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El papel de la Iglesia en la sociedad española constituyó una de las cuestiones más relevantes en la discusión política desde comienzos de siglo. Pero en una época regeneracionista, se puede decir que el regeneracionismo llegó también al catolicismo. Esto supuso, por un lado, una movilización y, por otro, una actuación utilizando unos procedimientos de una mayor modernidad. De todos modos, polémicas que en otras latitudes habían desaparecido a fines del siglo XIX todavía perduraban en España en tal fecha. El mejor ejemplo puede ser la negativa a actuar en el marco de unas instituciones liberales. Imitando el ejemplo italiano, los católicos españoles organizaron unos Congresos durante la década final de siglo que acabaron extinguiéndose en el mismo año en que Alfonso XIII ascendió al trono, porque provocaban el enfrentamiento con las instituciones de la Restauración. Sin duda, ese persistente integrismo -no debe olvidarse que el término tuvo carta de naturaleza en España- tuvo mucho que ver con la polémica entre clericalismo y anticlericalismo. Al final de la primera década del siglo el integrismo estaba ya en franco retroceso, al menos como organización pero, al mismo tiempo, no se había hecho mucho desde el lado católico para llegar a una movilización de este sector de la sociedad española. En varias capitales de provincia se organizaron grupos políticos católicos que contribuyeron a la independencia del sufragio, pero desde la propia jerarquía se limitó este género de movilización. Lo cierto es que, siendo los dos partidos turnantes ajenos a cualquier intento de persecución religiosa, esa actuación de las masas católicas en la vida pública carecía de sentido y el general retraso de la sociedad española hizo el resto. Un buen ejemplo de esta falta de peligrosidad del sistema de la Restauración para el mundo católico (y de su carencia de modernidad) nos lo proporciona el hecho de que la figura más destacada del mismo fuera el marqués de Comillas, uno de los patronos más conocidos de la época pero todo lo contrario a un organizador de masas, aparte de ser figura muy integrada en el mundo de la Restauración. En materia social, por ejemplo, cuando ya en otros países europeos estaban organizándose sindicatos obreros, Comillas permanecía encastillado en una acción paternalista y caritativa. Sin embargo, en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, aunque al margen del marqués de Comillas, empezaron a surgir organizaciones a las que cabe atribuir la condición de presindicales. El jesuita P. Vicent organizó unos círculos obreros que, aunque en su momento inicial tuvieron un carácter mixto, finalmente se dirigieron tan sólo a las clases humildes; además de ser en su origen instituciones puramente caritativas pasaron a ser, si no reivindicativas, al menos de carácter cooperativo. En los círculos de este tipo se debe buscar el origen del sindicalismo agrario que se difundió sobre todo en la mitad norte de la Península y tuvo allí una perdurable influencia. Fue una medida adoptada por influencia inicial de Maura, pero traducida en norma en 1906 cuando éste no estaba ya en el poder, la que facilitó la existencia de estas entidades que solían tener un componente interclasista o estaban nutridas más que de jornaleros de pequeños propietarios. Los sindicatos agrícolas cumplían funciones de asesoramiento técnico, cooperativa, ahorro y mutualidad social y su afiliación a la altura del estallido de la Primera Guerra Mundial no estaba tan lejana de la de UGT o CNT. En cambio, en el medio industrial el desarrollo del sindicalismo católico propiamente dicho fue mucho más lento. Hubo algunos intentos desde comienzos de siglo, pero sólo en 1907 en Barcelona otro jesuita, el P. Palau, inició propiamente esta tarea que tuvo poca continuidad. En torno a 1910 los dominicos iniciaron una tarea de difusión de un sindicalismo profesional en el que el componente reivindicativo era palpable. Sin embargo, la fecha coincidió con una general actitud de prevención por parte de la jerarquía católica en todo el mundo. En realidad, en España resultó poco menos que inexistente el modernismo como doctrina teológica, lo que resulta una prueba a la vez de ortodoxia y de aislamiento y ausencia de debate intelectual en materias religiosas. El repudio del modernismo de cualquier manera se trasladó desde el ámbito teórico al práctico y poco antes de la guerra mundial, como había sucedido en ocasiones anteriores, fueron cortadas algunas de las iniciativas más innovadoras que habían tenido lugar hasta el momento en este terreno social. En cambio perduró y habría de ser muy significativa una asociación nacida en estos años y que iba a estar conectada con los aspectos modernos del catolicismo español, al menos en el terreno práctico. En 1908 tuvo su origen la que luego sería denominada Asociación Católica Nacional de Propagandistas. La figura más importante relacionada con ella fue Ángel Herrera, que estuvo presente en las más importantes iniciativas del catolicismo español durante el primer tercio de siglo. Lo que caracterizó a la Asociación fue, en efecto, mucho más el activismo que la reflexión doctrinal. Antes de 1914 estaba ya en marcha, a título de ejemplo, la Editorial Católica, que contó con el diario El Debate, buque insignia de una prensa moderna. No fue la única iniciativa aunque sí la más importante y consiguió, en un período relativamente corto de tiempo, que casi en la totalidad de las capitales de provincia hubiera un diario católico.
