En esencia una mezquita es sólo un recinto aislado, con una parte cubierta, uno de cuyos muros (la qibla) mira a La Meca; aunque el edificio no se presta a confusión, la qibla, a la que se mira al orar, está asignada por un nicho vacío (mihrab) y que suele estar en el centro. La oración (salat), que se celebra el viernes al mediodía, requiere que los asistentes estén en estado de pureza legal, que se adquiere mediante la ablución en una fuente o receptáculo (mida'a), situada a la entrada de la sala. El rito comienza con un sermón (jutba) en la lengua del país, que pronuncia un jatib o predicador desde lo alto de un púlpito (minbar); tras el sermón, el director (unan), desde la primera fila, inicia la oración, en árabe, y que consta de unas fórmulas verbales y gestuales ritualizadas. Estos son los elementos indispensables en la mezquita aljama (masyid al-yami), a los que, según el lugar y la época, se les han añadido otros, que enumeramos sin más. La mida'a suele estar en el centro del patio (sahn), que puede tener galerías perimetrales o no, y en uno de cuyos lados suele ubicarse el alminar (sauma'a); para proteger al monarca o sus representantes pudo existir delante del mihrab un recinto acotado, maqsura e incluso un sabat (pasadizo) conectado con su palacio. El tesoro de las fundaciones pías solía custodiarse en una cámara (baya al-Mal) situada a la vista de todos en el sahn, en una edícula sobre columnas, o en una de las cámaras del sabat, cercana a la del alminbar. Finalmente, y para alojar a las mujeres, o a los hombres también, si el edificio resultaba pequeño, se solían montar unos altillos de madera o fábrica (saqifa, plural saqa'if). El mobiliario de la aljama quedaba completo con dos muebles: el kursi, especie de atril o velador hexagonal para colocar el Corán abierto y la dakka un estrado para el iman. De acuerdo con la línea ortodoxa del Islam mayoritaria hasta el siglo XV, la oración del viernes sólo podría hacerse en cada ciudad concreta en una única mezquita, la aljama, lo que obligaba a que tuviese una extensión considerable. Tal restricción ha supuesto las ampliaciones de las aljamas y sólo en muy contadas ocasiones su multiplicación; teniendo en cuenta que las primeras mezquitas construidas ex novo, y algunas de las que aprovecharon edificios anteriores, partieron de definir una parcela cuadrada de terreno, repartida entre techado y descubierto, se comprenderá que en las mezquitas viejas lo que las diferenciaba de las iglesias era la simplicidad de su contorno y la estrecha relación espacial entre el patio, donde también se puede rezar, y el oratorio. La diferencia que existió entre las iglesias y las mezquitas se basó en que las primeras han sido casas de Dios y lugares del sacrificio, mientras las segundas sólo han sido espacios para reuniones y oraciones. Por lo tanto, en las iglesias ha existido una tendencia a las celebraciones misteriosas y complejas, mientras en los oratorios musulmanes los principales problemas han sido de acceso y visibilidad. Por todo ello y durante medio milenio, las aljamas fueron rectángulos orientados a La Meca, con un patio hacia la zona opuesta y una torre en él; éste es el tipo que podemos llamar de naves u omeya, para enfatizar el hecho de que las zonas cubiertas están articuladas mediante tandas de naves paralelas, admitiendo tantos subtipos como combinaciones puedan hacerse con sus elementos: existencia, número y orientación de las naves perimetrales del patio, existencia de nave central (hacia La Meca) más ancha y número de naves paralelas y/o perpendiculares a la qibla, además de presencia de una cúpula en la nave central, delante del mihrab.Es obvio que el subtipo más simple fue el de la primera aljama de Córdoba, ya que ni tenía galerías en el patio, ni poseyó cúpula, ni variación alguna en sus once naves perpendiculares a la qibla; el más sofisticado fue el de Damasco, con arquerías al patio, una nave central con cúpula, tan enfatizada que es un auténtico transepto y tres naves paralelas a la qibla; entre estos dos extremos pueden obtenerse cuantas variantes se deseen, y siempre habrá uno o más ejemplos que las materialicen. Este gran modelo pervivió sin apenas competencia hasta mediados del siglo XI, como solución para las aljamas, y como ideal que, reducido de escala y aligerado, podía inspirar cualquier mezquita. Las innovaciones más fructíferas debieron darse en las de barrio, ya que la más antigua, la de Bu Fatata, en Qayrawan, del 841 es rara, pues es un cuadrado, sin patio, con pórtico in antis, subdividida en nueve tramos abovedados gracias a cuatro soportes aislados; este tipo de mezquita, que llamaremos de cuatro soportes, se documenta en otros lugares, como Toledo (Cristo de la Luz, del año 999) y preparó el camino para los tipos modernos, muy diferentes de la mezquita de naves; éstos nacieron de varios factores, como el deseo de vertebrar de forma más concluyente la nave central, su cúpula y la nave o naves paralelas a la qibla; además, el desarrollo de edificios en los que las cúpulas formaron lo más sustancial de los mismos, como fueron los mausoleos y el conocimiento de los templos cristianos, hasta llegar a la conversión de Santa Sofía de Constantinopla en mezquita, impulsaron la transformación del oratorio. Así fue naciendo, en la etapa de fraccionamiento, la mezquita moderna, que es un espacio unitario presidido por una gran cúpula y articulado por la tiranía estructural de ésta; si existe patio, éste se planteará como una parte diferenciable, ricamente vertebrada. Señalemos también que es de tamaño menor pero de mucha más altura, y muestra interesantes valores masivos gracias a que queda inscrita en un conjunto de edificios bajos que, conformando un gran patio en torno a ella, la enmarcan y relacionan con el contexto urbano, de forma más elaborada y consciente que en el tipo antiguo. Esta mezquita, cuya variedad escapa a toda clasificación, será más pintoresca y eclesial que las anteriores, y puede ser llamada de cúpula. Ni que decir tiene que es el modelo turco por excelencia y, a partir de él, se extendió por todo Oriente. Además de estos dos grandes modelos, bajo los silyuqíes fue naciendo una variante del modelo antiguo, que poco a poco iría adquiriendo fuerza, de tal manera que no sólo preparó el camino para el moderno, sino que alcanzó formulación autónoma; la