy mermada por este motivo su capacidad para promover empresas arquitectónicas importantes.Sólo Galicia escapa a esta situación, debido a la existencia en la región de un clero adinerado que impulsó numerosas edificaciones. Grandes monasterios y obras vinculadas a la catedral compostelana son los principales trabajos acometidos en este período, uno de los más florecientes del barroco español, gracias también a la facilidad de obtener in situ la piedra granítica, que presta a las construcciones un esplendor del que carece la arquitectura del resto del país.En los inicios del siglo las influencias foráneas fueron determinantes pero a partir de los años centrales de la centuria la arquitectura gallega definió un lenguaje original, grandioso y elegante, interesado por las formas decorativas y especialmente condicionado por el empleo del granito.Dos de los arquitectos que marcan el tránsito del clasicismo dominante en los comienzos del XVII a las formas del barroco pleno son Bartolomé Fernández Lechuga (muerto en 1645) y Melchor de Velasco (muerto en 1669), sobre todo este último.Fernández Lechuga llegó a Santiago en 1626 para dirigir las obras del monasterio de San Martín Pinario, comenzado en 1596 por el arquitecto Mateo López. En él trabajó hasta 1637, realizando el claustro de las oficinas, el crucero, la cabecera y la cúpula de la iglesia, y el proyecto para el claustro grande. Su estilo, de concepción aún clasicista, es semejante al de Melchor de Velasco quien, con sencillez monumental, construyó la iglesia del monasterio de Celanova (Orense) a partir de 1661.Sin embargo, por estos mismos años la arquitectura gallega iniciaba ya el camino hacia la plenitud barroca, impulsada principalmente por la personalidad de José de Vega y Verdugo. Canónigo de la catedral compostelana desde 1649, proyectó en ella diversas obras en las que plasmó su admiración por la estética barroca, que había conocido en sus viajes a la corte y a Italia. El recuerdo del baldaquino de Bernini inspira el gran tabernáculo que según su diseño se inició en 1658, aunque gran parte de la ejecución se debe a Andrade, quien lo terminó en 1678, incluyendo alguna modificación. También fue idea suya la transformación exterior de la cabecera del templo y la edificación del Pórtico Real de la Quintana. El artífice que llevó a cabo estos proyectos de Vega fue José de la Peña de Toro (muerto en 1676), el primero de los arquitectos activos en Santiago decididamente barroco. Maestro mayor de la catedral desde 1666, ese año concluyó el Pórtico Real de la Quintana, aunque el actual, en el que quizás se conserve algún resto de su trabajo, corresponde a la actividad de Andrade, como ha señalado Bonet Correa. En la Torre de las Campanas (1665-1671) sólo construyó el primer cuerpo, siendo también Andrade quien la termina. Obra enteramente suya es el colegio compostelano de San Jerónimo, comenzado en 1656, en el que prima una gran sencillez de líneas.El más destacado creador del barroco gallego fue Domingo de Andrade (1639-1712), cuya obra inicia ya el esplendor de la arquitectura del XVIII. Con un estilo elegante y especialmente interesado por la riqueza ornamental y los efectos visuales concibe la Torre del Reloj (1676-1680), su primer trabajo tras ser nombrado maestro mayor de la catedral. Se trata de una obra llena de originalidad, en la que con gran habilidad utiliza diversas estructuras, adornadas con gran profusión, logrando un conjunto armonioso y dinámico. Además de su participación en la construcción de la Torre del Reloj y del Pórtico Real de la Quintana, trazó también la nueva sacristía (capilla del Pilar), concluyendo además el tabernáculo de Vega en 1678, como ya se ha dicho. Fuera del recinto catedralicio destacan sus trabajos en el convento compostelano de Santo Domingo, donde realiza la fachada en torno a 1695 y el claustro interior.La arquitectura de Andrade supone la total definición de una estética barroca gallega, derivada del lenguaje decorativo impulsado por Vega y Verdugo. La actividad de arquitectos como Pedro Monteagudo, Diego de Romay y Fray Tomás Alonso en las últimas décadas del siglo contribuyó a consolidar el estilo, que alcanzó su punto culminante en el XVIII de la mano de Fernando de Casas y Novoa.En el País Vasco la obra más importante levantada en esta época es el Santuario de Loyola, edificado sobre la casa solariega de san Ignacio. Proyectado en 1681 en Roma por Carlo Fontana (1638-1714), la iglesia presenta una planta circular con deambulatorio, inscrita en un gran rectángulo con sendos patios laterales y otro en la cabecera del templo: Los trabajos se iniciaron en 1689 y concluyeron en 1738, participando en ellos algunos maestros de la zona, entre los que destaca Ignacio de Ibero. Aunque en el resultado se funden la tradición hispana y el estilo italiano, su elegante y monumental concepción evidencia el recuerdo del arte de Bernini. El pórtico, construido en el XVIII, ha sido atribuido a Joaquín Churriguera.La difícil situación económica afectó especialmente a Cataluña, por lo que la actividad edilicia en la zona fue bastante escasa. Con un lenguaje aún muy dependiente de las tradiciones medievales y clasicistas se llevaron a cabo algunas construcciones, sobre todo monasterios, aunque la mayoría han desaparecido a causa de la desamortización.En la zona levantina las características del siglo XVI se mantuvieron vigentes durante gran parte de este período. Destaca por su originalidad la Capilla de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia, trazada por Diego Martínez Ponce de Urrana en 1647 y construida entre 1652 y 1666. Consiste en una planta oval inscrita en un rectángulo, con un camarín tras el altar que permite el acceso de los fieles hasta las imágenes. En el último cuarto del siglo floreció el gusto por la ornamentación barroca en los interiores. En esta dirección orientó sus trabajos Juan Bautista Pérez, quien remodeló desde 1674 a 1682 el presbiterio gótico de la catedral valenciana, recubriéndole de abundante decoración. A él se debe también la traza de la iglesia y el colegio de San Pío V (1683, hoy Museo de Bellas Artes de Valencia), y la torre de San Nicolás de Bari (1693). Juan Bautista Viñes también