La derrota del Stalingrado puso a las tropas alemanas del Cáucaso (Kleist) en peligro de quedar cercadas, aunque pudieron replegarse porque la mayor parte de las fuerzas soviéticas todavía estaba ocupada en aquella ciudad. La persecución fue infructuosa: los alemanes se movieron por carretera, con la retaguardia cubierta por los blindados de von Manstein, mientras que los rusos acudieron en ferrocarril y terminaron el recorrido a campo través, entre las masas de nieve. Cuando Stalingrado se rindió, los alemanes del Cáucaso ya habían cruzado el Don. La URSS se recuperaba militarmente. En el norte, una ofensiva junto al lago Ladoga abrió un pasillo en el cerco de Leningrado, que había durado diecisiete meses, y, más allá de los Urales, las fábricas trasladadas producían ingentes cantidades de material de guerra. Progresivamente, los alemanes se vieron agobiados por numerosos ataques del Ejército Rojo, ejecutados con anticuadas técnicas militares y sin aprecio por la vida de los soldados, lanzados en grandes oleadas. La Wehrmacht carecía de efectivos para sostener semejante presión y cubría el frente con posiciones ligeras y una reserva móvil a retaguardia, dispuesta a reconquistarlas si se perdían. Los rusos atacaban en diversas direcciones hasta que concentraban grandes masas de artillería, carros e infantería sobre el objetivo considerado principal. La retirada de las tropas del Cáucaso se convirtió en una carrera entre la motorizada Wehrmacht y el Ejército Rojo, fundamentalmente a pie, que aprovechaba cualquier vehículo o almacén abandonado por sus enemigos. Cuando el avance ruso dibujó una larga y débil cuña entre el Donetz y el mar de Azov, von Manstein supo explotar la situación y, durante la última semana de febrero, sus blindados atacaron el flanco de la cuña rusa, la partieron en dos y embolsaron gran cantidad de tropas cerca de Jarkov. Sin embargo, las tropas alemanas eran ya tan escasas que no pudieron rematar la jugada. A mediados de marzo, las operaciones se detuvieron, pues el deshielo convirtió los campos en océanos de fango. Más al norte, en el frente de Moscú, Hitler autorizó una retirada parcial. El 5 de julio de 1943, como cada verano, los alemanes lanzaron su ofensiva: una operación tenaza contra Kursk, entre Moscú y el mar de Azov. No tuvieron el éxito acostumbrado porque sus unidades estaban reducidas a la mitad de efectivos y en las divisiones panzer escaseaban los blindados, a pesar de incorporar los magníficos carros Tigre y Panther. Este año, la ofensiva de verano resultó lenta y costosa; los soviéticos pudieron replicarla con una contraofensiva y la lucha se mantuvo en tablas hasta mitad de agosto. La Wehrmacht ya era incapaz de parar las incursiones, que penetraban como un cuchillo; en cambio, el Ejército Rojo prosperaba gracias a la brutal táctica del ataque en masa, aunque provocase más víctimas propias que enemigas. La URSS contaba con innumerables reclutas, mientras que el Reich no podía reponer sus pérdidas, atrapado en la guerra de desgaste, en el infierno tradicional de la estrategia prusiana. En aquel verano de 1943, los rusos recuperaron Esmolensko y Briansk donde, dos años antes, había escrito la Blitzkrieg uno de sus más espectaculares episodios. En sur, los soviéticos, que contaban con material americano, llegaron al Dniéper, lo cruzaron por improvisados puentes hechos de troncos y, en octubre, se acercaron a Kiev, de donde se retiraron los alemanes. Una vez que el Ejército Rojo tomó la ciudad, pequeños destacamentos de tanques de von Manstein se infiltraron por todas partes y desordenaron a los rusos, aunque no pudieron recuperar el terreno, embarrado ahora por las lluvias de diciembre.
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Las complicaciones surgen a cada paso, cuando nos planteamos la reconstrucción del recinto urbano intramuros, aunque las últimas investigaciones llevadas a cabo en Mérida van aclarando el panorama en sus lineas fundamentales. El trazado de las calles emeritenses pudo fijarse en buena medida a comienzos de siglo XX, en ocasión de los trabajos de la nueva acometida de aguas y servicios higiénicos. Todo ello fue recogido en las memorias de las excavaciones entonces efectuadas, y con esos datos y los que fue anotando el sobrestante del Ayuntamiento, Sr. Galván, Maximiliano Macías pudo publicar un plano de las cloacas que podría aceptarse en líneas muy generales. Según el referido plano, catorce alcantarillas se orientaban perpendicularmente al río, en tanto que nueve eran paralelas a la corriente de agua. Tan sólo una, la correspondiente al kardo maximus, venía a desaguar en el arroyo Albanegas, si bien es probable que no fuera la única. La uniformidad es la que preside la construcción de estos conductos sanitarios, que pueden observarse perfectamente en el dique de contención de aguas del Guadiana. La ciudad romana, al parecer, estaba estructurada en cuadrículas más o menos regulares, que delimitaban insulae o manzanas de 100 x 110 metros de longitud por 50-60 metros de anchura, aunque algunas son más cortas, de 80 metros por 70-75 metros. De todo el tejido urbano, con los problemas que su estudio encierra, se conoce bien el trazado de varias viae, sobre todo el del decumanus y el kardo y otras halladas en el recinto de la Alcazaba árabe y Anfiteatro, además de otras hoy no aparentes. Todas han aparecido pavimentadas con grandes losas de diorita azulada, que procedían de las canteras del vecino pueblo de La Garrovilla. Una particularidad de las calles emeritenses es la de la disposición de pórticos a lo largo de las más importantes. Los pórticos, a la manera de nuestros actuales soportales, se sustentaban en columnas graníticas. Una vez expuestos los caracteres más sobresalientes de las viae emeritenses, pasamos a considerar algunas zonas que se pueden destacar dentro del tejido urbano colonial.
