La década que siguió al 509 (fecha en que se produce la conspiración que derroca al último rey de Roma) es un período oscuro del que se conocen hechos aislados, algunos seguros y otros sólo probables y que ha planteado a los historiadores no pocas incertidumbres. El derrocamiento de Tarquinio el Soberbio aconteció cuando estaba fuera de Roma, sitiando la ciudad de Ardea. Las razones de su caída son bastante confusas. Lo único que se sabe con toda seguridad es que no fue debido a causas exclusivamente internas, ni se trató de un asunto de mujeres, como nos lo presenta la tradición, con la leyenda de la violación de Lucrecia por el hijo del rey. La reconstrucción de los hechos permite suponer que se produjo una conjura palaciega contra el rey, debida sin duda a múltiples causas de carácter interno y externo. Entre las razones externas, la más decisiva fue la invasión de Roma por Porsenna, rey de la ciudad etrusca de Clusium (Chiusi) que, en cierto modo, representa al último de los conquistadores etruscos y cuyo objetivo era adueñarse del Lacio. Cuando las tropas de Porsenna emprenden la conquista de Aricia, los latinos coaligados cuentan con el apoyo decisivo de Aristodemo de Cumas, amigo de Tarquinio. La victoria es para los latinos y supone la liberación de Roma y la huida de Porsenna. Sin embargo, el exilio en Cumas de Tarquinio continúa hasta su muerte, acaecida en el 495. En Roma ya se había producido el cambio de régimen, en cierto modo de forma constitucional, pues la tradición nos dice que los dos primeros cónsules fueron elegidos por los Comicios Centuriados, tal como Servio Tulio había prescrito. En Roma se dio la paradójica situación de que la República se instauró bajo el dominio o protectorado que sobre la ciudad ejercía Porsenna. En estas circunstancias tan difíciles (guerras entre Porsenna y los Tarquinios, entre el primero y la Liga latina junto con Aristodemo de Cumas...) Roma inició una forma de gobierno que llenará el repentino vacío político sin ser, por otra parte, dueña absoluta de su política. En medio de esta incierta situación se fueron dibujando las nuevas instituciones. Éstas parecen haber sido creaciones empíricas marcadas por las diversas vicisitudes de la historia de Roma y la necesidad de adecuarse a ellas. La magistratura consular no fue creada inmediatamente después de la caída de la monarquía. Es de suponer que los pretores o cualquiera de los binomios que cubrieron el vacío político en aquellos años ya cumpliera uno de los requisitos inherentes al consulado: el de la anualidad, y que tendieran a cumplir el de la colegialidad ya antes del 449, año en el que los supremos magistrados son designados cónsules. Esta colegialidad podría venir expresada por el propio nombre si ciertamente el término cónsules derivase de consodes, del verbo sedeo, los que se sientan juntos. Pero tal etimología no es segura. El régimen consular se basa, pues, en la colegialidad y anualidad. Los cónsules ostentan el poder en términos de absoluta igualdad y cada uno de ellos, en virtud de la capacidad de intercessio, puede oponerse a la acción o propuestas del otro. Los cónsules eran elegidos por los Comicios Centuriados y recibían la investidura, por la Lex curiata de imperio, de manos de los representantes de las curias primitivas, creadas durante la primera fase de la monarquía romana. Estas curias no fueron suprimidas hasta la creación por Servio Tulio de los Comicios Centuriados, pero perdieron prácticamente todas sus atribuciones y quedaron reducidas a cumplir una simple formalidad: la de realizar la investidura de los cónsules, los supremos magistrados. A los cónsules les correspondía el imperium y los auspicios. Después de los cónsules venía el pretor, magistrado con imperium pero inferior a los cónsules, que era el titular de la jurisdicción. Los cuestores eran colaboradores de los cónsules y tenían funciones administrativas y jurídicas a su cargo. El primer cuestor plebeyo se remonta al 409 a.C. La concepción colegial de los cónsules ofrecía en ocasiones el inconveniente, frente a los graves peligros de orden externo o interno (como las sublevaciones de la plebe), de no contar con una unidad de mando fuerte. Cuando esta necesidad se presentaba, se procedía al nombramiento de un dictador. Esta magistratura, la dictadura, tenía carácter extraordinario y su limitación en el tiempo era de seis meses. El carácter empírico y utilitario de las magistraturas romanas llevó a la creación de una nueva magistratura a partir del 444 a.C., los tribunos militares con poder consular o, sencillamente, los tribunos consulares. Las fuentes nos ofrecen una visión de la creación de los mismos totalmente mediatizada por los enfrentamientos patricio-plebeyos. Según éstas, se trataría de un invento patricio para satisfacer a los plebeyos sin necesidad de perder el monopolio del consulado. La explicación de esta magistratura, sin embargo, parece más sencilla. Los cónsules, siempre patricios entre el 444-367, se vieron obligados por la complejidad de las tareas militares, administrativas y jurídicas, a delegar parte de sus competencias en una serie de colaboradores que eligieron entre los tribunos militares, es decir, los oficiales que componían el Estado mayor de cada legión. Como el ejército en el siglo V a.C. estaba compuesto por dos legiones y los tribunos de cada legión eran seis, el total de tribunos militares era de doce. De éstos, probablemente los propios cónsules (o tal vez el Senado) eligieron a tres, a los que los otorgaron potestad consular con el fin de que pudieran realizar las tareas asignadas pos los cónsules. Creados los tribunos consulares, los plebeyos añadieron la nueva magistratura a sus objetivos y ciertamente ésta resultó ser más abierta que el consulado, puesto que a partir del 400 a.C. ya hay constancia de plebeyos entre los tribunos consulares. Otra magistratura del siglo V fue la censura, cuyo origen la tradición sitúa en el 443 a.C. Los censores fueron dos y a ellos correspondía la elaboración del censo que se renovaba cada cinco años. Ejercían además la vigilancia sobre las costumbres, la cura morum, que les facilitaba el control de las actividades públicas de los ciudadanos y, frecuentemente, también de las privadas. Su permanencia en el cargo era de ocho meses y carecían de imperium o poder de mando. Por último, además del Senado y de los Comicios Centuriados, durante el siglo V se procedió a la elección de los Decemviri, para recopilar y redactar las leyes de las XII Tablas. Durante sus años de existencia constituyeron una magistratura con imperium, como el poder consular. La elección de esta comisión, los Decemviri, tuvo lugar en el 451 y se suspendieron las magistraturas ordinarias para sustituirlas por esta comisión, integrada mayoritariamente por patricios que, además de escribir las leyes, asumió el gobierno de la ciudad. La historia de esta comisión es bastante confusa. Inicialmente, parece que estos decemviros contaron con el apoyo de todos los ciudadanos. Cicerón dice que también los tribunos de la plebe abdicaron aquel año en pro de los decemviros. De este modo, concentrando en sus manos todas las magistraturas y el consenso general, procedieron al gobierno de la ciudad y elaboraron las diez primeras tablas de leyes. Al año siguiente se eligió una segunda comisión de decemviros, puesto que la tarea no había sido terminada. En esta segunda comisión había bastantes elementos plebeyos, pero su gobierno degeneró en tiranía e intentó, en el 449 continuar en el poder. Los diez Tarquinios, como se les designaba, fueron abatidos por una revuelta popular y se restauró el consulado. En el año 483 a.C., después de la primera secesión de la plebe, se instituyeron los tribuni plebis o tribunos de la plebe. Inicialmente eran dos y a partir del 456-459 a.C. llegaron a ser diez. Los plebeyos recurrieron a medios de naturaleza religiosa para declarar el carácter inviolable de sus jefes, los tribunos. Estos convocaban y presidían las asambleas de la plebe. Las decisiones que se aprobaban por mayoría tenían un carácter vinculante. El cuadro que estas asambleas utilizaron como instrumento organizativo fue el de las tribus creadas por Servio Tulio. En el 495 a.C., según Tito Livio, el número de tribus romanas era de veintiuno: cuatro urbanas y diecisiete rústicas. A la cabeza de cada una de estas tribus había un tribuno que poseía atribuciones de carácter administrativo, económico (percepción del tributo), militar (levas del contingente que cada tribu debía aportar) y civil. Esta organización administrativa era común a todos los ciudadanos, patricios y plebeyos, puesto que unos y otros convivían en las mismas tribus. Estos cuadros administrativos fueron los utilizados por los plebeyos para su organización. Así, el nombre elegido para los jefes de la plebe se vincula a las tribus y sus asambleas se designan Concilia plebis tributa. Conviene tener en cuenta que los tribunos de la plebe no eran los tribunos de las tribus territoriales urbanas o rústicas. Estos eran preexistentes a los primeros y sólo la coincidencia del nombre tenían en común. La formación, a lo largo del siglo IV a.C., de una nueva elite dirigente en Roma constituyó un hecho político por el que se posibilitaba que los plebeyos ricos, antes marginados, pudieran ahora entrar también en la clase dirigente y acceder al consulado (367 a.C.). En realidad, el surgimiento de la llamada nobilitas patricio-plebeya fue el factor que inició una etapa de la historia de Roma durante la cual se destacan dos hechos característicos: el profundo avance y desarrollo económicos y la nueva articulación de la sociedad romana. El saqueo de Roma por los galos en el 390, por traumático que fuera en su momento, tuvo poco efecto sobre