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En la época en la que la muerte aparecía como uno de los elementos característicos de la vida cotidiana, resultaba imprescindible disponer todo lo necesario para lograr al fin la tan ansiada salvación. Dada la unánime creencia en la inmortalidad del alma y la vida eterna, lo mejor sin duda era ponerse a bien con el Creador, y de hecho una de las condiciones imprescindibles para ser admitido en los hospitales era precisamente la confesión. En cualquier caso, todos sabían que ante una grave enfermedad debían acudir a la parroquia para que rápidamente se enviase un sacerdote. En procesión solemne, precedido de una cruz, linternas y campanillero, el cura llevaba el viático al enfermo, administrándole la absolución y la eucaristía. La contemplación del cortejo, que evidenciaba el encomiable deseo de un fiel de morir cristianamente, era no sólo un ejemplo a seguir, sino también un recordatorio de la vanidad humana, a lo que todos asentían arrodillándose ante la presencia de la eucaristía. Cuando el desenlace parecía inevitable debía recibirse el último sacramento: la extremaunción. Verdadera preparación pare la partida al más allá, la unción de los moribundos tenía la finalidad de lograr la curación del enfermo, no tanto desde el punto de vista físico (aunque la imaginación popular lo afirmara a veces) como desde el moral. Este aspecto de la remisión final de los pecados fue precisamente destacado por los escolásticos, siendo universalmente admitido en 1274 por el II Concilio de Lyon. Durante la Plena Edad Media el sacramento, sin embargo, distó mucho de alcanzar una difusión masiva. De hecho, la mayoría de los laicos vieron siempre a la extremaunción como un sacramento de nobles, pues en efecto muchos de ellos lo utilizaban como medio de ingreso en una orden religiosa (professio ad succurrendum), solucionando así los espinosos temas de la sepultura perpetua -y hereditaria- y de las oraciones post mortem. Otro problema añadido fue el de la similitud del rito sacramental con los de la ordenación y penitencia pública de la que algunos deducían la irrepetibilidad de la extremaunción. Aunque los autores eclesiásticos afirmaran su iteración, la mayoría identificó al sacramento con el abandono del mundo, rechazándolo o recibiéndolo todo lo más en plena agonía. Respecto a la liturgia de la muerte, alcanzó también en el Pleno Medievo una clara maduración, paralela a la referente a la teología del más allá. Tras el fallecimiento, el cadáver era revestido con una mortaja por la familia, encargada también del velatorio, o bien por una comunidad religiosa, en el caso de que el fallecido así lo hubiera dispuesto en su testamento. Al día siguiente tenía lugar el entierro, precedido de una misa y del funeral. En el caso de los más acomodados, o de que el difunto formase parte de una cofradía, el funeral suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo cortejo con luminarias y la procesión de pobres y plañideras contratados pare la ocasión. El entierro para estos afortunados tenía lugar en el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples descampados donde solían realizarse toda clase de actividades profanas (mercado, juegos, etc.). Desde tiempos inmemoriales la Iglesia había propiciado la oración por todos aquellos difuntos que, no habiendo alcanzado la total expiación de sus faltas, se enfrentaban así a un más que incierto futuro. A partir del siglo XI se generalizó asimismo la absolución solemne de los fallecidos. Ambos rituales implicaban la creencia en una posibilidad suplementaria de perdón, y por lo mismo de salvación, que sin embargo no tenía una clara apoyatura en el texto bíblico. Este vacío sirvió de acicate a numerosos teólogos, que se preocuparon crecientemente por ese lugar intermedio ("locus poenalis", según Pedro Damián) a donde iban a parar las almas de quienes, sin estar condenados por haber recibido la absolución al morir, tampoco habían alcanzado aún la salvación. Surgió así, a lo largo del siglo XII, una elaborada teoría del purgatorio que no era sino el resultado de la aquilatación coetánea de la teología penitencial, y en suma de una percepción cada vez más individualizada del destino del alma. La obsesión por lograr a toda costa la salvación, expresada en la creencia en el purgatorio y en la práctica de las indulgencias, sirvió también de fundamento a numerosos ritos pertenecientes a la liturgia de difuntos. Así, según avanza el siglo XIII, son cada vez más frecuentes las llamadas donaciones, mandas testamentarias destinadas a promover la celebración periódica de misas de aniversario.
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Antes de morir, y siempre y cuando sea posible, es deseable que el musulmán se prepare para el tránsito a la otra vida, recostándose sobre su costado derecho y de cara a La Meca, pronunciando la shahada. Cuando el sujeto fallece, una persona del mismo sexo que el difunto procede en primer lugar a lavar el cadáver, empezando por los pies. Después se le amortaja con una tela, generalmente blanca. El siguiente paso es llevar el cuerpo del finado a la mezquita en parihuelas, donde se realiza una plegaria. Después es enterrado en el cementerio, habitualmente fuera de las poblaciones. Las necrópolis musulmanas son un abigarrado complejo funerario, en el que se suceden las tumbas encaladas. Éstas han debido ser construidas en suelo virgen y sin cultivar, sin ningún tipo de edificación, con las tumbas orientadas hacia la ciudad sagrada de La Meca y el cadáver recostado sobre su lado derecho.
