La Tregua de Amberes fue, sin duda, un triunfo personal del duque de Lerma, para quien el prestigio español en Europa no debía imponerse por la fuerza de las armas y sí a través de una bien organizada gestión diplomática en todas las cancillerías, reforzada con la adopción de ciertas medidas defensivas y el recurso ocasional de alguna acción militar con carácter disuasorio. Cárdenas en París, Gondomar en Londres, Bedmar en Venecia, Zúñiga y Oñate en Viena, empleando a partes iguales adulación y dinero, lograron, si no atraer, sí al menos neutralizar a los adversarios más poderosos de la Monarquía, y consolidar los lazos que ésta mantenía con sus aliados y amigos. Nada de esto, empero, hubiera sido posible si el 14 de mayo de 1610 un clérigo llamado Ravaillac no hubiera asesinado a Enrique IV de Francia, quien por entonces estaba preparando su intervención en Alemania con ocasión del problema sucesorio planteado en el ducado de Kleve-Jülich, lo que hubiera provocado una nueva etapa bélica con los Habsburgo. Gracias a este suceso fortuito, y a la aversión que mostraba la regente, María de Médicis, a adoptar una política exterior beligerante, España pudo desentenderse de los negocios del norte y concentrar sus esfuerzos en el Mediterráneo, pues tanto el duque de Lerma como el confesor del rey, fray Luis de Aliaga, estaban interesados en ocupar posiciones estratégicas en el norte de Africa y eliminar de raíz el nido corsario argelino. A comienzos del reinado ya se había dirigido una campaña contra Argel, pero sin éxito; ahora, por el contrario, las armas españolas obtienen algunas victorias en este frente: en 1610 se ocupa Larache y en 1614 La Mámora. Ciertamente los piratas berberiscos continuaron amenazando la navegación entre España e Italia, pero su agresividad decayó considerablemente, no así la de los corsarios de la república de Salé -independiente de 1626 a 1668-, en su mayoría moriscos españoles expulsados en 1609, cuyas singladuras llegaron hasta el canal de La Mancha. Con todo, la Pax Hispanica era un sistema demasiado frágil que exigía el constante desvelo de los diplomáticos para no provocar fisuras que lo desmoronaran. El desinterés de Inglaterra por inmiscuirse en los asuntos del continente, a pesar de los vínculos familiares que unían a Jacobo I Estuardo con el príncipe elector del Palatinado, opuesto a los Habsburgo de Viena, contribuyó a que el equilibrio entre las potencias no se alterase, como también incidió la pasividad de Francia, no obstante existir múltiples puntos de fricción con la Monarquía Hispánica y sus aliados, los duques de Saboya y de Lorena. Aun así, y pese al establecimiento de una alianza dinástica con los Borbones mediante la celebración, en 1615, de los esponsales del príncipe Felipe con Isabel de Borbón y de la infanta Ana con Luis XIII, cualquier pretexto, por leve que fuera, era utilizado por París para oponerse a España y minar su prestigio internacional. La primera ocasión se la brinda la crisis sucesoria que se inicia a la muerte del duque Francisco de Gonzaga entre su hija y su hermano por la posesión de Mantua y Monferrato. La ocupación de los ducados por Carlos Manuel I de Saboya en apoyo de los derechos hereditarios de su sobrina, frente al Emperador, favorable a Fernando de Gonzaga, genera un enfrentamiento que, tras una pequeña tregua, se reaviva en 1616 al ofrecer Francia y Venecia su colaboración a Saboya. La Paz de Asti en 1617, con la mediación del Pontífice, pone fin, durante algún tiempo, al conflicto por la sucesión de los ducados, pero no frena las ambiciones del duque de Saboya ni contribuye a paliar su enemistad con España. El conflicto demostró también que los vínculos dinásticos con Francia no garantizaban su neutralidad allí donde estaba en juego la reputación de la Monarquía hispánica. En consecuencia, los consejeros de Felipe III, alentados por Zúñiga y Oñate, quejosos de los ataques holandeses de 1615-1616 a los buques y las colonias hispano-portuguesas, dirigen sus miradas hacia Viena en previsión de que no se renueve la Tregua de Amberes; acercamiento que se concretó en un acuerdo entre Felipe III y su cuñado, el archiduque Fernando de Estiria, en 1617, por el cual España recibiría Alsacia y dos enclaves en Italia (Finale-Liguria y Piombino) a cambio de reconocerlo como heredero del Emperador y de entregarle un millón de ducados en efectivo. De este modo se establecían las bases estratégicas y financieras de una futura y más estrecha colaboración entre las dos ramas de los Habsburgo, después de una prolongada etapa de distanciamiento de más de cincuenta años.
