En el siglo VIII tendrá lugar uno de los hechos más determinantes para la historia de España: la invasión musulmana. En el año 711, los musulmanes se apoderan de un reino visigodo muy debilitado por las luchas intestinas. Hispania se convierte, a partir de entonces, en al-Andalus, una parte más del Imperio creado por Mahoma cien años antes. A lo largo de sus ocho siglos de existencia, al-Andalus será un escenario de mestizaje e intercambio, el puente a través del cual llega a Europa la herencia del saber del mundo clásico. La invasión musulmana se desarrolla en varias expediciones a lo largo de cuatro años. Entre 711 y 725 toda la península ha sido ocupada, salvo pequeños núcleos en Asturias y los Pirineos. Tras unos años de sequía, los invasores se retiran tras los ríos Duero y Ebro. La retirada favorece la recuperación de los núcleos cristianos. El pequeño reino de Asturias se convertirá en el punto de partida de la resistencia al invasor, la llamada Reconquista. Tras la legendaria batalla de Covadonga, hacia 720, Pelayo y otra serie de reyes asturianos expanden el reino. Navarra se mantiene independiente, mientras que Carlomagno ocupa los territorios al norte del Ebro, organizando los condados catalanes y la Marca Hispánica para frenar a los musulmanes. En el siglo X, la zona musulmana de Hispania se ha convertido en Califato. Abderramán III y sus sucesores organizan una corte califal llena de lujo y boato, ampliándose la mezquita cordobesa y edificando la ciudad palaciega de Medina Azahara. Por el lado cristiano, el reino de Asturias se convierte ahora en el de León. Ramiro II será su monarca más poderoso, derrotando a los musulmanes en Simancas en el año 939. A finales de siglo, sin embargo, la expansión de los reinos cristianos sufre un fuerte retroceso, debido al empuje de los musulmanes, dirigidos ahora por Almanzor. La situación cambiará radicalmente en la centuria siguiente. Durante el siglo XI, el califato de Córdoba se desintegra en numerosos reinos, llamados de taifas. Galicia, León, Castilla, Navarra y Aragón se organizan como reinos, mientras que en Cataluña evolucionan los condados catalanes. La división musulmana favorece las incursiones leonesas, castellanas y aragonesas, en un avance demoledor. La debilidad de los reinos de taifas y la presión de los ejércitos cristianos movieron a los andalusíes a llamar en su ayuda a la dinastía africana de los almorávides. Estos consiguen en el año 1086, en Sagrajas, frenar la expansión cristiana. Los almorávides controlarán al-Andalus durante cerca de 100 años, pero su poder acabará por debilitarse, lo que aprovechan los reinos cristianos para atacar. Los aragoneses ocupan el valle del Ebro. Castellanos y leoneses toman la cuenca del Tajo, mientras que los portugueses ganan Lisboa. La presión de los cristianos motivará de nuevo la entrada de un pueblo musulmán africano, los almohades, que sustituirá en el gobierno de al-Andalus a los almorávides. El gran enfrentamiento entre cristianos y almohades se producirá en Alarcos. El rey castellano Alfonso VIII llegó a Alarcos y se situó en retaguardia junto a sus Caballeros, mientras que la vanguardia la ocupaba la Caballería pesada, dirigida por López de Haro. Enfrente, voluntarios y arqueros forman el ataque almohade, con las tropas de Abu Yahya detrás, tribus magrebíes y andaluces a ambos flancos y, en retaguardia, Al-Mansur y sus tropas. La caballería pesada cristiana comienza el ataque, que se produce en oleadas, aplastando a la vanguardia almohade y pereciendo el mismo Abu Yahya. En respuesta, la caballería almohade rodea a los cristianos por ambos lados, mientras que sus arqueros lanzan una lluvia de flechas. Las bajas cristianas son numerosas. Derrotados, Alfonso VIII debe huir en dirección a Toledo, mientras que las mesnadas de Lopez de Haro se refugian a duras penas tras los muros de Alarcos. Cercado, será liberado a cambio de algunos rehenes. Los cristianos han perdido la batalla. Como consecuencia de la derrota cristiana, las fronteras volvieron a las riberas del Tajo, oponiendo los musulmanes un frente homogéneo desde Portugal a Cataluña, a lo largo del Tajo, el Guadiana y el Ebro. La victoria almohade en Alarcos supuso un duro golpe para los reinos cristianos. La situación se agravó en 1211, cuando el castillo de Salvatierra, único baluarte cristiano al sur del Tajo, cae en manos musulmanas, amenazando Toledo. Ante la delicada situación, el rey castellano Alfonso VIII solicita la ayuda del resto de reinos cristianos y del papa Inocencio III, que da a la lucha el carácter de cruzada. Respondiendo al llamamiento llegan a Toledo tropas de Aragón y numerosos cruzados de toda Europa. León y Navarra, por el contrario, rehúsan unirse a la partida. El 19 de junio de 1212 salieron de Toledo las huestes cristianas. En su camino tomaron las plazas musulmanes de Malagón, Calatrava, Alarcos y Caracuel. Aquí se les unió el ejército de Sancho de Navarra, con sólo 200 caballeros. Tras una escaramuza en el Puerto del Muradal, el choque definitivo se producirá junto al lugar llamado Mesa del Rey. Será la batalla de las Navas de Tolosa. En el ejército cristiano, unos 12.000 hombres divididos en tres cuerpos, el rey de Aragón mandaba el ala izquierda, correspondiendo el centro al castellano y la derecha al navarro. En primera línea se colocaron las respectivas vanguardias, con los ejércitos y costaneras en el centro y las zagas mandando las retaguardias. Los musulmanes, unos 10 o 12.000, instalaron su campamento en el Cerro de las Viñas, con la infantería al frente y la caballería ligera en los flancos. Detrás se situó la caballería pesada almohade, con la zaga musulmana guardando el campamento del Califa. Las primeras luces del día 16 de julio de 1212 ponen en marcha el avance cristiano, hostigado por una lluvia de flechas. Pronto la vanguardia chocó con las defensas musulmanas, que se cerraron sobre ella, causando numerosas bajas. Al ver retroceder a los cristianos, los musulmanes rompieron su formación para perseguirles, lo que fue un grave error táctico. En ese punto, los tres reyes con sus mesnadas, lo más granado del ejército cristiano, se lanzaron por el centro que la caballería enemiga había dejado abierto. Al poco quedaron rotos tanto el frente almohade como su zaga, produciéndose su desbandada. Los cristianos se lanzaron sobre el campamento enemigo, aplastando a la guardia musulmana y poniendo en fuga al califa. La batalla había terminado. La victoria en las Navas de Tolosa aumentó la presión cristiana sobre los musulmanes. Por el reino de Aragón, Jaime I conquistó Mallorca e Ibiza, así como el reino de Valencia. Fernando III de Castilla ocupó la baja Extremadura, Sevilla, Córdoba, Jaén y Murcia, mientras que Sancho IV toma Tarifa. Por su parte, Portugal completa la conquista del Algarve hacia 1250. Caído el imperio almohade, el último reducto musulmán de la Península es el reino nazarí de Granada, fundado en 1238. Por parte cristiana, Castilla se configura como el reino más poderoso y el mayor enemigo de los nazaríes, mientras Portugal, Navarra y Aragón buscarán objetivos distintos. Desde el principio, el reino de Granada fue un objetivo cristiano. La batalla del Salado, en 1340, supuso un primer revés para los granadinos. La alianza de los reinos de Castilla y Aragón mediante el matrimonio de los Reyes Católicos propició el asalto definitivo sobre el Reino de Granada. El hostigamiento a los nazaríes se produjo en varios frentes. Por mar, fueron atacadas plazas como Marbella, Málaga o Almería. Por tierra, desde Marchena, Córdoba o Ubeda salieron distintas expediciones de conquista. Los ataques nazaríes sobre Tarifa, Utrera o Lucena no evitaron el progresivo debilitamiento del reino del reino. La caída de la capital, Granada, era sólo cuestión de tiempo. En 1491 comenzó el asedio a la ciudad de Granada, que duró casi un año. Tras el incendio del campamento cristiano se reforzó el sitio con la construcción de una ciudad militar, Santa Fe, como centro de operaciones. 