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Carmen Gaudin fue una de las modelos más utilizadas por Toulouse-Lautrec. En Planchadora también aparece esta joven lavandera de París que ejercía de manera esporádica la prostitución y que posaba para el joven artista; mujer hermética, nunca dio a Lautrec una visión fácil sino que el artista la retrataría de perfil o de frente pero siempre con el rostro confuso. Nunca posará como una mujer insinuante, antes al contrario, muestra su aspecto más desafiante. Este tipo de retrato relaciona al joven Henri con la pintura realista aunque el empleo del perfil le ponga en contacto con artistas del Renacimiento italiano como Ghirlandaio. El dibujo es excelente, con un trazo seguro y firme. Curiosamente, Toulouse-Lautrec encargó a Gauzi que realizara unas fotografías que bien pudieron servir de base para estos retratos. El colorido es austero, destaca el contraste entre el cabello rojo, el rostro blanquecino y el vestido negro. El fondo es un paisaje poco definido, posiblemente para no desviar la atención del magnífico rostro de la pelirroja.
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En 1893 André Antoine inaugura el "Théâtre Libre" en la place Pigalle en cuyo vestíbulo coloca cuadros de Seurat, Signac y Van Gogh. Toulouse-Lautrec será el elegido para la elaboración de los programas de las actuaciones. El primero que realizó fue para la obra "Une Faillite" de Björnstjerne Björnson eligiendo como tema la visita a la peluquería, interpretado de manera correcta por el pintor al presentar en primer plano a la presumida clienta mirándose al espejo que sujeta con su mano derecha mientras la peluquera peina su rubio cabello, destacando los rostros de ambas figuras en los que Lautrec ha sabido captar de manera sensacional sus diferentes personalidades. Los seguros y firmes trazos organizan la composición, aplicando el color amarillo de manera plana recordando las estampas japonesas.
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Las especiales características que definen la reconquista y expansión latino-cristiana en la Península Ibérica (enfrentada desde antes del siglo XI con el Islam de al-Andalus), aceleradas en éstos siglos del crecimiento con la ampliación de los dominios hispano-cristianos desde el norte cantábrico y pirenaico hasta el valle del Tajo, el del Ebro, el Guadalquivir, Valencia y Baleares durante los siglos XI al XIII, justifican la atención particular al desarrollo del feudalismo ibérico que, sin apartarse de las grandes líneas de acción y ejecución, ofrece aspectos peculiares vistos de diferente forma por la historiografía al uso. El libro de Julio Valdeón sobre el "Feudalismo" y el capítulo dedicado en el mismo al "Feudalismo en España" nos permite, además, disponer de una revisión actualizada del problema que integrado en el conjunto del libro también reciente sobre "Las claves del feudalismo" nos presenta su autor, P. Iradiel. Problema que particularmente desarrolla asimismo J. M. Mínguez en su visión actualizada de "La Reconquista". Debe tenerse en cuenta que la Península Ibérica iba a convertirse en estos siglos en una frontera política, económica y cultural entre dos mundos enfrentados pero también complementarios: el cristianismo-feudal occidental por un lado (con una economía de base fundamentalmente agraria] y el urbano-comercial musulmán oriental por otro. Aquél invadiendo progresivamente de norte a sur la refinada civilización de al-Andalus y el segundo abandonando poco a poco su originalidad para replegarse paulatinamente en la contaminación occidental que las nuevas invasiones almoravide (siglo XI) y almohade (siglo XII) quisieron evitar antes del descalabro definitivo de las Navas de Tolosa en 1212. En este marco geopolítico hay que situar la gestación del feudalismo hispánico, su evolución y expansión de norte a sur, en un proceso que condicionó e implicó a todos los reinos peninsulares (Castilla y León, Aragón y Cataluña, Navarra o Portugal). Comenzando por el hecho de que se admite sin reservas la instalación en España de las instituciones feudo-vasalláticas y de los señoríos laicos y eclesiásticos, aunque varíen algunas interpretaciones al respecto que suponen un adelanto o retraso, según los historiadores, del fenómeno político y socioeconómico del feudalismo y una mayor o menos feudalización de las estructuras productivas. Ahora bien, al margen de interpretaciones exclusivamente jurídico-institucionales, que en España han tenido una larga y fructífera tradición, o de revisiones socioeconómicas, más renovadoras y actualizadas, y también más