mutación vino del deseo de articular más la simplona traza de las aljamas tradicionales, para lo que se introdujeron elementos espaciales potentes en lugares privilegiados, especialmente en los ejes de simetría del patio. Para esto el iwan fue muy útil y al forzar el aumento de la superficie del sahn, provocó la atrofia de la sala de oración propiamente dicha y el fuerte protagonismo del primero hasta llegar a la fórmula de los cuatro iwan, sobre los ejes principales del patio. Además de estos tres grandes modelos, que coexisten desde el XI, se han producido algunos casos anómalos, sobre todo en palacios, como en el oratorio taifal de la Aljafería de Zaragoza, de planta extrañísima, pues es un cuadrado con dos rincones contiguos chaflanados, en uno de los cuales se aloja el mihrab; parecido, ya que su planta es un cuadrado cubierto por una cúpula octogonal, es el almohade del Alcázar de Saris (Jerez de la Frontera), despojado de la decoración que debió poseer; también hay dos pequeños oratorios en los alcázares de la Alhambra: el del Partal, que es un quiosco realzado, y el del Mexuar, que se constituye a modo de mirador sobre el Albaicín. Ya que hablamos de Al-Andalus recordaremos la rareza, nunca bien explicada, de que sus mezquitas tuvieron su Meca particular, ya que todas miran al Sur o ligeramente hacia el Sureste. El alminar ha sufrido una evolución independiente, cambiando de forma, altura, posición y número, aunque alguno de sus rasgos ha permanecido inalterable, como es el sentido de subida de su escalera, que es a izquierdas; parece oportuno señalar que la palabra española alminar, preferible al galicismo minarete, es un invento del siglo XIX español, popularizado por el Duque de Rivas. El más monumental y más antiguo de los modelos (exceptuando el omeya de Qasr al-Hair al-Sarqui, datado en el 728) es el de Qayrawan, cuyo aspecto actual responde a la reconstrucción que se realizó en el año 836. Los normales fueron modestas torres de dos cuerpos, de los que el inferior, pese a estar decorado sumariamente en todas sus caras, sólo tenía ventanas practicables en la parte del patio, para que el almuédano no fisgara en las casas colindantes; la escalera desembocaba en una terracilla, bajo la cúpula del segundo cuerpo. Este esquema pervivió en los países occidentales, sobre todo los que se libraron de los otomanos. Sin embargo, desde los primeros tiempos, se sucedieron los experimentos, de los que el más espectacular y menos fructífero fue el de la Malwiya (la Espiral), que es el alminar helicoidal de la Aljama de Samarra, fechada en los inicios del siglo IX y cuyas dimensiones fueron tales que el califa subía montado en burro. Otro alminar insólito fue el de Córdoba, que levantó el califa Abd al-Rahman en el año 951 y que por su monumental tamaño precisó un par de escaleras simétricas, que obligaron a una rara decoración dúplice en dos de sus fachadas que apenas si tuvo consecuencias en el propio Islam pero que, a través de los mozárabes, fue conocida en el románico catalán que, sin necesidad estructural o espacial, copió las ventanas duplicadas. El gran momento de los alminares occidentales fue la época almohade, cuando se levantaron la Giralda de Sevilla (1184-1198), la Qutubiyya de Marrakus (acabada en 1197) y la torre de Hassan en Rabat (coetánea de la anterior) que quedó inacabada; el éxito de estas torres, especialmente de la primera, no sólo se debió a su afortunada decoración, sino a que solucionaron sus colosales dimensiones con gran eficacia estructural e insuperable agilidad compositiva, aunando una serie de siete cámaras que aligeraban el peso del machón central, una cómoda rampa (capaz de permitir que el sufrido mu'addin subiera montado) y una serie de huecos, cuya decoración se integra de forma armoniosa, a pesar de tantos pies forzados, con el exterior. En Oriente los alminares siguieron otros derroteros, pues, en el primer tercio del siglo XI, los samaníes inventaron los cilíndricos, con lo que estaban dando un paso decisivo hacia la mayor libertad compositiva de estos elementos, ya que los redujeron a escaleras de caracol, cuyo cerramiento exterior adoptaría disposiciones diversas, siempre simétricas y de creciente esbeltez; las cornisas, anillados, estrías, baquetones, aguzamientos, balcones, etc., dieron amenidad a la caña de estas esbeltas agujas, que fueron multiplicando su número, hasta llegar al máximo de siete. La primitiva cupulilla que daba refugio al almuédano se transformó en agudísimos conos, airosos quioscos sobre cuatro, seis u ocho columnas, miradores en torno a un machón fálico, chapiteles de figuras inverosímiles, etc. El gran siglo de los abbasíes fue muy fructífero en controversias religiosas, especialmente por el avance de versiones y sectas heterodoxas, tanto que a lo largo de siglo X se detecta un notorio cansancio sobre la utilidad de tales investigaciones; a gran masa de población, que pudiera considerarse como ortodoxa, fue la base sobre la que en Irán comenzaron a organizarse las primeras madaris o seminarios; las más viejas son de época gaznawí y nacieron como reacción a las instituciones que habían surgido entre los fatimíes (entre ellas la escuela Al-Azhar, de El Cairo, origen de una de las más prestigiosas universidades musulmanas de la actualidad) y los siíes (que contaban con un centro similar en Bargdad). Cada madrasa fue como un colegio universitario medieval, sólo que dedicado al estudio, nada especulativo, de la Teología musulmana; estuvieron formados por una residencia de estudiantes, las aulas, las dependencias auxiliares y, cómo no, una mezquita en la que se alojó con el tiempo el sepulcro del fundador. Este grupo de funciones se integraron en torno a un patio; dado que no existían los problemas de extensión y visibilidad de las aljamas, el organismo resultante fue mucho más articulado y jugoso que aquéllas, sobre todo a partir de que su mezquita pudo, aligerada de la presión de la superficie, adoptar plantas anómalas. El tipo más depurado fue el patio articulado mediante dos ejes, con un iwan en cada lado extremo y que tanta influencia sobre las mezquitas orientales tuvo a partir del siglo XII. Sólo a título de inventario mencionaremos la cairota de Aqla'un acabada en 1285, la Yusufiyya, en Granada, de 1359, aunque intensamente transformada, y la Bu Inaniyya, de Fez, de 1355.
