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Es imposible separar el nacimiento de la prosa catalana de la figura enorme de Ramón Llull, y a él cabe adjudicar la creación del catalán literario. También en esto la literatura catalana supone una innegable singularidad, ya que sin precedentes relevantes, Llull emerge con una prosa acabada, genuina, culta, a la que incorpora neologismos con incuestionable elegancia, apta además para discurrir sobre cualquier campo del conocimiento de su tiempo. Nadie antes de Llull había escrito filosofía en una lengua vulgar. Toda su obra, sea cual sea el género al que pueda ser adscrita, es producto de un sorprendente y apasionado proceso de conversión. Por él, Llull renuncia a su familia y al siglo y se dedica, con el fervor exaltado de quien ha tenido una revelación, a tres objetivos fundamentales: la conversión de los infieles; la redacción de libros en árabe, latín, catalán y aun otras lenguas como consecuencia de una génesis a menudo polilingüe de los textos, destinados a probar la superioridad de la fe católica; y la creación de escuelas de lenguas orientales para la formación de misioneros capacitados. Esta conversión tiene también implicaciones literarias. Por un lado, condenará los contenidos de la lírica profana que él mismo cultivó en su juventud mientras que, por otro, Llull sostendrá una singular concepción de la retórica que le conducirá a privilegiar el lenguaje de tipo abstracto, filosófico, frente a otro de tipo connotativo, más propiamente literario. Escribir para Llull significará divulgar su Ars Magna, un completo y complejo sistema filosófico tendente a probar la verdad por "razones necesarias", obtenida por "ilustración divinal". Es sólo en función del público destinatario que Llull elige una u otra forma de lo literario para transmitir sus ideales. Al margen de las obras filosóficas, son de destacar escritos didácticos como el Libre del gentil e dels tres savis (1272) o el Libre de l'orde de cavalleria (1275/6). El primero narra el debate en un tono de respeto y "fair play" encomiables entre un judío, un cristiano y un mahometano ante un gentil, en un intento por encontrar afinidades entre las tres religiones monoteístas. El libro se cierra sin que sepamos cuál es la decisión del gentil ante las tres exposiciones. El segundo es un tratado sobre la formación moral del caballero. Fue uno de los más leídos y traducidos en la Edad Media, e influyó notablemente en el Libro del cavallero et del escudero de don Juan Manuel. Entre sus novelas -alas que se refiere con el término romana- debemos considerar el Libre d'Evast e d'Aloma e de Blaquerna son fill, protagonizada por éste último. Blaquerna, guiado por una vocación religiosa, abandona a su familia y pasa por diversos estados religiosos hasta alcanzar el papado, al que renuncia para seguir una vida de contemplación. Blaquerna, trasunto en buena parte del mismo Llull y prototipo del hombre luliano, lleva a cabo una enérgica reforma en todos los ámbitos religiosos por los que pasa. El Blaquerna contiene otros dos libros: el Libre d'Ave Maria escrito por el protagonista mientras es abad, y el que sin duda es su obra más famosa, el Libre d'Amic e Amat. Escrito en breves versículos, narra el diálogo entre el Amigo -el hombre- y el Amado -Dios-, en una prosa que recuerda el carácter difícil y oscuro del "trobar clus", adecuado para transmitir lo inefable de la experiencia mística. El libro, en el que menudean los diálogos y en el que no son infrecuentes las paradojas, combina fuentes bíblicas -básicamente el Cantar de los Cantares- y sufíes. Los 366 versículos pueden ser perfectamente representados por éste: "Cantaven los aucells l'alba, e despertá's l'amic, qui és l'alba; e los aucells feniren llur cant, e l'amic morí per l'amat, en l'alba" (Cantaban los pájaros al alba, y despertóse el amigo, que es el alba; y los pájaros cesaron su canto, y el amigo murió por el amado, al alba). El Félix o Libre de meravelles, compuesto unos cinco años más tarde, hacia 1288, narra el peregrinaje del joven de ese nombre por el mundo, maravillándose constantemente de las cosas que hay en él. El libro es una exposición dialogada -con diversos sabios y ermitaños- del orden del mundo y de sus seres, de la naturaleza, etc., presentada casi siempre en forma de apólogos y comparaciones, a veces de difícil comprensión. De esta larga narración forma parte el Libre de les bésties, un apólogo de intencionalidad política protagonizado por animales, a la manera del Calila e Dimna, y al que no es ajeno el Roman de Renart. Llull, a quien se le apareció cinco veces Jesucristo crucificado mientras componía "una vana e folla cançó per una sua enamorada" es también un poeta notable. Aparte de las obras que pone en rima para que "milis hornos pusca saber de cor" (se puedan recordar mejor), tenemos poemas de más segura intención lírica, como el Plant de Nostra Dona Santa Maria, o dos grandes santos, vinculados a su biografía de propagador de la fe y reformador como el Cant de Ramon y Lo desconhort. En el terreno de las ficciones narradas habrá que esperar a la segunda mitad del siglo quince para encontrar una prosa que esté a la altura de la de Ramon Llull. A finales del siglo XIV el vizconde Ramón de Perellós viajó al purgatorio de san Patricio, en Irlanda, para dialogar con el rey Juan I y así demostrar que éste no se había condenado a las penas eternas y él era inocente de los cargos que se imputaban en relación con los movimientos conspiratorios que produjeron una grave crisis de Estado. La parte mayor de este Viatge al Purgatori de sant Patrici proviene del tratado que en 1189 redactó el monje irlandés Hugo de Saltrey. Por fortuna Perellós no se limitó a traducir, sino que plasmó en el libro sus impresiones de viaje: un sobresalto constante entre los usos de quien se había educado en la corte de Francia y la rusticidad de los irlandeses. Mayor atractivo e intencionalidad artística posee la novela anónima História de Jacob Xalabín, escrita hacia 1404. Sobre un fondo histórico de intriga política que culmina con la batalla de Kossovo (1389) se desarrolla una peripecia sentimental en la que se confluyen elementos occidentales y orientales proveniente de las Mil y una noches. El libro podría recoger posiciones políticas favorables a los intereses catalanes en Grecia. En 1417 cabe fechar La disputa de fase del mallorquín Anselm Turmeda (1350-Túnez, 1430), de la que sólo conservamos la traducción francesa de 1544, que deriva a su vez probablemente de una versión castellana hoy perdida. La disputa es una adaptación de un apólogo oriental recogido en la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza -la secta que dio origen a los drusos-, con algunos elementos autobiográficos, en el que aparece una personalidad escéptica, influida por las ideas de Averroes y preocupada, como en otros textos suyos, por la conflictividad religiosa en el Mediterráneo -Turmeda es de "les tres letres mestre"- que atribuye al integrismo. Turmeda, que colgó los hábitos de franciscano para convertirse al Islam, escribiendo incluso una obra de polémica religiosa contra la religión católica, nunca dejó de interesarse por los asuntos de su tierra. Y desde Túnez, a ruegos de unos "honrados mercaderes" de Mallorca escribió unes Cobles de la divisió del regne de Mallorques en 1398, en las que evoca un tiempo feliz anterior a la invasión cristiana en el que no había conflictos entre las tres religiones, y el mismo año un Llibre de bons amonestaments, de calculada ambigüedad moral y de crítica ironía en la parte más original del libro: "Diners, doncs, vulles aplegar /Si els pots haver, no els leixs anar;/ si molts n'haurás porás tornar/ papa de Roma" (Procura, pues, reunir dinero./ Si lo puedes conseguir, no lo dejes escapar;/ si tienes mucho podrás ser/ papa de Roma).
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Como la mayoría de los pintores activos en el mundo católico del XVII, Ribera dedicó gran parte de su producción a los asuntos religiosos, aunque también se acercó a la mitología en diversas ocasiones debido sin duda a su residencia en Italia, donde este tema era tradicionalmente apreciado.Las primeras obras seguras que se conocen de su mano datan de 1626, es decir, de diez años después de establecerse en Nápoles, donde en 1616 contrajo matrimonio con Catalina Azzolino, hija de un pintor local. No obstante, quizás anteriormente pintó en Roma una serie de medias figuras representando a los sentidos, hoy conocidas a través de un probable original, El Gusto (h. 1616, Hartford, Walsworth Atheneum), y de modestas copias, en las que se advierte una clara influencia de los artistas nórdicos que por entonces trabajaban en la Ciudad Eterna.Ya en Nápoles, en los primeros años de la década de los veinte, realizó una serie de grabados al aguafuerte dedicados a estudios de pormenores anatómicos (ojos, bocas, etc.), a figuras extraordinariamente realistas, algunas de grotesca deformidad, y a composiciones religiosas, que cimentaron su fama como grabador.Sus primeros trabajos pictóricos conocidos los realizó hacia 1626 para el virrey español, el duque de Osuna. Se trata de un conjunto de cuadros, conservados en la colegiata de Osuna (Sevilla), entre los que destaca el monumental Calvario, concebido con el intenso realismo y el dramático uso de luces y sombras que caracterizan su estilo inicial. A esta etapa pertenecen también varios martirios, protagonizados por modelos vulgares a la manera de Caravaggio (Martirio de San Andrés, 1628, Museo Szepmüvészeti, Budapest).También de 1626 es el Sileno borracho (Museo de Capodimonte, Nápoles), en el que interpreta la mitología de forma directa y sensual, con intención desmitificadora. Con el mismo espíritu, un tanto irónico, pintó sus filósofos y sabios mendigos (Demócrito, 1630, Museo del Prado, Madrid), varios de los cuales pertenecieron a la colección del virrey duque de Alcalá, hombre culto y erudito que probablemente le inspiró estos temas. También para él realizó La Barbuda de los Abruzzos (Magdalena Ventura, con su marido y su hijo, 1631, Hospital Tavera, Toledo), obra en la que Ribera registró con sus pinceles una extraña alteración de la naturaleza.En la década de los treinta su estilo sufrió una decisiva evolución. Su admiración por el colorido veneciano, el propio cambio de gusto de la pintura italiana y los trabajos de los clasicistas Domenichino y Lanfranco en Nápoles, le impulsaron a enriquecer su paleta y a iluminar sus fondos, aunque tanto en estos años como en los posteriores volvió a utilizar las sombras cuando el cliente o el tema lo exigieron. La obra que mejor representa este cambio es la Inmaculada Concepción (1635, convento de Agustinas de Monterrey, Salamanca), que hizo para el conde de Monterrey, gran mecenas y coleccionista, y virrey de Nápoles entre 1631 y 1637, etapa en la que distinguió especialmente a Ribera con sus encargos. Esta grandiosa composición, que definió una nueva iconografía mariana en España, posee un dinamismo dependiente de Lanfranco y la luminosidad y la riqueza cromática que el pintor incorporó a su estilo a partir de estos años, en los que logró aunar su personal lenguaje realista con la serenidad y el equilibrio compositivo del clasicismo. Esta renovada fórmula aparece también en las obras mitológicas de este período (Apolo y Marsias, 1637, San Martino, Nápoles), e incluso en el Patizambo (1642, Museo del Louvre, París), mendigo tullido y de triste vida, del que sin embargo ofrece una digna imagen, llena de ternura.A partir de 1637, el entonces virrey duque de Medina de las Torres adquirió numerosas obras suyas para la colección real. Entre ellas sobresalen La bendición de Isaac (1637, Museo del Prado, Madrid), en la que prima la suntuosidad del color junto al realismo de expresiones y calidades, y El sueño de Jacob (1639, Museo del Prado, Madrid), concebido con un hondo lirismo que dimana del abandono del durmiente y de la cálida luz que baña la escena. Probablemente también de estos años es el magnífico Martirio de San Felipe (Museo del Prado, Madrid), que desmiente su mal entendida preferencia por lo sangriento, ya que rechaza la violencia propia del momento, destacando en cambio la piadosa entrega del santo por su fe.En esta etapa de máxima actividad, el artista tuvo, además de los virreyes, otro importante cliente: la Cartuja de San Martino, que en 1637 inició su remodelación decorativa. En ese año pintó Ribera para su sacristía la Piedad (San Martino, Nápoles), en la que por necesidad del tema retomó a la interpretación dramática de los contrastes, aunque la estudiada y elegante disposición del cuerpo de Cristo y el equilibrio compositivo testimonian la madurez de su arte. A causa del éxito de este lienzo, recibió poco después el encargo de decorar los lunetos de los arcos de la iglesia, en los que representó a los Profetas (1638), y también la realización de un gran cuadro para el presbiterio: la Comunión de los Apóstoles (San Martino, Nápoles). Sin embargo, la larga enfermedad que sufrió en los años siguientes y la amargura que le produjo la revuelta de Masaniello contra la Corona en 1647, le alejaron de los pinceles y sólo en 1651 pudo llevar a cabo esta pintura, su última obra maestra. En ella exalta la Eucaristía con el tono solemne y a la vez humano que caracteriza la plenitud de su estilo, en el que fundió magistralmente su inclinación a la realidad y el lenguaje clasicista.Uno de los capítulos más prolíficos de su producción religiosa lo constituyen las imágenes de santos y apóstoles, a los que representa en solitario, de medio cuerpo o entero. El realismo de los modelos, tomados de la calle, y la intensidad expresiva imperan en este tipo de obras, en las que Ribera muestra su interés por la monumentalidad de las figuras. Los santos penitentes son, quizás, los más frecuentes -la Magdalena, Santa María Egipcíaca, San Pablo, San Onofre, etc.-, así como los apóstoles, de cuya concepción es magnífico ejemplo el San Andrés del Museo del Prado (h. 1630).Su dedicación al resto de los temas que no han sido citados fue mínima. No obstante, en fecha reciente se han descubierto dos paisajes (1639, colección Duques de Alba, Salamanca), en los que emplea un gran rigor compositivo, atenuado por la delicadeza de los efectos atmosféricos. También es excepcional en su trayectoria artística el retrato ecuestre de don Juan José de Austria (Palacio Real, Madrid), pintado cuando éste se trasladó a Nápoles para sofocar la revuelta de Masaniello.