Busqueda de contenidos
obra
Cha-U-Kao será una de las últimas modelos utilizadas por Toulouse-Lautrec. Aquí aparece acompañada de la "danseuse" Gabrielle, su amante, en el momento en el que cruzan el recinto del Moulin Rouge. Tras ellas vemos a Tristan Bernard, amigo del pintor, con barba y sombrero junto a varias personas más. Lautrec hace un uso más amplio del color en esta obra, emplea un mayor número de tonalidades, del amarillo al rosa pasando por el verde o el azul. Pero aun así no puede ocultar su interés por el dibujo, delimitando sabiamente las figuras y dando muestras de su grandeza en las expresiones. Las luces artificiales y los espejos conforman una parte importante de sus fondos, como se apreciar. El tema del lesbianismo pone esta obra en relación con Dos bailarinas o El sofá.
contexto
El Tratado de Moscú del 12 de marzo de 1940 recogía las cláusulas de paz con los finlandeses. La URSS no se ensañó especialmente, pero, aun así, las condiciones fueron bastante duras: los soviéticos se anexionaban todo el istmo, con Viipuri; la orilla norte del Ladoga, con Sortavala y Suojärvi; partes de las regiones de Salla y Kuusamo; en el norte, la península de Pescadores; el puerto de Hanko, en arriendo por 30 años; cierto número de industrias y minas; varias islas, incluida Suursaari; la construcción de un ferrocarril de Salla a Kemijärvi; y la firma de un pacto de defensa. Sin embargo Petsamo quedaba para Finlandia -sólo en 1947 pasará a la URSS- y Moscú disolvía la República Popular de Kuusinen. De nuevo, la frontera pasaba por la línea de paz ruso-sueca de 1721. Finlandia había perdido casi el 10 por 100 del territorio. Según Calvocoressi, había sufrido 24.923 muertos y 43.557 heridos. Unas 200.000 personas (según Bernardini y Calvocoressi; 450.000 según Condon) refluyeron a Finlandia de las zonas anexionadas por la URSS. Las pérdidas materiales fueron elevadas. En cuanto al armamento, perdieron 61 aviones y gran número de carros. Mucho mayores fueron las pérdidas enemigas: 48.745 muertos (68.000 para Calvocoressi) y 158.000 heridos; 1.600 carros capturados o destruidos, más 725 aviones (otros 200 probables), y algunos barcos. Los soviéticos confesarán que no estaban preparados para este tipo de guerra. Su complejo de superioridad ante la exigua Finlandia carecía de base, y el aferrarse testarudamente al plan inicial y a la mera superioridad numérica les fue nefasto. Fue negativa muchas veces la influencia en el mando de los comisarios políticos. Pero los mandos, afectados, hay que decirlo, por las purgas de Stalin de 1937, no estuvieron muchas veces a la altura de las circunstancias. La incompetencia de la aviación y de la marina -como reconocerá el propio Kruschev- se harán proverbiales, hasta 1942 al menos. Sólo a partir de febrero comenzaron a aprender sobre sus propios errores, pero nunca llegaron a ser, mientras duró esta guerra, el gran ejército que creían ser. Los finlandeses estaban más motivados, pues defendían su país y tenían la razón de su parte. Pero no siempre acertaron. La práctica de la tierra quemada resultó muy costosa, y quizá inútil económicamente. Las fuerzas de cobertura no contaron con apoyo adecuado, lo que imposibilitó acciones retardadoras profundas (Condon). No siempre hubo coordinación, y a comienzos de diciembre de 1939 la pasividad de las tropas del istmo enfureció a Mannerheim. Sea como sea, el mando finlandés -y, entre otros, el general J. V. Hägglund, el coronel P. Talvela, el teniente general H. Ohquist, el teniente coronel A. O. Pajari- demostró ser bastante competente. En fin de cuentas, Finlandia no había perdido la independencia. Pero algunos se preguntaban con Mannerheim, que se había convertido por segunda vez en héroe nacional, si no habría sido mejor ceder, pues los soviéticos en el Tratado de paz de 1940, se habían conformado con no mucho más de lo que habían pedido pacíficamente en 1939, y se habrían evitado muertes y destrucciones. La guerra soviético-finlandesa hizo pensar a Hitler que la URSS no era enemigo -y en este momento era casi verdad- y ésta fue una de las razones que influyeron en su decisión de atacarla en 1941. En el ataque participará Finlandia, deseosa de recuperar lo perdido, lo que hará en 1941, para perderlo de nuevo en 1944.
