En 1585, Felipe II abandonó Madrid para dirigirse a Aragón acompañado de buena parte de su corte. Una relación de este viaje da noticia de la bienvenida que "mucha gente comarcana bailando y cantando con mucha alegría" tributó a la comitiva al alcanzar las primeras tierras aragonesas. Llegado el rey hasta los términos, se dio paso a una ceremonia perfectamente organizada por la que, en presencia de Juan de Lanuza, el Viejo, Justicia Mayor de Aragón, "los alcaldes y alguaciles y toda la justicia de Castilla es obligada (a) poner sus varas de justicia en el suelo, según costumbre antigua, porque (Aragón) es otro reino". Aquello no era un simple gesto protocolario, sino que suponía el reconocimiento de la diferencia jurisdiccional del Reino de Aragón, un dominio con instituciones y territorio privativos, como bien mostraba el hecho de que la alta instancia de su Justicia Mayor se acercase a la frontera para recibir al rey de Aragón que entraba en su reino y que, además, lo hacía porque iba a celebrar sus cortes en Monzón, lugar que también solía ser elegido para reunir las correspondientes asambleas de Cataluña y Valencia. Como prueba de lo efectiva que era la división que suponían aquellos "mojones de piedra que enseñan la raya", nuestra fuente insiste en que "si pasare (los mojones) alguno que en Castilla mató a un hombre o debe cantidad de hacienda es libre y no le puede prender la justicia de Castilla". Mucho más, por tanto, que mero protocolo de una corte en marcha. Donde quedaba plasmada a la perfección esta situación de diferenciación de dominios era en el llamado dictado o regia intitulación que daba cuenta de los distintos territorios en los que el rey era reconocido como señor. En el dictado también figuraban otras dignidades que el monarca poseía a título personal y, además, ciertas pretensiones dinásticas sin dimensión práctica alguna, aunque sí de cierto valor simbólico. Así, en el codícílo testamentario de Felipe II, otorgado en 1597, un año antes de su muerte, se puede leer: "Yo Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de las islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, islas y tierra firme del Mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante y Milán, conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol, de Barcelona, señor de Vizcaya, y de Molina, etcétera..." Pocas veces un etcétera parece haber estado más justificado, pues la intitulación completa de Carlos I o Felipe II podía resultar absolutamente prolija y abrumadora caso de llegar a desarrollarse por completo y, por tanto, ya entonces solía ceñirse en exclusiva a reinos, ducados, condados y algunos señoríos considerados de especial importancia. En aras de esta misma claridad expositiva, y dejando a un lado los territorios italianos y borgoñones, señalemos que para finales del siglo XVI se distinguen tres grandes Coronas: Castilla, Aragón y, desde 1580 -hasta 1640-, Portugal. Las tres, a su vez, se dividían en reinos y otros dominios que no por menores estaban menos diferenciados. La Corona de Aragón estaba constituida por los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca y el Principado de Cataluña con sus condados transpirenaicos de Rosellón y Cerdaña. En la Corona de Castilla se integraban antiguos reinos (Castilla y León, pero también se mantenía el recuerdo de los de Galicia, Toledo, Murcia, Sevilla, Córdoba, Jaén...) y señoríos como el de Vizcaya. Fue a esta Corona a la que se añadieron el reino de Granada y los territorios atlánticos (Canarias) y ultramarinos (Indias) a medida que fueron descubiertos y conquistados, así como el reino de Navarra, aunque éste en una situación de agregación que lo particularizaba enormemente. La Corona de Portugal en su dimensión metropolitana aparecía, por su parte, subdividida entre los reinos de Portugal y del Algarve. La complejidad de este mosaico de dominios era inmensa, pues cada uno de ellos mantenía su constitución privativa, lo que se traducía en la existencia de cuerpos legislativos, regímenes jurídicos y aparatos institucionales particulares. Por ejemplo, existía toda una serie de asambleas de Estados o cortes propias que expresaban la diferenciación política de las Coronas y, dentro de ellas, de distintos reinos. Así, en la Corona de Castilla se contaba con unas Cortes de Castilla, a las que terminó por enviar procuradores también la ciudad de Granada, aunque la agregación de Navarra no supuso la desaparición de unas cortes propias que siguieron reuniéndose con normalidad. Dentro de la Corona de Aragón, las hubo en Aragón, Valencia y Cataluña. A su vez, desde 1580, la Corona de Portugal siguió disfrutando del privilegio de reunir sus particulares asambleas de los Tres Estados de Cortes. A la muerte del monarca, su sucesor, que ya había sido jurado previamente como heredero en cada dominio, debía ser reconocido en todos y cada uno de ellos, al tiempo que debía jurar el mantenimiento de todos los fueros y libertades que formaban su antigua constitución. Igualmente, el nuevo monarca pasaba a ocupar un lugar en la particular sucesión monárquica de cada reino, como quedaba reflejado en la numeración que se añadía a su nombre, la cual, llegado el caso, podía diferir de un territorio a otro. Así, por ejemplo, Felipe II, de Castilla, era sólo Felipe I de Aragón o de Portugal y así aparecía en los documentos de las cancillerías y así lo llamaban sus súbditos. Había, pues, un conjunto de comunidades perfectamente diferenciadas en lo político y jurídico, cuya distribución se reflejaba en la existencia de fronteras internas, como esa raya que separaba Aragón de Castilla, cuyo paso suponía -recuérdese la citada relación del viaje real de 1585- entrar en otro reino, otro territorio, otra fiscalidad, otra justicia, otra ley. En los momentos previos a la incorporación de Portugal en su Monarquía y para vencer las resistencias de quienes se oponían a que ocupase el trono de los Avis porque tal cosa supondría la sujeción del reino a Castilla, el propio Felipe II describió de su propio puño y letra la mencionada situación señalando que: "...juntarse los unos reinos y los otros no se consigue por ser de un mismo dueño, pues aunque lo son los de Aragón y éstos (Castilla) no por esto están juntos los reinos, sino tan apartados como lo eran cuando eran de dueños diferentes... se pueden hacer muchas prevenciones de manera que, aunque sean siempre de un mismo dueño, no se junten los reinos, sino que estén apartados". Con frecuencia se elige la exposición de esta peculiar estructura territorial de, parafraseando al propio Felipe II, reinos juntos, pero apartados, como el rasgo más distintivo o definidor de la España de los Austrias. Con la pretensión de evitar confusiones con posteriores situaciones en la historia española, para referirse a ella se usa, generalmente, el término Monarquía Hispánica, que hoy resulta por sí solo evocador de las particulares