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La mucha autoridad que Cortés tenía entre los indios Hechas todas estas cosas, se volvió Cortés a Segura, y cada indio a su casa, menos los que sacó de Tlaxcallan; y de allí, por no perder tiempo para la guerra de México ni ocasión en las demás, pues le sucedían tan prósperamente, despachó un criado suyo a Veracruz, para que, Con cuatro navíos que estaban allí de la flota de Pánfilo, fuese a Santo Domingo por gente, caballos, espadas, ballestas, artillería, pólvora y munición; por paño, lienzo, zapatos y otras muchas cosas. Escribió al licenciado Rodrigo de Figueroa sobre ello y a la Audiencia, dándole cuenta de sí y de lo que había hecho desde que fue echado de México, y pidiéndole favor y ayuda para que aquel criado suyo trajese buen recado y pronto. Envió asimismo veinte de a caballo y doscientos españoles y mucha gente de amigos, a Zacatami y Xalacinco, tierras sujetas a mexicanos, y en camino para venir de Veracruz, que estaban en armas hacía días y habían matado algunos españoles al pasar por allí. Ellos fueron allá, hicieron sus protestos y amonestaciones, pelearon, y aunque se templaron, hubo muertes, fuego y saqueo. Algunos señores y muchos principales hombres de aquellos pueblos vinieron a Cortés, tanto por fuerza como por ruegos, a entregarse, pidiendo perdón, y prometiendo no tomar otra vez armas contra españoles. Él los perdonó, y envió amigos; y así, se volvió el ejército. Cortés, por celebrar la Navidad, que era de ahí a doce días, en Tlaxcallan, dejó un capitán con sesenta españoles en aquella nueva villa de Segura de la Frontera, para guardar el paso. Y para asustas a los pueblos comarcanos envió delante todo su ejército, y él se fue, con veinte de a caballo, a dormir a Colunan, ciudad amiga que tenía deseos de verlos y hacer con su autoridad muchos señores y capitanes en lugar de los que habían muerto de viruelas. Estuvo en ella tres días, en los cuales se declararon los nuevos señores, que después le fueron muy amigos. Al otro día llegó a Tlaxcallan, que hay seis leguas, donde fue triunfalmente recibido. Y ciertamente, él hizo entonces una jornada dignísima de triunfo. Había ya fallecido su gran amigo Maxixca con las viruelas del negro de Pánfilo de Narváez, de que hizo sentimiento con luto, a estilo de España. Dejó hijos, y al mayor, que sería de doce años, nombró señor del estado del padre, a ruego también de la república, que dijo le pertenecía. No pequeña gloria es la suya, dar y quitar señoríos, y que tanto respeto le tuviesen o temor, que nadie se atreviese sin su licencia y voluntad aceptar la herencia y estado de los padres. Se preocupó Cortés de que las armas de todos se preparasen muy bien. Metió prisa en hacer bergantines, pues la madera ya estaba cortada de antes de que fuese a Tepeacac. Envió a Veracruz por velas, jarcia, clavazón, sogas y las demás cosas necesarias que allí había de los navíos que echó a pique. Y como faltaba pez, y en aquella tierra ni la conocen ni la usan, mandó a algunos marineros españoles que la hiciesen en una sierra que está cerca de la ciudad.