50.000 combatientes impusieron un severo cerco alrededor de la ciudad de Granada. Los granadinos, impotentes, realizaron diversas incursiones en campo abierto, que fueron rechazadas por los cristianos. El hambre y las enfermedades minaron su resistencia. Finalmente, la ciudad se rindió el 2 de enero de 1492. La caída del reino de Granada conllevó el destierro para su rey, Boabdil, a quien se concedió el dominio de las Alpujarras. Boabdil se instaló con su familia en Andarax, hoy Laujar, muriendo en 1493. La rendición de Granada a los Reyes Católicos pone fin a siete siglos de lucha en la Península Ibérica entre musulmanes y cristianos, conocidos como Reconquista. Además, el reinado de Isabel y Fernando supone el comienzo de un proceso homogeneizador, de unificación cultural, que se manifiesta principalmente en la cuestión religiosa, con la conversión obligada de los musulmanes de Granada y la expulsión de los judíos, y que se completará en el siglo XVII con la expulsión de los moriscos. Acabada la Reconquista, Castilla prosigue su expansión con la anexión de Navarra y emprendiendo sus exploraciones atlánticas, siguiendo la estela de Portugal y empujada por los continuos avances técnicos. El fin de la Reconquista no supondrá, sin embargo, la desaparición del sustrato cultural andalusí, conservándose un importante legado científico, literario, artístico y etnológico, parte indispensable de la identidad hispana.
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Galería de imágenes de la época. Tropas musulmanas marchan hacia la guerra santa. Guerreros cristianos. Cantigas de Santa María. Ejército musulmán asaltando una fortaleza cristiana. Caballeros cristianos y musulmanes. Enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. Detalle de retablo. Victoria almohade sobre las tropas castellanas en Alarcos. El Cid durante el asedio de Valencia. Caballeros de las órdenes militares españolas. Los musulmanes levantan el cerco de Toledo. La rendición de Granada. Asalto a la tienda de Miramamolín. Triunfo cristiano en la batalla de las Navas de Tolosa.
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Entre los siglos VIII y XV tiene lugar una de las etapas más fascinantes y complejas de la Historia de España. El año 711, los musulmanes se apoderan del reino visigodo y convierten Hispania en una parte más del imperio creado por Mahoma cien años antes. Sin embargo, en el norte de la Península siguen subsistiendo pueblos poco romanizados que, al igual que hicieran antes con romanos y visigodos, opondrán resistencia al nuevo invasor. Estos pequeños núcleos, desde Asturias hasta Pamplona y Aragón, con el paso del tiempo resultarán cada vez más fortalecidos, ganando terreno a costa de la España musulmana. Finalmente, en 1492 caerá el reino de Granada, el último reducto islámico en suelo peninsular. Este periodo, prolongado en el tiempo y no siempre bien estudiado, ha sido llamado Reconquista. Grandes batallas y campañas suceden a etapas de relativa calma y coexistencia entre cristianos y musulmanes, cuyas relaciones no siempre están presididas por el enfrentamiento. Etapa difícil, pero muy fértil desde el punto de vista cultural, en ella se produce el trasvase cultural entre el Islam y Europa, además de surgir algunas de las claves fundamentales de la posterior identidad española.
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Los dos grandes interrogantes, pues, de las nuevas condiciones de vida partían de la política de los ocupantes y de la capacidad organizativa permitida o potenciada por ellos en correlación con la actividad municipal creciente. Ello produciría una determinada política social, distinta para cada zona. A ella podrían colaborar, en un intento de ir normalizando la actividad política de cada zona y su marcha hacia la democracia, la presencia de los partidos políticos y su progresiva educación en los diversos campos de responsabilidad ciudadana. Aunque el Gobierno nacionalsocialista había prohibido todos los partidos políticos existentes antes de 1933, con la única excepción del NSDAP, se mantenía, y comenzaba a salir a la luz, cierta conexión entre los miembros de los antiguos partidos. Ya en la primavera, inminente la capitulación, se movilizaron las diversas fracciones políticas, y de ello tenían conocimiento los vencedores, que en el comunicado final de Potsdam incluían la decisión de permitir la formación de partidos democráticos en toda Alemania y la posibilidad de organizar reuniones y polémicas en público. Fue el Gobierno militar ruso, mediante un decreto del mariscal Zhukov, de 10 de junio de 1945, el primero en autorizar la formación de partidos antifascistas y de sindicatos en la zona ocupada por Rusia. En la práctica, y debido a la política sectaria de inmediato empleada ofreciendo al pueblo despojado las ventajas del comunismo, reaparece con fuerza únicamente el partido comunista, considerablemente aumentado con la vuelta de sus antiguos jefes, W. Pieck y W. Ulbricht, desde Moscú. Les siguen luego los socialdemócratas, liberales y otros partidos demócratas que se sitúan en el centro y en la derecha. El día 20 de diciembre, los comunistas y socialdemócratas de la zona rusa anuncian su fusión en un solo partido obrero. El Gobierno militar americano permitió igualmente, en agosto de 1945, la creación de partidos políticos, aunque quince días más tarde, el 27 en concreto, este permiso fue limitado a la formación de partidos de ámbito regional. La unión nacional de los mismos fue autorizada a partir del mes de noviembre. En las zonas inglesa y francesa, finalmente, se retrasó la formación de los partidos. En el primer caso el permiso oficial tiene lugar el 15 de septiembre, pero solamente dentro del ámbito de la zona; en la zona francesa, el permiso de constitución no llegó hasta el mes de diciembre, y sólo a partir de la primavera de 1946 comenzaron los partidos a gozar de práctica eficacia dentro de la misma. Los socialdemócratas, como comenta el propio K. Adenauer, se reunieron rápidamente, sobre todo porque les benefició la posibilidad de constituir nuevamente los sindicatos que fueron su sostén fundamental antes de que se permitiera a los partidos la unión y desarrollo de su completa actividad. Después del triunfo laborista en Inglaterra, el Gobierno británico estimuló extraordinariamente a los socialdemócratas alemanes, que contaban con la capacidad política y de gestión de su líder, Kurt Schumacher. El principal problema surgió cuando se pretendió crear un partido cristiano nuevo, en medio de la descrita situación de miseria material y de dificultad mental y espiritual, que había de tener una doble función: la de responder y contraponerse a las propuestas anticristianas que el partido nazi había logrado sembrar en la sociedad alemana anterior a la guerra y cuyos resultados no serían rápidamente borrados con la desnazificación y, sobre todo, la de responder con eficacia al "amenazador peligro del comunismo