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En el escaso panorama arquitectónico del Seicento lombardo, debe recordarse que Lombardía dio tanto a Nápoles como, sobre todo, a Roma los más y mejores de sus arquitectos. El único arquitecto, pero con talla comparable a la de Maderno, fue Francesco Maria Richino (Milán, 1583-1658), que en su iglesia de San Giuseppe (1607-30) se alejará decidido del Manierismo académico presente en Milán, fundiendo magistralmente dos plantas centradas para crear la planimetría del templo, lo mismo que con la fachada cóncava del Collegio Elvetico (1627). Aún así, no es el Seicento el siglo de la arquitectura milanesa, como tampoco lo es de la escultura, que queda casi reducida a los niveles del artesanado, empeñados sus artífices bien en la decoración de la estructura arquitectónica del Duomo, bien en las obras de ornato de las capillas votivas de los Sacro Montes, como Dionigi Bussola.Casi sin temor a equivocarnos, podríamos afirmar que, aun sin ser un artista, el protagonista máximo de la vida artística de Lombardía durante las primeras décadas del Seicento fue el prelado Federico Borromeo (1564-1631), cardenal en 1587 y arzobispo de Milán en 1595. Aunque eclesiástico, estudió arquitectura y fue un gran dilettante del arte, además de coleccionista insigne. A su inquietud, impregnada del espíritu cristiano y deseosa de la grandeza de Milán, se debe la fundación de dos instituciones de gran alcance, la creación de la Biblioteca Ambrosiana y de la Academia Ambrosiana, origen de la actual pinacoteca, que aparte de custodiar sus pinturas, era una especie de escuela donde se formaban los artistas según la inspiración de los principios tridentinos. Sus cualidades como protector de los artistas bien se dejaron ver y las demostró, en 1610, con ocasión de las fiestas por la canonización de su tío, San Carlos Borromeo, tanto por su liberalidad como comitente de obras de arte cuanto por su generosidad y protección dispensadas a los artistas.Con todo, su importancia (y nuestra desilusión) viene dada como autor de una obra: "De Pictura Sacra" (1625), uno de los textos contrarreformistas más severos que, a imitación del "Discorso" del cardenal Paleotti (pero a años luz de él), mayor difusión llegaron a alcanzar por entonces, sobremanera en la Lombardía. Hablando en clave del todo contrarreformista, el arzobispo milanés indica en sus páginas aquellos asuntos y temas más apropiados para lograr la edificación de los fieles, al tiempo que marca los límites de la libertad que todo artista podía autoconcederse. De este modo, sin presentar ningún tipo de propuesta orientativa a nivel estético o un juicio crítico de valor sobre cómo concebir la obra de arte -como en su día había llegado a hacer Paleotti-, señaló decidido (diríamos que fanático, de no ser conscientes de su elevada espiritualidad y moralidad) el camino a seguir a toda la pintura del Seicento lombardo durante los primeros decenios del siglo, por lo menos hasta su muerte.No es de extrañar, pues, que en la obra de aquellos artistas que laboraron por entonces en el área lombarda se advierta el espíritu de la Contrarreforma vivo en sus pinturas, de uno u otro modo. Y por lo mismo, que en sus producciones sea casi imposible ver una visión gloriosa o un canto salvífico y triunfal, como fue normal en Roma, sobre todo en el pleno Barroco. Lo normal en Milán, en las pinturas de Giovan Battista Crespi, conocido por il Cerano (Cerano, 1576-Milán, 1632), el pintor oficial del cardenal, en las de Pier Francesco Mazzucchelli, il Morazzone (Morazzone, 1571-Piacenza, 1626), en las de Giulio Cesare Procaccini (Bolonia, hacia 1570-Milán, 1625), o en las de Daniele Crespi (Busto Arsizio, 1598-Milán, 1630), es contemplar raros e inestables equilibrios entre los juegos intelectualistas del tardío Manierismo, con santos o santas en lánguidos espamos y levitaciones, rodeados de halos de luz suprarreal, junto a escenas de cuerpos macerados, martirios lacerantes, durísimas mortificaciones y crudos sacrificios. El paso siguiente sería la confusión y la degeneración casi morbosa y pietista en el que ciertos espíritus religiosos, o tal vez pseudo-religiosos, del Seicento terminaron por caer, como el caso de Giovan Francesco del Cairo (Varese, 1607-Milán, 1665), enlazado con la patética estela de Morazzone. Analizando tan sólo un cuadro en el que las tres máximas figuras de la pintura lombarda intervienen, el Martirio de las Santas Rufina y Segunda (ant. 1625), comprenderemos muchos extremos. A Procaccini se debe la lánguida Santa que espera ser decapitada y el ángel (bastante coreggiesco) que le señala el cielo; a Cerano, el trozo del ángulo en que aparece la otra Santa ya decapitada y el ángel que retiene a un perro excitado por el olor y la vista de la carne ensangrentada; y a Morazzone, los verdugos. En suma, horror y piedad juntos.Este complejo comportamiento espiritual vino acompañado por un heterogéneo sustrato cultural y artístico en el que se fundieron las sutilezas más débiles del tardo Manierismo y las primeras alusiones al Barroco que estaba surgiendo, sobre todo a la línea del clasicismo boloñés de la escuela de Ludovico Carracci, la narrativa devota de la Contrarreforma toscana, la exuberancia cromática de