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Esta tela es una de las más célebres de Poussin, y sería la que le abriría las puertas de la fama en sus intentos por alcanzarla a finales de los años veinte en Roma. Fue encargada por el Cardenal Francesco Barberini a finales de 1626 y entregada en enero de 1628. Era la primera vez que Poussin abordaba la historia de Roma. El asunto procede de los "Anales" del historiador romano Tácito, el cual narra la muerte de Tiberio Druso Nerón, llamado Germánico por sus resonantes victorias como general contra los germanos. Movido por la envidia y el temor a su popularidad, su padre adoptivo, el emperador Tiberio, le envía a Siria, en donde se gana la enemistad del gobernador Calpurnio Pisón y su esposa Plancina. Fieles al emperador, de quien de seguro reciben la orden, Calpurnio Pisón y su mujer envenenan a Germánico, quien se retira a Antioquía gravemente enfermo, para morir rodeado de sus amigos y su familia. Este momento trágico, el de la expiración, es el elegido por Poussin para crear una composición compleja, a causa del número de personajes implicado y el dramatismo de la escena. Germánico, agonizante, señala con el índice de su mano derecha a su mujer, Agripina, y a sus hijos, a quienes pone bajo la protección de sus amigos. Uno de los militares alza el dedo en señal de venganza ante la injusticia. La obra refleja, muy por encima de sus bacanales y "poesie", el lenguaje barroco del momento. De hecho, si entre sus influencias decisivas se encuentra el sarcófago con los relieves de la "Muerte de Meleagro", obra antigua copiada para el Museo Cartaceo de dal Pozzo, es indudable que Poussin conocía el tapiz de la "Muerte de Constantino" de Rubens, de la serie de tapices sobre el emperador que había sido ofrecida por Luis XIII al Cardenal Barberini en 1625. Por su parte, el colorido saturado refleja la influencia de la Escuela veneciana. También es característicamente barroca la superposición de las figuras y la ausencia de formas definidas. Por primera vez, en lo que será una constante durante toda su vida, Poussin aborda un "exemplum virtutis", un ejemplo moralizante, tomado de la Historia, de lo que los romanos, y con ellos los humanistas, entendían por virtud, entendida como valor, la cualidad principal del héroe. Su tono grandioso, su belleza subordinada a los temas más profundos, como la amistad, la justicia, la muerte... alcanzó un amplio reconocimiento y supuso un punto de inflexión en la suerte artística del pintor francés.
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Es la obra preparatoria del lienzo La muerte de Germánico, proceso del que se conservan varios dibujos. En todas, con ligeras variantes, se repite la misma composición. Entre los detalles más interesantes, los dos personajes que ascienden por una escalera a la izquierda de la escena, habían sido inicialmente plasmados en el lienzo, según se desprende de diversos estudios, y luego eliminados. Además, en el dibujo no se hace referencia al tema de la venganza, simbolizada por el soldado en primer término que, a diferencia del que aquí contemplamos, en el lienzo alza la mano derecha.
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Evoca de nuevo en este dibujo, uno de los más barrocos de Poussin, otro pasaje tomado de Ovidio. Se trata de la muerte de Hipólito, hijo de Teseo y Fedra, excelente cazador y adorador exclusivo de la diosa Diana. Celosa de tan exclusiva devoción, Venus decide castigar a Hipólito haciendo que su madre, Fedra, abrigue un obsesivo e incestuoso amor hacia su hijo. Horrorizado por ello, Hipólito recrimina a su madre su ilícito deseo. En venganza por el rechazo, Fedra se suicida, dejando una nota en que acusa a su hijo de crímenes horrendos. Teseo expulsa a Hipólito de Atenas, quien parte a toda prisa en un carro tirado por cuatro caballos. Lleno de cólera, Teseo pide a Neptuno que le conceda un deseo: que muera su hijo ese mismo día. Neptuno, dado que en su huida Hipólito pasaba junto al mar, envía un gran lobo marino para acabar con él. Asustados los caballos, Hipólito no puede conseguir que sus caballos avancen en línea recta. Por ello, las riendas del desgraciado fugitivo se enganchan en una rama, y el carro va a dar de costado contra un montón de piedras, y se despedaza. Enganchado a las riendas, a la manera griega, Hipólito es arrastrado por los caballos desbocados, y luego lanzado contra las piedras, muriendo en el momento. La puesta en escena que Poussin hace de esta trágica narración es inusitadamente tensa, agitada, con los caballos, por pares, avanzando en direcciones opuestas, los hombres alzando el carro, sujetando las riendas... Como contrapunto, la naturaleza se mantiene calma, impasible, como las dos figuras diminutas que contemplan la escena a lo lejos, ajenas a las pequeñas historias humanas, minúsculas ante su grandeza. A la izquierda se aprecia el templo de Diana ante el que Ovidio sitúa el accidente mortal.