polemizadas, nadie niega la situación mayoritariamente dependiente del campesinado, la proliferación e imposición de vínculos familiares y de linaje entre los miembros de la clase dirigente o la difusión y potenciación de los señoríos en las tierras ya ocupadas o en las de nueva ocupación cristiana y desalojo musulmán Las mismas leyes que propiciaban la repoblación y los asentamientos en las tierras y comunidades recuperadas para los reinos del norte (fueros especialmente) señalaban ya una diferenciación social muy marcada y acusaban la función militar en aquellas zonas de Extremadura en donde el riesgo parecía significar patente de corso y garantía de absoluta libertad, cuando fueron caballeros y órdenes militares en general quienes se repartieron el dominio señorial de comunidades de aldea, villas y pequeñas ciudades con cierto potencial artesano-comercial. Y ni siquiera algunas ciudades escaparían de la dependencia feudal o eclesiástica, como en el resto del Occidente europeo no peninsular. El que en muchos casos el protagonismo de la expansión y repoblación agraria correspondiera a la iniciativa de los campesinos bajo el aliciente de las ventajas ofrecidas por la autoridad pública del rey, no significa que después la situación cambiase hacia un régimen de dependencia que convirtió a campesinos libres en siervos. El hecho de una mayor o menor influencia carolingia antes del año mil no impone señalar diferencias abismales entre el feudalismo noroccidental del Cantábrico al Duero (y de este río al Tajo) y el nororiental pirenaico y catalán. El paso de una sociedad gentilicia pirenaica a otra feudal se hizo similarmente en el área astur-leonesa. Los tópicos sobre la absoluta libertad de las extremaduras, tanto al oeste como al este (castellana o aragonesa) se resuelven igualmente a favor de una limitación manifiesta y condicionada por la diversidad social de los que acudieron a ellas para asentarse y empezar una nueva vida en muchos casos, huyendo de la justicia, de la presión familiar y local o de la exclusión de la herencia. Todo ello en un marco de actuación que, con algunas peculiaridades en determinados casos, ofrece un panorama bastante parecido en todos los reinos y señoríos. Como señala Valdeón, y certifican otros autores para escenografías concretas (Mínguez para Castilla, Salrach para Cataluña), "la feudalización, contemplada en su acepción amplia, que engloba tanto las relaciones sociales de base como a las establecidas entre los miembros de la cúpula dirigente (relaciones feudo-vasalláticas en sentido estricto), se propagó por la Península Ibérica al compás del progreso de las armas cristianas sobre el poder político islámico. Así sucedió en el valle del Ebro, en la Cataluña Nueva, en La Mancha, en Extremadura, en las Baleares, en el reino de Valencia o en la Andalucía Bética. Ni que decir tiene, sin embargo, que las modalidades concretas de cristalización de los elementos feudales variaron en función del tiempo y del territorio específico sobre el que se aplicaban, pero también de la mayor o menor presencia de población heredada de al-Andalus". Esto sí que fue una novedad y sustancial diferencia hispánica que no se encuentra en el resto de Europa: la presencia de musulmanes en los dominios señoriales y en las ciudades bajo control cristiano una vez ganado el país para la romanidad occidental por los reyes peninsulares. Son las comunidades mudéjares protegidas del monarca por una jurisdicción especial pero sometidas a regímenes fiscales onerosos que acabaron por arruinarlas en la baja Edad Media. En efecto, en la repoblación aragonesa y valenciana permanecieron muchos musulmanes (mudéjares) en tierras sometidas a señores feudales a partir del siglo XIII; en la Mancha y el sur del Tajo, las órdenes militares establecieron grandes y poderosos señoríos; y en la Andalucía Bética, como estudia M. González, existieron "donadíos" entre la Iglesia, las órdenes mencionadas y los nobles que acudieron a la llamada de una tierra abandonada por el Islam con mayor tristeza que el resto. Así, en el siglo XIII, culminado el gran proceso reconquistador (que se remataría más localizadamente en los siglos bajomedievales), toda la Península Ibérica, incluida Portugal, estaría cubierta por una red de dependencias, relaciones y vinculaciones feudo-señoriales en las que "la dicotomía señores-campesinos era, sin duda, el eje de la estructura social. Los señores obtenían rentas de sus propiedades y ejercían derechos jurisdiccionales. Y los campesinos, aunque disponían del dominio útil de la tierra, se encontraban bajo la dependencia de aquellos".