contexto
Los primeros encuentros oficiosos en busca de la paz entre españoles y franceses se produjeron a fines de 1794, pero fue en mayo de 1795 cuando Bourgoing, el que fuera último embajador francés en Madrid, y Ocáriz, el antiguo cónsul general en París, recibieron instrucciones de sus respectivos gobiernos para dar a conocer, con el embajador norteamericano en Madrid como mediador, las posiciones respectivas de sus gobiernos. Ambas resultaban inaceptables para las partes. Francia exigía el pago de indemnizaciones, entre las que destacaba el valor de los navíos franceses incendiados en la dársena de Tolón cuando españoles e ingleses se retiraron de la base naval a fines de 1793; mantener parte de los territorios fronterizos conquistados, como Guipúzcoa, la Cerdaña y el valle de Arán, cuyas fronteras eran consideradas "un límite más natural que la raya de la antigua frontera"; ciertas cláusulas comerciales ventajosas; y, sobre todo, la cesión de la colonia continental de La Luisiana y la parte española de la isla de Santo Domingo. Las exigencias planteadas por Ocáriz no eran menores, teniendo en cuenta la situación de debilidad de España: se exigía también el pago de indemnizaciones de guerra; se fijaba la frontera en los Pirineos, sin cesión territorial alguna; se solicitaba una mayor influencia española en Italia, en particular en Parma y Nápoles; y se pedía el mantenimiento del catolicismo en Francia y la liberación del Delfín y su hermana, presos en el Temple, extremo éste que irritaba particularmente a los franceses, pues los militares españoles lo habían proclamado rey, como Luis XVII, en aquellos territorios del Rosellón ocupados en la primera campaña pirenaica. Las conversaciones entre Bourgoing y Ocáriz pronto quedaron estancadas, y hubo que establecer nuevos contactos. Los elegidos para ello fueron Domingo Iriarte, embajador en Varsovia, y F. Barthélemy, representante de la República francesa ante la Confederación Helvética y que tenía su residencia en Basilea. Ambos diplomáticos se conocían desde 1791, en que coincidieron en París, sirviendo Iriarte la Secretaría de la Embajada española, y encontrándose Barthélemy recién llegado de Londres, donde también había servido como Secretario de Embajada. El aprecio mutuo favoreció la negociación, alentada en la búsqueda de un punto de encuentro por la toma francesa de Vitoria y Bilbao y por la preocupación causada por la importante rebelión realista de la Vendée. El aspecto que dilató las conversaciones fue la cuestión de La Luisiana, que tanto para los españoles como para los franceses era pieza importante para poder influir en los asuntos norteamericanos, mientras que el obstáculo del Delfín, el denominado Luis XVII, desapareció al fallecer éste en prisión el 8 de junio. Finalmente, el 22 de julio de 1795, fue suscrito en Basilea por los dos plenipotenciarios el Tratado de Paz que ponía fin a la guerra franco-española. Si bien Francia era la más beneficiada, España quedó satisfecha porque no perdió lo que su situación militar hacía prever. Territorialmente sólo cedió su parte de la isla de Santo Domingo, manteniendo Luisiana y logrando la restitución de "todas las conquistas que ha hecho en sus Estados en la guerra actual" y fijando la raya fronteriza en la "cima de las montañas que forman las vertientes de las aguas de España y de Francia". La cuestión familiar, reducida a la hija de Luis XVI una vez fallecido el Delfín, encontró solución en un artículo secreto, por el que la República "consiente en entregársela si la Corte de Viena no aceptase la proposición que el gobierno francés le tiene hecha de entregar esta niña al Emperador. Por otra parte se reconocía el papel mediador de España en favor de la reina de Portugal, de los reyes de Nápoles y Cerdeño, del infante duque de Parma y de los demás Estados de Italia", admitiendo así que Italia era un ámbito de influencia española. Finalmente, se acordaba restituir los bienes confiscados a españoles y franceses y, por otro artículo secreto, Francia podrá hacer extraer de España yeguas y caballos padres de Andalucía, y ovejas y carneros de ganado merino, en número de 50 caballos padres y 150 yeguas, 1.000 ovejas y cien carneros por año", durante un quinquenio. Pero el Tratado abría nuevas posibilidades a las relaciones franco-españolas. En