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La muchacha aparece sentada en una silla y mira hacia el espectador, mientras sostiene un libro entre las manos. Su mirada parece indicar que está reflexionando. Balthus pinta fundamentalmente figuras femeninas y se encuentran solas normalmente en el cuadro. Aunque también hay escenas en las que aparecen varias figuras. Puede parecer que sus obras son totalmente realistas ,sin embargo, de la figura emana un magnetismo que nos hace sentir que el espacio donde está la escena no es real , que toda la escena es irreal., y que de toda ella emana un misterio. El deseo está materializado en la figura femenina y este deseo lo asimila el espectador de una manera totalmente personal. La muchacha del cuadro es Fréderique, la hija de su cuñada y que estaba estudiando dibujo. Balthus en esta época , alrededor de 1953 , abandona París , ciudad donde siempre había vivido, y compra y restaura el castillo de Chassy. Esta es una época de mucho trabajo para Balthus , pinta unas sesenta pinturas y adopta una técnica nueva, la técnica de la pintura al temple y que se caracteriza en que se superponen muchas capas de pintura.
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Los prerrafaelitas se interesaron por mostrar asuntos de la vida moderna, algunos de ellos tratados con la grandeza de la pintura religiosa como en esta ocasión. La muchacha ciega presenta la sosegada expresión de una madonna renacentista, recordando a los trabajos de los maestros anteriores a Rafael que servían de fuente a los integrantes del grupo británico. Millais nos presenta a la muchacha en un magnífico paisaje iluminado por la luz del sol que se muestra tras una tormenta, apareciendo al fondo dos arco iris -de la misma manera que hacía Constable-. La hierba parece transmitir la frescura tras la lluvia, hecho que el crítico John Ruskin consideró satisfactorio. La joven aparece en primer plano, reforzando la sensación de ceguera con la actitud de su lazarillo que se gira para mirar al arco iris mientras que la ciega se queda en una postura estática. El instrumento musical, las flores o las briznas de hierba que la muchacha toca con sus dedos son referencias a los sentidos que la niña sí tiene desarrollados. Las brillantes tonalidades y el exquisito dibujo son elementos identificativos de esta obra, resultando una de las más atractivas del pintor. Como modelo en un primer momento posó Effie, su esposa, pero como no aguantaba posando al sol, Millais tuvo que recurrir a modelos de la localidad escocesa de Perth donde vivía, sustituyendo el rostro. El paisaje está tomado de la región de Sussex, concretamente Wilchelsea.
obra
Los recientes análisis radiográficos efectuados en esta tabla han encontrado variaciones respecto al retrato original que sería de los primeros años del siglo XVI. Los especialistas han llegado a la conclusión de que podría tratarse de una modificación motivada por un cambio en el estado civil de la modelo, posiblemente al enviudar. Esta hipótesis ha traído consigo incluso una identidad para la retratada, considerándose que sería Giovanna Feltria della Rovere, una de las primeras protectoras de Sanzio.La influencia de Leonardo se manifiesta en la posición en tres cuartos mientras que el fondo oscuro ante el que se recorta la dama es un recurso propio ya utilizado en anteriores retratos como La embarazada. De esta manera se concentra la atención en el gesto de la mujer, destacando su personalidad, quedando en un segundo plano los detalles del vestido perfectamente representados. Las manos son el siguiente foco de atención, proyectándolas hacia el espectador y ubicándolas en una posición que refuerza su carácter. El pronunciado escote que exhibe la dama indica su cronología cercana a los retratos de Maddalena Doni o la Dama del Unicornio.
