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Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia fue el de la reina viuda. (18) Cuando moría el rey, ellas morían como reinas. La viudedad era un tiempo penoso, por ello, sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en la que pasaban de ser el centro de todo a quedar marginadas y olvidadas. Las reinas viudas debían consagrarse a honrar la memoria de su difunto esposo y dedicarse a hacer todo el bien posible. Ejemplos de esta viudedad fueron Juana la Loca, Mariana de Austria, aunque ésta, como se ha visto, pasó a ejercer la regencia, y Mariana de Neoburgo. Esta última, a la muerte de Carlos II en 1700, tuvo que atravesar una difícil viudedad de 40 años, pues no tuvo hijos y no logró mantener la herencia dentro de la dinastía Habsburgo. Además, al oponerse a Felipe V, tuvo que retirarse a Toledo y acabó exiliada en Bayona durante años. Sólo pudo regresar a España en 1738, poco antes de morir en 1740. Gráfico Otro caso patético fue el de Luisa Isabel de Orleáns, esposa de Luis I, que tras quedar viuda en 1724, después de ocho meses de matrimonio, vivió retirada en Madrid. En 1725, al fracasar el proyecto de boda de Luis XV con la infanta española María Ana Victoria, Luisa Isabel de Orleáns fue devuelta a Francia, donde vivió sola, enferma y empobrecida hasta su muerte en 1742. Un caso singular fue el de Isabel de Farnesio, quien viuda de Felipe V en 1746 pudo mantenerse durante un tiempo en la corte de Bárbara de Braganza y Fernando VI, hijo de María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V. Las relaciones se fueron haciendo más tensas debido a las intromisiones de la reina viuda y fue obligada, por ello, a trasladarse al palacio de La Granja donde permaneció con una pequeña corte de fieles seguidores durante todo el reinado. Si las reinas propietarias fueron castellanas, es decir, nacidas una en Madrigal de las Altas Torres y otra en Toledo, no ocurrió lo mismo con las reinas consortes. Todas ellas fueron extranjeras, pues la realeza sólo podía enlazar con otra familia real. Aunque la última esposa de Felipe II había nacido en Cigales (Valladolid) había sido trasladada después a Austria y Bohemia y para el enlace tuvo que viajar a España desde centroeuropa. Unas procedían de Portugal, varias del Imperio, algunas de Francia y sólo una de Inglaterra, y en el siglo XVIII también de Italia. A cambio, España dio varias soberanas al Imperio y también a Francia.
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Aunque desde 1480 se tuvo el propósito de permitir la libre entrada de libros extranjeros sin exigir a sus importadores ningún tipo de impuesto, la primera disposición legal sobre el libro español se dictó en el verano de 1502, trece años antes de que el papa León X estableciese la censura en toda la cristiandad. Se trata de una pragmática dada por los Reyes Católicos para regular la impresión y venta de libros en el reino, mediante la obtención del permiso previo que habría de concederse desde la Chancillería de Valladolid o la de Granada, licencia que también quedaba reservada a los prelados de Toledo, Sevilla, Granada, Burgos y Salamanca, apuntándose ya la necesidad de que todos los libros fuesen revisados por letrados de conciencia. El descubrimiento de la imprenta, unos años antes de 1450, y su introducción en España en las décadas siguientes a 1470, vino a impulsar las corrientes humanísticas y renacentistas de las que fueron aprendices y protectores los Reyes Católicos. Además de una relación de 20 libros que la reina entregó a su nuera Margarita de Austria en 1499, al menos se conservan en el Archivo General de Simancas dos inventarios de libros que fueron propiedad de la reina Isabel la Católica; el primero consta de 52 ejemplares que se entregaron a Sancho de Paredes, a quien se pide cuentas sobre el estado de su conservación en 1501, y que debieron ser libros que sirvieron para la educación de los hijos de los Reyes, entre los que destacan los libros de materias religiosas que servían al ideal educativo de la época. Los inventarios de los libros propiedad de Juana la Loca, por ejemplo, registran la existencia de 11 breviarios, 15 misales y medio centenar de Libros