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La fe de los antiguos hispanos no hacía diferencias entre el Imperio de Cristo y el de Roma. Prudencio, uno de nuestros mejores representantes en el pensamiento clásico tardío se lo explicaba así a un hipotético ciudadano de la Urbe: "¿Quieres saber, romano, por qué tu gloria llena al mundo y lo sujeta a tus mandatos? ¡Porque Dios quiso primero unir a todos los pueblos discordes y someterlos a un único imperio para que la religión de Cristo encontrase luego en paz y unidos en espíritu común a los corazones de todos los hombres. Pues sólo la concordia conoce a Dios. Todas las tierras de Oriente a Occidente estaban revueltas por fieras guerras, y Dios, para frenar esa locura rabiosa, hizo que todos los hombres se sometieran a las mismas leyes, y que todos, desde el Rhin al aurífero Tajo, del caudaloso Ebro al templado Nilo, se hicieran romanos. Vivimos ahora en una patria y un hogar común. Esto se ha logrado merced a tantos y tan grandes triunfos del Imperio romano. El mundo unido y en paz, gracias a Roma, está preparado, ¡oh, Cristo!, para recibirte" (Contra Symmachum, II, 582?635).Salvados los recelos frente al paganismo, la obra de Roma adquiría el rango de precursora del reino de Cristo en la Tierra, y esto la hacía modelo de cualquier organización civil o eclesiástica. Las sacudidas que experimentó Europa desde fines del siglo IV harían dudar de sus dotes proféticas a los seguidores de Prudencio, pero no había tampoco otro modelo que buscar en la historia pasada.En España, todos los duros avatares de las invasiones, tanto las de los bárbaros europeos como las de los musulmanes, buscarán la superación en el renacimiento del Imperio romano, una esperanza que mantendrán también otras naciones durante los siglos medios, hasta que la caída de Constantinopla les convenza a todos de que el nuevo orden de las naciones sería definitivamente muy distinto.En la España romana se había alcanzado durante el siglo IV un verdadero sentimiento de consecución de finalidades históricas. Las "laudes Hispaniae" se convirtieron en un género extendido, que destacaba la contribución de nuestro país a la gesta imperial, a la que había proporcionado dos de sus mejores emperadores, Trajano y Adriano. A ellos se sumaba ahora el cristiano Teodosio. España era un país feliz, rico productor de bienes materiales y de hombres expertos en la guerra, en la administración y en la cultura.Nadie podía esperar, por tanto, que el propio Imperio al que las tierras hispanas habían abastecido, permitiera el avance de tribus salvajes, que casi en nombre de la autoridad imperial, devastaban el país a su antojo y lo ocupaban, sin más derecho que el de la fuerza. La débil autoridad del emperador, la confusión entre los que decían defender la legitimidad y la falta de un poder organizado en el propio territorio hispano hicieron que se soportara la ocupación bárbara y que sólo se buscara un posible remedio al pedir la intervención de otros bárbaros; de esta forma se sucedieron alanos, vándalos, suevos y visigodos, hasta que estos últimos entendieron que en la Meseta Norte estaba su tierra prometida.Los visigodos crean, por vez primera, un gobierno hispánico que pretende tener bajo su mando a toda la Península; su duración efectiva, si se atiende estrictamente a los hechos, será inferior a una centuria, pero servirá hasta nuestros días como símbolo del comienzo de una Historia de España independiente. El reino visigodo sigue el modelo del Imperio en sus cortos límites territoriales, al igual que la Iglesia pretende, en cualquier caso, que la extensión de la fe verdadera abarque a todo el Orbe imperial.El hispanismo de los godos, y la facilidad con la que se les acepta para sustituir a la autoridad romana, procede, sin embargo, de otra tendencia en el pensamiento nacional: la de los que no pueden olvidar la dureza de la conquista romana, y prefieren un gobierno propio e independiente, aunque también sea de invasores.En cualquier caso, muchos habitantes de la Península verían como una nueva ocupación, similar a la romana y a la goda, la que protagonizaron los musulmanes en el siglo VIII, y, por ello, procuraron permanecer en sus tierras y adaptarse a las nuevas circunstancias. El recuerdo del reino hispanovisigodo, mantenido por los cristianos de Asturias, será la justificación legal de una guerra de reconquista, cuyos gobernantes seguirán teniendo presente el ejemplo del Imperio romano en sus instituciones. Hasta el siglo X éste será el espíritu de los reyes asturianos y leoneses, hasta que la dinastía navarra contribuya con las nuevas formas del pensamiento europeo a hacer olvidar lo romano, lo godo y lo mozárabe.Esta historia imprevista y decepcionante para los españoles, de disolución del Imperio, abandono de sus gobernantes, sumisión a invasores bárbaros y renuncia final a lo que parecía ser la seña de identidad de una España independiente, afectó en forma muy distinta al conjunto de las regiones peninsulares. Hay que pensar que nunca los nuevos ocupantes constituyeron grupos numerosos que les permitieran abarcar todo el país. Los visigodos pudieron no ser más de cien mil, frente a una población hispanorromana de más de ocho millones, y sólo llegaron a tener