el desarrollo interno de Roma o sobre el proceso de conquista, pese a que muchos historiadores han magnificado su importancia. La tierra adquirida a raíz de la conquista de Veyes fue repartida entre los plebeyos de Roma, lo cual tuvo como resultado la creación de una nueva y enorme reserva de soldados campesinos. Hacia mediados del siglo IV a.C., Roma dominaba el sur de Etruria, había superado sus desgarradoras luchas sociales y se encontraba inmersa en un proceso de desarrollo cargado de vitalidad y rapidez. Desde los comienzos de la República las magistraturas más elevadas eran las militares. Por tanto, Roma practicó una política militar desde el principio y uno de los objetivos militares básicos de entonces era la expansión. En muchas ocasiones podrían considerarse razones defensivas, en otros casos no. Se buscaban intereses económicos -nuevas tierras- o estratégicos: seguridad en sus fronteras, aumentar su autoridad política protegiendo a sus aliados frente a otros agresores, etc. En una segunda fase, a partir del siglo III, los intereses siguieron siendo básicamente los mismos, pero los éxitos conseguidos habían generado una dinámica de alianzas políticas, de grupos de poder y de necesidades que implicaban la continuación de su política expansionista. Las guerras samnitas, presentadas por Livio como una guerra de razzias jalonada de continuas incursiones a la búsqueda de botín y de tierras, tuvieron como fin último el logro de la supremacía romana en Italia. Las guerras se desarrollaron en varias fases (343-341, 327-304, 298-290), con intervalos de relativa tranquilidad y con algunas batallas importantes y la ampliación por parte de Roma del sistema de alianzas. El siglo III a.C. marcó la cima del sistema de alianzas de Roma con Italia. La hegemonía romana en Italia estableció un conjunto de relaciones voluntariamente diferenciadas, tanto en el plano jurídico como en el plano de las obligaciones que Roma asumía respecto a las diversas comunidades aliadas. Pero el potencial económico y militar de Roma tras la anexión de Italia era enorme y sin duda le permitió contrarrestar el choque que supuso la invasión de Italia por Aníbal. Polibio describe los recursos humanos disponibles en Roma hacia el 225 a.C. y aunque su lista no es muy fiable, sugiere que la cantera disponible para Roma, contando a romanos e itálicos, era el de una población del orden de los 6 millones. La primera Guerra Púnica fue la primera guerra extra-itálica de Roma. Se inicia en el 265 a.C. y dura 24 años. La causa la encontramos en la solicitud de ayuda por parte de los mamertinos en su enfrentamiento con los siracusianos. Roma apoya a los primeros y Cartago a los segundos. La victoria romana permitirá la conversión de Sicilia en provincia romana. La Segunda Guerra Púnica (218-201) se libró entre cartagineses y romanos por el control del Mediterráneo occidental. Sus principales protagonistas serán Aníbal y Escipión Africano. El primero vencerá en Cannas pero la victoria definitiva será para el romano en Zama. Entre el 236 y el 177 a.C. se produjo la conquista del territorio norte de la península itálica, derrotando a los belicosos galos que habitaban en aquella zona. La victoria romana fue asegurada con la creación de dos importantes colonias latinas, Cremona y Plasencia, con seis mil colonos cada una. La expansión romana por el Mediterráneo continúa imparable. Hacia el año 202, Roma se expande por las costas del sur y este de la península Ibérica, así como por el litoral mediterráneo de Francia. En el año 100 a.C., ya controla buena parte del Mediterráneo, fraccionando sus posesiones en provincias. Hispania es dividida en Ulterior y Citerior; la Galia romana se organiza en Narbonense y Cisalpina. Además, se han establecido otras provincias romanas en África, Macedonia, Acaya, Asia y Cilicia.
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El 7 de diciembre de 1944, conforme a lo acordado en Italia, Tito y Subasic firmaron un acuerdo que preveía el establecimiento de un Consejo de Regencia y un Gobierno de coalición en la Yugoslavia liberada. Tras la celebración de elecciones libres, se reuniría una Asamblea Constituyente que dictaminaría el futuro régimen del país. Hasta entonces, el AVNOJ asumiría las funciones de una Cámara legislativa. El rey Pedro se negó a refrendar el acuerdo, pero las amenazas de Churchill y la reacción popular en Yugoslavia -donde Tito era un héroe nacional- terminaron venciendo su resistencia. El 3 de marzo de 1945 se eligió el Consejo de Regencia. El 6, Tito disolvió el Comité Nacional de Liberación y pasó a presidir un Gobierno provisional en el que Subasic ocupaba la cartera de Asuntos Exteriores. Sólo cuatro de los veintidós ministros eran comunistas, pero la mayoría de ellos procedían del campo partisano y se les podía considerar seguidores incondicionales de Tito. A lo largo de 1945, Yugoslavia sufrió un proceso frentepopulista similar al de los demás países de la Europa oriental. Se constituyó un Frente Popular que, bajo la hegemonía de los comunistas, agrupaba a varias organizaciones de carácter democrático. Se procedió a realizar una reforma agraria. Los ministros monárquicos terminaron abandonando el Gobierno y ello fue su suicidio político. En las elecciones de noviembre de 1945 el Frente Popular acaparó las listas de candidatos. Casi un 90 por 100 de sufragios favorables a los titistas saludaron la creación de la nueva Yugoslavia socialista. Cerca de 1.700.000 muertos en la contienda testimoniaban el precio que el pueblo yugoslavo había pagado por su independencia.
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La situación política nacida del golpe de Pavía representa el epílogo del 68 y el prólogo de la Restauración borbónica; una situación entendida como puente e inscrita en el viraje conservador ya puesto en marcha en los últimos meses de 1873 por Castelar. 1874 es otro de los tiempos sin historia del siglo XIX. La historiografía no se ha ocupado de la dinámica interna de ésta solución interina, sino para buscar las claves inmediatas de la Restauración, lo que prejuzga la imposible consolidación de una República unitaria bajo la Constitución de 1879 o de una República autoritaria de nuevo cuño tutelada por el general Serrano. Se analiza, pues, el régimen de 1874 con la lógica de la inevitabilidad de un próximo retorno de los Borbones y la forma monárquica en la persona del príncipe Alfonso. En efecto, el golpe de Pavía abría un horizonte político en el que teóricamente eran posibles tres salidas. En primer lugar, la recuperación de la Constitución de 1869, convenientemente reformada en el tema de la forma de gobierno, que establecería en España una República unitaria. En segundo lugar, una nueva solución republicana personificada en el general Serrano, tomando como semejanza la república presidencialista de hecho de McMahon en Francia. En tercer lugar, el restablecimiento de una monarquía. En la práctica, 1874 se aupó en un régimen indefinido y sin fundamentos sólidos, cuya indeterminación precipitó el relevo alfonsino. Y es que las dos primeras salidas se mostraron inviables al no conseguir un consenso mínimo de las elites políticas. Formalmente continuaba un híbrido sistema republicano sin Constitución, no promulgada la de 1873 y dejada en suspenso la de 1869. Serrano era el presidente del poder ejecutivo. Título indefinido en un contexto de indeterminaciones, como ya se puso de relieve en el Manifiesto a la Nación de 8 de enero de 1874 disolviendo las Cortes Constituyentes, en el que se reclamaba la necesidad de un poder robusto cuyas deliberaciones sean rápidas y sigilosas, donde el discutir no retarde el obrar, al tiempo que se reconocía en vigor la Constitución de 1869, pero suspendida por tiempo indefinido, hasta que retornase la normalidad a la vida pública. Las invocaciones institucionales y sociales del Manifiesto buscaban afanosamente un contexto de apoyo. Para empezar, se reconocía el papel arbitral del ejército como dueño de la situación; es decir, como la única institución vertebrada y asentada en la opinión pública unánime y en la voluntad de una nación dividida. La realidad es que el golpe de Pavía había acentuado la capacidad de los generales en la toma de decisiones, en un clima de triple conflictividad bélica: la guerra carlista en el Norte, la guerra de independencia cubana y los rescoldos del cantonalismo. Aunque Pavía era un general asociado a los radicales y gustoso de la trayectoria más conservadora y de orden de Castelar había imprimido a la República, no realizó el golpe en nombre del partido radical ni de una opción política, como había sido habitual en los pronunciamientos. Lo había hecho con el concurso del ejército, y ello representaba un cambio cualitativo con respecto a la situación anterior. Desde estos momentos, y sobre todo desde la Restauración, en el papel del ejército primará una actitud de cuerpo y de arbitraje, argumentada como misión por encima de partidismos y que, como consecuencia, le llevará a aplicar, en el siglo XX, una cirugía militar de intervención. Pero en 1873 el ejército estaba todavía diversificado en sus opciones políticas, y tampoco tenía una alternativa unívoca, y mucho menos autónoma de la sociedad política. En enero de dicho año, una mayoría de los generales ya se inclinaba, con más o menos decisión, por la solución alfonsina, que era considerada como la única opción a largo plazo capaz de garantizar estabilidad y orden. De todas formas no existía unanimidad al respecto; todavía pesaba mucho el prestigio de Serrano y el infatigable Cánovas vislumbraba una Restauración monárquica sin pronunciamiento y por aclamación de la sociedad civil. Es significativo que el Manifiesto no utilice el término