la pintura veneciana y aquellos vigorosos aspectos populares lombardos que triunfan en los Sacro Montes.Enlazando con esto último, cabe hablar de la figura de Antonio d'Enrico, más conocido por Tanzic da Varallo (Alagna, hacia 1575-Varallo, hacia 1635), el máximo protagonista de la pintura piamontesa que depende en todo de las experiencias lombardas, aunque su obra principal la ejecutara dentro del territorio del Piamonte, en las capillas del Sacro Monte di Varallo (1618-20).Expresión genuina de la Contrarreforma lombardo-piamontesa, los Sacro Montes son una sucesión de capillas votivas desgranadas por las laderas de pequeñas alturas o colinas, situadas en las estribaciones de los Alpes (Orta, Varallo, Novara...) -como barreras encantadas de defensa contra la herejía-. En cada una de esas capillas se representa un misterio del Rosario o una escena de la Pasión de Cristo, con un sinnúmero de figuras en madera o estuco y con fondos pintados al fresco. Unidos a una tradición franciscana que se remonta al siglo XV, se trata, por tanto, de unos lugares de peregrinación, organizados escenográficamente y según un recorrido secuencial, en etapas corespondientes a la historia sacra que se narra, en clave dramática o devocional, en el más puro realismo popular lombardo y de manera tridimensional, y ante las que los fieles participan como actores de una comparsa teatral. Como en el caso de la pintura de tono mayor, en ocasiones el realismo lombardo acentúa el tono naturalista de algunas representaciones, cayendo en lo grotesco y populachero, pero en todo caso, siempre, fundiéndose con los más puros sentimientos de piedad y devoción, no exenta de carga declamatoria, propios de la más severa y rigurosa Contrarreforma, como era aquélla personificada por el devoto arzobispo Federico Borromeo.Desaparecido de la escena tanto el factótum como los ejecutores de la pintura que acabamos de analizar, los pintores de la segunda mitad del siglo parecen poseer un realismo tocado por una vena más sentimental. Cabe citar al gran pintor de naturalezas muertas Evaristo Baschenis (Bérgamo, 1617-1677), especializado en pintar instrumentos musicales, alcanzando en algunas de sus pinturas por la inmovilidad de los volúmenes, definidos certeramente por la luz, ordenados de manera mágica sobre una mesa, efectos en verdad metafísicos.
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Como defensa del régimen liberal se organizó en este periodo la Milicia Nacional. Ya la Constitución de 1812 en su Título VIII contemplaba la existencia de dos tipos de fuerzas militares nacionales. Además de la fuerza militar ordinaria, establecía en el artículo 362 que "Habrá en cada provincia cuerpos de milicias nacionales, compuestos de habitantes de cada una de ellas, con proporción a su población y circunstancias". Las Cortes de 1820 se ocuparon desde el primer momento de la creación de esta milicia. Su objetivo era en principio el de velar por el orden público y por el orden político, aunque, como pone de manifiesto Pérez Garzón, esos son dos conceptos que se identifican en una situación revolucionaria. La creación de esta milicia implicaba el adiestramiento de los ciudadanos en el manejo de las armas y su éxito debía basarse en el entusiasmo que los liberales mostraban en la defensa de sus principios. Por eso inicialmente se pensó en una fuerza voluntaria, en el convencimiento de que llegaría a reunirse un contingente de alrededor de medio millón de personas. Sin embargo, la realidad fue que no llegaron a cubrirse las cifras previstas y hubo que recurrir a la recluta forzosa. La Milicia Nacional estuvo dominada por los elementos más exaltados y radicales desde el punto de vista ideológico. En palabras de uno de los líderes radicales, Romero Alpuente, los exaltados se propusieron hacer de la Milicia "la Patria armada". Su incompatibilidad con el ejército ordinario hizo imposible que sus mandos fuesen reclutados de entre los cuadros del ejército y hubo que nombrar a los oficiales retirados. Eran frecuentes los actos de indisciplina y de insubordinación, por lo que la Milicia distaba mucho de ser una fuerza organizada y eficaz. Aunque en muchos aspectos guardaban una similitud teórica con el ejército profesional, sobre todo en lo que se refería a la organización, jerarquización, e incluso uniformación, los milicianos fueron convirtiéndose en una fuerza local dependiente de los respectivos ayuntamientos, los cuales a su vez se vieron mediatizados por ella. A lo largo del Trienio, la Milicia Nacional dio sobradas muestras de su entusiasmo en la defensa del régimen liberal. En las intentonas realistas que se produjeron en estos años, así como con motivo de la invasión francesa de 1823 que daría fin al dominio de los constitucionales, la milicia jugó siempre su papel de protector del sistema. No fue tan diligente, en cambio, en lo que respecta al mantenimiento del orden público. Incluso hay pruebas de que a veces algunos de sus miembros tuvieron una participación destacada en la incitación a los desórdenes. En todo caso, no puede dejar de reconocerse el destacado papel de la Milicia Nacional en el desarrollo de los acontecimientos en este periodo y, especialmente, su protagonismo en la vida local de las pequeñas poblaciones.
