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El lugar más popular de Barcelona es La Rambla, ideal para tomar el pulso a la vida urbana. Este espectacular vía, llena de color, transcurre entre la plaza de Cataluña y el puerto. En su origen fue una torrentera que corría paralela a la muralla occidental del recinto fortificado levantado en siglo XIII. Al resultar dicho recinto insuficiente para contener a la población fue ampliado, integrándose La Rambla en la ciudad, dotándose de importantes edificios a lo largo de los siglos XV y XVII. En la centuria siguiente, el espacio fue arbolado para configurar el aspecto de paseo que es su seña de identidad. Partiendo de la plaza de Cataluña entramos en la llamada Rambla de Canaletes, debido a la fuente de ese nombre, situada en este lugar desde épocas antiguas. Dice la tradición que el visitante que bebe de sus aguas regresa a Barcelona. Lo más característico de esta parte de la Rambla son los kioscos, llenos de libros y periódicos, dispuestos a ambos lados del paseo central. El siguiente tramo recibe el nombre de Rambla de los Estudios ya que aquí estuvo instalado el Estudio General, la primera Universidad de la ciudad, hasta 1714. También se conoce a este tramo como Rambla de los Pájaros debido a los puestos de venta de animales que se alzan en el paseo, así como a los gorriones que anidan en los árboles que dan sombra a los paseantes. El estallido de color se produce cuando el visitante llega a las Rambla de las Flores. Los numerosos puestos de flores aportan un soplo de naturaleza al bullicio de la vida urbana. A continuación se abre el tramo de la Rambla del Centro o de los Capuchinos, así denominado por alzarse en este lugar un convento de Capuchinos, espacio ocupado actualmente por la Plaza Real. En este tramo el visitante puede observar el pavimento diseñado por Joan Miró para el mercado de la Boqueria y disfrutar de las terrazas que se suceden a lo largo del paseo. La fachada del Gran Teatro del Liceo preside el espacio. Los últimos tramos antes de alcanzar el mar reciben el nombre de la plaza del Teatro -aquí se levanta el antiguo Teatro Principal- y la Rambla de Santa Mónica -por el antiguo convento de Santa Mónica, convertido en centro de arte-. El paseo se cierra con el gran Monumento a Cristóbal Colón.
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El mestizaje no es un rasgo exclusivo de la colonización española, pero sí es su característica fundamental y un fenómeno muy complejo y de difícil estudio porque, además del cruce biológico, tiene importantes connotaciones culturales. Las principales categorías fueron la de mestizo, que define la mezcla entre español e indio, la de mulato o mezcla entre negro y español, y con menor importancia, la de zambo, mezcla entre indio y negro. Entre ellas, una infinita cantidad de categorías intermedias para definir grados sutiles de mezclas, que llegan a su apogeo a fines del siglo XVIII y recibirán nombres pintorescos y burlones: torna atrás, tente en el aire, ahí te estás, coyote, albino, castizo, tercerón, cuarterón, quinterón. Estos grupos étnicos y las otras mezclas son englobados bajo el concepto de castas, término que en realidad incluía a todos los que no fueran españoles o indios. Iniciado desde el primer momento del contacto, el mestizaje hispano-indígena se ha atribuido a una serie de factores románticos, en particular a la falta de prejuicios raciales de los españoles, supuestamente muy diferentes en eso de los anglosajones. Sin embargo, parece más lógico atribuirlo a dos hechos fundamentales: la falta de mujeres españolas en los primeros años de la conquista y colonización (6,1 por 100 de la emigración total entre 1493 y 1539) y el propio sistema de conquista, con campañas que duraban meses y años, e incluían violaciones, raptos y regalos de mujeres. En tales circunstancias, los españoles no hicieron sino reanudar en América su propia tradición mestiza. Pero si la poliginia o pluralidad de amancebamientos y uniones esporádicas del español con las indias proliferó tanto que aquello parecía un "paraíso de Mahoma", según algunos frailes (Bernal Díaz cuenta que uno de sus compañeros tuvo treinta hijos en tres años), y si la Corona autorizó ya desde 1501 los matrimonios mixtos, lo cierto es que éstos no fueron frecuentes. Arraigaron en cambio el concubinato y la barraganía porque las uniones ilegales podían ser toleradas por la sociedad, pero no las uniones legales. Surge así la identificación entre mestizo e ilegítimo, origen del descrédito social que los caracterizará como grupo (lo mismo sucederá con los mulatos y zambos, con quienes el prejuicio social fue aún mayor pues a la ilegitimidad de su origen se unía el estigma de la esclavitud). Pero el estatus lo proporcionará la adscripción a una u otra comunidad cultural, y no la biología. En el siglo XVI muchos mestizos se incorporan al grupo español y son considerados y llamados españoles, con diversos grados de marginalidad; por el contrario, los mestizos que permanecen con sus madres indias se indianizan por completo y son indios. Eso explica que en 1570 el porcentaje de las castas (es decir, mestizos, mulatos y negros) en la población total de las Indias era del 2,5 por ciento. Pero, al aumentar el número de los mestizos (12,7 por ciento de la población en 1650), estos acabarán por constituir un grupo social propio, que va emergiendo como una clase social rural media y urbana baja, caracterizada por su condición marginal. El aumento de los mestizos provoca la desconfianza y el temor de españoles y criollos, que intensifican así sus prejuicios, discriminaciones y trabas legales, definiéndolos despectivamente como casta. El resultado de varios siglos de mestizaje racial y cultural es que a comienzos del siglo XIX los mestizos representan casi la tercera parte (32 por ciento) de la población total de la América española. Y son más de seis millones de personas.