circunstancias jurídicoterritoriales que se atravesaron durante el período de los Austrias. Asimismo, y con idéntico objetivo de precavido anti-actualismo, para denominar a quien se hallaba al frente de ese mosaico territorial suele usarse la dignidad de Rey Católico que, como la de Cristianísimo para los soberanos franceses, era privativa de los monarcas hispánicos desde 1496. Por último, para hablar del conjunto de los dominios del Rey Católico se emplea también el término Monarquía Católica. Este es un término que, ante todo, resulta apropiado para hablar de la Monarquía en el contexto específico del desarrollo del tema imperial en el pensamiento político moderno. El proceso de confesionalización de los distintos credos (católico romano, luterano, calvinista, anglicano...) en que quedó dividida Europa como consecuencia de la quiebra espiritual que provocó la Reforma, vino a reforzar y actualizar la antigua disputa que se ocupaba de la relación existente entre el Sacro Imperio y las diferentes monarquías occidentales. Podría decirse que éstas habían pugnado por convertirse a sí mismas en imperios, primero, para desasirse por completo de los lazos que aún pudieran ligarlas de alguna forma con el Imperio, teórica cabeza de todos los poderes seculares, de la misma forma que el Papa lo sería en los asuntos espirituales. Pero, además, lo hacían como elemento para rivalizar en la jerarquía y en la escena internacional con otras dinastías; así el Rey Cristianísimo francés contra el Rey Católico hispánico. Y, por último, para intentar robustecer con esta reafirmación su papel al frente de los que pasaban a ser nuevos imperios. En la Monarquía de Felipe II aparecen estrechamente unidas la pretensión de confesionalizar sus dominios sobre la base del catolicismo romano, tal y como éste había sido definido en el Concilio de Trento, y la aspiración a presentarse como soberano de un imperio particular. La política de conciliación con los protestantes que entonces practicaban los Emperadores le sirvió para insistir en su condición de único y verdadero Defensor de la Fe, pues estando la Cristiandad afligida de tantos males -Christianitas Afflicta-, sólo se encontraba él para socorrerla en sus calamidades (turcos, herejes). La propaganda regia insistía, dentro y fuera de sus dominios, en que era Felipe II quien cumplía la función que deberían estar desempeñando los Emperadores y que éstos abandonaron tras la abdicación de Carlos V. Por tanto, el Rey Católico, que había hecho de los enemigos de la verdadera religión los enemigos de sus reinos y había tomado para sí la defensa de los amenazados fieles católicos allá donde estuviesen (Ligue, rebeldes irlandeses, etc.), quedaba elevado al papel imperial, y su Monarquía a una forma de imperio. Esto era lo que, por ejemplo, expresaba con sólo dos versos el jerónimo fray Miguel de Madrid en sus Fiestas reales de justa y torneo: "Pontífice en Italia sólo es Sixto / y Felipe en España, Rey de Cristo". Idéntica sustitución del Emperador por Felipe II como Defensor de la Fe, puesto al nivel de Sixto V como una de las dos autoridades universales, se encuentra trasladada a imágenes en un precioso grabado de Jan Wierix de 1587 en el que es el propio Jesucristo quien pone el mundo en manos de Sixto V revestido de pontifical y de Felipe II armado, a quien le entrega la espada desenvainada que simboliza el poder ejecutor que pasa a tener como representante suyo en la tierra. Al pie del grabado, la leyenda de una cartela lo identifica como el Catholicus. En suma, los términos Monarquía Católica o Rey Católico no fueron el fruto de una contaminación anti natura de lo político y lo religioso efectuada por obra de un fanatizado Felipe II, sino un manifiesto de la consideración de lo que era el poder en el siglo XVI. La mención de esta Monarquía del Rey Católico suele ir acompañada de una serie de calificativos que, como plural o politerritorial, remarcan que era un complejo de territorios caracterizado por la ya mencionada escasa cohesión interna. Esta primera observación casi siempre va seguida del recuerdo de las sorprendentes casualidades sucesorias que hicieron que esos dominios no compactos quedaran asociados, como fruto de la múltiple herencia de los Trastámara de Castilla y de Aragón, los Habsburgo y los Borgoña, bajo el gobierno personal de los miembros de la que acabará siendo rama española de la Casa de Austria. La insistencia en que fue lo sucesorio el factor que creó la Monarquía de los Austrias no debe hacer olvidar que durante el gobierno de Carlos I se produjo la integración, en el mosaico de dominios que éste regía, de nuevos territorios como el Ducado de Milán o algunas de las Diecisiete Provincias de que pasarían a componerse los Países Bajos, así como que la entrega de éstos a Felipe II sólo fue posible después de forzar una gran polémica porque tal cosa suponía desgajarlos del ámbito imperial. El principio sucesorio de la primogenitura era el imperante en las monarquías de la Europa occidental y a genealogías más o menos enrevesadas le deben también mucho las historias de Francia, Portugal o Inglaterra/Escocia entre finales del siglo XV y comienzos del XVII, aunque quizá no con tanto azar como el que parece haberse sumado en la herencia de Carlos I y Felipe II. El que fuera la herencia el justo título teórico para haber ascendido al trono de los distintos dominios de la Monarquía Hispánica repercutía de forma directa en el mantenimiento de la particularidad constitucional de éstos. Heredar así lo exigía, mientras que si un territorio se oponía a reconocer a su legítimo soberano quedaba abierta la vía para la reforma de sus fueros en uso del derecho de conquista. En el caso concreto de la Sucesión de Portugal de 1580, una parte del reino se negó a aceptar a Felipe II como legítimo heredero de los Avis, lo que sería esgrimido en tiempos de Felipe IV para intentar modificar el estatus privilegiado de Portugal dentro de la Monarquía. Como cuando se habla del Sacro Imperio Romano Germánico que, tras la abdicación en Bruselas del emperador Carlos V, regiría la rama vienesa de los Austrias, la sola mención de su pluralidad o politerritorialidad acarrea la asunción de ciertos prejuicios que, en mayor o menor grado y de forma más o menos voluntaria, han terminado por alterar sustancialmente la consideración del valor y la funcionalidad de la Monarquía Hispánica. Historiográficamente, estos prejuicios deben explicarse en el marco del debate general sobre la formación del Estado moderno y el nacimiento del absolutismo, pues han surgido al comparar la Monarquía Hispánica con monarquías nacionales que, como las de los Tudor y Estuardo en Gran Bretaña o la de los Borbones en Francia, habrían venido a marcar las directrices generales de un supuesto modelo teórico de modernización en la organización de la sociedad y del poder político. Como requisito previo a su establecimiento