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La expansión del poder romano se basó en la fortaleza de sus legiones. Los campamentos de legionarios aseguraban la protección de las provincias de tan vasto territorio, que abarcaba 60 millones de habitantes. El campamento militar, organizado siempre de la misma manera, era un reducto que imitaba la ciudad de Roma, un espacio romano asentado en medios provinciales. Al final de la marcha, las legiones levantaban campamentos siempre con el mismo trazado, aunque el tamaño variaba según albergase una cohorte, una legión o un ejército entero. Si el ejército quedaba estacionado durante mucho tiempo, el campamento se convertía en semipermanente o permanente, siendo levantado con materiales más duraderos. Rodeado por un foso y un muro y de planta rectangular, lo cruzaban dos grandes vías, que daban a su vez a cuatro puertas. Las partes principales eran el praetorium, donde se asentaba el Estado Mayor, el forum, para celebrar las asambleas militares y la sala de los estandartes, aedes signorum. También se situaba el tribunal, donde el gobernador administraba justicia, y el auguratorium, para la consulta augural de la voluntad de los dioses, que era realizada por el propio gobernador sirviéndose de manuales al uso. Las legiones se disponían en hileras paralelas de tiendas, en cuyos extremos se situaba la del centurión. Según los relatos de los autores antiguos, en los campamentos romanos había buhoneros y prostitutas indígenas. También nos hablan de la baja moral de los soldados, que no tenían excesivo interés en volver a Roma para pasar a engrosar las filas de los desheredados de las ciudades. Además, muchos de ellos establecían sólidos vínculos con las poblaciones locales.
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En septiembre del año 134 a.C., Escipión llegaba a las cercanías de Numancia. Sabía que tomar la ciudad por la fuerza era una tarea casi imposible, a tenor de la suerte que otros habían corrido antes de su llegada. Escipión se estableció en Renieblas, donde Nobilior había levantado un campamento durante su campaña contra los numantinos. Fue aquí donde Escipión elaboró su estrategia para aislar a Numancia y acabar así con la ciudad. La primera noche se dio la orden de levantar dos campamentos en torno a la ciudad: uno al norte, Castillejos; y otro al sur, Peña Redonda. En el primero, fue el propio Escipión quien se puso al mando, mientras que en el segundo dio la jefatura a su hermano Máximo. Ambos campamentos fueron el punto de partida al cerco que posteriormente iba a establecerse en torno a Numancia. La primera medida fue establecer un vallado provisional alrededor de la ciudad, empleando para ello los troncos que los soldados romanos habían transportado hasta los campamentos, así como los de los árboles que allí iban a talar. Para levantar el cerco, los legionarios se distribuyeron las tareas de tala y construcción, así como vigilancia, ya que los ataques de los numantinos durante la construcción del cerco fueron constantes. Igualmente, el temor a ataques de poblaciones vecinas y aliadas de Numancia, hizo que se vigilara también la retaguardia. En total, la circunvalación de Numancia era de aproximadamente 10 kilómetros de longitud. Mientras se construían el cerco, las tropas romanas reclutaron soldados en los pueblos cercanos que fueran aliados, aumentando en gran número el total de efectivos del ejército romano. Una vez que el vallado había sido levantado, se establecieron torres de vigilancia cada 50 metros, y se establecieron guardias a través de cuadrantes entre los soldados. Las torres tenían señales, como antorchas o banderas, para avisar en caso de ataque, de tal modo que si se producía uno, rápidamente el ejército entero se ponía en alerta. Además, grupos a caballo y a pie recorrían todo el trazado del muro comprobando brechas y vigilando ante posibles ataques. El único punto de salida del cerco era por el cauce del río. Para evitarlo, se construyó junto a él dos fuertes, uno a cada lado, con guarniciones que evitaran el paso de los numantinos. Además, de los dos primeros campamentos y los fuertes, el cerco se completaba con otros cinco campamentos: La Rasa, Dehesilla, El Alto real, Traveseras, y Valdevorrón. En ellos se alojaban la legión y las tropas auxiliares. Debido a las medidas de Escipión, los ataques celtiberos fueron siendo cada vez menos, así como la llegada de las ayudas a Numancia, provocando con ello la caída de la ciudad.
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Aunque ocupaban el segundo puesto de la pirámide social, los campesinos eran tratados con paternalismo y gran severidad. Conformaban el grupo más numeroso de la población, en torno al 85 por 100 del total y las divisiones internas se basaban en el grado de riqueza. Legalmente no estaban sometidos a servidumbre y el daimyo sólo tenía el derecho de veto en la elección de los cargos locales. Sin embargo, se les exigía vinculación a las tierras, gran laboriosidad y vida frugal; se obligaban a satisfacer al señor aproximadamente el 50 por 100 de las rentas de la producción y a estos elevados gravámenes, pagados en dinero o especie, se unían las corveas en carreteras, diques, tierras señoriales o ciudades-castillo. Sólo un minúsculo grupo, los jinushi, consiguió enriquecerse, dando lugar a una incipiente burguesía rural, que tiende a concentrar las tierras en sus manos. Nadie más que los terratenientes disfrutaban del privilegio de participar en el gobierno, compartir las tierras comunales y aprovechar los derechos de agua, e incluso en ocasiones tenían acceso a una buena educación que les elevaba de categoría ante sus convecinos. En teoría tampoco eran dueños de la tierra, que pertenecía al emperador, sino que gozaban del derecho de cultivo con carácter irrevocable, hereditario y permutable.