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Como Sansovino, también fue desplazado hacia el norte de Italia por el estallido del Saco de Roma el veronés Michele Sanmicheli (1484-1559). En Verona quedó lo más sobresaliente de su producción, inspirada en Roma, Bramante y Sangallo el Joven, pero en fórmulas cercanas a Giulio Romano, sobre todo en las puertas monumentales con que dotó a la ciudad, Porta Nuova, la de San Zenón y Porta Palio (1542). En los palacios construidos para la aristocracia veronesa no se hurta al influjo de Bramante y Rafael, pero utiliza recursos locales como columnas entorchadas, entre otros el Bevilacqua, Pompei y Canossa (de 1530 los tres).
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Velázquez nació en Sevilla, en 1599, en el seno de una familia quizás de origen hidalgo, pero sin grandes posibilidades económicas. La ciudad era por entonces una de las más ricas de España y poseía un elevado nivel cultural, del que se benefició el pintor en su juventud. Siendo aún un niño, como era costumbre en la época, inició su formación artística, primero en el taller de Herrera el Viejo, donde apenas pasó unos meses en 1609, para entrar al año siguiente como aprendiz en el taller de Pacheco. Esta fue la primera circunstancia afortunada de su vida, porque su maestro, aunque de condición pictórica modesta, era un hombre culto que además de enseñarle la técnica pictórica, le pudo transmitir una serie de conocimientos teóricos e inquietantes intelectuales, que fueron posteriormente decisivos en la configuración de su arte.En 1617 pasó el examen que le capacitaba para ejercer como pintor, y en 1618 se casó con la hija de Pacheco, Juana. Esta vinculación familiar con su maestro fue también afortunada para su carrera porque éste, conocedor de las cualidades de su yerno, empleó sus influencias para situarle en la corte, donde pudo enriquecer y perfeccionar su arte, llegando a unas cotas de calidad que difícilmente hubiera alcanzado de haber permanecido en Sevilla.Desde que comenzó su actividad artística hasta su traslado a Madrid en 1623, Velázquez realizó en Sevilla una serie de obras, de difícil datación, basadas en la copia del natural y con un estilo vinculado al naturalismo tenebrista de raíz caravaggesca. Factura lisa, entonación terrosa, dibujo preciso y modelado compacto son las cualidades de estos primeros cuadros, en los que se interesó especialmente por los temas de género. En ellos utiliza muy pocos personajes, vulgares e individualizados, que aparecen dispuestos generalmente junto a una mesa, sobre la que adquieren especial protagonismo diversos elementos de naturaleza muerta, recordando a los bodegones con figuras de la escuela flamenca del XVI (Vieja friendo huevos, 1618, Edimburgo, National Gallery of Scotland; Jóvenes comiendo y El aguador de Sevilla, h. 1620-1622, Londres, Wellington Museum). Algunos presentan en su fondo un cuadro, o ventana abierta, donde aparece representado un asunto religioso que relaciona estas obras con la temática predominante en la época (Cristo en casa de Marta y María, 1618, Londres, National Gallery; La mulata o Cena de Emaús, h. 1618-1620, Dublín, The National Gallery of Ireland).A ella también se dedicó Velázquez durante sus años sevillanos, empleando idéntico lenguaje realista (Inmaculada Concepción y San Juan Bautista en Patmos, h. 1618-1619, Londres, National Gallery; La adoración de los Magos, 1619, Madrid, Museo del Prado). En esta etapa inicial ya dominaba los recursos de la retratística, como lo demuestra en el impresionante retrato de la monja franciscana Doña Jerónima de la Fuente (1620, Madrid, Museo del Prado), en el que destaca la fuerza expresiva del modelo y el intenso realismo de su acabado.En 1622 realiza el primer viaje a Madrid con cartas de recomendación de su suegro, pintando entonces el magnífico retrato del poeta Luis de Góngora (Boston, Museum of Fines Arts). Sus intenciones de acercarse a la corte resultaron en ese momento fallidas, pero al año siguiente la llamada del Conde Duque de Olivares le hizo volver, comenzando en ese momento una etapa decisiva para su vida y para su arte. Ese mismo año obtuvo el título de pintor del rey, a quien pronto retrató utilizando ya una fórmula personal, en la que logró aunar admirablemente el carácter emblemático de este tipo de representaciones con una sobria y natural captación de la efigie del monarca, rompiendo con el distante y rígido formulismo de la retratística cortesana anterior, derivada de los modelos de Sánchez Coello y de Moro (Felipe IV, hacia 1624, Madrid, Museo del Prado). Con idéntica concepción realizó los numerosos retratos reales que pintó a lo largo de su vida, evolucionando con el transcurrir de los años de la técnica prieta y la apagada entonación de los ejemplos de la década de los veinte, aún dependientes de su formación sevillana, a la rica luminosidad y a la factura abocetada de la plenitud de su estilo (Felipe IV vestido de castaño y plata, h. 1635, Londres, National Gallery; Felipe IV en Fraga, 1644, Nueva York, Frick Collection).En los primeros años de su estancia en la corte su lenguaje cambió rápidamente, gracias sobre todo al conocimiento de la colección real, en la que estudió con especial admiración los cuadros de la escuela veneciana. Por su influencia pronto abandonó el tenebrismo, ablandando los volúmenes y comenzó a soltar su pincelada, aunque mantuvo el carácter realista y concreto de los modelos, como puede apreciarse en Los borrachos o Triunfo de Baco (h. 1628, Madrid, Museo del Prado), su única obra de composición que se conoce de esta época.Sus progresos técnicos y la renovación de su concepción pictórica se vieron también impulsados por sus contactos con Rubens, quien permaneció en la corte madrileña durante unos meses entre 1628 y 1629. Según Pacheco, el gran maestro flamenco distinguió con su atención al joven sevillano, quien aprendió de él no las cualidades específicas de su estilo, sino las posibilidades de la luz y del color, el valor de la imaginación y la relevancia social que podía alcanzar un gran artista. Es decir, en su compañía comprendió lo mucho que aún le faltaba a su prometedor arte, por lo que siguiendo probablemente sus consejos pidió permiso al rey para marchar a Italia, con la intención de completar allí su formación.Su primer viaje a este país se desarrolló desde agosto de 1629 hasta enero de 1631. Su lugar de destino era Roma, pero antes de llegar a esta ciudad pasó por Génova, Venecia, Ferrara, Cento y Bolonia, lo que le permitió enriquecer su arte con los ejemplos pictóricos que pudo admirar en este recorrido, desde los retratos de la etapa genovesa de Van Dyck y las obras de los venecianos, hasta el clasicismo boloñés y el arte de Guercino. El resultado de estas influencias y de su estudio de los maestros renacentistas y de los restos de la Antigüedad clásica en la Ciudad Eterna se advierte en La Fragua de Vulcano (h. 1630, Madrid, Museo del Prado), y en La túnica de José (h. 1630, Monasterio de El Escorial), cuadros pintados durante esta estancia en Italia, en los que se apunta ya la madurez de su estilo.Tras visitar a Ribera en Nápoles, Velázquez regresó a España, dando pronto muestras de las provechosas consecuencias de su viaje. Poco después de su vuelta pintó el magnífico Cristo de San Plácido (h. 1631-1632, Madrid, Museo del Prado), en el que sigue la iconografía definida por Pacheco, pero sustituyendo el habitual patetismo de la época por una emoción contenida que dimana de la severa y bella imagen, cuyo desnudo evoca fórmulas clasicistas. Sin embargo, y a pesar de este ejemplo religioso, su labor principal durante esta década y la siguiente fue la de retratista de la familia real, aunque también posaron para él otros personajes de la época (retrato de Martínez Montañés, 1635, Madrid, Museo del Prado). Las efigies del príncipe heredero que realiza por estos años (Baltasar Carlos y un enano, 1632, Boston, Museum of Fine Arts; Baltasar Carlos, 1633, Londres, Wallace Collection), poseen ya la técnica fluida y empastada y la riqueza cromática propias de su madurez, mostrando en ellas, a pesar de su carácter representativo, sus dotes para captar el encanto infantil, que alcanzará cotas insuperables en los retratos de su hermana la infanta Margarita (1653, Viena, Kunshistorisches Museum).Velázquez también participó en la empresa artística cortesana más importante de los años treinta: la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, para la que se ideó un programa iconográfico y simbólico dedicado a ensalzar los triunfos y la gloria de Felipe IV. Para este conjunto pintó la Rendición de Breda o Las Lanzas (1635, Madrid, Museo del Prado), sin duda el mejor cuadro de la serie, en el que la perfecta captación de los efectos atmosféricos en la lejanía y el protagonismo de la luz y del color testimonian la plenitud del artista. Asimismo, y para los testeros de este salón, realizó los retratos ecuestres de los reyes Felipe III y Felipe IV, de sus esposas Margarita de Austria e Isabel de Borbón, y el del príncipe heredero Baltasar Carlos (1635-1636), hoy conservados en el madrileño Museo del Prado. Los cinco presentan una concepción majestuosa, imbuida de sobria dignidad, en contraste con la ampulosa altanería que dimana del retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares (h. 1634, Madrid, Museo del Prado), probablemente porque en este último el pintor reflejó su visión de la personalidad del retratado.A estos años también corresponden los retratos de Felipe IV, del Cardenal Infante don Fernando y del príncipe Baltasar Carlos (h. 1635, Madrid, Museo del Prado), vestidos de cazadores y con el paisaje de la sierra de Guadarrama como fondo, ejemplos magníficos de la seguridad y la madurez estética alcanzadas ya por el artista. Estas obras fueron pintadas para el pabellón de caza de la Torre de la Parada, situado en los montes de El Pardo, para cuya decoración Rubens ideó un magnífico conjunto de obras mitológicas realizadas por él mismo y por su taller (Museo del Prado). En este recinto estuvieron colgados otros cuadros de Velázquez, como el Marte y los filósofos Esopo y Menipo (h. 1639-1640, Madrid, Museo del Prado), representados como mendigos a la manera de Ribera, aunque sin insistir en el detalle realista sino, por el contrario, configurándolos con una pincelada fluida y extraordinariamente abocetada.También en este pabellón figuraron los retratos de los bufones Francisco Lezcano o El niño de Vallecas, Calabacillas y don Diego de Acedo el Primo, que forman parte de la serie dedicada a los hombres de placer de la corte, que Velázquez pintó en las décadas de los años treinta y cuarenta, hoy conservados en el Museo del Prado (Barbarroja, don Juan de Austria, Sebastián de Morra). En todos ellos plasmó con realismo sus anormalidades, aunque también destacó su condición humana y la tristeza de sus desgraciadas vidas. Uno de los más significativos es el Pablo de Valladolid (h. 1633), en el que define el espacio con portentosa maestría sin utilizar ninguna referencia geométrica, sólo con la luz y las sombras. Para Manet este cuadro era "quizás el trozo de pintura más asombroso que se haya realizado jamás", admiración que le llevó a recoger su influencia en su obra El pífano (1866, París, Museo D'Orsay).En la década de los años cuarenta, Velázquez pintó poco, ocupado por su cargo de veedor de las obras reales. Además de algunos retratos del monarca ya citados y los de los bufones, realizó en esta etapa una de sus obras religiosas de mayor calidad: la Coronación de la Virgen (h. 1641-1642, Madrid, Museo del Prado), para el oratorio de la reina en el Alcázar madrileño, en el que se aprecian la grave elegancia y la serena majestuosidad que caracterizan a su estilo.En noviembre de 1648 partió de nuevo hacia Italia, donde permaneció hasta mediados de 1651. Este ya no era un