Concluidas las Leyes de Burgos de 1512 llegó a Castilla desde Santo Domingo fray Pedro de Córdoba, quien informó al Rey Fernando sobre la situación real de los indios en América y no estuvo de acuerdo con el consenso alcanzado en Burgos, lo que motivó una nueva reunión de consejeros y teólogos para que revisasen las Leyes. Fray Tomás de Matienzo; Fray Alonso del Bustillo, maestro en Santa Teología; el predicador licenciado Gregorio; el Dr. Palacios Rubios, el licenciado Santiago y Juan Rodríguez de Fonseca añadieron cuatro nuevos artículos que completaban y mejoraban las Leyes de Burgos, sobre la protección de las mujeres embarazadas y los niños, perfilando mejor algunas cuestiones relativas específicamente al régimen laboral de las mujeres. Se consideraban como circunstancias a tener en cuenta el hecho de que fueran casadas o solteras, las tareas que podían realizar, de manera que se garantizara el buen tratamiento y sobre todo el respeto a su integridad física de forma que en ningún caso pudieran ser forzadas o raptadas por los españoles. Gráfico
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El deportado en un campo nazi no tenia ninguna posibilidad de escapar. Rudolf Höss así lo confesó antes de ser ejecutado: "El interno político es enviado a un campo de concentración por un período que no ha sido fijado de antemano: quién sabe si para un año, quién sabe si para diez años. La decisión pertenece a la oficina (la Gestapo) que ha ordenado su internamiento, la cual no está dispuesta a reconocer que se ha equivocado. El internado es la víctima de esta oficina que ha decidido su suerte. No tiene posibilidad alguna de protestar o de presentar recurso". En alguna ocasión, y excepcionalmente, se procedía a hacer encuestas suplementarias a los casos más favorables, las cuales finalizaban en sorprendentes liberaciones. Generalmente, la duración del internamiento dependía del destino o, si se quisiere, del azar. En todos los campos había varias categorías de deportados. Los detenidos por derecho común llevaban un triángulo verde al lado del número de matrícula. Este color designaba a los criminales. El triángulo negro era para los asociales. Para los deportados no había diferencia entre ambas categorías, pues entre ellos se reclutaba a los que mostraban más aptitudes para ejercer de kapos o de verdugos. El triángulo rosa era para los homosexuales, el amarillo para los judíos (en realidad eran dos triángulos de este color que, superpuestos, formaban la estrella de David), el rojo para los detenidos políticos y resistentes y el morado para los objetores de conciencia. Los deportados españoles llevaron el triángulo azul de los apátridas con la S de Spaniard cosida en el centro. El comandante supremo de la Wehrmacht, mariscal Wilhelm Keitel, es el autor de la orden Nacht und Nebel (Noche y Niebla), publicada el 12 de diciembre de 1941: "Las personas que en los territorios ocupados cometan acciones contra las fuerzas armadas han de ser transferidas al Reich para que sean juzgadas por un tribunal especial. Si por alguna razón no fuese posible procesarlas, serán enviadas a un campo de concentración con una orden de reclusión válida, en términos generales, hasta el final de la guerra. Parientes, amigos y conocidos han de permanecer ignorantes de la suerte de los detenidos: por ello, estos últimos no deben de tener ninguna clase de contacto con el mundo exterior. No podrán escribir ni recibir paquetes ni visitas. No deben transmitirse a ningún organismo extranjero informaciones sobre la vida de los detenidos. En caso de muerte, la familia no debe de ser informada hasta nueva orden. Falta todavía una reglamentación definitiva sobre este aspecto de la cuestión. Las disposiciones anteriores son válidas para todos aquellos detenidos sobre los que, durante las diligencias de la reclusión por razones de seguridad realizadas por la Oficina Central de Seguridad del Reich, haya la anotación Nacht und Nebel". Los nazis elegían fórmulas poéticas para referirse a sus crímenes y atrocidades. Otra designación era Meerschaum, espuma del mar y, lo mismo que la vida efímera de estas burbujas que se forman sobre el líquido, los deportados clasificados con esta imagen tenían que diluirse sin dejar huella. Unos y otros deportados estaban destinados, pues, a ser engullidos por la nada, eran cómo espuma del mar o bien desaparecían en la noche y en la niebla. Himmler, tal vez inspirado poéticamente, tomó esta expresión del libreto de la ópera de Ricardo Wagner, El oro del Rin, cuando Fafner dice a los enanos del bosque: "Seid Nacht und Nebel gleich!", sed como la noche y la niebla. Es decir, desapareced. El 27 de julio de 1944, el mariscal Keitel ponía en marcha el Kügel Erlass (decreto bala): "Todo prisionero de guerra evadido y capturado, oficiales y suboficiales incluidos (excluidos los ingleses y los americanos) debe ser puesto a disposición del jefe de la Policía de Seguridad. Naturalmente, esta medida no debe divulgarse por ningún motivo. No se informará de ella a los demás prisioneros (...) Evadido no recuperado será también la respuesta que se dará a las preguntas de la Cruz Roja Internacional". Más tarde, este decreto fue también válido para