un asentamiento territorial en parte del Valle del Duero; lo mismo puede aducirse de la presencia de los suevos en Galicia o de la de los musulmanes en Andalucía, en los primeros decenios de su ocupación.La gran masa de la población española soportó los cambios con diversa fortuna; mientras que en el noroeste se pasó de la cultura de los castros al románico, en Levante se mantuvo el contacto con todos los cambios que se vivían en las orillas del Mediterráneo, en Europa y en Oriente, y, además, se conservó una cierta independencia de la monarquía visigoda; fue en el núcleo central de la Península, en la costa cantábrica y en las dos Mesetas, donde se siguió la trama completa de los sucesos y donde se produjo una auténtica cultura hispánica, que se manifestó siempre como una aspiración a revivir el pasado romano.Las consecuencias más directas sobre el terreno artístico de esta fragmentación sucesiva de España durante seis siglos son las de haber producido obras bien dispares y escuelas regionales, que sólo por razones posteriores de geografía política pudieran considerarse representativas de un mismo pueblo.Andalucía, por ejemplo, se mantuvo dentro de las corrientes del clasicismo, con abundantes contactos africanos y orientales, que se reforzaron durante la ocupación bizantina, y que se reprodujeron, de algún modo, con la presencia islámica. Cataluña, Levante y Baleares ofrecen una discreta dependencia de la cultura mediterránea, que no transformaron los visigodos, y que se convirtió en integración muy temprana con Europa. Frente a ello, el centro de la Península es intérprete de un arte personal, con un desarrollo laborioso que le permite distinguirse de otras regiones, y que se resiste a reformar hasta la llegada del románico.En cierto modo, este arte es el que recibe unánimemente el calificativo de hispánico, y en el que se puede buscar una personalidad definida, que es la de la continuidad del clasicismo romano, hasta bien entrada la Edad Media.Por todo ello, la sucesión de los estilos prerrománicos en España es la más larga de Occidente y la que más se mantiene en la pervivencia de la antigüedad. Si en los acontecimientos históricos puede haber dudas sobre el momento en el que debe situarse el comienzo de la Edad Media española, en las manifestaciones artísticas hay que considerar que la Edad Antigua se prolonga hasta el final del estilo mozárabe; como prueba de ello, las técnicas de investigación, el análisis iconográfico y el estudio de los monumentos de este período, sigue siendo hasta ahora una disciplina de metodología arqueológica, que enlaza con la investigación de la Baja Romanidad, y a la que rara vez los medievalistas pueden conceder carácter de inicio de sus trabajos.Las dos grandes personalidades de la investigación sobre el arte hispánico del fin de la Antigüedad han sido Manuel Gómez Moreno y Helmut Schlunk. Al primero se le debe el descubrimiento y la identificación de la mayoría de los monumentos, mientras que el segundo los ha sistematizado e interpretado, hasta obtener una materia coherente. A pesar de que la labor por ellos realizada es amplia y sólida, las incógnitas son también muy numerosas. Desde los propios nombres que deben aplicarse a los estilos, hasta las fechas de cada uno, resultan materias en las que se vierten opiniones contradictorias, puesto que la escasez de documentos escritos y la falta de dataciones arqueológicas precisas permiten formular teorías diversas.En cualquier caso, la aportación de los dos maestros es coincidente en lo que más puede interesamos ahora: el arte español, anterior al triunfo del románico, se desenvuelve entre los cristianos con formas personales y exclusivas entre las que hay un cierto hilo conductor, y éste es el que intentaremos seguir en las siguientes páginas.
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Aunque en el primer tercio del siglo XI la mayor parte de la península Ibérica se halla bajo dominio musulmán, éste se encuentra también dividido en diferentes reinos, llamados taifas. Algunas taifas, como las de Tortosa, Valencia, Denia y Almería, son gobernadas por nobles eslavos, llamados saqalibas, esclavos de origen europeo y del norte peninsular que ocupaban altos cargos en la administración y en el ejército califal. En otros casos, al frente de las taifas están personajes de la nobleza local, que han tomado el mando ante el vacío del poder central. Así ocurrió en Zaragoza, Lérida, Toledo, Badajoz, Sevilla, Córdoba y Murcia. A estas grandes taifas acompañaban otras de menor extensión, como eran las de Albarracín, Alpuente, Silves, Mértola, Huelva, Santa María del Algarve, Niebla y Arcos. El panorama de la España musulmana se completaba con aquellas taifas en las que gobernaba una nobleza de origen berberisco, como eran los territorios de Carmona, Morón, Ronda, Algeciras, Granada y Málaga. En el norte peninsular, el territorio cristiano se halla también dividido. Algunas regiones son reinos o están en proceso de serlo, como Galicia, Asturias y León, Castilla, Pamplona y Aragón, mientras que otras son condados, como los catalanes, Sobrarbe y Ribagorza. La frontera entre musulmanes y cristianos deja, en estos momentos, dos grandes áreas todavía despobladas, al sur del Duero y en su cabecera.