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El incremento de la violencia entre una y otra comunidades en los años treinta condujo a la pérdida de popularidad de la política de moderación del muro de hierro, es decir, de la Haganá, que en 1930 pasó a depender de la Agencia Judía, la máxima autoridad de la Yishuv. Poco después, un grupo de oficiales descontentos con la moderación, abandonó la organización y fundó la Irgun Bet, una banda terrorista con una estrategia agresiva y amoral, que no ponía límites a sus actuaciones. La Irgun era, precisamente, el instrumento con el que soñaba Jabotinsky. Años más tarde, se convertirá en el brazo armado del Partido Revisionista. Un sector para quien todo esto era todavía demasiado blando se escindió de la Irgun (Begin) y fundó la Banda Stern (Shamir), cuyos métodos sobrepasarán en violencia y desatino a los de la organización madre. Salvo un breve período de enfrentamientos entre la Haganá y sus dos derivaciones, los tres grupos actuaron de consuno durante los enfrentamientos que precedieron a la Primera Guerra Árabe-Israelí de 1948. Las mayores atrocidades perpetradas conjuntamente por los sionistas contra la población civil palestina -como la masacre de Deir Yassin- fueron llevadas a cabo por la Irgun y la Banda Stern bajo el paraguas de la Haganá. El terror desatado por las fuerzas sionistas, que provocó la huida de 700.000 palestinos de sus tierras, fue eficazmente practicado por las tres fuerzas. En 1948 la Haganá, el principal muro de hierro, se convirtió en la Fuerza de Defensa de Israel, (FDI), el actual ejército del Estado hebreo. La Irgun y la Banda Stern fueron disueltas y sus miembros se integraron en las fuerzas armadas israelíes. Años más tarde, los dirigentes de las tres organizaciones que constituyeron ese primer muro de hierro llegarán a los más altos cargos políticos del Estado de Israel. David Ben Gurion, Menahem Begin y Yitzhak Shamir fueron primeros ministros. La política israelí del muro de hierro, es decir, la construcción y mantenimiento de un poderoso ejército -dotado de armamento nuclear desde hace dos décadas- ha sido continuada durante 55 años, resultando muy eficaz para proteger al Estado judío de las reclamaciones de los damnificados. Por ello, sin embargo, tuvo que pagar un alto precio: tuvo que constituirse como una sociedad altamente militarizada, donde las fuerzas armadas -guardianas de la seguridad- mantienen una influencia política, tan discreta como fuerte. No es casualidad que la mitad de los primeros ministros habidos hasta el presente hayan sido o sean altos jerarcas militares -Rabin, Barak o Sharon- o provengan de Organizaciones paramilitares -como Begin- o de éstas y el espionaje, como Shamir. En la práctica, la doctrina del muro de hierro sufrió transformaciones, imprevistas por Jabotinsky. Shamir, por ejemplo, la llevó al extremo de tomarla como justificación del mantenimiento del statu quo con los palestinos. "Para él -dice el historiador israelí Avi Shlaim, profesor de Relaciones Internacionales en el St. Anthony College de Oxford- el muro de hierro era un baluarte contra el cambio y un instrumento para mantener a los palestinos en un estado de permanente sometimiento a Israel". La historia ha demostrado que Jabotinsky tampoco estaba en lo cierto al pensar que el muro de hierro militar y su efecto disuasorio acabaría poniendo de rodillas a los palestinos... Por lo menos, hasta ahora. Nadie duda de la invencibilidad de Israel, pero los árabes de Cisjordania y Gaza han encontrado otros métodos para oponerse al aparato militar de sus enemigos. La Intifada fue una invención que Jabotinsky no pudo prever. Y el terrorismo suicida de los sectores más beligerantes, y a la derecha del movimiento palestino, constituye un arma que, a la vez que impide y dinamita cualquier intento de paz -en lo que, sin pretenderlo, coinciden con la derecha israelí- crean un estado permanente de guerra e inestabilidad para Israel, que sus desproporcionadas respuestas militares no logran erradicar. Por tanto, en la pasada década, alguien en Israel pensó que si no eran capaces de doblegar la resistencia palestina, había llegado la hora de convertir en hormigón la metáfora del muro de hierro. La prueba se hizo en torno a Gaza, para evitar que de aquel feudo de la desesperación y del integrismo de Hamás siguieran saliendo terroristas que ensangrentaran las calles de Israel. A lo largo de los 65 Km. de la frontera de Gaza