los trabajadores civiles que desertaban y los soldados enemigos hechos prisioneros, incluidos ingleses y americanos. Reinhard Heydrich, jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), dividió, en 1941, los campos en tres categorías: Dachau y Sachsenhausen fueron considerados de primera categoría; Buchenwald y Mosseriburg, de segunda; Mauthausen, de tercera. A este último campo eran enviados todos los elementos irrecuperables para el régimen. Los burócratas del RSHA llamaban a Mauthausen molino de huesos. De la prevención o reforma de los primeros momentos, los nazis pasaron con toda naturalidad a la idea de exterminio. Mientras tanto, Heydrich maduraba la famosa solución final para millones de judíos y el campo de Auschwitz era ya un hecho. Convoyes enteros de deportados eran gaseados cuando llegaban a los campos. En Treblinka, miles de judíos iban todos los días a las cámaras de gas. Muchos morían por el camino, transportados en vagones para el ganado, noches y días, sin alimento alguno y sin casi aberturas para poder respirar. A su llegada a los campos, los SS asesinaban a los que se habían vuelto locos o a los que estaban en el límite de sus fuerzas. En el campo, las durísimas condiciones en los kommandos de trabajo o la escasa alimentación (a veces no superaron las 800 calorías diarias, cuando las condiciones impuestas por el trabajo exigían un mínimo de 3.000), la falta de higiene, la promiscuidad, la falta de medicamentos para simples enfermedades que se convertían en mortales, además de las torturas y los castigos corporales, convertían a cada deportado en un aspirante de la muerte. Según un cuadro elaborado en la oficinas administrativas de Berlín, la vida de un deportado en un campo de concentración estaba programada para unos nueve meses. La gran mayoría de las veces no alcanzaba los seis meses. El 8 de julio de 1941, Himmler da la orden de que los gitanos detenidos en toda Europa sean ejecutados. Diecisiete mil gitanos, hombres, mujeres y niños, son asesinados a tiros o con gas monóxido. El 9 de septiembre de 1941 se usa por primera vez el gas Cyclon B en el campo de Auschwitz. Este método será estrenado con novecientos prisioneros de guerra rusos. En Treblinka, en sólo dieciséis meses, se asesinó fríamente a setecientos mil prisioneros. Como declaró uno de los acusadores durante el proceso de Nuremberg, las atrocidades nazis no fueron perpetradas bajo la influencia de una pasión furiosa o de una cólera guerrera, sino en virtud de un frío cálculo, de métodos perfectamente conscientes, de una doctrina preexistente. Ya en 1932, Adolf Hitler había dicho: "No todos deben tener los mismos derechos (..), nunca consentiré que otros pueblos tengan los mismos derechos que el pueblo alemán. Nuestro deber es dominarlos. El pueblo alemán ha sido elegido para convertirse en la nueva clase de señores en el mundo (...), en el orden social del futuro habrá una clase de señores, una clase histórica, elegida para la lucha entre los elementos más diversos; estará la masa de miembros del partido, organizada de manera jerárquica, y éstos formarán la clase media; estará la multitud anónima, la colectividad de los servidores, los eternos inferiores. Más abajo estará, también, la clase sometida de las razas extranjeras. Llamémosla tranquilamente la moderna clase de esclavos". En los campos de concentración nazis, los SS no tropezaron con ninguna barrera, jurídica o ideológica, que les impidiera ejecutar su misión de exterminio. Todo estaba programado para que llevaran a la práctica las teorías en que habían sido educados.
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La momificación es una de las prácticas fundamentales de la cultura egipcia. Herodoto y Diódoro Sículo nos cuentan que se realizaban tres tipos de momificaciones. La más esmerada costaba un talento de plata (siglo I a.C.) y suponía la extracción del cerebro a través de las fosas nasales gracias a unos ganchos, introduciéndose diferentes productos por el mismo lugar al tiempo que se tapaban con cera de abeja los orificios de la cabeza. Se abría el abdomen del finado y se sacaban los intestinos, el hígado, el estómago y los pulmones, procediéndose a lavar estos órganos con vino de palma para introducirlos más tarde en los llamados vasos canopos, cubiertos cada uno de ellos con las cabezas de los hijos de Horus. La cavidad abdominal era rellenada con sustancias aromáticas como canela o mirra molida. Una vez cosida la incisión, el cadáver era colocado en baño de natrón durante 60 días. Pasado este tiempo, el cuerpo se lavaba y envuelto en vendas impregnadas en goma arábiga. Cada una de las vendas llevaba escrita una oración que iba dirigida a las divinidades protectoras, colocándose al tiempo amuletos entre ellas, destacando el escarabajo sobre el corazón. La segunda momificación era más barata y consistía en inyectar resina de miera en la cavidad abdominal, sin extraer las vísceras, a través de los orificios. También se conservaba el cuerpo en el baño de natrón, dejándose salir el producto inyectado. El tercer tipo era reservado a los pobres y consistía en vaciar la cavidad abdominal mediante purgas y conservar el cuerpo en el correspondiente baño de natrón.