republicano, aunque sí apela al apoyo de los partidos liberales -constitucionalistas y radicales- distanciándose de las familias republicanas federales. Si a ello se añaden las invocaciones a los grupos sociales (nobleza, clases acomodadas, buenos católicos...) se concluye que el Manifiesto presenta el golpe de Pavía como la disidencia de un sector importante de la sociedad civil y política, que ha utilizado como brazo ejecutor al general y que utiliza como recambio temporal de Gobierno a otro general. El tono del Manifiesto indica una naturaleza híbrida, interina y casi simbólica del papel de Serrano como nuevo presidente del ejecutivo, lo cual desvela sus limitaciones posteriores. Si Serrano hubiera contado con una clientela social, militar y política bien definida, dispuesta a apoyar la opción personal del general como aglutinante de un proyecto político, se habría articulado y consolidado una sociedad distinta. Pero Serrano, más allá de su mayor o menor vocación a ensayar una fórmula de macmahonismo como expresión de la República, no contaba con un consenso político, social y militar, ni con unas clientelas naturales similares a las de Cánovas, y tampoco fue capaz de conseguirlas, dado que su propia trayectoria política y la vinculación de su suerte a la guerra del Norte lo impidieron. Serrano, en 1874, era de nuevo el hombre de la situación al que las circunstancias colocaban como referente, pero muy distinto era vertebrar una alternativa y liderarla con apoyos clientelares de convicción, y no de emergencia. En el Manifiesto se elude cualquier exaltación personalista, y en su lenguaje se transmite dicha falta de consenso en torno al general. El golpe de Pavía, sin embargo, sí había contado con el favor de buena parte de las elites políticas y sociales del ejército. De ahí a la existencia de una convergencia de actitudes respecto a un proyecto político y la propia definición distaba la realidad de la situación. Sí suponía la negación del rumbo que había tomado la República en su versión federal. El Manifiesto, de hecho, evita cualquier concurso del pueblo federal y de los republicanos federales en sus reclamos políticos y sociales, pero no articula un proyecto político -al igual que se había derivado de todo proyecto anterior- como fruto de la mutación formal del poder. Contra la República federal, pero con las soluciones de poder abiertas y sin estrategia concreta, dejaba enunciadas todas las piezas de un rompecabezas y con varias posibles alternativas, pero sin formularse ninguna. Ello dependería de la forma, habilidad y circunstancias para soldarlas, como lo acabaría logrando Cánovas del Castillo. En el Manifiesto, por tanto, no existe ningún programa político, sino una serie de indeterminaciones que desvelan, eso sí, los sectores de la trama: partidos liberales, ejército, Serrano, elites. En suma, quien ensamblara todos los elementos en un proyecto político de régimen estable se convertiría en la única alternativa viable a largo plazo. El Manifiesto sólo abría un horizonte de alternativas, pero la única que cuajaría, no por inevitable, sería la Restauración alfonsina. Cánovas supo percibir, desde el primer momento, esa ausencia de una alternativa política bien diseñada, como consecuencia del golpe de Pavía. Pero también atisbaba la necesidad de no contribuir en absoluto a incrementar las posibles apoyaturas personales que consiguiera el general Serrano. En su carta del 9 de enero, dirigida a Isabel II, pone de relieve este estado de opinión: "El propósito del duque de la Torre es consolidar la República unitaria con su presidencia vitalicia... ahora aplaza su propósito hasta la reunión de las Cortes, que serán elegidas a viva fuerza... por eso no he querido ayudar a su encumbramiento actual, a pesar de que no faltaban alfonsistas que esperaban que su triunfo sería el de nuestra causa... de aquí en adelante el ejército es dueño de toda la situación en España. La república, la democracia, los principios democráticos están heridos de muerte. El pueblo está desengañado ,y aborreciendo más que a nadie a sus actuales dominadores... De todos modos, y por todas las sendas posibles, se llegará, un poco antes un poco después, al patriótico triunfo que VM. apetece. Para eso necesita, hoy más que nunca, opinión, mucha opinión en favor de don Alfonso; se necesita alma, serenidad, paciencia, tanto como perseverancia y energía. Se necesita no abrir abismos innecesarios, no hacer imposible ninguna inteligencia que pueda ser conveniente, incluso, por supuesto, la del duque de la Torre, para el día del desengaño..." Consumado el golpe del 3 de enero, el general Pavía propició una reunión política con significados elementos militares y representantes de los partidos políticos opuestos a la República federal. De esa reunión salió un Gobierno de circunstancias, más que de coalición, sin la presencia de Cánovas ni de Castelar quienes, por razones diferentes, rehusaron su participación. La presidencia del poder ejecutivo, que asumía las funciones de la jefatura del Estado y del Gobierno, quedó encomendada al general Serrano. El resto del gabinete estaba compuesto por: Sagasta (Estado); García Ruiz (Gobernación); general Zabala (Guerra); almirante Topete (Marina); Martos (Gracia y Justicia); Balaguer (Ultramar); Echegaray (Hacienda) y Mosquera (Fomento). Todos ellos personajes de entidad política durante las diferentes andaduras del Sexenio, en un arco político que incluía, sobre todo, a radicales, algún constitucionalista, además de un republicano unitario y algún militar proclive a Cánovas. Como práctica inmediata de gobierno, la veta autoritaria caracterizó a un ejecutivo que se entendía fuerte y que quería proyectar esta imagen, en una línea que apenas se desmarcaba de la que había emprendido Castelar durante su gestión en el otoño de 1873. El fin era adquirir un capital político que atrajera a las "gentes de orden temerosas del verano federal anterior". A este respecto su disposición al restablecimiento del orden se concretó en el decreto de 10 de enero, disolviendo la Internacional y sus órganos de prensa por atentar "contra la propiedad, contra la familia y demás bases sociales". En realidad, el decreto no se dirigía sólo contra la AIT sino también contra las sociedades políticas que conspiraran "contra la seguridad pública, contra los altos y sagrados intereses de la Patria, contra la integridad del territorio español y contra el poder constituido". Por tanto, los republicanos federales quedaban en la ilegalidad, lo mismo que sus clubes y suspendida su prensa. La llamada a la integridad del territorio español debe relacionarse con la cuestión cubana, de tal manera que el cuestionamiento de cualquier elemento alterador del statu quo colonial podía ser objeto de delito. Muy pronto cualquier capacidad de autonomía del ejecutivo quedó mermada. Cánovas tenía razón cuando asignaba al ejército el papel de árbitro, en un contexto de acentuación de las operaciones militares carlistas en el mes de febrero. Además de los costes políticos derivados de la guerra en el Norte, también de Cuba, el ejecutivo se vio abocado a enfrentarse con unos agobios financieros que se multiplicaban. Agotado el crédito internacional, la falta de recursos para los conflictos militares hacían del Gobierno un rehén en manos de los prestamistas. La solución ensayada en diciembre de 1872 se había bloqueado por el desorden financiero de 1873. En efecto, se había pensado que la creación del Banco Hipotecario de España resolvería y pondría orden en los asuntos hacendísticos. Aunque la función primordial de este banco, según sus estatutos, fuera la de extender y abaratar el crédito territorial, en unos momentos en que la carestía de dinero dificultaba la consecución de proyectos de todo tipo, de hecho el hipotecario se convirtió en agente del Gobierno para todo lo relacionado con la deuda pública. En la primavera de 1874 la penuria de recursos imponía nuevas soluciones. En la transformación del Banco de España en banco nacional, por decreto de 19 de marzo de 1874 del ministro Echegaray, subyace el agravamiento de los problemas hacendísticos de un Estado en virtual quiebra y que precisaba de los préstamos del Banco de España para hacer frente a las obligaciones contraídas. Como contrapartida, se concedía al Banco el privilegio de emisión de billetes por un monto equivalente a cinco veces su capital efectivo. El Banco se obligaba a garantizar los billetes en circulación con un depósito de oro y plata igual en valor, como mínimo, al 25 por ciento del total de billetes emitidos. Con esta medida, además de asegurarse un prestamista sólido, el Estado conseguía regular la circulación fiduciaria y poner dosis de racionalización en el mercado del dinero. Necesidades hacendísticas en un momento de especial dificultad por la marcha de la guerra civil. Desde principios de año los carlistas, que ya controlaban buena parte del territorio vasconavarro, orientaron su estrategia hacia los principales núcleos urbanos, y entre ellos la ciudad símbolo de Bilbao. El 22 de enero tomaron Portugalete, y al mes siguiente iniciaron el sitio de Bilbao. El mismo día en que los carlistas entraban en Tolosa, 8 de marzo, el general Serrano se ponía al frente del ejército del norte para levantar el cerco de Bilbao. Esta decisión desvelaba la posible rentabilidad política de la campaña del Norte. Para Serrano, resolver el sitio de Bilbao podría acarrear un aumento de su prestigio político y social, de su capital político. Lo contrario provocaría un aumento de la influencia de los generales más proclives a la causa alfonsina. El fracaso de un pronto levantamiento del cerco se saldó con el envío, en el mes de abril, de una división al mando del general de la Concha, marqués