viaje de formación, puesto que hacía muchos años que su pintura había alcanzado la plenitud, sino una misión oficial destinada fundamentalmente a la compra de obras de arte para el rey. Antes de llegar a Roma, como en la ocasión anterior, visitó Milán, Padua, Venecia, Bolonia, Florencia y Parma. Su estancia posterior en la Ciudad Eterna estuvo marcada por el éxito, debido principalmente a los retratos que allí realizó, destacando sobre todos el de su criado Juan de Pareja (1650, Nueva York, Metropolitan Museum), y el del papa Inocencio X (1650, Roma, Galeria Doria-Pamphili), ejemplos magníficos de su capacidad para captar la vivacidad de la expresión y ahondar en la psicología de sus modelos.Quizás pintó también en Roma la Venus del espejo (h. 1650, Londres, National Gallery), que en 1651 se encontraba ya en la colección del Marqués de Heliche. La influencia de Tiziano y Rubens, y probablemente también la de la escultura del Hermafrodita (Museo del Louvre), de la que Velázquez mandó hacer un vaciado, pueden apreciarse en este bellísimo desnudo femenino, interpretado por el pintor con refinada sensualidad. Aunque de fecha discutida, parece probable que los dos paisajes de Villa Médicis (h. 1650-1651, Madrid, Museo del Prado) correspondan también a este segundo viaje, a juzgar por la libertad y espontaneidad de su ejecución, con la que Velázquez logra plasmar la cambiante luminosidad de la atmósfera, captada al aire libre.Tras su regreso a España y en la última década de su vida realizó las dos obras cumbres de su carrera: Las Meninas y Las Hilanderas (Madrid, Museo del Prado). Las Meninas, o La familia como se la llamaba en su tiempo, fue pintada por Velázquez en 1656, con un virtuosismo técnico inigualable, en el que destaca la utilización de la luz, que define o diluye las formas creando la ilusión óptica de un espacio verosímil, también conseguida mediante la fluida pincelada y las matizaciones de su refinado y espléndido colorido. Y es precisamente el dominio de la perspectiva atmosférica, la magistral captación del aire existente entre los cuerpos y la plasmación de una apariencia real y mutable lo que convierte a este cuadro en una de las obras maestras del arte mundial.Pero además Las Meninas posee una especial grandeza derivada del carácter enigmático de su contenido, que ha ejercido durante años una extraordinaria fascinación entre numerosos estudiosos interesados en encontrar la auténtica esencia de su significado. La primera lectura es sencilla: la infanta Margarita, en el centro de la escena, visita el taller de Velázquez que estaba situado en el propio Alcázar, acompañada por dos jóvenes damas o meninas, doña Isabel de Velasco y doña Agustina Sarmiento -quien le ofrece un búcaro de agua-, y otros miembros de su séquito, como los enanos Maribárbola y Nicolasito Pertusato. Velázquez se halla ocupado en la realización de un gran lienzo, mientras que los reyes Felipe IV y doña Mariana de Austria, padres de la infanta, entran en la sala o posan para el pintor atrayendo hacia ellos las miradas del grupo. Sus imágenes se reflejan en el espejo del fondo, recurso hábilmente utilizado por el pintor ya que establece un punto de referencia tras los propios espectadores, que quedan así incluidos en el desarrollo espacial de la composición.Sin embargo, esta natural escena adquiere un sentido trascendente e intelectual cuando se apunta la posibilidad de que Velázquez hiciera deliberadamente en este cuadro una portentosa exhibición de su talento, para convertirle en un alegato en favor de la consideración de la pintura como un arte liberal, que imprime nobleza y dignidad a sus creadores, rechazando la consideración de artesanal que por entonces tenía en España. La propia presencia del rey junto al pintor dentro del mismo lienzo, hecho excepcional en la historia de la pintura, parece avalar esta tesis ya que probablemente supone el reconocimiento real de la nobleza del arte de la pintura, y por consiguiente del propio Velázquez, quien por esos años se veía obligado a demostrar que no era un trabajador manual para poder vestir el hábito de Caballero de Santiago que el monarca le había concedido. Con esta interpretación el cuadro se convierte, como dice Gállego, no en la simple imitación del natural ni en el lucimiento de una técnica, sino en la proyección espiritual del artista, en la imagen de una idea interna.Por estos mismos años, quizás hacia 1657, Velázquez pintó Las hilanderas o La fábula de Aracne para el montero del rey don Pedro de Arce. En esta obra consigue aunar la realidad visual y la concepción intelectual del mito con tal maestría que, hasta que Angulo descubrió en 1947 que se trataba de una obra mitológica dedicada a ilustrar uno de los pasajes de las "Metamorfosis" de Ovidio, se creía que sólo representaba una sencilla escena de trabajo en el obrador de la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid.Esta fábula narra la historia de la joven Aracne quien, orgullosa de su habilidad como tejedora, desafió a los dioses, ofendiendo a Minerva al representar en sus trabajos las aventuras amorosas de su padre Júpiter, quien aparece raptando a Europa en el tapiz que orna el muro del fondo. En sabia y compleja composición el pintor sitúa en primer plano el momento de la competición entre la diosa y Aracne, tratada como una verosímil escena de género, relegando al último término el castigo de Minerva a la joven, a la que convertirá en araña. Velázquez repite el recurso ya empleado en algunos de sus primeros cuadros: desplazar al fondo de la obra la clave del tema, aunque en esta ocasión se halla en su plenitud técnica, con la que abocetadamente sugiere los efectos de distancia y la corporeidad de las formas, con una perfecta utilización de los planos lumínicos.Además de estas dos obras inigualables Velázquez realizó en sus últimos años varios retratos reales, entre los que destacan los de la reina Mariana de Austria (1652, Madrid, Museo del Prado), de la infanta María Teresa (h. 1651-1652, Nueva York, the Metropolitan Museum of Art), y de la infanta Margarita, algunos ya citados. Precisamente cuando le sorprendió la muerte, en agosto de 1660, estaba pintando a esta última (Infanta Margarita de Austria, 1660, Madrid, Museo del Prado), en uno de los más admirables ejemplos de su calidad cromática, que tuvo que ser concluido por su yerno Juan Bautista del Mazo.Al fin en 1659, poco antes de morir, pudo vestir el hábito de Caballero de Santiago, tras superar largos expedientes destinados a demostrar la nobleza de su familia y también que nunca había "trabajado con las manos". Alcanzó así uno de los anhelos de su vida, ser noble, algo que a juicio de la posteridad resulta irrelevante, porque su nobleza ya la había probado con sus cuadros, que han trascendido su tiempo y sus deseos personales para maravillar a generaciones pasadas, presentes y futuras.
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Natural de la localidad holandesa de Groot-Zunder, donde nació en 1853, Vicent van Gogh se inicia en la pintura a los 27 años. Su primera etapa se desarrolla en Nuenen, entre 1881-84. Este periodo está caracterizado por los colores oscuros y la temática campesina, como podemos observar en Campesinas recogiendo turba, el Tejedor o Paisaje a la puesta de sol, etapa que culmina con Campesinos comiendo patatas. En otoño de 1885 Vincent se traslada a Amberes, donde le llama la atención la pintura de Rubens. En 1886 se instala con Theo en París y se relaciona con los impresionistas. Trabaja en escenas urbanas como Vista de París desde Montmartre, el Boulevard de Clichy, retratos como el de Père Tanguy o bodegones como Naturaleza muerta con tres libros. En 1888 Vincent se trasladó a Arles, donde convivió con Gauguin, pretendiendo montar una comunidad de artistas, aunque el experimento fracasó. El vivo colorido y las formas retorcidas caracterizan sus obras de Arles entre las que destacan Catorce girasoles, la Casa amarilla, Terraza de café por la noche o la Silla de Van Gogh. La tensa relación entre Van Gogh y Gauguin estalla la noche del 23 de diciembre de 1888 cuando Vincent, fuera de sí, se corta el lóbulo de la oreja derecha. Fue trasladado al hospital de Saint-Rémy donde permaneció entre mayo y diciembre de 1889. Obras de la calidad de Noche estrellada, Lirios, Campo de trigo o Autorretrato pertenecen a esta época. Cuando se le dio el alta médica se trasladó a Auvers-sur-Oise, al cuidado del doctor Gachet, para desarrollar allí su última etapa. La Iglesia de Auvers, Ayuntamiento de Auvers el 14 de julio o Trigal con cuervos son las obras más famosas de esta época final que acabó con el intento de suicidio de Vincent el 27 de julio de 1890, falleciendo dos días más tarde.
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No se conservan ni existen noticias sobre los cuadros que debió de hacer durante los años que pasó en Llerena, en los comienzos de su carrera. Los primeros ejemplos conocidos de su producción son las obras que contrató para el convento sevillano de dominicos de San Pablo en 1626. De este conjunto sólo han llegado hasta nosotros dos escenas de la vida de Santo Domingo (iglesia de la Magdalena, Sevilla), y los retratos de San Ambrosio, San Gregorio y San Jerónimo (Museo de Bellas Artes, Sevilla), monumentales y realistas, que inician su larga serie de cuadros de una sola figura, con los que alcanzó sus logros más significativos.En 1628, siendo aún vecino de Llerena, se comprometió a pintar veintidós lienzos para uno de los claustros de la Merced Calzada de Sevilla, con historias de su santo fundador, San Pedro Nolasco, canonizado ese mismo año. Dos de estas obras se encuentran hoy en el Museo del Prado, Visión de San Pedro Nolasco y Aparición del apóstol San Pedro a San Pedro Nolasco (1629), y en ellas puede apreciarse su capacidad para expresar lo milagroso a través de lo cotidiano, cualidad esencial de su arte y de la pintura española de la época. Poco después, entre 1630 y 1635, realizó también para los mercedarios una serie de retratos de teólogos de la orden destinados a la biblioteca del convento, en los que sobresale su verticalismo y su estructura formal, casi piramidal, definida por el diseño de los blancos ropajes (Fray Jerónimo Pérez, Fray Francisco Zúmel, Fray Pedro Machado, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid).Mientras trabajaba para la Merced, pintó para la iglesia del colegio franciscano de San Buenaventura cuatro escenas de la vida de este santo, completando un ciclo de ocho que había sido iniciado por Herrera el Viejo. En algunos de estos cuadros utiliza un intenso tenebrismo junto a la brillantez cromática que caracteriza a su estilo, destacando la profundidad de sentimientos y la fuerza expresiva de sus personajes, concebidos como una auténtica galería de retratos (San Buenaventura en el concilio de Lyon, Exposición del cuerpo de San Buenaventura, h. 1629, ambos en el Museo del Louvre, París).Estos primeros trabajos sevillanos le abrieron definitivamente las puertas de la ciudad, donde se instaló en 1629 tras concluir las pinturas del claustro de la Merced, por invitación del Cabildo hispalense. Inició así una brillante etapa, de continuos y cada vez más importantes encargos. Al comienzo de la década de los treinta realizó algunas de sus composiciones más aparatosas, como la Visión del Beato Alonso Rodríguez (1630, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), para la iglesia de los jesuitas, y sobre todo la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino (1631, Museo de Bellas Artes, Sevilla) para el colegio sevillano de los dominicos, utilizando en ambas un esquema arcaizante, organizado en dos zonas superpuestas, que recuerda las obras de Roelas.En 1634 recibió la llamada de la corte para intervenir en la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Su reputación y quizás también la recomendación