de Horas, que eran textos ilustrados donde se recogían oraciones extraídas del Breviario al uso, vidas abreviadas de Cristo, un pequeño santoral y su calendario correspondiente. El segundo inventario que se conserva de los libros propiedad de Isabel la Católica, relaciona 201 obras de literatura, religión, historia, filosofía, etc., que la reina confió a Gaspar de Gricio, y que se custodiaron en la catedral de Granada hasta que Felipe II ordenó trasladarlos a la Biblioteca de El Escorial en 1591, pese a las protestas del cabildo granadino. Tanto la reina como el rey habían entrado en relación con las grandes corrientes renacentistas; Fernando había aprendido latín de Francesc Vidal de Noia, traductor de Salustio; e Isabel lo había hecho con Beatriz Galindo. Ambos confiaron la educación de sus hijos a humanistas como Alessandro y Antonio Geraldini, y la cultura que adquirieron fue elogiada por los principales hombres de letras del Renacimiento. Sin embargo, la protección dispensada por los Reyes Católicos a los humanistas, su decidida aportación al establecimiento de estudios en Alcalá y la vinculación de los letrados al trabajo político no son un fenómeno nuevo; baste citar un comportamiento semejante y precedente en las cortes de Juan II de Castilla y de Alfonso V de Aragón, en Nápoles. Si la propia reina Isabel recibió un Libro de Horas de Juana Enríquez, madre de su marido Fernando el Católico, y si su hijo el príncipe don Juan recibió la dedicatoria que de la traducción de Virgilio hizo Juan del Enzina, se significan unas relaciones internas y exteriores que ayudan a comprender el mecenazgo de los reyes y el elevado desarrollo de un humanismo catalán y castellano cuyos precedentes inmediatos han de buscarse en la actividad de Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica, que era capaz de versificar en latín por la educación recibida de su preceptor Pablo de Santa María, arzobispo de Burgos, y que impulsó con su mecenazgo tanto la traducción de obras clásicas del griego y del latín, como la formación de un movimiento literario entre cuyos representantes destacan el marqués de Santillana y Juan de Mena. Si la corte castellana en la que se crió la reina Isabel se caracteriza por la protección a la cultura de su tiempo, algo semejante ocurre en la corte aragonesa; Alfonso V de Aragón, rey de Nápoles, supo rodearse de los más importantes humanistas italianos y transmitir a los países de la Corona de Aragón las principales traducciones helenistas y latinas y la difusión de la obra poética de Dante, Petrarca y Boccaccio, consiguiendo una de las más importantes bibliotecas de su época. Uno de sus cronistas, Antonio el Panormita, definía así al rey Alfonso: "Traya por devisa un libro abierto, diziendo que no avía cosa en los reyes más necessaria que el conocimiento de las buenas artes: el qual no se podía aver sino mirando y rebolviendo los libros (...)". Con este telón de fondo y este ambiente se desarrolla la primera etapa de formación de los Reyes Católicos. Pero, además de las vinculaciones culturales, existieron otras de carácter familiar que asemejan el primer camino de la reina y del rey. Isabel, hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, con la que había contraído segundas nupcias en el verano de 1447, nació en Madrigal el jueves santo 22 de abril de 1451. La casi inmediata muerte de su padre, ocurrida en 1454, no abría expectativas especiales a la futura reina, dada la existencia de su hermanastro Enrique, hijo del anterior matrimonio de Juan II, y de Alfonso, hermano menor de Isabel, nacido el 17 de diciembre de 1453. Fernando también procedía de un segundo matrimonio. Hijo de Juan II de Aragón, que había contraído primeras nupcias con Blanca de Navarra, que le había dado tres hijos, Carlos de Viana, Blanca y Leonor, y de Juana Enríquez, nació en Sos en 1452, y fue el mayor de sus hermanas Leonor y María, que murieron siendo niñas, y de Juana, que en 1476 casaría con el rey de Nápoles Fernando I. Este paralelismo de las respectivas genealogías familiares se hace más complejo si se tiene en cuenta que Enrique IV, hermanastro de Isabel, contrae matrimonio en 1440 con Blanca de Navarra, hermanastra de Fernando. Este matrimonio, a