del Duero y con el general Martínez Campos como jefe de su Estado Mayor. Dos significativos mandos próximos al alfonsismo, que iban a compartir la entrada en Bilbao con Serrano el 2 de mayo. A pesar de la iniciativa, las tropas gubernamentales no culminaron con éxito la acción programada de la toma de Estella, el 27 de junio, capital del carlismo, donde cayó el marqués del Duero. Fracaso gubernamental y nueva reactivación de los ejércitos carlistas, que en el mes de julio acentuaron la presión militar. El día 20 del mismo mes la parada militar de Montejurra, con 20.000 hombres, demostraba la consolidación de sus posiciones como preludio de la expansión desde Cataluña hacia el Ebro, Teruel, Cuenca y Albacete y otras zonas del interior. El recambio gubernamental del 13 de mayo puso de relieve la importancia política de la guerra carlista. Fernández Almagro ha señalado que el origen de la crisis parcial de Gobierno estaba en la contrariedad de los radicales por los nombramientos habidos en el ejército del norte que fortalecían a los monárquicos. La cuestión es que los radicales perdieron peso específico en el Gobierno, lo que implicaba cuestionar definitivamente cualquier alternativa de futuro protagonizada por ellos. Augusto Ulloa entró en Estado, Alonso Martínez en Gracia y Justicia, Juan Francisco Camacho en Hacienda, el contraalmirante Rodríguez Arias en Marina, Alonso Colmenares en Fomento, Romero Ortiz en Ultramar, mientras que el general Zabala, que había sido nombrado para la jefatura del Gobierno el 26 de febrero con ocasión de la marcha de Serrano a la campaña del Norte, continuaba a la cabecera del gabinete. Por último, Sagasta conservaba la cartera de Gobernación. Un cambio gubernamental que parecía, aunque no lo fuera, diseñado por Cánovas. La desaparición del republicano unitario García Ruiz y de los destacados prohombres radicales facilitaba la estrategia restauracionista. Además, Serrano volvía a Madrid sin poder capitalizar el éxito parcial del sitio de Bilbao, mientras que los mandos más próximos a la causa alfonsina ocupaban puestos clave en los ejércitos de maniobra. La situación política y militar jugaba, pues, a favor de los planes de Cánovas, hecho confirmado por una nueva crisis gubernamental en septiembre que despejó aún más el camino. El general Zabala, ocupado sin éxito desde julio en la cabecera del ejército del Norte, fue sustituido como jefe de Gobierno por Sagasta, que conservaba Gobernación; entraban como nuevos ministros el general Serrano Bedoya, en Guerra, y Carlos Navarro Rodrigo en Fomento. En síntesis, en el último trimestre del año resultaba evidente el agotamiento de cualquier opción política que no fuera la Restauración borbónica en la persona del príncipe Alfonso. Independientemente de la hábil estrategia canovista, sustentada en una política de captación que estaba dando sus frutos, la trayectoria política y militar estaba colaborando de forma autónoma a la consecución de su proyecto. Serrano no había conseguido aglutinar unas sólidas clientelas políticas en torno a su persona. Cualquier alternativa republicana, por tímida que fuese, seguía demostrando su inviabilidad a corto plazo. La inclinación del ejército hacia la Restauración era manifiesta, al compás de unos conflictos bélicos no resueltos ni en la Península ni en Cuba. Cánovas supo percibir perfectamente la coyuntura, y el Manifiesto de Sandhurst, de 1 de diciembre de 1874, dejó explícitos los puntos básicos de la Restauración. Todo este conjunto de elementos, que actuaban de forma autónoma con respecto a Cánovas explica el pronunciamiento de 31 de diciembre de 1874 en Sagunto por el general Martínez Campos. El triunfo político de Cánovas dependió, por tanto, de una situación a principios de 1874 en la que unos partían con objetivos indeterminados y sin estrategias bien definidas, mientras que él sí supo situar las piezas claves del tablero político. Confluyen, pues, en la explicación de la Restauración, de un lado la estrategia de Cánovas, y de otro la trayectoria política y militar de 1874 como variable independiente que el primero supo aprovechar. Esa estrategia canovista se sustentaba en un conjunto de intereses en cuya cúspide se emplazaban las elites políticas, económicas y militares. A lo largo de 1874 las elites políticas del Sexenio, salvo el republicanismo federal, se fueron adaptando más o menos estrechamente al proyecto canovista, más que articulando un proyecto distinto. El caso de Sagasta es paradigmático. Vislumbraron acertadamente el futuro, aunque su incorporación al sistema político de la Restauración no se hiciera de forma inmediata y mostraran alguna leve resistencia. Pero a la larga el grueso del conglomerado político que había girado en torno a los dos partidos de la época amadeísta, el constitucionalista y el radical, acabó por integrarse, salvo excepciones como la de Ruiz Zorrilla. El propio Serrano, después de un breve exilio, optó por la colaboración. Más rotunda todavía resultó la actitud de las elites económicas de ambos lados del Atlántico, fenómeno comprendido en la búsqueda de una estabilidad política definitiva, pero que en el caso cubano ofrece una dimensión complementaria. Resulta indudable la influencia de los poderosos comerciantes peninsulares de Cuba en el retorno de los Borbones. Una activa colaboración que tenía un vital componente en la ayuda financiera, ya puesta en marcha al menos desde 1872. El tema de la abolición de la esclavitud y la posible alteración del statu quo colonial fueron los acicates de esta actuación básica y de su integración en el proyecto de Cánovas. El comportamiento de un Juan Manuel de Manzanedo, o de la familia Zulueta así lo ejemplifican, marcando la norma seguida masivamente por el conjunto de las elites económicas hispanoantillanas. Con respecto a la nobleza de sangre, sus actitudes quedaron puestas de relieve claramente desde el mismo día de la revolución de septiembre. Conformaron las bases de sustentación del exilio isabelino y alfonsino, y sus dineros y salones fueron una apoyatura de primer orden para la difusión de la causa. En cuanto al ejército, el fracaso de una posible alternativa por parte del general Serrano provocó su confluencia política con el alfonsismo. Jover Zamora ha señalado las claves de dicha confluencia en su escala de valores ideológicos y mentales: "Cánovas del Castillo venía a presentar, convenientemente explícitos y anudados, aquellos elementos de la ideología política de los militares más decantados y consolidados a lo largo del siglo XIX: su monarquismo y su liberalismo. Un monarquismo no absolutista, como el de Carlos VII; no extranjero, como el de Amadeo; no éticamente sospechoso, como había sido el de Isabel II. Y un liberalismo compatible con la disciplina, con el mantenimiento del orden social, con los elementos de la ideología nobiliaria y estamental, muy presentes también, como sabemos, en la mentalidad de los generales que hicieron su carrera durante la era isabelina". Los escasos militares de mando todavía renuentes se sumaron en el último semestre de 1874, y precisamente la acción del ejército a través del pronunciamiento de 31 de diciembre fue lo que precipitó, de forma no deseada por Cánovas, la Restauración. Cánovas había aglutinado y dado razón política a todo el entramado, atrayendo a las clientelas políticas y a las clientelas naturales a su proyecto. Desde los inicios del Sexenio, en las Cortes del 69, había defendido la alternativa personificada en el príncipe Alfonso de acuerdo a la legitimidad histórica. El trayecto más difícil del camino fue poner orden en las filas del exilio borbónico y entre sus partidarios del interior. Su proyecto empezó, pues, independientemente del exilio. Isabel II, aconsejada por sus colaboradores más próximos, no era partidaria de la abdicación. Cuando ésta se produjo en junio de 1870 se abrieron las perspectivas, aunque sin encomendar el liderazgo a Cánovas. Cuando fracasaron otras personas como posibles conductores hacia la Restauración, Cánovas quedó como jefe indiscutible del alfonsismo. A partir de aquí la evolución política de 1873 y 1874 creó el contexto apropiado. Aunque la Restauración no fue inevitable en sí misma, desde la perspectiva de 1875 el proceso, con su situación puente del año anterior, fue entendido y se presentó como tal inevitabilidad en un discurso político que Cánovas vertebró y difundió como la continuación de la historia de España. El pronunciamiento militar de Sagunto no hizo más que precipitar los acontecimientos. El general Martínez Campos se reunía en Sagunto con el general de brigada Luis Dabán, que había salido de Segorbe el 28 de diciembre con tropas escogidas. Se les unió el general Jovellar, jefe del ejército del centro. Los pronunciados proclamaron rey de España a Alfonso XII. El Gobierno apenas respondió: estaba superado por los acontecimientos. El intento de Serrano de oponerse a los sublevados ya no podía cuajar en el seno del ejército. En la tarde del 30 de diciembre el general Primo de Rivera indicó al Gobierno que se adhería al pronunciamiento. El general Serrano tomó el camino del exilio. El 31 de diciembre quedó constituido el Ministerio-Regencia: Presidencia, Cánovas del Castillo; Estado, Castro; Guerra, general Jovellar; Marina, marqués de Molins; Hacienda, Salaverría; Fomento, marqués de Orovio; Justicia, Cárdenas; Gobernación, Romero Robledo y Ultramar, López de Ayala. En La Gaceta de Madrid del mismo 31 de diciembre podía leerse: "Habiendo sido proclamado por la Nación y por el Ejército, el Rey D. Alfonso de Borbón y Borbón, ha llegado el momento de hacer uso de los poderes que me fueron conferidos por Real decreto de 22 de agosto de 1873". El texto era de Antonio Cánovas del Castillo.