de Velázquez propiciaron su intervención en esta empresa, para la que le fueron encargados diez lienzos con los trabajos de Hércules, legendario antepasado del monarca español, y dos de las doce victorias militares que integraban el conjunto, destinado a ensalzar la gloria de Felipe IV. De sus cuadros históricos sólo se conserva la Defensa de Cádiz (1634, Museo del Prado, Madrid), que Zurbarán concibió con el mismo estilo teatral, de fondos luminosos, que aparece en el resto de la serie, poniendo de manifiesto su escaso dominio de la perspectiva y su falta de habilidad para llevar a cabo composiciones complicadas. Tampoco resolvió satisfactoriamente, según la mayoría de los especialistas, las obras dedicadas a Hércules (Museo del Prado, Madrid) que, inspiradas en grabados flamencos, presentan un lenguaje rudo y torpe. Su estancia en la corte, que concluyó en 1635, enriqueció su estilo desde el punto de vista lumínico, influido por el conocimiento de las colecciones reales y el abandono del tenebrismo por Velázquez y sus contemporáneos madrileños.Tras su regreso a Sevilla su arte alcanzó su punto culminante en la realización de dos encargos de gran magnitud: las series para la cartuja de Jerez de la Frontera y para la sacristía del monasterio jerónimo de Guadalupe (Cáceres), ambas ejecutadas entre 1638 y 1640.La primera de ellas, dispersa tras la desamortización, estaba integrada fundamentalmente por pinturas sobre la vida de Cristo y sobre la Virgen, de especial devoción entre los cartujos, destinados al retablo mayor de la iglesia y a los pequeños altares del coro de los hermanos legos. Composiciones equilibradas, colores brillantes, perfecta definición de los volúmenes y gestos graves son las principales cualidades de estos lienzos, concebidos por el artista con su habitual sencillez realista (Anunciación, Adoración de los Pastores, Adoración de los Magos, Circuncisión, Museo de Grenoble; La Batalla de Jerez, Metropolitan Museum of Art, Nueva York). Forman parte también de este conjunto los retratos de ocho miembros ilustres de la orden que, acompañados por dos ángeles turiferarios, ornaban el estrecho pasillo que conduce al pequeño recinto del Sagrario, situado tras la capilla mayor. Los personajes de estos retratos imaginarios, dispuestos con gran solemnidad en actitud procesional, se muestran absortos en su meditación interior, reflejando un intenso misticismo que les hace elevarse sobre su inmediata apariencia (San Bruno, Beato John Hougton, Beato Nicolás Albergati, San Hugo de Lincoln, Museo Provincial de Bellas Artes, Cádiz).La serie de la sacristía de Guadalupe, la única que permanece in situ, está integrada por ocho grandes lienzos en los que representa acontecimientos de la vida de otros tantos monjes jerónimos relacionados con el monasterio durante el siglo XV, época de la máxima influencia de esta fundación religiosa. La disposición de los cuadros se adecua a la iluminación de la sacristía, alternando en ellos el tenebrismo la luminosidad. El sentido narrativo (del Padre Vizcaíno repartiendo limosnas, Fray Fernando Yáñez rechazando la Archidiócesis de Toledo) y las visiones místicas (la Visión del Padre Salmerón, la Misa del Padre Cabañuelas) imperan en la concepción de las escenas, entre las que sobresale el impresionante retrato de Fray Gonzalo de Illescas, cuya composición recuerda el esquema creado por el Greco en el San Ildefonso de Illescas. La decoración de la sacristía se completa con los tres lienzos de la pequeña capilla aneja, dedicados a San Jerónimo: la Apoteosis de San Jerónimo, situado sobre el altar mayor en el que se encuentra la famosa escultura del santo hecha por Torrigiano, mientras que en los muros laterales cuelgan la Flagelación de San Jerónimo y las Tentaciones de San Jerónimo.Quizás posteriores son los cuadros que pintó Zurbarán para la cartuja de las Cuevas de Sevilla, aunque han sido y son objeto de controversia cronológica. Algunos especialistas los han considerado de la primera etapa de su producción, otros de los años treinta y otros de hacia 1655, ateniéndose estos últimos a su cuidada ejecución, a la existencia de un marcado modelado que nada tiene que ver con las formas planas de su estilo inicial, y a la contundencia de su iluminación, cualidad que incorporó el pintor a su estilo después de su estancia en la corte. En estos grandes lienzos (Museo de Bellas Artes, Sevilla), que se encuentran entre lo mejor de su producción, Zurbarán representó simbólicamente tres de las virtudes de los cartujos: la mortificación en la Comida de los Cartujos, el silencio en el San Bruno ante el Papa, y la oración y la confianza en María en La Virgen de las Cuevas.Además de los ciclos monásticos, Zurbarán realizó numerosos cuadros independientes, entre los que destacan las Inmaculadas, en los que sigue la iconografía imperante en la época, los dedicados a la Virgen Niña, en los que alcanza su mejor expresión de dulzura y candor, y los retratos a lo divino de damas sevillanas, a las que representa con los atributos de la santa de su nombre (Santa Isabel de Portugal, h. 1630-1635, Museo del Prado, Madrid). Mención especial merecen sus bodegones, escasos en número pero de extraordinaria calidad, que interpreta con la misma sencillez y humildad que Sánchez Cotán (Bodegón, 1633, Norton Simon Collection, Pasadena; Bodegón de cacharros, Museo del Prado, Madrid). Su hijo Juan de Zurbarán se dedicó a este género con cualidades semejantes a las de su padre, pero su carrera se vio interrumpida al morir por causa de la peste que asoló Sevilla en 1649.Los años finales de la década de los cuarenta fueron desgraciados para el pintor, porque el cambio de gusto pictórico y el descenso de clientes institucionales originaron la desaparición paulatina de su prestigio y de los encargos importantes, aunque en esas fechas su taller trabajó con intensidad para el mercado americano. Esta situación, las desgracias familiares y el hundimiento económico de Sevilla le impulsaron a abandonar la ciudad hacia 1657 y trasladarse a Madrid, buscando probablemente la ayuda de Velázquez. Residió en la corte hasta su muerte en 1664, pero su suerte no cambió, porque la sobria espiritualidad de su arte ya no interesaba en los nuevos tiempos.
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El concilio tiene, desde el primer momento, el carácter de un tribunal, en el que se enjuicia duramente la actuación de los Pontífices, y un objetivo decidido: la condena de los dos Papas; el tono general es violentamente contrario a la autoridad del Pontificado. No es una asamblea deliberativa, ni se producen discusiones, todo transcurre en medio de una sorprendente unanimidad; cualquier disidente es apartado de la asamblea. Al día siguiente de la apertura, los dos Papas fueron declarados contumaces y advertidos de deposición si no comparecían ante la asamblea. Enseguida comienzan a producirse protestas aisladas por la orientación del concilio; el 19 de abril presentaron oficialmente su protesta, que fue acogida entre burlas, los representantes del rey de romanos: dos días después, en medio de un gran escándalo abandonaron Pisa. Pocos días después se produjo otra protesta inglesa, aunque en tono menor. Tampoco lograron mejor resultado las gestiones de una embajada aragonesa que, durante dos meses, hasta el 22 de mayo, trabajó para impedir que se actuase contra Benedicto XIII ofreciendo su renuncia si, simultáneamente, se producía la de Gregorio XII. El concilio redactó una acta de acusación, integrada por 37 artículos, y nombró una comisión encargada de probar aquellas acusaciones a las que, en el curso de la sumaria investigación, añadió 10 nuevos capítulos. Sobre Pedro de Luna y Ángel Correr recaían, entre otras, las acusaciones de herejía y "fautoria" de cisma, junto a otras simplemente fantásticas, que les hacían acreedores a la deposición. El tono de la acusación incluía inverosímiles ataques personales que recuerdan otras campañas anteriores contra Bonifacio VIII o Juan XXII. La condena de los dos Pontífices, y la consiguiente deposición, fue pronunciada el 5 de junio de 1409. Inmediatamente comenzaron los preparativos para la nueva elección; el sector más radical del concilio propondrá la previa realización de la reforma "in capite et in membris", una profunda reforma de la cabeza y los miembros de la Iglesia; es la primera vez que tal requerimiento, motivo de una gran controversia en el Concilio de Constanza, es presentado de modo oficial. En esta ocasión se impuso sin dificultades la elección en primer término. Pocos días después llegó una embajada de Benedicto XIII que fue recibida, el día 14, por una comisión de cardenales; no se aceptó intervención alguna de los embajadores: únicamente se les dio lectura de la sentencia conciliar pronunciada el día 5. Al día siguiente, al tiempo que los embajadores pontificios abandonaban la ciudad, los cardenales entraban en cónclave. Los votos recaían, el 26 de junio, sobre el cardenal Pedro Philargès, arzobispo de Milán, que adoptaba el nombre de Alejandro V. Su origen cretense permitía pensar que, quizá, tuviera mayores posibilidades de acercamiento a la Iglesia oriental. De Florencia y Siena proceden las primeras adhesiones; le reconoció inmediatamente Francia y Luis II de Anjou, que consideró el hecho como el primer paso de grandiosos proyectos italianos. Con alguna lentitud le reconocieron algunas diócesis y principados alemanes; en agosto, espectacularmente, Venecia abandonaba a Gregorio XII y reconocía al elegido en Pisa; en octubre se produjo el reconocimiento inglés, aunque su efectividad va tomando cuerpo a lo largo del año 1410. La elección de un tercer Papa, con importantes adhesiones, pero muy lejos del reconocimiento general, supuso un quebranto de las otras obediencias, especialmente de la romana. Sin embargo, Gregorio XII retrasaría todavía varios años su dimisión y Benedicto XIII, con el apoyo de Escocia y de los Reinos hispanos, se disponía a resistir. El revolucionario intento de terminar con el Cisma había dado lugar a un cisma tricéfalo, disipaba la esperanza de una abdicación de los Papas y, lo más grave, estaba haciendo nacer Iglesias nacionales autocéfalas. Al día siguiente de la elección de Alejandro V cayó sobre él una lluvia de peticiones de beneficios, a los que fue respondiendo en las siguientes semanas. Francia y el duque de Borgoña reciben lo más sustancial de unos beneficios que recaen, principalmente, en quienes más duramente habían combatido el sistema de provisión de beneficios. Mayor gravedad ofrecía el programa de reformas que le es presentado; en conjunto significaba desmontar la obra de construcción de la Monarquía pontificia que había acometido el Pontificado durante su estancia en Aviñón; de ser aceptado tal programa, el Pontificado perdería su formidable plataforma fiscal y la posibilidad de conferir un gran numero de beneficios. El objetivo final de estos reformadores era un Pontificado pobre y carente de influencia, es decir, sometido a las Monarquías. Alejandro V se defendió como pudo, resistiendo en lo más importante -annatas y servicios, cuya renuncia impediría el funcionamiento de la actual administración-, pero dejando en la pugna una parte de la autoridad pontificia. Renunciaba a numerosos ingresos, al derecho de provisión de muchos beneficios y, paralelamente, distribuía alegremente beneficios entre los más destacados conciliares. Los proyectos de reforma, cuya realización parecía requerir la previa elección de un Pontífice, hecho que había convencido a muchos para dar un paso de tanto riesgo, se evaporaron inmediatamente. Sólo celebró el concilio dos nuevas y anodinas sesiones en las que se tomaron vagas disposiciones de reforma y se anunció la celebración de un nuevo concilio, al cabo de tres años, cuya sede ni siquiera se anunciaba. El 7 de agosto de 1409 se clausuraba el Concilio de Pisa.