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En relación probable con el área cantábrica, en la provincia de Burgos se encuentran las cuevas de Atapuerca (Ibeas), cabeza de caballo pintada; Penches (Barcina de los Montes), cápridos grabados y restos de pinturas; y el conjunto cárstico de Ojo Guareña (Sotoscueva). Esta es una cavidad con varios kilómetros de desarrollo y diversas entradas. A 300 metros de la entrada de La Palomera se halla un pequeño santuario paleolítico en una extensión de 30 metros lineales. Su inventario incluye: un ciervo, tres uros, cuatro caballos, un posible mamut, dos indeterminados y unos treinta signos formados casi todos por triángulos negros acompañados de algún bastoncillo. Se trata de un estilo diferente al general del arte paleolítico, con un cierto parentesco con algunas de las cuevas del bajo valle del Ródano. El complejo tiene otras manifestaciones artísticas que, o no son paleolíticas, o no encajan con las formas conocidas. En la meseta central se halla la cueva de Los Casares (Riba de Saelices, Guadalajara), localizada por F. Layna Serrano y publicada en 1934 por J. Cabré y M. E. Cabré Herreros. Contiene ciento dieciocho figuras grabadas: grandes bóvidos, mamut, antropomorfos que constituyen una escena de pesca, un glotón, etc. Muy cerca se encuentra la cueva de La Hoz (Santa María del Espino), con diversos signos y cuatro caballos, todo grabado y en regular estado de conservación. Un tipo de grabado parecido sirvió para representar los catorce caballos de la cueva de La Griega (Pedraza, Segovia), estudiada primero por M. Almagro Gorbea y luego por G. Sauvet. Un santuario al aire libre está atestiguado por un magnífico caballo grabado mediante punteado en el lugar de Domingo García (cerca de Santa María la Real de Nieva, Segovia). En la provincia de Madrid se halla la cueva del Reguerillo (Torrelaguna) con varias figuras grabadas mal conocidas. En la parte occidental de la Península se encuentra la cueva de Maltravieso (Cáceres), con unas treinta manos mutiladas, junto con algunos signos punteados rojos y unos pocos grabados, todo del Estilo IV antiguo. En territorio portugués hay que citar, al norte, el santuario al aire libre de Mazouco (Freixo de Espada-á-Cinta, Bragança), con tres grabados representando caballos, dos de ellos muy incompletos, que dieron a conocer S. y O. Jorge y sus colaboradores. Probablemente formando grupo con Maltravieso, hay que citar asimismo la cueva de Escoural (Evora) con una docena de pinturas y grabados de edad incierta, en parte probablemente paleolíticos, estudiados por M. Farinha dos Santos y sus colaboradores. En el resto de la Península las cuevas con arte paleolítico están dispersas en una docena de sitios por la España oriental y Andalucía. En el futuro, la exploración de los sistemas cársticos, cuevas y covachos de este vasto territorio, proporcionará sin duda nuevos hallazgos de arte paleolítico o de tiempos posteriores. En la zona del Ebro se encontraban las figuras actualmente desaparecidas de la cueva de La Moleta de Cartagena (San Carlos de la Rápita, Tarragona) con la enigmática asociación de un bóvido de tipo paleolítico antiguo y en posición vertical, junto con unos amplios trazos en los que se quiso ver una figura humana del tipo del arte levantino, lo que es muy inseguro. En el País Valenciano destaca el nombre del Parpalló (Gandía, Valencia) con sus plaquetas pintadas o grabadas, o con una combinación de ambas técnicas, con algunas obras excepcionales. El yacimiento fue excavado por L. Pericot en los años treinta. El número de plaquetas encontradas rebasa las 5.000, con un repertorio iconográfico impresionante. En total son 5.968 caras de plaqueta decoradas, de ellas 874 con pintura, 556 con pintura y grabado, y 4.538 con sólo grabados. En la misma región hay otras cuevas con alguna muestra de arte mueble: Les Mallaetes (Barig, Valencia), Cova del Barranc (Fleix, Alicante), Cova del Tossal de la Roca (Valí d'Alcalà, Alicante), etc. El primer santuario en cueva del País Valenciano ha sido descubierto por M. S. Hernández Pérez hace poco tiempo en la Cova Fosca (La Vall d´Ebo, Alicante), cuya galería principal está cubierta por finas y abundantes incisiones rectilíneas o formando figuras geométricas, además de diversas representaciones zoomorfas -bóvidos, équidos y cérvidos- que pueden incluirse en los Estilos II y III de Leroi-Gourhan. En la provincia de Albacete se halla la cueva del Niño (Ayna), que presenta en la entrada una serie de figuras levantinas y en el interior otras -ciervos, cabras- que constituyen un santuario paleolítico. El conjunto fue dado a conocer por M. Almagro Gorbea. En la provincia de Almería, en el lugar de Piedras Blancas (Escuellar), Tulio Martínez ha descubierto hace poco tiempo un magnífico caballo, vigorosamente grabado al aire libre. La cueva más septentrional del grupo andaluz es la del Morrón (Jimena, Jaén), con dos cápridos, uno rojo y otro negro, figuras estudiadas por M. G. López Payer y M. Soria. Más al sur están las cuevas