su artículo 1 no sólo se hablaba de paz, sino de "amistad y buena inteligencia entre el Rey de España y la República francesa", y en el artículo XI, al tiempo que se restablecían las relaciones comerciales en la situación previa a la guerra, se añadía que "hasta que se haga un nuevo tratado de comercio", lo que indicaba la voluntad de fortalecer la "buena inteligencia" ahora iniciada. España era, a ojos de los políticos del Directorio y de la burguesía francesa, un potencial mercado para las manufacturas francesas, una posible proveedora de metales preciosos, en especial de plata americana, y la oportunidad de introducirse en América bloqueando la, cada vez mayor, penetración británica. El temor español a caer en una situación de dependencia económica excesiva respecto a Francia, abortó la aprobación del tratado de comercio previsto en Basilea. Las condiciones moderadas impuestas por los franceses fueron presentadas por Godoy como un éxito personal, recibiendo de los reyes el título de Príncipe de la Paz, si bien la modestia de las reivindicaciones francesas era preconcebida, pues la República pretendía la reconciliación con España y reeditar la alianza que había unido a las dos potencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico. Iriarte, como reconocimiento a su capacidad negociadora, fue nombrado poco después embajador español en París, pero no llegó a tomar posesión de la embajada por fallecer el 22 de noviembre.
contexto
La rivalidad entre los diferentes estados se vio seriamente condicionada por la caída de Constantinopla en 1453. Venecia, ocupada en el mantenimiento de su posición comercial y política en el Mediterráneo oriental, tendió su mano para entablar un nuevo acuerdo que pusiera fin a la guerra en Italia, que había estallado nuevamente en 1452. El resultado del ofrecimiento veneciano fue la Paz de Lodi (1454), con la que nació la "Santa Lega", formada por Milán, Venecia y Florencia y apadrinada por el Pontífice. Se inicia así una etapa de equilibrio entre los estados regionales, que perdurará a lo largo de casi toda la segunda mitad del siglo XV. El acuerdo de 1454 permitió a los grandes principados dedicarse durante algunos años a solucionar sus problemas internos, ante la ausencia de tensiones en el exterior. Los Estados Pontificios, pese a los esfuerzos de la Curia, continuaron siendo un conjunto heterogéneo de ciudades y territorios prácticamente independientes. Algunos pontífices de la segunda mitad del siglo XV como Calixto III (1455-1458), Pío II (1458-1464) o Pablo II (1464-1471) abandonaron en parte los asuntos internos, para dedicarse infructuosamente a predicar la cruzada contra los turcos. Estos se habían convertido en una amenaza real para la península italiana tras las incursiones de tropas otomanas en Friuli (1476-1478) y Otranto (1480-1481). En Nápoles, los barones partidarios de los Anjou (forzinescos) intentaron derribar la monarquía aragonesa, sobre todo tras la muerte de Alfonso V y el acceso al trono de su hijo natural Ferrante (1458). El ingreso del reino en la Liga Santa evitó que los cabecillas de los filoangevinos contaran con apoyos en el exterior. Por su parte, Francisco Sforza prosiguió la política de centralización diseñada por los Visconti en el Ducado de Milán: desarrollo de la administración y de las obras públicas y consecuente aumento de la fiscalidad señorial. Hijo del mercenario Muzio Attendolo, había alcanzado la dignidad ducal gracias a su actividad militar. Señor de Pésaro y Ancona, consiguió para Milán la cesión de los derechos sobre Génova y Savona por parte de Luis XI de Francia. Su hijo, Galeazzo María, trató de continuar la labor paterna, pero su carácter cruel y disoluto le hizo caer víctima de una conjura en 1476. En Florencia, Cosme de Médici consiguió apagar poco a poco la oposición de la vieja oligarquía. Desde 1439 inició un programa de centralización del poder, sin cambiar aparentemente la estructura institucional de la república. A tal efecto, sustituyó los consejos ciudadanos por comisiones extraordinarias (balías), cuyas decisiones terminaron por no ser vinculantes. Paralelamente patrocinó la creación de una nueva asamblea apegada a los intereses de los Médici (Consejo de los cien), que, desde la legalidad, sustituyó al tradicional parlamento del "comune" en 1458. Durante el breve gobierno de su hijo Pedro el Gotoso, estalló una revuelta antimedicea, comandada por las familias Pitti, los Soderini y los Acciaiuoli -antiguos aliados de los Médici-, que enrareció el clima político florentino, clima que heredaran en 1469 los nietos de Cosme, Lorenzo y Julián. A pesar de todo, los Médici acabarían por controlar la situación, suprimiendo los bandos políticos y apropiándose de determinados cargos republicanos como el de "Gonfalionero de Justicia". El número de los miembros del consejo de la ciudad se vio reducido a 70 en 1480 y a 17 diez años más tarde, convirtiéndose en una institución bajo tutela medicea. No faltaron, pese a lo pactado en Lodi, tentativas para modificar el nuevo mapa político, sobre todo por parte de Venecia y Nápoles. La presencia de pequeñas señorías, al margen de los grandes estados regionales, incitaba las ambiciones expansionistas de las potencias italianas. Así, junto a los miembros de la Santa Lega, participaban en el juego político otros estados. En el Piarnonte encontramos el ducado de Saboya y los marquesados de Monferrato y Saluzzo. El Ducado de Saboya, perteneciente a la órbita francesa, se extendía a ambos lados de los Alpes. Durante los siglos XIV y XV experimentó una gran expansión que abarcó las ciudades y comarcas de Ivrea, Canavese, Chieri, Mondoví, Biella, Cuneo, Niza y Vercelli. Amadeo VI (muerto en 1386), llamado el Conde Verde, extendió sus dominios sobre las dos vertientes, aunque con preferencia sobre el suelo italiano, ya que la parte francesa lindaba con el Delfinado, perteneciente a la casa real de San Luis. Amante de las empresas caballerescas, Amadeo organizó una expedición contra los turcos en 1366 y fundó la Orden del Collar o de la "Annunziata". Con Amadeo VIII (muerto en 1451), nombrado duque por el emperador Segismundo en 1416, la casa piamontesa alcanzó su etapa de mayor esplendor, ya que se unificaron los dominios de la nueva familia ducal y los de la rama saboyana de los príncipes de Acaya (1418). En 1434 el duque se retiró a su castillo de Ripaglia, dejando el gobierno en manos de su hijo Luis, cuñado de Felipe María Visconti. Con la extinción de los Visconti, Luis de Saboya (muerto en 1465) se dedicó a reclamar sus derechos sobre el ducado de Milán, dejando de lado los asuntos domésticos y arruinando la obra de su padre. Otro de los hijos de Amadeo VIII fue elegido Papa por los padres del Concilio de Basilea contrarios al pontífice Eugenio IV. Este se mantuvo en el pontificado con el nombre de Félix V entre 1439 y 1449, año en el que renunció voluntariamente a la tiara en favor de Nicolás V. Con el gobierno de los hijos de Luis -Amadeo IX (fallecido en 1472), Luis II (muerto en 1482) y Felipe II (fallecido en 1497)-se inicia una etapa de crisis que conducirá a la pérdida de la mayoría de los territorios ducales en el transcurso de las guerras franco-españolas por el dominio de Italia. Los marquesados de Monferrato y Saluzzo, más débiles que el vecino ducado, cayeron fácilmente bajo el protectorado de la monarquía francesa durante el reinado de Luis XI (1461-1483). En el Piamonte existía un cuarto dominio autónomo, el condado de Asti, gobernado por los Orleans, gracias al matrimonio de Luis de Orleans con Valentina Visconti, hija del duque milanés Juan Galeazzo. En Liguria parte de la república genovesa, dependiente de sus vecinos más poderosos, se encontraba fragmentada en diversas señorías como la de los Malaspina en La Spezia o la de los Grimaldi en Mónaco. La familia Malaspina llegó a controlar una franja de territorio enmarcada entre los valles apenínicos de Scrivia y Garfagnana. Este espacio se vio reducido a lo largo del siglo XV a la comarca de Lunigiana, ante la presión de Génova, Piacenza y Florencia. Por lo que respecta a Mónaco, su comarca fue objeto de controversia entre la familia Grimaldi y Génova durante casi dos siglos, hasta que en 1419 se convirtió definitivamente en feudo del linaje genovés. En la región padana existían importantes señorías independientes. Los Gonzaga, dueños de Mantua tras la huida de la familia Bonacolsi, lograron sustraerse al vasallaje de los Visconti con Francisco I (1382-1407). Su sucesor, Juan Francisco (1407-1444), legitimó su dominio sobre el señorío mantuano con la obtención del título de