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El fin de siglo comporta también la aparición de un arte cosmopolita que triunfa esencialmente en París, pero también en otras capitales europeas como Roma, y también en América. Los Estados Unidos conocen la pintura de Ramón Casas a través de Charles Deering, y la Hispanic Society de Nueva York desarrolla un programa completo para el conocimiento y la divulgación de la pintura española, con el inicio de una colección. Sorolla será el artista más representado, al que incluso se le encarga la decoración de la biblioteca y una galería de retratos. Otro gran centro de consumo de arte español que no ha sido suficientemente reconocido, fue Buenos Aires, donde triunfan Anglada Camarasa y Ortíz Echagüe entre muchos otros. Estos artistas elaboran una pintura artificiosa que tiene sus orígenes en el decorativismo fin de siglo, pero con un desarrollo temático, en algunos casos, próximo al casticismo costumbrista, al servicio de una imagen de lo español grata al acaudalado coleccionista extranjero, y no muy alejada de la que popularizaba en España Julio Romero de Torres. El artista más representativo de esta tendencia es el catalán Hermen Anglada Camarasa (1871-1959), gran pintor colorista, que contrasta con el gran muralista Josep María Sert (1874-1945), seguidos por Xavier Gosé (1876-1915), otro catalán que triunfa en París como refinado dibujante de escenas galantes. Anglada Camarasa fija su residencia en París en 1898, pero no pierde el contacto con los artistas catalanes que mantenían una linea de vanguardia, los que se reunían en "Els Quatre Gats". En el París del fin de siglo se especializa en temas de la noche o de la vida frívola con un tratamiento lumínico muy peculiar y un gran decorativismo, que lo convierten en uno de los artistas más significativos del Art Nouveau y su pintura se expone en las principales ciudades europeas y americanas. Poco a poco modifica la temática de su pintura: las escenas de París dejan paso a tipos castizos españoles, valencianos especialmente, tratados con gran dominio del color, y con exuberancia y exotismo. Instalado en Pollensa (Mallorca), los últimos años de vida, sin perder el sentido decorativo y colorista que le caracteriza, se centrarán en la temática de paisaje. Un artista más difícil de clasificar es Josep María Sert, que se especializa en la pintura mural y elabora un lenguaje que quiere situarse en la línea de las grandes obras del setecientos por su composición, pero en las que renuncia explícitamente al color, si no es como contrapunto a su pintura monocroma. Realiza grandes composiciones murales en residencias particulares; y por encargo de Torras y Bages desarrolla un extenso programa mural en la catedral de Vic. Su sistema pictórico fue asimilado con facilidad por la clientela modernista, como lo demuestra el hecho de trabajar para la casa Art Nouveau de Bing en París, lo que no evitó que, pocos años más tarde, Eugenio D'Ors lo clasificara de noucentista. Ignacio de Zuloaga, por su parte, no está exento de este reconocimiento internacional. Los años anteriores a la primera guerra mundial comparte su tiempo esencialmente entre Segovia y París, donde expone regularmente, así como en la Hispanic Society de Nueva York. Es un artista que se ha alejado de la España negra y se ha convertido en un cotizado retratista, género en el que logró un gran dominio psicológico de los personajes, y cuyo mejor exponente es el retrato de la condesa Mathieu de Noailles (1914) del Museo de Bilbao, y que alterna con temas costumbristas que realiza preferentemente en su estudio toledano. Entre los pintores de temas épicos se puede destacar el santanderino Rogelio de Egusquiza, pintor de temas wagnerianos, y el tema costumbrista lo populariza Antonio Ortiz Echagüe (1883-1942), un artista que vive en Roma, Cerdeña, Holanda, París o Estados Unidos y que triunfa en Buenos Aires. Si el denominador común de la mayoría de estos artistas cosmopolitas es el de difundir fuera de nuestras fronteras la temática casticista española, la producción del magnífico artista grancanario Néstor Martín Fernández (1887-1949), ya en el limite de la época que nos ocupa se sitúa en el polo opuesto, en su faceta como pintor; de sus trabajos de figurinista, por el contrario, y de sus esfuerzos por definir una estética popular para el pueblo canario, podemos deducir un interés por los temas regionalistas. El Néstor pintor se mueve dentro de un simbolismo más elaborado, un simbolismo que quiere definir los orígenes y los limites de la Naturaleza. Se forma entre Madrid y Barcelona, donde conoce los artistas simbolistas y en particular el prerrafaelismo inglés y, entre 1904 y 1907, viaja por Inglaterra, Francia y Bélgica. En 1908 pinta Epitalamio o las bodas del príncipe Néstor, la primera de sus obras en que se patentiza su peculiar interpretación del simbolismo europeo, una obra ambigua que roza los planteamientos decadentistas. Su proyecto más ambicioso debía ser un conjunto de grandes lienzos agrupados bajo el epígrafe de Poema de los Elementos, una interpretación mítica de la Naturaleza en la que el pintor profundiza en la búsqueda de las fuerzas primigenias. Constaba de cuatro series dividida cada una de ellas en dos conjuntos de cuatro obras. La primera de ellas, el Poema del mar o Poema del Atlántico (1913-1938) -dividido en Las horas y Los aspectos- recupera el mito del Atlántico, le siguió, aunque quedó inacabado, el Poema de la Tierra; el conjunto debía completarse con el Poema de las aves (del aire) y con el Poema del fuego, que debía constar de una sola obra. Néstor es un artista inquietante, que completa el panorama del simbolismo español.