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Durante mucho tiempo, la etapa inicial de la historia de Roma se ha venido situando más en el terreno de la leyenda que en el de la historia. Según las fuentes antiguas, la fundación de la ciudad tiene relación con el mundo griego, puesto que los fundadores descendían de estirpe troyana. Esta interpretación que encontramos en algunos historiadores griegos mencionados por Plutarco -Helánico de Mitilene, Eráclides Póntico- y en otros -Timeo, Dionisio de Halicarnaso- se propago no sólo en el ámbito griego, sino que, a partir de los siglos IV-III a.C., también se afirmó en el mundo itálico frente a otras tradiciones diversas que le suponían un origen arcadio o aqueo, relacionadas con el mito de Evandro, la primera, y con el de Odiseo o Ulises, la segunda. Esta leyenda, recogida por los analistas romanos Nevio y Fabio Pictor, presenta a Eneas como antepasado directo de Rómulo y Remo y que, tras casarse con la hija del rey Latino, se convirtió a su vez en rey. Más tarde, el historiador Livio sigue la misma tradición. La historiografía griega helenística concedió un origen divino y griego a la fundación de Roma, versión que ésta, a su vez, posteriormente asumió. Ciertamente, es inadmisible la tradición de un origen troyano de Roma cuando se compara la fecha tradicional de la destrucción de Troya (1200 a.C.) con la realidad arqueológica del poblamiento del Lacio y el Septimontium, semejante a otros muchos poblados del Bronce Final de Italia y muy lejos de ser considerado ni siquiera un poblamiento importante, cuanto menos una ciudad. A pesar de que los autores antiguos presentan a veces relatos distintos y de muy desigual valor de la historia de la Roma arcaica, hay algunas constantes que permiten suponer la validez de determinados elementos o vicisitudes de la Roma de esta época. Una de ellas es la de que la primera forma de organización política romana era de tipo monárquico. La lista canónica de los siete reyes de Roma -u ocho, de incluir a Tito Tacio, que durante algún tiempo habría constituido con Rómulo una especie de diarquía- es la siguiente: Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio, Anco Marcio, Lucio Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. La existencia de los tres últimos es aceptada por todos los historiadores modernos, en gran parte porque la documentación arqueológica es más abundante y aporta bastantes confirmaciones a los textos de los autores antiguos y también porque las características de estos tres monarcas cuya soberanía es similar a la de los tiranos griegos han resistido cualquier análisis crítico de las fuentes antiguas. Pero incluso sobre los primeros reyes no hay suficientes argumentos que nos lleven a creer en la falsedad de los mismos. Como la fecha de la fundación de Roma propuesta por Varrón y aceptada por la analística romana se sitúa en el 754 a.C., cada reinado tendría una media de treinta y cinco años, que habría que alargar o reducir en caso de admitirse la fecha del 814 a.C. propuesta por el historiador griego Timeo en el siglo III a.C., o del 729 según Cincio Alimento, también del siglo III a.C. Sin embargo, la fecha del 754 a.C. es la más aceptada, con un valor orientativo, esto es, se acepta que la primitiva Roma pudo ya existir en la últimas décadas del siglo VIII a.C., cualquiera que fuese entonces su nombre y su organización en ciudad o más bien, inicialmente, bajo la forma de federación de aldeas. La tradición señala que el primer rey fue Rómulo, hijo de Marte y rey en cierto modo mítico, al que había correspondido crear el primer ordenamiento político de la ciudad. Es además el rey epónimo, pues su nombre significa Romano. De él nos dicen las fuentes que, después de fundar la ciudad, habría buscado incrementar el número de sus súbditos por dos procedimientos: abriendo un asilo o refugio sobre la colina del Capitolio, donde se establecieron gentes marginadas de otras comunidades y comerciantes extranjeros, y raptando mujeres sabinas. Este último episodio se sitúa durante la celebración de las fiestas en honor del dios Conso, a las que habían acudido muchos sabinos y gentes de otros pueblos vecinos. Los hombres de Rómulo se apoderaron de sus mujeres. Tito Tacio, rey del pueblo sabino de Curi, asaltó Roma y tomó el Capitolio. Posteriormente, ambas aldeas se fusionaron y llegaron a constituirse en una sola ciudad con dos reyes hasta la muerte de Tito Tacio. A través de este relato apreciamos el carácter abierto de la ciudad de Roma desde sus inicios. Individuos de distintos lugares y condiciones se acogieron al derecho de asilo que la tradición atribuye a Rómulo. Así, el sucesor de éste, Numa Pompilio, era un sabino, como también lo fueron Tulio Hostilio y Anco Marcio. Esto viene a probar la presencia de un importante número de sabinos en la Roma de los comienzos y, probablemente, la fusión inicial de dos comunidades distintas: la del Palatino, núcleo original de la ciudad, y tal vez la del Quirinal, ya que existen justificadas teorías sobre la existencia en esta colina de un poblado de sabinos emigrados del interior apenínico. Algunos de los ritos, cultos y costumbres sabinas pasaron a formar parte del patrimonio cultural romano desde épocas muy arcaicas. Por ejemplo, el culto al dios sabino Quirino, identificado por los romanos a veces con Marte y a veces con el divinizado Rómulo. La existencia de las tres tribus primitivas -Ramnes, Tities y Luceres- y de triadas divinas, como Júpiter, Marte y Quirino, que es la más antigua, podría relacionarse con la anexión de una tercera colina, tal vez el Aventino, a la que, según la leyenda, se retiraría Remo, el hermano y rival de Rómulo. Posteriormente, el número pasará a cuatro, con la anexión tal vez del Celio y así hasta culminar el proceso de unificación de las aldeas de las siete colinas. Aunque el proceso ordenado de la unificación de las colinas no puede establecerse con seguridad, sí sabemos con certeza que se fue produciendo un fenómeno de sinecismo entre las comunidades asentadas en las distintas colinas y que el núcleo primitivo de la ciudad fue el Palatino, tal como confirma la tradición y los hallazgos arqueológicos.