participó de este interés por el adorno pero vinculado a los exteriores, realizando varias portadas en las que empleó la columna salomónica, como la de San Andrés de Valencia (1698) y la de Vinaroz (1702), que se le atribuyen. Asimismo es autor de la torre de Santa Catalina (1688-1705), de planta hexagonal, sin duda una de las construcciones más representativas del Barroco en Valencia.En el desarrollo de la arquitectura andaluza se dieron circunstancias parecidas a las del resto de las regiones. Durante la primera mitad del siglo se siguieron utilizando las fórmulas estéticas del XVI y sólo a partir de los años centrales de la centuria empezaron a aparecer las formas barrocas, que no alcanzarán su plenitud hasta el XVIII. Granada y Sevilla fueron los principales focos de actividad constructiva. En la primera de estas ciudades sobresale la personalidad de Alonso Cano, quien residió en su tierra natal desde 1652 a 1657 y al final de su vida, entre 1660 y 1667. Como sucedió durante su estancia en la corte ejerció una decisiva influencia, en este caso a través de la monumental fachada que ideó para la catedral granadina (1664), probablemente relacionada con el proyecto perdido de Siloé. Cano concibió la estructura como un arco de triunfo, con tres calles retranqueadas entre pilastras cajeadas, lo que proporciona al conjunto intensos contrastes luminosos que acentúan la fuerza del diseño. Su ornamentación, de placas geométricas, cartelas y festones, sirvió de fuente de inspiración a las construcciones granadinas posteriores, como la iglesia de la Magdalena (1677-1694), realizada según Taylor por José Granados de la Barrera, el mismo arquitecto que llevó a cabo la fachada catedralicia tras la muerte de Cano.El barroco sevillano no logró su auténtica definición hasta la aparición de Leonardo de Figueroa (muerto en 1730), figura que pertenece ya estilísticamente a la siguiente centuria. Las iglesias de cajón fueron la tipología predominante durante gran parte del XVII, aunque en la iglesia del Hospital de la Caridad (1645-1670), obra de Pedro Sánchez Falconete, ya se aprecia cierta vinculación con el lenguaje barroco. Sin embargo, la sencillez estructural de las iglesias de cajón se utiliza aún en el Hospital de los Venerables, fundado en 1675 y terminado por Figueroa en 1687. Este arquitecto participó también en las obras del templo del Salvador (1669-1711), aunque como ya se ha dicho su arte alcanzó la máxima expresión en el XVIII.En este panorama sevillano resta por señalar la importante actividad como tracista de retablos de Bernardo Simón de Pineda (activo entre 1641 y 1689), a quien se debe el diseño del retablo mayor del Hospital de la Caridad ejecutado por Pedro Roldán (1670-1673), autor del grupo escultórico del Santo Entierro que protagoniza el conjunto. Es ésta una de las obras más fastuosas e imaginativas de la época, en la que ambos artistas logran una perfecta integración de arquitectura y escultura, creando una unidad escenográfica plena de dinamismo, efectismo espacial e intensidad expresiva. Con la composición en planos, la riqueza decorativa y el empleo de la columna salomónica se adelanta a la arquitectura de su tiempo, prolongando su influencia hasta la siguiente centuria.Fuera de las dos ciudades citadas destaca la construcción de la fachada de la catedral de Jaén (1667-1688), realizada por Eufrasio López de Rojas (1628-1684), siguiendo esquemas clasicistas para adecuarla al proyecto de Vandelvira. Sin embargo, la influencia del nuevo estilo puede apreciarse en la búsqueda de efectos espaciales, conseguidos fundamentalmente mediante el retranqueo del ático.El barroco de finales del XVII tuvo una peculiar presencia en Jerez a través de las fachadas-retablo, espectacular y abigarradamente decoradas, como la anónima de la Cartuja (1667), y la de la iglesia de San Miguel, de Diego Moreno Meléndez (1672).Salamanca, que había disfrutado del esplendor arquitectónico a lo largo del XVI, se vio enriquecida en el XVII con pocos pero muy importantes edificios barrocos: el de la Clerecía, de Gómez de Mora y la iglesia y convento de la Concepción de agustinas recoletas, fundación del conde de Monterrey durante su virreinato en Nápoles, donde fue proyectado entre 1633 y 1635 por los italianos Picchiatti y Fanzago. Las obras, iniciadas en 1635, no concluyeron hasta 1747, interviniendo en los trabajos algunos de los artistas más relevantes de la época, como Gómez de Mora (planta del convento, 1641), Fray Lorenzo de San Nicolás (proyecto para la cúpula de la iglesia, 1675), y Joaquín Churriguera, que construyó la última fase del convento a partir de 1716. La iglesia, tanto en su fachada como en el interior, posee un claro carácter italiano, grandioso y elegante, enriquecido por la calidad de los materiales empleados (piedra de Villamayor y mármoles italianos fundamentalmente). Fanzago proyectó también el púlpito y los retablos, destacando el del altar mayor que está centrado por el magnífico lienzo de la Inmaculada, pintado por Ribera (1635).La arquitectura aragonesa de este siglo presenta unas características muy peculiares. Al igual que en tantos otros lugares de la Península se mantiene el recuerdo del XVI, pero en esta ocasión los sobrios y geométricos exteriores contrastan con la profusa ornamentación de yeserías de los interiores, derivada de la tradición mudéjar imperante en la zona. Por su amplia influencia posterior debe ser citada la torre de la Seo de Zaragoza, construida entre 1686 y 1704 según el proyecto realizado en Roma por Giovanni Battista Contini (1641-1725) tras ser demolida la antigua en 1680. Integrada por tres cuerpos de ladrillo decrecientes y de planta cuadrada, levantados sobre un cuerpo de sillería, se remata con chapitel bulboso. En 1681 se inició también la construcción del templo del Pilar según el proyecto realizado por Felipe Sánchez (muerto en 1712) en 1679, consistente en una planta rectangular de tres naves, con capillas laterales y cuatro torres en los ángulos. Este diseño fue después modificado, primeros por Francisco de Herrera y más tarde por Ventura Rodríguez, ya en el XVIII, pero la estructura final del edificio se corresponde sustancialmente con el planteamiento de Felipe Sánchez.