definitivo, los estados modernos habrían necesitado estar asentados sobre unidades territoriales lo suficientemente compactas para que las monarquías, a las que se les reserva el papel protagonista en el proceso, pudieran centralizar de forma conveniente todo el poder en una sola sede, es decir, en sus propias manos, mediante la imposición de un sistema racional de gobierno basado en la extensión de la administración y burocracia dependientes de la Corona. Según esto, la falta de cohesión interna de una monarquía mal articulada como era la Hispánica habría constituido un obstáculo para su evolución y la habría relegado a ser, como el Sacro Imperio, una fórmula retardataria en una Europa de cuyo sendero común estaba condenada a separarse. De ella, en suma, sólo cabía esperar su natural consunción, pues estaba condenada al fracaso, aunque extrañamente parecía resistirse a ello porque, para sorpresa general, esta invertebrada Monarquía perduró hasta el comienzo mismo del siglo XVIII. Como hemos dicho, la historiografía insistía en que sólo las llamadas monarquías nacionales habrían estado en condiciones adecuadas para llevar adelante la centralización necesaria para la formación de verdaderos Estados. En ellas, el protagonismo regio en la consecución del monopolio del poder político podía desarrollarse mejor sobre y gracias a un espacio que no resultaba fragmentario. Sin embargo, recientemente se ha producido un profundo replanteamiento de la cuestión de la centralización política en la Alta Edad Moderna, llegando a ponerse en duda, hasta en el caso de aquellos clásicos modelos de modernización política y social, tanto su supuesta cohesión interna como el grado de implantación de una administración de cuño real. Ahora que el absolutismo de Luis XIV parece no haber llegado casi a las provincias y que las perspectivas escocesa o irlandesa ganan importancia en el estudio del régimen de los Estuardos, ha sido posible preguntarse si la estructura de los antiguos modelos no era también plural y pluriterritorial como la de esa Monarquía de los Austrias que siempre había sido considerada aparte por culpa de su anquilosamiento territorial. Sin duda, una de las novedades historiográficas de los últimos años ha sido la nueva consideración que en la crítica internacional se le ha venido otorgando a la Monarquía Hispánica. Podría decirse que ésta ha dejado de ser una de las excepciones que servían para contrastar los progresos y logros de otras monarquías y se ha convertido en, valga la expresión, un caso central y digno de ser estudiado por las muchas posibilidades que, ahora en positivo, ofrece por sí sola. Constituye un tópico decir que lo que unía al mosaico de dominios distintos de la Monarquía Hispánica era la persona de aquel Rey Católico que a todos ellos resultaba común. Al partir casi exclusivamente de esta premisa que, sin duda, es cierta, y dentro del marco del citado debate general sobre los orígenes del Estado moderno, se ha construido una imagen historiográfica de la Monarquía que aparece volcada por completo hacia el análisis y exposición de la problemática clásica de la centralización política en torno a la institución regia. Según esto, la Monarquía Hispánica estaba, por desgracia, lastrada por cuanto le imponía su esencial pluralidad territorial, pero, eso sí, contaba con un único rey. ¿Y a qué principios podía responder la actuación de éste, sino a los mismos que desarrollan sus iguales en las, más afortunadas, monarquías nacionales? Lo que merecía la pena estudiar era qué medios se siguieron para superar el problema que suponía la pluralidad territorial característica de la Monarquía y cuanto estaba detrás de ella, es decir, las instituciones privativas de ese mosaico casi heredado por azar. Así, ese monarca compartido acabó siendo transformado en el pretendido centro de una constelación de periferias que se resistían a ser arrastradas hacia él. En estas circunstancias, resultaba dudosa cualquier exposición de la práctica de la Monarquía Hispánica conforme a criterios que no pasaran por la pretendida centralización regia, matriz explicativa de todos los conflictos y supuesto eje vertebral de la acción real. Sin embargo, además de por ese monarca compartido, en la práctica casi todos estos territorios estaban igualados por una circunstancia más: eran dominios de un monarca ausente, porque estaba claro que el rey no podía residir en todos ellos.
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La información proporcionada por la Biblia, el libro sagrado del pueblo de Israel, permite una aproximación histórica detallada, más precisa incluso, en ocasiones, que la de las grandes potencias contemporáneas. Sin embargo, la posición ocupada por los judíos en el contexto histórico de su época no debe conducirnos a una deformación elefantiásica. Los orígenes del pueblo están vinculados a los patriarcas pero el proceso de gestación del Estado y su desarrollo se produce en la primera mitad del I milenio. El propio relato bíblico vincula el comienzo de esta fase con el Éxodo. Las circunstancias en las que éste se produce son conocidas únicamente por la fuente judía, síntoma de la escasa importancia que el acontecimiento pudo haber tenido para la corte faraónica. Los cuarenta años que anduvieron errabundos por el desierto pueden tener un carácter histórico, pero es más importante el simbólico, ya que es el momento en que se establece la alianza entre Yahveh y su pueblo, un vínculo especialísimo determinante de la conducta colectiva de los judíos. Esa unión obliga a un monoteísmo radical que entrará en colisión con las prácticas religiosas de los pueblos vecinos, de los que recibirán notables influencias y ese será el fundamento de una controversia que opone el integrismo a la conveniencia política. El triunfo de la ortodoxia tendrá como repercusión universal la consolidación hegemónica de las religiones monoteístas. A finales del siglo XIII los judíos están instalados en las zonas montañosas de Canaán, que ellos llaman la tierra prometida. En contacto precisamente con los antiguos habitantes, sufren un proceso de adaptación, asumen la vida urbana y la escritura, ya en el siglo XI. Su organización tribal reconoce la existencia de lazos superiores sancionados religiosamente en los lugares santos, Siquem, Gigal, Betel y Silo, donde se había albergado el arca de la alianza. No hay instituciones políticas supratribales; sin embargo, las relaciones entre el dios y los hombres están en parte controladas por un individuo que actúa por inspiración divina, es el "juez", que en caso de guerra asume la comandancia militar. El término está muy próximo al sufete, el magistrado de las ciudades que no tienen monarca. La época de los jueces se prolonga hasta finales del siglo XI; probablemente entonces, debido a la presión militar de los filisteos y a la ineficaz respuesta de los jueces, cuaja un movimiento que se venía intuyendo