petición de Enrique IV, fue anulado por el obispo de Segovia en 1453, alegándose por ambos cónyuges no haber hecho uso del matrimonio, certificándose por examinadores y testigos tanto la correcta virilidad del todavía príncipe heredero de Castilla, como la probada virginidad de su mujer. La constatación de la virilidad se aceptó por el testimonio de algunas mujeres segovianas que aseguraron haber tenido relaciones sexuales con el príncipe, y el certificado de virginidad fue aceptado de un par de expertas examinadoras casadas. La sentencia episcopal de nulidad del matrimonio reconoció la virilidad del príncipe en sus relaciones extraconyugales y la impotencia en sus relaciones legítimas, pese a "las devotas oraciones a Nuestro Señor" y a la aplicación de otros "remedios". Si la muerte de Juan II en 1454 convirtió a Enrique en rey de Castilla, su ex-mujer Blanca de Navarra no pudo ser reina de Navarra a la muerte de su hermano Carlos de Viana, ocurrida en septiembre de 1461. La muerte de Carlos convertía a Fernando el Católico en heredero de la Corona de Aragón, y si no hubiera sido por la influencia francesa y por la decisión testamentaria del rey navarro Carlos III, que hacía recaer en las hermanas del de Viana, Blanca y Leonor, la herencia del trono, Fernando el Católico hubiese hecho valer otros argumentos en su actividad diplomática con Navarra y con Francia. A pesar de que la sentencia de nulidad establecía la posibilidad de que tanto Enrique como Blanca pudiesen contraer nuevos matrimonios, en el caso de la princesa navarra se impidió por la actuación de su padre, que hizo recaer la herencia en su hija doña Leonor. Mientras, Enrique IV pactaba un nuevo matrimonio con Portugal en fechas anteriores a su separación, y lo hacía con doña Juana de Portugal en la primavera de 1455. Si la cuestión de la impotencia había sido un elemento propagandístico, la nueva boda del rey, al menos al principio, no planteó ninguna duda de su validez canónica; sin embargo, esta cuestión junto con el nacimiento de doña Juana en febrero de 1462 se convirtieron en motivos centrales de un conflicto sucesorio cuyas propagandas han dado lugar a trabajos historiográficos de distinto signo. Sobre la reina doña Juana de Portugal se han tejido perfiles biográficos e hipótesis de interpretación que empequeñecen la tormentosa trayectoria familiar y los comportamientos de su marido; desde su actividad cortesana al padecimiento del aborto diferido de un varón de aproximadamente seis meses, sin duda un parto prematuro, pasando por la atribución de dos hijos ilegítimos habidos de las relaciones extraconyugales mantenidas con Pedro de Castilla, el nacimiento de doña Juana fue atribuido a otro episodio extraconyugal de la reina con don Beltrán de la Cueva. Con estos supuestos de las escabrosas conductas de Enrique IV y de Juana de Portugal, el tejido propagandístico ha de completarse con la siembra de la duda acerca de la legitimidad de su hija Juana, a quien se apodará interesadamente la Beltraneja. De otra parte, el matrimonio de los Reyes Católicos, celebrado en Valladolid el 19 de octubre de 1469, también plantea problemas sobre su legitimidad. Isabel y Fernando tenían impedimento de consanguinidad de tercer grado por ser primos segundos; ambos dispusieron de las necesarias dispensas pontificias para contraer matrimonio, que en el caso de Isabel fueron concedidas para que Enrique IV pudiese concertar su boda con los distintos candidatos que imaginó. La oposición del papa Paulo II a conceder dispensa para el matrimonio de Isabel y Fernando se resolvió mediante la falsificación de una bula atribuida al papa Pío II, fechada en 1469, y que sirvió para legitimar canónicamente la boda hasta casi finales de 1471, año en el que el papa Sixto IV extendió una bula por la que se resolvía legalmente el problema de haber contraído matrimonio contra la ley canónica. La muerte de Enrique IV, el 12 de diciembre de 1474, sin haber dictado testamento, y la apresurada boda de doña Juana, ya viuda del duque de Guyena, hermano del rey de Francia Luis XI, con su tío Alfonso V de Portugal a finales de mayo de 1475, cuando doña Juana contaba 13 años de edad, son el punto final de una tensión que desembocará en