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España fue uno de los últimos países europeos en que se impuso la reforma agraria en el período de entreguerras, y la suya fue de las más moderadas y de menor alcance. Su propósito era corregir las desigualdades sociales y el atraso del campo español, convirtiendo en propietarios a cientos de miles de campesinos sin tierra y aumentando de paso la capacidad de consumo de las masas rurales. La reforma fue básicamente obra de la pequeña burguesía liberal, heredera de la elite intelectual krausista y del regeneracionismo agrario de Joaquín Costa, y que ahora constituía la izquierda republicana. Para este sector, la República debía culminar la transformación del régimen de propiedad agraria a fin de completar la modernización del sistema productivo y eliminar las pervivencias señoriales que no había erradicado la revolución liberal del siglo XIX. Su visión, respetuosa con los cultivadores directos y con el principio de la propiedad privada de la tierra, se impondría en la práctica a la de los socialistas, partidarios de la restitución de los bienes comunales y de un proceso de socialización protagonizado por cooperativas y organizaciones sindicales, que beneficiase a los campesinos sin tierra. Los fines de la reforma agraria eran, según su más destacado portavoz, Marcelino Domingo: "remediar el paro agrario", mediante el asentamiento de jornaleros en las tierras expropiadas; "redistribuir la tierra", expropiando las grandes fincas señoriales y los latifundios en manos de propietarios absentistas para entregarlas a sus cultivadores, individualmente o a través de cooperativas; y "racionalizar el cultivo", disminuyendo el crecimiento de la superficie cerealista y devolviendo a los núcleos rurales sus antiguos bienes comunales, perdidos con las desamortizaciones del siglo XIX. Las etapas de la reforma, que produjo una buena cantidad de disposiciones legales, fueron las siguientes: a) Decretos del Gobierno provisional: Fueron elaborados con carácter urgente por el Ministerio de Trabajo a lo largo de la primavera de 1931, para regular la normativa laboral y aliviar la situación del campesinado, sobre todo en Andalucía y Extremadura, donde el invierno anterior se habían superado los 100.000 parados y los abusos en la contratación y los bajos salarios mantenían en la miseria a la población jornalera. Los más importantes eran: - Decreto de Términos Municipales (28 de abril), que obligaba a los propietarios andaluces y extremeños a emplear a los braceros locales con preferencia sobre los forasteros. El decreto, combatidísimo por los propietarios, permitía a los sindicatos un mejor control del mercado de trabajo, pero su aplicación fue muy complicada y provocó agravios comparativos entre las zonas con mayor paro y aquellas otras en las que los braceros locales tenían mejores posibilidades de contratación. - Decreto de 29 de abril de prórroga de los arrendamientos rústicos (conocido como de desahucios) destinado a evitar cambios en la estructura de la propiedad antes de acometer la reforma, por lo que prohibía la expulsión de las tierras arrendadas, cuya renta no excediera las 1.500 pesetas anuales. Posteriormente, otro Decreto autorizó la revisión de las rentas abusivas, tomando como base la renta catastral, y prohibió el subarriendo hasta que se consolidara la nueva situación traída por la reforma (11 de julio). - Decreto sobre laboreo forzoso, de 7 de mayo, que regulaba la obligatoriedad de determinados trabajos (escarda, desbroce del monte bajo) necesarios para el buen mantenimiento de los cultivos, con lo que aumentaría la producción agraria y la contratación de mano de obra. El Decreto vino provocado en buena medida por el temor a que el boicot de los propietarios a la reforma agraria les llevara a suspender las faenas agrícolas en sus fincas. Para vigilar su cumplimiento se establecerían comisiones municipales de patronos y obreros arbitradas, conforme a los usos y costumbres del lugar, por las secciones provinciales del Ministerio. - Autorización de arrendamientos colectivos (19 de mayo), lo que permitiría a los sindicatos campesinos ocupar las fincas en abandono manifiesto con prioridad sobre las personas individuales, combatiendo así el subarriendo. - Implantación en el medio agrario del Seguro de Accidentes de Trabajo (17 de junio). - Establecimiento de la jornada de ocho horas para los jornaleros, que percibirían un salario superior por las restantes que trabajasen (1 de julio). Hasta entonces, en el campo español habían predominado las jornadas de sol a sol, por las que se cobraba un jornal completo. Este conjunto de decretos fueron convertidos en leyes por las Cortes Constituyentes el 9 de septiembre de 1931. b) Establecimiento de los Jurados Mixtos de Trabajo Rural, Propiedad Rústica e Industrias Agrícolas: Se introdujeron por Decreto de 7 de mayo de 1931, y su primer cometido fue determinar los salarios de la campaña agrícola de ese año. Con apoyo gubernamental, los representantes sindicales lograron subidas substanciales en los jornales, que de 3,50 pesetas pasaron a oscilar entre las 5 y las 10 pesetas diarias. El Decreto establecía tres tipos: a) Jurados Mixtos de trabajo rural, integrados por representantes de propietarios y de trabajadores sindicados para reglamentar las condiciones laborales; b) Jurados Mixtos de propiedad rústica, que regulaban las relaciones entre los propietarios de tierras y los arrendatarios; c) Jurados mixtos de la producción y de las industrias agrarias. Con la Ley de 27 de noviembre de 1931, los Jurados Mixtos agrarios se integraron en el sistema general, como órganos de mediación laboral y de negociación de los convenios colectivos. c) La Ley de Bases de la Reforma Agraria: Este texto, uno de los documentos clave del reformismo republicano, tuvo una gestación larga y difícil. El 21 de mayo de 1931, el ministro de Justicia, el socialista Fernando de los Ríos, creó por Decreto una Comisión Técnica Agraria, órgano asesor del Gobierno para la reforma. La Comisión, presidida por el liberal Felipe Sánchez Román y en la que figuraban economistas y técnicos de la talla de Antonio Flores de Lemus, Juan Díaz del Moral y Pascual Carrión, recibió el encargo de redactar un proyecto de Reforma Agraria, labor que completó el 20 de julio. En él se preveía la ocupación temporal por tiempo indefinido de aquellas propiedades que excedieran las 10 ha de regadío o una extensión superior a 300 ha de cultivos de secano. En ellas, se asentarían como colonos familias campesinas no propietarias, a un ritmo de 60.000 a 75.000 por año, lo que suponía extender la reforma durante casi quince años. La entrega de tierras y de medios materiales para el cultivo se realizaría a comunidades de labriegos en régimen de cooperativa, para que las distribuyesen, si lo preferían, en lotes individuales. La reforma se financiaría mediante un impuesto progresivo sobre los latifundios y se encomendaba su ejecución al Instituto de Reforma Agraria (IRA), mientras que una Junta Central de Reforma Agraria controlaría los censos provinciales de campesinos asentables. Pero el proyecto no prosperó. Los grandes propietarios rurales, un poderoso grupo de presión económica que ejercía un fuerte control sobre la derecha política, constituyeron rápidamente una asociación nacional para defender sus intereses. Por otra parte, los socialistas lo criticaron