y que tenía como objetivo la instauración de la monarquía. La tradición pretende que el pueblo se la pidió a Yahveh, pero éste respondió negativamente a través del último de los jueces, Samuel. No obstante, la insistencia del pueblo logró que Saúl fuera ungido como primer rey de Israel, acción que abrió una herida profunda entre innovadores y ortodoxos por las implicaciones que tenía la aceptación de un rey distinto al propio Yahveh. A lo largo de toda la historia de Israel, los profetas usarán la impiedad del monarca como instrumento propagandístico que explica las desgracias por el malestar divino. En cualquier caso, la monarquía fue militarmente efectiva, sobre todo durante el reinado de David, lo que contribuyó a su consolidación. El ascenso de David está sometido a una creación legendaria por la cual podemos atisbar que se trataba de un aventurero que prestaba sus servicios a quien lo contratara, pero cuyo carisma fue suficientemente intenso como para lograr la corona de Israel, frente a las pretensiones de establecimiento de un sistema hereditario. David otorga un espacio político a la monarquía, derrotando a los filisteos y a los reinos orientales de Moab, Edom y Amón, y establece la capital, con todo su aparato simbólico, en Jerusalén, una ciudad recientemente conquistada, para evitar las suspicacias de las tribus. A falta de un sistema sucesorio, la herencia real se realiza de forma conflictiva, pero recae en Salomón, uno de los hijos de David, que reinará en la parte central del siglo X. Salomón es el creador de un estado burocrático coherente con las cortes de la época. Es entonces cuando el territorio se divide en doce circunscripciones encargadas mensualmente de abastecer al palacio. Se somete a tributación el desplazamiento de bienes y se organiza el sistema de comercio de largo alcance mediante pactos con los fenicios y quizá también el reino de Saba. También moderniza el ejército dándole un cuerpo de carros y sistematizando los procedimientos defensivos y, por si todo ello fuera poco, exhibe su capacidad de concentración de riqueza afrontando un gasto extraordinario en la construcción de un edificio singular, el templo de Yahveh en Jerusalén, para cuyo embellecimiento no se dudó en contratar la más apreciada mano de obra del momento. En contrapartida, el gasto público requirió la implantación del trabajo obligatorio, la corvea, emblema de la explotación de la mano de obra libre por la capacidad represiva del Estado. Por otra parte, el desarrollo del aparato burocrático se vincula a la creación literaria, en la que destaca el propio monarca como compositor de proverbios y salmos. Lejos, pues, quedaban los tiempos en los que el espíritu del desierto iluminaba a los pastores y a sus tribus. A la muerte de Salomón el reino quedó dividido como consecuencia de las disputas intertribales surgidas del malestar generalizado de la población por la opresión tributaria. Las tribus de Israel nombran rey a Jeroboam, mientras que el sucesor designado, Roboam, ha de conformarse con Judá, síntoma de la precariedad de la monarquía sobre la que aún tiene intervención directa el pueblo. La división de los dos reinos los convierte en presas fáciles para las apetencias de los vecinos: el faraón Sheshonq I aprovecha la ocasión para reinaugurar la intervención egipcia en Asia y, además, Damasco arrebata la mayor parte de las funciones comerciales que Salomón había logrado para su propio reino. A pesar de ello, los reinados de Omri y Ajab, en la primera mitad del siglo VIII, son los más gloriosos, pues consiguen someter de nuevo Moab, contienen a Ben-Hadad de Damasco y participan en la coalición antiasiria que detiene la expansión de Salmanasar III en la batalla de Qarqar. Judá no alcanza una importancia similar a Israel, pero su participación en las empresas comerciales propicia la aparición de un grupo oligárquico cada vez más distanciado de la masa productora, a la que aparentemente corresponde la voz de los profetas, quienes -deseando implantar un régimen teocrático- auguran un castigo divino por el avieso comportamiento de los dominantes y, al mismo tiempo, están preparando las condiciones ambientales para que el pueblo asuma como inevitable el dominio extranjero. Y el brazo de Yahveh serán las grandes potencias imperiales. A lo largo de los siglos VIII y VII, los reyes neoasirios repiten incansablemente el camino que los conduce a través de los pequeños reinos que, sublevados, se niegan a pagar el tributo impuesto. Una y otra vez, desde Tiglatpileser III, los hebreos sufren la presencia de los ejércitos invasores, aceptan los reyes impuestos, e incluso las contaminaciones religiosas que escandalizan a los profetas, convertidos ya en agoreros del futuro inevitable. Las deportaciones se multiplican y el deterioro demográfico reduce la creación de riqueza, de forma que cada vez los hijos de Israel viven peor y la resistencia se hace imposible. La destrucción de Nínive no alivia la tensión, pues Nabucodonosor no está dispuesto a ceder un ápice de los dominios occidentales. Sedecías comete la torpeza de aliarse con el faraón Apries y el monarca babilonio no duda en arrasar Jerusalén en 587. Ezequiel encabeza a los deportados; será la época de triunfo de la influencia sacerdotal que prevalece durante el exilio y el período postexílico. El pensamiento de los judíos de la diáspora, inaugurada en 732, incide en la misma tendencia que culmina en la renuncia a la monarquía, reservada al mesías, y en la instauración de una teocracia dirigida por los sumos sacerdotes, una vez que los persas permiten el retorno a la patria. Será el Gran Rey el que encargue a Esdrás, hacia 425, la redacción de un texto legal de aplicación para todos los judíos que evite los conflictos sectarios. Devuelta la calma, Israel pasó a dominio macedonio prácticamente sin alteraciones. Comenzaba entonces una nueva época.
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La derrota en el campo de batalla de Vogladum (Vouillé) en el año 507, significó un cambio histórico importante en la construcción de las monarquías occidentales. En lo que a nosotros nos interesa, la muerte de Alarico supuso la elección como rey de su hijo ilegítimo Gesaleico, aclamado por algunos nobles visigodos refugiados en la Narbonense. La pérdida de Vouillé obligó al nuevo monarca a replegarse sobre la Narbonense. Las amenazas francas y las ambiciones de Teodorico el Ostrogodo hicieron que las tropas ostrogodas mandadas por el dux Ibbas liberaran la zona de la Narbonense y de la Provenza, obligando a Gesaleico a cruzar a Hispania y establecer la corte en Barcino. Con este fin, Teodorico pretendía asegurar la regencia y tutela durante la minoría de edad de su nieto Amalarico, hijo legítimo de Alarico. Gesaleico se refugió entre los vándalos del norte de Africa pero cuando quiso recuperar el poder Ibbas lo derrotó, capturó y dio muerte en la Gallia en el año 513.