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En este período la república genovesa comienza una enorme declinación debido a la esclerotización de sus instituciones, a la falta de innovaciones y al temor exterior representado por la influencia austríaca en el norte italiano y al expansionismo sardo. Su propia posición geográfica, punto estratégico fundamental, le hacía adoptar la neutralidad internacional aunque, en la práctica, todas las guerras de la época le afectaron. Así pues, participó en la Guerra de Sucesión austríaca contra el Piamonte y Austria, por su dependencia hacia Francia. En la Guerra de los Siete Años intervino en el bloque antifrancés, lo que le condujo a la ruptura diplomática con España, asestando un duro golpe a su comercio. En el plano social el poder estaba detentado por una oligarquía nobiliaria poderosa, poco proclive al reformismo lo que, en un momento en que la propia evolución histórica demandaba cambios, hará aparecer conflictos sociales y movimientos de oposición popular. El deterioro de la situación llegó a su cenit en varios momentos: en 1729 hubo una sublevación corsa y poco después aparecen conatos de rebelión en Liguria con reivindicaciones independentistas. En 1746 hubo un levantamiento en la capital, protagonizado por portuarios, zapateros, aprendices y comerciantes que protestaban por la ocupación austríaca de la república con la aquiescencia del patriciado local; tras seis días de cruentos combates, las tropas extranjeras fueron expulsadas y la nobleza recuperó el poder controlando la situación. En los años sesenta aparece un cierto reformismo bajo el mandato del dux Agostino Lomellini (1760-1762), hábil político y lúcido intelectual formado en la Ilustración; entonces se concede una cierta autonomía a Córcega; se limita la mano muerta eclesiástica al tiempo que se imponen gravámenes fiscales a los legados testamentarios realizados a favor de la Iglesia; se inicia una reorganización de las finanzas del Estado y un sistema aduanero nuevo. Desde el punto de vista económico la dedicación tradicional a la actividad financiera fue continuada y, de hecho, en la segunda mitad del siglo encontramos inversiones de capital genovés en Francia, Austria, Alemania y otras zonas más distantes como los países nórdicos o Rusia. Las actividades náuticas, que habían sido relanzadas en las últimas décadas del siglo XVII, ahora decaen en cierto sentido, asoladas constantemente por la piratería berberisca; esto se tradujo en un receso del comercio por lo que éste deja de ser la principal fuente de ingresos. La intensificación del alza de precios de las últimas décadas provocó un enorme malestar entre los grupos sociales. Así, la burguesía y pequeña nobleza, que querían ampliar su participación política, adoptan la filosofía ilustrada y un cierto liberalismo político para respaldar sus postulados. Ellos serían, en el futuro, motor del cambio.
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El Libro VI de la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias recoge la legislación relativa a la república de los indios, que parte de un concepto básico en la colonización española y vigente desde el primer momento: los indios son vasallos de la Corona, no extranjeros o enemigos (como ocurrirá en otras colonizaciones) sino súbditos a los que se pretende integrar en el sistema hispánico, estableciéndose incluso la obligatoriedad del pago del tributo como reconocimiento de su vasallaje. Pero al mismo tiempo que se declara formalmente que como tales súbditos son libres e iguales a los españoles -aunque éstos no pagan tributos-, se reconoce su situación de inferioridad legal y práctica, contradicción que se trata de resolver mediante la adopción de una política proteccionista, de subordinación y aculturación, con medidas tutelares sobre una población considerada en permanente minoría de edad. El ejercicio de la tutela requiere organizar a los indios dentro de un régimen político en común, es decir, en república, entendiendo por ello la vida ordenada, en policía. Ello implica la reorganización de la vida indígena y la congregación de los indios en pueblos o reducciones, donde no residirían más españoles que los doctrineros, corregidores y encomenderos. Estos asentamientos permiten vigilar y controlar mejor a la masa indígena, a la vez que buscan impedir posibles extorsiones y abusos por parte de los españoles u otras gentes. De todas formas, la política aislacionista no fue rígida, y cierto número de pueblos indios vivió constantemente en contacto con los españoles, además de que en todas las grandes ciudades había barrios indios, denominados cercados y situados en las afueras. En la aplicación de la política indígena será decisiva la colaboración de la Iglesia y de la propia nobleza india. Los caciques (término caribeño que acabó reemplazando a las distintas denominaciones locales para las jefaturas indígenas de carácter medio, pues los niveles superiores fueron eliminados a raíz de la conquista) tenían un gran poder en sus comunidades y fueron instrumentos esenciales para el control de los nativos. Caciques y principales se convirtieron en gobernadores, alcaldes y regidores de los cabildos de indios establecidos en sus pueblos según el modelo español, y actuaron como intermediarios y auxiliares de la colonización, organizando la recaudación de tributos, la provisión de mano de obra, etcétera. Gracias a esta colaboración, la nobleza indígena fue reconocida y recompensada con algunas distinciones. Por ejemplo, a diferencia del resto de los indios, los caciques y principales tenían permiso para llevar armas de fuego y espadas y podían montar a caballo, estaban muy hispanizados en su indumentaria, casas y estilo de vida, poseían tierras, ganados y esclavos negros, algunos pocos incluso fueron encomenderos (Gibson). Es decir, la misma función de la nobleza en la república de los españoles. Sin embargo, el poder político efectivo en los distritos indígenas lo tiene el gobernador español, que con título de corregidor o alcalde mayor es la máxima autoridad y quien toma las principales decisiones, debiendo velar por el cumplimiento de la legislación proteccionista. En la práctica su actuación no siempre será tutelar, por el contrario los frecuentes abusos acabarán convirtiendo a estos funcionarios en una de las lacras de la administración colonial, y desde luego serán odiados por los indios, hasta llegar a ser las primeras víctimas de sus motines y rebeliones. El sistema político-legal proteccionista se completa con otras figuras que se van nombrando y actuarán en los diferentes distritos, como el protector de indios (con funciones nunca reglamentadas, aunque implícitas en su nombre, cuya actuación dependió de la personalidad del titular) y el procurador de indios, especie de abogado de pobres en las Audiencias, donde existía también la figura del fiscal de indios. La Iglesia, estrechamente vinculada a los intereses políticos y colonizadores del Estado, es la institución que asume mayor protagonismo para modificar la sociedad indígena, no sólo en el plano religioso sino también en el lingüístico y el cultural. La evangelización, que teóricamente justificaba toda la empresa española en América, fue asumida con entusiasmo desde el principio y pronto se superó la actitud agresiva, compulsiva, característica de los primeros años, cuando la integración religiosa se concebía como una prolongación de la conquista y la tarea fundamental era destruir las evidencias del paganismo. En general, el esfuerzo misionero fue una operación pacífica, constante e ininterrumpida, cuyo resultado final desde el punto de vista de la creencia religiosa indígena fue el sincretismo, la fusión de la fe cristiana y la pagana. Los indios incorporaron la nueva religión a su propio panteón politeísta y sistema de creencias, prestando mayor atención a aspectos como el de los santos o el dogma de la Trinidad que al propio Dios cristiano. Pero desde el punto de vista de las actitudes sociales y ceremonias externas, la evangelización fue un éxito: en cualquier pueblo indígena la iglesia jugaba un papel dirigente, y aunque los indios no solían ser sacerdotes, se ocupaban de la sacristía y desempeñaban toda una serie de tareas menores, participaban en los ritos y fiestas, se organizaban en cofradías, etcétera. Como parte de la propia metodología misional, los religiosos aprendieron las lenguas indígenas (convertidas en lenguas oficiales de la Iglesia católica) y asumieron también la función educativa. En general, las escuelas parroquiales y misionales proporcionaban, junto con la enseñanza de la doctrina, una educación rudimentaria, aunque la mayoría de los indígenas no llegó a aprender nunca la lengua castellana. Los mayores esfuerzos en este sentido se dedicaron a las capas altas de la sociedad india, fundándose colegios específicos para ellas, como los de Santa Cruz de Tlatelolco (México), del