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El reino Ashanti es el gran centro político y foco de atracción de todos los pueblos de la etnia akan. La razón de esta ausencia se halla, precisamente, en su estructura política centralizada: en África Negra, todo monarca que quiera imponer su voluntad y crear una administración dócil y efectiva, ha de enfrentarse por fuerza a las sociedades secretas, señoras de los ritos y dueñas de las máscaras. O logra dominarlas, ocupando sus puestos rectores y convirtiéndolas en instrumentos de su poder, o -como hicieron los reyes ashanti- las ha de reducir a la práctica aniquilación política. Como dice un poema akan, la autoridad del jefe es total y absoluta: "El jefe es aquel cuyo juramento no debe ser tomado a la ligera; / es el que detesta ver al enemigo volver vencedor a casa; / libera a viejos y jóvenes del terror de la guerra; / es el que agota a los ejércitos enemigos. / Él es el escudo: disparad sobre él y perderéis las balas. / Su poder anula los presagios de los sacerdotes; / captura a los sacerdotes y les arranca sus campanillas. / Es imposible capturarlo o cortarle la cabeza en plena batalla; / es como el árbol robusto y el viejo tronco mojado, / que no pueden ser cortados ni el uno ni el otro". Por tanto, no cabe extrañarse de que, a partir de la fundación del reino Ashanti por Osei Tutu, allá por el 1700, el arte de este pueblo se haya apartado por completo del mundo de los dioses y de los espíritus. Tan sólo cabría señalar, como excepción folclórica, la existencia de pequeñas muñecas o akuaba que las jóvenes llevan consigo para pedir descendencia, como ocurre en múltiples pueblos de toda África. Los demás objetos artísticos de los ashanti -y son muchos- están vinculados al simbolismo del poder, desde el del simple jefe de casa, pasando por los de gobernadores y reyezuelos de aldeas y ciudades, hasta la suprema majestad del rey de los ashanti o ashantehene: pequeños tronos o taburetes de madera, telas ricas y multicolores, instrumentos musicales, joyas, parasoles coronados por símbolos heráldicos, todo sirve para componer una brillante escenografía a las recepciones del estado. En este campo el oro desempeña un papel esencial: lo hallamos en las espadas ceremoniales de los nobles; en el propio trono dorado que simboliza a la monarquía y que, según la tradición, bajó del cielo sobre las rodillas de Osei Tutu; en cabezas cinceladas que colgaban de los símbolos regios... Baste, para abreviar, que recordemos la descripción que hizo el viajero Th. Bowdich de un ashantehene, cuando visitó su corte en 1817: "(Llevaba) un collar de piezas de oro... y, sobre su hombro derecho, una cinta de seda roja que sostenía tres zafiros engastados en oro; en sus brazaletes se mezclaban con la mayor riqueza oro y cuentas, y sus dedos estaban cubiertos de anillos; su vestidura era de seda, de color verde oscuro... (Llevaba también) ajorcas con adornos de oro de un arte consumado: tamborcitos, arpas, banquetas, espadas, fusiles y pájaros, todo a la vez; sus sandalias, de cuero blanco y flexible, iban adornadas en el empeine con zafiros engastados en oro y plata; estaba sentado sobre una silla baja, ricamente adornada con oro, y llevaba un par de castañuelas en sus dedos índice y pulgar, con cuyo sonido reclamaba silencio".
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El apogeo del imperio ghanés fue en el siglo X, cuando se venció a la confederación de bereberes Sanhaja y se tomó su capital, Awdagost, en 990. Después de esta victoria los límites de Ghana se extienden desde Tagant, al Oeste, hasta Tombuctú, al Este, y casi hasta Bamako, al Sur. La capital del poderoso y rico imperio ghanés fue Kumbi Saleh (antigua Ghana) situada en la encrucijada del África negra y el mundo árabe. Kumbi Saleh se componía de dos aglomeraciones distantes entre sí unos 11 kilómetros: una, la musulmana o ciudad comercial, habitada por los mercaderes arabo-beréberes con una población de unos 20.000 habitantes; la otra era la ciudad de los soninke o ciudad del rey. Este alejamiento es interpretado como una muestra de desconfianza entre las dos culturas que convivían en el Imperio. La ciudad árabe, con sus doce mezquitas, era un claro exponente del poderío islámico, que presionaba sobre la cultura ancestral negra representada por una tecnología rudimentaria y unas construcciones tipo choza de techo redondo, destacando únicamente las más consistentes en donde vivía la corte del rey o tunka, nombre que se dio a los últimos y más poderosos soberanos. Los más famosos reyes fueron el tunka Menin y el tunka Beci, del siglo XI. Según al-Bakri, ambos soberanos eran tío y sobrino y la sucesión era matrilineal. El tunka ejercía los poderes políticos y religiosos que emanaban de su propia pertenencia legitima a la familia real. Un Consejo del tunka formado por numerosos dignatarios le asistía en los actos y decisiones oficiales en medio de un vestuario y ceremonial rico en colorido y en adornos de oro, que para muchos recordaba a la corte del Egipto faraónico. El tunka delegaba sus poderes en administradores locales representantes de los principales clanes territoriales que controlaban la situación política en las llamadas provincias imperiales. Mientras que en las provincias conquistadas la administración la ejercían gobernadores que daban cuenta directamente al rey.