Personaje
Era viuda en 1543. Disfrutaba de una encomienda en Perú, no se sabe si por servicios propios o heredada de su marido quien la obtendría por méritos de guerra. Pedro Vaca de Castro que no era partidario de que las mujeres fueran titulares de encomienda -aunque podían serlo por ley- se las arrebató.
fuente
Uno de las medios más antiguos -empleado por los asirios al menos desde el s. IX a.C.- para abrir una brecha en un muro era excavar una galería hasta un punto bajo la muralla, a ser posible una esquina. Al final se practicaba una cámara más amplia, que se entibaba con vigas y rellenaba con paja y ramaje. Al quemarse el entibado, la cámara se hundía, desplomándose el muro situado sobre ella. La mejor defensa era la construcción de profundos cimientos y fosos antemurales y la excavación de contraminas desde el interior para exterminar a los zapadores enemigos. Esto daba lugar a una guerra "de ratas", en la oscuridad, especialmente terrible. La mina, empleando explosivos, aún se utilizó en los frentes estabilizados de trincheras de la guerra civil americana y la Gran Guerra.
contexto
La minería afrontó un gran reto, pues muchas de las minas superficiales estaban agotadas y fue necesario trabajar en galerías profundas, con problemas de apuntalamiento y desagüe. Pese a esto, consiguió cuadruplicar su producción a lo largo del siglo, con aumentos globales del 600% en México, y del 250% en Perú. A fines de la colonia, Hispanoamérica enviaba a España más de 20 millones de pesos de plata por año, que suponían el 62% de su producción total, reservándose el resto para su propia economía. Los Borbones realizaron una política de protección al sector, creando Tribunales y Escuelas de Minería, Bancos de Rescates, rebajando el quinto al décimo en el Perú (1736), regulando los envíos de azogue, sosteniendo un precio bajo para el mercurio y hasta mandando minerólogos y metalúrgicos extranjeros para tecnificar el tratamiento de los metales preciosos. Entre los últimos hubo muchos alemanes, el sueco Nordenflicht, que intentó introducir un nuevo método de amalgamación en el Perú, y don José y Fausto de Elhuyar que ensayó el método de Born en Nueva Granada. Los enormes costos de reconversión de estos últimos desaconsejaron cualquier innovación, por lo que el aumento de producción se debió a una mejor utilización de los recursos existentes y al descubrimiento de nuevas minas: Chihuahua, Iguana y Bolaños en México; Ucuntaya, Carabaya, Chanca y Huallanga en Perú, así como los placeres auríferos antioqueños en el Nuevo Reino de Granada. La producción argentífera atravesó muchos altibajos. En México, hubo una depresión que cubrió el período comprendido entre 1680 y 1710 (se obtenían unos seis millones de pesos anuales), luego una recuperación que triplicó la producción durante los años sesenta y, finalmente, una etapa de crecimiento constante a partir de entonces: 26 millones en 1797 y más de 27 millones en 1804. Al auge contribuyó mucho la rebaja del precio del azogue y de la pólvora. El virreinato contaba con unas tres mil minas, según Humboldt, las mejores de las cuales seguían siendo las de Guanajuato, Catorce, Zacatecas y San Luis de Potosí. En Perú, la producción fue descendiendo desde 4 millones en 1700 hasta una media anual de 3,5 millones en la década de los veinte, su punto más bajo. Posteriormente, aumentó hasta los 6,5 millones en 1774 y 11 millones en 1790. En 1799 sobrevino otra contracción. Por entonces, las minas de Pasco competían con las del Potosí, sobrepasándolas ligeramente en 1804 (dieron 2,7 millones de pesos). Aspecto esencial para la producción siguieron siendo los envíos de azogue. En 1708 se creó la Junta de Azogues para organizar la comercialización de dicho producto. Casi todo el azogue consumido en México procedía de Almadén y costaba 82 pesos el quintal. A partir de 1766 la Corona rebajó su precio a 62 pesos (su costo era de 21,5 pesos) y en 1777 a 41 pesos, pensando acertadamente que así favorecía la producción argentífera. En Huancavélica, la producción de azogue se mantuvo durante las primeras décadas del siglo en torno a los 3.000 quintales (los asentistas se habían comprometido a producir 6.820), que posteriormente subió a unos 4.000. Su problema principal era la falta de mano de obra. La Corona se había comprometido a suministrar 620 mitayos para dicha mina y apenas podían reunirse unos trescientos. El trabajo obligatorio suscitó muchas polémicas y en 1720 llegó a prohibirse la mita, pero las protestas de los mineros obligaron a restablecerla. A fines del régimen colonial, Hispanoamérica consumía treinta mil quintales de azogue, de los que poco más de la mitad (16.000) se destinaban a Nueva España. El trabajo minero en México creó un verdadero proletariado: unos seis mil trabajadores libres a jornal, muchos de los cuales recibían además primas por productividad. En cuanto a la