ateo", en expresión del mismo Adenauer, que aprovechaba la situación de miseria y desesperación como pista de lanzamiento a su expansión y dominio. En diciembre de 1945, los diversos grupos de partidos cristiano-demócratas se reunieron en Bad Godesberg y decidieron declararse como Unión, subrayando, por encima de las confesiones religiosas de sus allegados, la colaboración en un trabajo político totalmente alemán para el logro de la unidad de la patria. El protagonismo de Adenauer resultó decisivo: levantar al pueblo alemán del presente letárgico en política: convencer a los alemanes de que "tenían que trabajar para vencer la miseria"; revalorización del valor de la persona; respeto y colaboración entre el Estado y las Iglesias, sobre todo en el campo de la enseñanza primaria y media y la educación; apoyo de la "propiedad moderada" frente a una "excesiva nacionalización de la economía"; reconstrucción, en fin, de ciudades y poblaciones destruidas, evitando los males de hacinamiento pasados, aunque para ello se hiciese necesaria la expropiación del suelo. Desde esta palestra de la organización política resulta más comprensible el análisis de las condiciones de vida alemanas. Los dos problemas de mayor urgencia se concretaban en el asentamiento de los refugiados que afluían a sus lugares de origen y en la posible alimentación de las poblaciones. Estas soluciones también resultaban sometidas a la política de los ocupantes en cada una de las zonas. En la zona rusa, el mariscal Zhukov invistió a los consejeros provinciales de autoridad administrativa y, mediante la autorización de leyes especiales, procedieron a la reforma de la propiedad rural. Todas las fincas de más de 1.000 hectáreas fueron confiscadas sin compensación y repartidas en lotes de 4 a 8 hectáreas entre los obreros agrícolas refugiados en el Este. Respondía este criterio, en gran parte, a la línea de conducta económica defendida en Potsdam, pendiente de convenir de nuevo a Alemania en un país agrario mediante la destrucción o reducción de la industria. Eso "significa -es el comentaro de K. Adenauer- para muchos millones de alemanes una sentencia de muerte, porque nuestro suelo sólo podría producir, según se estimaba entonces, el 40 por 100 de la cantidad necesaria de alimentos". En las zonas occidentales, con las diferencias internas señaladas ya repetidamente, la creciente presencia de personas e instituciones netamente alemanas y los mismos presupuestos ideológicos compartidos por vencedores y ocupados, disconformes con la reforma agraria rusa y, por otra parte, convencidos de la imposibilidad de autoabastecimiento, mermó las dificultades de futuro más psicológica que realmente. La situación de la alimentación resultaba catastrófica y degeneró todavía más en el transcurso de los primeros meses de ocupación. El único mercado regular que funcionaba era el mercado negro, aunque administrase los artículos de consumo al 100 por 100, y más, sobre los precios de tasa. No siempre se disponía del racionamiento, y su irregularidad procedía tanto de la escasez de alimentos como de la imposibilidad de cualquier proyecto o previsión a consecuencia de las crecientes masas que afluían a sus lugares de origen. El esfuerzo por llegar a todos exigió la medición de calorías que permitiera al menos la supervivencia. Así en la zona ocupada por Estados Unidos el límite estuvo en 1.275, mientras que en la zona británica no pasaba de las 1.000 y en la francesa no llegaba a esa cifra. El problema se agravaba porque ni estas medidas mínimas quedaban satisfechas, y la reducción de calorías influía de inmediato en el rendimiento laboral. La falta de cereales se acusó en el mismo mes de junio de 1945, cuando todavía no se podía enlazar con la nueva cosecha, y una intervención en las reservas de ganado hubiera supuesto la reducción en la producción de leche. Tampoco fue posible recurrir al pescado, pues faltaban pesqueros disponibles una vez que, al haber sido transformados durante la guerra en dragaminas, debieron ser entregados o destruidos. El punto álgido de la escasez tuvo lugar en la primavera de 1946, cuando la reducción de grasa por persona y período de distribución hubo de acortarse a la mitad. La falta de esta grasa y de albúmina favorecía el crecimiento de la tuberculosis, ahora especialmente potenciada también con el hacinamiento de las familias cobijadas o refugiadas entre las ruinas y faltas además de combustibles por los precios fabulosos del carbón y del petróleo. Los estudios que se realizaron en esta primavera de 1946 sobre el peso y salud de los habitantes denunciaban una falta media de siete kilos de peso en los hombres, que se aproximaba a los doce en el caso de ancianos aislados. En la población infantil escolarizada se observó el crecimiento de la tuberculosis y un aumento en la baja de rendimiento escolar. Sólo en la zona británica se registraron 46.000 casos de tuberculosis galopante, cuando en los hospitales había únicamente 13.000 camas, en condiciones sanitarias y económicas desastrosas. Los datos apuntaban en la misma zona más de un cuarto de millón de tuberculosos. En la misma línea pudo observarse lógicamente el crecimiento de la mortalidad: de un 11,8 por 100 en 1938 se llegó a más de 18 en noviembre de 1946. Las primeras y urgentes partidas de ayuda no fueron ciertamente grandes; procedían de las familias particulares a sus parientes y de organizaciones e instituciones religiosas y benéficas inglesas y norteamericanas, en primer lugar. En este sentido, la necesidad apremiante y la respuesta desorganizada se adelantó a la regulación legal enseguida concretada por las autoridades militares. Tanto en los países vencedores como en Alemania se hizo necesaria la creación de instituciones que regulasen 1a corriente de ayuda y su distribución. El papel de las grandes instituciones de beneficencia, Care y Cralog supusieron, sobre todo en la primavera de 1946, aparte de una ayuda material imprescindible, el mayor de los efectos psicológicos, apoyo material, conexión con el mundo exterior, posibilidad y esperanza de reconciliación, etcétera. El carbón y su extracción adquirían de nuevo un protagonismo y prepotencia ineludibles. Se hacía necesario como combustible inmediato, como la fuente más importante para la producción de gas, electricidad y abonos artificiales; pero también como el único artículo de exportación que directa y rápidamente permitiría pagar al extranjero la importación de comestibles y materias primas. Adquiría, pues, una importancia clave en la urgente marcha de la economía, de la reconstrucción y de la puesta en funcionamiento de fábricas. Pero con una producción reducida al 60 por 100 de la explotación de 1938, sumada a la retirada del personal directivo con experiencia en estas faenas y a la sensación de los mineros de continuar bajo control extranjero, sin olvidar la escasa alimentación de los trabajadores que influía en sus rendimientos, la industria minera del carbón se enfrentó con una profunda crisis. El desconocimiento de las circunstancias alemanas y la psicología colectiva de ocupación y condena, amén de la falta de una actividad coordinada venían a agravar cuantos inconvenientes puedan achacarse a la derrota. Los gobiernos militares -repetiría Adenauer- nunca estuvieron en condiciones de tomar, ni aun con su mejor voluntad, una decisión oportuna, aunque fuese sólo para su zona correspondiente. Y ello influía, como es natural, en la progresiva decadencia de la vida económica.