por conservador y precario ya que, entre otras cosas, no contemplaba la expropiación y el traspaso de la propiedad de la tierra a los colonos. Se encomendó entonces la redacción de un nuevo proyecto a una Comisión ministerial, que lo entregó a las Cortes el 25 de agosto. Conservaba del anterior el impuesto progresivo sobre la tierra para sufragar la reforma, las competencias de control de la Junta Central de Reforma Agraria y el compromiso sobre el ritmo de asentamiento, pero reordenaba las prioridades en la expropiación, colocando en primer lugar las tierras de origen señorial y aquellas fincas privadas que superasen la quinta parte del término municipal o que estuvieran notoriamente abandonadas. Los propietarios serían indemnizados a precios de mercado y conforme al líquido imponible declarado en el catastro, con dinero hasta el medio millón de pesetas y con títulos de la Deuda, intransferibles e inembargables, a partir de esa cantidad. El texto, más favorable a los terratenientes y que supondría una desorbitada suma en pagos de las indemnizaciones, fue muy criticado por los socialistas y su retoque por una Comisión parlamentaria ad hoc, gustó aún menos a todas las partes afectadas. Hasta marzo de 1932 no llegó a las Cortes un nuevo proyecto, elaborado por el equipo que dirigía el ministro de Agricultura, Marcelino Domingo. Más moderado que el primitivo de la Comisión Técnica, suprimía el impuesto sobre las grandes propiedades, mantenía las indemnizaciones a los terratenientes afectados y renunciaba a la expropiación por Decreto y a la fijación de contingentes de asentamientos. La timidez del proyecto fue atacada por los socialistas en el debate parlamentario, iniciado en mayo, y sufrió la obstrucción sistemática de las minorías derechistas, entre las que había numerosos terratenientes, y una de las cuales, la denominada agraria, tenía como finalidad principal combatir el concepto mismo de la reforma. Los propios republicanos gubernamentales mostraban un entusiasmo muy relativo, y ello favoreció el estancamiento de los debates, hasta el punto de que a comienzos de agosto sólo se habían aprobado cuatro artículos del proyecto. Sin embargo, el intento de golpe de Estado de ese mes, que forzó a la izquierda a cerrar filas en defensa del régimen, contribuyó a acelerar los debates en un clima de mayor consenso de la mayoría republicano-socialista. El 24 de agosto, las Cortes aprobaron una Ley expropiando sin indemnización las tierras cultivadas propiedad de los antiguos grandes de España, la más rancia aristocracia terrateniente, a quienes se consideraba principales financiadores de la "sanjurjada". Ello dejó inmediatamente disponibles para el reparto 562.520 ha, hasta entonces en manos de sólo 65 propietarios. Finalmente, el 9 de septiembre de 1932, la Cámara aprobó la Ley de Bases, que fijaba como objetivo prioritario de la reforma las catorce provincias de la España latifundista: Andalucía, Extremadura, el sur de La Mancha y la provincia de Salamanca. La Ley establecía la expropiación con indemnización de los señoríos jurisdiccionales, las tierras incultas o deficientemente cultivadas, las arrendadas durante doce años, o las situadas en las cercanías de las pequeñas poblaciones, cuyo propietario tuviera cierto nivel de rentas, y aquellas susceptibles de ser puestas en regadío. Los límites de extensión expropiable eran relativamente elásticos y variaban según el tipo de cultivo: entre 300 y 600 ha, los cultivos herbáceos; 150-300 ha, los olivares; 100-150, los viñedos; 400-750, las dehesas y 30-50, los regadíos, aun cuando estas fincas eran directamente cultivadas por sus propietarios, la extensión no expropiable se elevaba en un tercio. d) Desarrollo de la Reforma: Contra lo esperado, los efectos de la Ley de Bases fueron muy limitados. En primer lugar, su período de vigencia se extendió tan sólo hasta diciembre de 1934, cuando la derecha entonces en el Poder modificó substancialmente su texto. Por otra parte, los recursos asignados por el Estado fueron claramente insuficientes. El IRA, creado el 25 de septiembre de 1932, contaba con un presupuesto anual de cincuenta millones de pesetas, con el que era imposible proveer de material y otorgar créditos a los campesinos asentados. Esta falta de recursos se había intentado obviar autorizando la ocupación temporal de las tierras a expropiar en el futuro, y por las que los colonos pagarían una renta, pero la medida dejó de aplicarse tras la derrota electoral de la izquierda, en noviembre de 1933. El Banco Nacional de Crédito Agrícola, fundado para complementar las inversiones en la reforma mediante el estímulo al cooperativismo agrario, no prosperó por la resistencia de la Banca privada, vinculada familiar y económicamente a los terratenientes, a colaborar en la financiación del proyecto a través del Consejo Superior Bancario. El IRA tardó mucho en organizarse y careció del suficiente poder ejecutivo para imponer la reforma, a la que no se otorgó la necesaria legislación complementaria. La compleja burocracia del Instituto complicó el trabajo de los técnicos encargados, en número insuficiente, de aplicar la reforma, y que hubieron de limitarse casi siempre a acumular información en espera de poderla aplicar más adelante. Y cuando, al cabo de un año, pudieron empezar a recogerse los primeros frutos, la salida de la izquierda del Gobierno frustró el desarrollo posterior de la polémica Ley Domingo. ¿Cuál fue el alcance real de la reforma? E. Malefakis ha señalado el impacto revolucionario de una ley destinada a modificar el tradicional sistema de propiedad y producción del campo español. Pero la extensión expropiable quedó muy limitada al reducirse a la superficie arable y proteger los derechos de los cultivadores directos. Conforme a los cálculos oficiales, a finales de 1933 sólo se habían ocupado 24.203 ha, repartidas entre 4.339 campesinos, a los que habría que añadir otros tres o cuatro mil en las tierras previamente expropiadas a la Grandeza. Y un año después, cuando se detuvo el proceso, se había asentado a 12.260 nuevos propietarios en 529 fincas, con un total de 116.837 ha. e) Medidas complementarias: Los problemas de la agricultura española no se limitaban a la propiedad de la tierra. Los reformadores republicanos eran conscientes de la necesidad de diversificar los cultivos y de aumentar los rendimientos. A ello se aplicaron en 1932 dos importantes medidas. La Ley de Obras de Puesta en Riego, preparada por el Ministerio de Obras Públicas y promulgada el 13 de abril, buscaba la colonización de amplias zonas de Andalucía mediante la construcción de redes de riego, caminos y poblados. A cambio de la ayuda oficial, los propietarios se comprometían a mantener el regadío con un buen nivel de rendimiento. En este sentido, el Plan de Urgencia elaborado un año después por el Centro de Estudios Hidrográficos, preveía la puesta en explotación de más de un millón de hectáreas de regadío. Por su parte, el Decreto de Intensificación de Cultivos, de 22 de octubre, afectaba a las fincas de secano de la mitad sur de la Península y pretendía incrementar el empleo rural mediante la ocupación temporal de tierras de labranza que, sobre todo en Extremadura, habían dejado de ser arrendadas a cultivadores por sus propietarios y se dedicaban sólo a la ganadería. La medida afectó a 1.500 fincas en nueve provincias, con un total de 123.305 ha y dio