una guerra por la sucesión en el trono. La dispensa pontificia de esta boda también es obra del papa Sixto IV, quien primero la otorgó por bula fechada en febrero de 1476, y luego anuló el matrimonio en 1478. Es fácil interpretar que en 1476 no estaba decidida la suerte de la guerra, y que prácticamente a finales de 1478 Portugal hacía intentos cada vez más acuciantes de lograr la paz, y que la ambigüedad del comportamiento pontificio hubo de ser sustituida por la adopción de una posición claramente favorable a los intereses de Isabel la Católica. Pero la guerra había destapado todos los argumentos imaginables para justificar a cada bando; de un lado, la nobleza y las ciudades partidarias de doña Juana hicieron que todas las propagandas se orientaran a demostrar las coacciones sufridas por el rey Enrique IV, a declarar inválidos todos los pactos (Guisando, Segovia), a reafirmar la legitimidad de doña Juana, y a oponer al peligro que suponía la unión de Castilla con Aragón, la bondad que significaba su unión con Portugal. De otro lado, la nobleza y ciudades partidarias de doña Isabel sostenían todo lo contrario. En marzo de 1479, en la villa cacereña de Alcántara, con asistencia de Isabel la Católica y de su tía Beatriz, cuñada de Alfonso V de Portugal, las propuestas de paz buscaron nuevas estrategias familiares que personalizaran el destino de los pueblos portugués y castellano. La propuesta portuguesa establecía la base de un contrato matrimonial doble: el príncipe don Juan casaría con doña Juana, ex-mujer de Alfonso V, y la princesa doña Isabel, la hija mayor de los Reyes Católicos, con un nieto de Alfonso V. Ambos matrimonios conllevarían los títulos y derechos que correspondían a los afectados y, en el terreno político, el perdón de la nobleza castellana partidaria de doña Juana y el pago de los costos de la guerra por parte de Castilla completaban una negociación que no fue aceptada por esta última. La propuesta castellana fue en un principio más radical; doña Juana debería ser recluida en un convento, método seguro para sustraerla del mercado matrimonial, o en el caso de aceptarse la propuesta de casamiento con el príncipe don Juan, sólo llevaría los títulos que dimanasen de la condición castellana de príncipe heredero, y respecto del otro contrato matrimonial se rechazó de plano por haber sido ya prometida doña Isabel al hijo del rey de Nápoles. En cuanto al contenido político de la propuesta portuguesa, la representación castellana dio evasivas; ambos reinos deberían pagar sus gastos de guerra, y en cuanto al perdón de los nobles se solicitó una relación de implicados. La paz "perpetua" y definitiva se consiguió meses más tarde, en septiembre de 1479, en Alcaçovas. Comenzaba así el reinado de los Reyes Católicos. La reina y el rey supieron que doña Juana ingresaba en el monasterio de clarisas de Coimbra en noviembre de aquel mismo año. Su comportamiento como religiosa no satisfizo a los Reyes, y otra vez fue el papa Sixto IV quien en 1484 se puso de nuevo al servicio de la Corona de Castilla enviando una bula para reprender a la perdedora y recordarle que no debía salir del convento nunca más.
obra
Aunque su ejecución, inacabada, ha suscitado la opinión de que se trata de uno de los cuadros realizados hacia 1660 que no pudo concluir ante el avance de la enfermedad de su mano, parece que puede situarse a finales de los años treinta. No se sabe por qué razón abandonó su realización, pero los dibujos conservados nos permiten estudiar su proceso. Rememora un pasaje tomado de Tácito. En él, Zenobia, reina de Armenia, huye de los partos junto a su marido Radamisto. Temiendo caer en manos de sus perseguidores, pide a Radamisto que la abandone para que pueda escapar. Para que el cuerpo de la reina no sea hallado por los partos, Radamisto golpea la cabeza de Zenobia con un hacha y la arroja a las aguas del río Araxes. Es hallada por unos pastores, quienes, viendo por sus ropas y facciones que es de noble cuna, la salvan y reaniman. Uno de ellos señala a los perseguidores. La obra comparte sus características con otras obras de esta época, en su disposición de las figuras y en el ritmo interno de la escena, como Tancredo y Herminia o la Infancia de Júpiter.