malagueñas de El Toro, La Cala, Ardales, Nerja y La Pileta. De dicha cueva de La Pileta, descubierta en 1911 por W. Verner y T. Bullón, y publicada por Obermaier, Breuil y Verner con el título de "La Pileta á Benaojan" en 1915, se han dado a conocer casi un centenar de figuras paleolíticas. Su inventario es el siguiente: 22 caballos, 22 cabras monteses, 12 uros, 15 cérvidos, 6 peces, 1 bisonte, varios indeterminados y numerosos signos, algunos muy peculiares. El conjunto puede ser atribuido al Estilo III. Esta caverna contiene también una gran cantidad de pinturas esquemáticas de color negro que son del Eneolítico o de la Edad del Bronce. La caverna de Nerja, en el pueblo del mismo nombre, contiene algunas representaciones de peces, algunas figuras de animales y una serie de pequeños signos asociados a banderas estalagmíticas que parecen constituir un litofono.
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A comienzos del siglo XVIII la península italiana era un territorio fragmentado en unidades políticas independientes, cada una de ellas con un discurrir propio y con particularidades específicas a todos los niveles, donde la ausencia de una estructura institucional centralizada a nivel nacional las deja a merced de su propia historia, al tiempo que les proporciona una indudable debilidad; en esta época, como sucedía en etapas históricas anteriores, continuará la tendencia tradicional de las potencias europeas a luchar por su dominación, lo que convertirá frecuentemente a su territorio en escenario de lucha. Asimismo, la creciente atención por el Mediterráneo, espacio codiciado por naciones como Gran Bretaña o Austria, la convierte en zona estratégica fundamental, sobre todo tras la constatación de la decadencia turca y el relevo de soberanías resultante de las Paces de Utrecht. A partir de ahora, la península quedará a merced de los dictados de la Cuádruple Alianza, como pudo comprobarse en la crisis de 1718-1720 o en la Guerra de Sucesión polaca. En efecto, los resultados de la Guerra de Sucesión al trono español trajeron como consecuencia la sustitución de la soberanía española en la zona sur -Nápoles, Sicilia y Cerdeña- y en algunos puntos del norte (Ducado de Milán); al tiempo que la creación de una monarquía en el Piamonte introducirá un elemento distorsionador más. La decadencia de las grandes repúblicas Venecia y Génova- y la creciente pérdida de prestigio y poder del Papado son otros elementos a tener en cuenta para comprender en su complejidad la política italiana de esta centuria. Sin embargo, Utrecht no sentó las bases de la estabilidad, todo lo contrario; ni España ni Felipe V estaban dispuestos a aceptar este statu quo impuesto por los aliados por lo que desarrollan una política agresiva -el irredentismo italiano- para tratar de recuperar su dominio e influencia tradicionales, objetivo parcialmente conseguido cuando se reconozca a infantes de la Casa Borbón al frente de territorios políticamente independientes de la Monarquía española. La Guerra de Sucesión polaca (1733-1738) alteró de nuevo el panorama; la amenaza europea que se cierne sobre la península interrumpe la acción reformadora iniciada por doquier, y la primacía de la defensa se antepone a la solución de los problemas internos. Los hechos militares acaecidos en su suelo traen consigo el triunfo de los Borbones sobre los austriacos en Nápoles, marcando la desaparición del partido gibelino; en Turín la abdicación de Víctor Amadeo detuvo las reformas; en Milán se paralizó la elaboración del Catastro, y los Estados Pontificios se verán inmersos en una aguda crisis económica. La Guerra de Sucesión austríaca (1743-1748) provocó de nuevo grandes alteraciones, incluso un relevo de soberanías: los Borbones vuelven a Nápoles y Sicilia (Carlos VII) y a los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla (Felipe); Toscana fue transferida al duque de Lorena, y se advierte un avance de las fuerzas tradicionales. No obstante, la Paz de Aquisgrán supone una pacificación duradera, lo que permite a los países italianos volcarse sobre sí mismos, hasta que en los años noventa los revolucionarios franceses reabran este frente y de nuevo se convierta en escenario de conflicto internacional. Del mismo modo que señalamos la decadencia y la debilidad política italianas habría que resaltar los avances que en materia intelectual y cultural se operaron en su sociedad. Algunos países se convirtieron en modelo de Estados absolutistas, caracterizados por multitud de reformas que preludian un orden nuevo, y minan las bases del Antiguo Régimen. La Ilustración supo atraerse a muchos políticos y hombres de gobierno que se inclinaron por el progreso y la adopción de un nuevo espíritu racionalista y científico. Estos avances fueron posible por la pérdida de influencia de la Iglesia y por la acción regalista de los Estados, que sustraen la instrucción, el sistema educativo y la censura de libros a las instituciones eclesiásticas proclamando a las instancias civiles como únicas competentes en dichas materias.