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Con la caída de Mussolini el 25 de julio anterior, el ya entonces burocrático Partido Nacional fascista "se disuelve como la nieve al sol", por utilizar una frase del mismo Hitler. Para su reconstrucción, en versión republicana, Mussolini y, sobre todo, Pavolini, sólo pueden echar mano de lo que podríamos denominar los "frustrados del ventenio", es decir, el ala más revolucionaria -mejor sería decir escuadrista- del viejo partido.El 14 de noviembre de 1943 se reúne en Verona el congreso fundacional del nuevo Partido Fascista Republicano. La pretensión de sus promotores de dar vida a una organización homogénea sobre la base de los dieciocho puntos redactados por Mussolini, Pavolini y el ex comunista Bombacci (con la inevitable supervisión del embajador Rahn) se diluye en una discusión que hace patentes las divisiones internas y en donde prima un tono de venganza y violencia, características fundamentales de la pequeña y dolorosa historia de esta fantasmagórica república.Tal tendencia se refuerza con una nueva edición del ya tristemente famoso Tribunale Speciale per la Difesa dello Stato, cuya actuación más destacada sería el juicio a los jerarcas que hicieron caer a Mussolini en la famosa sesión del Gran Consejo.La reconstrucción de un ejército capaz de participar en la guerra junto a los alemanes es uno de los objetivos primordiales del nuevo Estado. Pero además de los obstáculos que puedan interponer los mismos alemanes, el enfrentamiento de dos concepciones radicalmente distintas de cómo llevarlo a cabo minarán seriamente el resultado final.El mariscal Adolfo Graziani, a la sazón ministro de Defensa, es partidario de un ejército de corte tradicional. Frente a él, Ricci y Pavolini y buena parte del PFR, pretenden formar un ejército voluntario altamente politizado, una reedición corregida y aumentada de la Milicia Fascista.Se llega a una solución mixta. Junto a un ejército basado en la incorporación obligatoria de las quintas correspondientes y formado por las tres armas tradicionales, se crea una Guardia Nacional Republicana integrada por voluntarios procedentes de la vieja Milicia, de los Carabineros y de las diversas policías fascistas. Dependía esta Guardia, en parte, del Ministerio del Interior y, en parte, directamente del Partido.Los alemanes que se oponían, de hecho, a la reconstrucción de un ejército italiano, se negaron a entregar los centenares de miles de prisioneros italianos internados en sus campos de concentración y limitaron al máximo sus entregas de material bélico.Para ellos el único uso posible de unidades italianas estaba en las labores de policía y en el enfrentamiento con los partisanos de la Resistencia. Por otro lado, ellos reclutaron directamente e instruyeron unidades de SS compuestas de italianos, pero bajo mando alemán.Se dieron incluso casos atípicos como la creación por parte del príncipe Valerio Borghese de una milicia propia, la Legione X, que se entendía directamente con los alemanes, independiente de las instituciones republicanas.Proliferaron más tarde numerosas brigadas negras dependientes de dirigentes locales, bandas armadas con tareas de represión política sucia compitiendo entre sí en una desesperada espiral de violencia de dolorosísimo recuerdo para los italianos.
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Aunque a mediados del siglo XII se conocía ya en Occidente toda la obra lógica de Aristóteles, la recepción global de su pensamiento tardó todavía algo más de un siglo en realizarse, siguiendo pare ello infinidad de vías tanto geográficas como personales. En ese sentido tuvieron sin duda enorme importancia los comentaristas árabes y judíos del Estagirita. De todos ellos el más importante fue Averroes (Ibn Rosch) (muerto en 1198), conocido en Occidente como "El Comentarista". En sus obras defendió la filosofía como forma suprema de la verdad, lo que le granjeó su fama de impío entre musulmanes y cristianos. Sin embargo, ni siquiera los más críticos con el pensamiento de Averroes pudieron hurtarse a su influencia -así santo Tomás- y muchas de sus tesis tuvieron especial incidencia en Occidente. Tal fue el caso de las doctrinas sobre la eternidad del mundo y la doble verdad, que están en la base de la grave polémica que sacudió a la universidad parisina con el nombre de averroísmo latino. Otros autores como Avicena (Ibn Sina) (muerto en 1037) y los judíos Avicebron (Ibn Gabirol) (muerto en 1070) y Maimónides (muerto en 1204) influyeron asimismo en la difusión del pensamiento aristotélico, aunque mezclándolo con ideas de base neoplatónica. Respecto a las traducciones, en las primeras décadas del XII se añadieron al corpus aristotélico, integrado fundamentalmente hasta entonces por obras de lógica, las de carácter físico o filosófico-natural, culminándose esa tarea a mediados de la centuria con los escritos de metafísica y ética. Hacia 1260 se tradujo por fin la "Política" de Aristóteles. Entre 1260-1285 Guillermo de Moerbeke, continuando un plan elaborado por Roberto Grosseteste (muerto en 1253) pudo al fin revisar en Roma el conjunto de la producción del filósofo, utilizando ya para ello originales griegos. Junto a los escritos de Aristóteles, infinidad de obras de diversos autores y de todas las disciplinas comenzaron a aflorar a Occidente de un modo masivo a partir de mediados del siglo XII. Aunque los centros de traducción fueron múltiples, dos vías destacaron fundamentalmente por obvios motivos: Italia y la Península Ibérica. En Italia se tradujeron no sólo obras árabes de medicina y botánica, sino también otras del griego, al calor de los frecuentes contactos comerciales con Constantinopla. Un buen ejemplo lo constituye Burgundio de Pisa (muerto en 1193). Mas fue la Península Ibérica donde el nivel de traducciones alcanzó sin duda su apogeo. Durante la primera mitad del siglo XII diversos personajes europeos eligieron Barcelona, Tudela y Zaragoza para realizar sus actividades. A partir del pontificado de su obispo Raimundo (1125-1152) y por algo más de un siglo, Toledo concentraría, sin embargo, la mayoría de estas actividades. Aunque sea exagerado hablar, como se ha hecho en ocasiones, de una "Escuela de traductores de Toledo", el funcionamiento de los talleres de copia y trascripción de la ciudad habrían ya alcanzado a mediados del siglo XII un nivel aceptable de profesionalidad. Gracias al relato de su viaje a Toledo del abad Pedro el Venerable entre 1141-1143 podemos formarnos cierta idea de la mecánica de trabajo de estos talleres. Para el caso del Corán, un judío experto en la lengua árabe traducía el original al romance. Posteriormente un clérigo lo vertía a su vez al latín, única lengua de cultura reconocida, y de la que podían realizarse infinidad de copias. En Toledo trabajaron, entre otros, los hispanos Juan Hispalense, Domingo Gundisalvo y Juan Hispano y los extrapeninsulares Gerardo de Cremona y Miguel Escoto. A lo largo del siglo XIII, y contando ya con el mecenazgo de monarcas como Alfonso X o Sancho IV, se tradujeron gran número de obras científicas. En Murcia se vertieron diversas obras del árabe gracias al patrocinio de su obispo Pedro Gallego. Infinidad de traductores y copistas anónimos trabajaron también en Toledo y otras ciudades españolas en el rescate de las obras aristotélicas.