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La situación no era desde luego nada confortable para su sucesor cuando se produjo el fallecimiento de Franco. La Monarquía en estos momentos tenía enfrente a la vez a los que querían el monopolio del sistema y a los que pretendían algún tipo de revancha. El sentido de lo que fuera el régimen monárquico y de cómo fuera a actuar quien lo personificaba no estaba muy claro. Por un lado, el dirigente comunista, Santiago Carrillo, anunció que en la historia española el monarca quedaría como "Juan Carlos el Breve" y el PSOE hizo pública una nota en la que, refiriéndose al mensaje del rey a las Cortes, afirmó que "no había sorprendido a nadie y ha cumplido su compromiso con el régimen franquista". Por otro lado, la extrema derecha, personificada por José Antonio Girón de Velasco, fue la principal beneficiaria y quiso ser protagonista exclusiva de las ceremonias funerarias de Francisco Franco. El propio presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, al tomar el juramento del Rey, lo hizo desde la emoción en el recuerdo de Franco. Pero estuvo perfectamente claro desde un primer momento que el Monarca sabía muy bien cuáles habían de ser los principios en los que había de fundamentar la convivencia nacional. Su mensaje a las Cortes, que pudo redactar de manera reposada, dado el largo proceso agónico de Franco, mostró una voluntad paralela a la que había guiado a Alfonso XII en el momento de producirse la Restauración monárquica, un siglo antes. Otro mensaje paralelo, dirigido a las fuerzas armadas, a las que pidió que afrontaran el futuro con serena tranquilidad, suponía la promesa de que la transición se haría desde las propias instituciones del régimen. Merece la pena recalcar cuando menos dos puntos en la postura inicial del Rey. Don Juan Carlos I hizo una mención de su padre o, lo que es lo mismo, de la tradición liberal de la Monarquía, y además indicó su firme voluntad de que ésta amparara a la totalidad de los españoles sin ventajas ni privilegios para nadie. Por otro lado, el espíritu con el que se abrió la transición democrática quedó ratificado gracias al apoyo ambiental de simpatía esperanzada conseguido por don Juan Carlos entre los países democráticos manifestado en las representaciones que fueron enviadas a España con ocasión de las ceremonias para celebrar la apertura de su reinado. Las circunstancias proporcionaban también una ocasión inmejorable para que otra instancia, como era la Iglesia, jugara un papel importante. Así, las dos intervenciones del cardenal Tarancón en las exequias del general Franco y en el momento de la proclamación del Rey fueron coincidentes con el sentido de sus palabras. Tarancón hizo una alabanza de Franco a su entrega, pero también mencionó sus "inevitables errores" y realizó una meridiana alusión a la necesidad de serenidad y tacto. Al hablar del papel de la Monarquía en la transición española a la democracia hay que mencionar los rasgos de quien la personificó, sus propósitos y el modo de llevarlos a cabo. El rey Juan Carlos I a la altura del mes de noviembre de 1975 era, a la vez, una incógnita y el depositario de grandes expectativas. Había existido una dura polémica en los dos años finales de la vida de Franco que encerraba en realidad un debate sobre las posibilidades de transformación del sistema desde sus propios presupuestos. Miguel Herrero había defendido la idea de que todas las leyes fundamentales del régimen eran reformables y de que el Rey podía producir el cambio hacia la democracia gracias al papel central que tenía. El catedrático Jorge de Esteban trató asimismo en otro libro acerca del procedimiento para conseguir el mismo resultado final con las leyes fundamentales del franquismo en la mano. El mismo Franco, con su habitual carencia de respeto por las normas fundamentales de su propio régimen, a pesar de no desear un cambio político sustancial le dijo a su sucesor que el poder "tenía recursos para todo". Algo parecido vino a sugerir Torcuato Fernández Miranda al afirmar que las leyes fundamentales "obligan pero no encadenan". En realidad, el monarca contaba en sus manos con recursos suficientes como para contribuir de manera decisiva a generar el cambio político. Los propósitos que habían guiado a su padre, don Juan de Borbón, a lo largo de toda su vida, en realidad, no habían sido otros que precisamente éstos, por lo que sin el previo reinado en la sombra de su padre no puede entenderse el reinado de Juan Carlos I. Todo parece indicar que existió siempre entre padre e hijo un profundo acuerdo en sus propósitos y, desde luego, una muy estrecha solidaridad familiar. Sin embargo, todo esto no excluye que en algunas ocasiones pudieran surgir discrepancias estratégicas y tácticas importantes, porque también lo eran los enfoques. Un ejemplo de esta discrepancia puede ser el enfoque diferente que ambos tenían respecto a los mandos militares. "Yo me daba cuenta de que la clave estaba en el ejército; era necesario integrarme en él para poder contar con él", ha afirmado el Rey. Cuando ya las elecciones generales se vislumbraban en la inmediata lontananza, a la altura del mes de mayo de 1977, tuvo lugar la renuncia de don Juan de Borbón a los derechos dinásticos, un penúltimo clavo que venía a cerrar la transición española a la democracia, dejando tan sólo para el final el voto de los españoles. Es necesario todavía hacer una mención de la