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Dada la unánime creencia en la inmortalidad del alma y la vida eterna, para los cristianos lo mejor sin duda consiste en ponerse a bien con el Creador, y de hecho, en época medieval, una de las condiciones imprescindibles para ser admitido en los hospitales era precisamente la confesión. En cualquier caso, todos sabían que ante una grave enfermedad debían acudir a la parroquia para que rápidamente se enviase un sacerdote. En procesión solemne, precedido de una cruz, linternas y campanillero, el cura llevaba el viático al enfermo, administrándole la absolución y la eucaristía. La contemplación del cortejo, que evidenciaba el encomiable deseo de un fiel de morir cristianamente, era no sólo un ejemplo a seguir, sino también un recordatorio de la vanidad humana, a lo que todos asentían arrodillándose ante la presencia de la eucaristía. Respecto a la liturgia de la muerte, alcanzó también en el Pleno Medievo una clara maduración, paralela a la referente a la teología del más allá. Tras el fallecimiento, el cadáver era revestido con una mortaja por la familia, encargada también del velatorio, o bien por una comunidad religiosa, en el caso de que el fallecido así lo hubiera dispuesto en su testamento. Al día siguiente tenía lugar el entierro, precedido de una misa y del funeral. En el caso de los más acomodados, o de que el difunto formase parte de una cofradía, el funeral suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo cortejo con luminarias y la procesión de pobres y plañideras contratados pare la ocasión. El entierro para estos afortunados tenía lugar en el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples descampados donde solían realizarse toda clase de actividades profanas (mercado, juegos, etc.). Desde tiempos inmemoriales la Iglesia había propiciado la oración por todos aquellos difuntos que, no habiendo alcanzado la total expiación de sus faltas, se enfrentaban así a un más que incierto futuro. A partir del siglo XI se generalizó asimismo la absolución solemne de los fallecidos. Ambos rituales implicaban la creencia en una posibilidad suplementaria de perdón, y por lo mismo de salvación, que sin embargo no tenía una clara apoyatura en el texto bíblico. Este vacío sirvió de acicate a numerosos teólogos, que se preocuparon crecientemente por ese lugar intermedio ("locus poenalis", según Pedro Damián) a donde iban a parar las almas de quienes, sin estar condenados por haber recibido la absolución al morir, tampoco habían alcanzado aún la salvación. Surgió así, a lo largo del siglo XII, una elaborada teoría del purgatorio que no era sino el resultado de la aquilatación coetánea de la teología penitencial, y en suma de una percepción cada vez más individualizada del destino del alma. La obsesión por lograr a toda costa la salvación, expresada en la creencia en el purgatorio y en la práctica de las indulgencias, sirvió también de fundamento a numerosos ritos pertenecientes a la liturgia de difuntos. Así, según avanza el siglo XIII, son cada vez más frecuentes las llamadas donaciones, mandas testamentarias destinadas a promover la celebración periódica de misas de aniversario.
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Incluso la muerte era motivo en la sociedad china para manifestar el nivel económico y social de la familia del difunto. Los funerales solían ser caros, muy vistosos y concurridos. El luto se convertía en una pieza clave de la estructura social, ya que los familiares del fallecido debían vestir determinados colores que simbolizaban su relación con el difunto. De esta manera, el entierro se convertía en uno de los momentos clave para definir la relación interfamiliar, ocasionándose numerosos litigios. En la zona sur de China se hacían dos entierros, uno provisional y el definitivo. En el país de la geomancia, es lógico suponer que la situación de la sepultura se considerara fundamental para determinar el directo influjo sobre sus descendientes, provocando, en algunas ocasiones, los enfrentamientos entre los miembros de la familia. Será el culto a los antepasados uno de los aspectos que consolide con más fuerza el vínculo de parentesco. Una vez al año se visitaban las tumbas ancestrales y era habitual realizar ofrendas a las tablas-espíritu, realizadas en madera, de difuntos de las cuatro generaciones anteriores, registrándose en esas tablas las líneas de descendencia reconocidas. Si uno de los miembros de la familia desarrollaba un comportamiento considerado impropio, era excluido del linaje y su nombre suprimido de las tablas genealógicas.
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Siempre que sea posible, el individuo ha de pronunciar la oración de la sema', la confesión de fe en la unidad de Dios, en los últimos momentos de su vida. Tradicionalmente, su cuerpo debe ser lavado y amortajado con sencillez, antes de ser enterrado. En ningún caso se permite la cremación, pues es contraria a la resurrección. La parte central del funeral es la recitación de la oración de duelo tradicional, el qaddis (santificación), plegaria de alabanza a Dios. Durante los funerales o inmediatamente antes de recibir sepultura el cadáver, el ministro que ejerce como oficiante solicita a cada familiar del difunto que corte un trozo de la vestimenta de éste. Esta ceremonia, llamada keri'ah (corte), recuerda la vieja tradición de rasgarse las vestiduras en señal de duelo. Tras el funeral, que debe celebrarse antes de que haya pasado un día del óbito, la semana siguiente es de recogimiento y dolor para los familiares del difunto, que deben permanecer en sus casas. Todo el tiempo arde una lámpara y el dolor se hace visible en objetos y actitudes: los espejos son cubiertos, no se visten ropas nuevas, etc. Pasado este tiempo, el luto de los parientes se relaja durante el mes siguiente (sheloshim), aunque las muestras de aflicción permanecen hasta que hayan transcurrido once meses. En este periodo, los hijos del difunto o bien la hija mayor asisten a diario a la sinagoga para recitar el qaddis. El difunto es también recordado en el aniversario de su muerte (yahrzeit).