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En respuesta a la necesidad de ampliar el viejo Foro Romano, insuficiente ya para las actividades públicas y comerciales de la capital del mundo, César dotó a la ciudad de una gran plaza, aneja a la primera, que la posteridad había de conocer como Forum Iulium, no terminada del todo hasta el principado de Trajano. Tenía la forma de un rectángulo muy largo (160 por 75 metros), al pie de la ladera oriental del Capitolio, y la presidía un gran edificio, el templo de Venus Genetrix, pretendida antepasada de los Julios. Como era habitual entre los nobles romanos, César explotaba a su familia y a la religión ancestral para su política y su prestigio: "De Venus descienden los Julios, de cuyo linaje es nuestra familia", solía alardear. El templo se convirtió en arquetipo de los construidos por futuros emperadores: períptero corintio, de mármol, sobre podio alto, sin pórtico en la cabecera y con ábside para la estatua de culto. El templo monumental, prometido por César en vísperas de la Batalla de Farsalia, presidía la plaza del nuevo foro, semejante al de Pompeya y de inspiración helenística como éste. Pero la relación entre el templo y la plaza era distinta y típicamente romana. Aquél se unía a ésta por medio sólo de su fachada, renunciando a la independencia que aún tenía en sus precedentes helenísticos (v. gr. en el santuario de Hércules en Tívoli). El Foro de César es el núcleo de los Foros Imperiales, que culminarán en el de Trajano, expresión cimera del poder y de la gloria de los amos del mundo. Sólo la hilera de tabernae alineadas a mano izquierda del foro, detrás del pórtico, recuerda las viejas funciones comerciales de estas plazas. Por lo demás, el foro no oculta su propósito de perpetuar la personalidad y la obra de su creador. En el centro de la plaza se alzaba la estatua ecuestre del dictador, ante el templo de su divina antepasada, Venus Genetrix. La estatua de la diosa, instalada en el ábside del templo, era obra de aquel Arquesilao cuyos bocetos alcanzaban, según Plinio, precios astronómicos. Siguiendo el ejemplo de César, su hijo, Augusto, edificó su foro formando escuadra con el de su antecesor y reservando el extremo preferencial de la plaza al templo que había prometido a Mars Ultor (Marte Vengador) en vísperas de la batalla de Filipos (42 a. C.), donde luchó contra los asesinos de su padre. En el templo de Mars Ultor recibían culto también, como divinidades asociadas al titular, Venus Genetrix y Divus Iulius, y allí debatía el senado las cuestiones de paz y de guerra, los príncipes de la familia imperial eran investidos de la toga viril, los tratados eran objeto de ratificación y los generales recitaban sus preces antes del inicio de sus campañas, y sus acciones de gracias al regreso triunfal de las mismas. El templo, un octástilo corintio (con ocho columnas también a cada lado), se alzaba en el extremo oriental del foro sobre un podio con escalinata de diecisiete peldaños y el altar en medio de ellos. A espaldas del podio se levanta aún hoy un elevado muro de sillares refractarios, que servía de cortafuegos entre la zona monumental de los foros y el barrio popular de la Subura (la vaguada existente entre el Quirinal y el Esquilino), expuesta a incendios frecuentes y devastadores. Las columnas aún erguidas y algunas basas y partes de los fustes del pronaos del templo han sido repuestas modernamente en su lugar, para mitigar el penoso estado en que las excavaciones y derribos han descubierto los restos del edificio. Sin embargo, uno de los relieves del Ara Pietatis Augustae (erigida por Tiberio e inaugurada por éste en el año 22 d. C.) reproduce la fachada del templo con bastante detalle, incluidas las estatuas del frontón y las acróteras. Los fragmentos de mármol que se han librado de los hornos de cal, instalados allí para facilitar la labor demoledora del Medioevo, ayudan también a imaginar cómo sería el aspecto de este monumento que Plinio pondera como uno de los más hermosos de la urbe. El foro fue inaugurado, como sede de tribunales de justicia, en el año 2 a. C., pero no se terminó hasta bastante más tarde. Augusto, desesperado de verlo inconcluso, se permitía bromear a costa del arquitecto, según recuerda Macrobio. Pese a todo, su influencia fue enorme. Por lo pronto, dos novedades quedaron consagradas: el mármol, no sólo griego, sino italiano (de Carrara) como material de construcción y de revestimiento de podios de otras piedras, y el orden corintio canónico, en los capiteles del llamado corintio normal, no excluyente de otras formas. Los dos lados largos del rectángulo del foro (125 por 118 m) estaban orlados de pórticos como los del Foro de César, pero dotados de dos grandes hemiciclos abiertos, uno de ellos conservado aún hasta el entablamento. En la fachada del pórtico, el arquitecto y los escultores neoáticos de que disponía introdujeron una novedad: un ático decorado con cariátides, copiadas de las del famoso pórtico del Erechtheion, pero sin la función arquitectónica de éstas, sino como meros elementos divisorios de un friso en el que alternaban con relieves de cabezas frontales de Amón insertas en clípeos, un tema militar y triunfal propio también de corazas y fáleras de época helenística. La novedad hizo furor. Varias ciudades del norte del Adriático -Iader (Zara), Tergeste (Trieste), Pola, Aquileia, Concordia- se apresuraron a adoptarla según sus necesidades, añadiéndole, si eran ciudades portuarias, el tema de la cabeza de Medusa, que en época helenística pasaba por muy marinero. Dos capitales de la España romana, Mérida y Tarragona, se sumaron a los cultivadores de aquella koiné triunfalista y adornaron, bien fuesen sus foros, bien otros monumentos urbanos, con fieles imitaciones de la iconografía patrocinada por el Princeps. Monumento a la victoria y escenario de ceremonias castrenses, el Templo de Mars Ultor era también un himno a las virtudes de una raza guerrera. En él se custodiaban talismanes como la espada de César y los estandartes de Craso y de Antonio, recuperados recientemente por el Princeps de manos de los partos. Pero después de la preocupación de Augusto por honrar a los dioses, venía la de honrar a los generales de antaño y del presente con una galería de retratos públicos que ya los poetas patriotas, como Horacio, se habían adelantado a postular. "Los mármoles grabados con inscripciones públicas que dan aliento y vida a los buenos generales después de su muerte" (Odas N, 8; 13 ss.). Para rendirles esos honores, Augusto instaló en los pórticos y hemiciclos de su foro estatuas de bronce y mármol de todos ellos, con la relación escrita (elogium) de sus hazañas. Los foros de las ciudades más leales al régimen copiaron tanto las estatuas como los elogia. Uno de los más sucintos, el de Rómulo, aparecido en Pompeya, estaba redactado en estos términos. "Rómulo, hijo de Marte, fundó la ciudad de Roma y reinó treinta y ocho años. Fue éste el primer general que después de matar a Acrón, rey de los ceninenses, consagró los spolia opima a Júpiter Feretrio. Acogido en el número de los dioses se le llamó Quirino". Las excavaciones del foro han proporcionado los elogia de Eneas, hijo de Venus; de su nieto, Eneas Silvio; de Alba Silvio, hijo de Latino; de Procas, hijo de Aventino, etc. En los primeros años de su principado, Tiberio dedicó a los lados del templo sendos arcos en honor de los triunfos de Germánico y de Druso, Césares, ambos a la misma altura, de modo que los dos pórticos laterales del foro, que por la forma irregular del área edificable habían quedado desiguales en su longitud se veían así limitados con perfecta simetría. A pesar de inspirarse en el Foro de César, el de Augusto ofrece sensibles diferencias respecto a él. Ya su carácter es distinto, puramente religioso y representativo, escenario de ceremonias oficiales, sin indicio alguno del tradicional mercado, y por tanto, sin las tabernae que César admitió en su foro. El templo de Mars Ultor se adentra en el ámbito del foro y de sus pórticos laterales como no lo hace el de Venus Genetrix en el de César, al que sólo aporta las seis columnas de su fachada y los escalones de acceso. La mayor novedad en la planta consiste en las dos exedras que se suman a los pórticos a poca distancia del pie de la escalinata como patios descubiertos. El visitante que entraba en el foro no se percataba de su existencia hasta que se aproximaba al templo. Entonces veía la luz del día por detrás de los pórticos, donde en lugar de la pared trasera de éstos, se encontraba una hilera de pilares. Estos efectos de claroscuro habían alcanzado un gran desarrollo en la arquitectura de las villas o casas de recreo. La simetría axial que reina en el foro era otro elemento dominante en la planificación de tales villas. El Templo de Mars Ultor, el orden corintio normal de las columnatas exteriores (en el interior se recuperó un capitel de columna con Pegasos en lugar de volutas), las cariátides del ático, esos y otros elementos provienen del mundo del arte griego clásico; pero ya los áticos eran una novedad itálica no documentada antes del Santuario de la Fortuna Primigenia de Praeneste (Palestrina). La sintaxis de todos los elementos clásicos pertenecía a un lenguaje nuevo, que no se puede calificar de clasicista, sino de puramente romano.