con Israel, comenzó a levantarse en 1994 un valladar formidable, compuesto por alambre de espino tendido en espiral y fijado por fuertes postes de hierro; tras él, una franja de arena, rastrillada todos los días para detectar las huellas de alguien que la hubiera pisado. A continuación se levanta una alta malla metálica, dotada de sensores, observada por cámaras de televisión y controlada por altas torres metálicas donde se registra cualquier roce, aunque fuera el choque de un pájaro, y se siguen las imágenes que trasmiten las cámaras de televisión. Tras ese obstáculo, comienza el territorio de Israel, con una nueva superficie de arena, también rastrillada a diario, y una nueva alambrada de espino tendida en espiral y sólidamente fijada al terreno. El primer ministro Yitzhak Rabin justificó su construcción como medida de seguridad, muy oportuna para salvar el proceso de paz de Oslo, amenazado por los terroristas. Lo segundo, no lo logró; en lo primero, ha resultado plenamente satisfactoria: desde su inauguración, en 1995, nadie ha logrado franquearlo. Benjamin Netanyahu, uno de los responsables del fracaso de Oslo, tomó ejemplo y, tras los Acuerdos de Hebrón -15-1-1997- decidió levantar su muralla para proteger a los 450 colonos que se quedaron en aquel asentamiento, rodeado por 400.000 palestinos. Alambradas, postes de hierro y cemento y un alto muro de hormigón separan a ambas comunidades, aunque no impiden las pedradas de la Intifada, que son más una provocación que un daño, dada la altura del obstáculo y la distancia de sus objetivos.
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Dos cuarteles generales norteamericanos se prepararon para combatir la marea japonesa que había dominado Oceanía; el del Pacífico central en Hawai (almirante Nimitz) y el del Pacífico sur en Australia (general Mac Arthur). Distanciados entre sí por 6.500 kilómetros, cada uno debía preparar un plan autónomo para avanzar hacia Japón. Nimitz contaba preferentemente con fuerzas aeronavales americanas y su objetivo final eran las islas Riu-Kiu; Mac Arthur disponía de un conglomerado de tropas americanas, australianas y neozelandesas y debía avanzar en dirección a Filipinas. Ambos tropezaban con la dificultad de que Washington concedía prioridad a las operaciones en Europa, hacia donde dirigía la mayoría de los refuerzos. Sin embargo, la suerte les ayudó. Para alentar la decaída moral norteamericana, se decidió una réplica adecuada al ataque de Pearl Harbor: el bombardeo del mismísimo Japón, objetivo que la distancia hacía teóricamente inalcanzable. A bordo del portaaviones Hornet, se embarcaron 16 fortalezas volantes B-25, cada una con cuatro bombas de 250 kilos a repartir entre Tokio, Nagoya, Osaka y Kobe. Atacaron el 18 de abril de 1942, sorprendiendo a los japoneses y dirigiéndose luego al aeródromo chino de Chochow. El general Tojo ordenó una operación de réplica contra Midway, de donde parecían haber despegado los B-25. Era esta isla la posición americana más avanzada, a medio camino entre Japón y Hawai, y el almirante Yamamoto pensaba que, si la flota norteamericana se presentaba a defenderla, tendría la posibilidad de destruirla. Entre tanto, la inteligencia americana, que conocía la clave secreta japonesa, descubrió que se preparaba un ataque contra Port Moresby y los portaaviones Lexington y Yorktown se dirigieron al mar del Coral. El 4 de mayo de 1942 los aviones del Yorktown atacaron un convoy japonés y los portaaviones japoneses Zuikaku y Shokaku (Takagi) evolucionaron para cortar la retirada a la escuadra americana (Fletcher). El 7, los americanos descubrieron al portaaviones ligero Shoho y lo hundieron en 10 minutos. A la mañana siguiente, los aviones de ambas flotas atacaron a los buques, que no llegaron a verse. El Shokaku encajó tres bombas, el Yorktown, una y el Lexington se hundió. La batalla del mar del Coral concluyó con la retirada de ambas escuadras. La guerra del Pacífico se centraba en los portaaviones que desplazaban a los acorazados como buque principal de combate, de modo que Japón construía cinco nuevos portaaviones y reconvertía dos grandes buques de pasajeros; mientras, los Estados Unidos construían 17 portaaviones pesados y 78 de escolta. Precisamente, la flota americana de portaaviones era el objetivo buscado por Yamamoto en el ataque a Midway. Aunque Yamamoto preparó un ataque de distracción para atraer a los americanos hacia las Aleutianas, el conocimiento de la clave