Príncipe (Lima), o de San Francisco de Borja (Cuzco). En cuanto a la cultura material, la asimilación fue muy lenta en las zonas rurales. Por ejemplo, los indios -que eran mayoritariamente campesinos- tardaron mucho en incorporar el arado, que implicaba el uso de animales de tiro y otros cambios en sus métodos agrícolas, así que durante mucho tiempo siguieron usando el palo cavador tradicional. Por otro lado, a veces los esfuerzos integradores resultaron ser una extorsión. Es el caso de los llamados repartos (ventas) de mercancías, que fueron un importante instrumento de aculturación forzada encaminado a introducir a los indios en una economía mercantil. Los corregidores, aunque por ley tenían prohibido participar en actividades comerciales, controlaban la distribución económica entre los indios, obligándoles a comprar a precios excesivos tanto productos necesarios como superfluos. Estas prácticas, usuales aunque ilegales tanto en Nueva España como en Perú desde la segunda mitad del siglo XVII, fueron legalizadas a partir de 1751 en un intento de controlar los excesos, pero la práctica no cambió las cosas y el reparto constituyó una fuente de crónica irritación para los indios. Pero además de los planos político, religioso, língüístico y cultural, se intentó también -y se hizo en primer lugar y con éxito- la integración laboral, principal forma de vinculación entre el mundo español y el mundo indígena. Los sistemas de utilización de la mano de obra variaron según los lugares y épocas, y tuvieron estrecha relación con la organización sociocultural indígena, sobre todo en las sociedades complejas, donde los españoles encontraron vigentes condiciones de esclavitud y servidumbre que procuraron aprovechar. Por orden más o menos cronológico, los sistemas de trabajo implantados fueron la esclavitud, encomienda, trabajo forzado, trabajo semivoluntario y trabajo libre. El esclavismo fue el primer sistema laboral no sólo en el Caribe sino en todas las regiones a medida que se iban conquistando, aunque la tendencia oficial era frenar este proceso. Desde el año 1500 sólo se permitía la esclavitud para casos de rebelión, indios capturados en guerra o caníbales, y en 1542 las Leyes Nuevas establecieron que "por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate ni de otra manera, no se pueda hacer esclavo indio alguno, y queremos sean tratados como vasallos nuestros de la corona de Castillo, pues lo son". En adelante sólo habrá casos aislados de esclavitud india en zonas marginales o fronterizas. El trabajo en la encomienda era prácticamente idéntico al de la esclavitud. De todas formas, ya vimos cómo esta institución deja de ser una fuente de trabajo privado para convertirse en una renta; desde fines del XVI sólo en zonas marginales y pobres subsiste la encomienda de servicio personal. El siguiente sistema fue el reclutamiento forzado de mano de obra, basado en prácticas prehispánicas, que en México se llamó coatequitl o régimen de tandas, y en Perú mita. La forma más elaborada fue la mita peruana, el trabajo forzoso por antonomasia, consistente en prestaciones laborales temporales, en actividades de interés público (especialmente en la minería, pero también en obrajes, caminos, etc.). Se trataba de un trabajo compulsivo pero remunerado y perfectamente reglamentado, aunque provocó muchas quejas debido al incumplimiento de la legislación. Las mitas de Potosí, con cerca de 13.500 indios al año, y Huancavélica, con unos 2.200, fueron las más importantes y las que significaron una dura carga para los pueblos obligados a proporcionar los contingentes de trabajadores. El trabajo semivoluntario se basaba también en sistemas prehispánicos de mano de obra atada o semiservil. Las categorías más conocidas fueron las de yanacona, especie de siervos vinculados a la tierra, y naboría, término caribeño que los españoles aplicaron en Nueva España y que más tarde se hispanizaría transfor mándose en laborío, que describe diversas formas de mano de obra indígena. La mano de obra libre se va desarrollando paulatinamente. En la minería peruana es característico el minga, trabajador contratado con una paga que podía ser hasta cinco veces superior a la del mitayo. El peonaje es otro tipo de trabajo asalariado, y la forma más común que adopta es la aparcería o medianería, mediante la cual los campesinos arrendaban pequeñas parcelas en las grandes haciendas, y pagaban la renta trabajando en la hacienda. Aparece también a fines de la colonia el peonaje adscrito por deudas, que se desarrollará tras la independencia. En general, y como observaron en el siglo XVIII los célebres marinos españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa, puede decirse que "todas cuantas riquezas producen las Indias, y aun su misma subsistencia, se debe al sudor de sus naturales: con ellos se trabajan las minas de oro y plata, con ellos se cultivan las tierras, ellos crían y guardan los ganados; en una palabra, no hay trabajo fuerte en que no se empleen".
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Venecia estaba bajo dominio austriaco desde los últimos años del siglo XVIII. Los primeros momentos de dominación austriaca estuvieron marcados por el pago de gravosos tributos y fuertes aranceles, pero a partir de la década de 1840 la situación fue favorable para los venecianos, ya que se realizaron importantes trabajos de modernización en la zona como la instalación de la iluminación de gas, la conclusión de la vía férrea que unía Milán con Venecia o la remodelación del sistema de calles. Sin embargo, estos signos del progreso no implicaban en la mentalidad veneciana nada positivo, ya que seguían bajo el férreo dominio extranjero, pagando fuertes impuestos y sin poder tomar sus propias decisiones políticas. Al mismo tiempo, las libertades conseguidas por otros pueblos como los franceses aumentaban los sentimientos antiaustriacos. Las conspiraciones en las calles venecianas eran cada vez más frecuentes y el teatro de La Fenice se convirtió en el centro de la protesta, especialmente con motivo de la representación de la ópera "Macbeth" de Verdi. Los venecianos acudían a las funciones vistiendo los colores de la enseña nacional italiana -verde, rojo y blanco- y lanzaban al escenario ramos de flores también con esos colores. Ante estos actos nada podía hacer la policía secreta austriaca. Uno de los líderes populares era el abogado Daniele Manin. En los primeros meses del año 1848 las protestas contra la ocupación austriaca empezaron a subir de tono en otras ciudades del norte de Italia como Milán o Padua. En previsión de que estos actos se repitieran en Venecia, Manin y otro líder popular llamado Niccolò Tommaseo fueron encarcelados el 18 de enero. Los aires revolucionarios afectaron a toda Europa durante este año y llegaron a la propia capital imperial, Viena, donde el emperador aceptó una monarquía constitucional. Estas noticias supusieron un importante estímulo para los venecianos y el 17 de marzo las masas asaltaban la residencia del gobernador austriaco, ubicada en las Procuradurías Nuevas. Al día siguiente, las tropas austriacas disparaban contra los venecianos en la Plaza de San Marcos, produciéndose las primeras víctimas. Los insurrectos, liderados por Manin, no dudaron en tomar las armas del Arsenal. Al mismo tiempo, los miembros italianos del ejército austriaco se negaron a utilizar la fuerza contra sus compatriotas. Ante esta situación el ejército austriaco se retiró y Manin fue elegido presidente de la llamada República de San Marcos. La reacción austriaca no se hizo esperar y ese mismo verano las tropas regresaron al Véneto. Paulatinamente, el Imperio austriaco iba recuperando los territorios perdidos. Venecia conseguía resistir gracias a su privilegiada situación geográfica. La ciudad empezó a ser asediada en el otoño, poniéndose pronto de manifiesto la escasez de los recursos para la resistencia. Aún así, las familias más ricas de la ciudad no dudaron en vender sus joyas para sufragar los gastos de la resistencia, consiguiendo la nada despreciable suma de 1,3 millones de liras. Venecia se convertía así en un ejemplo para todos los italianos que deseaban la independencia. A lo largo del invierno de 1848-49, el hambre y las enfermedades diezmaron una población que veía como se disparaban los precios de los alimentos básicos. Pero la resistencia continuaba, a pesar de las malas noticias que llegaban del exterior -los austriacos habían vencido a los insurgentes en la batalla de Novara-. Durante el verano de 1849 el cólera se sumó a las desventuras que estaba sufriendo Venecia, por lo que el 3 de agosto Manin decidía capitular. Las provisiones sólo aguantarían hasta final de mes, considerándose la decisión más acertada. La plaza de San Marcos era ocupada de nuevo por las tropas austriacas el 27 de agosto. Los patriotas italianos tendrían que esperar en esta ocasión sólo 17 años para verlas marchar definitivamente.