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Entre julio y octubre se producía la benefactora inundación del Nilo que permitía el desarrollo de la agricultura en Egipto. Cuando finalizaba se ponían en marcha los instrumentos necesarios para desarrollar una de las economías más prósperas de la Antigüedad. En primer lugar se preparaban las tierras, marcando las lindes de los terrenos para evitar pleitos y establecer la base sobre la que pagar los impuestos. El arado de las tierras era el siguiente paso, utilizando vacas u hombres excepcionalmente. Después venía la siembra: espelta, lino y cebada eran los cultivos más habituales. El tiempo que transcurría hasta la cosecha se ocupaba en el riego de las zonas más alejadas del río, el adecuamiento de los canales, el trabajo colectivo o la lucha contra los pájaros que se comían los pequeños brotes. La cosecha solía ser vigilada por los inspectores de impuestos que valoraban la cantidad que iban a solicitar al campesino, en función de lo cosechado También los escribas del propietario de las tierras e incluso el señor solían estar presentes en el momento más importante de la labor agrícola. El grano cosechado se guardaba en los silos. Además de los cereales, en los huertos se producían todo tipo de productos de regadío como melones, pepinos, alubias, frutas, hortalizas o vides. El vino y la cerveza serán las bebidas favoritas de los egipcios.
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Las "Partidas" de Alfonso X de Castilla definen a los campesinos como los "que labran la tierra e fazen en ella aquellas cosas por las que los omes han de bivir e de mantenerse". No cabe duda de que con esta definición podemos considerar al campesinado como la fuerza fundamental del trabajo en la sociedad medieval. Y es que el campo fue el gran protagonista en la Edad Media europea. Los recursos que aportaba la agricultura y la ganadería eran la base de la economía y la tierra era el centro de las relaciones sociales, dejando al margen la revolución urbana que se vive a partir del siglo XIII. A pesar de ser la fuerza generadora de riqueza en la época los campesinos son presentados como gente ignorante y grosera, comentándose en un dicho popular de aquel tiempo que "el campesino es en todo semejante al buey, sólo que no tiene cuernos". Los campesinos medievales eran los que soportaban el peso fiscal del Estado ya que pagaban los tributos señoriales, los diezmos eclesiásticos y las rentas reales. Formaban parte del escalón más bajo de la sociedad medieval al ser los "laboratores". El trabajo campesino se desarrollaba en pequeñas unidades de producción de carácter familiar, pero las tierras eran propiedad del señor al que el campesino juraba fidelidad, entrando de lleno en la relación vasallática que lleva implícita el feudalismo. El campesino no producía para el mercado sino para su autoconsumo, aunque buena parte de la producción -fuera o no excedentaria- pasaba a manos del señor. La vida campesina era muy dura ya que el nivel tecnológico era muy básico, la productividad muy limitada y el peso fiscal muy determinante. A lo largo de la Edad Media encontramos importantes novedades tecnológicas que aportarán algunos elementos positivos al trabajo de los campesinos. El arado de ruedas y vertedera se incorporó a lo largo del siglo XI en las regiones del norte de los Alpes mientras que la zona mediterránea seguía vinculada al arado romano. Otra novedad será el yugo frontal y los herrajes de los animales, destacando el papel del caballo en numerosas regiones. Los molinos de viento e hidráulicos evitarán muchos esfuerzos a los labriegos al igual que los progresos en el rastrilleo o el trillo o la incorporación de un nuevo tipo de hoz. La rotación trienal será una importante novedad. La tierra se divide en tres zonas que se dedican respectivamente a cultivos de invierno, de primavera y barbecho, lo que aumentará la producción y la hará más diversificada. La cría de ganado también tendrá un importante papel en la vida campesina. A pesar de los progresos, debemos afirmar que la agricultura medieval manifestó siempre signos de precariedad debido a su bajo rendimiento y su estrecha dependencia a las condiciones naturales. En la familia campesina se reunían generalmente tres generaciones que se diversificaban con las ramificaciones laterales de los parientes lejanos, hermanos o hermanas no casados y un largo etcétera. El padre ocupaba el papel protagonista siendo su principal objetivo la protección y la seguridad de los miembros de su clan familiar y de la casa donde habitan. El matrimonio solía estar concertado aunque a medida que avanzó el tiempo la Iglesia lo sacralizó y lo convirtió en un sacramento. Su objetivo prioritario es la procreación por lo que los nacimientos debían de ser numerosos al igual que las defunciones infantiles. La mujer estaba en una situación absoluta inferioridad, teniendo que ocuparse de numerosas tareas. Los hijos estaban valorados como fuerza de trabajo.
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Pese al crecimiento urbano, España era un país altamente ruralizado. Aunque en el conjunto de la monarquía la estructura socioprofesional era variada, por encima de cualquier clase destacaba la presencia de los hombres y las mujeres que trabajaban y vivían directamente de la tierra, es decir, los campesinos. El Catastro de Ensenada para Castilla informa que más de un millón de individuos se dedicaban a las labores del labrantío y el pastoreo como propietarios (700.000) o jornaleros (320.000), lo que representaba más del 30 por ciento de la población activa. Para el conjunto del territorio español, el Censo de Floridablanca señala bajo el epígrafe de labradores y jornaleros algo más de 1,8 millones de personas, mientras que el de Godoy contabiliza 1,6 millones especificando que el porcentaje de propietarios era de un 21 por ciento, el de arrendatarios de un 30 por ciento y el de jornaleros de un 48 por ciento. Sin embargo, el peso de los campesinos era todavía más abrumador y determinante de lo que pueden indicar estas cifras: en las aldeas y ciudades medianas los campesinos eran la fuerza laboral mayoritaria que mantenía con su trabajo a buena parte del conjunto social. Ahora bien, la estructura de clases del campo español no era desde luego uniforme. Los campesinos formaban un abigarrado mundo donde la heterogeneidad era la característica más acusada. Según la disponibilidad de tierras que la estructura de la propiedad de cada lugar posibilitara, dependiendo del tipo de agricultura que el medio físico permitiera, a raíz de la capacidad de capital susceptible de ser invertido y de acuerdo con el contexto global que la historia hubiera deparado, el campesinado poseía distintas peculiaridades en cada una de las regiones de la Monarquía. Pese a esta evidencia, la estructura de las clases agrarias respondía a grandes rasgos a una primera dualidad entre los rentistas y los que trabajaban la tierra. En un lado estaban los señores feudales (laicos o eclesiásticos) que recibían rentas por la titularidad de sus importantes patrimonios rústicos. En el otro lado se ubicaban los campesinos (propietarios, arrendatarios o jornaleros) que tenían que aplicar su propia gestión empresarial y/o su fuerza de trabajo sobre el predio. Asimismo, a pesar de la pluralidad existente en el seno del propio campesinado, se daba también en el mismo una general dicotomía entre los labradores acomodados y los campesinos pobres. Los primeros podían ser propietarios de sus tierras y/o arrendatarios de las de otros. En el caso de los labriegos más prósperos la acumulación de tierras conducía a la contratación de mano de obra asalariada. Eran de hecho la mesocracia rural que tanto aspiraban a conseguir los teóricos y gobernantes reformistas. Es decir, los labradores ricos que se convirtieron en algunos lugares en verdaderos empresarios agrícolas: en Galicia los señores medianeros; en Castilla, Andalucía, Valencia o Mallorca, los labriegos acomodados y los grandes arrendatarios; en Cataluña, los payeses que cultivaban sus masías. Algunas veces utilizaban su propia fuerza de trabajo en las explotaciones que cultivaban; otras aplicaban su dirección a una mano de obra contratada; y en bastantes ocasiones hacían ambas cosas a la vez. Entre los campesinos pobres cabía la posibilidad de que algunos tuvieran modestas parcelas de tierra y que en el mejor de los casos pudieran malvivir con ellas: eran los pelentrines andaluces, los masones catalanes, los roters mallorquines, los subforeros gallegos o los pequeños labriegos castellanos. Pero era todavía más usual que estas categorías precisaran emplearse asalariadamente a tiempo parcial. En este último caso, poco se distinguían de la mayoría de jornaleros que formaban en casi todas partes, aunque con mayor densidad en Andalucía, un cuadro de masas viviendo en la subsistencia. Masas de campesinos que en tiempos de dificultades podían engrosar las filas de los vagabundos que poblaban los arrabales de las grandes ciudades o que surcaban los caminos de España en busca de trabajo y comida. En este somero cuadro queda bien palpable que la mayor parte de los campesinos no podían acumular capitales susceptibles de ser invertidos en el agro o en otros sectores económicos. En Castilla, el 60 por ciento de la tierra de labrantío era propiedad de los privilegiados y la mayor parte del excedente agrícola engrosaba sus economías. El modelo de distribución de la cosecha castellana suponía que el 40 por ciento de la producción bruta se dirigía al pago de derechos que se repartían en su inmensa mayoría entre la nobleza y el clero, clases que posteriormente lo situaban en el mercado. De la parte que restaba en manos de los campesinos, únicamente el 7 por ciento tenía como destino el mercado dado que la subsistencia de la familia y los gastos para mantener las inversiones representaban el 50 por ciento de toda la producción familiar. Así pues, la estructura de clases agrarias ocasionaba poca acumulación de recursos entre los campesinos y en consecuencia escasas oportunidades para la reinversión en el campo y para el aumento del consumo de la clase más numerosa del país, factor este último que en nada favorecía el despegue de la industria española. Así, el exceso de bipolarización social en el campo español resultaba un obstáculo para que el crecimiento agrario pudiera sostenerse adecuadamente. Tan sólo en las zonas donde logró crearse una clase media de campesinos acomodados que cultivaron su tierra sin interrupción en lotes adecuados y comercializaron sus productos, parece que se produjo la oportunidad de generar capitales susceptibles de ser invertidos en el propio agro o en otras aventuras económicas. De este modo, bien puede decirse que las clases privilegiadas, los impuestos estatales y los intermediarios se llevaron buena parte del trabajo de los campesinos. Y la esperanza puesta en que los grandes arrendatarios resultaran un factor dinamizador fue imposible de satisfacer, dada su tácita alianza con los grandes propietarios de los que procedían sus arriendos. Los políticos reformistas conocían bien la situación y la diagnosticaron con acierto, proponiendo como remedio central la mejor distribución de las rentas y la creación de una mesocracia dinámica que dispusiera de libertad para realizar sus negocios agrícolas. Sin embargo, no parece que las medidas tomadas para conseguir la meta deseada fueran las más indicadas. De hecho, las autoridades reformistas confiaron en que la mera extensión de las roturaciones, la promoción de nuevas técnicas o las tímidas desamortizaciones, más pensadas en términos de fiscalidad que de desarrollo de la economía agraria, serían suficiente bagaje. En realidad, lo que parece que preocupó (y a menudo asustó) a los gobiernos reformistas fue la existencia de una masa de jornaleros y/o pequeños campesinos susceptible de convertirse en un foco de inestabilidad social y política, especialmente en épocas de dificultades. Posibilidad que los sucesos del Motín de Esquilache vinieron a reafirmar en 1766. En este contexto debe ser entendida la resolución sobre la libertad de salarios agrícolas adoptada en 1767 para que los organismos municipales, controlados por los poderosos, no fueran los que manipularan la tasa salarial de los jornaleros agravando con ello los grados de injusticia y generando la oportunidad para el alzamiento popular. Así también deben ser entendidas las sucesivas medidas aprobadas a partir de 1766 acerca de la preferencia de los jornaleros en el reparto de los lotes de propios y baldíos. Si bien al principio parecieron tener algún efecto en determinadas zonas, a partir de 1770 fueron los labradores de una o más yuntas los que paulatinamente se hicieron con las parcelas puestas a reparto. Un giro al que las oligarquías locales contribuyeron, dado que corrían el peligro de perder una abundante mano de obra barata, ver descender el precio de los cereales al concurrir nuevas cosechas y contemplar cómo aminoraban los pastos que pertenecían a los baldíos y comunales. Una vez más, la resistencia de los privilegiados impedía no sólo arreglar el problema del agro, sino incluso mejorar la vida de miles de jornaleros. El fracaso de esta medida fue el principio de la paulatina toma de conciencia de muchos braceros andaluces. En definitiva, en España no fueron posible ni la vía prusiana de grandes aristócratas que modernizaban la agricultura, ni la vía francesa con un campesinado potente y estable ni la vía inglesa con una nueva burguesía que venía a sumarse a la emprendedora gentry. La nobleza española no modernizó sus explotaciones, los campesinos medios eran insuficientes y sin rentas adecuadas y la burguesía urbana no pudo internarse con fuerza en un mercado de tierras particularmente escaso y jurídicamente limitado. El mal reparto de la renta agraria fue sin duda una de las razones fundamentales que ocasionó el retraso final de la economía española respecto a las europeas. Y visto lo sucedido, bien puede argumentarse que acabar con esta situación era imprescindible y sólo se podía hacer mediante una ruptura de las relaciones sociales de producción que dominaban el campo español. Tarea que estaba por encima de la visión ideológica de los reformistas ilustrados pero, sobre todo, de sus posibilidades políticas.