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Como los emperadores posteriores, Tiberio fue el máximo responsable de la supervisión de la religión romana desde el cargo de Pontífice Máximo, Pontifex Maximus, quien garantizaba la cohesión entre la religión y el poder político. Uno de los rasgos particulares de la política religiosa de Tiberio se constata en su falta de permisividad ante la práctica de cultos extranjeros en la ciudad de Roma. No sólo persiguió a magos y adivinos sino que prohibió el culto a Isis, que contaba con muchos seguidores, y expulsó a los judíos de la ciudad. Nos consta que destinó escasos fondos para la restauración de templos o construcción de otros nuevos -éstos fueron el de Castor y Pollux y el de Concordia-, pero ello se justifica bien teniendo presente la gran obra de construcciones religiosas realizada por Augusto así como las dificultades del Tesoro. Por ello, creemos que la afirmación de Suetonio (Tib., 69) de que Tiberio fue indiferente ante los dioses no responde a la realidad de su política; como máximo, refleja el grado de sentimiento interior de lo religioso, cuestión que sólo afecta al ámbito de lo privado. Por otra parte, las noticias de Tácito (Ann., III,58 ss.) sobre la revisión hecha por Tiberio de los derechos de asilo y de otros privilegios concedidos a templos de Oriente son igualmente indicativas de su doble preocupación por la administración y por el respeto a las tradiciones religiosas de otros pueblos. Pues ante el amparo del derecho de asilo escapaban de la justicia algunos malhechores y los privilegios de algunos templos así como la vinculación de los mismos a una u otra ciudad eran una fuente irregular de ingresos que el Estado pretendió regular.
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La mayoría de los especialistas hacen una clara distinción entre la religión oficial y la popular. En cualquier caso, nos encontramos ante una religión politeísta, al adorar a numerosos dioses, la mayoría de ellos relacionados con las fuerzas naturales. La base de la religión egipcia no era la creencia sino el culto, rendir homenaje al dios de un lugar determinado, ya que los dioses eran los dueños de Egipto. El faraón era el único regulador del culto y debía proporcionar los templos necesarios a los dioses de los diferentes territorios. Los sacerdotes locales cuidaban la teología de cada dios, ya que no se trata de una teología unificada sino más bien un conjunto de creencias y mitos que cada uno puede interpretar de manera diferente.
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Roma se distinguió de las demás ciudades latinas por su religión al favorecer ésta la instauración del Estado. Las acciones del Estado estarían vinculadas a los actos de Júpiter, el dios principal del Panteón romano. Podemos manifestar que se reivindica la necesidad de implantar en el mundo la voluntad de esa divinidad, que defiende la justicia, el derecho, etc. De esta manera, Júpiter se convierte en el juez de los conflictos ciudadanos entre los latinos, garantizando los pactos que las ciudades realizaran. Todas las ciudades latinas honrarán al dios en el templo de Monte Albano hasta el momento en que Roma convierta a Júpiter en su principal divinidad y traslade el culto al Capitolio, convirtiéndolo en Optimo y Máximo. Los romanos consideraban que todo podía ocurrir con tal que los dioses lo desearan. Ven el cosmos como algo dinámico, pero en equilibrio, expresado a través del pacto entre los seres humanos y los dioses ya que para ellos cada objeto o fenómeno tenía su propia alma. En virtud de ese pacto cualquier cosa puede ser elegida para establecer la presencia divina, requiriendo el beneplácito previo de Júpiter. Para ello, existen adivinos que tienen el objetivo de descubrir la voluntad de los dioses: son los sacerdotes -leen en los oráculos de origen griego-, los arúspices -leen en las vísceras de las víctimas sacrificadas- y los augures -interpretan la voluntad de Júpiter directamente-. En Roma la religión estaba muy vinculada al Derecho al ser necesario distinguir entre lo ilícito de lo lícito. Esta función religioso-judicial la realizaban los pontífices quienes formaban un colegio sacerdotal que estaba dirigido por el pontífice máximo. Ese cargo de pontífice máximo podía ser ocupado por cualquier