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Los franciscanos y la educación del indígena Ahora bien, las personas que ejercían el oficio de historiador en los siglos XVI y XVII poseían una sólida formación humanística. ¿Dónde la obtuvieron los nahua novohispanos? En el Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, un centro creado por los franciscanos para dar una educación superior a los indios. Aunque queda fuera de esta introducción tratar en extenso la apasionante historia de la escuela, debo mencionar brevemente las líneas básicas de su desarrollo, pues muchos aspectos de la Historia de la nación chichimeca sólo se comprenden a partir de los conocimientos aprendidos por Ixtlilxochitl en Santa Cruz. Apenas finalizada la Conquista, fray Pedro de Gante, primo de emperador Carlos y pionero evangelizador del Anahuac, fundó una escuela en Tetzoco para enseñar las primeras letras a los niños mexicanos. Dos años después (1525), se establecía otra en la reconstruida ciudad de México. Pero los frailes seráficos no pensaban limitar su actividad pedagógica a la educación primaria. Así, tras recibir los poderosos apoyos del obispo Zumárraga y del virrey Antonio de Mendoza, los religiosos menores lograron llevar a la práctica uno de sus principales proyectos: la inauguración --el 6 de enero de 1526-- de un centro de estudios superiores para indígenas. El Colegio de Santa Cruz estaba adosado el Convento de Santiago, sito en la ciudad gemela de Tenochtitlan, Tlatelolco, una urbe famosa en la época precortesiana por su calmecac20. Allí recibían instrucción un centenar de jóvenes nativos, quienes, obligatoriamente, debían pertenecer a la nobleza nahuatl21. Sin embargo, los franciscanos planeaban aumentar el número de educandos a trescientos, y aún esta cifra les parecía meaja en capilla de fraire (sic)22. Los padres seráficos no escatimaron medios para hacer de Santa Cruz el mejor colegio del Nuevo Mundo, ya que todo el profesorado se había formado en las aulas de las prestigiosas universidades de París y Salamanca. Tuvieron notables y gravísimos maestros; en la latinidad (después de Fr. Arnaldo de Bassacio) a Fr. Bernardino de Sahagún y a Fr. Andrés de Olmos, y en la retórica, lógica y filosofía al doctísimo Fr. Juan de Gaona, todos ellos excelentísimas lenguas mexicanas23. El programa de estudios, bastante clásico, se centraba en el aprendizaje del Trivium (gramática, retórica y lógica) y en Cuatrivium (aritmética, geometría, astronomía Y música). A estas materias se añadía la lectura comentada de las Sagradas Escrituras, algunas nociones de teología y, cosa curiosa, la enseñanza de las prácticas medicinales indígenas. ¿Y la historia? Pese a que no se impartía tal materia, los alumnos estaban familiarizados con la ciencia de Clío, pues podían consultar la obra de Tito Livio y de los otros grandes de la historiografía latina en la biblioteca del colegio, la cual, según un documento de la época, era muy copiosa y de mucho valor24. La rapidez y perfección con que los jóvenes indios asimilaron los pilares de la cultura europea asustó a quienes pensaban que al indio le bastaba con saber unas cuantas oraciones. Jerónimo López, consejero del Virrey, recogió esta opinión en un escrito donde criticaba con dureza la obra de los padres seráficos. El tercero yerro de los franciscanos fue que tomando muchacho para mostrar la doctrina, en los monisterios llenos, luego les quisieron mostrar leer y escribir; y por su habilidad, que es grande y por lo que el demonio negociador pensaba negociar por al1í, aprendieron tan bien las letras de escribir libros, puntar, e de letras de diversas formas, que es maravilla verlos... Quinto, que no contentos con que los indios supiesen leer y escribir puntar libros, tañer flautas, chirimías, trompetas e tecla, e ser músicos, pusiéronlos a aprender gramática. Diéronse tanto a ello e con tanta solicitud, que había mochacho y hay de cada día más que habían tan elegante latín como Tulio...25. Los partidarios de negar a los nativos el acceso a la educación superior ganaron finalmente la partida y el Imperial Colegio, asfixiado económicamente y condenado por las altas esferas políticas y eclesiásticas del virreinato, tuvo que cerrar sus puertas en 1580. El P. Garibay, ese sabio conocedor de las cosas mexicanas, apuntó como probable causa del fracaso de Santa Cruz la ausencia de objetivos claros. No se quiso --escribe-- hacer de estos indios sacerdotes y no se podía aprovechar en otros ámbitos el cúmulo de conocimientos que se les transmitía26. Otros historiadores, por el contrario, afirman que la finalidad última del centro era la formación de un clero indígena. Personalmente, la respetable opinión del padre Garibay no me parece correcta. Los franciscanos sabían muy bien cuáles debían de ser los objetivos de Santa Cruz y, desde luego, entre éstos no se incluía para nada el tema del sacerdocio, pues los padres menores tenían muy presente que la Iglesia sólo admitían en el Orden Sacerdotal a los conversos de quinta generación. Desde que los franciscanos pusieron pie en el territorio de la Nueva España, toda su actividad giró en torno a un ambicioso proyecto político-religioso: la erección de una República Indiana regida por los padres seráficos. De acuerdo con el simplista y utópico pensamiento de los frailes, esta teocracia, inspirada en el reformismo apocalíptico del herético Savonarola, estaría vinculada nominalmente a la Corona castellana por la figura de un virrey; pero el gobierno efectivo de la comunidad recaería en los seguidores del Poverello de Asís. Los cargos intermedios serían desempeñados por los descendientes de los pipiltin o nobles nahuatl. El Imperial Colegio de Santa Cruz respondía, pues, a necesidades muy concretas: la formación de un selecto cuerpo de funcionarios indígenas27. El fracaso del plan supuso la decadencia de Santa Cruz, puesto que los destinos del Colegio dependían del éxito de la utopía seráfica. Pero la semilla plantada no se perdió. De las aulas del centro salieron magníficos latinistas, retóricos, traductores, amanuenses y, sobre todo, un brillante plantel de historiadores, cuya enumeración sería larga28. Uno de ellos, el más importante, se llamó Fernando de Alva Ixtlilxochitl.