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La obra, en conjunto Como ya se ha dicho, al comienzo de este estudio preliminar, la obra de Cieza de León ha estado desconocida en su conjunto durante mucho tiempo, hasta el punto de que lo único que le dio fama con las repetidas ediciones de la misma fue precisamente esta Primera Parte, sospechando muchos estudiosos que el plan que él esboza y dice que va haciendo, o ha terminado, nunca lo acabó. Incluso Prescott, como veremos, creyó que la Segunda Parte, o Señorío de los Incas, no era de él (pues ni lo sospechó), por la confusión que existe entre los anglosajones (y también franceses y alemanes) entre el por y el para, según estudiaremos más adelante. Por esta razón, aunque dediquemos una especial atención a la Primera Parte, que en la presente edición estudiamos y editamos, es conveniente que veamos cómo fue la obra en conjunto del cronista, para juzgar de su ciclópeo intento, que llevó a cabo con singular diligencia y enorme esfuerzo, casi inconcebible, con una tenacidad y sacrificio -en muy poco tiempo- que a las generaciones actuales deja estupefactas. Trataremos, pues, en este apartado, de la obra total, para que el lector juzgue de lo importante de la empresa literaria y cronística de Cieza, aunque a nuestro intento sólo interese, en esta edición, la Primera Parte, y en el plan editorial de esta colección sólo la Segunda, vulgarmente conocida como Señorío de los Incas, dejando fuera de nuestro proyecto las partes restantes. Planeó su obra Cieza con un extraordinario rigor lógico. No nos cabe duda que cuando recibe del Presidente Gasca la orden o encargo, ya tenía mucho escrito, quizá como un a modo de memorias o notas tomadas de sus largos años desde Cartagena (por donde entró, según él mismo nos dice varias veces en esta Primera Parte), que constituirán algo así como el prólogo de su gran obra. Quizá -diríamos seguramente? Gasca le encomendó algo así como una crónica (al estilo del tiempo) de lo que había sucedido desde la sublevación de Gonzalo Pizarro, que sería un memorial de los hechos del Presidente, pero redactado por otra persona, lo que permitiría a ésta el prodigar elogios, que el propio protagonista no hubiera considerado discreto decir de sí mismo, si lo hubiera redactado. Pero Cieza, cuando recibe la comisión -y es ésta una idea que siempre he tenido y expuesto40- se resiste a comenzar una cosa nueva, dejando sus notas y folios ya escritos, como algo independiente, intuyendo con clarividencia que todo estaba íntimamente enlazado, y que el éxito transitorio de Gonzalo sobre Blasco Núñez Vela está vinculado a la contienda anterior, y ésta con el sangriento enfrentamiento de pizarristas y almagristas, desde su primer capítulo en la Batalla de las Salinas, a las puertas de Cuzco... Pero que este enfrentamiento nace de las querellas limítrofes por la disputa de Cuzco, entre los dos grandes capitanes (Pizarro y Almagro), lo cual sucede porque se ha descubierto el Perú y lo ha conquistado. ¿Es el Perú una tierra como las anteriores, del Caribe y Tierra Firme, habitada por indios casi miserables, que ni edificaban ni formaban organizaciones como la de los aztecas, o por el contrario, sí era como éstos? Cieza comprendió que había que decir cómo era la tierra y cómo eran sus pobladores, y las grandes cosas que habían hecho. Y así, en madura pero rápida reflexión, vio que lo que había escrito hasta su entrada al Perú, con la hueste de Belalcázar, en ayuda de Gasca, podría ser la primera parte de la que titularía Crónica del Perú, pues prácticamente ya tenía escrita la que luego llevaría por título Guerra de Quito, a la que habría que añadir algunas noticias, que iba recogiendo sobre la marcha, desde su llegada a Lima, después de Jaquijahuana. Es por esta razón por la que, en el proemio de esta Primera Parte, ya puede anunciar la estructura de toda la obra. Elaboración y estructura. -Después de las reflexiones hechas de cómo llegó a planear toda la obra, veamos, por lo que él mismo nos dice en su obra, cómo fue concebida y elaborada. Ya en el comienzo esboza lo que va a ser, quizá, como venimos diciendo, porque ya en parte lo tenía escrito. Digamos, por adelantado, que toda la obra iba a ser titulada Crónica del Perú, por lo cual a la que ahora editamos la llamó Primera Parte, y si en el curso de nuestra colección seguimos con toda la obra de Cieza41, el título que será conservado será el de Crónica. El plan, que los sucesivos descubrimientos de manuscritos han comprobado que se realizó, era el siguiente: I. Primera parte de la Crónica del Perú. A modo de introducción, puesto que arranca desde las tierras colombianas y los sucesos de ellas, hasta enlazar con Belalcázar y la hueste que el Gobernador de Popayán conduce para auxiliar al Presidente Gasca. II. Segunda parte. Del señorío de los yngas Yupanquis. Cuyo título es más amplio, como veremos, y que es la lógica introducción histórica, como se indicaba anteriormente, que explique qué fue lo que se conquistó. III. Tercera Parte. Del descubrimiento Y conquista deste reino del Perú. IV. Las guerras civiles del Perú. Que en su testamento llama "personales", dividida en cinco libros. Arrancando de las discordias entre conquistadores (almagristas y pizarristas), sin que ello signifique rebeldía contra la Corona, pero que son la semilla del espíritu levantisco y combatiente de las gentes del Perú. Estos cinco libros, de desigual fortuna en su conocimiento por parte de los historiadores, hasta el punto de que aún no han sido publicados todos, son los siguientes: LIBRO I. La Guerra de las Salinas. Entre almagristas y pizarristas, por la disputa sobre la ciudad del Cuzco, finalizada en la batalla de este nombre, ganada por Hernando Pizarro, y subsecuente muerte de Almagro, ejecutado. LIBRO II. La Guerra de Chupas. Historia de la rebelión de Almagro el Mozo y su fin en la batalla de este nombre, por obra del Gobernador Vaca de Castro, que en realidad era el fin de la rivalidad entre pizarristas y almagristas. LIBRO III. La Guerra de Quito, es la narración del transitorio éxito de los sublevados, y la desgracia de Blasco Núñez Vela. LIBRO IV. La Guerra de Huarina, realmente de la campaña de este nombre, que precede -por obra del Presidente Gasca- al final de las guerras civiles, comprendidas en esta Cuarta Parte. LIBRO IV. La Guerra de Jaquijahuana, con el aplastamiento de la rebelión42. Pero el afán de Cieza, que, como veremos, tenía ya en el telar, y casi concluidas las partes integrantes de su obra, no descansaba en tomar notas, en seguir informándose, hasta el momento mismo de salir del Perú, y quizá después, ya en España, y por eso añade aún dos Comentarios, de los que Jiménez de la Espada43 dice no haber sabido nada, pero cuyo contenido se conoce hoy. El primero sobre los hechos que pasaron en el reino del Perú después de fundada la Audiencia hasta que el Presidente -se refiere a Gasca- salió de allí, y el segundo a los acontecimientos subsiguientes, estando ya Gasca en Panamá, hasta la llegada del Virrey Antonio de Mendoza en el año 1551. Es evidente que estos últimos hubo de redactarlos ya en España, puesto que como vimos por sus datos biográficos, había regresado en 1550. Hoy sabemos que las dudas de Prescott sobre la realización del plan de la obra, suponiendo que el autor de la Crónica del Perú44 había muerto sin realizar parte alguna del magnífico plan que con tanta confianza se trazara, no eran acertadas, pues no sólo Cieza en la Primera Parte, que ahora editamos, afirma en muchos lugares45 que sí ha podido llevarlo a cabo -es decir, escribir la totalidad de la obra? sino que, paulatinamente, han ido apareciendo las diversas partes, editándose por separado. Si pensamos que Cieza no llega a cumplir los cuarenta años, y que a lo sumo llegó a tener (según pensamos que nació en 1518 o en 1520) treinta y seis, asombra su capacidad de trabajo y su rapidez en redactar. Hubo de robar horas al sueño y al descanso, lo que no es una suposición, pues en la dedicatoria de esta Primera Parte, afirma que ... muchas veces, cuando los otros soldados descansaban, cansaba yo escribiendo, lo que nos lleva a los comienzos de su estancia en Indias, y no sólo a los más sosegados tiempos -pese al trajín de los viajes al Alto Perú- posteriores al triunfo de Gasca, porque habla de soldados, lo que él ya no es -o no se siente como tal- en la época final de su estancia en América. Tenemos pues, ya, dos aspectos importantes de la obra y manera de escribir de Cieza: el plan y la tenacidad constante en redactar, tomar notas. Veamos otro aspecto muy importante: su estilo. Muchos fueron los "escritores de Indias" que, como Cieza, no dejaron pasar la ocasión de informarse, y de poner lo que sabían en el papel, y lo hicieron de muchos modos, en prosa y en verso, pero la mayoría de las veces sin cuidado estilístico alguno, fabricando empachosos textos, en que la novedad de lo que cuentan hace legibles, pero no la galanura del estilo. Quizá esto explique el éxito de Garcilaso, culto y elegante en su estilo, no rebuscado, pero con esa difícil facilidad de los buenos escritores. Cieza, medio siglo antes que Cervantes, usa ya un castellano castizo, claro, rotundo, suelto, que no exige una segunda lectura en ningún momento, para ser entendido. A la vez que narrativo, expositivo, va intercalando comentarios y reflexiones, y no pesa nunca su amplitud minuciosa y prolija. Este estilo es hijo de su método y racional ordenación de la materia, ya que al tiempo que narra sucesos, explica el entorno geográfico y cuenta cómo son las gentes, sus costumbres, sus vicios y virtudes, su economía. Planificación y redacción se entremezclan. Difusión y conocimiento de la obra de Cieza. -Ya hemos insistido suficientemente en que la obra de Cieza quedó desconocida por mucho tiempo, tanto que en su edición de 1853 Enrique de Vedia da por perdida la mayor parte de ella, diciendo: ... Por desgracia para las letras sólo gozamos la parte primera que es la impresa, habiéndose extraviado y perdido cuanto en su continuación escribió Cieza, que no sabemos si llegó a concluir su trabajo...46. Pero también sabemos que gran parte de la obra se ha salvado, aunque su conocimiento haya sido tardío, salvo el Libro de la Guerra de Huarina y el de Jaquijahuana, aunque las noticias que hoy tenemos permitan abrigar la esperanza de que acabará pronto la incógnita que aún ensombrece el conocimiento total del trabajo de Cieza. Dejando para un parágrafo exclusivo todo lo relativo a la difusión de la Primera Parte de la Crónica del Perú, que ahora se edita, veamos el destino de los manuscritos (verdadero calvario) y la cronología de la reaparición de los mismos y su progresiva edición. Es gracias a Miguel Maticorena y a quienes le ayudaron en su búsqueda en los archivos hispalenses, que podemos saber el camino que tomaron los originales de Cieza a partir del momento en que muere, "las peripecias de los manuscritos", como Maticorena denomina al periplo de lo que dejara el cronista, partiendo precisamente de la última voluntad de éste47. Cieza manda que... por quanto yo escreuí un libro, digo tres libros, de las guerras civiles del Perú, todo escrito de mano, guarnecidos en pergamino, que guarda en un escritorio, donde hay otras relaciones y papeles, que se saque por sus albaceas todo lo que hay en dicho escritorio y se dejen en él los tres libros indicados, se pongan dos candados pequeños, y se deposite el escritorio, con acta de escribano, en el monasterio de Las Cuevas de Sevilla, o en el que decidan sus albaceas, y que no se publique los manuscritos hasta quince años después de su muerte, porque su lectura, antes de este tiempo, podría causar daños a las personas de las que se habla en ellos. Si se cumplieron estos requisitos testamentarios no lo sabemos, pero sí que no debieron los albaceas ser muy cumplidores, porque las noticias que tenemos no hacen referencia a que estuvieran custodiados como el testamento mandaba, ni que se hubieran entregado al padre Bartolomé de las Casas, como en el mismo se ordenaba, ya que éste, que sí utilizó la Primera Parte, no hace alusión a manuscrito alguno, ni en su obra hay rastro de que conociera su contenido o existencia. Fray Pedro Aguado, cuando estuvo en España entre 1575 y 158348, que había utilizado la Primera Parte, que tanto concierne al Nuevo Reino de Granada, que estaba historiando, pudo ver los manuscritos de la Cuarta Parte (Guerras Civiles), pero ya en 1629 León Pinelo da por perdidos los originales. Ya años antes había comenzado el trasiego, pues parece claro que el Consejo de Indias sabía de la existencia de la obra y dónde estaba, porque por Real Cédula de 29 de noviembre de 1563 se ordena al inquisidor de Sevilla, Andrés Gascó, que la entregue (se habla de dos libros) al Consejo de Indias, así como papeles de Gonzalo Fernández de Oviedo. Parece que el Inquisidor hizo oídos sordos, porque en 1566 una nueva Real Cédula49 ordenaba a sus herederos -pues él había muerto- que cumplan la orden so pena de