trabajo a 40.108 familias, sobre todo extremeñas, a las que asentó con carácter provisional por un período de dos años. La reforma agraria fue, durante el primer bienio, un arma de doble filo para la izquierda gobernante. Por un lado, su promesa le valió apoyos masivos entre la población campesina y, pese a sus diferencias de concepto, contribuyó a facilitar el pacto de gobierno entre republicanos y socialistas. Estos últimos, especialmente, se beneficiaron de las expectativas creadas, que redundaron en un crecimiento espectacular de su militancia sindical. Pero, por otro, su relativo fracaso fue una de las principales causas de la aguda agitación social del período 1933-34. El anuncio de la reforma hizo creer en una rápida entrega de tierras a casi doscientos mil obreros rurales, que pronto se sintieron decepcionados. A más largo plazo, la discrepancia sobre los ritmos y el alcance de la reforma no sólo contribuyó a la disolución de la coalición de izquierdas, sino que situó a la FNTT en la vanguardia de la radicalización socialista y de la contestación a un régimen que parecía incapaz de solucionar el hambre de tierras del campesinado. Por su parte, el anarcosindicalismo combatió desde el principio un programa que, a su juicio, consolidaba el modelo capitalista en el medio rural e imposibilitaba una verdadera revolución agraria. Las medidas gubernamentales tuvieron, además, el efecto de galvanizar a los tradicionales sectores sociales dominantes en el agro y contribuyeron, en grado similar, o incluso superior, a la cuestión religiosa, a consolidarlos como bloque de oposición al régimen. Los grandes propietarios agrícolas comprendieron pronto el peligro que para su posición suponía la reforma y se aprestaron a combatirla. En agosto de 1931 crearon la Asociación Nacional de Propietarios de Fincas Rústicas, que se embarcó en una activa campaña de propaganda en favor del la intangibilidad de legítimo "derecho de propiedad". Utilizando los "viejos" resortes caciquiles, e incluso el concurso de las fuerzas policiales cuando la protesta de los campesinos alcanzaba cierto nivel, los terratenientes boicotearon la aplicación de los decretos agrarios, y defendieron encarnizadamente el mantenimiento de los salarios que pagaban a sus trabajadores, y que eran los más bajos del país. En las Cortes, la minoría agraria realizó una aparatosa obstrucción retardataria de la Ley de Bases, que les ganó a los grupos políticos representados en ella el apoyo decidido de los propietarios. A partir de la Asamblea Económico-agraria reunida en Madrid en marzo de 1933, las patronales del sector y los partidos de la oposición derechista estuvieron en condiciones de articular un frente común contra las nuevas medidas propuestas por Domingo, como la Ley de Arrendamientos Rústicos, que se discutió en las Cortes durante el verano, pero que no fue votada. Esta campaña, que coincidía con la crisis de la coalición gobernante, movilizó a grandes sectores del campesinado conservador de las zonas no latifundistas, ajeno a los beneficios reportados hasta entonces por la reforma, y, sin duda, jugó un importante papel en el triunfo de las fuerzas revisionistas en las elecciones de noviembre de ese año.
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La reforma constitucional, de acuerdo con una fórmula inspirada en la revolución inglesa de 1688 ("Enmendados por las Cámaras, aceptados y publicados por el Rey"), supuso el paso desde la simple carta otorgada, que había sido en sus inicios, a un verdadero texto constitucional, emanado de las Cámaras. Aunque la reforma constitucional había tenido un apoyo parlamentario muy escaso (219 de los 430 diputados existentes, y sólo 89 pares, de los 365 que componían el total de la Cámara) se pudo entonces hablar de un verdadero régimen político de Monarquía constitucional. De ahí que Luis Felipe fuera denominado en Inglaterra el "Rey ciudadano" (citizen Ring).Las modificaciones empezaban por algunas cuestiones de profunda significación. La referencia al derecho divino del monarca desaparecía del preámbulo, a la vez que se restablecía la bandera tricolor. Por otra parte, la religión católica dejaba de ser la religión del Estado y se convertía en la de la mayoría de los franceses, según la fórmula que había consagrado el Concordato de 1801.La nueva redacción del articulo 13 pretendía impedir la arbitrariedad del ejercicio del poder por parte del monarca al establecer, contra lo que había sido el desencadenante de las protestas contra Carlos X, que las ordenanzas reales no pueden suspender las leyes ni dispensar de su aplicación. La iniciativa legal la compartían las Cámaras y el Rey, pero el problema de la responsabilidad ministerial distaba de quedar resuelto. El artículo 12 establecía que los ministros son responsables pero, a continuación, añadía que el poder ejecutivo pertenecía exclusivamente al Rey. La ambigüedad del texto enfrentaría a los constitucionalistas (Thiers, Duvergier de Hauranne) con el monarca en un punto que pasaría a convertirse en central para la comprensión de la vida política del periodo.Con todo, el carácter parlamentario del nuevo régimen aumentó, a costa del papel del monarca. El mandato de las Cámaras fue reducido de siete a cinco años y ambas pudieron elegir a su presidente. En el capítulo que siempre ha sido piedra de toque de la actividad parlamentaria, la discusión de los presupuestos, los parlamentaristas consiguieron que éstos fueran votados por capítulos, lo que aumentaba la capacidad de fiscalización de los representantes de la nación.Por otra parte, se garantizaron mejor las libertades públicas con la supresión de la censura y la consolidación de la Guardia Nacional, que garantizaba la normalidad constitucional y el orden público. De ella podían formar parte quienes pagaran cierto nivel de impuestos directos y pudieran costearse el uniforme.La reforma constitucional vino acompañada de una serie de leyes orgánicas escalonadas que completaron el sentido de una transformación política de signo liberal. La Ley de Ayuntamientos, de 21 de marzo de 1831, estableció el carácter electivo de los municipios, aunque los alcaldes y sus adjuntos serían elegidos por el gobierno o por sus prefectos. Esto suponía la creación de un cuerpo electoral de más de 1.000.000 de personas, que superaba el 10 por 100 de los varones adultos. Pocos días más tarde, la Ley sobre la Guardia Nacional, de 25 de marzo de 1831, fijaba las atribuciones de la misma, pero también las limitaciones de su intervención en la vida política. Los miembros de la Guardia podían elegir a sus oficiales, pero el coronel era designado por el Rey de entre los candidatos que se le presentaban.Pieza central en el conjunto de leyes orgánicas que desarrollaban la Carta constitucional fue la Ley Electoral de 19 de abril de 1831. Establecía un sistema de distritos electorales, distintos de los administrativos, en los que se elegía un representante, pero lo más importante era que reducía las limitaciones económicas y de edad para participar en el proceso, lo que se tradujo en una ampliación del cuerpo electoral y de los que podían tener acceso a la clase política. Los electores debían tener más de veinticinco años y pagar un mínimo de 200 francos de impuestos directos, frente a los 300 que se les exigía anteriormente. Mientras que para poder ser elegibles las exigencias quedaban rebajadas de 1.000 a 500 