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Dos episodios mitológicos relacionados con el lugar fueron representados en los frontones; en el oriental, la dramática carrera de carros entre Pelops y Enomao; en el occidental, la lucha entre lapitas y centauros en las bodas de Piritoo y Deidamia. Se suele decir, con razón, que en el frontón oriental reina la calma que precede a la tempestad y, en el occidental, la tempestad misma. Ambas formas de interpretar la acción responden plenamente a planteamientos propios del estilo severo. Aunque no conocemos al escultor responsable de los proyectos y de la organización de los trabajos, el análisis de las esculturas nos irá desvelando aspectos notables de su personalidad. Por lo pronto, sabemos que tiene una extraordinaria capacidad de síntesis, reflejada en la selección de figuras y motivos de cada frontón. El tema de la carrera de carros entre Pelops y Enomao ofrecía graves dificultades por tratarse de una historia terrible y complicada. A Enomao, rey de Pisa y padre de la bella Hipodamia, le había predicho un oráculo que moriría a manos de su futuro yerno, predicción a la que Enomao no estaba dispuesto a amoldarse. Para evitarla, desafiaba a una carrera de carros a los pretendientes de Hipodamia con el compromiso de que el vencido muriera a manos del vencedor. Confiado en la velocidad de sus caballos, regalo del dios Ares, Enomao daba ventaja a su rival, mientras hacía una ofrenda en honor del dios; luego partía, alcanzaba al desdichado de turno y lo eliminaba. Así una y otra vez hasta que apareció Pelops de Micenas, favorito de Poseidón y dueño de caballos aún más veloces que los de Enomao, causa de que se cumpliera el oráculo. Existe una versión menos respetuosa de este mito, según la cual, Pelops sobornó a Mirtilo, el cochero de Enomao, para que sustituyera las clavijas de su carro por otras de cera, que se derritieron durante la carrera, acarreando así la desgracia a Enomao. La discusión por el importe de la traición hizo que Mirtilo, moribundo, maldijera a Pelops y con ello se desatara la tragedia en la dinastía de los Pelópidas, representada por Atreo y sus descendientes. El problema principal que presenta el frontón oriental consiste en determinar la posición de las figuras del grupo central, es decir, las dos parejas colocadas a los lados de Zeus. Críticos y expertos han apurado las combinaciones posibles, sin ponerse de acuerdo, aunque se suele dar como más probable a Pelops a la derecha de Zeus y a Enomao a la izquierda, en alusión al triunfo obtenido por aquél. De lo que no cabe duda es de que el maestro de Olimpia compone la escena de manera clara, sencilla y altamente expresiva. Zeus preside el acontecimiento en el centro y a ambos lados sitúa a los contrincantes con sus respectivas parejas, la reina Esterope junto a Enomao; Hipodamia junto a Pelops. Aquél, altanero y desafiante, personifica la hybris, la soberbia altiva; éste lleno de aidos, la humildad que acepta los designios superiores. Esterope e Hipodamia escoltan a los protagonistas y junto a ellas se sitúan los carros y séquitos de ambos contendientes, formados por cocheros, sirvientes, adivinos, cada uno con sus características propias. En este terreno el maestro de Olimpia alcanza cimas espectaculares, como bien demuestran las figuras del adivino de mal agüero -el de Enomao-, un viejo apesadumbrado cuyo gesto cansado y triste predice el trágico final de su señor, y la del mozo de cuadra que aparece tras él, un joven sentado en el suelo de mala manera y desnudo, de forma que basta advertir la postura para reconocer su baja condición social. La composición de esta figura es paradigma de la forma cerrada. Los extremos del frontón están ocupados por las personificaciones de los dos ríos locales, el Alfeo y el Kladeo, alusión al paisaje en clave antropomórfica y novedad importante, porque rehusa el viejo esquema del río representado con cabeza de toro y porque las características de las figuras aluden a la naturaleza de ambas corrientes fluviales; así, el cuerpo reposado, que parece reptar al deslizarse, representa la corriente remansada del río principal, que es el Alfeo, mientras su afluente el Kladeo adopta la forma de un cuerpo joven, inquieto y tenso. El carácter ondulante expresa en ambas figuras la sinuosidad movediza de la corriente. El frontón occidental narra las violentas peripecias acaecidas en las bodas de Piritoo y Deidamia, que fueron causadas por los centauros. Todo transcurría con normalidad, hasta que los centauros, ebrios en pleno festín, la emprenden contra los jóvenes lapitas de ambos sexos, atropello que pone en acción al novio, Piritoo, jefe de los lapitas, y a su íntimo amigo, Teseo. En el centro del frontón Apolo dirime la contienda con un ademán escueto, como si su mirada y su aliento bastaran para imponer su voluntad. A su derecha Piritoo acude a librar a la novia, Deidamia, de la acometida salvaje del caudillo de los centauros, y a la izquierda, Teseo intenta rescatar a una joven lapita. Grupos de luchadores ocupan las zonas medias del frontón y en los ángulos se acurrucan mujeres lapitas, como si quisieran ocultarse en los rincones. Mientras el frontón oriental nos muestra un juego de actitudes, gestos y emociones contenidas, el occidental nos presenta el tumulto, el desorden, incluso el grito de dolor del joven lapita mordido por un centauro. La única actitud mesurada es la de Apolo, una creación paradigmática del estilo severo. Las numerosas dificultades a las que se enfrenta el escultor provienen de la naturaleza del material -mármol de Paros-, del abundante número de figuras y del tamaño mayor que el natural de muchas de ellas. El estilo es unitario y conecta con el que por los años 470-460 impera en Atenas, como bien demuestra la afinidad con obras como la estela de Sounion y, sobre todo, la cabeza del Efebo Rubio, tan similar a la de Apolo que obliga a pensar en el mismo ambiente y círculo artístico. Así lo sugieren también otras facetas de la labra, como el tratamiento de los paños, que denota una gran plasticidad. El interés de estos aspectos no debe ensombrecer una cuestión tan esencial como el paso adelante hacia un realismo sin paliativos, pues el estudio anatómico no rehuye la crudeza de las venas hinchadas bajo la epidermis, de los tendones abultados, de las arrugas y carne fláccida de los viejos. Un canon estético difícil de digerir en el siglo pasado, pero que esclarece la evolución vertiginosa del arte de la alta época clásica.
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Seguro es que existe un estilo Partenón distinto al de obras más o menos contemporáneas y que el influjo fidíaco se deja sentir más como reacción natural que como imposición formal. Ese es el influjo que marca el estilo típico de la plenitud clásica caracterizado por un virtuosismo hecho naturalidad y elegancia. A propósito del Zeus de Olimpia hace Pausanias un comentario de inequívoca agudeza estética. Dice conocer las medidas del Zeus, pero que no las da, para no influir en el ánimo de quien no lo ha visto, pues la estatua da la impresión de superar las dimensiones reales. Quienes hayan estado alguna vez delante del Partenón, habrán podido hacerse cargo de las graves dificultades que implica llenar de estatuas los espacios enormes de los frontones, teniendo en cuenta sus dimensiones: casi los 30 m de largo, 3,50 m de altura máxima y casi un metro de profundidad. Para cada frontón hicieron falta más de 20 figuras, algunas de las cuales doblaban prácticamente el tamaño natural. Pese a tamaños tan considerables, las esculturas se colocan muy al borde del frontón y aunque iban bien sujetas por barras metálicas, la disposición no deja de sorprender por la osadía y atrevimiento de que hace gala. Como en todo frontón griego las figuras son conceptualmente un relieve, aunque se labran como esculturas de bulto redondo. Las de los frontones del Partenón han sufrido percances de todo orden, pues cuando las dibujó Carrey en 1674 algunas habían desaparecido. Faltaba nada menos que la sección central del frontón oriental, o sea, el grupo protagonista de la escena del nacimiento de Atenea. La pérdida originó un problema arqueológico de incalculable repercusión, hoy en vías de solución. En los dibujos de Carrey se observa un rasgo muy notable a efectos compositivos y es que las figuras laterales del frontón oriental miran hacia fuera, como si ignoraran el acontecimiento que sucede en el centro. La noticia les llega a través de las figuras intermedias, de manera que se crea una corriente de comunicación inherente al suceso, que la composición expresa. El frontón occidental, en cambio, estaba casi intacto cuando lo vio Carrey, cuyos dibujos reproducen un grupo central muy vivaz -Atenea y Poseidón tras la obtención de los respectivos prodigios por ellos creados- y junto a ambos, grupos de figuras sedentes difíciles de interpretar. Los trabajos escultóricos se prolongaron hasta bien entrados los años 30 y, por tanto, en ellos tenemos las manifestaciones estilísticas más evolucionadas de todo el Partenón. Fueron admiradísimos y se copiaron las figuras aisladas o los grupos, factor a tener en cuenta para comprender la amplia y rápida difusión del estilo Partenón.