personalidad del Rey y de su manera de actuar durante la transición. En los comienzos de ésta en no pocos sectores de la vida española existía la sensación de que don Juan Carlos era un desangelado e insustancial representante de un régimen dictatorial que permanecía anclado en el pasado; pero la realidad era muy distinta de esa imagen. La simpatía, la accesibilidad y la capacidad aproximativa del monarca no dejaban traslucir la realidad de las amarguras de su vida que también ha sido la de un exiliado, nacido y educado en tierras extrañas donde incluso llegó a tener no escasos problemas económicos. A todas ellas es preciso añadir la dificultad misma de su vida en el seno de un régimen en donde había numerosos elementos que eran hostiles a su persona y a todo lo que él significaba. Pero también estos años fueron los de su aprendizaje: no sólo respecto al número de personas con las que logró establecer contactos, sino también en cuanto a esa forma suya de tratar a todos por igual, ser hábil en el manejo de los recursos del poder, mantenerse independiente y reunir en su torno a personas y movimientos que eran difícilmente compatibles entre sí. Parece obvio que la cercanía del general Franco, aunque en una medida no precisable, desempeñó un importante papel en este aprendizaje pero también dio una imagen que no se correspondía con la realidad. Se presentó su discreción como si fuera ignorancia, la disciplina como docilidad y el silencio como una falta de imaginación o ausencia de razones. Más tarde ha podido hacerse patente con toda claridad que los rasgos personales del Rey resultaban apropiados para la misión que estaba llamado a desempeñar: prudencia y equilibrio, control de sí mismo y frialdad en el juicio, pero no en el trato, claridad y sencillez. Lo que resulta más patente en él es su simpatía; detrás de ella se descubre bastante más que el poso de una tradición dinástica. Hubo quien, al comienzo de la transición a la democracia, reclamó del monarca que gobernara tres meses para, por este procedimiento, llegar a reinar luego treinta años. Pero el Rey no hizo el cambio sino que, como escribió con una afortunada fórmula Areilza, fue su motor. En definitiva, más que gobernar lo que hizo fue indicar. A la vista del resultado es indudable que ese procedimiento fue mucho más efectivo y prudente que el que habían auspiciado esos sectores de la oposición.
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La Monarquía del Antiguo Régimen en Francia era una Monarquía absoluta. Eso quería decir que el rey era el único que detentaba la soberanía. "El poder soberano reside únicamente en mi persona", había declarado Luis XV en 1766. El Rey no debía dar cuenta a nadie de su actuación, excepto a Dios. En él residían el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, aunque la complejidad de la tarea de gobierno había dado lugar a la creación de un complicado aparato burocrático y administrativo manejado por una pléyade de funcionarios de distinto niveles que también dependían en último término del monarca. A la cabeza de esta maquinaria se hallaban el canciller de Francia, que era el guardián del Sello; el intendente general de Hacienda y los secretarios de Guerra, Marina, Asuntos Exteriores y el de la Casa del rey. Existía también un Consejo Supremo, del que formaban parte personajes de la alta nobleza, que tenía carácter deliberativo. Este Consejo debía estar presidido por el rey en persona, pero éste fue adoptando la costumbre de ausentarse de sus reuniones, con lo que sus atribuciones fueron quedando cada vez más en manos de los principales ministros, y no era infrecuente el choque entre éstos y los consejeros.Elemento clave en la gobernación del reino era la figura del intendente. Francia se dividía en treinta y dos intendencias desde la época de Luis XIV. Los intendentes eran los representantes reales en cada una de estas circunscripciones administrativas, y muchos de estos cargos fueron copados por la nobleza. En general, el sistema había demostrado ser eficaz para el control de la administración provincial y su creación había constituido un paso importante para la modernización de la administración francesa. Tanto es así que el modelo, con sus naturales variantes, fue exportado a países como España. Con todo, la administración territorial tropezaba con los obstáculos que representaban las múltiples jurisdicciones exentas y leyes especiales que existían todavía en Francia. En efecto, algunos territorios conservaban formas de gobierno distintas, como en el Languedoc, donde gobernaban los obispos, o en Bretaña, donde lo hacía su nobleza. En otros lugares, como en Lyon o en Marsella, las corporaciones o las asociaciones de comerciantes constituían un poder semi-independiente en virtud de sus estatutos especiales. Además, desde su creación, los intendentes habían ido convirtiéndose más en defensores de los intereses locales que en representantes del poder real que los había nombrado. Sin embargo, como señala Vovelle, ese cambio no había sido acompañado por un aumento de la estima de sus gobernados: "estos agentes del absolutismo real llevaban consigo el descrédito del sistema que representaban, y se condenaba el "despotismo de los intendentes"".La justicia estaba en manos de los trece Parlamentos, que tenían además competencias sobre otros asuntos, como era el de registrar o detener las órdenes reales. El más importante de todos era el Parlamento de París, que