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El campesinado constituía la parte mayoritaria de la población de la Corona de Aragón, y la principal clase productora y antagónica de la feudal dominante, pero era un grupo heterogéneo, sometido a grados de explotación y niveles de subyugación muy dispares. Excepcionalmente, en algunas comarcas, como la pirenaica del Pallars Sobirá, los campesinos poseían en alodio no sólo las tierras familiares sino también los bienes comunales (pastos y bosques), no existían los malos usos o servidumbres, funcionaba una jurisdicción campesina sobre los bienes del común y en comunidades de valle y aldea había un notable grado de autonomía política, de modo que la autoridad señorial se limitaba a percibir algunas rentas de la propiedad (censos enfitéuticos), cargas de señorío como las tallas o qüestias, algunos ingresos de la justicia, una participación en las rentas eclesiásticas y algunos ingresos sobre el tránsito de bienes y ganados. En el extremo opuesto, los campesinos de remensa estaban muy subyugados, aunque los grados de explotación dentro de esta categoría también eran diversos. En el conjunto de la Corona había servidumbres personales, en el sentido de derechos, especialmente opresivos, de algunos señores sobre la persona de sus cultivadores o de una parte de ellos, a causa de los cuales la libertad jurídica de éstos resultaba notablemente restringida. Estas servidumbres, jurídicamente muy precisas, que limitaban la libertad de movimiento, matrimonio y sucesión, y la conducta sexual, permiten calificar de siervos al sector restringido del campesinado que era víctima de tal opresión. No obstante, el concepto de siervo puede perfectamente aplicarse también al conjunto del campesinado si por siervo entendemos al productor agrícola que, por la fuerza e independientemente de su voluntad, era obligado a satisfacer determinadas exigencias económicas de un señor, situación en la que se encontraban todos los campesinos: fuera cual fuera su nivel de subyugación y grado de explotación, no había campesino sin señor. Es más, el campesinado podría ser definido también como una clase servil si por tal entendemos una clase alienada, en el sentido de que las personas y/o los bienes de esta clase eran, al menos en parte, secuestrados por la clase señorial; una clase menospreciada y vilipendiada, en el sentido de que la clase señorial los consideraba ignorantes, incultos y salvajes, casi confundibles con las bestias, y una clase maltratada, porque a menudo estaba a merced de los castigos físicos que por alguna razón o sin ella los señores le aplicaban. Subrayar, como hacemos, la naturaleza servil de las relaciones de producción en el campo no debería impedir distinguir los niveles de acción de las clases en conflicto. Los señores ejercían su papel desde la esfera política, de modo que su presión sobre el campesinado ha podido ser calificada de coacción extraeconómica. En cambio, los campesinos, que estaban en posesión de sus propios medios de producción, de las condiciones objetivas de trabajo necesarias para la realización de su actividad y para la creación de sus medios de subsistencia, efectuaban el trabajo agrícola por su cuenta. Era la esfera económica de la producción cuyo ciclo interno los campesinos controlaban. Precisamente esta autonomía relativa de la economía campesina es lo que ayuda a comprender las estrategias y reglas de comportamiento de los campesinos, sus procesos de diferenciación interna, la capacidad organizativa del conjunto y la fuerza de algunos movimientos, como el de los remensas catalanes, que llevaron a cabo una guerra agraria de cien años y obtuvieron al cabo (Sentencia Arbitral de Guadalupe, 1486) la abolición de las servidumbres. Sobre el conjunto de los campesinos de la Corona se imponía la autoridad señorial, aplicada a través del señorío territorial y el señorío jurisdiccional. El señorío territorial partía de los derechos de propiedad eminente del señor sobre las tierras de sus cultivadores, y a él se añadían a veces dependencias personales producto de actos de encomendación. Materialmente se concretaba en el pago de unas rentas por el uso de una propiedad ajena y en unos censos de reconocimiento. El señorío jurisdiccional, tanto si había sido creado por concesión regia, como por un acto de fuerza señorial (usurpación, imposición), equivalía a una privatización de las antiguas prerrogativas públicas de la autoridad, y, en el campo, se ejercía en el marco de las baronías y castillos. Entre las cargas o exacciones de carácter jurisdiccional había, pues, un conjunto de obligaciones de origen público: derechos de alojamiento del señor y sus agentes (alberga o cena), prestaciones de carácter paramilitar (hueste, cabalgada, vigilancia), servicios en trabajo (obras de construcción y reparación de castillos, transportes y mensajería) e ingresos derivados del ejercicio de la justicia. Además de estas cargas, de antiguo origen, la quiebra del viejo sistema de libertades públicas permitió a los señores jurisdiccionales introducir nuevas obligaciones: imposiciones de repartición (tallas), imposiciones fijadas directamente (qüestias), requisas, prestaciones en trabajo en tierras del señor, pagos por el uso forzado de los monopolios señoriales (molinos, herrerías, hornos), etc. En la práctica, señoríos territoriales y jurisdiccionales se entremezclaban en la persona de los señores, y ello explica precisamente su capacidad de coerción y, precisamente, la aplicación a sectores del campesinado de altos niveles de subyugación (servidumbres), sin duda como garantía del mantenimiento de determinados grados de explotación. En Cataluña cabe distinguir entre los campesinos de la Cataluña Vieja que, en general, como culminación de un proceso de violencia señorial (durante los siglos XI y XII) y legitimación jurídica (durante el siglo XIII), pagaban rentas elevadas y estaban sometidos a servidumbre (remensas), y los campesinos de la Cataluña Nueva, que, a causa de las cartas de población y franquicia que se otorgaron para el poblamiento y organización del territorio (durante el siglo XII), pagaban rentas más livianas y no conocían las servidumbres. Los remensas, además de efectuar pagos variables por la tierra (rentas fijas y rentas proporcionales a la cosecha) y por el uso de monopolios señoriales, como el molino y la herrería, y de efectuar determinadas jornadas de trabajo en la reserva señorial, estaban sujetos a malos usos: adscritos al manso y la tierra, no podían abandonarlos sin pagar rescate (redimentia); si morían sin testamento o sin hijos, el señor podía quedarse una buena parte de sus bienes (intestia, eixorquia); si la campesina cometía adulterio, debía entregar una parte de sus bienes al señor (cugucia); el campesino pagaba con parte de sus bienes una indemnización al señor en caso de incendio fortuito del manso (arsia o arsina), y el matrimonio del campesino, en la medida que comportaba la redacción de unos capítulos matrimoniales, con la asignación de garantías sobre el manso para la dote y el esponsalicio, requería la aprobación comprada del señor (ferma d'espoli forçada). Por último, el señor tenia el derecho, reconocido por las Cortes de Cervera de 1202, de maltratar impunemente a sus campesinos (ius maletractandi). Esta situación de subyugación, que por sí misma entrañaba un grado importante de explotación, se completaba en la Cataluña Vieja con la práctica del heredamiento, que obligaba al campesino a dejar los 2/3 o 3/4 de la herencia a un solo descendiente (el hereu). Esta práctica, que resolvía a los campesinos el problema del relevo generacional y simplificaba para los señores la mecánica de la sustracción, consolidó una estructura de explotaciones sólidas ocupadas por campesinos remensas, de modo que no puede decirse que la situación jurídica degradada de los remensas se correspondiera con una situación económica precaria, más bien al contrario. En el reino de Valencia, la situación era muy distinta. En virtud de los pactos de capitulación y del goteo constante, pero débil, de pobladores catalanoaragoneses a las nuevas tierras, una gran parte del agro valenciano siguió trabajado por musulmanes (mudéjares), que a finales del siglo XIII constituían la inmensa mayoría de la población del reino, y que en los siglos XIV y XV todavía debían predominar. El nivel de subyugación y el grado de explotación que padecían debía ser importante, mayor que el de los cultivadores cristianos del reino, que recibieron buenas tierras y pagaban censos enfitéuticos livianos. En la isla de Mallorca, el 43 por ciento de la población vivía en la ciudad y el 57 por ciento restante en el campo, un espacio explotado por campesinos mediante contratos enfitéuticos que les otorgaban gran libertad y les obligaban a pagar censos a los señores que residían en la ciudad. Muy pronto los campesinos mallorquines intervinieron en la política: pudieron organizarse en un sindicato que elegía a los consejeros foráneos del Gran y General Consejo (asamblea consultiva del gobierno de la isla) y que, desde 1315, designaba a diez síndicos para formar parte de la diputación permanente de este organismo, un Consejo Menor de treinta miembros. La isla adoleció de la macrocefalia de su ciudad, del predominio político de los ciudadanos y de una infraexplotación del sector agrario, que causaba carestías y condenaba la isla a depender del comercio exterior para resolver los problemas de aprovisionamiento. Para arreglar la situación, Jaime II de Mallorca, en 1300, impulsó un plan de reordenación agraria (A. Riera), que tuvo efectos positivos, pero no resolvió ni las carestías ni las discriminaciones políticas, que se traducían en desigualdades tributarias. Los foráneos protestaron por ello y, aunque en 1315 consiguieron ampliar su representación en el Gran y General Consejo, siguió el descontento, que culminó en la insurrección foránea de 1450-1453, reprimida por tropas de mercenarios enviados desde Nápoles por Alfonso el Magnánimo. En Aragón el régimen señorial al norte del Ebro fue mucho más duro que al sur (E. Sarasa). En las tierras viejas, el descenso de las rentas ocasionado por la crisis del siglo XIV fue combatido con la estricta sujeción a la gleba, el pleno ejercicio de la jurisdicción civil y criminal que muchos señores poseían en sus señoríos, y que excluía toda posibilidad de apelación a un tribunal superior, y el ejercicio del "ius maletractandi", que el Justicia de Aragón reconocía como derecho señorial (1332). La legislación emanada de las Cortes en el siglo XV insistió en la adscripción campesina (Cortes de Alcañiz y Catalayud, de 1436 y 1461), y las donaciones regias de honores y jurisdicciones precisaban el derecho señorial a atormentar, mutilar e incluso, en algunos casos, condenar a muerte a los vasallos de señorío. Es muy posible, por tanto, que el grado de subyugación de este campesinado aragonés fuera mayor que el de los remensas pero, por causas desconocidas, a diferencia de Cataluña, sus actos de resistencia fueron aislados (Maella, 1439; monasterio de Piedra, 1444) y sin futuro. Así, mientras en Cataluña, a finales de la Edad Media, el régimen señorial se fortalecía moderando sus aristas (abolición de las servidumbres, 1486), en Aragón acentuaba sus rasgos más odiosos de violencia señorial. Al sur del Ebro, en cambio, la situación del campesinado aragonés era distinta. Aquí predominaban los mudéjares que no pagaban diezmo eclesiástico, poseían la tierra en régimen de aparcería, tenían libertad de movimiento y estaban bajo la directa protección de la autoridad real.