miembro de la clase política romana, siendo habitual que estuviera en manos del emperador. En el colegio pontificial también se integraban los flamines -sacerdotes dedicados al culto particular de un dios-, las vestales - sacerdotisas de Vesta- y el rex sacrorum -quien desempeñaba las funciones sacras anteriormente reservadas a los reyes-. Dentro del panteón romano encontramos cuatro agrupaciones que tenían la función de representar al Estado: la triada Júpiter-Marte-Quirino, la triada capitolina constituida por Júpiter, Juno y Minerva; y los doce dioses principales: Vesta -diosa del fuego del hogar-, Juno -diosa del matrimonio y del hogar, hermana y esposa de Júpiter-, Minerva -diosa de la inteligencia, de la sabiduría y de las artes-, Ceres -diosa de la agricultura-, Diana -diosa de las doncellas, de los bosques y de la caza-, Venus -diosa de la belleza y del amor, esposa de Vulcano y amante de Marte-, Marte -dios de la guerra-, Mercurio -dios del comercio, de la elocuencia y de los ladrones, mensajero de los dioses-, Júpiter -dios supremo-, Neptuno -dios del mar-, Vulcano -dios de los infiernos, del fuego, del metal y de la fragua- y Apolo -dios de los oráculos, de la juventud, de la belleza, de la poesía, de la música y de las artes-. La triada Ceres-Libero-Libera representaba a los plebeyos. Con el fin de festejar a todos los dioses en los templos y los lugares sacros, los romanos establecieron un calendario, originalmente ligado a la agricultura. El mes se dividía en dos fases, siguiendo el esquema del calendario lunar. Cada mes estaba dedicado a una divinidad, existiendo días festivos propios para cada dios. Los meses de febrero y diciembre correspondían a los inicios del año por lo que se celebraban las llamadas fiestas caóticas. También se consideró que el 21 de abril era otro comienzo de año para festejar el nacimiento de Roma. Junto al culto público, los romanos presentaban un culto privado, más personal e íntimista. El pater familias era el responsable de los ritos dirigidos a las divinidades domésticas: los lares y los penates. Además, cada individuo rendía culto a su genio personal. Las ideas de ultratumba apenas influían en el conjunto de la religión ya que bastaba con que el difunto fuera enterrado con las debidas honras fúnebres. El cadáver se transformaba en sombra y pasaba a formar parte del reino de los manes, los dioses de la muerte. Este concepto sufrirá una profunda transformación cuando en el Imperio Romano entre con fuerza el cristianismo.
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La mayoría de los especialistas hacen una clara distinción entre la religión oficial y la popular. En cualquier caso, nos encontramos ante una religión politeista al adorar a numerosos dioses, la mayoría de ellos relacionados con las fuerzas naturales. La base de la religión egipcia no era la creencia sino el culto, rendir homenaje al dios de un lugar determinado ya que los dioses eran los dueños de Egipto. El faraón era el único regulador del culto y debía proporcionar los templos necesarios a los dioses de los diferentes territorios. Los sacerdotes locales cuidaban la teología de cada dios ya que no se trata de una teología unificada sino más bien un conjunto de creencias y mitos que cada uno puede interpretar de manera diferente. El panteón egipcio es bastante amplio: Amón es el dios de Tebas; Anubis es el dios de Cinópolis; Anukis es la diosa de la isla de Sehel y se representa con forma humana, tocada con un alto cilindro; forma parte de una triada con Khnum y Satis. Atum es el dios de Heliópolis, representado como un rey tocado con la Doble Corona; sus animales sagrados son el león y la serpiente. Bastis es la diosa de Bubastis; Bes era un dios protector de la infancia; Harsafes es el dios de Heracleópolis y está representado por un carnero; es el esposo de Hathor. Hapy era el dios del Nilo; Hathor es la diosa de Dendereh y Afriditópolis; Horus es el dios halcón. Imhotep fue un arquitecto adorado como un dios. Isis es considerada la esposa de Osiris y la madre de Horus. Khentamentiu es el dios chacal de Abidós, siendo reemplazado por Osiris en el Imperio Medio. Khentekhtai es el dios local de Athribis y fue pronto asimilado a Horus. Khnum es el dios de Hípselis y Letópolis representado por un carnero. La leyenda le presenta