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Los años 1295-1310 el rey de Aragón orientó su política exterior, por un lado, hacia la Península y la manga mediterránea y, por otro, hacia el Magreb oriental. Para la Corona de Aragón, la zona marítima comprendida entre las Baleares y Argel (la manga mediterránea), cuyo control facilita la navegación por el Estrecho, era de vital interés estratégico y económico. El objetivo tenía que ser, por tanto, la posesión de Alicante, Cartagena (en manos del rey de Castilla), Málaga y Almería (en manos del rey de Granada). El juego consistiría, primero, en enfrentarse a Castilla (debilitada por la minoridad de Fernando IV), arrastrando en la contienda a Granada, y, después, llevar a Castilla contra Granada, al mismo tiempo que se neutralizaba a Marruecos, donde los benimerines habían conseguido ampliar su dominio. De acuerdo con este esquema, el rey nazarí y el aragonés firmaron un tratado de paz y de ayuda mutua contra Castilla (1296), y Jaime II dio tropas a Alfonso de la Cerda, pretendiente al trono castellano, para que penetrara en Castilla por el sector de Cuenca, mientras él personalmente conquistaba la mayor parte del reino de Murcia en dos fases: Alicante, Elche, Orihuela y Murcia, en 1296, y Lorca, en 1300. Los años siguientes Jaime II intentó formalizar una triple alianza, de Aragón, Granada y Marruecos, contra Castilla, pero esta vez los granadinos escogieron el acercamiento a los castellanos (1303), lo que equilibró las fuerzas y obligó al rey de Aragón a cambiar de estrategia: la de trabajar por otra triple alianza, la de Aragón, Castilla y Marruecos contra Granada, la única fórmula que le permitiría entonces continuar la expansión peninsular de la Corona. Mientras mercenarios catalanoaragoneses llegaban a Marruecos para reforzar a los benimerines (1304), los reyes de Castilla y Aragón aceptaban resolver sus diferencias sobre Murcia con un reparto del territorio: Molina, Murcia y Cartagena quedaban para Castilla, mientras que Alicante, Elche, Orihuela y Crevillente correspondían a la Corona de Aragón (Sentencia Arbitral de Torrellas, 1304). El acuerdo sirvió a Jaime II para llevar a Fernando IV contra los granadinos, que dominaban el Estrecho: poseían Ceuta, Algeciras, Gibraltar, Málaga y Almería. Formalizada la alianza con Castilla (entrevistas de Santa María de Huerta y Alcalá de Henares, 1308) y con Marruecos (tratado de Fez, 1309), los benimerines se lanzaron con éxito sobre Ceuta, y los castellanos ocuparon Gibraltar y pusieron sitio a Algeciras, mientras Jaime II asediaba infructuosamente Almería (1309-10). El fracaso del rey de Aragón se explica, en parte, porque los benimerines, satisfechos con la conquista de Ceuta e inducidos por promesas de Granada, abandonaron la alianza y dieron ayuda a los nazaríes, y porque los castellanos, detenidos ante Algeciras, se retiraron de la lucha (1310). El fracaso de la Corona en Almería "fue un fracaso político, material y moral de extrema gravedad. Largos años de tenacidad diplomática no habían dado ningún resultado positivo. Se comprende que después de 1310 el interés político de Jaime II se retirara de la zona del Estrecho y de la manga mediterránea" (Ch. E. Dufourcq). Respecto al Magreb oriental, en los años 1295-1310 Jaime II trabajó para intensificar su influencia. Puesto que Túnez y Bugía se resistían a tributar, alternó el corso con la diplomacia en 1297-1300. El reino de Mallorca y sus mercaderes consiguieron entonces una posición predominante en Bugía (1302), mientras la Corona obtenía ventajas fiscales, políticas y comerciales en Túnez (acuerdos de 1301, 1305 y 1308). Pero la consiguiente rivalidad de mallorquines y catalanes en la zona limitó a partir de entonces las posibilidades respectivas de mayor dominio. En los años 1310-30 la penetración catalanoaragonesa en el Norte de Africa alcanzó sus límites, en parte por la creciente competencia de los mercaderes italianos, por la mencionada rivalidad catalano-mallorquina y porque el interés político y mercantil de la Corona se orientó en buena