secreta descubrió que se preparaban para atacar Midway, donde Nimitz concentró aviación y aproximó sus tres portaaviones dos grupos navales: uno con el Yorktown, dos cruceros y cinco destructores (Fletcher) y otro con el Enterprise y Hornet, seis cruceros y nueve destructores (Spruance). Yamamoto implicó en la operación a casi toda la flota japonesa, dividida en cuatro escuadras, tres de ellas (Naguno, Hosogaya y Kondo) navegaban hacia Midway y otra hacia las Aleutianas (Kakuta). El primer contacto lo establecieron los americanos el 3 de junio de 1942, bombardeando con B-17 a los japoneses sin alcanzar a un sólo buque. En la madrugada del 4, Nagumo lanzó 108 aparatos de sus portaaviones contra Midway, sin olvidar la posibilidad de que, en cualquier momento, apareciese la US Navy. A las 9,20, cuando sus bombarderos regresaron, el Akagi, el Kaga, el Soryu y el Hiryu variaron su rumbo 90 grados, consiguiendo desbaratar a los aviones del Hornet y el Enterprise que habían salido a por ellos. Parte de los aparatos americanos se perdió y otros fueron derribados por los cazas Zero. Los portaaviones japoneses estaban embrollados por sus aparatos recién aterrizados y los Zero volando a ras de agua contra los torpederos americanos, cuando, a 6.000 metros de altura, aparecieron 27 bombarderos en picado Dauntless, que atacaron y hundieron el Akagi, el Kaga y el Soryu. El Hiryu puso fuera de combate al Yorktown, pero a él mismo lo echaron a pique aparatos del Enterprise. Cuando la flota japonesa se retiraba, los aviones atacaron a dos cruceros, hundiendo al Mikuma y averiando al Mogami. Por su parte, un submarino japonés hundió al dañado Yorktown mientras lo remolcaba un grupo de rescate. Su primera derrota naval en 150 años había costado a Japón un elevado número de hombres bien adiestrados y cuatro portaaviones, un crucero y 350 aparatos, frente a un portaaviones y 150 aparatos enemigos, con parte de sus tripulantes. La batalla de Midway había eliminado la superioridad de la aviación naval japonesa. Desde entonces, la Marina no pudo apoyar la expansión nipona, la aviación actuó con base en tierra y el Ejército avanzó, por Nueva Guinea y las Salomón, hacia Australia a donde llegaron refuerzos americanos. El 21 de julio de 1942, los japoneses, tomaron Buna, al norte de Nueva Guinea, con la intención de cruzar la isla y llegar a Port Moresby, en el sur. Las dificultades de abastecimiento, las enfermedades y las fuerzas australianas y americanas les mantuvieron a raya, hasta derrotarlos en enero de 1943. Formando parte de su plan contra Australia, los japoneses construyeron un aeródromo en la isla de Guadalcanal, una de las Salomon, que los americanos decidieron conquistar para proseguir luego hacia Rabaul, en las Bismarck, principal base japonesa de al zona. Guadalcanal apenas tenía guarnición y Nimitz la ocupó sin problemas; en cambio, los 1.500 japoneses de la cercana isla de Tulagi murieron antes de rendirse. El 7 de agosto, una escuadra de cinco cruceros pesados y dos ligeros (Mikawa) atacó por sorpresa a la flota americana, hundió cuatro cruceros pesados, dañó otro y escapó sin más problemas. Los días 23 y 24 de agosto, mientras un convoy japonés acercaba a Guadalcanal una fuerza de desembarco, las dos escuadras libraron la batalla de las Salomon, donde los japoneses perdieron el portaaviones ligero Ryujo, un destructor y 61 aviones contra 20 aviones americanos. En Guadalcanal, los marines se fortificaron alrededor del aeropuerto por donde les llegaban los suministros; los japoneses les atacaron utilizando la noche y tácticas suicidas, abasteciéndose, y reforzándose con destructores llegados durante la noche. Se vivió una lucha encarnizada y sangrienta. También durante la noche, los cruceros nipones bombardeaban furiosamente y escapaban antes de que saliera el sol y, con él, los aviones americanos. La lucha por la isla, tanto en el mar como en tierra, prosiguió con enorme violencia hasta que, entre el 4 y el 7 de febrero de 1943, los destructores japoneses retiraron los 12.000 soldados que quedaban allí. La conquista de la isla marcó el principio de la contraofensiva de Mac Arthur en el Pacífico suroccidental. Entre julio y septiembre de 1943, americanos y australianos conquistaron las Salomon, isla por isla, y aislaron la base de Rabaul. Tras desembarcar en Africa del Norte, los americanos actuaron lentamente y los alemanes lo aprovecharon para ocupar Túnez, prolongando una campaña ya virtualmente