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Fueron los lidios, a finales del siglo VII a.C., los inventores de la moneda al comprobar las ventajas que tenía el empleo de piezas metálicas, con peso y valores fijos, como instrumento comercial. Las monedas más antiguas se cuñaron en el reinado de Giges; eran pequeños discos irregulares fabricados en una aleación de oro y plata. Según Herodoto, el inventor de la moneda fue Creso, aunque se han hallado precedentes monetarios en Asiria, hacia el año 700 a.C. El rey persa Dario también emitió monedas de oro en el siglo VI a.C. Tres periodos pueden configurarse en la numismática griega: arcaico (entre el siglo VII y el año 480 a.C.), clásico (480-323 a.C.) y helenístico (323-27 a.C.). El calco realizado en bronce, la dracma elaborada en plata y el estátero acuñado en oro fueron las monedas identificativas de la Hélade. Cada uno de ellas tenía, a su vez, submúltiplos y múltiplos. La dracma era la unidad del sistema monetario helénico, al mismo tiempo que era unidad de peso. Cuatro dracmas eran un estatéro de plata; una mina equivalía a cien dracmas y 60 minas, un talento ático. Entre las divisiones de la dracma encontramos el óbolo, que equivalía a una sexta parte. Cada una de las diferentes poleis emitía su propia moneda, imprimiendo en ella las imágenes de dioses, animales totémicos o elementos alegóricos, por lo que las monedas se convertían en objetos de identidad de la polis.
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La reforma del sistema monetario llevada a cabo por los almohades marcará notablemente las emisiones monetales del siglo XIII, tanto en al-Andalus como en el Norte de África, manteniéndose los nuevos tipos, aunque con ligeras modificaciones (hudíes, hafsíes, zayaníes, benimerines...) Si la emisión de monedas puede estar condicionada por factores de diversa índole (fiscal, económica, etcétera) el factor político desempeñará un papel determinante en las acuñaciones andalusíes de este período.Las emisiones de los últimos representantes del poder almohade en al-Andalus mantendrán los mismos rasgos de identidad, las mismas características que las de sus predecesores, pero no así las de aquellos que se enfrentaron a dicho poder o abjuraron de su doctrina. Es el caso de Abu l-Ala Idris ibn al-Mansur, gobernador de Sevilla que se levantó en 1227 contra su hermano el califa al-Adil. Proclamado califa con el título de al-Mamun, ya en Marrakech, repudió la doctrina almohade e hizo pública su desvinculación oficial respecto al Mahdi Ibn Tumart, ordenando suprimir en sus dominios el nombre del Mahdi del sermón y de las monedas, y volviendo los dirhames a la forma circular, según atestiguan las fuentes escritas (Ibn Abi Zar), aunque no haya quedado de ello testimonio numismático, conocido hasta la fecha, pues sólo se conoce un dinar o dobla suya anterior a la supresión del nombre del Mahdi, y por tanto como rebelde, antes de que fuera proclamado en Marrakech. En cambio, sí ha quedado constancia numismática de cómo su hijo, Abd al-Wahid II al-Rasid, mantuvo la supresión de la mención al Mahdi en sus primeras emisiones para volver a restablecerla a partir del año 631 H/1233 J. C. Así, en las doblas o dinares anteriores a dicha fecha, la leyenda al-Mahdi Iman alumma (el Mahdi imam de la Comunidad) (I.A.) es sustituida por la de al-Qurán huyyat Allah (el Corán prueba de Dios), y en los dirhames que, aunque con un cuadrado inscrito, son de forma circular, es sustituido el nombre de al-Mahdi por el de al-Rasid: al-Rasid imamu-na (al-Rasid nuestro Imán) (II.A.).También hay testimonios numismáticos contra al-Adil que, poco antes (1224), había protagonizado el gobernador de Córdoba Abd Allah ibn Mummad al-Bayyasi (el Baezano), quien se hizo fuerte en Baeza, llegando a aliarse con Fernando III de Castilla. Abd Allah al-Bayyasi llegó a acuñar moneda de oro (dinar o dobla), sin ceca ni fecha, con las características propias de la moneda almohade, aunque introduciendo nuevas leyendas en los segmentos superiores de ambas áreas, reconociendo al Mahdi e intitulándose amir al-muminin. Asimismo, se conocen acuñaciones de Abu Musa Imran, gobernador de Ceuta, donde se levantó contra su hermano al-Mamun, haciéndose proclamar emir con el título de al-Muayyad y llegando a emitir dirhames cuadrados en los que omitió la mención al Mahdi: (II.A.: el emir al-Muayyad billah / Abu Musa `Imran / descendiente de los emires ortodoxos).La revuelta general que tuvo lugar en al-Andalus trajo consigo el resurgimiento de poderes locales que retirarán su obediencia a los almohades. Este enfrentamiento quedará claramente reflejado en el cuño de las monedas a través de un elemento básico: la eliminación de la mención al Mahdi como Imam, que era característica esencial de las monedas almohades. En su lugar, reconocerán en las leyendas monetales bien al Abbasí (en sentido genérico), bien al califa abbasí reinante o incluso a Ibn Ammihi (ancesto de los abbasíes). A diferencia de las taifas del siglo XI, en este momento se produce un fenómeno de aglutinación territorial en torno a tres régulos: Ibn Hud (Murcia), Zayyan ibn Mardanis (Valencia) y Muhammad ibn al-Ahmar (Granada). Aparte de las emisiones de los Banu Hud de Murcia y de los nazaríes de Granada, son muy escasas las monedas conocidas de otras taifas que, aunque efímeras, llegaron a emitir moneda. Acuñaron tanto plata como oro, con diversidad de leyendas, y siguiendo éste unas veces el tipo almohade (cuadrado inscrito formado por doble línea) y otras el hafsí (cuadrado inscrito por triple línea, siendo la intermedia punteada).Una de estas taifas, que consiguió mantenerse independiente, fue Niebla, a cuyo frente se encontraba Ibn Mahfuz, que terminaría declarándose vasallo de Castilla. Emitió al menos moneda de plata (se ha conservado un dirham cuadrado de tipo almohade, sin ceca ni fecha) figurando en su cuño como emir del Algarve y reconociendo al Abbasí como imán (I.A.) en lugar de al Mahdi. Sevilla, independiente también y habiendo rechazado la