marqués de manos del emperador. El linaje, pese a dividirse en varias ramas, mantuvo su prestigio bajo los príncipes renacentistas Ludovico Luis III (1444-1478) y Francisco II (1484-1519). Los Este, señores de Ferrara, sumaron a sus dominios las ciudades de Reggio y Parma bajo Nicolás II (1393-1441). Príncipe disoluto y cruel en sus maneras de gobierno, supo sin embargo mantener las posesiones estenses por medio de un calculado programa de alianzas con sus vecinos y convertir su capital, Ferrara, en un centro artístico y cultural de primer orden comparable a Florencia. Borso de Este (1450-1471) logró el título ducal, aunque por dos vías: los de Módena y Reggio, teóricamente feudos imperiales, fueron concedidos por el emperador Federico III (1456) y el de Ferrara por el papa Pablo II (1471). Su sucesor, Hércules I (1471-1505), continuó la tradicional política de acuerdos con el resto de estados italianos. Mientras, en la costa adriática pervivían algunos pequeños estados en manos de antiguos capitanes de ventura como los Malatesta, señores de Rímini. Defensores del partido güelfo, consiguieron extender su dominio sobre vastas regiones de Romana y Marcas (Cesena, Pésaro, Fano, Senigallia). En 1392 lograron de manos del Papa la investidura perpetua de la señoría. Pero una vez alcanzada la legitimación de su señorío surgieron en el seno de la familia una serie de rivalidades, que no permitieron la consolidación del linaje. En 1445 Galeazzo Malatesta tuvo que ceder Pésaro a Francisco Sforza, mientras su hermano Domenico entregaba Cervia a la república de Venecia y Cesena al Pontífice. En Toscana, la hegemonía florentina no acabó por completo con la continuidad de algunas ciudades-estado independientes, vestigios de la edad de oro de las municipalidades. Este es el caso de las repúblicas de Siena y Luca que consiguieron mantener a duras penas su autonomía. La primera de ellas, formalmente independiente hasta 1555, vivió un breve periodo de gobierno visconteo a finales del siglo XIV. Más tarde, agotada por la interminable sucesión de gobiernos de corte popular y aristocrático, cayó bajo protectorado florentino. Luca también tuvo que claudicar ante Florencia entre 1342 y 1368. Al margen de las instituciones republicanas se mantuvieron algunas señorías menores como la de la isla de Elba, bajo el gobierno personal de los Appiani.
contexto
En 446-45, atenienses y espartanos firman la paz de treinta años sobre la base de que Atenas renunciaba a todos los territorios que había ido controlando en la península, desde Mégara hasta Acaya. Se reconocía el fracaso en el continente, pero le quedaban las manos libres para la actuación imperialista en el mar. Sería éste el momento en que se define circunstancialmente la aceptación de la doble hegemonía, territorial y marítima, que coexistirán, con explosiones violentas, a lo largo de los tiempos venideros. Todos reconocían que Atenas y Esparta tomaban las decisiones que afectaban al conjunto de los griegos. A las ciudades neutrales se les permitía la libertad de alianza con cualquiera de las dos hegemónicas. La paz se mantuvo entre Atenas y Esparta, pero las relaciones imperialistas de Atenas no dejaron de plantear conflictos, como el de Samos y Mileto, donde se implicaban las relaciones entre ciudades con las tendencias políticas. El intervencionismo no podía dejar de aprovechar cualquier circunstancia, como la de que una parte en conflicto solicitara la ayuda ateniense, como en Corcira, ni de mostrarse precavido ante la confluencia de intereses contrarios a Atenas, como los de macedonios y corintios en la península Calcídica, ni de controlar la actuación de los vecinos territoriales, cuya actividad afectara a las zonas limítrofes, como las que los separaban de Mégara. Por otro lado, el imperio y la paz engendraban necesidades internas que posiblemente hacían difícil la pasividad para una ciudad tendente a los controles marítimos y territoriales, porque, a pesar del triunfo de Pericles sobre Tucídides de Melesias, continuaba el conflicto interno con armas más o menos evidentes. Los conflictos entre ciudades antagónicas, entre ciudades miembros del imperio o entre sectores sociales dentro de las ciudades constituyen los factores múltiples que crearon las condiciones para que estallara la Guerra del Peloponeso.