perdida. Hitler y Mussolini decidieron salvar una situación insostenible y enviaron numerosas tropas y materiales a Túnez, para un sacrificio inútil. Se trataba de un error considerable y enviaban allí las tropas que falta les harían en Europa. Más al oeste, Rommel estaba atrapado entre los americanos, ingleses y franceses al oeste, y el VIII Ejército de Montgomery al este. Se colocó en defensiva junto a la línea Mareth, antigua fortificación francesa de 1939, y organizó una fuerza móvil con tres divisiones panzer, muy disminuidas por la campaña del desierto. El 14 de febrero de 1943, atacó por sorpresa, derrotó a una división americana y continuó hostigando el frente, donde se sucedían los golpes y contragolpes. A principios de marzo atacó a los ingleses en Medenine, y fracasó al perder 52 tanques frente a los nuevos cañones contracarro. Como llevaba tiempo enfermo, el 9, ya concluída la batalla, entregó el mando a von Armin y se trasladó a Roma. Sus argumentos no lograron convencer a Mussolini ni a Hitler, que le obligó a permanecer en Alemania para reponerse.
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Hasta la aparición del valdismo y, sobre todo, del catarismo, la Iglesia no había tenido que hacer frente a verdaderas herejías de mesas, por lo que la entrada en escena de éstas pilló por completo desprevenido al bando ortodoxo. El catolicismo carecía, en efecto, no sólo de los medios sino también de la teoría adecuada para llevar a cabo la imprescindible tarea de reconquista ideológica. Tradicionalmente la Iglesia había apostado por la tolerancia a la hora de neutralizar a los herejes. Las ceremonias litúrgicas de reconciliación, tan antiguas como el cristianismo, se basaban en la idea de que el hereje podía ser convencido por procedimientos dialécticos, o todo lo más persuadido con la amenaza de penas espirituales. La literatura patrística, con alguna excepción, como san Agustín, había definido siempre la fe como un acto libre y voluntario, rechazando la violencia como injusta y contraproducente a la hora de atajar la heterodoxia. La persuasión, por la vía del público debate, unida a la predicación o, en su caso a la amonestación, y condena eclesiásticas eran los únicos instrumentos que la Iglesia tenia en sus manos para hacer frente a la herejía. Desde el punto de vista práctico es cierto, sin embargo, que la Iglesia, siguiendo una tradición que se remonta al Bajo Imperio, podía solicitar el auxilio de las autoridades civiles para los casos más graves como era el de los herejes impenitentes. La apelación al brazo secular para el que la tortura y la pena máxima eran instrumentos por completo usuales, tenia sin embargo carácter excepcional y desde luego la legislación eclesiástica no contemplaba como propios tales supuestos represivos. Las prácticas coercitivas civiles, por lo general no reflejadas en la legislación, se veían por otro lado ampliamente rebasadas por la actitud de las masas, caracterizada la mayoría de las veces por una brutal violencia. El conocimiento público de la herejía provocaba de inmediato en las mentalidades colectivas un escándalo que debía ser reparado no sólo por el carácter intrínsecamente pernicioso de la heterodoxia, sino por construir una ofensa al Creador que podía determinar una amenaza celeste aún más grave. Considerada una enfermedad que podía acarrear la muerte del entero cuerpo de la sociedad cristiana, la herejía debía ser destruida sin dilaciones. Cánones, leyes y decisiones judiciales eran únicamente pretextos que permitían a las masas ejercer su particular sentido de la justicia, ejecutando un veredicto, siempre idéntico, dictado de antemano. Este conjunto de creencias y prácticas penales del mundo laico, terminó informando la nueva doctrina eclesiástica en torno a la herejía. Partiendo de la idea que identificaba la ortodoxia con el fundamento mismo de la estructura social y, por ende, su trasgresión como un ataque directo al género humano, la represión de la herejía pasó a considerarse un "negotium fidei et pacis" (asunto de fe y paz). La necesidad de restablecer la paz, de la que la fe era condición inexcusable, era un deber pastoral prioritario en el que todos los medios, incluida la violencia, estaban justificados. Enfrentada al reto del catarismo, la Iglesia entraría en una verdadera escalada de represión de gravísimas consecuencias para el futuro. La Inquisición será el resultado más destacable de esta escalada represora.