minería aurífera neogranadina (Mariquita, su única mina argentífera, dio apenas 27.247 pesos entre 1785 y 1790), estuvo centrada durante su primer medio siglo en el Chocó (representó el 50% del total), Popayán y Barbacoas, pero al terminar el siglo XVIII estos placeres fueron sobrepasados por los antioqueños, que llegaron a representar el 38,8% del total, frente a 34,7% de Popayán y Barbacoas y 27% del Chocó. La cantidad de oro producido es objeto de discusión, dada la dificultad de contabilizar el que eludía el control fiscal, que se calcula entre el 50% y el 100% del legal. Vicente Restrepo estimó que lo producido alcanzó promedios anuales de 2.790.000 pesos para el período 1761-80, 3.138.750 para el de 1781-1800 y 3.060.000 para el de 1801-10. La moneda acuñada en las Casas de Santa Fe y Popayán ascendió a, durante el último medio siglo de la colonia, 91.106.000 pesos, con promedios anuales de 1.822.120. La mano de obra esclava decayó, siendo sustituida por la de los "mazamorreros" o pequeños mineros libres. Al oro se sumó también el platino, que empezó a beneficiarse en el Chocó por estos años. Las minerías chilena y quiteña fueron menos importantes. A fines de la colonia la producción de oro y plata americana sobrepasaba los 32 millones de pesos anuales. Las exportaciones de metales preciosos a España aumentaron en consonancia con la producción. Durante el periodo 1747?78 su media anual fue de 6,9 millones de pesos, que pasaron a 13,7 en el período 1747-78 y a 20,6 millones entre 1782 y 1796.
contexto
Los romanos asimilaron rápidamente los avances técnicos realizados por griegos y egipcios en la minería. Las minas eran explotadas a cielo abierto y en pozos o galerías, como se puede comprobar en España, con los distritos mineros de Las Omañas, Las Médulas, Cástulo o La Valduerna. Una de las técnicas más empleadas era el derrumbe de montañas, procediendo después al lavado de mineral con agua, en ocasiones procedente de una distancia cercana a los 40 kilómetros. De los diferentes distritos mineros salía el metal puro fundido, por lo que se realizaban in situ todas las operaciones, lo que conllevaba la participación de un amplio número de trabajadores. No en balde, sabemos que en las minas de Cartagena llegaron a trabajar unas 40.000 personas. Como es lógico pensar, el trabajo en la mina era tremendamente duro. La mayoría de los mineros eran esclavos o trabajadores dependientes e incluso libres, que trabajaban por el beneficio obtenido o como una forma de liberación de impuestos. Las tropas acantonadas en las cercanías de las minas, además de proporcionar seguridad a la explotación, servían para realizar tareas de asesoramiento técnico y construcción de infraestructuras. Este tipo de tareas eran dirigidas por los procuradores imperiales, que también tenían a su cargo la administración y la vigilancia de la explotación. La gestión de las minas varió a lo largo del tiempo. En un principio, el Estado tenía bajo su control la explotación, pero desde los primeros años del siglo II a.C. se utilizó un sistema mixto: arrendamiento para todos los metales, excepto las minas de oro que dependían directamente del Estado (las de plata en algunas ocasiones también eran de propiedad estatal). Los servicios que rodean a las minas -baños, zapatería, ferretería, etc.- eran ofrecidos por el Estado en régimen de alquiler.
contexto
La rapidez de la penetración española en América tuvo una causa fundamental: la esperanza de encontrar oro. Y muy pronto se encontrará, aunque habrá más plata que oro. Agotados los placeres auríferos de las islas, ya en la década de 1530 se descubren minas de plata cerca de la ciudad de México y en Taxco, y yacimientos auríferos en el interior de Nueva Granada. Pero será en la década de 1540 cuando se produzcan los hallazgos más espectaculares: en 1545 y 1546 se encuentran las riquísimas minas de plata de Potosí (en el Alto Perú, hoy Bolivia) y Zacatecas (México). Enseguida la América española será el país de la plata por antonomasia, y la minería se convertirá en el motor ("nervio y sustancia principal" dicen los documentos) de la economía colonial, proporcionando más del 75 por 100 del total de las exportaciones indianas (el 90 por ciento en los siglos XVI y XVII). Obviamente, el poblamiento y la colonización estarán en gran medida en función de la actividad minera. De acuerdo con el clásico esquema propuesto por Chaunu, el desarrollo de la minería americana presenta una sucesión de etapas y ciclos. La primera etapa, que abarcaría hasta mediados del siglo XVII, se subdivide así: 1) 1500-1520: Primer ciclo del oro; 2) 1520-1560: Segundo ciclo del oro y primer ciclo de la plata; y 3) 1560-1650: Segundo ciclo de la plata. A partir de finales del XVII se inaugura la segunda etapa marcada por la recuperación de la producción, con ritmos desiguales según las zonas. El primer oro obtenido en América