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La Francia invadida en la primavera de 1940, y sometida posteriormente a un duro régimen de ocupación, había perdido más de 600.000 vidas humanas y una decisiva proporción de sus bienes productivos. En julio de 1944, las fuerzas aliadas occidentales desembarcaban en el litoral de Normandía, y dos meses más tarde en la costa de Provenza. En los últimos días de agosto la ciudad de París era liberada; la entrada que el general De Gaulle hizo en la capital el día 26 culminó de forma simbólica la liberación del país, que habría de completarse en la práctica en las semanas siguientes. La destrucción y el expolio habían caracterizado la actividad del ocupante alemán sobre territorio francés, por lo que al material productivo se refiere. Como muestra de la situación planteada en el otoño de 1944, basta mencionar la inutilización de las vías de comunicación en una alta proporción y el cierre de los puertos de Tolón, Boulogne, Calais, Burdeos y Dunkerque, con los correspondiente efectos que esta realidad tenía para la economía nacional. Junto a esto, el desgarramiento interno que manifestaba la sociedad francesa servía como telón de fondo, que completaba de forma especialmente dramática el panorama material. En efecto, la ocupación del país y la existencia sobre una parte del mismo de un régimen títere del Reich fomentaron un enfrentamiento civil que en las horas de la liberación mostraría rasgos de especial intensidad. La resistencia, integrada tanto por elementos izquierdistas como por miembros de partidos. conservadores, se alzaba como protagonista exclusiva de la situación. Las que fueron denominadas "semanas negras" contemplaron la reiteración de juicios y purgas dirigidos contra los acusados de haber mantenido actitudes proalemanas. Pero esta reacción de pretendida limpieza del país de sus elementos más nefastos se condujo en muchas ocasiones de forma anómala y sin suficientes garantías legales en favor de los acusados. La organización política de Francia mostraba por su parte rasgos de provisionalidad que ni siquiera sus figuras más destacadas eran capaces de superar o al menos de ocultar ante la opinión. El general De Gaulle, que en 1940 se erigió en depositario de la legalidad y soberanía nacionales, había formado un Gobierno de carácter temporal en los primeros días de septiembre de 1944. En el interior del gabinete se encontraban miembros de diversos partidos -desde los conservadores hasta los comunistas- unidos por la misma razón de haber sostenido posiciones resistentes al ocupante. Pero la restauración del sistema republicano no se había producido cuando ya habían trascurrido diez meses desde el momento de la liberación. Durante este plazo de tiempo, el general siguió haciendo uso interesado de la situación europea, todavía determinada por los postreros enfrentamientos bélicos. No existía en Francia una fuerza superior que pudiese pretender apartar del poder al que había sido reconocido como autor moral y material de la recuperación de la soberanía nacional. Las situaciones de emergencia, de cuya instrumentación De Gaulle se presentaba como un verdadero técnico, seguían aportándole suficiente respaldo para la permanencia en el poder. Un poder que era ejercido bajo formas en ocasiones acordes con los principios demoliberales que Francia comenzaba a exigir nuevamente como usos de vida comunitaria. En el verano de 1944, Francia presentaba en el plano económico un panorama general más positivo que ningún otro país de los afectados por la guerra, a pesar de las destrucciones sufridas. Poseía ante todo resortes suficientes de autoabastecimiento de los productos necesarios para el funcionamiento de su aparato productor y para el sustento de la población; no se hallaba, por tanto, encarada al problema que presentaba una Gran Bretaña obligada a importar materiales hasta proporciones excepcionalmente elevadas. La comparación de cifras de producción entre los años 1939 y 1944 tampoco sirve como instrumento de conocimiento válido de la situación, ya que los últimos años de la paz todavía se encontraban fuertemente afectados por la crisis que cerró la década de los años veinte. Dentro del panorama reconstructor de Francia debe ser destacado de forma muy especial el hecho de la coincidencia de criterios en materia de reorganización de la economía manifestada por oponentes en el plano ideológico. En efecto, tanto el capital anteriormente proclive al colaboracionismo como los esquemas de la izquierda resistente irían encaminados a favorecer un mayor intervencionismo del Estado en las tareas de la producción y distribución de bienes. Así, los últimos meses de 19445 habían visto ya los procesos nacionalizadores de entidades de especial significación, tales como los transportes aéreos, la minería del carbón, la fabricación de armamento o la empresa Renault. Llegado el final del conflicto, la gran banca privada, el mismo Banco de Francia, las compañías aseguradoras, las empresas de gas y electricidad se hallan incluidas dentro de estas medidas socializadoras que respondían a unas necesidades concretas del momento en que eran adoptadas. Con la rendición de Alemania, Francia veía elevado su papel al rango de potencia de primer orden, gracias, en primer lugar, a la labor personal de su presidente provisional. Pero, por el momento, las actividades económicas mantenían una reducción que en muchos casos suponía solamente un 50 por 100 de la mantenida cinco años antes. La disminución del consumo alimentario y las dificultades existentes en todos los órdenes centraban los intereses más directos de la población, en unos momentos en que parecía factible establecer formas de organización que se manifestasen más válidas que las hasta entonces vigentes. La producción de hierro y acero no alcanzaba en Francia en julio de 1945 la tercera parte de la existente siete años atrás, y la reducción alimentaria se situaba en un 50 por 100 con respecto a la misma fecha. A esto debía añadirse el fenómeno inflacionario, que había hecho que durante la guerra los precios básicos se hubiesen multiplicado por cuatro. La planificación económica impuesta, respaldada más adelante por los planes de ayuda exterior, haría salir al país de tal situación, pero todavía en el instante de la paz Francia adolece de graves carencias en todos los órdenes. Dentro de los ámbitos de poder, los comunistas, que habían conseguido erigirse en destacados protagonistas de la resistencia, se enfrentaban de forma creciente con los grupos conservadores, que habían sido en medida señalada sustentadores del régimen de Vichy. Pero ya la definida inclusión de Francia dentro del campo occidental anulaba de hecho toda posibilidad de transformación colectivizada de sus estructuras en la misma forma en que se comenzaba a llevar a cabo sobre el centro y el este del continente. La inicial situación de anarquía imperante había sido reconducida, pero la provisionalidad que marcaba el carácter de la ordenación política no cesaba de manifestar sus consecuencias. El general De Gaulle parecía poco decidido a reinstaurar las formas republicanas, pero su posición se debilitaba progresivamente al calor de la normalización de la situación de Europa. Las fuerzas que se habían unido en torno a él exigían ya de forma expresa la recuperación de los usos tradicionales de gobierno y la superación de la situación presente de transitoriedad. El militar, que había conseguido poner a su país en una situación intermedia entre las posiciones mantenidas por los dos grandes del momento, se retiraría voluntariamente en febrero de 1946 tras comprobar que había perdido por el momento gran parte de sus apoyos sociales. Recluido en su retiro, esperaría una nueva ocasión para pasar de nuevo a protagonizar la escena pública de su país.