soberanía de Ibn Hud, en cuyo nombre se había sublevado contra los almohades, estaba regida por un consejo municipal presidido por Abu Marwan Ahmad ibn Muhammad al-Bayi. Se conoce un dirham cuadrado con ceca de Sevilla y sin fecha en el que aparece, en vez de al-Mahdi, Ibn Ammihi como Imam (I.A.) y en la II.A. se puede leer: el emir al-Mu'tadid / bi-Allah Ahmad ben / Muhammad al-Bayi / Sevilla. La mención a Ibn Ammihi (el descendiente de su tío) parece referirse al descendiente del tío de Mahoma, es decir, al descendiente de Al-Abbas ibn al-Muttalib, ancestro de los Abbasíes.Zayyan ibn Mardanis, por su parte, también acuñó dirhames cuadrados de tipo almohade a su nombre (El emir al-Mu'ayyad bi-Allah / el guerrero sentificado en la senda de / Dios, Abu Yumail); dirhames sin fecha pero con la ceca de Valencia, en los que se reconoce al Abbasí como Imam en lugar de al Mahdi (I.A.).Asimismo, conocemos acuñaciones de Ceuta, que también en este período destacará como centro emisor de monedas, a cargo del gobernador independiente Abu al-Abbas Ahmad al-Yanasti quien, al menos al final de su mandato, reconoció la soberanía del califato abbasí de Oriente como pone de manifiesto su numerario (oro y plata). Sirva como ejemplo el dirham anónimo con fecha y ceca (II.A.) que se le puede atribuir sin lugar a dudas: acuñado en Ceuta, el último año de su gobierno (635 H/1237 J.C.), a nombre del califa abbasí reinante al-Mustansir bi-Allah, y de tipo hudí (inspirado en el quirate almorávide). Los ceutíes, tras la deposición de al-Yanasti volvieron a la obediencia almohade reconociendo nuevamente al califa al-Rasid quien nombró gobernador a Abu Ali Ibn Jalas. Pero este último no reconocerá al nuevo califa almohade Abu al-Hasan Ali sino a los hafsíes de Túnez. Tanto Ibn Jalas como su sucesor Ibn al-Sahid acuñaron en Ceuta excelentes doblas o dinares de tipo hafsí poniendo con ello claramente de manifiesto su sometimiento a la soberanía de Abu Zakariyya Yahya, quien aparece en las leyendas monetales como Emir Nobilísimo (al-amir alayall). El uso de cada uno de los tipos monetales en cada caso es un claro ejemplo del papel que desempeña la moneda como vehículo de propaganda político-religiosa al servicio del poder que la emite. Expulsado Ibn al-Sahid tras la muerte de Abu Zakariyya Yayha, toma el poder de la ciudad Abu al-Qasim al-Azafi, que reconocerá nominalmente al califa almohade Abu Hafs Umar al-Murtada, aun siendo de hecho independiente, volviendo así a acuñarse en Ceuta dinares de tipo almohade, de muy buena calidad y relativa abundancia, en relación con el resurgimiento económico de la ciudad.La taifa de los Banu Hud de Murcia, en este período, emitirá unas excelentes series numismáticas en plata y oro, con rasgos propios de identidad que han permitido hablar del tipo hudi. Unicamente se conocen acuñaciones (oro y plata) a nombre de Ibn Hud al Mutawakkil y de su hijo al-Watiq, así como los dinares anónimos atribuidos a Baha al-Dawla. El año 625 H./1228 J.C. Ibn Hud se había sublevado contra el califa almohade al-Mamun haciéndose reconocer en Murcia como Amir al-Muslimin (título que ya habían usado los almorávides y su antecesor al-Mustansir ibn Hud). Y como tal aparecerá en todos sus dinares, al igual que al-Watiq, que lo hará incluso como amir al-muslimin ibn amir almuslimin. Situándose bajo la autoridad de los califas de Bagdad, llegó a ser investido como su lugarteniente en al-Andalus. Este último aparece en una de sus piezas conocidas (1/2 dirham). Sus emisiones suponen un cambio total respecto a la tipología almohade. Las monedas vuelven a su forma circular, con o sin orlas de oro y con una única leyenda central las de plata; y se restablece la fecha, que había sido suprimida en las emisiones almohades. Se retorna así al estilo almorávide en su aspecto formal (como elemento de propaganda de oposición político-religiosa), si bien continuarán conservando el patrón ponderal almohade -4,655 gr- (pudiendo así ser competitivos). Los dinares sólo fueron acuñados en las cecas de Murcia y Játiva, mientras que la plata se batió en los talleres de Murcia, Játiva, Córdoba, Málaga y Sevilla.La relevancia de las emisiones de oro de los hudíes hay que relacionarla con el pago de parias, ya que Murcia pasó a ser tributaria de Castilla por el tratado de Alcaraz (640 11./1243 J.C.). Tradicionalmente la historiografía numismática andalusí las ha venido clasificando en tres series fundamentales: tipo almorávide (cospel circular sin cuadrado inscrito) al que responden las piezas (doblas, 1/2 y 1/4 de dobla) de los dos primeros hudíes, tipo almohade (doble cuadrado inscrito) que se restablece en relación con el vasallaje a Castilla y que será sustituido a partir del 649 H. por el tipo hafsi (triple cuadrado inscrito), comprendiendo ambos 1/2 y 1/4 de doblas anónimas acuñadas en Murcia y atribuidas a Baha' al-Dawla.Sólo han llegado hasta nosotros cuatro doblas atribuibles a Muhammad l Ibn al-Ahmar: una de tipo hafsí acuñada en Granada pero a nombre de Abu Zakariyya Yahya, bajo cuya soberanía se había alzado; otra de tipo almohade -como el resto de las emisiones posteriores de la dinastía- con ceca de Granada pero que sólo se conoce a través de un grabado; y una tercera dudosamente atribuida a la ceca de Málaga. Sólo la cuarta, de tipo almohade y a su nombre, no presenta dudas en su atribución. Acuñada en Madina Murcia, es el enlace numismático entre ambos reinos de taifas. En ella se reconoce al Malidi (II.A.), y aparece Ibn al-Ahmar -tal como lo hiciera Ibn Hud- como Emir de los musulmanes (amir a-lmuslimin/ al-galib bi-Allah / Muhammad Ibn Yusuf / Ibn Nasr ayadahu Allah). En la I.A. (anverso) puede leerse el lema característico de la dinastía: wa la galib ila Allah (I.A.).Los nazaríes acuñaron oro (doblas) y plata (dirhames) siguiendo la metrología y tipología almohades e introdujeron innovaciones al batir pequeñas monedas cuadradas de oro (dinarines) y feluses de cobre fechados. Sus cecas fueron Granada, la Alhambra, Almería, Málaga, Jaén, Guadix, Murcia y Ceuta.