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En Esparta, la figura de Brasidas se vincula a una reacción que lleva la contraofensiva primero a Mégara, donde hace fracasar los intentos atenienses por controlarla de nuevo, y luego al norte, a Tracia, para atender la llamada de algunas ciudades que, con el apoyo de Perdicas de Macedonia, trataban de liberarse del imperio ateniense. Naturalmente, las posturas internas no eran unánimes, pero la ocasión representaba una oportunidad notable para obstaculizar los principales recursos del imperio ateniense, en minas y madera. La expedición lejana obligaba a una transformación en el plano social, por lo que Brasidas procede a integrar a los hilotas en su ejército, en lugar de la condena y desaparición que anteriormente habían aplicado contra los que consideraban aspirantes al cambio de situación social. Habían matado a dos mil y ahora transforman a setecientos en hoplitas, a los que se suma un ejército mercenario. Esparta va a poder acceder al uso de una flota, con madera del norte y remeros libres pagados con plata. En el invierno de 424-23 tuvo lugar la rendición de Anfípolis y otras ciudades en que los espartanos recibían el apoyo de las minorías enemigas de Atenas. A partir de entonces se llega a una tregua, no cumplida por los mismos atenienses que la habían solicitado. Toman Escione, al sur de Palene, una de las tres penínsulas de la Calcídica, y Mende, por obra de Nicias que, a pesar de buscar la paz, sigue interesado en el control del norte del Egeo. Se habla de problemas derivados de la falta de coincidencia de los calendarios de cada una de las ciudades griegas. Finalmente, en 422, Cleón ataca Anfípolis, donde mostró su carencia de cualidades para el manejo de los ejércitos hoplíticos. En la batalla murieron tanto Cleón como Brasidas, los dos máximos promotores de una estrategia agresiva en estos momentos.
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La creación de esta Academia está estrechamente ligada al taller escultórico del Palacio Real Nuevo y a su director Juan Domingo Olivieri, quien desde su llegada a España en 1740 vio la necesidad de que los artistas extranjeros mandados venir por los reyes a nuestro país enseñaran a los artistas españoles el nuevo lenguaje artístico internacional que era preciso para la gran empresa del monarca. Se trataba de acuñar un nuevo arte de Corte que sirviese a los intereses de la nueva monarquía borbónica y le prestara una imagen de renovación y modernidad. Olivieri, que advierte la ausencia en Madrid de una Academia al estilo de la de París o Roma, organiza en su propio domicilio, en la Casa de Rebeque, una Academia privada destinada a la formación de los futuros artistas. Sus primeros alumnos son aprendices que trabajan en el Palacio Real. La Academia privada estuvo funcionando de 1741 a 1744. Entretanto, Olivieri había presentado al rey un proyecto de Academia y de su funcionamiento inspirado en las Academias italianas y francesas. Desde el principio, Olivieri contó con la protección del ministro de Estado, el marqués de Villarias, que intervendrá activamente en la fundación de la Academia. Tras los consiguientes informes, Felipe V asume la protección de la Academia privada que comienza a funcionar como Junta Preparatoria (1744?1752), manteniéndose a Olivieri como director general. Los Estatutos de 1744, con los que se regiría la Junta Preparatoria y en buena parte la futura Academia de Bellas Artes de San Fernando, fueron redactados por Olivieri y el marqués de Villarias. Una de las misiones del director fue la de reunir modelos para que copiasen los alumnos. Así, a los ya adquiridos personalmente por Olivieri para su Academia privada, entre los que se contaban estampas y dibujos de importantes pintores y modelos de yeso de Juan de Bolonia, Miguel Angel, Bernini y Duquesnoy, así como de esculturas de la Antigüedad grecorromana y diversos tratados, se añadían ahora los modelos traídos por el pintor Diego Velázquez de su viaje a Roma, que se colocaron en una sala de la Academia tras la oportuna restauración. Gracias a un inventario, mandado hacer por Felipe V en 1744, sabemos que se trataba de modelos de yeso de obras de la Antigüedad, tales como la Venus de Médici, Mercurio, Hércules Farnesio, dos Niobides, Saturno, un gladiador, un hijo de Laocoonte, más diversos bustos griegos y cabezas. En definitiva, un conjunto significativo de obras antiguas y de los grandes escultores del Renacimiento y del Barroco que los alumnos de la Academia podían copiar y servirse de ellas como inspiración. A comienzos de 1745, la Junta Preparatoria se trasladó a la Casa de la Panadería, lugar que ocuparía la Academia hasta su traslado al palacio de Goyeneche de la calle de Alcalá, donde radica en la actualidad. Fernando VI, para mantener la Junta Preparatoria bajo su directo control, nombró en 1747 a Felipe de Castro, que acababa de volver de Roma, escultor