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El cuadrante Noreste de la Península recibió el influjo cultural de los Campos de Urnas centroeuropeos, que aproximadamente a partir del año 1100 a. C., incluso antes, comenzaron a llegar a través de los Pirineos e introdujeron una serie de innovaciones culturales y lingüísticas importantes, quizás sobrevaloradas en algunos momentos de la investigación. Durante años, fue objeto de estudio y de polémica la manera en que pudieron entrar las nuevas formas culturales y si fueron introducidas por contingentes humanos numerosos, hablándose de invasiones indoeuropeas para describir las supuestas y sucesivas entradas de grupos procedentes del sur de Alemania que habían traído los nuevos ritos funerarios, nuevos modelos de hábitat y nuevos objetos materiales. Hoy día no puede negarse la presencia de estos influjos pero, aunque se trata de un tema aún no cerrado, se acepta una llegada paulatina, seguramente siguiendo el modelo de onda de avance ya analizado en capítulos anteriores, sin ningún matiz de invasión guerrera, que continuaría una evolución local, a partir de la absorción o simbiosis con las poblaciones indígenas preexistentes. Rovira ha sugerido una primera llegada de elementos de Campos de Urnas por vía marítima hasta las costas de Tarragona, donde se localizan las necrópolis de incineración más antiguas, en vez de la tradicional vía terrestre de los Pirineos Orientales. Cataluña fue la primera región peninsular en la que se detectaron estas influencias, primero en forma de cerámicas encontradas en cuevas (Janet o Marcó en la provincia de Tarragona) y a continuación por la presencia de las primeras necrópolis de incineración, verdadera novedad en el ritual funerario peninsular. Las necrópolis de la zona costera, que podemos ejemplificar en la de Can Missert (Tarrasa), muestran las típicas incineraciones en urnas cerámicas de forma bicónica enterradas en el suelo sin protección especial, mientras que los cementerios descubiertos en el valle del Segre ofrecen incineraciones en urnas cerámicas protegidas por una pequeña estructura tumular (ejemplos de Llardecans o Pedrós, en Lérida); esta variación en las sepulturas hizo pensar a algunos autores en la penetración por los Pirineos de variadas tradiciones culturales europeas, mientras que otros investigadores creen ver en estas estructuras de piedra una revitalización de las viejas costumbres megalíticas plasmadas ahora en forma tumular y asociadas al nuevo rito de la incineración. En las formas de hábitat también se pueden detectar innovaciones, pues surgen poblados de nueva planta asentados en lugares elevados, con viviendas rectangulares dispuestas alrededor del perímetro del cerro y que en algunos casos, como el yacimiento de Carretelá en Lérida, han proporcionado fechas de C-14 del 1090 y 1070 a. C. La difusión de las características culturales de los Campos de Urnas se produjo con relativa rapidez, bien por la vía del Segre-Cinca, bien remontado el valle del Ebro desde Tarragona o a la llanura de Lérida desde la costa, y pronto pueden detectarse en el Bajo Aragón, a finales del siglo X a. C. Los cambios se perciben, sobre todo, en las formas de poblamiento, pues en esas fechas se empiezan a ocupar los cerros de mediana altura, situados en los valles de los ríos por su claro valor estratégico, tanto defensivo como económico, siguiendo el modelo denominado de calle central con las viviendas de planta rectangular adosadas y dispuestas a lo largo del perímetro del cerro, dejando libre un espacio central común. Fechas todavía más antiguas las ha proporcionado el poblado de Palermo (Caspe) cuyo nivel inferior está datado por el C-14 en 1100 a. C., con cerámicas típicas de los Campos de Urnas Antiguos, pero es a partir del siglo X y IX cuando se percibe una mayor densidad de hábitats, reflejo de un claro aumento de la población, que encontró en el valle del río una zona fértil donde asentarse. Otros poblados importantes de la misma región caspolina son los de el Cabezo de Monleón, con más de cincuenta viviendas dispuestas según el modelo típico, el de Záforas, La Loma de los Brunos, etcétera. Las necrópolis están peor documentadas que en Cataluña pero también se conocen bastantes ejemplos y todas ellas son de incineración en urnas cerámicas, protegidas por una pequeña estructura tumular. Unicamente la necrópolis de Els Castellets de Mequinenza parece ofrecer nuevos datos, puesto que en uno de sus túmulos, fechados entre el siglo X y IX a. C., ha aparecido un enterramiento de inhumación que ha sido considerado muy significativo porque indica la coexistencia de los dos rituales; por un lado, el ancestral de la Península entroncado con la tradición megalítica y, por otro, el novedoso de la incineración cuya coincidencia demostraría el proceso de adaptación por parte de la población indígena de las nuevas formas culturales, en este caso el ritual funerario y las formas de las vasijas cerámicas que acompañaban los enterramientos. Remontando el valle del río sigue existiendo un abundante poblamiento documentado hasta la llanada alavesa, aunque el yacimiento más significativo de esta zona es el de Cortes de Navarra, excavado en los años 50 por Maluquer y en el que todavía hoy continúan las investigaciones, habiendo proporcionado una estratigrafía que documenta muy bien el tránsito del Bronce Final a la Primera Edad del Hierro. Está situado en la terraza del Ebro y se pudo documentar tanto su disposición urbana, del tipo calle central, como su actividad económica, ya que se encontraron restos vegetales en muchas de las despensas de las casas; se conservaba trigo, cebada y mijo, lo que hace suponer que el sistema empleado era el de la rotación de cultivos y también se practicaba la ganadería con los ovicápridos en primer término, lo que seguramente supone un aprovechamiento lanar, seguidos de los bóvidos y del cerdo.