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En Egipto, tras la muerte, el "ka" comparecía ante el tribunal de Osiris para responder de sus acciones. Los que habían cometido malos actos serían castigados, mientras que los justos entrarían en el reino de Osiris, donde llevarían una vida placentera, comiendo y bebiendo, por lo que era necesario dejar ofrendas ante el muerto. Como era necesario un cuerpo en ese otro mundo, los egipcios eran embalsamados con el fin de recuperar el cuerpo incorrupto. Otra fórmula era utilizar una estatua representativa del finado. Para el egipcio es fundamental conservar el cadáver como base sustentadora de la existencia en el más allá. En un principio, los cadáveres fueron enterrados en arena caliente, que los secaba por completo y conservaba, una práctica que siguieron realizando los egipcios pobres. Los egipcios ricos hacían preservar sus cuerpos usando una sal natural llamada natrón. La operación de embalsamamiento duraba 70 días. Comenzaba por retirar los órganos internos, que se descomponían con rapidez, para embalsamarlos por separado y depositarlos en cuatro contenedores especiales llamados canopos. El hueco dejado por las vísceras era rellenado con los objetos más diversos, pues el cuerpo debe conservar la misma forma de que gozó en vida. En el cuerpo sólo quedaba el corazón, con el objetivo de que fuera juzgado por Osiris en la ceremonia llamada el "peso del corazón". Después se envolvía el cadáver con vendas de lino y sobre la cara se depositaba una máscara ornamental para que el espíritu de la momia lo reconociera. El último acto era colocar el cuerpo en las cajas mortuorias, un sarcófago antropoide, y enterrarlo en la que será su casa, donde vivirá el ka del difunto. Los sarcófagos estaban decorados con elaboradas pinturas y jeroglíficos, que debían acompañar al espíritu de la momia en su viaje a la otra vida. En la tumba se colocaban pequeñas figuras parecidas a momias llamadas "shabtis" para que actuaran como sirvientes en la otra vida. También se enterraban los enseres más querido del difunto, así como el Libro de los muertos, rollo de papiro que describía el viaje del alma a la otra vida y garantizaba al difunto una existencia feliz.
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En la religión hindú es costumbre incinerar al cadáver, una tradición que tiene innegables connotaciones rituales y sanitarias. La muerte es considerada una contaminación de la vida, por lo que el mejor elemento para liberar el alma es el fuego, el elemento purificador por antonomasia. Tradicionalmente la cremación se realizaba con madera de sándalo, pero su alto precio actual hace que ésta sólo sea usada por las familias más pudientes, si bien se deposita en la pira funeraria un pequeño trozo a modo de símbolo. El cuerpo de los varones es envuelto en un lienzo blanco, siendo el rosado el color de las mujeres. Tras confeccionar la pira con madera, el cuerpo es llevado en andas por los familiares varones del difunto desde su casa hasta el lugar de la cremación, donde será sumergido previamente en el agua sagrada del río. Llena la boca del cadáver de agua, será colocado sobre la pira por los encargados de la cremación, generalmente miembros de una casta inferior, siendo después tapado con madera. A la cremación asisten habitualmente sólo los hombres de la familia. Los hijos varones del muerto visten túnicas blancas y llevan la cabeza rapada. El hijo mayor deberá rodear la pira cinco veces antes de proceder a prender el fuego. Cuando éste se extingue, las cenizas son arrojadas al río sagrado o bien guardadas por un familiar para llevarlas en peregrinación al Ganges u otro río. Tras la incineración, los familiares del difunto siguen un periodo de luto en el que es importante aislarse socialmente, mostrarse recogidos, y seguir una serie de prescripciones alimenticias, como la de cocer los alimentos en cazos de barro y sobre un fuego hecho en el suelo. Este periodo, que puede durar quince días, finaliza con un banquete familiar. Existen tres supuestos en los que no se lleva a cabo la incineración del cadáver: cuando el muerto es un niño, siendo el cuerpo arrojado al río; si el finado era un enfermo de lepra, pues se considera que su vida de sufrimiento ya hace innecesario purificar su alma; y si se trata de un personaje santo, pues también su vida espiritual hace que no se requiera un último acto purificador.