procedía de lo arrebatado a los indígenas, pero enseguida se buscaron las fuentes locales de suministro, hallándose en los ríos, y tanto en las islas como en el continente se procedió intensamente al lavado de oro en artesas. En las Antillas, La Española proporcionará el 80 por 100 de la producción total del período, que Chaunu estima en unas 25 ó 30 toneladas hasta 1520. Agotados los placeres antillanos, se encontrará oro en el continente siguiendo las mismas pautas: primero recolección y saqueo, luego búsqueda en los ríos, y explotación de los yacimientos ya conocidos por los nativos (muchos de los cuales estaban ya parcialmente agotados), y finalmente hallazgo de nuevos yacimientos. Las zonas que tuvieron un buen rendimiento en oro son: Nueva España (Colima, Tehuantepec, y también en el norte, donde solía encontrarse oro asociado a minerales de plata), Centroamérica (Honduras), Quito (Zaruma), en Perú (Carabaya), Chile (Valdivia, y en el XVIII yacimientos de Copiapó o Norte Chico), y sobre todo en Nueva Granada, que tendrá las dos principales zonas productoras de oro: Antioquía (entre los ríos Cauca y Magdalena) en el siglo XVI, y Popayán y el Chocó (en la costa del Pacífico) en el XVIII. En cuanto a cifras de producción aurífera, se estima en diecisiete millones de pesos entre 1493 y 1545, y en 66 millones de pesos de oro (equivalentes a 287 toneladas) para el período 1545 a 1610, cuando casi la mitad de la producción corresponde a Nueva Granada. Hasta la década de 1540 el valor total del oro producido era superior al de la plata, pero a partir de esa fecha y durante todo el período colonial predominará la plata, gracias al descubrimiento de importantes yacimientos tanto en Nueva España como en Perú, las dos grandes zonas productoras. Las zonas mineras mexicanas más importantes, además de Zacatecas, son: Taxco (1534), Santa Bárbara (1547), Guanajuato (1550), Real del Monte y Pachuca (1552), Sombrerete (1555), Durango (1562), San Luis Potosí (1592); la mayor parte de estos yacimientos están situados en un medio árido y despoblado, cada vez más al norte. En Perú las minas no serán tan numerosas, pero hay una enorme concentración de plata en Potosí, un cerro situado en pleno páramo andino, a más de 4.000 metros de altura; otros yacimientos notables son Porco (1549), Castrovirreina (1599), Oruro (1606), Carangas, Puno, Cerro de Pasco (1630). A ellas cabe añadir la mina de azogue de Huancavélica, descubierta en 1563, que resultará esencial para el refinamiento de la plata por amalgamación. Variantes de dicho método fueron introducidas primero en México (minas de Pachuca) por Bartolomé Medina en la década de 1550 (beneficio de patio), y luego en Perú y Charcas por Pedro Fernández de Velasco a partir de 1571 (beneficio de los cajones), provocando un importante aumento de la producción al permitir aprovechar minerales de más baja ley que con el sistema de fundición en hornos o huairas. Es muy difícil conocer el volumen de la producción de plata, por el contrabando, la evasión de impuestos, etcétera. Haring calcula que hasta 1560 toda la América española produjo oro y plata por valor de casi ciento cuarenta millones de pesos o dieciséis millones de marcos (139.720.850 y 15.939.836 son las cantidades exactas). Según otros cálculos, en el siglo XVI la producción de plata alcanzó unos 346 millones de pesos ensayados (unos 157 mil millones de maravedíes), equivalentes a unas 15.000 toneladas. Por último, conocemos el valor de los metales preciosos llegados legalmente a España, que entre 1550 y 1700 casi alcanzaron los doscientos mil millones de maravedíes, distribuidos así: - 1556-1600: 76.807.138.301 maravedíes (E. Lorenzo) - 1601-1650: 99.618.464.825 maravedíes (Hamilton) - 1651-1700: 10.761.972.883 maravedíes (García Fuentes) La mayor parte de esta plata procedía de Potosí, que entre 1575 y 1600 proporcionó la mitad de toda la producción argentífera americana, pero que a comienzos del XVII inició un período de decadencia que durará 130 años, por agotamiento del mineral. En el siglo XVIII el Cerro de Pasco será el centro más dinámico de la minería peruana, que en general experimenta un nuevo auge, aunque ahora la principal zona productora será México, particulamente la región de Guanajuato, donde se localizaban las minas más importantes (entre ellas la famosa La Valenciana, la mayor mina individual de la colonia, que llegó a tener 3.300 trabajadores en los túneles, y proporcionaba casi el 80 por 100 de la producción de todo Guanajuato). A comienzos del siglo XIX, Humboldt estimó que la América española producía unos 40 millones de pesos de plata al año, de los cuales 23 millones (el 57,5 por ciento del total) correspondían a Nueva España, líder mundial en la producción argentífera. Y sin embargo, el propio Humboldt subrayaba que el valor de la producción agropecuaria mexicana era superior al de la minería.