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El 14 de septiembre de 1708 -en plena Guerra de Sucesión española- una escuadra angloholandesa, mandada por el almirante sir John Leake, bombardeó los fuertes de Menorca y desembarcó las tropas del general James Stanhope, que en menos de nueve días ocuparon totalmente la isla. Por el Tratado de Utrech, de 1713, Menorca fue cedida a Inglaterra, aunque España nunca renunció a recuperarla. Ulteriormente, en 1756, en el curso de la Guerra de los Siete Años, la flota francesa del almirante Glassionaire derrotó a la del inglés sir John Byng y las fuerzas de desembarco del duque de Richelieu conquistaron para Francia la isla balear. Aquella victoria francesa tuvo consecuencias trágicas y gastronómicas. La Royal Navy hizo responsable al almirante Bing de la derrota y, tras su sumario consejo de guerra, fue fusilado a bordo de su navío, ejecución que sigue siendo uno de los casos más polémicos de la Historia de Inglaterra. Más amable es el asunto gastronómico: se acepta casi universalmente que un cocinero del duque de Richelieu inventó una de las salsas más conocidas, la mahonesa o mayonesa, para conmemorar aquel triunfo. Menorca volvió a cambiar de manos enseguida: por la Paz de París, que puso fin a la Guerra de los Siete Años, la isla fue devuelta a Inglaterra en 1763. Mas en agosto de 1781, en la renovada guerra de España y Francia, unidas contra Inglaterra, una escuadra franco-española, mandada por el duque de Crillon y llevando a sus órdenes al conde de O'Reilly y al general Buenaventura Moreno, jefes de las fuerzas españolas de Mar y Tierra respectivamente, atacó Menorca. El general James Murria -que, sin duda recordaba el trágico final del almirante Byng- ofreció una valerosa resistencia, pero tuvo que capitular, finalmente, el 5 de febrero de 1782, y la isla fue eventualmente recuperada por España. El funesto Tratado de San Ildefonso, de 1796, unió la suerte de España a Napoleón contra Inglaterra y, dada la importancia estratégica de la isla de Menorca para los ingleses, el 7 de noviembre de 1798, las fuerzas del general Sir Charles Stuart desembarcaron en la zona de Adaya y en diez días derrotaron a la escasa y desmoralizada guarnición española, comandada por el brigadier Juan Nepomuceno Quesada. En barcos ingleses fueron transportados a la Península 3.528 soldados, 153 oficiales y los 600 infantes suizos -hechos prisioneros por los austriacos en contiendas anteriores y vendidos a España "a dos dólares por cabeza"- optaron por pasarse a los ingleses y formar parte de las fuerzas de ocupación. Sir Charles Stuart ingresó con todos los honores en la Orden Militar del Baño y fue nombrado gobernador de Menorca. Pero, por motivos de salud, a mediados de 1799, regresó a Inglaterra. Su sucesor en la gobernación de la isla, el general St. Clair Erskine, mostró un gran interés en reforzar las defensas y, por ello, solicitó al almirante Horatio Nelson -reciente vencedor de los franceses en Abukir- que, con parte de sus navíos, se desplazara desde Sicilia a Menorca. Solicitud que Nelson satisfizo, enviando al contraalmirante Sir Thomas Duckworth con seis navíos de línea. Según las malas lenguas, Nelson no quiso trasladarse a Menorca con toda la flota para no alejarse de su amante, Lady Hamilton. Finalmente, sin poder alegar más excusas, Nelson, a bordo del Toudroyant, un navío apresado a los franceses, arribó a Mahón el 12 de octubre de 1799. El Almirantazgo había dado instrucciones a Nelson para que reuniera en ese puerto una flota adecuada para batir a una poderosa escuadra francesa, que se hallaba frente a Finisterre. Pero días más tarde, se supo que la supuesta escuadra francesa no eran sino barcos españoles refugiados en Ferrol, por lo que la operación fue cancelada. En Menorca, Nelson pidió a Erskine que le cediera 2.000 hombres para colaborar en la expulsión de los franceses de la isla de Malta, solicitud que el general inglés rechazó rotundamente y, en vista de ello, el malhumorado gran almirante preparó su urgente regreso a Palermo. Pero una fuerte tormenta, con huracanados vientos del noroeste, le retuvo hasta el 18 de octubre. Durante aquellos seis días, Nelson se alojó en la casa predial de San Antonio, también conocida como Golden Farm o Quinta de Oro -hoy día inevitable atracción turística de Menorca- y, según cuentan las crónicas, se dedicó a poner al día su correspondencia y a resolver asuntos pendientes, como el consejo de guerra del día 15 contra un marinero acusado de robo, que fue condenado a muerte y ahorcado en la arboladura de su navío. El día 18 de octubre partió hacia Palermo. Cuatro meses después, el 18 de febrero de 1800, Nelson colaboró con el almirante Keith en la victoria sobre la flota francesa en Malta y pronto llegarían sus días de gloria y muerte en Copenhague, Tolón y Trafalgar. Respecto a su estancia en Menorca, por más que la romántica tradición quiera imponerlo, es falso que le acompañara su amante, Lady Hamilton. El último gobernador inglés de Menorca fue el general Henry Fox, quien tras ser nombrado comandante supremo de las fuerzas inglesas en el Mediterráneo, trasladó su cuartel a la isla de Malta, libre ya de franceses. Entre tanto, los países participantes en la Segunda Coalición contra Napoleón -Gran Bretaña, Rusia, Turquía, Austria, Portugal y Las Dos Sicilias- proseguían con desigual fortuna la guerra. Los triunfos de Nelson en Abukir; de Sir Sydney Smith en Acre y de Sir Ralph Abercomby en Alejandría forzaron a los franceses a evacuar Egipto. Pero las grandes victorias napoleónicas de Marengo (14-6-1800) y sobre todo la de Hohenliden, en Baviera (2-12-1800), obligó a Austria a firmar la Paz de Luneville en febrero de 1801, paz que prácticamente deshizo la Coalición y dejó sola a Inglaterra contra Francia. Tras casi diez años de continuada guerra, tanto Francia como Inglaterra necesitaban la paz. Ambas potencias estaban cansadas y tenían graves problemas políticos y económicos que resolver. En Inglaterra, debido a una serie de malas cosechas, reinaba un gran descontento y el agresivo primer ministro William Pitt, a causa de su impopularidad, se vio forzado a dimitir, siendo sustituido por el moderado Henry Addington. Napoleón Bonaparte, ya primer Cónsul, se dirigió al Gobierno inglés en