una multa de diez mil maravedís. Quizá el inquisidor los había tenido en depósito, siendo su propietario Rodrigo Cieza, hermano del cronista y cura de Castilleja de la Cuesta (Sevilla), que debió hacer la entrega entre 1566 y 68, al Consejo de Indias. El Consejo los dio a su vez a Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo del Consejo y no los devolvió, comenzando Rodrigo Cieza sus reclamaciones, alegando que fue despojado de los manuscritos. Sus gestiones tienen relativo éxito -al menos oficial- porque por Real Cédula de octubre de 1568 se ordena que muerto Alonso de Santa Cruz- se devuelvan a Rodrigo Cieza los manuscritos, pues éste quiere imprimirlos. Nada se debió hacer, porque en años siguientes Rodrigo Cieza continúa insistiendo, y en los documentos que hay sobre el particular se afirma que los manuscritos están en poder de Juan López de Velasco, del Consejo de Indias, procedentes del arca de Santa Cruz, con lo que llegamos a febrero de 1568, en que el cura de Castilleja sigue reclamando, e incluso pide que el alguacil ponga en la cárcel a López de Velasco, hasta que haga la devolución. Que Cieza, hermano y heredero de Pedro, no consiguió su objetivo, parece probarlo el que el original de la Segunda Parte o Señorío de los Incas, conservado en El Escorial, lleva una anotación, en letra de la época, en que se dice que procede "De las relaciones del tiempo de la visita", refiriéndose sin duda a la larga visita o inspección realizada por Ovando al Consejo de Indias entre 1567 y 1570. Pero la prueba definitiva que nos persuade de que no salieron de este Consejo es la utilización sin límites que hace del escrito de Cieza -como veremos en el apartado siguiente- el cronista de Indias, nombrado en mayo de 1596, Antonio de Herrera y Tordesillas. Y ya no hay más pistas sobre el destino de los manuscritos, aunque, como veremos en el siguiente parágrafo, Herrera se lucró de ellos. Admitido esto, provisionalmente, tenemos pues que el primer descubridor de lo que dejara en su encandado escritorio Cieza, es Herrera, a fines del siglo XVI. Habrían de pasar tres siglos para que se fueran, poco a poco, exhumando los textos del cronista. Fue Obadiah Rich, librero anticuario, el que dio noticia50 de haber visto en Madrid la Segunda y Tercera partes del manuscrito, tomando por esta última a lo que realmente era el Libro Tercero o Guerra de Quito, de la Cuarta Parte. Este libro lo tuvo Ternaux Compans. Desde 1896 pertenece a la Biblioteca Pública de Nueva York. La Segunda Parte o Señorío de los Incas, empieza a revelarse a finales del siglo XIX, por una inconclusa edición de Manuel Toribio González de la Rosa, y por la edición de 1880 de Marcos Jiménez de la Espada. En el estudio preliminar de esta Segunda Parte, que aparecerá en esta misma colección, nos detendremos más en ella. La Tercera Parte comenzó a conocerse también por obra de don Marcos, en 1897, completándose su conocimiento gracias a las dosis avaramente proporcionadas a la ciencia americanista, sin demasiada prisa, por el cuidadoso investigador peruano Rafael Loredo51. Ya vimos que respecto a los cinco libros de la Cuarta Parte, y los Comentarios, se duda mucho de que llegaran a ser terminados éstos y los de Huarina y Jaquijahuana. Entra en escena, para dar a conocer La Guerra de Las Salinas y La Guerra de Chupas otro erudito, al que debe mucho la ciencia histórica española, don Feliciano Ramírez de Arellano, Marqués de la Fuensanta del Valle, que en 1877, en la Colección de Documentos inéditos para la Historia de España (tomo LXVIII), publica el primero de ellos. En 1881, en la misma Colección (tomo LXXVI) se editaba el segundo. Sabido es que esta colección documental -que incluye, como vemos no solamente documentos, sino crónicas- fue dirigida también por don José Sancho Rayón. Para conocer al editor del tercer libro -La guerra de Quito- volvemos al maestro Jiménez de la Espada52, que comenzaba a publicar este libro en una edición extraordinaria por el magnífico Prólogo, en que hace el más profundo estudio y análisis que sobre el cronista se ha realizado, y que sigue siendo guía insustituible para saber de él. Lamentablemente la edición sólo aportaba los primeros 53 capítulos. Otro importante historiador tomarla el relevo, y subsanaría la falta de los restantes capítulos: Manuel Serrano y Sanz. Este erudito, autor de importantes investigaciones americanistas, edita en 1890 la totalidad de La Guerra de Quito, en el tomo XV de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, y dentro de ella el segundo de Historiadores de Indias. No cabe duda de que si este lento aparecer de la obra completa de Cieza no hubiera ocurrido, es decir, si tras la publicación en 1553 de la Primera Parte, que hoy volvemos a editar, se hubiera continuado por sus herederos o albaceas la serie, la fama que hoy tiene Cieza de "Príncipe de los cronistas del Perú", se hubiera acuñado desde el siglo XVI, y probablemente hubiera servido de modelo a muchos otros, tanto que sin haberse editado, sus manuscritos fueron saqueados. Si hay que buscar una culpa -valga la acusación-, ésta corresponde a los escrúpulos del propio Cieza, que ordenó a sus albaceas que esperaran quince años para dar a luz los escritos que ya tenía concluidos. Nadie puede prever el futuro y aunque su hermano, el cura de Castilleja, insistió ante el Consejo de Indias -con afán de editar los manuscritos, como las Reales Cédulas atestiguan- comenzaría la peregrinación de que hemos hecho mérito. Plagios y seguidores.-La incierta fortuna de los manuscritos, como hemos visto, desembocaría en la mayor empresa histórica americana del Consejo de Indias, cuando se encargó al Cronista del mismo, Antonio de Herrera y Tordesillas la redacción de la historia del Descubrimiento y conquista de las Indias, que él titularía cuando la redactó, Historia de los hechos de los castellanos en Tierra Firme e Islas del Mar Océano. Don Antonio Ballesteros, en su estudio preliminar a la edición de esta obra por la Real Academia de la Historia53, muestra cómo Herrera hizo llegar a sus manos todos los libros editados, y gran parte inéditos, de que se sabe que entre ellos se contaban los papeles de Fr. Bartolomé de las Casas y muchos de la Real Cámara. Quizá entre éstos se contaron los de Cieza. Como se sabe, por los documentos relacionados con las reclamaciones de Rodrigo Cieza, y las cédulas despachadas para que Santa Cruz y López de Velasco devolvieran los libros incautados por el Consejo de Indias, en los inventarios posteriores éstos no figuran. Pese a ello, lo cierto es que Antonio de Herrera los conoció, pues se lucra de un modo total de la obra de Cieza, sin citarlo, sin decir que lo que presenta como suyo, en relación con el Perú, no es otra cosa que obra ajena. Lo más que hace (y porque la Primera Parte estaba impresa) es decir Este Pedro de Cieza es el que escribió la historia de las provincias de Quito y Popayán, con mucha puntualidad, aunque (contra lo que se debe esperar de los príncipes), tuvo la poca dicha que otros en el premio de sus trabajos. Herrera, pues, plagia inconsideradamente a Cieza. El primero en localizar este hecho es Jiménez de la Espada, en el estudio preliminar a La Guerra de Quito54, cuyas palabras es mejor copiar que glosar. Dice así: Ninguno de los historiadores de Indias, sin embargo, ha llegado donde Antonio de Herrera en esto de apropiarse los trabajos ajenos... el Cronista de Castilla y mayor de Indias, sobre haber incurrido en otras comisiones semejantes55, se atrevió a sepultar en sus Décadas una crónica entera y modelo en su clase, y con ella el nombre de un soldado valiente y pundonoroso, los afanes y desvelos de un soldado honrado y de elevada inteligencia y una reputación de historiador más grande y bien ganada que la suya56. El plagio de Herrera, suponiendo que no hubiera intentado corregir algo, fue tan descarado y -podemos decirlo- tan indiscriminado que al repetir lo escrito por Cieza llega a reproducir palabras de él, en que se queja de los padecimientos y autoalaba su empresa, por el servicio del rey y el interés de todos, y del esfuerzo de su trabajo. Copiemos, como lo hace Jiménez de la Espada, algunos de estos pasajes, que Herrera reproduce y que no pudo -a poco que hubiera puesto atención- atribuirse a sí mismo en primera persona: Y verdaderamente yo estoy tan cansado y fatigado del continuo trabajo y vigilias que he tomado, por dar fin a tan grande escritura, que más estaba para darme algún poco de contento y gastar mi tiempo en leer lo que otros han escrito, que no es proseguir cosa tan grande y tan prolija. En otro lugar vuelve Cieza sobre ello: Y hago a Dios por testigo de lo que en ello yo trabajo, y cierto, muchas veces determiné de dejar esta escritura, porque ya casi ha quitado todo el ser de mi persona trabajar tanto en ella, y ser por ella de algunos no poco murmurado... Baste ya de Herrera y pasemos a los seguidores. Estos, naturalmente usan lo que era conocido, o sea la ya impresa Primera Parte. El padre Las Casas, ignorante sin duda del testamento de Cieza, y que nunca tuvo en sus manos los manuscritos que, de no ser publicados, le iban destinados, aprovecha en su Apologética las informaciones de Cieza, así como cosmógrafos posteriores, como Jerónimo de Girava, Santa Cruz y el geógrafo -que tanto se resistió a devolver papeles? López de Velasco. Como hemos visto, a fines del siglo XVI comienza en España, en el Consejo de Indias, un afán historicista acerca de las Indias, y de lo que en ellas hicieron "los castellanos", cuyo mejor ejemplo es Antonio de Herrera. Es este un modo o moda que dura todo el siglo XVII, con el padre Bernabé Cobo, Antonio Solís y muchos más. Quizá a esto se deba, aparte de sus méritos literarios, el auge y fama de la obra del Inca Garcilaso, creador de la aureola del Incanato. Asombra la memoria de este mestizo ilustre para presentar, con términos exactos de la lengua quechua, la brillante estructura del Tahuantinsuyu o imperio de "Las Cuatro Regiones"; pero no todo el mérito hay que achacárselo a esta memoria y su documentación, sino también a su búsqueda de informes sobre las cosas de su tierra, y Cieza fue una de las fuentes que utiliza, pero más honesto que Herrera, lo cita muchas veces en sus escritos. No podemos consignar en la lista de sus seguidores a los que editaron sus obras -cuyo mérito ya ha sido hecho en parágrafos anteriores- sino a los que se aprovecharon de ellas como fuente. Entre ellos cuenta el primero, en el siglo XIX, el por tantos motivos benemérito y asombroso investigador57 norteamericano Guillermo Prescott. Este conseguía sus fuentes -disponía de saneada fortuna- por medio de corresponsales, uno de ellos Obadiah Rich, que le proporcionó una copia del Señorío de los Incas, probablemente de la conservada en El Escorial (como veremos en la edición de esta obra de Cieza, en esta misma colección), que por la equivocación, ya indicada anteriormente, del por y el para atribuyó al Presidente del Consejo de Indias, Sarmiento, que fue el mismo que en 1563 había reclamado al inquisidor Gascó un libro de "Zieza". Era la copia para el Presidente. Prescott (1847) usó liberalmente de esta crónica, que como vimos luego editaría Jiménez de la Espada. Información y documentación.