contexto
Así, en 421, coincidiendo con el estreno de la "Paz" de Aristófanes, se firmó la paz entre Nicias y Plistoanacte, con el ánimo de que durara cincuenta años. La costa de Tracia quedaba dentro del imperio ateniense. En la firma participaron todos los estrategos de aquellos años, Hagnón, Demóstenes, los que habían estado cerca de Pericles y los que actuaban más enérgicamente en los años intermedios. Sin embargo, ni Corinto, ni los beocios, ni Mégara aceptaron las condiciones, donde veían un reparto hegemónico entre Esparta y Atenas. Anfípolis no se entregó a los atenienses ni éstos devolvieron Pilos. Los hechos fueron, pues, reticentes. En esas circunstancias, Corinto intentó una nueva alianza peloponésica con Argos, pero el sistema democrático de ésta provocó las suspicacias de las oligarquías de la zona. Así, la aparición de Alcibíades en Atenas motivó ciertos cambios en las relaciones exteriores. Alcibíades era un personaje curioso, perteneciente a la alta aristocracia, capaz de obtener varias victorias en las carreras hípicas en los juegos panhelénicos, de formarse en la retórica y la política con los sofistas y de participar de manera íntima en los círculos socráticos. Su carrera dependía de la guerra, por lo que personalmente pasa a coincidir con aquellos sectores del demos que estaban deseosos de volver a emprender acciones agresivas para el sustento del imperio lucrativo. Él fue el promotor de una alianza defensiva con Argos, que incluyó Mantinea y Elis. Pero Argos emprende en 419 el ataque a Epidauro y los espartanos reaccionaron atacando la Argólide, defendida por Mantinea y Elis. Alcibíades impulsa la acción agresiva sobre Arcadia y se les enfrenta en Mantinea, en 418, con la consiguiente victoria espartana. Como consecuencia, en el invierno de 418-17, Argos cae en manos de la oligarquía proespartana y firma la paz, hasta que un nuevo cambio interior lleva a repetir la alianza con Atenas. Corinto, como reacción, se acerca de nuevo a Esparta, lo que provoca los temores por parte de los atenienses, entre los que se agrieta la situación. Nicias aparece como partidario de volver a intentar consolidar la paz y recuperar Anfípolis, mientras que Alcibíades aparece como defensor del imperialismo agresivo, partidario de provocar el temor para no caer en el temor de la esclavización, representante de las nuevas generaciones ansiosas de ganar la gloria gracias a la guerra. Sin embargo, otro personaje partidario de la agresividad recoge la herencia no aristocráta de Cleón, Hipérbolo, objeto como éste de los ataques de Aristófanes y que, cuando se pretendía eliminar a Alcibíades como posible pretendiente a la tiranía, fue él mismo condenado al ostracismo, con lo que, según Plutarco, se desacreditaba la institución, pues ya no caía sobre un hombre digno, prestigioso y, como tal, posible aspirante al poder personal, sino sobre un hombre vil.
contexto
El 18 de enero de 1919 se reunieron en Versalles los encargados de organizar la paz. Allí acudieron los delegados de 27 países, en los que existían tres órdenes bien diferenciadas: los grandes, encabezados por el primer ministro francés, Georges Clemenceau, su colega británico, Lloyd George, y el presidente norteamericano Woodrow Wilson; luego, a mucha distancia, los primeros ministros italiano y japonés, Orlando y Saionji. Esos cinco países formaron la comisión de diez miembros que se ocupó de los asuntos principales. En el tercer plano, el resto de los asistentes, que apenas tuvo la oportunidad de participar en los trabajos de la paz. La conferencia estuvo presidida por Clemenceau, que contaba 78 años de edad y había vivido la derrota francesa frente a Prusia en 1870. Era un político de tal ferocidad en la lucha parlamentaria, a la que había dedicado toda su vida, que se le apodaba El Tigre; pero su experiencia como estadista era escasa. Eso sería importante porque trató de imponer en Versalles una lucha de aniquilamiento de Alemania como si se tratara de hundir a un rival parlamentario. No hubo en él generosidad ni visión de futuro, sólo de revancha. Según John Maynard Keynes, que vivió la conferencia desde dentro como miembro de la delegación británica, Clemenceau "creía que ni se puede tener amistad ni negociar con un alemán; sólo se le deben dar órdenes". Dentro de esa mentalidad, luchó por etiquetar a Alemania como "única responsable