actitud pacifica; el 1 de octubre de 1801 se alcanzaron en Londres los acuerdos preliminares y la Paz se firmó en la casa consistorial de la ciudad francesa de Amiens, el 27 de marzo de 1802. Por esta Paz, Francia e Inglaterra abandonaban Egipto, que debía ser devuelto a Turquía; Inglaterra restituía a Francia y a Holanda los territorios e islas conquistados, pero conservaría Ceilán y la India; se comprometía a devolver la isla de Malta a la Orden de San Juan de Jerusalén y, curiosamente, después de casi cuatro siglos de continuado uso, los reyes del Reino Unido de la Gran Bretaña, aceptaron dejar de autotitularse también Reyes de Francia. Por su parte, Francia se retiraba de Italia y prometía frenar su política expansionista. Con respecto a España, Napoleón consintió que Inglaterra conservara la isla española de Trinidad, ocupada en 1797 por la flota del almirante Harvey, pero, definitivamente, recuperaba Menorca y se aceptó la agregación de Olivenza -que había formado parte de Portugal hasta la Guerra de las Naranjas- al territorio español. Por parte de España, dicha paz la firmó José Nicolás de Azara; por Francia, José Bonaparte -hermano de Napoleón-; por el Reino Unido, lord Cornwallis; y por Holanda, el señor Schimmelpennick. "Los plenipotenciarios creyeron que con este tratado había desaparecido la enemistad entre Francia e Inglaterra, y se abrazaron emocionados en medio de los aplausos de cuantos presenciaban el acto", anotó un testigo presencial. Pero aquella paz a nadie convenció, apenas constituyó una tregua y tan solo un año mas tarde, al rechazar Inglaterra la devolución de la isla de Malta a los Caballeros de San Juan, la guerra se reanudó y Francia se tuvo que enfrentar a la Cuarta Coalición, formada por Rusia, Austria, Suecia e Inglaterra. La breve ocupación francesa de Menorca, de algo más de siete años, dejó en la isla una nueva ciudad, San Luis, y una aceptable red viaria. Pero los 71 años de posesión inglesa han dejado una huella más honda y perceptible. Los ingleses, por captarse la simpatía de los menorquines, adoptaron una política de tolerancia y respeto a las instituciones y costumbres locales. Y buena prueba de que lo consiguieron es el dato de que, cuando en 1778 se reanudaron las hostilidades con Francia, el gobernador ingles James Mostyn concedió la patente de corso a más de 50 naves menorquinas que atacaron los puertos y costas de la Península y de Francia. Diversas obras públicas fueron debidas a los ingleses, quienes fundaron y levantaron la ciudad de Georgetown -hoy Villacarlos-, y todavía podemos contemplar, en las cercanías de Mahón, el monumento erigido a la memoria del gobernador Sir Richard Kane, "uno de los mejores administradores británicos que tuvo la isla menorquina". Con el clero los ingleses tuvieron algunos problemas, que en general obedecían a que los curas menorquines se vieron forzados a tolerar contra su voluntad los cultos de las minorías protestante, griega y judía, establecidas en Menorca durante los años de ocupación inglesa. También en la arquitectura, mobiliario e, incluso, en las bebidas, hoy día, se percibe la influencia inglesa en Menorca. Varios de sus antiguos edificios reflejan el llamado estilo georgian o georgiano del siglo XVIII inglés, y la misma tendencia se percibe en muchos otros rasgos de la estética y las costumbres de la isla.
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Sin embargo, el rumbo imparable de los tiempos hizo que se permeabilizasen nuestras fronteras tras unos años de introversión y autarquía, que nuestros arquitectos viajasen y comprendiesen que esta arquitectura -cara, desfasada y producto de la crispación postbélica- no tenía porvenir. El mismo Gutiérrez Soto, tras un viaje por América, decidió cambiar un proyecto historicista por otro más moderno para sus Oficinas del Alto Estado Mayor (1951-1954. C/ Vitruvio-Paseo de La Castellana, Madrid). Francisco Cabrero, tras un viaje por Italia, realiza junto con Rafael de Aburto el Edificio de Sindicatos (1950-1956. Actual Ministerio de Sanidad y Consumo. Paseo del Prado, Madrid), otra obra de transición. Se trata de la paulatina asimilación de la arquitectura moderna por parte del Estado, tal como demuestra el Gobierno Civil (1956-57/1959-63, Tarragona) de Alejandro de la Sota, el Poblado de Entrevías (1956, Madrid) de F. J. Sáenz de Oíza, o el Pabellón de los Hexágonos (Exposición Universal de Bruselas-1958) de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún. Igual que la Iglesia católica y las órdenes religiosas tendrán en Miguel Fisac el arquitecto capaz de revolucionar el edificio de culto tradicional, adaptándose a las corrientes modernas. Por otra parte, debe señalarse la pronta recuperación de la arquitectura moderna en el ámbito catalán, más propenso al trabajo en equipo. Con motivo de la celebración de la V Asamblea Nacional de Arquitectura (1949) -en la que se habló de Gaudí, de Le Corbusier, de Wright, incluso F. Mitjans lo hizo del olvidado oficialmente GATEPAC-, los ánimos se avivaron. Y al igual que se unen otros artistas en grupos de ruptura -caso de Dau al Set (1948-1941, Barcelona) y luego El Paso (1957-1960, Madrid)-, enseguida surgirá el efímero grupo R (1951. Oriol Bohigas, José Antonio Coderch, Joaquín Gili, Antonio de Moragas, José Pratmarsó, José María de Sostres, Manuel Valls), que inauguraba su primera exposición en las Galerías Layetanas de Barcelona (6-XII-1952), recuperando la arquitectura moderna como renovación. La arquitectura española ha podido registrar desde entonces, hasta el inicio de la llamada postmodernidad en los años setenta, todas las variadas e imbricadas tendencias internacionales (racionalismo, funcionalismo, organicismo, etc.), dimanadas de los grandes padres de la arquitectura moderna: Le Corbusier, Gropius, Mies van der Rohe, Wright, Aalto. Incluido en un primer momento el influjo del GATEPAC como difusor de las más genuinas y ejemplo a seguir, en ese sano interés por mejorar el medio de vida de los semejantes que antes caracterizaba al arquitecto. Sin embargo, esta evolución, condicionada por nuestra situación económica y cultural, que culmina actualmente en un momento en que se hace la mejor arquitectura en España -comentario que difícilmente podría aplicarse a las demás artes plásticas-.