se componía de una Gran Cámara asistida por otras de información y de demanda. Estaban integradas por lo que podríamos denominar como oligarquía judicial, es decir, un cuerpo de altos funcionarios que conseguían sus cargos con carácter hereditario y disfrutaban de ciertos privilegios aun sin pertenecer a la nobleza de sangre. Aunque los Parlamentos detentaban su poder en virtud de la delegación real y por consiguiente eran -al menos teóricamente- instrumentos del absolutismo regio, la venalidad de los oficios y la propiedad de los cargos, les habían llevado a convertirse en elementos de oposición a la Monarquía.Los Parlamentos habían sido suprimidos durante el reinado de Luis XV a causa de los muchos problemas que habían planteado, pero fueron restablecidos a comienzos del reinado de Luis XVI para complacer a la nobleza. La medida, que suscitó manifestaciones de júbilo, condenaba sin embargo cualquier tentativa de reforma del régimen. La arrogancia de los Parlamentos frente al poder real, sería por otra parte una de las causas de la crisis de la Monarquía.A la cabeza de toda aquella organización se hallaba desde 1774 el monarca Luis XVI. Era nieto de Luis XV y había accedido al trono cuando sólo tenía veinte años. Por sus rasgos físicos -nariz gruesa, complexión voluminosa y rostro inexpresivo- y por sus aficiones -ejercicios al aire libre y pasión por la caza- podría decirse que era un típico Borbón. Sin embargo carecía de la prestancia real de Luis XIV y de Luis XV. En un principio se consagró a sus deberes con una gran dedicación, pero su ingenuidad y sus escrúpulos de conciencia contribuyeron a hacer más dubitativa todavía su débil voluntad y a dejarse influir por el ambiente que le rodeaba. Mostró una especial inclinación por las intrigas palaciegas, por los informes secretos y por los chismes cortesanos, lo que le fue restando cada vez más el respeto de sus súbditos. Su esposa, María Antonieta, era hija de la Emperatriz de Austria, María Teresa, y aunque más tarde dio prueba de un carácter fuerte, ofreció la imagen en un principio de una joven frívola y caprichosa. En realidad, su vida conyugal fue bastante desgraciada y eso la llevó a encerrarse en un círculo de amigos, del que quedaron excluidos muchos personajes de la Corte. Esa situación contribuyó a crearle un clima de rechazo y de impopularidad que quedó reflejado en el apodo de "La austriaca" con el que se la conocía. Sus problemas sentimentales le hicieron adoptar una conducta reaccionaria e intransigente en el ejercicio del poder que detentaba.En Versalles, rodeando a la pareja real, existía toda una cohorte de príncipes y princesas de sangre real y una numerosa pléyade de nobles aduladores e inútiles cuyo sostenimiento suponía la duodécima parte de las rentas del reino. El esplendor y el lujo de la Corte de Versalles concitó la crítica popular, que fue movilizándose en contra suya a medida que la crisis económica iba agudizándose.
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De sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, Carlos V recibió gran parte de la península Ibérica, junto con otra serie de dependencias repartidas por Europa, África y América. Separados los dos grandes reinos de Castilla y Aragón a la muerte de Isabel la Católica, los hechos relatados de 1516 -la muerte de Fernando el Católico más el golpe de Estado, que permitió a Carlos compartir la soberanía de Castilla con su madre y gobernar en exclusiva- le allanaron el camino para ser jurado heredero sucesivamente por las Cortes reunidas entre 1518 y 1519 en Valladolid, Zaragoza y Barcelona. La unión de las dos coronas en Carlos fue, sin duda, un elemento que contribuyó decisivamente a la consolidación de la Monarquía Española, constituida de muy diversas piezas, pero cada vez con más instituciones comunes que actuaban como poderosos vínculos más allá de la coincidencia de la soberanía de todas ellas en un mismo titular. Como colofón, Fernando el Católico hizo valer sus derechos al reino de Navarra por la fuerza de las armas en 1512, de modo que el nuevo Estado, inserto por voluntad expresa del rey aragonés en la Corona castellana (1515) -pese a conservar sus propias instituciones originales, así como su propio sistema parlamentario- contribuyó a reforzar la unidad peninsular en vísperas de la llegada de Carlos. Castilla era sin duda el más poderoso de los dos componentes básicos de la unidad. Compuesta por una serie de territorios de denominación diversa (reinos de Galicia, León, Castilla, Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla y el recién conquistado de Granada, principado de Asturias, señorío de Vizcaya y provincias de Guipúzcoa y Álava), todos ellos se configuraban unitariamente como fruto de una historia compartida desde los tiempos medievales y de una institución parlamentaría común (las Cortes), aunque las tres provincias vascongadas mantuvieran unos fueros que les otorgaban cierta singularidad dentro del conjunto. Castilla, que había incluido al reino de Granada sin ninguna dificultad dentro de su marco constitucional, había incorporado asimismo otros Estados antes de la llegada de Carlos a la península Ibérica. En primer lugar, la conquista de las islas Canarias había permitido la inclusión del archipiélago en la Corona castellana, con la simple salvedad de la distinción entre las tres islas de realengo (Gran Canaria, Tenerife y La Palma) y las cuatro islas señoriales (Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y La Gomera), pero todas ellas bajo la soberanía del rey de Castilla. Del mismo modo, el derecho de conquista había puesto en manos de los Reyes Católicos un rosario de fortalezas o presidios en la costa africana (Melilla, Mazalquivir, Peñón de Vélez de la Gomera, Orán, Bugía y Trípoli), a las que Carlos V añadió la gran plaza fuerte de Túnez (julio de 1535), aunque perdió el control sobre Bugía y Trípoli -esta última puesta bajo la vigilancia de los caballeros de la Orden de Malta, instalados en esta isla por el Emperador en 1525-. El reino o Corona de Aragón se componía asimismo de varias piezas, esencialmente los reinos de Aragón propiamente dicho, Valencia y Mallorca y el principado de Cataluña. Aunque unidas todas las piezas bajo un mismo soberano (antes y después de Fernando el Católico), los reinos mantuvieron instituciones y hasta Cortes separadas. Incluso el reino de Mallorca presentó como característica constitucional específica la falta de una representación parlamentaria propia y la particular articulación de las tres islas mayores de Mallorca, Menorca e Ibiza dentro del conjunto insular. Además, el reino aragonés se había prolongado fuera de las fronteras peninsulares con la incorporación de los condados de Rosellón y Cerdaña, recuperados de Francia por el tratado de Barcelona de 1493, y del reino de Cerdeña, vinculado desde la Edad Media de modo tan estrecho que sus asuntos bajo Carlos V dependieron del Consejo de Aragón, antes de incorporarse más tarde el Consejo de Italia, cuando la lógica geopolítica primó sobre el criterio constitucional. Finalmente, los derechos dinásticos aragoneses obtuvieron su reconocimiento, impuesto frente a Francia por la fuerza de las armas, en el caso de la incorporación -efectiva desde enero de 1504 y sancionada desde marzo del mismo año por el tratado de Lyon- de los reinos de Nápoles y de Sicilia, que mantuvieron instituciones separadas, con un gobierno independiente ostentado por sendos virreyes nombrados desde España, pese a la obvia unidad geopolítica. El ducado de Milán -que había estado intermitentemente bajo la soberanía de Francia y de la familia Sforza- revirtió también en Carlos V como feudo imperial en 1535, aunque el territorio fue cedido en 1540 al futuro Felipe II y unido así definitivamente a la Monarquía Hispánica.
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Cuenta Johannes Dantiscus en sus cartas al rey Segismundo Jagellón, editadas por A. Fontán y J. Axer, que, a finales de mayo de 1526, se había desplazado hasta Granada para esperar, con otros embajadores, los consejeros y el Gran Canciller Gattinara, a un joven Carlos I recién casado con la emperatriz Isabel de Portugal. Para su aposento tuvo que alquilar varias casas y no le resultó sencillo pese a encontrarse en una ciudad grande porque "casi en su mayor parte la habitan moros -sólo de nombre cristianos- que tenían miedo de todos los extranjeros, especialmente de los españoles". En esa misma correspondencia hay otras noticias que ilustran lo reciente que aún era la conquista por los Reyes Católicos y, sin embargo, cuando su nieto el Emperador llegó, por fin el 4 de junio, a las puertas de la ciudad -cuenta Dantiscus- "las encontró cerradas, porque así está establecida aquí esta costumbre: que antes de que los reyes entren, primero juran todos los privilegios y exenciones que, concedidos por otros reyes, habrán de guardar". Anteriormente hemos comentado el caso de Felipe II junto a la raya que separaba Castilla de Aragón, con sus justicias dejando las varas que simbolizaban su poder en el suelo porque Aragón era otro reino. Aquí nos encontramos a su padre a las puertas de una ciudad conquistada una treintena de años atrás, pero también detenido en su entrada, ahora, hasta que jure sus privilegios. Es cierto que las dos situaciones son muy distintas y, en el fondo, no comparables. Sin embargo, podemos ver en ellas la vinculación que se establecía entre espacio y jurisdicción, creándose una asociación en la que una jurisdicción distinta exige un espacio privativo y, viceversa, un espacio diferenciado se define por disfrutar privilegios y exenciones particulares. De la eminencia del reino hemos descendido al espacio menor de la ciudad, pero todavía podríamos reducir aún más la escala y encontrarnos pequeños ámbitos privativos en su interior. Por ejemplo, ese célebre privilegio eclesiástico que concedía inmunidad a los reos que, perseguidos por la justicia civil, se refugiasen en los recintos sagrados y que conocemos como derecho de asilo o acogerse a sagrado. He aquí cómo una nueva jurisdicción, la eclesiástica, levanta una frontera en torno a un espacio ínfimo, apenas un edificio. La vinculación entre jurisdicción y espacio resultaba propia de la organización particularista que era definitoria de la sociedad de estados con su constelación de poderes. No se trata de que reinara el más absoluto de los caos, puesto que la sociedad de estados mantenía la idea global de comunidad coherente y, de hecho, jerarquizaba las jurisdicciones y los espacios hasta ponerlos bajo la preeminencia de un rey y un reino. La esencial desigualdad estamental se expresaba en el espacio, se hacía visible gracias a él y se practicaba sobre él. El más pequeño de estos espacios en los que se ejercía una jurisdicción propia era la casa, y la más pequeña de las autoridades el padre de familia (paterfamilias).