medida hacia Cerdeña y el Atlántico. Estos años la amistad con el sultán de Marruecos siguió basándose en el comercio y la existencia de una milicia catalanoaragonesa al servicio de los benimerines, lo que no fue obstáculo para que cuando arreciaron las hostilidades entre castellanos y benimerines, naves de la Corona y del rey de Mallorca bloquearan los puertos marroquíes y practicaran el corsarismo en sus aguas (1315, 1318, 1327 y 1330-31). En el Magreb central siguió la alternancia de amistad, generadora de comercio, y de hostilidad, manifestada en el corsarismo, que perseguía la imposición de tributos y la infiltración en las aduanas, para obtener el retorno de las tasas aduaneras satisfechas por los mercaderes de la Corona, pero Tremecén supo maniobrar y sacar partido de la rivalidad catalano-mallorquina. Con el Magreb oriental se utilizaron métodos semejantes pero por parecidos motivos no se alcanzaron progresos políticos: el texto de cinco tratados negociados por los reyes de Aragón y Mallorca con Túnez y Bugía entre 1310 y 1330 demuestra que, al final, la única realidad fecunda de estas relaciones acabó siendo el comercio.
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Esta obra, la cuarta en la serie de los Sacramentos de Chantelou, refleja más que ninguna otra su deseo de precisión y fidelidad en la reconstrucción arqueológica. Para desarrollar el tema de la Penitencia, emplea la escena de María Magdalena lavando los pies a Cristo. Como consecuencia de sus esfuerzos renovadores Poussin ha desplazado el centro de interés hacia la izquierda de la composición, en lugar del centro, que era el lugar habitual. Pero lo que más llama la atención es que demorara la realización del lienzo por sus investigaciones sobre el triclinio en el que se hallan recostados los comensales. Si en la primera Penitencia había mostrado un triclinio como un lecho bajo que empleaban los romanos para sus banquetes, sus lecturas eruditas habían mostrado a Poussin que éste sólo había sido utilizado varios siglos más tarde. Para dar mayor veracidad arqueológica a la escena, investiga y decide representar un lecho alto, como el que vemos, de manera que la Magdalena no se debe arrodillar para lavar los pies a Cristo. Esta evocación de la realidad histórica, que a nosotros nos puede parecer pedante, fue parte del éxito de Poussin entre los intelectuales y pintores del Barroco clasicista y el Neoclasicismo.
obra
Al igual de lo que hiciera para el resto de la serie segunda de Los Sacramentos, realizada entre 1644 y 1648 para su mecenas Chantelou, Poussin trabajó con ahínco para lograr una nueva concepción de las composiciones, una nueva forma de representar los temas que diferenciara esta serie de la realizada varios años antes para su amigo Chantelou. Fruto de ello son estos dibujos preparatorios en los que Poussin no deja nada a la improvisación, a diferencia del método de trabajo de su contemporáneo Velázquez, más directo, más abandonado a su propio genio. Poussin primero realizaba una geometrización del espacio, en este caso apoyado en un fondo arquitectónico que confiere mayor armonía matemática y simetría a la escena. Una vez ordenado el espacio, situaba las figuras en su interior como si se tratara de un escenario en el que tienen lugar los acontecimientos, cuyo mayor interés son las expresiones de los personajes, entroncando, en esta concepción, con el arte clásico griego y el Renacimiento de la época de Rafael. Así sucede en este dibujo preparatorio del lienzo La Penitencia, que emplea como base literaria el pasaje en que María Magdalena lava los pies a Cristo, terminado hacia 1647. No presenta casi diferencias respecto a la obra final en esta escena armónicamente integrada, salvo el interesante detalle, inusual por otra parte, de realizar el estudio de las figuras desnudas, quizá porque no vistió las figurillas que empleaba para experimentar la composición, como sí solía hacer. De este forma de trabajar, primero el desnudo en sus gestos y luego las vestiduras, tomará buena nota un gran admirador francés de Poussin, Ingres.