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Las epidemias pestilentes reaparecieron en Europa en diversos momentos de la segunda mitad del siglo XIV. Veamos su presencia en los Países Bajos, según lo señalado por W. Blockmans: 1360-1362, 1368-1371, 1382-1384 y 1400-1401. Para Italia se han apuntado las siguientes fechas: 1360-1363, 1371-1374,1380-1383 y 1398-1400. Pero estas nuevas sacudidas fueron mucho menos brutales que la peste de 1348, tanto por lo que se refiere a su ámbito de difusión, nunca generalizado a todo el Continente europeo, como por sus efectos mortíferos. Por lo demás se observa no sólo una debilitación progresiva del morbo, sino también un incremento de los intervalos entre esas oleadas pestilentes, llamadas por algunos autores "epidemias-eco", por cuanto funcionaban como reflejos tardíos de la terrible muerte negra de mediados de siglo. De todas formas la aparición de nuevos brotes epidémicos, unida a otros factores, como la acción devastadora de la guerra en suelo francés, y, en general, las consecuencias a largo plazo del desastre causado por la peste negra, explican que en la segunda mitad del siglo XIV y aun en parte de la centuria siguiente continuará el descenso poblacional. El ejemplo aducido a propósito de la localidad de Chalons-sur-Saòne, que contaba en el año 1360 con 966 hogares, pasando a sólo 490 en 1381 y a 395 en 1406, puede generalizarse a otras regiones francesas, como Provenza, Languedoc y el entorno de París. Por lo que respecta a Italia, y ante todo a Toscana, puede decirse que el punto más bajo del nivel poblacional se alcanzó entre los años 1400 y 1415. Todo parece indicar que el siglo XV supuso, en términos demográficos, la otra cara de la moneda. Ciertamente pueden rastrearse en la decimoquinta centuria epidemias pestilentes, que causaron una notable mortandad. La más llamativa de todas fue la que se difundió entre los años 1437 y 1439. "La epidemia de bubones fue tan larga y tan violenta como no se conocía desde 1348", afirma el anónimo autor del "Journal d'un bourgeois de París à la fin de la Guerre de Cent Ans", a propósito de la peste desatada en 1438 en la cuenca del Sena. Pasando de las opiniones subjetivas a las conclusiones de los estudios histórico-demográficos de nuestros días veamos lo sucedido en los Países Bajos: la región de Hainaut perdió en esas fechas cerca del 30 por 100 de su población; Brujas, en torno al 20 por 100, y Gante, aproximadamente, el 10 por 100. En años sucesivos se registraron nuevos brotes epidémicos, así en 1456-1458. Por lo que respecta a la Corona de Castilla, A. Mac Kay ha establecido la cronología de las epidemias: 1402, año en que la peste afectó esencialmente a las tierras andaluzas; 1412-1414, todo el Reino se vio bajo las consecuencias de la mortandad; 1434-1438, periodo caracterizado por una generalización de la peste, por lo demás de gran intensidad; 1442-1443, fase en la que la epidemia causó sus estragos en Andalucía y la Meseta norte (hay noticias de sus estragos en localidades como Sahagún y Carrión); 1457, año que registra la presencia de la peste en Valladolid, pero también en Riaza; 1465, la mortandad recorrió la Meseta, pero también actuó en Sevilla, como atestigua el jurado de aquella ciudad Garci Sánchez en sus "Anales"; 1468, último gran brote pestilente de la decimoquinta centuria, que ocasionó la muerte del príncipe Alfonso, hermano de Enrique IV de Castilla. Pero, con todo, la tendencia general apuntaba inequívocamente en otra dirección, la recuperación demográfica. En el siglo XV asistimos al desarrollo de ciclos de crecimiento poblacional de unos treinta años de duración, interrumpidos, eso sí, por crisis de mortandad que, ocasionalmente, podían tener una incidencia devastadora. Al menos así lo ha comprobado W. Blockmans para los Países Bajos. En términos generales puede decirse que los primeros síntomas de cambio en el ritmo demográfico se dieron entre los años 1420 y 1440, alcanzándose un progreso poblacional firme a partir de 1450. A. Tenenti ha señalado, refiriéndose al Continente europeo en su conjunto, que "su patrimonio demográfico creció más o menos ininterrumpidamente desde 1450 hasta el siglo XVII". Todo parece indicar que en la decimoquinta centuria mejoró notablemente la resistencia física de los seres humanos a los efectos de las epidemias. Pero no debemos olvidar, como factores básicos explicativos de la recuperación poblacional, la mejora experimentada en las condiciones alimenticias, que incidió en un incremento de la esperanza de vida y en un descenso de la tasa de mortalidad, así como la mayor precocidad observada en la edad de celebración de los matrimonios. También pudo ejercer su influencia el hecho de que en la segunda mitad del siglo XV, al menos en diversas regiones europeas de las que hay datos contrastados, hubiera preponderancia del sexo femenino sobre el masculino. Así las cosas, como dice R. Fossier, "la edad del matrimonio de la mujer desciende y la fecundidad se inicia más pronto". Medir en términos cuantitativos el crecimiento demográfico de Europa en la decimoquinta centuria es sumamente difícil. Por lo demás, pese a que la tendencia general es inequívocamente de alza demográfica, siempre pueden señalarse excepciones. Tal fue el caso, por ejemplo, de Cataluña, en el ámbito hispánico, o de Provenza, en el francés, territorios que siguieron una tendencia demográfica descendente en todo el siglo XV. No obstante predomina el incremento del número de habitantes, mensurable en porcentajes que oscilan entre el 0,5 y el 1 por 100 anual. Incluso en Languedoc el incremento alcanzaba, en las últimas décadas del siglo XV, casi el 2 por 100. De todas formas el crecimiento de la población es claramente visible en el mundo urbano, aunque no sea únicamente consecuencia de factores naturales, sino también de la emigración de gentes del campo. En el Imperio la ciudad de Leipzig paso de tener 519 hogares en el año 1474 a 734 quince años después. Francfort también creció en la segunda mitad del siglo XV, aunque de manera más suave, pues ascendió de 2.593 hogares en 1463 a 2621 en 1495. Amberes, por su parte, alcanzó un incremento espectacular entre los años 1472 y 1496, pues los 4.510 hogares de la primera de las fechas citadas se habían convertido en 6.586 en la segunda. Así las cosas, la conclusión a la que han llegado los historiadores de la población apunta en el sentido de que en el transcurso de la decimoquinta centuria no sólo se logró en numerosos territorios la recuperación de los umbrales demográficos anteriores a la peste negra, sino incluso su superación. Veamos algunos ejemplos: Augsburgo, que contaba al comenzar el siglo XIV con unos 25.000 habitantes, bajó a apenas 12.000 un siglo después, para alcanzar los 30.000 al filo del 1500; Marsella pasó de 31.000 habitantes en el año 1300 a 21.000 cien años después y a 45.000 a fines de la decimoquinta centuria; Nápoles, con 60.000 habitantes en los albores del siglo XIV, y 45.000 un siglo después, llegaba a los 125.000 en el año 1500. Pero en otros casos no fue así, particularmente en Italia, muchas de cuyas ciudades tenían a mediados del siglo XV efectivos poblacionales notoriamente inferiores a los de 1348, si bien en esta situación influyeron también otras causas, como los interminables conflictos bélicos. Por lo que se refiere a la Corona de Castilla F. Ruiz ha señalado que la ascensión demográfica es un hecho generalizado desde el año 1445 aproximadamente. El crecimiento demográfico está atestiguado para numerosas ciudades y villas de dicho territorio. Valga como ejemplo Sevilla, magistralmente estudiada por A. Collantes, a partir de los padrones conservados de la decimoquinta centuria. La ciudad de la Giralda pasó de unos 3.000 vecinos, con que contaba a finales del siglo XIV, a los 7.000 que se registran en las fuentes del año 1485. Como quiera que el núcleo sevillano prácticamente no experimentó cambios en ese periodo de tiempo, el aumento de población supuso un incremento de la densidad de población del área urbana, que pasó de 9,8 habitantes por hectárea en 1384 a 16,8 en el segundo cuarto del siglo XV y a 24,4 en la década de los ochenta de la centuria mencionada. Claro que el aumento de los efectivos demográficos del siglo XV en la Corona de Castilla también se atestigua de forma indirecta, así por ejemplo a través de la reanudación del proceso roturador, que había quedado paralizado en la anterior centuria.