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A comienzos del siglo pasado, en 1811, se dio a conocer en Munich la serie de esculturas recuperadas en las excavaciones de la isla de Egina. Eran originales de mármol que el rey Luis I de Baviera adquirió para la Gliptoteca de Munich, si bien previamente las envió a Roma al taller de Thorwaldsen, que se encargó de repararlas y restaurarlas. Aunque el trabajo de Thorwaldsen fue digno del realizado por el maestro egineta, las esculturas perdieron su aura original y así han estado hasta hace unos años, cuando se optó por liberarlas de los añadidos y recomposiciones llevados a cabo por el escultor danés. La ocasión fue aprovechada para montar las esculturas conforme a la antigua composición frontonal, con lo que, en cierto modo, recuperaban su antigua función y sentido. Con buen criterio, los responsables de la Gliptoteca dejaron expuestas al público en las salas dedicadas a las esculturas de Egina, las piezas esculpidas por Thorwaldsen, ya que habían sido parte de su historia. El estudio de conjunto de las esculturas del templo de Aphaia fue publicado en 1906 por un gran arqueólogo, A. Furtwängler, que aportó, además, la experiencia de sus excavaciones en Egina, de ahí que la obra se convirtiera en un clásico para los estudiosos de la escultura griega. La temática de los frontones se refiere a las hazañas de los héroes eginetas en las Guerras de Troya; la primera, aún más mítica y legendaria, se narra en el frontón oriental, y la segunda, inmortalizada por Homero, en el frontón occidental. Ambos frontones responden al mismo esquema compositivo, pero difieren en el estilo. La composición es estrictamente simétrica, presidida por Atenea en el centro, a cuyos lados se sitúan los grupos de combatientes. El problema del estilo merece ser tratado despacio. En las excavaciones de Egina fueron hallados restos de tres frontones; dos de ellos correspondían al período de construcción del templo en la década 500-490, mientras el tercero era posterior, hacia 480. Esta situación, anómala en principio, tiene su explicación, que es la siguiente. Mientras se construía el templo se empezaron a labrar las esculturas para decorar los frontones y cuando al cabo de los años estuvieron acabados, se comprobó que se habían quedado anticuados a causa de la rápida e intensa evolución estilística de este momento. Para paliar la situación se decidió renovar el frontón de la fachada oriental, que era la principal, renovación que consistió en esculpir el frontón de nuevo; para el frontón de la fachada occidental, la trasera, se utilizaron las esculturas que estaban preparadas desde el principio. He aquí la causa de que tengamos un frontón oriental viejo y un frontón occidental de hacia 490 y un segundo frontón oriental de hacia 480. Las esculturas del primer frontón oriental fueron consagradas a la diosa y quedaron como reliquias en el santuario. La comparación de las figuras del frontón occidental con las del segundo frontón oriental demuestra claramente el estilo más evolucionado de éste, en el que se advierten los cambios incipientes del estilo severo, mientras en aquél queda la herencia tardoarcaica. Así se ve en la figura de Atenea del frontón occidental, que viene a ser una kore armada, y en las figuras de guerreros que la acompañan, como el del casco frigio, identificado con Paris, que se agacha para disparar el arco, sin que en su cuerpo se adviertan la tensión ni el esfuerzo; o bien en el guerrero caído, que intenta extraerse una flecha del pecho, mientras se dibuja en su rostro la sonrisa arcaica. Son figuras planas que ejecutan movimientos convencionales y cuyas actitudes no sintonizan con los movimientos ejecutados. Lo mismo se puede decir del tratamiento de los paños, excelente trabajo de cincel, evocador del bruñido del broncista, especialidad de los maestros eginetas, pero sometido a convencionalismos de rigidez, zigzags y falta de naturalidad. De la Atenea del segundo frontón oriental sólo se conserva la cabeza, pero basta ver la estructura y el óvalo del rostro para advertir la evolución. Idéntica conclusión se saca al observar la figura sensacional de Herakles, arquero arrodillado como Paris pero "convertido todo él en un arco tenso" (Blanco), de modo que la forma cerrada expresa la intensidad y la cohesión del movimiento. Por su parte, el guerrero caído y moribundo es de un atrevimiento asombroso, pues apoyado en el borde del escudo gira sobre sí mismo a punto de derrumbarse. La impresión que se tiene ante él es que de un momento a otro va a rodar del frontón, efecto que seguramente acrecentaba la altura. Hay otras, pero éstas son las diferencias estilísticas sustanciales que explican la distancia cronológica entre los dos frontones.