de la guerra", por esquilmarla económicamente para que jamás pudiera volver a agredir a Francia y por humillarla y debilitarla con ocupaciones y desmilitarizaciones. El primer ministro británico, Lloyd George, era un político tan brillante como inestable en sus convicciones ideológicas y políticas. Por un lado, en Versalles apoyó a Wilson en la creación de la Sociedad de Naciones y, aunque proclive a los generosos principios wilsonianos sobre la paz, terminó decantándose en favor de la rapiña colonial y del aniquilamiento económico germano. Y eso pese a la oposición de algunos miembros de su delegación, como el joven y prestigioso economista de la Universidad de Cambridge, Keynes, que se oponía a las brutales sanciones porque causarían una inflación incontrolable y el deseo de revancha, pues "en Alemania serían desalentados tanto el capital como el trabajo". Vista la inutilidad de sus esfuerzos, Keynes presentó su dimisión y regresó a Inglaterra, donde publicó Consecuencias económicas de la Paz, un libro profético. Woodrow Wilson, imbuido de un sentimiento misionero de la paz, se presentó en París el 14 de diciembre de 1918. Era la primera vez que un presidente norteamericano abandonaba América y, además, pensando en una larga ausencia, que sería de siete meses y medio. El viaje, desaconsejado por sus asesores, era una temeridad: abandonaba su país, distanciándose de la política cotidiana y dando amplia ventaja a sus enemigos políticos; y se presentaba en Europa, un continente que conocía mal en todos sus aspectos, perdiendo el ascendiente moral de su trayectoria y la inmensa ventaja que, desde el otro lado del Atlántico, podía ejercer como banquero de todos los beligerantes. ¿Por qué se presentó en Versalles? El gran especialista en relaciones internacionales, Charles Zorghibe cree que, "Quizás fue la vanidad del jurista, del historiador, decidido a no faltar a la mayor cita diplomática desde el final de las guerras napoleónicas y del Congreso de Viena o, quizás, fue la excitación de un teórico y práctico de la política, tan extasiado como una debutante, la perspectiva de su primer baile#"
contexto
Nunca llegará en otras obras a mostrarse el helenismo de forma tan cruda: en el mejor de los casos, hallamos esculturas de caliza local que representan cabezas y torsos de damas -el desprecio etrusco por el cuerpo permite no representarlo entero-, además de alguna esfinge, y en estas figuras se heleniza levemente el lenguaje orientalizante de las primeras tallas etruscas, pero el resultado es lineal y plano. En otros casos, por el contrario, lo griego llega a brillar por su ausencia: es lo que se aprecia sobre todo en las llamadas urnas canopos. Estas urnas constituyen la lógica evolución, esbozada desde mediados del siglo VII a. C., de la urna bitroncocónica villanoviana. La vasija se convierte en una ánfora redondeada, y el casco que primitivamente la tapaba, y que de algún modo representaba al guerrero muerto, pasa a ser sustituido por una cabeza de barro. Mucho se ha discutido si este gesto supone el primer paso hacia los retratos funerarios etruscos y romanos. Es posible que así sea: al fin y al cabo, a la vasija así compuesta se le añaden a veces, para mayor verosimilitud, unos brazos en relieve, y se la coloca sobre una silla, lo cual sugiere el deseo de recuperar plásticamente la identidad del difunto, eliminada por la cremación. Pero también es verdad, y no puede negarse, que, a fines del siglo VII y durante el VI, esas cabezas carecen de cualquier planteamiento retratístico: como a veces se ha señalado, sus facciones hieráticas y bárbaras, fruto de una evolución eminentemente local, representan siempre personajes jóvenes, como si se pensase en un más allá rejuvenecedor, y resultan totalmente convencionales. Estas impresionantes imágenes, que casi nos evocan, pese a la lejanía de los siglos, las doradas máscaras micénicas, suponen un logro autóctono aislado. Por eso entristece verlas decaer y desaparecer a mediados del siglo VI a. C.: por entonces, en efecto, aumentó el uso de la inhumación en Chiusi -siguiendo lo que era ya tradición en todo el sur de Etruria-, y esto supuso la drástica reducción de la demanda. Quienes, en la ciudad y su entorno, se siguieron incinerando, prefirieron hacer uso de otro tipo de urnas, en piedra, totalmente antropomorfas y de carácter más helenizado.