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El 12 de septiembre de 1943, un comando de paracaidistas alemanes, mandado por Otto Skorzeny, libera a Mussolini en el Gran Sasso. El Duce es conducido al Cuartel General alemán y posteriormente a Munich, desde donde se prepara para su vuelta a Italia.El día anterior, 11 de septiembre, el mariscal Kesselring había publicado una ordenanza en la que declaraba territorio de guerra sometido a las leyes alemanas de la guerra a todo el territorio italiano que controlaban sus tropas.El orden público quedaba confiado a las autoridades y organizaciones civiles italianas, que debían impedir todo acto de sabotaje y de resistencia pasiva contra las medidas alemanas. Evidentemente se contaba ya con la idea de un nuevo Estado fascista italiano.En efecto, el 9 de septiembre, al día siguiente de la publicación del armisticio entre los aliados y Badoglio, cuanto el rey y su Gobierno abandonan Roma, se había constituido un Gobierno provisional fascista en Prusia oriental al amparo del Cuartel General alemán.Formaban parte de él los ex jerarcas que se habían opuesto a Grandi en el Gran Consejo y que se habían refugiado en Alemania, entre ellos, Roberto Farinacci, Alessandro Pavolini y Vittorio Mussolini, hijo del Duce. Su primera proclama, del mismo día 9, fue transmitida a través de la Agencia oficial alemana de información.Inmediatamente después de sus entrevistas con el Führer, Mussolini puso manos a la obra. Entre el 15 y el 17 de septiembre promulgó seis órdenes del día -siempre a través de la agencia alemana- para informar a los "fedeli camerati" de haber recobrado la suprema dirección del fascismo, de la reconstrucción del partido con el nuevo nombre de Partido Fascista Republicano, de la reorganización del mismo y de la Milicia.En el último de ellos se refería también a la posición de los miembros del partido en relación a su postura frente al golpe de Estado, la capitulación y el deshonor; ello era ya un preludio del proceso de Verona.En aquellos mismos días nombró a Alessandro Pavolini secretario general del nuevo partido y a Renato Ricci como comandante de la Milicia. Igualmente acusó a la dinastía Saboya de ser la principal causante de la desgracia de Italia.El 23 de septiembre, Mussolini anunció la formación del nuevo Gobierno. Prácticamente habían desaparecido de la circulación los grandes nombres del ventenio anterior.Él mismo asumió la Presidencia y los Asuntos Exteriores; la Defensa fue encargada al mariscal Graziani, casi el único alto mando militar de prestigio que se le mantuvo fiel; del Interior se encargó Buffarini-Guidi, y del importante Minculpop (Ministerio de Cultura Popular), del que dependía la propaganda, Fernando Mezzasoma.Podemos afirmar que el núcleo dirigente del nuevo régimen lo constituían, además de Mussolini mismo, Pavolini, Buffarini-Guidi y Mezzasoma.La sede del nuevo Gobierno se fijó en Saló, a orillas del Garda, y los diferentes ministerios se desparramaron por localidades cercanas. El abandono de Roma -impuesto por los alemanes- privó al nuevo Estado fascista de buena parte de su prestigio y acentuó la imagen de precariedad y dependencia del mismo.El 27 de septiembre de 1943 en la Rocca delle Caminate, la villa de Mussolini en Romaña, tuvo lugar el primer Consejo de Ministros de la recién nacida República. Mussolini asumió también el cargo de jefe del Estado provisional en espera de la convocatoria de una Asamblea Constituyente que lo definiese jurídicamente y que no tendría lugar.Los alemanes habían conseguido sus objetivos militares a raíz de la publicación del armisticio. Controlaban, en efecto, la mayor parte de Italia, pero desde el punto de vista político, sus objetivos no estaban tan claros, al menos en un primer momento.Independientemente del éxito o no de la liberación de Mussolini que preparaban, había dos opciones: la ocupación militar o la creación de un Gobierno "aliado".Evidentemente optaron por la segunda, aun antes de la liberación del Duce. Pero la presencia de éste podía suponer para ellos más complicaciones que ventajas.Sin embargo, fue el propio Hitler quien convenció a Mussolini de la necesidad de ponerse al frente del nuevo Estado, algo de lo que el italiano no estaba, al parecer, demasiado seguro.Los puntos fundamentales del plan alemán para Italia se cumplieron al pie de la letra. Así, se confió al ejército del Tercer Reich el control de una amplia zona a espaldas de la línea del frente, lo que privó a la nueva república de establecer su sede en Roma.Igualmente pasaron al directo control alemán -militar y civil- los territorios fronterizos del Tirol del sur (Alto Adigio para los italianos) y parte del litoral adriático. Los alemanes controlaron también el aparato productivo italiano a través de una comisión específica creada por AIbert Speer, ministro de la Producción de Guerra del Tercer Reich.A través de las SS del general Wolf, verdadero procónsul de Hitler en Italia, los alemanes controlaban también la vida política en los territorios directamente confiados a su administración militar.Un papel fundamental en el nacimiento del nuevo Estado republicano hay que atribuírselo al embajador alemán en Roma, Rahn, quien llevó a cabo las negociaciones con distintos personajes para la formación del Gobierno.A instancias del mismo Rahn, el Gobierno alemán solicitó de sus aliados el reconocimiento de la República Social Italiana; así lo hicieron los Gobiernos de Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Japón. Pero, entre los neutrales, el reconocimiento sueco contrastó con la negativa rotunda de la España de Franco, que abandonaba así a quien tanto había hecho por su victoria.Hacia finales de octubre de 1943 disminuye la presión alemana directa y Mussolini intenta orientar el trabajo de su precario Gobierno en dos sentidos principalmente: la reconstrucción del Partido y la reconstrucción del Ejército. Sólo con ello podría dotar de una mínima entidad al nuevo Estado, que hasta entonces no pasaba de ser una entelequia.
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La república Serenísima, prototipo de ciudad-Estado, comprendía la provincia del Véneto, una parte de Istria, casi toda Dalmacia y las islas Jónicas; gobernada por un sistema oligárquico-ciudadano cuyos miembros estaban inscritos en el Libro de oro de la ciudad, seguía estando viva a comienzos de la centuria gracias a su activo comercio, aunque sus iniciativas expansionistas quedarán abandonadas en 1718 con la pérdida de Morea y conservando únicamente sus enclaves en la costa yugoslava, donde ebullía ya un cierto nacionalismo antiveneciano. El período que nos ocupa está marcado por la estabilidad, y por un cierto retroceso en el comercio mediterráneo, en parte por la concentración de la propiedad agraria, la vigencia de una agricultura tradicional y la decadencia de la clase dirigente. En efecto, la estabilidad política proviene de la constancia de los ingresos comerciales, dándose muchas exportaciones de cerámicas, objetos de vidrio y obras de arte, llegando a declararse la ciudad puerto franco en 1735; en parte también de una clase política conservadora, anclada en las instituciones tradicionales y dominada por la aristocracia (Gran Consejo de Nobles, Senado y Señoría) opuestos a cualquier conato de reforma, y por último, se debe también a una política de neutralidad en la escena internacional. No obstante, en la segunda mitad de la centuria algo cambió en el panorama político culminando una intensa legislación reformadora, gracias al pensamiento ilustrado, que impulsaría notablemente el desarrollo económico: abolición de los derechos de pastos concedidos a los propietarios ganaderos en determinadas zonas de la llanura véneta, puesta en cultivo de tierras baldías, coto al aumento de las propiedades eclesiásticas, mejora del sistema hacendístico y una redistribución de los impuestos, desarrollo de ciertas industrias (talleres de lino, algodón y lana) y supresión de aduanas internas. Estas transformaciones, aunque no fueron acompañadas de cambios en el terreno institucional, permitieron la aparición de una nueva burguesía en ciudades secundarias y centros rurales, ligada al comercio local, pequeñas industrias o el ejercicio de profesiones liberales. A pesar de sus intentos de neutralidad, la intención austríaca de implantarse en el Mediterráneo hizo que Viena ofreciera en 1747 a la república una permuta de territorios que hubiese supuesto la libre comunicación entre la Lombardía habsburguesa con el Trentino, principado arzobispal, feudatario del Imperio. Dicha negociación no dio ningún fruto y años más tarde, en 1782, cuando el emperador José II negociaba una alianza con Rusia, planteó a Catalina la anexión de Istria y Dalmacia a Austria, aunque tampoco ahora se conseguiría este objetivo.