contexto
En 1776, hace 225 años, el matemático, ingeniero y artillero ilustrado, Jean-Baptiste Vaquette de Gribeauval logró que se aprobara su reforma de la artillería francesa, quizás el momento histórico más importante de esta arma, que sería decisiva en las campañas de los ejércitos de la Revolución y de Napoleón Bonaparte. No por ser un viejo tópico deja de ser cierto que, de entre las Armas combatientes, las de Artillería e Ingenieros han contado casi siempre con los oficiales más inquietos y preparados intelectualmente, debido, sobre todo, a las exigencias que las leyes de la balística y la física imponían a la formación de un buen oficial de dichas armas. Aunque no sea necesariamente verdad que el cerebro que dirigía las unidades de caballería fuera el de los nobles brutos (especialmente, quizá, en las británicas de la primera mitad del s. XIX), lo cierto es que normalmente en las Armas técnicas es donde ya desde el siglo XVI encontramos personajes que destacan por su capacidad de razonamiento sistemático. Quizá el ejemplo que primero viene a la mente sea el de Vauban, el genio de las fortificaciones, pero hay otros muchos. Desde que a principios del siglo XVI la artillería de campaña ocupara un lugar importante en los ejércitos, tres problemas seguían vigentes. En primer lugar, la falta de estandarización de calibres, tubos y montajes había creado una selva inextricable de piezas con diferentes denominaciones, capacidades y municiones, que suponían una pesadilla logística. Buena prueba de todo ello son, por ejemplo, los 26 tipos de piezas citados en el tratado de Tartaglia de 1538. Las diferentes Ordenanzas que a lo largo de los siglos XVI a XVIII fueron publicando las diferentes potencias algo hicieron para aliviar este primer desorden, pero casi nada pudieron para remediar los otros dos. En efecto, el segundo problema era el tosco diseño de montajes, avantrenes y cureñas, armatostes macizos para aguantar las a menudo masivas piezas de campo, que podían superar las cuatro toneladas. Estos pesos y diseños hacían que la movilidad táctica y operacional de la artillería de campaña (por no hablar de la estratégica) fuera por lo general muy baja. En tercer lugar, los tiros de las piezas y los carros de munición estuvieron hasta alrededor de 1800 a cargo de civiles contratados, que naturalmente eran por lo general poco proclives a arriesgar sus vidas y las de sus bestias de tiro (équidos o bueyes), dejando a menudo abandonadas las piezas en el campo a la primera dificultad seria. En este contexto, el esfuerzo racionalizador de Jean Baptiste Vaquette de Gribeauval (1715-1789) es el ejemplo más conocido de cómo muchas mentes ilustradas de varios países europeos aplicaron sus ingenios a la labor de perfeccionar y hacer más mortíferos los efectos de las piezas de artillería. Este esfuerzo se inserta en todo el proceso cultural de la Ilustración. Napoleón, él mismo artillero, haría un uso terrible de estos avances. Oficial de artillería desde 1735, Gribeauval tuvo amplia experiencia práctica de la guerra. En 1762 comenzó, desde su cargo de inspector general de la Artillería en Francia, una ambiciosa serie de reformas destinadas a resolver los problemas citados. Aunque sufrió la oposición de otras escuelas, acabó imponiendo su parecer en 1776. Las luchas, técnicas y cortesanas, entre los rojos (la facción reaccionaria de Valliére el Joven) y los azules de Gribeauval son una historia en sí misma que ha sido bien contada recientemente por Ken Alder. En primer lugar, Gribeauval dividió la Artillería francesa en cuatro categorías: de costa, de plaza, de asedio y de campaña. Su mayor aportación se centró en esta última, a través de una serie de medidas racionalizadoras que abarcan la estandarización de todo el conjunto del Arma, desde las cargas de munición hasta las herramientas para reparaciones. Redujo el número de cañones de campaña a sólo tres tipos: de 4, 8 y 12 libras (en esta época, los cañones se agrupaban no por su calibre, sino de acuerdo al peso de los proyectiles esféricos que disparaban). Los obuses, de tubo más corto, pensado para un tiro curvo, fueron también simplificados en dos modelos: 6 y 8 libras. En tercer lugar, Gribeauval redujo la longitud de las ánimas y el grosor de los tubos, ahorrando hasta la mitad de peso; aprovechó para ello las nuevas técnicas que permitían fundir los cañones como un bloque macizo en el que luego se vaciaba el ánima mediante una perforadora rotatoria (la máquina de Jean Maritz), frente al fundido en hueco anterior. Aunque en teoría esta medida reducía la carga de pólvora que podía emplearse, y por tanto el alcance efectivo, Gribeauval consiguió en la práctica aumentarlo mediante el empleo de balas perfectamente esféricas, mejor acabadas y calibradas (antes había holguras de hasta un centímetro que reducían la eficacia de los gases propelentes). Asimismo, impuso el empleo de cargas de pólvora prefabricadas en cartuchos. Y sustituyó el sistema de cuñas por alzas de tornillo elevador en las cureñas, para apuntar con más precisión. Además, las cureñas se mejoraron, con gualderas (piezas laterales verticales) sustancialmente aligeradas. Aún así, el cañón de campaña francés de 12 libras pesaba, completo, unas dos toneladas. Las ruedas aumentaron, pues, su diámetro para un mejor comportamiento en terreno irregular y avantrenes se simplificaron y aligeraron. Gribeauval rediseñó, además, todos los vehículos indispensables en campaña (cureñas, avantrenes, armones, forjas de campaña, etc.) de acuerdo a un modelo básico, con sólo dos tamaños de ruedas intercambiables para todos y un rígido principio de intercambiabilidad de partes. El interior de los armones estaba compartimentado para los diferentes tipos de munición, junto con mechas, picos y palas, palancas, ruedas de repuesto, etcétera. Por fin, se alteraron también los tiros de caballos con nuevos sistemas de arneses que aumentaban el rendimiento incluso con menor número de animales por pieza, normalmente 6 caballos para una de a 8 libras. Otros detalles menores agilizaban el servicio de los cañones, como el pequeño cofre instalado en la propia cureña, en el que cabían entre 9 y 18 cartuchos de bala para empleo inmediato. Así, en caso necesario, la pieza podía disparar sus primeras balas sin depender del armón de municiones. En resumen, si tres palabras resumen la eficacia del sistema Gribeauval, éstas son simplificación, integración y estandarización de todos los componentes de la batería y no sólo de las piezas. Como acertadamente escribió C. Duffy, los sistemas de artillería fueron una expresión característica de la Era de la Razón. Aunque Gribeauval es sin duda el más famoso de los artilleros del siglo XVIII, su trabajo es heredero de otros anteriores, como los del general Valliére, quien en 1732 había impulsado en Francia una reforma (a su vez, basada en la Ordenanza de 1715 de Felipe V de España) que prescribía piezas -muy pesadas- de 4 a 24 libras, y que no tocaba las cureñas, avantrenes y armones. Con todo, las influencias iban y venían, de modo que en 1783 España adoptó a su vez una nueva Ordenanza claramente influida por la de Gribeauval. Por otro lado, en Gran Bretaña se introdujo en 1792 un tipo de cureña mucho más sencillo, que empleaba un sólo y práctico mástil central macizo; dicho sistema sustituiría en España al Gribeauval en 1830. Por lo que se refiere al Tren de Artillería, sólo entre 1794 (Gran Bretaña) y 1800 (Francia) apareció un servicio militarizado, que en España no se introdujo hasta abril de 1813, ya hacia el final de la guerra contra Napoleón. De hecho, la dependencia de civiles contratados había sido la principal plaga de un Arma que durante la guerra había sido sin duda, y en conjunto, la más eficaz.