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Como indica Hall, la capacidad de Japón en orden a alcanzar su seguridad internacional y a competir con éxito frente a las potencias imperialistas occidentales no derivó solamente de la intensa reorganización política experimentada desde 1868 y de la habilidad de sus dirigentes en el juego diplomático. Bajo estas realizaciones se encontraban como soporte reformas económicas y sociales de gran alcance, que encaminaban a Japón hacia un óptimo crecimiento económico y facilitaban los medios que le permitían competir en las esferas del comercio internacional y del desarrollo. La formulación del imperialismo japonés, que es ya un hecho real en el período de entreguerras, con Japón como nueva gran potencia mundial, se fundamentó, por tanto, en un conjunto de factores tanto económicos y sociales, como ideológico-políticos e históricos. En los comienzos del siglo XX Japón, transformado por su pleno desarrollo económico-capitalista y político-liberal, era reconocido diplomáticamente como potencia mundial, y en posesión de un imperio colonial propio. Unido a estos hechos, el país rastreó en su identidad histórica los fundamentos ideológicos y sociales de su nuevo imperialismo. En primer lugar, los fundamentos económico-sociales. Desde la guerra ruso-japonesa de 1905 a la Segunda Guerra Mundial se intensificó la transformación de Japón en un gran país industrial, con un alto incremento en todos los sectores y actividades económicas. El comercio exterior registró un nuevo aumento de las importaciones de materias primas y de las exportaciones de productos fabricados; pero la producción agrícola, pese a ciertos progresos técnicos, no se desarrolló al mismo ritmo y el pequeño propietario rural permaneció subordinado a los nobles rurales por lazos semifeudales. Hecho nuevo fue la expansión económica en Asia oriental. Japón se convirtió en exportador de capitales. Aumentaron la deuda pública extranjera y las inversiones japonesas en China. Los grandes "zaibatsu" -o clanes del dinero- se hallaban particularmente interesados en esta expansión, que les abría mercados, les proporcionaba materias primas y aseguraba rápidos beneficios a sus capitales. Mitsui y Mitsubishi controlaban estrechamente los grandes organismos financieros de la expansión colonial japonesa, como la Compañía del Sur de Manchuria, el Banco de Taiwán y la Naigai Wata Kaisha, propietaria de numerosas algodoneras chinas. El sueño de un Dai Nippon -o Gran Japón-, señor de Asia oriental, tenía raíces sociales mucho más amplias y profundas: en el Ejército, en las clases medias urbanas y en el campesinado. Reflejaba a la vez el deseo de una vida mejor y un sentimiento confuso de solidaridad panasiática frente a las potencias coloniales occidentales. Junto a estas bases económicas y sociales, actuaron en la formulación de un definido imperialismo nipón factores políticos e ideológicos que hundían sus raíces en la identidad histórica japonesa. En el Japón de finales de los años veinte, además de una estructura política centrada en el emperador, propia de la Constitución Meiji, operaron el sentimiento religioso tradicional, el militarismo y los conceptos de socialismo de Estado y nacionalismo ultraderechista. Un aparato estatal apoyaba los santuarios del Shinto, base ritual para un retorno a la creencia semi-religiosa en la historia mitológica de Japón. Un cierto número de sociedades secretas y patrióticas facilitaban los cauces para la difusión de ideas ultranacionalistas y japonesistas, y para los nuevos conceptos del socialismo de Estado. Y las Fuerzas Armadas, independientes del control civil, constituían un vehículo perfecto para la consiguiente aplicación de tales conceptos a los asuntos internos y externos. Ninguno de estos elementos habría sido por sí solo decisivo para lanzar a Japón por el camino ya iniciado. Pero todos unidos y combinados con el fracaso del gobierno de partidos en el interior y con el de la cooperación internacional en el exterior, crearon el ambiente favorable y necesario. Cada uno de estos factores actuó a lo largo de un proceso histórico para converger en una acción común con los otros elementos que animaron al nuevo imperialismo japonés. El gobierno Meiji utilizó con fines nacionales la red de santuarios shintoístas existentes en la época de la Restauración. Aunque el Shinto no estaba directamente relacionado con la difusión del sentimiento nacionalista popular, mantenía vivos los elementos del culto al emperador y facilitaba los medios de fortalecimiento de la solidaridad comunal o nacional, a través de la observancia patriótica centralizada en los santuarios. El Shinto dio al patriotismo japonés un especial matiz de misticismo y de introversión cultural. Las asociaciones derechistas eran también un fenómeno común en el Japón posterior a la Restauración Meiji, y en la década de los veinte el grupo de los partidarios del pensamiento ultranacionalista era tan numeroso e influyente como el de los liberales. Las primeras sociedades secretas, como la Sociedad del Océano Negro (Genyosha, 1881) y la Sociedad del Amur o del Dragón Negro (Kokuryukai, 1901), eran movimientos minoritarios que propugnaban la expansión ultramarina de los intereses japoneses. Tras la Primera Guerra Mundial, estas sociedades prestaron mayor atención a los problemas internos, oponiéndose a los pensamientos peligrosos y al radicalismo político. Al mismo tiempo se formaban nuevas sociedades patrióticas de masas, dedicadas a la unión interior y al nacionalismo patriótico: en 1919 se fundó la Sociedad de la Esencia Nacional del Gran Japón (Dai Nippon Kokusuikai), y en 1924, la Sociedad del Fundamento Nacional (Kokuhonsha), una organización destinada a proteger la política nacional de Japón, y cuyos objetivos primordiales eran conservar el carácter nacional único de Japón y la prosecución de su especial misión en Asia. Durante los años veinte, estas sociedades estaban interesadas en preservar a la sociedad japonesa del radicalismo y de la disolución del fervor patriótico. En los años treinta, sin embargo, un nuevo elemento apareció en el pensamiento de los grupos derechistas a medida que los problemas internos se agudizaban: la convicción de que era necesaria una reorganización nacional según las líneas del socialismo de Estado prendió especialmente en los ambientes próximos al Ejército. La introducción de las ideas del socialismo de Estado en el pensamiento del movimiento derechista de mediados de los treinta se atribuye a Kita Ikki (1885-1937). En un trabajo titulado "Un plan general para la reorganización nacional del Japón" (1919), Kita Ikki propugnaba un golpe de Estado para alcanzar los verdaderos objetivos de la Restauración Meiji, y una enérgica política exterior encaminada a liberar Asia de la presencia e influencia occidentales. Un nuevo elemento entre estas sociedades y corrientes de pensamiento fue el programa panasiático. A fines del XIX se creó en Tokio la Sociedad para los Países de Extremo Oriente, que puede considerarse como un foco de imperialismo japonés, y también como un centro de nacionalismo asiático. Las sociedades patrióticas, las ligas secretas y el Ejército exaltaban el papel del Imperio en la organización de la Gran Asia. Un personaje representativo de este estado de espíritu fue el general Araki, ministro de la Guerra en 1934, que en su programa de renovación nacional -o Vía Imperial- colocó en el primer plano de los objetivos japoneses la dirección de Asia continental. Además, en 1912, 1926, 1933 y 1934 se reunieron en Tokio congresos panasiáticos. Pero el grupo que acabó convirtiéndose en el más eficaz vehículo de la difusión del pensamiento nacionalista-imperialista en Japón fue el Ejército, que apoyaba la política expansionista contenida en el Memorial Tanaka. Las Fuerzas Armadas, que siempre fueron un poderoso grupo con intereses políticos, habían ido adoptando una posición cada vez más crítica, de creciente decepción hacia la política de partidos. En especial, asumían esta postura los nuevos grupos de jóvenes oficiales, intolerantes en las negociaciones con el exterior y el gobierno representativo en el interior. Los elementos radicales del Ejército encontraron dos principales campos de actividad: las sociedades secretas de nueva formación y el cuerpo expedicionario Kwangtung en Manchuria, relativamente autónomo. En los últimos años veinte tuvo lugar la difusión de minoritarias sociedades secretas dedicadas a la acción directa, cuyos nombres revelan el carácter nacionalista de sus objetivos: el Partido de la Espada Celeste, la Fraternidad de la Sangre, la Sociedad del Cerezo, organizada en 1930 y radical defensora de la expansión militar en el exterior y de la revolución militar en el interior. La expansión en Manchuria dio paso a la consolidación del militarismo en Japón; los sentimientos e ideas se entremezclaron para desembocar en un objetivo común; el anticomunismo de principio, cultivado por la extrema derecha, escribe Lequiller, acabó por no distinguirse muy bien de la tesis imperialista, que reclamaba la anexión de Manchuria como territorio de colonización y expansión económicas. Estos fueron los principales fundamentos del nacionalismo e imperialismo, elemento preponderante de la política japonesa. A comienzos de los años treinta se instaló un régimen autoritario, y se impuso en el exterior una política agresiva, especialmente en Manchuria. Los partidos liberal-burgueses cedieron ineluctablemente al empuje nacionalista del Estado Mayor militar y de las sociedades secretas patrióticas.