como el creador del mundo y de los hombres con su torno de alfarero. Khonsu es el dios-luna de Tebas representado por un hombre que lleva sobre su cabeza la luna creciente. Min es el dios de Coptos y su región, representado con un falo erecto y casquete de plumas. Monthu es el dios guerrero de Hemonthis, armado con hacha y arco, representado de manera antropomorfa con cabeza de halcón o toro. Mut era la diosa de Asheru, representada como un buitre o una mujer con la doble corona. Era esposa de Amón y también se llamaba Amenet. Nefertem era dios de la región de Menfis y se representaba como un hombre coronado con una flor de loto. Neith era la diosa de Sais y se representaba como una mujer tocada con la corona roja del Bajo Egipto, un arco y dos flechas. Nnekhbet era la diosa buitre de el-Qab. Neftis era la diosa de Dióspolis Parva y se representaba como una mujer tocada con un jeroglífico en el peinado. Onuris era el dios de Thais y de Sebennites, representado en forma de hombre con un largo manto. Ofois es el dios lobo de Asiut, representado por ese animal. Osiris era el dios de Busiris; Pakhet es la diosa gato de Speos Artémidos. Ptah es el dios de Menfis, patrono de los escultores y de los herreros, representado antropomórficamente con la cabeza rasurada; su animal sagrado era el toro Apis. Satis era la diosa de Elefantina y esposa de Khnum. Sebek era dios de El-Fayum y de Kom-Ombo; Sekhmet era la diosa de Rehesu y se representaba con cabeza de leona como diosa guerrera que era. Selkis era la diosa escorpión. Seth era el dios de Ombos y de todo el Alto Egipto. Shu era el dios de Leontóplis, representado como un hombre que lleva una pluma erguida en la cabeza, siendo su animal el león. Había separado a Nut y Geb, personificando el espacio vacío entre el cielo y la tierra. Thot era dios de Hermópolis del Delta y de Hermópolis Magna; Tueris era la diosa de los partos; Uto era la diosa serpiente de Buto. Ra era el sol y viajaba con su séquito por el cielo; Geb era el dios de la tierra y esposo de Nut, personificando al suelo. Todo lo relacionado con la vida de los dioses -liturgia, clero, calendarios, concepciones teológicas- y lo que afectaba a la vida de los hombres -matemáticas, geometría, historia, literatura, prácticas funerarias,...- se estudiaba en la llamada Casa de la Vida, institución que debía existir ya en la época tinita. En el palacio y el templo principal estaban las principales casas de la vida, aunque también se encontraban en cada uno de los templos menores. La escritura jeroglífica sería uno de los primeros logros de la institución Ni los egipcios ni las egipcias podían entrar en los templos, conformándose con situarse en las explanadas a la hora de realizar el culto. Sin embargo, en algunas ocasiones los dioses salían de sus escondites y sus estatuas eran sacadas en procesión, realizándose fiestas relacionadas con estas salidas. Se actuaba de manera diferente en los pequeños santuarios donde sí podían entrar a realizar sus plegarias El culto a los antepasados era también importante en Egipto, encontrándose nichos en las casas donde se situaban las estatuas protectoras de la familia, siendo una de las más habituales la de la diosa Tueris, relacionada con la fertilidad y representada como una mujer embarazada con cabeza de hipopótamo y patas de león. En las culturas asiáticas, la muerte es uno de los elementos más importantes y la religión intenta dar a los creyentes una visión de la vida futura. Pero esa visión varía con relación al lugar donde nos encontremos. En Mesopotamia existe una creencia en la vida futura pero es tremendamente pesimista. Los dioses son infinitamente superiores a los humanos por lo que tras la muerte, los seres humanos son castigados a comer barro y polvo, ataviados con plumas como las aves. En Egipto, tras la muerte, el "ka" comparecía ante el tribunal de Osiris para responder de sus acciones. Los que habían cometido malos actos serían castigados mientras que los justos entrarían en el reino de Osiris donde llevarían una vida placentera, comiendo y bebiendo por lo que era necesario dejar ofrendas ante el muerto. Como era necesario un cuerpo en ese otro mundo, los egipcios eran embalsamados con el fin de recuperar el cuerpo incorrupto. Otra fórmula era utilizar una estatua representativa del finado.