francos, y de cuarenta a treinta años. Por otra parte, como el ejercicio del voto era considerado una función, y no un simple derecho, se le permitió también a personas con una cierta capacitación (miembros del Instituto, oficiales superiores retirados), siempre que pagaran un mínimo de 100 francos de impuestos directos.El resultado lógico de esta medida fue el aumento del número de electores, que pasó de 90.000 a 160.000, lo que debía significar el 2 por 100 de la población masculina adulta. Los elegibles eran unos 56.000. Pocos años después, y a pesar del crecimiento de ese cuerpo electoral, sólo había un elector por cada 170 habitantes, mientras que la reforma electoral de 1832 en el Reino Unido había hecho posible que hubiera un elector por cada 25 habitantes.La ley provocó la disminución del carácter aristocrático de las Cámaras, también por la desaparición de algunas instituciones arcaicas, como el doble voto, y la abolición, por una ley posterior, de 29 de diciembre de 1831, del carácter hereditario de la categoría de Par, que sólo podría considerarse vitalicia. La Cámara de los Pares se convirtió así en una simple asamblea de notables.La Ley Electoral se complementaría con otra, de 22 de junio de 1833, que organizaba las elecciones en los Consejos generales y en los Consejos de distrito, que eran los organismos encargados de fiscalizar la administración local. El cuerpo electoral superaba ampliamente al de las elecciones de diputados y llegó a rebasar el millón de personas.Ese crecimiento de lo que podía considerarse el país político no implicó, en todo caso, un aumento de la participación que muchas veces no superaba el 10 por ciento de los votantes. En esas circunstancias la presión del gobierno, a través de sus prefectos, resultaba muchas veces determinante para el resultado de las elecciones, como reflejaría literariamente Stendhal en un capítulo de su Lucien Leuwen. Por otra parte, el alto número de funcionarios en la Cámara de los diputados, especialmente en los años finales del régimen, sugería la existencia de un patronazgo muy generalizado. En la Cámara elegida en 1840 hubo un 38 por 100 de funcionarios y, en la de 1846, eran 287 sobre el total de los 460 diputados elegidos.El sistema electoral, que tomaba la riqueza como primer criterio de distinción social y política, facilitaba que una elite social de nobles y terratenientes controlaran la vida política. Era una realidad coherente con los principios del liberalismo, pero ofreció un claro argumento de discusión para quienes, especialmente a partir de 1840, trataban de democratizar el sistema político. Un diputado republicano, François Arago, se dirigiría ese año a la Cámara de diputados para criticar lo que significaba que sólo hubiera 200.000 electores en una población de 34.000.000: "Yo afirmo que el principio de la soberanía popular no es efectivo en un país en el que, de cada cuarenta hombres, sólo hay un elector". Y añadía: "... hay una parte considerable de la población que está privada de todo tipo de derechos políticos y que, no solamente es la más numerosa, sino que también paga la parte más considerable de las contribuciones del Estado".
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La obra de Apio Claudio, censor de Roma en el año 312, nos es conocida por unos escasos fragmentos de Livio y Suetonio que han dado lugar a todo tipo de especulaciones sobre el personaje y sus intenciones. Para algunos historiadores es un patricio progresista, para otros, un demagogo o bien un patricio reaccionario decidido a romper la alianza patricio-plebeya. Lo único que puede afirmarse con seguridad es que se trataba de un político experimentado y brillante. Según estas noticias, durante la elaboración del censo había introducido un criterio de valoración de los bienes muebles que hacía que algunos hijos de libertos pasaran a la clase más elevada. Al revisar, pues, las listas del Senado incluye a estos libertos enriquecidos en el mismo. La reacción no se hizo esperar: dimite su colega, el Senado patricio-plebeyo se opone y convoca al Senado por la vieja lista, ignorando la de Apio Claudio. Así, dice Livio, "no pudo conseguir que se aceptase esta forma de composición del Senado, ni tampoco procurarse en la Curia los apoyos que tanto buscaba". Este intento de reforma, frustrado, se comprende mejor a la vista de la segunda medida adoptada. Según Livio, "repartió a todo el pueblo bajo entre todas las tribus". Esto es interpretado por algunos historiadores literalmente: el pueblo bajo, los proletarios, inscritos normalmente en las cuatro tribus urbanas en las que residían, habrían sido "repartidos en el conjunto de tribus" por Apio Claudio. Ross Taylor piensa, por el contrario, que se trataría más bien de inscribir a los libertos, (acantonados hasta entonces en las cuatro tribus urbanas) en las tribus rústicas donde estaban domiciliados. De tratarse del pueblo bajo, esta medida habría dado a la población de la ciudad la posibilidad de dividirse en igual medida ende todas las tribus y debilitar, por tanto, el predominio de los círculos agrarios aliados con los patricios en el poder. Si, por el contrario, se trataba de los libertos, éstos, que seguían estrechamente unidos a sus antiguos dueños, los ciudadanos más ricos, habrían funcionado como una clientela eficaz repartida en las unidades de voto más numerosas, las tribus rústicas. Así, Suetonio, tal vez con cierta maledicencia pero con visos de verosimilitud, afirma que intentaba convertirse en dueño de Roma por medio de sus clientelas. No obstante, ambas reformas fracasaron, entre otras razones tal vez porque suponían un contraste muy fuerte con el carácter agrario de la comunidad romana. Ocho años después, otro censor, Quinto Fabio Rulliano, volvió a colocar a los libertos y/o proletarios en el ámbito de las cuatro tribus urbanas. Otra medida a la que no fue ajeno Apio Claudio fue la divulgación por Cneo Flavio, un escriba de éste convertido en edil curul en el 304 a.C., de un texto de derecho civil "encerrado hasta entonces -según Livio- en los santuarios de los pontífices y colgar el calendario en los alrededores del foro con el fin de que se pudiera saber en qué día se podía administrar justicia". La medida contribuía a la igualdad jurídica, arrebatando a los patricios uno de sus privilegios y más celoso medio de presión sobre la plebe. Esta medida antipatricia y antipontifical permitía el acceso plebeyo al conocimiento jurídico pontifical, por lo que se explica que en el 300 a.C. el plebiscito Ogulnio permitiera a los plebeyos el acceso al pontificado. A través de la obra de Apio Claudio percibimos la situación política de Roma durante este siglo IV de una manera menos uniforme y mucho más rica. A lo largo del siglo V se fue estableciendo el compromiso patricio-plebeyo, que paralelamente fue asumiendo un carácter cada vez más institucional, hasta llegar a identificarse con los propios ordenamientos republicanos. Pero junto a esta línea, claramente establecida, la agitada política del siglo IV debió conocer otras variantes, otras teorías políticas. Una de ellas -tal vez la más significativa- sería la de Apio Claudio, que podría en cierto modo ser considerada como una forma de ampliación de la base política popular y que, como señala Schiavone, suponía la protección carismática al pueblo, incluso tiránica de hombres prestigiosos, como el propio Apio Claudio.