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En 1814, una vez finalizada la Guerra de la Independencia, Goya pinta este lienzo por encargo de la Regencia. El pintor nos presenta la culminación del episodio ocurrido el día anterior, cuando los madrileños se sublevan contra las tropas francesas que ocupaban la capital; ahora vemos cuales son las consecuencias de aquella feroz resistencia. El modo de componer la escena determina las características de los dos grupos protagonistas: por un lado los ejecutados, ofreciendo su cara al espectador y al grupo de los verdugos, rostros vulgares, atemorizados y desesperados, en toda una galería de retratos del miedo que Goya nos ofrece. Cada uno se recoge en una postura diferente, según sea su actitud ante la muerte: está el que se tapa el rostro porque no puede soportarlo o el que abre sus brazos en cruz ofreciendo su pecho a las balas. Este personaje, en concreto, es un elemento terriblemente dramático, puesto que mira directamente a los soldados y su camisa blanca atrae el foco de luz de la lámpara que se sitúa a su lado, como una llamada de atención a la muerte que se acerca. A sus pies, los cuerpos de los ajusticiados anteriormente caen en desorden. Detrás, los otros sentenciados aguardan su turno para ser fusilados. El otro grupo, paralelo al anterior, lo conforman los soldados franceses que van a ejecutar a los patriotas. Los soldados están de espaldas al espectador, que no puede ver sus rostros, puesto que no tienen importancia: son verdugos anónimos, ejecutando una orden, como una auténtica máquina de matar. Todos los personajes se encuentran en un exterior nocturno, indefinido, pero que históricamente se sabe fue la montaña de Príncipe Pío, donde según las crónicas se pasó por las armas a los sublevados de la jornada anterior. La pincelada empleada por el maestro es absolutamente suelta, independiente del dibujo, lo que facilita la creación de una atmósfera tétrica a través de las luces, los colores y los humos. Los rostros gozan de tremenda expresividad, anticipándose Goya al Expresionismo que caracteriza una etapa pictórica del siglo XX.
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EI 22 de abril de 1915, Henri Mordacq, general de la 87 División francesa, creyó que el mayor Villevaleix, del 1° Regimiento de Cazadores de África, se había vuelto loco cuando le oyó decir, por el teléfono de campaña, que sus hombres huían en masa y sin dirección, desabrochándose y tosiendo entre nubes amarillas. La división, formada sobre todo por fuerzas marroquíes, cubría el llamado Arco de Ypres en el frente de Flandes, junto con otra francesa y una canadiense. Enfrente se encontraba el IV Ejército alemán, que tenía distribuidas secretamente a lo largo de sus trincheras 6.000 botellas metálicas con 180.000 kilos de clorina, cloro con aditamentos. Hacia las 16 horas, aprovechando el viento del norte, los zapadores alemanes abrieron las botellas y una nube amarillo-verdosa de la altura de un hombre, 6 kilómetros de ancho y entre 600 y 900 metros de profundidad avanzó hacia las posiciones francesas. El mayor Villevaleix tenía razón: sus soldados huían despavoridos sin rumbo fijo y con los pulmones llenos de cloro. En aquel ataque químico, los franceses sufrieron 15.000 bajas, entre ellas 5.000 muertos y 2.470 prisioneros, de los que 1.800 estaban ilesos. Desde entonces, las que hoy se llaman armas de destrucción masiva han cambiado de nombre a medida que se ampliaba su panoplia. Los gases asfixiantes se llamaron sucesivamente venenosos, de guerra y agresivos químicos. Mucho después, a raíz de la aparición de la bomba atómica, se habló de explosivos nucleares, luego de armamento NBQ (nuclear, químico, biológico) y hoy de armas de destrucción masiva. Aunque el fuego griego y el humo de azufre, atributo clásico de Satanás, ya se emplearon durante la Edad Media, los agresivos químicos son fruto de la Segunda Revolución Industrial: en 1905, la policía de París utilizó granadas rellenas de gases tóxicos contra los "apaches". Fritz Haber, el químico alemán que descubrió la síntesis industrial del amoníaco -por el cual recibió el Nóbel de Química en 1918- era, en 1914, director del Instituto de Investigaciones Kaiser Wilhelm de Berlín y presidía la comisión secreta de química de combate que descubrió la síntesis del nitrógeno y liberó a la industria alemana de armamento de las importaciones de salitres. Bajo la protección de Guillermo II, Haber desarrolló un proyecto de guerra química que fue adoptado por el Estado Mayor en 1915, desarrollándose en secreto los medios para ponerlo en marcha. El éxito de Ypres sorprendió a los mismos alemanes, que se apresuraron a repetirlo, aunque tampoco sus enemigos se quedaron atrás y desarrollaron sus propios gases. En lo sucesivo se martirizaron unos a otros con nubes de cloro y luego de fosgeno, un gas incoloro con olor a heno del que derivaron otros productos diabólicos: difosgeno, bromofosgeno, cianuro de fosgeno y cloropicrina. Desde 1916, ya no se lanzaron nubes de gas, sino granadas de artillería cargadas con fosgeno, bromuro de xileno y arsinas. En 1917, también en el frente de Ypres, los alemanes utilizaron por primera vez la yperita o gas mostaza, un oscuro líquido aceitoso, de débil olor oliáceo, fabricado por la BASF y muy peligroso porque atravesaba la ropa, el calzado y, en forma de gotas, contaminaba el terreno durante largo tiempo. Muy pronto, también lo fabricaron los ingleses y numerosos soldados de ambos bandos comprobaron como la yperita llenaba su piel de ampollas, se infiltraba hasta la sangre y se repartía por todo el organismo, que perdía la mitad de su hemoglobina mientras quedaban afectados el aparato respiratorio y el digestivo, los riñones y el cerebro. Cuando no morían o perdían la vista, quedaban afectados por bronquitis y asma crónico. Muchos gaseados fueron tratados en las mismas trincheras con inyecciones de morfina, sistemáticamente repetidas para que siguieran luchando. Cuando la guerra terminó, había aproximadamente 1.300.000 hombres afectados y, por si fuera poco, muchos de ellos se habían vuelto morfinómanos. En 1918, numerosos gases de la alemana IG-Farben cayeron en manos de los aliados, cuyos arsenales también estaban repletos de venenos que los Gobiernos intentaron vender, como un excedente de guerra. Todos los ejércitos modernos organizaron sus servicios de guerra química, almacenaron miles de máscaras antigás y fabricaron o compraron partidas de agresivos. La yperita fue utilizada por los españoles en la Guerra del Rif, por los italianos en Etiopía, por los ingleses en Mesopotamia y por los japoneses en China. Más adelante, Adolf Hitler, uno los afectados por la yperita durante la Gran Guerra, ordenó utilizar el ácido cianhídrico para asesinar a los judíos. Fritz Haber no pudo verlo; había muerto en 1934 cuando huía de Alemania por ser judío.