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Por todo lo apuntado, la salud de las soberanas era un asunto que preocubapa y ocupaba a sus súbditos. Así fue con motivo de la enfermedad de la reina Isabel de Borbón en 1644 (31) , que generó la correspondiente procesión de rogativa a Nuestra Señora de Atocha, el día 4 de octubre. Desgracidamente los ruegos no surtieron el efecto deseado y la primera mujer del rey Felipe IV entregaba su alma al Creador el día 6 de octubre. La noticia de su indisposición no llegó a la ciudad de Burgos hasta el día 10. Las autoridades municipales organizaron inmediatamente procesiones y ruegos por la salud de la reina sin saber que llevaba cuatro días muerta. Pero, además, la información no llegó a todos por igual. En Burgos no se supo nada hasta que la reina estaba "muy al cabo" e indirectamente, a partir de la noticia de la celebración en Atocha, comunicada por sus representantes en Madrid. La distancia a recorrer, la necesidad de un día al menos para organizar las oraciones y procesiones con la mayor participación ciudadana eran factores que actuaban en perjuicio de la ciudad a la hora de celebrar actos impetratorios por la salud de la reina. En cambio, el Cabildo ante estas situaciones podía ordenar de forma inmediata las oraciones y procesiones en el templo catedralicio. El Consejo había tenido que informar a las autoridades madrileñas y del santuario de Atocha con antelación. Por tanto entre el 3 de octubre y el 10 transcurrió una semana en la que no llegó a Burgos ninguna noticia, cuando un correo extraordinario podía recorrer la distancia entre Madrid y Burgos en un día. En este caso también se podría hablar de cierto retraso en la llegada de las cartas de los informadores de Cabildo y Regimiento. Conocedores de la situación al menos desde el día 4 sus cartas no se recibieron hasta el día 9 y 10 respectivamente. El rey viudo era el encargado, a través de la correspondiente cédula real, de comunicar oficialmente a sus vasallos la pérdida de su reina. En este caso, Felipe IV mostró sobriamente el sentimiento y el dolor ante la perdida de su esposa y un pesar añadido, el no haberla podido acompañar en su último mal, por hallarse en Aragón ocupado en sofocar la rebelión catalana (32). Gráfico De la misma forma el Regimiento burgalés comunicaba la mala nueva a sus vecinos a través de un pregón repetido en los lugares más concurridos de la ciudad para facilitar su difusión. En ellos se sintetizaba un mensaje ideológico, político y religioso compartido con otro tipo de documentos, cédulas reales, cartas de pésame, sermones, relaciones de honras. Dentro de ese mensaje está presente la convicción absoluta de que la reina está ya gozando de la plenitud celestial, de que su recto actuar y las virtudes que la adornaban habían sido valores decisivos para que hubiese logrado la plenitud de la eternidad. En caso de fallecimiento de una reina se repetían una serie de expresiones destinadas a ensalzar y enaltecer su figura, destacando su "singular piedad", "religión" y sus "altas y esclarecidas virtudes", que eran garantía de su segura salvación. Aludían de forma general a dichas virtudes, sintetizando de esta forma las ricas apologías y generosas semblanzas de las fallecidas que con gran profusión recogían algunas crónicas y relaciones de honras. Este mensaje justificaba la magnitud de la pérdida y, por tanto, la obligación vasallática de homenajear la memoria de la persona real difunta, de rendir pleitesía a quien había personificado esos valores que no morían con ella, sino que debían pasar a ser representados y salvaguardados por sus sucesores. De esta forma, quedaban incluidos de forma perenne y sistemática en este medio de difusión, esparciendo el tono laudatorio y apologético en una síntesis de un programa político y religioso que la monarquía se interesaba en extender. Cuando se producía este desenlace llegaba el monento del homenaje y de la encomendación del alma de la persona real difunta a través de la celebración de unas solemnes honras fúnebres (33) , que se repetían con mayor o menor brillantez en todos los territorios integrantes de la Monarquía Hispánica. Las instituciones receptoras de la misiva real (Regimientos, Cabildos, Universidades, etc) a partir de ese momento se aplicaban con denuedo a la organización de las reales exequias.
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El famoso José Delgado - más conocido como Pepe Hillo - falleció en la plaza de toros de Madrid el 11 de mayo de 1801, hecho que causó una enorme impresión en toda la España de la Ilustración. La sobriedad del conjunto y la distribución de las luces y las sombras hacen de esta estampa una de las mejores de la serie de la Tauromaquia. Con ella se ponía punto y final a la edición que Goya publicó en 1816.