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La esencia de lo que había que hacer se resume en un objetivo común: la reforma de España. La mayoría de los ilustrados eran buenos cristianos y fervientes monárquicos que no tenían nada de subversivos ni revolucionarios en el sentido actual del término. Eran, eso sí, decididos partidarios de cambios pacíficos y graduales que afectarán a todos los ámbitos de la vida nacional sin alterar en esencia el orden social y político vigente. Es decir, reformar las deficiencias para poner España al día y en pie de competencia con las principales potencias europeas manteniendo las bases de un sistema al que no consideraban intrínsecamente malo. Los pilares de la reforma iban a ser básicamente los mismos a lo largo del siglo. Primero: replantear con mayor modestia y realismo la política exterior, dedicando especial atención al continente americano, aunque sin acabar de olvidar las apetencias por ser una gran potencia internacional. Segundo: modificar la naturaleza política del Estado mediante la utilización de los mecanismos de la uniformidad legal y la centralización del poder dispuestos para facilitar la creación de una administración más barata y eficaz puesta al servicio de la causa reformadora. Tercero: fomentar la economía nacional a través de políticas inspiradas, básica aunque no exclusivamente, en la doctrina mercantilista en sus diversas vertientes; un fomento de las fuerzas productivas que debía hacerse con la iniciativa privada y el amparo estatal para conseguir un país rico que pudiera competir en el concierto económico y político mundial. Cuarto: regenerar la sociedad propagando una actitud favorable hacia el trabajo y la inversión, misión que podría realizarse principalmente con un nuevo comportamiento de las clases privilegiadas y con la creación de una amplia mesocracia rural y urbana. Y quinto: actualizar los conocimientos científicos y la cultura en general, poniendo un gran énfasis en la divulgación de las nuevas ideas y los inventos útiles, tareas que se encomendaron a la educación y a numerosas instituciones estatales o paraestatales. Un programa, desde luego, de carácter eminentemente práctico y racionalista aunque inspirado en un profundo sentido ético centrado en la búsqueda de la felicidad y el bien común. Y todo ello debía realizarse a partir de un poder real reforzado que pudiera convertirse en el primer y más respetado agente de los cambios a realizar. Un rey que fuera el gran timón capaz de llevar a buen puerto en España las nuevas ideas ilustradas que los filósofos estaban propagando por toda Europa. Y si el primer reformador debía ser el rey, era lógico que las demás instituciones del Estado no ocasionaran un debilitamiento de su potestad, es decir que su autoridad fuera incontestada. Las Cortes debían supeditarse al monarca, las viejas instituciones forales tenían que desaparecer, la Iglesia debía olvidar su obediencia a Roma en las cuestiones terrenales. En una palabra, el absolutismo ilustrado de inspiración francesa y que en el continente tantos adeptos iba a tener, era la mejor solución para la decaída España. Alrededor de la propuesta del absolutismo reformista el país se apasionó políticamente y se dividió. Unos la creían la panacea para remediar todos los males y emplearon su vida en una cruzada nacional para conseguir la regeneración y modernización del país (reformistas); otros estaban interesadamente convencidos de que ocasionaría todos los males de la patria y fueron los adalides de un contumaz misoneísmo (conservadores); y conforme avanzaba el siglo, algunos la fueron considerando insuficiente por exceso de moderación o por contradictoria (liberales). Bastantes españoles, sin embargo, anduvieron por el camino de la indiferencia ante unas reformas que no apreciaron que pudieran mejorar sustancialmente sus formas de vida. En términos globales, las realizaciones a medio conseguir resultaron una tónica demasiado habitual. Unas veces por la resistencia de los poderosos, otras por la indiferencia de las clases populares, las más por la propia obsesión reformista de hacer las cosas sin alterar la estabilidad política y la gobernabilidad. La labor desde luego no iba a ser fácil. El país era un barco en travesía que cabía arreglar sin posibilidades de llevarlo a puerto; las cosas que en el viejo bajel no funcionaban debían cambiarse sobre la marcha y sin alterar lo esencial de su armadura y sin dejar de navegar. Una cosa eran los ideales y otra las políticas.
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El panorama de la Iglesia de la Corona de Castilla en el siglo XIV no era precisamente muy edificante. El episcopado, por lo general procedente de las filas de la nobleza, parecía más preocupado por los asuntos mundanos que por los espirituales. Hubo obispos que, en todo el período de su episcopado, no aparecieron por la diócesis que gobernaban. El bajo clero, por su parte, tenía una deficiente preparación intelectual y tampoco sobresalía por llevar una vida ejemplar. A pesar de las disposiciones que exigían saber latín para recibir las órdenes sagradas es lo cierto que cuando el obispo de Segovia, Pedro de Cuéllar, escribió un catecismo, en el año 1325, utilizó la lengua castellana por la sencilla razón de que la mayor parte de los clérigos de su diócesis ignoraban el idioma oficial de la Iglesia. En cuanto a la vida moral del clero, el panorama no era nada modélico. Basta recordar la protesta expresada en las Cortes de Valladolid de 1351 por los procuradores del tercer estado, los cuales denunciaron las "muchas barraganas de clerigos...que handan sueltamiente sin rregla trayendo pannos de grandes quantias con adobos de oro e de plata... con ufania e soberbia". Los monasterios, por su parte, eran asimismo, en buena medida, centros caracterizados por la relajación de las costumbres. No obstante, en las últimas décadas del siglo XIV hubo en Castilla serios intentos de promover una reforma en el seno de la Iglesia. Se pretendía mejorar la formación del clero, dar nuevo aliento a la vida monástica y, al mismo tiempo, poner coto al progreso experimentado por la superstición entre los fieles. El principal artífice de esos intentos reformistas fue Pedro Tenorio, a la sazón arzobispo de Toledo. Sobre todo le preocupaba al inquieto prelado toledano el problema de la formación del clero. De ahí que el sínodo de Alcalá de Henares del año 1379, que él presidió, aprobara unas Constituciones que, aunque destinadas exclusivamente a los eclesiásticos de la diócesis toledana, marcaban la línea a seguir para la reforma de la Iglesia en Castilla. Paralelamente tuvieron lugar importantes novedades en el ámbito de la vida monástica. El monasterio de San Benito de Valladolid, fundado por Juan I en el año 1390, tenía como objetivo esencial la vuelta a la pureza de la regla benedictina. San Benito fue la cabeza visible de la reforma en el campo monástico pero su ejemplo, justo es decirlo, no despertó demasiados entusiasmos. Pese a todo, el movimiento reformista continuaba su marcha. Casi por las mismas fechas los franciscanos habían iniciado un camino similar en el convento de Salceda. Por su parte a finales del siglo XIV llegaron a tierras de la Corona de Castilla los cartujos, cuyo primer establecimiento fue el de El Paular, en Segovia. Señalemos, finalmente, la aparición de una nueva orden, de origen hispano, la de los jerónimos, que ponía el acento en la práctica de una religiosidad intimista. Su primer cenobio fue el de Lupiana, en tierras de Guadalajara (1373), al que seguirían los de Santa María de Sisla (1374), Guadalupe (1389) y La Mejorada, en Olmedo (1396).