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Por más que falte todavía completar el mapa minero-metalúrgico de Hispania durante toda la Antigüedad romana, contamos ya con los resultados de muchas campañas de prospección y excavación arqueológicas como para movernos ante unos resultados seguros, aunque incompletos. Entre los muchos estudios realizados sobre la minería antigua de Hispania destacan los estudios de Domergue, que tienen una importancia fundamental. Los autores antiguos siguen repitiendo las loas a la riqueza minera de Hispania, si bien sus afirmaciones representan más un pensamiento tópico que un reflejo de la realidad de la minería en el Bajo Imperio. Así, por ejemplo, nadie ha encontrado un solo apoyo arqueológico para sostener que el Tajo fuese portador de arenas auríferas. Al tratar de contabilizar los distritos mineros en actividad durante el Bajo Imperio, se comprueba que su número era mucho más reducido que en el período altoimperial. Sobre ciento setenta y tres explotaciones conocidas de la Hispania altoimperial, sólo veintiuna están documentadas durante el Bajo Imperio. Las técnicas y modos de prospección han sido iguales para ambos períodos: el estudio de materiales arqueológicos (cerámicas, lámparas, monedas...) dentro de las galerías o en sus proximidades. La existencia de poblados en las proximidades de una mina exige ulteriores confirmaciones pues, si el poblado sólo se justifica por las minas, como el caso de Cerro Muriano (Córdoba), no hay duda de que prosigue la actividad minera. Ahora bien, otros poblados como los de Almería (Sierra Almagrera, Herrerías y Cueva de la Paloma), cercanos a distritos mineros con actividad en épocas anteriores, pueden haber continuado durante el Bajo Imperio por disponer de tierras laborables en sus proximidades. Tal vez estemos aquí ante comunidades agrícolas descendientes de los antiguos mineros que habitaban esos poblados. En esencia se puede afirmar que hubo una importante disminución de la actividad minera durante esta época en Hispania. Al hacer un reparto geográfico de los distritos mineros se comprueba la ausencia de algunos que habrían tenido gran importancia en el Alto Imperio, como los relacionados con la explotación del oro en el Noroeste (Las Médulas, La Valduerna, etc.). Del Noroeste sólo presentan actividad las minas de Serra das Banjas, en Tras-os-Montes, de donde se siguió obteniendo algo de oro hasta mediados del siglo IV y tal vez, la mina de cobre de El Aramo (Asturias). El resto de los distritos mineros se extienden por el Sur peninsular: en Sierra Morena (distrito de Linares-La Carolina, distrito de Posadas, de Azuaga, de Córdoba y distrito de Sevilla), en el Suroeste (distrito de Huelva y del Alentejo) y en el Sureste (distrito de Cartagena-Mazarrón y -bastante dudoso en esta época- el de Almería). Falta por conocer con precisión la evolución de algunas minas de los Montes de Toledo, de la Sierra de Guadalupe, del Moncayo, de la Sierra de la Demanda y, posiblemente, de otros enclaves más donde hay indicios mal precisados de actividades mineras de época romana. En todo caso, las importantes minas de oro del Noroeste, cerradas entre finales del siglo II e inicios del siglo III, no volvieron a ser puestas en explotación. La actividad que puede denotar la ocupación temporal del castro de La Corona de Quintanilla (León) puede deberse a un pequeño grupo de mineros que pronto abandonaron su proyecto de obtener oro. Al tratar sobre el abandono de éstas y otras minas, los estudiosos comprueban que hay algún caso de agotamiento de los recursos y de dificultades derivadas de la insuficiencia técnica. Así, se sabe que el tornillo de Arquímedes o la noria eran válidos para extraer pequeñas cantidades de agua, pero que si daban con una fuerte corriente subterránea de agua y no era posible bajar la capa freática había que abandonar la explotación. Ahora bien, la causa que incidió principalmente en el abandono de muchas minas se encontraba en la escasez de mano de obra barata. En lo que respecta a las minas de oro del Noroeste, su explotación había requerido durante el Alto Imperio una considerable cantidad de mano de obra esclava e ingentes cantidades de población sometida de astures, cántabros y galaicos. A medida que esa población indígena fue adquiriendo derechos de ciudadanía romana y latina, se fue viendo liberada de la obligación de trabajar en las minas. La relación entre tonelada de tierra que había que remover y gramos de oro obtenidos de la misma no permitía pagar a trabajadores asalariados y aunque pudiera haber individuos condenados a trabajar en las minas, damnati ad metalla, su número no era suficiente como para mantener abiertas las explotaciones. Todos los datos parecen indicar que las explotaciones mineras mantenidas durante el Bajo Imperio no disponían de la planificación y organización que tuvieron en épocas anteriores, encontrándose con frecuencia ante explotaciones puntuales gestionadas de modo heterogéneo y, posiblemente, por pequeños grupos de mineros. Estaríamos pues ante una minería residual, comparada con la del Alto Imperio. Por otra parte, se comprueba que se ha producido igualmente una reducción de los productos mineros, ya que se obtienen prioritariamente plata, plomo y cobre, hierro en menores proporciones y probablemente algo de estaño. Plata y plomo se obtenía en El Centenillo (Jaén), El Francés, Santa Bárbara y el Cortejillo (Córdoba), Peñón del Moro (Badajoz) y el Coto Fortuna (Murcia). El cobre en El Aramo (Asturias), Cerro Muriano (Córdoba), Potosí (Sevilla), Minas de Cala (Huelva) y San Estevao en el sur de Portugal. Por más que nos conste que algunas canteras eran del Fisco y fueron objeto de leyes imperiales destinadas a regular y garantizar su producción, ante todo las canteras de mármol, no parece que interesaran demasiado a los emperadores las canteras de Hispania, alguna de las cuales estaba en actividad, como lo demuestran los talleres de sarcófagos y esculturas de esta época.
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Durante un corto período de tiempo los cistercienses van a crear un grupo de manuscritos de una gran riqueza decorativa. Estas miniaturas se pueden considerar verdaderas obras maestras de la ilustración románica francesa. Después, el rigor de la Orden sobre el arte figurativo terminó por acabar con este tipo de obras. Bajo el gobierno del abad Esteban Harding (1109-1133), se componen las pinturas más sugestivas. Un estilo de indudable influencia inglesa, no olvidemos que Harding tenía este origen, nos muestra humorísticas escenas de la vida cotidiana interpretadas con una imaginación desbordante en las iniciales de un "Moralia in Job" procedente de Citeaux. La llamada "Biblia de Esteban Harding" muestra en las figuras y en el sentido compositivo de las escenas narrativas una evidente dependencia de las biblias inglesas.