real y seguidamente, en ese mismo año, lo designó maestro director extraordinario de escultura en la Academia, en tanto que Juan Domingo Olivieri seguía ostentando el cargo de director general. La inauguración oficial de la Academia tuvo lugar finalmente el 12 de abril de 1752, designándose como patrón a San Fernando, rey santo del mismo nombre que el monarca reinante. Al año siguiente tres artistas italianos -Olivieri, Giaquinto y Sachetti- ocuparon el cargo compartido de Director General, que pasó en 1763 a la persona de Felipe de Castro. En 1771 será Director General de la Academia Juan Pascual de Mena y en 1785 Roberto Michel. El importante papel desempeñado por Olivieri en la fundación de la Academia y después por Castro, Pascual de Mena y Michel, los cuatro escultores, hizo que la escultura alcanzara un destacado lugar en el concierto de las tres Nobles Artes que forman la Real Academia. Esta fue también la razón de que la colección de escultura de la Academia fuera más importante que la de pintura. La docencia impartida en la Academia por profesores y basada en la copia de los citados modelos va a propagar en la escultura el gusto del Rococó internacional hasta la llegada del Neoclasicismo. La Academia concederá premios y pensiones para Roma a los alumnos más destacados, lo que contribuirá a la formación internacional de los mismos. Esta enseñanza académica unificadora va a sustituir a la impartida por los maestros de los tradicionales talleres artesanales integrados en los gremios artísticos, que entrarán ahora en franca decadencia. La difusión de los gustos académicos tendrá lugar fuera de la Corte, a través de las academias fundadas en distintas provincias -Valencia, Zaragoza, Barcelona- pero también por la actividad de artistas formados en la Academia en las zonas periféricas donde se impondrán trazas avaladas por la autoridad de la real institución o se impondrán grandes contingentes de escultura, obra de maestros de la corte.
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Constituyó una de las grandes preocupaciones de la centuria y se estuvo tratando de mejorarla desde el reinado de Felipe V, pero no adquirió sus perfiles definitivos hasta el de Carlos IV. Carlos III fue el gran impulsor de la misma, contando con la colaboración de su ministro José de Gálvez. Comprendió la racionalización de los impuestos, la estructuración de las rentas estancadas y la administración de las Intendencias. La estructura fiscal de los Austrias había motivado un auténtico caos desde el punto de vista administrativo. Algunos reinos pagaban impuestos diferentes a los de otros, bajo denominaciones distintas y hasta con tasas impositivas desemejantes, lo que hacía imposible su control desde España. Se empezaron a unificar en México y luego en toda Hispanoamérica a partir de 1777, imponiéndose nuevos gravámenes y reajustándose o subiéndose otros ya existentes. También se crearon aduanas y hasta direcciones generales de rentas. Las reformas pusieron en marcha los movimientos antifiscales del Perú (entre ellos el de Túpac Amaru), Quito y Nuevo Reino de Granada (los comuneros). Las rentas estancadas fueron otra pieza esencial. La Corona asumió el monopolio de determinados renglones (tabaco, aguardiente, pólvora, sal y naipes) de gran rentabilidad (algunos estaban anteriormente arrendados a particulares), imponiendo a los productores precios de compra (incluso señalando los lugares donde debían producirse), realizando el semiprocesado de los artículos (fábricas reales) y distribuyéndolos finalmente a un precio único por medio de los funcionarios reales. Los estancos fueron otro detonante en los movimientos antifiscales antes citados, de principios de los años ochenta. En algunos territorios como Quito las rentas estancadas suponían más de la mitad de todos los ingresos. En Venezuela llegaron a monopolizar casi todo el circulante que existía. Las Intendencias completaron la reforma. Siguiendo el modelo francés ya experimentado en España se crearon en América las Intendencias de Ejército y Real Hacienda, dirigidas por unos funcionarios eficaces (siempre peninsulares) que supervisaran la recaudación de los impuestos de la Hacienda Real y controlaran los gastos militares. Tenían además funciones policiales en materia económica y hasta intervenían en pleitos suscitados por apresamientos de contrabando. Cada Intendente rendía cuentas a su Superintendente virreinal y éste lo hacía al Ministro de Indias en Madrid, pero con el transcurso del tiempo terminaron por depender directamente de la Secretaría de Hacienda de Madrid. El Superintendente reunía semanalmente a la Junta Superior de Real Hacienda (formada por el regente, el fiscal y un oidor, decano del tribunal de cuentas, y el contador mayor). En cada provincia el Intendente presidía semanalmente una junta de Gobierno, formada por los principales funcionarios del erario, para examinar la marcha administrativa. A