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El 18 de julio de 1873, Nicolás Salmerón fue nombrado presidente por 119 votos. Con él la República inició un viraje de carácter conservador, que llegó a poner en cuestión incluso el principio federal, de hecho enterrado en la sublevación cantonal. La prioridad del Gobierno residió en intentar resolver la guerra carlista y el cantonalismo, dentro de un contexto más amplio de restablecimiento del orden público. El 6 de septiembre dimitió Salmerón, siendo elegido Emilio Castelar presidente por 133 votos, frente a los 67 que apoyaron la vuelta de Pi y Margall. Castelar concretó el giro conservador: las libertades no podían descuidar el orden, y ahora se imponía la conservación de este último. Así las cosas, Castelar decidió gobernar por decreto, y no tardó en actuar. Disolvió a los voluntarios de la República y suspendió las garantías constitucionales. El autoritarismo emanaba de un Gobierno que recortó en gran medida las libertades constitucionales y se apoyó en un sector del ejército de ideología contraria a la suya. Un ejército que continuó adquiriendo una influencia decisiva, no tanto por su cómoda victoria sobre el movimiento cantonal como por su actuación en la guerra carlista. Convertido en una auténtica guerra civil, el conflicto carlista había avanzado de forma importante no sólo en el País Vasco, Navarra y el interior de Cataluña, sino por buena parte del territorio español, aunque no siempre con la misma fuerza. En Andalucía, Castilla, Galicia y otras zonas se localizaron sólo partidas menores, mientras el grueso del carlismo se concentraba en sus feudos tradicionales. Fue allí donde, con el apoyo de varias potencias europeas, que preferían un régimen conservador en España, el carlismo había comenzado a sentar las bases de un Estado propiamente considerado, con sus mecanismos administrativos. Los ayuntamientos y diputaciones, base del Estado carlista y principales financiadores de las cargas militares, se reorganizaron bajo principios forales. Intentaron regularizar la vida económica e impulsaron la instrucción pública, favoreciendo la lengua autóctona y restableciendo viejas instituciones culturales. El carlismo contaba, además, con una base sociológica amplia, cuya composición rebasaba el tradicional espacio rural para extenderse a núcleos urbanos, a pesar de su fracaso ante el sitio de Bilbao. La guerra de Cuba impulsó de igual modo este protagonismo del ejército, aunque el problema allí era muy diferente. De hecho, la República nunca llegó a controlar la situación. Las autoridades de la Isla actuaban con un gran margen de independencia respecto al poder central, que ni el proyecto de estructuración federal del Estado logró amortiguar. La guerra cubana adquirió una dimensión internacional. Estados Unidos, buscando una mayor presencia, dejaba hacer a los independentistas. En este contexto estalló un delicado asunto diplomático. El barco Virginius transportaba armas y pertrechos para los independentistas cuando fue interceptado por buques españoles, siendo fusilados sus tripulantes. La tensión entre los dos países contribuyó a enturbiar más la situación del Gobierno Castelar en los meses de noviembre y diciembre. A la altura de este último mes, un sector de los diputados a Cortes estaban dispuestos a plantear la cuestión de la confianza al Gobierno, con ocasión de la reapertura de sesiones el 2 de enero de 1874. El 31 de diciembre Figueras, Pi y Salmerón habían decidido la caída de Castelar. Ello desembocaría en un viraje, esta vez hacia la izquierda, posiblemente hacia los postulados del federalismo intransigente. Al menos ésta era la visión de otro sector de los diputados, así como de un ejército dispuesto a intervenir para evitarlo, contando con el concurso de buena parte de los viejos políticos procedentes de la septembrina.
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Los sucesos de 1968, tanto del mayo francés como de Checoslovaquia, dejaron importantes secuelas en la izquierda occidental a corto y medio plazos. Los partidos comunistas occidentales acentuaron su distanciamiento respecto de Moscú, particularmente el PCI - Partido Comunista de Italia- y el PCE -Partido Comunista de España-, dando lugar al eurocomunismo, que mediante la fórmula del compromiso histórico trataban, respectivamente, de abrir las puertas de un Gobierno con los democristianos en Italia y articular un amplio acuerdo político capaz de poner fin a la dictadura franquista, en España. La plena aceptación del marco democrático significaba la definitiva renuncia a la estrategia revolucionaria abierta por los bolcheviques en 1917; con ello no sólo se alejaban del modelo soviético también trataban de responder a las transformaciones acaecidas en las sociedades industrialmente avanzadas, mediante la teoría de la revolución científico-técnica. A pesar de ello, amplios sectores sociales comprometidos en los movimientos del 68 mostraron abiertamente sus recelos respecto de los partidos comunistas occidentales por la combinación de varios factores: la invasión de Checoslovaquia representó la definitiva ruptura con el modelo soviético para la "nueva izquierda"; mientras que las vacilaciones y tibieza, cuando no abierta hostilidad, con las revueltas del 68 de dichos partidos les alejaron de los grupos más comprometidos. A corto plazo, condujo a una reafirmación en los postulados del izquierdismo, basados generalmente en el marxismoleninismo, el trotskismo o el maoísmo. El fracaso de las revoluciones del 68 respondió, a juicio de los grupos izquierdistas, a la ausencia de una organización capaz de dirigir el proceso revolucionario, dada la "traición" de la izquierda tradicional. Por ello, la "tarea del momento" residía en construir el "partido de la revolución". En Francia, miembros de la disuelta Unión de Juventudes Comunistas (marxista-leninista) -UJC (ml)-, del "movimiento 22 de Marzo" y del movimiento estudiantil fundaron la Gauche Prolétarienne, que contó con las simpatías de Sartre y Maurice Clavel, hasta que el 25 de junio de 1970 fue prohibida por el Gobierno; los trotskistas se reorganizaron en la Ligue Communiste liderada por Alain Krivine, la Alliance des Jeunes pour le Socialisme (AJS) y Lutte Ouvriére respectivamente; en abril de 1973 aparecía, bajo la dirección de Sartre, el periódico Libération, que trataba de expresar las sensibilidades crecidas al calor del mayo del 68. En la República Federal de Alemania, la Oposición Extraparlamentaria (APO) y el SDS entraron en crisis tras el fin de las movilizaciones contra las leyes de excepción y el triunfo electoral del SPD en 1969, dando lugar a un proceso de disgregación sólo superado en los años ochenta con la aparición de los Verdes -Die Grünen-. En Italia, desde 1966 existía el PCI (m-1) de tendencia maoísta, al que se añadió la Unione dei Comunisti Italiani (marxisti-leninisti) desde 1968; pero la experiencia más interesante se remontaba a los Quaderni Rossi impulsados por Rainiero Panzieri, que dio lugar en 1964 a la revista Classe Operaia, de la que surgió el grupo Potere Operaio en 1967; en 1968 aparecía en Milán Avanguardia Operaia, animadora de los Comitati Unitari di Base (CUB), que se presento a las elecciones locales de 1975 en unión del PDUP bajo el nombre de Democrazia Proletaria; en Turín nació en 1969 Lotta Continua; finalmente, en 1969 un grupo de disidentes del PCI creó la revista II Manifesto, entre los que se encontraban Rossana Rossanda, Luigi Pintor, Massimo Caprara, Lucio Magri y Luciana Castellina. La nueva izquierda italiana de los años setenta fue la más sugerente y renovadora de los grupos surgidos tras las cenizas de las revueltas del 68, animando y, en muchos casos, anticipando los planteamientos de los nuevos movimientos sociales de los setenta y ochenta, como el feminismo, el ecologismo y el pacifismo. A medio plazo, el izquierdismo se reveló como un camino que miraba más hacia el pasado que hacia el futuro. Su fracaso se manifestó en la permanente fragmentación de unos grupos que difícilmente salían de la marginalidad política y social. La frustración de las esperanzas en el pronto estallido de la revolución llevó a algunos, influidos por la mitificación de las en el luchas guerrilleras del Tercer Mundo, a postular estrategias de guerrilla urbana que desembocaron en varios países en la formación de grupos terroristas, como las Brigadas Rojas en Italia o el RAF -fracción del ejército rojo- en la República Federal de Alemania, durante los años setenta. Mayo del 68 dejó tras de sí un poso ambivalente. En la década de los setenta, varios factores confluyeron en el declive temporal de las protestas que habían atravesado las "sociedades opulentas". De una parte, la derrota de las revueltas del 68, más aparente que real por lo que se refiere a determinados aspectos de los nuevos valores postmaterialistas de las que eran portadoras, provocó un reflujo de la dinámica de la protesta de los sesenta, manifestado en la progresiva marginalidad de los grupos herederos del 68. De otra, el cambio de las expectativas, fruto del estallido de la crisis de los setenta, que puso en cuestión el optimismo en un crecimiento sostenido a raíz de la publicación del primer informe del Club de Roma en 1972, bajo el paradigmático título Los límites del crecimiento. Un año más tarde la primera crisis del petróleo resquebrajaría la fe en un progreso material ilimitado, ofreciendo fuertes argumentos al incipiente movimiento ecologista.