-Si a Cieza se le titula "Príncipe de los cronistas" es precisamente por el caudal de información que brinda en cada una de las cuatro partes de su obra, y por la seguridad de veracidad que respiran sus escritos en cada página. Podemos dividir sus fuentes de información en tres tipos: a) Personales, de su propia observación y experiencia; b) Encuestador o inquiridor, y c) Documentales. Añadamos que sometió a revisión sus originales (no la obligada del permiso de impresión) ante personas que juzgó competentes. En este último extremo sabemos que en septiembre de 1550, en Lima, entregaba a Hernando de Santillán (que también escribió sobre la materia) y a Melchor Bravo de Saravia su manuscrito -que había terminado el 8 de ese mes- para que lo vieran. Lo mismo hizo con lo que tenía escrito de la Tercera y Cuarta Parte. Uno de los tipos de fuentes, quizá el más importante, es el que hemos calificado de Personal. Especialmente en la Primera Parte, que ahora ve nuevamente luz pública, siempre va por delante su testimonio, no solamente de sucesos -que interesan al historiador-, sino de paisajes (que interesan al geógrafo) y de productos de la tierra, en los reinos vegetal, animal y mineral. Y también cómo son los habitantes, sus costumbres, buenas o malas -a juicio del cronista, con mentalidad del siglo XVI-, como, por ejemplo, el canibalismo o el "pecado nefando", todo lo cual es inapreciable botín informativo para el antropólogo. Viajeros hay muchos en el curso de la Historia, desde la monja Roswitha a Benjamín de Tudela, que han informado de lo que ven, o narran cosas que les "han contado", generalmente las más maravillosas. La curiosidad de los siglos XV y XVI es ávida de noticias exóticas, y por ello tuvieron tanto éxito las ediciones de las cartas de Pedro Martyr de Anghiera y su Décadas de Orbe Novo, así como las Cartas de Relación de Hernán Cortés, o el Sumario, de Gonzalo Fernández de Oviedo. Como lo había tenido el falsario autor que se enmascaró con el nombre de Sir John de Mandeville (Mandavila, en castellano) con sus fantásticos y apócrifos viajes por todo el mundo. Cieza -lo hemos dicho, y lo han dicho muchos autores fiables- es un hombre honesto, honrado, que escribe para que su Rey -lo repite mucho- sepa lo que sus vasallos han hecho en las Indias, y para que los españoles sepan igualmente cómo son las tierras indianas, que si ricas, para hacerse con ellas hay que sufrir grandes penalidades. Como lo que narra Cieza, a él mismo le parece extraordinario -exótico decimos hoy58- no quiere solamente contarlo o describirlo, sino que, convencido de la confianza que le harían los lectores, en cada caso afirma que lo vio con sus ojos. Y esta frase es la que emplea él mismo, como veremos. Las frases de Cieza, aseguradoras de que lo que narra o describe lo vio, son frecuentes. Un ejemplo que ha servido mucho a los arqueólogos modernos59, es lo que dice de su curiosidad de ver el ídolo que había en Cacha (él dice Cachan), lugar que hoy se llama Racchi: Yo pasando por aquella provincia, fui a ver este ídolo, porque los españoles publican y afirman que podría ser algún apóstol, y aún a muchos oí decir que tenía cuentas en las manos, lo cual es burla, si yo no tenía los ojos ciegos60, porque aunque mucho la miré, no pude ver tal ni más de que tenía puestas las manos encima de los cuadriles...61. En otra ocasión, hablando de los indios payaneses, dice y una cosa noté, porque infinitas veces lo vi con mis propios ojos... o asegura lo cual yo vi cuando íbamos a juntarnos y yo digo lo que vi; o afirma de tal o cual cosa que lo vio en todas las partes de las Indias que yo he andado. En una palabra, Cieza es un testigo de visu, que cuando informa afirma que es experiencia o conocimiento personal. Este "yoismo" no le abandona, o no lo olvida, en ningún caso, hasta cuando lo que asegura se le ha informado o narrado. Con lo que pasamos al segundo aspecto de su información, el que he llamado encuestador. Este se manifiesta especialmente en la Segunda y Tercera Parte, porque ni él vivió en los tiempos incáicos, a los que dedica su Señorío de los Incas, ni él tomó parte en las expediciones descubridoras y de conquista. Pero incluso en la Primera Parte, en que tiene que dar información de latitudes y situaciones, procura tener información segura, y bien claramente lo dice en el Capítulo V de esta Primera Parte, al hablar de distancias y latitudes, en que al tiempo que afirma yo he estado, dice que para mayor seguridad había consultado con pilotos y navegantes, que son -en la mentalidad pragmática de los conquistadores- los que saben de estas cosas. Del mismo modo -lo cual trataremos más ampliamente en la edición del Señoría- en 1550, en Cuzco, reúne a Cayu. Tupac Yupanqui, descendiente de Huayna Capac, y a otros orejones y capitanes, para conocer del origen de los incas y de la organización del Imperio. En cuanto al tercer aspecto, documentación, Cieza la obtiene de dos formas, la primera utilizando los papeles que le dio el Presidente Gasca (de cuyo orden en anotarlo todo lo que sucedía, se hace lenguas), y la segunda utilizando su calidad de cronista en las Indias nombrado por el mismo Gasca, y las recomendaciones para que se les abrieran los archivos oficiales. Los corregidores de Potosí, La Plata y Cuzco le facilitaron la consulta de los papeles, así como los notarios de estas poblaciones. No ocultó Cieza la liberalidad o interés de Gasca en facilitarle papeles, y en el Capitulo CCXXXIII de La Guerra de Quito, dice textualmente: E sepan los que esto leyeren que el licenciado Gasca desde que salió de España hasta que volvió a ella, tuvo una orden maravillosa para que las cosas no fuesen olvidadas, y fue, que todo lo que sucedió de día lo escribía de noche en borradores quel tenía para este fin, y así, por sus días, meses y años contaba con mucha verdad todo lo que pasaba. E como yo supiese él tener tan buena cuenta y tan verdadera en los acaecimientos, procuré de haber sus borradores y dellos sacar un traslado, el cual tengo en mi poder, y por él iremos escribiendo hasta que se de la batalla de Xaquixahuana, desde donde daremos también noticia de la manera con que escribimos lo que más contamos en nuestros libros62. Aunque no podemos figurarnos dónde pudo leer, o cómo llegaron a su poder libros como la Historia de Fernández de Oviedo, lo cierto es que lo cita -llamándolo Hernández- en el Capítulo LII. Tuvo, pues, Cieza toda la escrupulosidad necesaria a un historiador, pero... con las dificultades en que hubo de desenvolverse en Indias. Suponemos que hubo de hacer retoques en España, pero también, como en toda su vida, con prisa, con apremio, con los pocos años de existencia que le quedaban, como él mismo debía suponer, por la enfermedad que le minaba y que le llevaría a la tumba. Valor y significado de Cieza como cronista.-Aunque parezca una disquisición bizantina, no lo es la distinción entre cronista e historiador, aunque en ocasiones el que escribe sea a la vez las dos cosas. Recordando lo que era el cargo de cronista y lo sigue siendo63 hasta el presente. Cronista es el que narra lo que va sucediendo (así aún hablamos de los "cronistas de sociedad", a quienes nadie llamaría historiadores), y tal era el cargo que en Castilla existía desde la Edad Media, y cuando las Indias fueron descubiertas y ocupadas, acabó creándose, dentro del Consejo de Indias un cargo similar. Rómulo D. Carbia ha estudiado suficientemente el tema y a él nos remitimos64, aunque este autor yerra al creer que Fernández de Oviedo fue el primer cronista oficial de Indias. Siguiendo una tradición castellana consagrada, es por lo que Gasca designa a Cieza cronista en las Indias, con la finalidad -y por ello le da sus papeles, de que Cieza hizo traslado, como vimos- de que narre lo que ha sucedido en el Perú, desde que los castellanos entraron en aquella tierra. Cieza, en cierto modo, se extralimitó, introduciendo todo lo relativo al Señorío de los Incas, por el sentido lógico historiográfico de que ya hemos hecho mérito. Sentados estos conceptos nos encontramos con que Pedro Cieza de León fue simultáneamente cronista (de aquello que había vivido y conocido personalmente), pero también historiador de lo que supo por informaciones, por consultas o por papeles que se le dieron. El se incorpora con Belalcázar a las huestes realistas cuando ya Pedro de la Gasca llevaba tiempo en la tierra peruana. Contaría de allí adelante lo que él vivió -cronísticamente- pero lo anterior históricamente. Y en los dos aspectos fue maestro. Copiemos lo que la autoridad, todavía indiscutible, de Jiménez de la Espada escribe de esta faceta, la más importante, de la obra de nuestro escritor: Ejercitó nuestro cronista, ciertamente, sus grandes cualidades de historiador en ésta65 como en la primera parte de su obra; aunque, a decir verdad, en ambas lucen en primer término el tino con que observa e investiga, la animación y propiedad con que describe y la facilidad con que su pluma discurre por donde se te antoja. Mas cuando aquéllos se mostraron con toda su virtud, fue al entrar ya de lleno en el asunto capital de su crónica: los ecos de los conquistadores, y especialmente sus guerras intestinas..., donde para juzgar y discernir lo criminoso de lo heroico, lo justo de lo malo, era preciso ser dueño de una prudencia consumada, una imparcialidad a toda prueba, una intención sanísima, un juicio perspicaz y reposador, y una cabeza y voluntad de hierro. Leída la magistral opinión de don Marcos, no cabe añadir mucho más. Pero si comparamos a Cieza, por ejemplo, con Miguel de Estete o con Zárate, que cuentan, a veces sin demasiada exactitud, lo que vieron, pero sin valorarlo, como periodistas poco experimentados, y farragosamente, sobresale el juicio de Cieza, que al tiempo que hace la exposición narrativa de sucesos, hace crítica de ellos, afirmando una fe muy castellana en el valor de las instituciones (audiencias, virreinatos, adelantamientos, leyes, etc.) para poner orden en la anarquía de las pasiones desatadas, por la codicia o por la emulación, creada por lo que él llama "guerras personales". Valor y significado de la obra de Cieza como fuente.-No parece necesario insistir sobre el tema, porque ha quedado suficientemente claro en las líneas que llevamos escritas, pero no sobra que lo digamos. Jiménez de la Espada repite continuamente que de tal o cual suceso o noticia de las Indias, Cieza goza de primacía cronológica absoluta, y esto es totalmente cierto: él es el primero que escribe sobre los sucesos de la Nueva Granada y de los conflictos entre las jurisdicciones de los conquistadores, hasta la trágica muerte de Robledo, y también el primero que describe las gentes y las tierras, desde Cartagena de Indias y Cenú hasta Popayán. Todos los que escriben después se nutren de sus noticias. Así lo han estimado autoridades científicas modernas, como Hermann Trimborn66. Y si esto es ciertísimo, no nos cabe la menor duda sobre lo relativo a los Incas, ya que, aunque desconocida por siglos su obra sobre el Señorío de los Incas, es también la primera que trata de un modo sistemático y no superficial lo que fue la organización e historia del pueblo rey del Tahuantinsuyu. Lo mismo cabe decir de lo relativo a las Guerras Civiles entre los castellanos y la rebelión provocada por las Leyes Nuevas y el dramático final de los encomenderos y conquistadores sublevados, a las órdenes de Gonzalo Pizarro. Como cronista es la fuente principal, y Pedro Pizarro, movido por rencores familiares, y los demás, sólo aportan precisiones sobre tal o cual cosa, sin desmentir lo fundamental trazado por Cieza. Juicios sobre la obra de Cieza.-Podíamos emitir un juicio personal -que ya lo venimos emitiendo- sobre Cieza, verdadero "Príncipe de los cronistas", pero para proporcionar una visión de cómo han ido opinando las grandes autoridades peruanistas de la ciencia histórica repasemos los términos en los que ellas se fueron manifestando. Veamos estos juicios. Jiménez de la Espada -comencemos por el primero que se dedicó a exhumar la obra de Cieza-, al corregir la suposición de que Cieza no había concluido su obra, afirma: Su crónica está hecha, el magnífico plan67 realizado, y el reino que conquistó don Francisco Pizarro, cuenta con la historia mejor, más concienzuda y más completa que se ha escrito de las regiones sur americanas68. Espigando opiniones, vemos que Luis Baudin, en su Imperio socialista de los Incas, opina que la obra de Cieza es una especie de Baedeker (guía turística, con explicaciones científicas) del Perú de su tiempo; el británico Markham.69 lo califica del ... más grande y muy ilustre entre los historiadores del Perú, y del ... más valioso de todos los escritores relativos al Perú. Luis Alberto Sánchez, considera a Cieza el más completo de todos los cronistas, por la extensión y alcance de su obra y por su estupenda objetividad70. Aranibar71, el minucioso editor de El Señorío de los Incas, resume su juicio diciendo: Es mérito del organizado espíritu de Cieza haber trazado a mediados del XVI un primer esquema de la historia peruana. Concibió una correcta y balanceada72 crónica general, donde Oviedo o Las Casas hicieron amasijo; y casi elevó a historia lo que antes de él, en manos de Mena, Xerez, Estete o Sancho no pasó de relaciones y noticias. Y es lo más curioso, quizá, que resultara fecundo su programa a pesar de no haber publicado de sus escritos otra cosa ... que la Primera Parte, o crónica del Perú. Probablemente el juicio más autorizado, por la calidad del que lo hace, sea el del gran historiador peruano Raúl Porras Barrenechea, muchas veces invocado para afirmar la calidad Y valía de la obra de Cieza. Copiemos lo que dice: Admira como en una época tan convulsa como la de 1548 a 1550, en que estuvo Cieza en el Perú, haya podido escribir obra de tan sólida armazón, documentación tan segura y verídica, y de tanta madurez, sobre la historia e instituciones del Imperio73. No había antes de Cieza sino escasos y dispersos apuntes en los cronistas sobre la historia incaica... El avance realizado por Cieza de esos desordenados y escasos datos a la obra orgánica y definitiva que es el Señorío de los Incas, produce en el terreno histórico el mismo efecto de un brusco salto a la cadena de las especies biológicas. La historia del Incario nace adulta con Cieza. Cerremos esta lista de juicios, que podríamos aumentar mucho más, con el que sobre la persona del cronista hace Maticorena74, editor de la documentación sobre la estancia de Cieza en Sevilla, como ya vimos: Estos documentos encajan perfectamente en el contorno vital de Cieza, en una vida corta, oscura y diligente, fecunda y fatigosa, proyectada en una búsqueda interior llena de armonía y equilibrio, pero contenida por una resignación sencilla Y melancólica.