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En los aledaños del milenario del nacimiento de Cristo, cualquier europeo iniciado en los arcanos de la alta política consideraba como tierras del Imperio aquellas situadas al Este de los valles del Escalda, Ródano y Saona. Al Occidente quedaba un territorio sobre el que los titulares de la novel dinastía Capeto ejercían como "suzeranos" eminentes. En realidad, la autoridad efectiva de Hugo Capeto -elevado al poder por sus iguales en el 987- era extraordinariamente reducida. En su activo estaban algunas villas herencia del viejo prestigio carolingio (Attigny, Compiegne...), un palacio en París y localidades de algún relieve como Orleans, Dreux, Etampes o Senlis. En cualquier caso, el dominio real se extendía por una limitada área entre las cuencas del Sena y el Loira. Incluso dentro de este territorio, los Capeto habían de compartir autoridad con los pequeños señores abroquelados en sus castillos convertidos en centros de frecuentes depredaciones. La dinastía contaba, con todo, con algunas ventajas. A. Chedeville ha destacado cómo la Francia de fines del X estaba ya al abrigo de las invasiones e iniciaba una recuperación demográfica y una ampliación del espacio cultivado. Las ciudades se encaminaban a un lento renacer y trataban de insertarse en los entresijos de un sistema feudal que ideológicamente les era hostil. La caballería era la clase dominante pero iba evolucionando... La monarquía Capeto supo explotar a fondo el indudable prestigio que daba la posesión de la Corona. Al asociar Hugo Capeto a su hijo al trono fijaba un modelo que permitiría estabilizar el sistema monárquico. Para legitimar su situación, los Capeto mantuvieron la ceremonia de consagración real en Reims mediante la incorporación de un santo crisma que la tradición decía había venido del mismo Dios en el momento de la conversión de Clodoveo. Unción y poderes taumatúrgicos otorgaban a los monarcas franceses un poder sobrenatural a los ojos de sus súbditos. Con todo, por muy importantes que fuesen estas leyendas, no bastaban a los monarcas franceses para hacerse respetar de forma incondicional. Se requerían también otros medios para que su autoridad fuera obedecida en ese mosaico de Estados feudales que era Francia a la sazón. Los cuatro primeros Capeto no dieron excesivo prestigio político a la dinastía. Cuando el segundo -Roberto el Piadoso- murió en 1031, Borgoña, penosamente disputada, fue a parar a su hijo menor llamado igual que el padre. El mayor, Enrique, heredó el trono. Discutió con el emperador la suerte de Lorena y no fue muy afortunado en sus enfrentamientos con los feudatarios franceses. Uno de ellos, Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, le infligiría una humillante derrota en Mortemer (1O54). De su unión con la princesa rusa Ana de Kiev, nacería el cuarto Capeto: Felipe I. Su reinado (1060-1108) se inició con la regencia de su tío Balduino de Flandes. Su mayoría de edad estuvo marcada por fracasos de todo signo: permaneció indiferente ante la conquista de Inglaterra por los normandos, cosechó varios fracasos matrimoniales que le hicieron objeto de excomunión en 1O94; y se vio privado, por esta razón, de poder acudir a la Primera Cruzada. Sólo después de su muerte la realeza francesa podrá erigirse en un poder verdaderamente respetado por la feudalidad del país. Luis VI (1078-1137) fue protagonista destacado de este proceso. Sus intervenciones políticas no carecieron de audacia: intento de arrebatar Normandía a Enrique I de Inglaterra que se saldó con una derrota militar en Brenneville (1119) o movilización de la opinión francesa contra las pretensiones alemanas en las marcas lorenesas. Los mayores éxitos, sin embargo, los obtuvo Luis VI en sus operaciones contra los señores (barones saqueadores) de l'Ile-de-France, núcleo fundamental del dominio real. Eran las familias de los Puiset, Marles, Montfort, Montmorency, etc. En sucesivas campañas de castigo el monarca fue sometiéndoles a su autoridad. El más peligroso de todos los barones, Tomás de Marle, que aterrorizaba los campos desde su castillo de Coucy fue reducido a la obediencia... En tales operaciones, Luis VI contó con el apoyo de las comunas, cuya institución favoreció y, sobre todo, con el inestimable concurso de la Iglesia. Su principal consejero (y biógrafo) el abad Suger de Saint Denis se mantuvo en la mejor tradición de los eclesiásticos franceses al servicio del Estado. Tres lugares empezaron a ser respetados en Francia: Saint Denis, una de las más prestigiosas abadías; Reims, ciudad de la consagración de los monarcas; y París, que daba pasos decisivos como residencia permanente de éstos. Luis VI fue el primer Capeto que intentó algunas intervenciones en el Mediodía de Francia realizando dos expediciones a Auvernia. El matrimonio de su hijo y heredero Luis (VII) con Leonor, heredera del ducado de Aquitania en 1137, fue el signo de cómo el interés de la realeza francesa por regiones hasta entonces ignoradas se había acrecentado. Sin embargo, los ulteriores avatares familiares y políticos harían de este acontecimiento uno de los factores de desestabilización en las relaciones anglo-francesas.