contexto
Ni que decir tiene que la aparición de la moneda en el mundo ibérico, al igual que ha sucedido previamente en otras áreas del Mediterráneo, es uno de los hechos históricos de mayor importancia. Pero es necesario antes de nada hacer una primera distinción entre las monedas acuñadas en el área ibera de España en la época definida culturalmente como ibérica y las monedas acuñadas desde fines del siglo III a. C. hasta mediados del siglo I d. C. por las comunidades (ciudades) indígenas sin un control, al menos directo, de una potencia externa, aunque parece evidente que todas las acuñaciones posteriores a la llegada de Roma a la Península fueron emitidas con el permiso e incluso de acuerdo con las necesidades de Roma. Hoy sabemos que la moneda pudo desempeñar muchas funciones en la Antigüedad: como medio de pago, sobre todo para las tropas, que pudo ser una de las causas principales de su aparición; como medio de cambio, tanto en las grandes transacciones, como en las actividades de la vida diaria; como expresión de autonomía política (como han visto con claridad Austin y Vidal-Naquet para las poleis - ciudades griegas); como portadora de mensajes de propaganda o actuando como nivelador social. La moneda fue introducida en el mundo ibérico por los griegos, quienes la extendieron por todo el Mediterráneo. Presedo, que ha sintetizado los conocimientos referentes a este punto, piensa que el hecho de que hayan sido los griegos los introductores de la moneda nos debe llevar a considerar que las influencias griegas tienen un carácter de economía urbana que es necesario admitir en toda su importancia, frente a los que creen que lo ibérico como cultura es una consecuencia de lo púnico y, antes, de lo fenicio. Las primeras acuñaciones conocidas son las de Ampurias, aunque, según Guadán, ya se utilizaban en la colonia griega las monedas focenses. El comienzo de las acuñaciones se sitúa en torno al 400 a. C. y lo primero que se acuñan son óbolos y otros divisores con un patrón que suele denominarse ibérico, lo que revela cierta independencia económica. Estas monedas ampuritanas llegan hasta el Cabo de la Nao en Alicante, lo que nos da idea de la inmersión de estos pueblos iberos dentro de la economía monetal. La colonia de Rhode emite en la segunda mitad del siglo IV unas dracmas que son consideradas como las más bellas acuñadas por los griegos en España; estas acuñaciones van desde el 320 al 237 a. C. Ampurias acuña dracmas típicas a comienzos del siglo III hasta el desembarco romano del 218 a. C. La moneda de bronce aparece en Ampurias en el 206 y continúa posteriormente. Otro de los focos de acuñación, precisamente en la otra punta de la zona ibera, es Gadir (Cádiz), que a partir de comienzos del siglo III a. C. acuña monedas de bronce, en principio anepígrafas, para satisfacer las necesidades diarias de intercambio de su comunidad. Pero, a partir de la dominación de los cartagineses, comienza a acuñar monedas de plata para cubrir las necesidades militares de las Guerras Púnicas en España Parece que también Ebusus (Ibiza) acuñó moneda de bronce para sus propias necesidades a partir de hacia el año 300 a. C. El panorama monetario de época ibérica se ve limitado fundamentalmente a los colonizadores y en muy pequeña medida afecta a las poblaciones indígenas del Sur y Levante peninsular, muy posiblemente sólo a los grupos privilegiados de ellas. Con la época de dominación cartaginesa y, sobre todo, durante la Segunda Guerra Púnica se produce un importante cambio en la situación en distintos aspectos de la vida de la Península por influencia de la guerra, que sitúa a unas poblaciones frente a los conquistadores, ya cartagineses, ya romanos, y a otras como aliados o mercenarios de unos u otros. En este nuevo escenario se extendió, como no podía ser menos, el uso de la moneda. Durante la época de dominio cartaginés y primeros años del conflicto bélico con Roma en España surgen nuevas cecas: la de Carthago Nova (Cartagena), para pagar a los mercenarios del ejército cartaginés con las series hispanocartaginesas de plata, así como para la realización de los intercambios en la vida diaria; la de Cástulo, donde se acuñaron monedas de bronce para subvenir a las necesidades de la gran concentración humana que trajo consigo la explotación de los recursos mineros del Alto Guadalquivir, monedas que, según M.P. García y Bellido, debieron ser las primeras monedas indígenas con rótulos en el signario ibérico del sur; Arse (Sagunto), que comienza a acuñar moneda muy pronto con influencia de Cartagena, utilizando poco a poco el alfabeto ibérico después de la II Guerra Púnica, monedas que se extienden por todo el área levantina y andaluza a impulsos de la administración romana; Saiti o Saitabi (la romana Saetabis, Játiva), que también acuña como Arse dracmas y didracmas, no sabemos exactamente para qué, pero que posiblemente tenga que ver con el pago a los ejércitos romanos, como sucedió con las acuñaciones de Ampurias tras el desembarco en ella de los romanos en el año 218 a. C. Ebusus (Ibiza) dentro del área de influencia cartaginesa comienza a acuñar monedas entre el 214 a. C. y el inicio del siglo II. Antes del final de la Segunda Guerra Púnica en España (206 a. C.) acuñan moneda, además de las ya citadas, Kese (Cesse - Tarragona),con rótulos ibéricos, al igual que Arse y Cástulo, Obulco (en la Alta Andalucía), con rótulos bilingües, ibéricos y latinos, y Florentia (=Iliberris, Granada), con rótulos únicamente en latín. En la zona de Cataluña se emiten dracmas a imitación de las de Ampurias con letreros en signario ibérico, Iltirtar-Ilerda (Lérida); Barkeno-Barcino (Barcelona). En general los numísmatas hispanos están de acuerdo en identificar estas dracmas con el denominado en varias ocasiones por Livio (33, 10, 4; 33, 10, 46 y 40, 43, 4) argentum Oscense. Segun Guadán, entre el año 206 a. C., fecha del final de la Segunda Guerra Púnica en la Península, y el 133 a. C., momento en que termina la guerra celtibérica, con lo que se produce el final de las guerras en la Meseta Norte, se van formando grupos de cecas emparentadas: todas las cecas de la Alta Andalucía utilizan el alfabeto ibérico del sur (Obulco, Porcuna, Jaén, Castulo, Iliberris Granada, etc.), mientras que las de la Baja Andalucía, con acuñaciones desde época muy temprana, llevan leyenda en latín (Urso - Osuna, provincia de Sevilla, Iliturgi -cerca de Andújar, Carmo -Carmona, etc.) Durante todo este tiempo nuevas cecas, que no es el momento de enumerar pormenorizadamente, van apareciendo por todo el área turdetana e ibera, lo que da idea de que la vida urbana va adquiriendo una importancia creciente. Dentro de ellas destaca por las influencias que refleja una nueva serie monetal, la denominada libio-fenicia, con cecas desde Cádiz hasta Málaga, con influencias africanas y sin tipología uniforme, que lo único que tienen en común es el alfabeto. También es importante resaltar que en esta época comienzan a aparecer con más profusión cecas de influencia pirenaica, cecas en el valle del Ebro y hacia el interior de la Península, series con alfabetos ibéricos del Norte. Parece fuera de toda duda, como han puesto de manifiesto R. Knapp y F. Beltrán, que la mayor parte de estas acuñaciones son moneda de "frontera", es decir, directamente relacionadas con la conquista de la Península Ibérica por Roma y que las emisiones ibéricas (o indígenas) están ligadas estrechamente a la presencia romana. Por otra parte, es necesario también resaltar, como hace Presedo a partir del análisis de las acuñaciones, que el mundo ibérico está evolucionando desde el siglo IV a. C. hacia una economía de ciudad, proceso que se ve acelerado por la introducción de la moneda griega a través de Ampurias y Rosas, en lo que se refiere a las zonas de mayor influencia griega, y por las acuñaciones de Cádiz, base de la influencia cartaginesa en la parte Sur de la Península, y que va a verse favorecido y continuado por la presencia de Roma a finales del siglo III a. C. A partir de estas bases de influencia, este mismo autor propone una clasificación, a mi entender un poco simplificadora, de las acuñaciones del área ibera en dos grandes zonas: desde Cataluña a Levante, donde actúa la influencia de la dracma emporitana, y el Sur, sometido a las factorías fenicias y cartaginesas.