nadie se le ocultó lo peligroso de crear estos funcionarios, cuyas atribuciones colisionaban con las de las autoridades virreinales (el virrey Revillagigedo de México denunció lo improcedente de su posible implantación en 1746), gubernativas, militares y hasta jurídicas, por lo que se procedió con pies de plomo, ensayando los resultados. La primera intendencia se creó en Cuba el año 1765, haciéndose luego lo mismo en Louisiana y Venezuela (1776). Más tarde, siguieron las del virreinato del Río de la Plata (1783), el Perú (1784), Nueva España (1786), etc. Toda Hispanoamérica, incluida Filipinas, tuvieron intendencias, excepto un virreinato, el neogranadino, donde el virrey Caballero y Góngora desaconsejó su creación después de vivir el levantamiento comunero (sólo se fundó la de Cuenca, al sur de Quito). La reforma logró el milagro de duplicar los ingresos reales. México subió de 3 millones de pesos en 1700 a 6 en 1765 y a unos 20 millones en la década de los ochenta. La mitad de sus ingresos procedían de los impuestos en la producción de plata (4,5 millones), el monopolio de tabaco (4 millones) y el tributo indígena (1 millón). El 30% de su ingreso iba destinado a sostener la propia estructura fiscal. Los gastos de defensa y administración se llevaban otro 20%. A fines del XVIII, Perú ingresaba 5 millones anuales, de los que el 25% procedían de la minería y el 20% del tributo de indios. La media del virreinato de Buenos Aires era de 3,5 millones de pesos, procedentes principalmente de aduanas, impuestos sobre minería y tributo de indios. El del Nuevo Reino de Granada era de 4,7 millones, procedentes de aduanas (1,3 millones) y tabaco (1 millón). El tributo indígena era únicamente de unos 200.000 pesos. Esta presión fiscal repercutió desfavorablemente en toda Hispanoamérica en vísperas de la independencia.
contexto
El alzamiento negro fue acompañado de muestras de extrema brutalidad y sadismo. Así, por ejemplo, la columna negra que se dirigía a conquistar la población de Cap François estaba precedida por un niño blanco clavado en una lanza a modo de estandarte. La respuesta de los blancos también estuvo a la altura de las circunstancias y consistió en aniquilar a todos los sublevados. A los ojos de los propietarios de tierras, la reivindicación principal de los esclavos negros, su libertad, suponía la quiebra del sistema de plantación y la ruina de los plantadores, tanto blancos como mulatos. Esto llevó a ambos bandos a dejar de lado sus enfrentamientos pasados y a unirse, momentáneamente, junto con las autoridades metropolitanas, en la represión del alzamiento esclavo. A fines de 1791, se envió desde Francia una Comisión Civil que entre sus principales objetivos tenía el de favorecer la alianza anti-negra. Pero pese a hacer causa común en su enfrentamiento con los negros, la alianza entre blancos y mulatos reposaba en bases muy inestables. Los tradicionales odios entre ambos grupos no desaparecieron y el conflicto pervivió a los enfrentamientos, condenando a corto plazo al fracaso de la alianza. En marzo de 1792 los mulatos obtuvieron del gobierno francés la equiparación de sus derechos con los blancos, aunque esto no evitó que continuaran los conflictos interétnicos entre los dos grupos de propietarios. En septiembre de 1792 llegó a Cap François una segunda Comisión Civil, acompañada de una expedición de 6.000 soldados que tenía como principal objetivo acabar con la revolución. Ambos bandos buscaron aliados externos. Mientras los negros se inclinaron hacia los españoles de Santo Domingo, pensando en que éstos deseaban recuperar el control político sobre la totalidad de la isla, los blancos y mulatos optaron por los británicos, dada la vieja rivalidad que los enfrentaba a Francia y su deseo de apoderarse de la colonia gala. Los jefes rebeldes Biassou y Jean François, aumentaron sus contactos con los españoles, que les proveían alimentos, armas y municiones, pensando que se trataba de la mejor manera de expulsar a los franceses. Por su parte, los grandes blancos pidieron a los británicos de Jamaica el envío de una fuerza armada que acabara con la rebelión de los esclavos, lo que posteriormente les permitiría resolver la cuestión de los mulatos. Los grandes blancos se manifestaron contra el gobierno revolucionario, por la postura que tenía favorable a los mulatos. La llegada de los jacobinos al poder en París agudizó aún más la situación y la guerra que estalló contra Gran Bretaña, Holanda y España pronto repercutió en la colonia. En Jamaica se recogió con interés la propuesta de los plantadores, y se enviaron tropas que en corto tiempo ocuparon el sur y la costa oeste de Haití. Los británicos pensaban que con la invasión también podrían recuperar el control de la producción azucarera. Los españoles también invadieron el sector francés, y rápidamente conquistaron la mayor parte del norte de la colonia, gracias al apoyo de los negros sublevados.