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La necesidad de reformas obligó a los liberales (whigs) que, bajo la dirección del conde Grey, habían accedido al Gobierno en noviembre de 1830, a promover una reforma del sistema electoral ya que, como la determinación de las circunscripciones electorales procedía de mucho tiempo atrás, apenas guardaba ya relación con la distribución de la población y los intereses económicos del momento. Por otra parte, las exigencias económicas para ser elector respondían a criterios muy heterogéneos. Había, por lo tanto, que extender el derecho de voto, para dar cabida a nuevos sectores sociales y redistribuir más racionalmente los escaños existentes.El gobierno whig presentó varios proyectos que trataban de dar respuesta a demandas de reformas parlamentarias que se habían venido produciendo desde principios del siglo XVIII (Pitt). La batalla parlamentaria se prolongó a lo largo de casi todo 1831 y exigió unas nuevas elecciones (junio) en las que los liberales vieron ratificado el apoyo de los electores, pero el proyecto no se aprobaría hasta junio de 1832, después de una reñidísima pugna con la Cámara de los Lores.La reforma suponía una cierta rectificación de los distritos electorales (56 perdieron su representación y 31 la vieron disminuida), en orden a la disminución de los intereses rurales del sur de Inglaterra, y una homogeneización de la franquicia económica (censo) exigida para ser elector. El electorado pasó de 480.000 a 815.000, lo que significaba algo menos del 14 por 100 del total de la población masculina adulta. La representación parlamentaria de Inglaterra disminuyó levemente (de 489 a 471), en beneficio de Gales, Escocia e Irlanda, que pasaron a disponer de 29, 53 y 105 escaños, respectivamente.La reforma electoral no afectó profundamente el carácter oligárquico del sistema, ni al predominio de los intereses rurales, pero acrecentó la competitividad de los procesos electorales (contested elections) y fortaleció al sistema político bipartidista. En las elecciones del siguiente mes de diciembre los whigs partidarios de la reforma casi triplicaron (483 a 175) a los tories que se habían opuesto a ella. La alianza de whigs y liberales volvería a obtener la victoria (385 contra 273 tories) en las elecciones de enero de 1835 y la ratificaría en las elecciones de agosto de 1837 (345 contra 313).De todas maneras, los radicales, que exigían reformas democráticas aún más profundas, mantuvieron sus exigencias, que tenían como objetivo final eliminar el carácter oligárquico de la sociedad inglesa, lo que equivalía a disminuir la influencia de la aristocracia terrateniente y de la Iglesia Anglicana establecida. Estos radicales aglutinaban a sectores marginados de las clases medias, pero también a los obreros y a los disidentes (dissenters) en materia religiosa.
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La reforma electoral significó, antes que nada, un aumento del cuerpo electoral que superó el 100 por 100 para el conjunto del Reino Unido, ya que pasó de poco más de 1.000.000 de electores a más de 2.300.000. Ese electorado estaba cerca del 40 por 100 de la población adulta masculina.Este crecimiento fue lógica consecuencia de la rebaja de la franquicia que daba derecho a voto, tanto en los condados como en los burgos. En los primeros la franquicia quedaba señalada en la propiedad de un bien que rentase por lo menos 5 libras al año o la ocupación de una tierra que pagase tasas anuales correspondientes a un valor de 12 libras. En los burgos, la franquicia alcanzaba a los propietarios que pagasen impuestos por un valor de 12 libras, o a los inquilinos que pagasen un alquiler similar, siempre que acreditasen un año de permanencia.Por otra parte, se disponía la redistribución de 53 escaños, de los que 25 eran asignados a los condados ingleses y siete a Escocia. Se creaban 11 nuevos burgos y se concedía un representante a la Universidad de Londres. El resto de los escaños sirvió para aumentar la representación de algunos burgos ya presentes.La nueva legislación distaba mucho de estar clara y provocaría muchos problemas a la hora de fijar las condiciones de la franquicia. En cualquier caso, la reforma contribuyó a incrementar la participación electoral y también el grado de lucha electoral. La proporción de circunscripciones en las que se produjo verdadera lucha electoral aumentó en 1868, como también lo había hecho con posterioridad a la reforma de 1832. Esto, como es natural, fortaleció a los partidos y contribuyó a la pérdida de independencia por los parlamentarios. No resultaba aventurado prever que una nueva forma de hacer política empezaba a abrirse paso en el Reino Unido, con la consolidación del sistema bipartidista.La reforma de 1867, a diferencia de la de 1832, fue un resultado del juego de las mayorías parlamentarias y no de la presión de la calle. Parece una impresión generalizada que, al impulsar la reforma, predominó en Disraeli el oportunismo político, que le llevaba a tratar de consolidar el gobierno tory y, de paso, fortalecer su propio liderazgo en el seno del partido. De ahí que cuando, en febrero de 1868, Derby se retira de la vida política, Disraeli pueda sucederle al frente del mismo Gobierno conservador.En todo caso, las elecciones siguientes, en noviembre de 1868, proporcionaron un rotundo triunfo a los liberales, que aumentaron en más de 30 escaños su ventaja sobre los conservadores (387 escaños frente a 271 conservadores). Éstos habían vencido en la mayoría de los condados ingleses, pero los liberales les desbordaron con los votos de las grandes ciudades, junto con los de galeses, escoceses e irlandeses. El resultado electoral provocaría un cambio de orientación política en el siguiente mes de diciembre, cuando William Gladstone, el antiguo peelita, formó su primer Gobierno. Se iniciaría así un periodo de doce años en el que la rivalidad entre Gladstone y Disraeli, que trascendía lo meramente político, fue característica de la vida política británica.