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La Montaña Sainte-Victoire será para Cézanne una de sus principales musas, repitiendo su silueta en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. En esta imagen de 1882 la montaña ocupa un segundo plano al aparecer al fondo de la composición, encuadrada entre árboles. Las luces del atardecer crean unas tonalidades malvas en las zonas de sombra que recuerdan al Impresionismo. Buena parte de estas vistas están tomadas desde Bellevue, la finca propiedad de Rose, la hermana del artista, situada en el suroeste de Aix. Se trata de imágenes en los que la perspectiva se convierte en la principal protagonista, situando en primer plano los pinos y al fondo la montaña, recortando su majestuosa silueta sobre el cielo. En los últimos años del siglo XIX, Cézanne continúa su dura lucha para conseguir dotar a sus telas de volumen y forma para "convertir el Impresionismo en algo sólido y duradero, como el arte que se conserva en los museos". El color ha sido aplicado de manera fluida y apenas empastada, de manera que se crea el efecto de envolver la perspectiva, utilizando una banda de tonalidades verdes para dirigir nuestra atención hacia los grises, malvas y azules del cielo y la montaña. Con esta obra realizada en 1904, Cézanne se sitúa a un paso del Cubismo al emplear un facetado que más tarde utilizarán Braque y Picasso. La Montaña apenas es perceptible, confundiéndose con el cielo que la rodea, mientras que las construcciones de sus faldas se han convertido en un maremagnum de rápidas pinceladas de diferentes tonalidades con las que se pretende crear formas y volúmenes. La línea ha desaparecido para dejar paso al color.
contexto
El trono de Isabel II, más bien el sistema regulado por la Constitución de 1845, estaba fuertemente minado. De ahí que el pronunciamiento de septiembre en Cádiz se extendiera como un reguero de pólvora por toda España, sin encontrar apenas resistencia. En los primeros días del mes todo quedó ultimado. Ruiz Zorrilla y Sagasta se trasladaron a Londres para unirse con Prim, embarcando los tres en el vapor Delta, con dirección a Gibraltar, donde llegaron el día 14, mientras que el San Buenaventura zarpaba rumbo a Canarias para recoger a los militares allí desterrados. Todos confluyeron en Cádiz. Por fin, el 18 de septiembre de 1868 el pronunciamiento militar tuvo lugar y, con él, el derrocamiento de Isabel II y de su dinastía. Así quedó expuesto en un Manifiesto, España con honra, redactado por López de Ayala, en el que se retomaba la idea del Pacto de Ostende: la convocatoria de elecciones mediante sufragio universal y la determinación de una nueva forma de gobierno por parte de las Cortes Constituyentes. Significativamente, el Manifiesto no hacía ninguna mención a la forma de gobierno, aunque no escatimaba sus críticas a la Reina, dando por hecho el fin de la dinastía borbónica. Entre el 18 y el 22 de septiembre la rebelión gaditana prendió en toda Andalucía. Igualmente se unieron a la causa revolucionaria Santander, El Ferrol, Béjar, La Coruña, Zaragoza, Cartagena, Santoña, Alicante y Alcoy, diseñando modelos diferentes de sublevación, pero, en todos los casos, con una activa participación popular, generalmente estimulada por los demócratas en su versión republicana o no. Resulta perceptible en algunos de estos modelos insurreccionales la combinación de problemas estrictamente locales que actuaron de espoleta al socaire del llamamiento gaditano. El 19 de septiembre dimitió el presidente del Consejo, González Bravo. Su sucesor, el general Concha, marqués de La Habana, pronto se vio desbordado por la situación. El 28 de septiembre la suerte de la dinastía quedó sellada en la batalla de Alcolea. La derrota del general Novaliches dejó expedito a las fuerzas sublevaddas el camino hacia Madrid. Al día siguiente Madrid se unió al pronunciamiento y la Reina partió hacia Francia. Así se iniciaba el Sexenio Democrático, con un simbólico reconocimiento de la junta revolucionaria madrileña, el día 30, destacando la contribución del mundo intelectual a la difusión de los valores democráticos con la reposición en sus cátedras de Sanz del Río, Castelar, García Blanco, Fernando de Castro, Nicolás Salmerón, Manuel María del Valle y Giner de los Ríos.
obra
La atracción hacia la estampa japonesa provocó que Van Gogh describiera esta muchacha como "una chica japonesa de 12 ó 14 años a lo provenzal". La figura de la joven - uno de los escasos retratos elaborados por Vincent en Arles - se recorta sobre un fondo azulado, similar al empleado en el retrato del Cartero Roulin o el Autorretrato dedicado a Gauguin, sentada en una gran silla que la hace más pequeña aun. Vincent emplea una pincelada suelta, vigorosa y rápida, sin preocuparse en los detalles como apreciamos en las flores o en las manos que apenas están esbozadas, o el rostro cuya mirada sí ha sabido captar a la perfección, mostrándonos su carácter y su expresión. El vestido, pintado en tonos azules y rojos en perfecta armonía con el fondo para remarcar el aspecto decorativo, tampoco está detallado, otorgando una deliciosa sensación de inacabado al conjunto.