contexto
La obra: Manuscritos y ediciones La edición de la obra de Juan Rodríguez Freyle, debida al estudioso Mario Germán Romero y publicada por el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá en 1984, constituye la última noticia, hasta hoy, acerca de los manuscritos y ediciones conocidos de El carnero. Como afirma el investigador citado, no se conoce hasta el momento el manuscrito original de Rodríguez Freyle, pero se conservan varias copias, de las cuales las dos primeras reseñadas están en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Son éstas el manuscrito de Ricaurte y Rigueyro, copia del año 1784, y el de del Castillo, de 1875. Los demás son los siguientes: Manuscrito del Colegio de San Bartolomé, de 1793; Manuscrito de propiedad del padre Jaime Hincapié Santamaría, probablemente del siglo XVIII; Manuscrito de Sierra y Espineli, copia hecha en Tunja en 1812, y Manuscrito de Yerbabuena, en el que al final de la Introducción aparece una nota, escrita en letra y tinta diferentes de las del texto, que dice: Copiado y enmendado en algo e ilustrado con algunas notas por el presbítero Miguel Espineli en Tunja, año de 1810, que lo copia de otro manuscrito bien trabajoso. Este de Yerbabuena, encuadernado en cuero, tiene una leyenda, al reverso de la pasta anterior, que dice: Bade de Domingo Acosta, y en la posterior se lee: Soy de Dn. Ignacio Vergara. Según Romero, para las guardas se utilizaron dos hojas de un libro de cuentas de la Hermandad del clero de Tunja, 1809-1810, de la cual era mayordomo tesorero el presbítero Antonio de Guevara. Dicho manuscrito comprende La Introducción, veinte capítulos, catálogos de los gobernantes y arzobispos y prebendados de Santafé, un Suplemento e ilustración de esta historia, el índice y un Discurso que aludiendo a la necesidad de la historia forma en obsequio de un amigo otro que se precia de serlo, fechado este último en Santafé el 6 de enero de 1819. Romero advierte, por último, que en el manuscrito de Yerbabuena hay seis cambios de letra y que en su texto se advierte la supresión de numerosos párrafos, sobre todo aquellos que contienen consideraciones morales, con que el autor pretende dar al relato un carácter ejemplarizante. Parece lógico preguntarse, a la vista de tales advertencias, por qué Romero eligió --él no lo aclara-- este manuscrito para su, por lo demás, valiosa y muy cuidada edición de El carnero. Mario Germán Romero proporciona también la relación completa de las ediciones publicadas, hasta la suya, de la obra de Rodríguez Freyle. La primera fue hecha por don Felipe Pérez en Bogotá, Imprenta de Pizano y Pérez, 1859, precedida de un interesante estudio del libro por el editor, en el que éste, tras explicar el título de Carnero, afirma que el manuscrito utilizado por él --cuyo paradero se desconoce-- es uno que merece la mayor fe por su antigüedad; pues está escrito en letra pastrana y tiene tales caracteres de vejez, que bien pudiera ser el manuscrito autógrafo. La segunda edición fue la de don Ignacio Borda, de 1884, que añade el Catálogo de los arzobispos y prebendados que han sido de la iglesia metropolitana de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1569 que fue erigida en metropolitana basta el presente de 1638, en que se cumplen los cien años de la conquista de este Nuevo Reino. Seis años después, en 1890, el propio Borda hizo la tercera edición, que reproduce la anterior. La cuarta es de 1926, sigue el texto de la primera y fue hecha por Germán Arciniegas. En 1935 aparece la quinta edición, con prólogo y notas de don Jesús M. Henao, que también reproduce el texto de la primera, aunque actualiza la ortografía y divide algunos párrafos muy largos. La sexta edición, incluida en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, es de 1942 y reproduce la anterior. El Ministerio de Educación Nacional colombiano publicó en 1955 la séptima edición de El carnero, con arreglo al texto manuscrito de 1784. Seis años después, en 1961, apareció la traducción inglesa de la obra, hecha por William C. Atkinson. La octava edición fue publicada en 1963, en la Biblioteca de Cultura Colombiana; reproduce el texto de la primera impresión y fue hecha por el doctor Miguel Aguilera, quien en 1968 reprodujo la anterior y la publicó en la Editorial Bedout con su estudio y otro de Oscar Gerardo Ramos. Después, en el mismo año 1968 aparece la edición de la Biblioteca Schering Corporation U.S.A.; en 1975, la del Círculo de Lectores, con introducción de Rafael H. Moreno-Durán; en 1979, la de la Biblioteca Ayacucho, con prólogo, notas y cronología de Darío Achury Valenzuela; y, por último, la de 1984, ya citada, con introducción y notas de Mario Germán Romero17. En cuanto a nuestra edición, primera que se publica en España, debo manifestar que sigue el texto de la primera, a través de la publicada por Aguilera en la Editorial Bedout. Sin embargo, se han corregido las erratas y malas lecciones de ésta, así como la puntuación, con objeto de hacer más comprensible el texto para el lector actual. Debe tenerse en cuenta, a este respecto, que la presente edición no va dirigida exclusivamente al lector erudito y especializado, sino a toda clase de lectores, tanto americanos en general --sobre todo no colombianos--, como, y principalmente, españoles. Por ello, aun aprovechando no pocas de las anotaciones hechas por el doctor Aguilera, se prescinde de otras, excesivamente eruditas para éstos, y se añaden también otras notas, que facilitan la comprensión del texto.
contexto
A partir del día 7 de diciembre de 1941, en que tiene lugar el ataque contra la base de Pearl Harbor, se desencadena con extrema rapidez el despliegue militar japonés sobre el espacio del Pacífico. Durante las primeras etapas del mismo fueron las fuerzas de la Commonwealth las que debieron enfrentarse -y finalmente retirarse- ante el empuje nipón. Pero el ataque dirigido contra el archipiélago filipino había de constituir la primera ocasión en que se enfrentaron directamente los adversarios que habían de contender durante los siguientes cuarenta y cuatro meses: los Estados Unidos y el Imperio japonés. Los norteamericanos mantenían en el país, desde el momento de su obligada cesión por España en 1898, una especie de protectorado que no era ocultado por unas aparentes formas de independencia. Esta circunstancia había hecho nacer entre la población filipina un creciente malestar dirigido en contra de esta dependencia. Un estado que ahora la propaganda japonesa trataba de instrumentar en su favor. Al igual que hacía en el resto de los países asiáticos colonizados por las potencias europeas, Japón se presentaba como liberador de las nacionalidades oprimidas, y encontraba así unas condiciones favorables entre amplios sectores de opinión que le sirvieron para facilitar su conquista y fortalecer de forma inicial su presencia en ellos. La isla de Luzón, la mayor y más próxima al Japón dentro del conjunto filipino, fue el objetivo de los primeros ataques organizados por el Alto Mando militar de Tokio. Estos dieron comienzo en las horas centrales del día 10 de diciembre de 1941, saldándose rápidamente con los mejores resultados por medio de un impetuoso avance que no pueden contener ni las fuerzas filipinas ni las norteamericanas que luchan a su lado. El general Mc Arthur solicita entonces de Washington permiso para bombardear la isla de Formosa, desde donde partían los ataques enemigos, pero su petición no es tenida en cuenta y debe decidir una apresurada retirada hacia el sur en busca de lugares adecuados donde hacerse fuerte. Mientras tanto, Manila, la capital, soporta intensos bombardeos, lo que obliga al almirante Hart a retirar de sus bases a la flota de guerra norteamericana allí apostada. Con ello, esta zona vital queda absolutamente desguarnecida y abierta a la acción de los invasores. McArthur ha llegado para entonces a la pequeña península de Batán, que se convertirá, junto con la isla de Corregidor, en el único foco de resistencia durante varios meses más. El día 2 de enero de 1942 termina el asedio de Manila, y el XIV Ejército japonés desfila eufórico por las avenidas de la capital al mando del general Homma. Esta simbólica conclusión de la conquista había de verse, sin embargo, oscurecida por la presencia de aquellos dos exiguos enclaves, que se convertirían en objetivos prioritarios a anular por parte de los vencedores del momento. La situación dominante en el interior de la península de Batán no puede ser, por otra parte, más negativa. El enclave se encuentra defendido por un total de 65.000 soldados filipinos y alrededor de 15.000 norteamericanos, en general deficientemente pertrechados y peor entrenados. Las pérdidas sufridas a lo largo de los combates habidos superaban ya para entonces la cifra de 13.000 hombres, y los que todavía resistían se encontraban físicamente agotados y moralmente debilitados. Sin embargo, justamente una semana después de la caída de Manila, el primer ataque japonés lanzado contra esta posición será enérgicamente detenido por la artillería, en la misma forma en que lo es el emprendido durante la noche del siguiente día 12. El avance nipón se convierte así en algo especialmente dificultoso, a pesar de la gran diferencia existente entre ambos contendientes en cuanto a los medios de que disponen. Los japoneses no cesan de incrementar sus efectivos humanos y materiales, mientras que por el contrario Mc Arthur no consigue obtener nuevos aprovisionamientos, a pesar de la insistencia manifestada ante sus superiores en los Estados Unidos. Pero, por el momento, los sucesivos ataques lanzados por los japoneses en los últimos días del mes de enero solamente supondrán un elevado número de bajas causadas por la acción de la artillería de los resistentes. Ello hace que el mes de febrero sea dedicado a la reparación de los daños sufridos, a la espera de que el angustioso clima reinante en el interior de la posición acabe por entregársela en un breve plazo de tiempo. En efecto, las deficientes condiciones materiales existentes son marco de los permanentes enfrentamientos que se producen entre filipinos y norteamericanos. Los primeros acusan a los segundos de someterles a un trato desigualitario, situándoles en los puestos de combate más peligrosos y entregándoles ínfimas raciones alimenticias. Al mismo tiempo, la propaganda japonesa actuaba por medio de un persistente lanzamiento de folletos en los que se exhortaba a los nativos al abandono de la resistencia. Esto haría nacer un extenso sentimiento de entreguismo entre el contingente de filipinos, que el mando norteamericano se vio obligado a anular de la forma más drástica. Mc Arthur tiene ya por entonces clara conciencia de la real imposibilidad de resistir durante más tiempo, pero trata de prolongar la situación con ánimo de mantener a los japoneses ocupados en una acción concreta e impedir, siquiera parcialmente, su avance. Para entonces, ya han caído sucesivamente las colonias británicas de Hong Kong, Birmania y Malasia -con la ciudad de Singapur- y la holandesa de Indonesia. Japón se manifestaba así como el dueño absoluto de la situación, y miraba amenazante hacia la India y Australia. Finalmente, el día 10 de marzo de 1942, una orden del Presidente Roosevelt decide la retirada de Mc Arthur y su estado mayor hacia Australia. Desde allí tomaría el mando absoluto de las fuerzas que estaban organizándose para pasar a la contraofensiva, una vez detenido el avance enemigo. En el momento de emprender la marcha, el general dirige un breve discurso a sus fuerzas, y lo concluye con la célebre expresión "Volveré", que a partir de entonces iba a servir como consigna tanto para los movimientos de resistencia interior como para la acción liberadora que se emprende desde el exterior. Quedan así en el enclave sus defensores, que -lo saben ellos tanto como sus adversarios- solamente deben esperar el momento de una nueva ofensiva, en este caso la definitiva. El ataque se inicia el 3 de abril, mediante una operación de cerco que no se encuentra ya con los mismos grados de resistencia mostrados hasta entonces. La ocupación de Batán es de esta forma una mera cuestión de tiempo. Los bombardeos se incrementan día a día, hasta que durante la jornada del 9 explotan los depósitos de combustible que aprovisionaba a los cercados. Esto impide ya de forma definitiva la continuación de la resistencia, por lo que se impone el hecho consumado de la rendición. Comienza a partir de entonces el largo martirio para los sobrevivientes -64.000 filipinos y 12.000 norteamericanos- que en medio de las más espantosas condiciones son obligados a recorrer la isla de Luzón camino de los campos de concentración que les esperan. Los japoneses tratan a los vencidos con la más extrema brutalidad, fomentando el incremento de muertes debidas al agotamiento o la enfermedad producidas por los malos tratos recibidos y la carencia de alimentos y atención médica. También parece haber llegado la hora para el enclave de Corregidor, que obviamente no puede subsistir sólo, una vez caído el de Batán. Sin embargo, a pesar de las circunstancias, la pequeña isla se mantendrá libre durante cuatro semanas todavía. Los japoneses, decididos a terminar con esta mínima resistencia que les impide completar la conquista del archipiélago, lanzan sobre ella enormes cantidades de munición, que el día 4 de mayo llegan a suponer una cifra superior a los 16.000 proyectiles. Las condiciones en que se desenvuelve la precaria existencia de los defensores no pueden ser más difíciles en todos los planos. A ellas viene a unirse la extrema dureza de los combates entablados, que en algunos casos llegan a producirse directamente cuerpo a cuerpo. El día 5 de mayo, una vez terminado el masivo bombardeo, los atacantes efectúan un gran desembarco contando con carros de combate. Esto decide ya de forma definitiva al general norteamericano Wainwright a la rendición. La enorme desigualdad de fuerzas en presencia ponía de manifiesto de la forma más evidente la imposibilidad de realizar cualquier esfuerzo destinado a resistir. Los prisioneros capturados se unen a sus compañeros de Batán en los campos de concentración, aunque en este caso el trato que reciben de los vencedores es menos duro que el soportado por éstos. Mientras tanto, comienzan ya a organizarse en las zonas selváticas los iniciales núcleos de resistencia, formados tanto por civiles filipinos como por los soldados de esta nacionalidad que consiguen huir de sus centros de prisión. Habían sido necesarios cinco meses para la conquista del archipiélago, la operación más difícil de su proceso expansivo. La extrema dureza con que los conquistadores tratarían a la población había de servir para anular en muy poco tiempo las esperanzas puestas en la prometida liberación nacional.