Todo lo que en Lichtenstein era todavía deseo de ser pintor y de hacer obras de arte, desaparece radicalmente en Andy Warhol. "Si pinto de esta manera -decía- es porque quiero ser una máquina". Producir como una máquina y ganar el dinero que permiten ganar las máquinas en la sociedad industrializada.Nacido en Pittsburg e hijo de emirantes eslovacos, Andrew Warhola 1928-1987) se instala en Nueva York en 1949. Trabaja en la ilustración y en publicidad para revistas como "Vogue", "Tiffany", "The New Yorker" y "Harper's Bazaar", además de decorar escaparates. Empieza a pintar en 1960 y en 1962 hace las primeras serigrafías en tela con Botes de sopa Campbells y Catástrofes, para pasar en seguida a los mitos: Elvis y Marilyn. En 1963 hace las series de Sillas eléctricas, los disturbios raciales y Jackie Kennedy, después del asesinato del presidente.Su trabajo entonces consiste en elegir una imagen, un estereotipo, de los medios de comunicación, recortarla, encuadrarla, mandarla al taller de serigrafía y pedir una ampliación al tamaño deseado, decidir el formato final, el número de veces que se va a repetir, seleccionar los colores y hacer la impresión definitiva sobre papel o sobre tela. Warhol trabaja sobre una imagen ya dada, que amplía y repite con pocas variaciones, en un proceso que arranca de Duchamp.Pronto pasa de esta labor todavía artesanal a la fabricación industrial con su Factory, que instala a finales de 1963 en un piso enorme de la calle 47, en la cual se fabrican discos (Velvet Underground, en 1967), películas (Blue Movie y Flesh, en 1968) y revistas ("Interview" aparece en 1969). El, que había empezado trabajando como empleado en el arte comercial, aprendió la lección, se propuso acabar con una empresa artística y lo consiguió.En una época de indiferencia, uniformidad y mecanización, Andy Warhol se muestra indiferente y sus productos son uniformes y mecánicos La indiferencia le hace tratar con la misma frialdad distante una lata de sopa, una foto de Elvis o una silla eléctrica. Hace serigrafías de latas, dice, porque "Durante veinte años creo que he comido una lata de sopa Campbells y un sandwich, siempre lo mismo" (la repetición que tanto practica en su obra) y por la sencillez y la claridad de la etiqueta, como la Coca-Cola o él detergente Brillo. De Elvis porque es uno de los mitos de los años sesenta y está en todas partes -además de ser muy guapo-, como Marilyn o Liz; y hace sillas eléctricas o catástrofes porque la muerte forma parte de nuestro paisaje cotidiano (la televisión, el periódico, el cine, hasta la publicidad se alimentan de ella como plato fuerte) y porque "Cuando ves y vuelves a ver una misma imagen macabra, ya no te hace ningún efecto". Warhol repite la misma imagen una y otra vez porque "Cuanto más se mira fijamente la misma cosa, más pierde el sentido y mejor se siente uno, con la cabeza vacía". No se trata de hacer pensar, sino de vender imágenes. Y Warhol, como gran provocador que era, se jactaba de no leer nunca.Su deseo de trabajar como una máquina y de ser confundido con ella le llevaba a no numerar las serigrafías y a desear que cualquier persona pudiera hacer un warhol. "Creo que cualquier otra persona debería poder hacer todas mis pinturas en mi lugar. Sería formidable que se pusiera más gente a hacer serigrafías: nadie sabría si la pintura es mía o de cualquier otro artista".Warhol es un hijo de Duchamp y la imagen es un ready-made. La tiendecita que abrió con dificultades el padre, Warhol la convierte en unos grandes almacenes, fiel a su norma -"La forma de arte más fascinante es ser bueno en los negocios"-. Y si la rueda de bicicleta se hacía obra de arte por decisión de Duchamp, todo aquello en lo que Warhol-Midas pone la mano (o la mirada), se convierte en oro, perseguido por galeristas, coleccionistas, conservadores de museos, periodistas, paparazzi, cámaras de televisión y fans enloquecidas. El arte es una feria, mitad espectáculo y mitad mercado.
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El 25 de septiembre, la Grande Armée se puso en marcha. Su objetivo era realizar una maniobra en tenaza para cercar a los austriacos en Ulm. Desde sus bases renanas, los cuerpos de ejército de los mariscales Marmont, Soult, Davout y Lannes atravesaron por diferentes puntos el Rhin, y tras cruzar los electorados de Baden y Württemberg, aliados de Francia, convergieron sobre Ulm junto con las tropas de Bernadotte, llegadas del Norte de Alemania. Más al sur, el cuerpo de ejército de Ney y la caballería de Murat habían estado actuando para distraer al ejército de Mack de la maniobra principal. Cuando los austriacos vieron aparecer a los franceses por su espalda, se encerraron en la ciudad, que fue sitiada y sus defensores, sin posibilidades de romper el cerco, se rindieron el 20 de octubre. Días después, Napoleón recibía noticia del desastre de la flota franco-española en Trafalgar, pero eso no alteró sus planes. Al frente del cuerpo principal de sus tropas, inició una rápida marcha por el valle del Danubio, en dirección a Viena, mientras las divisiones de los mariscales Masséna y Marmont intentaban impedir que los ejércitos de los archiduques Carlos y Juan se unieran desde el sur a la defensa de la capital imperial. En el momento de la capitulación de Ulm, a unos 150 km, al este, en el valle del Inn, se encontraba un ejército ruso de 65.000 hombres a las órdenes del comandante en jefe aliado, Mihail Kutuzov. Al enterarse de la capitulación, este experimentado general, de sesenta años, decidió evitar una confrontación prematura y dio la orden de retirada en dirección a Viena. Perseguidos por los franceses, con los que trababan frecuentes escaramuzas, los rusos cruzaron el Danubio al este de la capital. Entonces giraron hacia el norte, hasta Moravia, donde el 19 de noviembre se les unieron las tropas de su compatriota el general F. W. Buxhowen. Una semana antes, el día 13, Napoleón había entrado sin combatir en Viena, donde decidió dar un corto descanso a sus soldados. Kutuzov prosiguió su retirada. Desde Brünn marchó hacia Olmütz, donde se encontraban los emperadores de Rusia y Austria. Reunidos los dos ejércitos, sumaban unos 89.000 hombres. El zar Alejandro, joven de escasa experiencia militar pero muy convencido de su valía, despojó a Kutuzov del mando efectivo de la campaña y lo asumió personalmente con el consentimiento del emperador Francisco. Alejandro soñaba en cubrirse de gloria derrotando al genio militar de Europa, y decidió que había llegado el momento. Por tanto, ya no habría más retiradas estratégicas.
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Los esclavos ocupaban el más ínfimo lugar en la escala social y su número fue notable. Ya presentes los esclavos negros desde mucho tiempo atrás, a partir de la conquista de Granada por los Reyes Católicos muchos moriscos pasaron a engrosar las filas de la esclavitud. Tras reconquistar Málaga, su población fue considerada esclava y vendida como tal. También fueron esclavizados muchos canarios, debido a su condición de infieles. La conquista americana no supuso, sin embargo, la llegada de esclavos indígenas, por cuanto desde el principio algunas voces, como Las Casas, se alzaron en contra de ésta práctica. En consecuencia, la mirada se volvió contra los africanos, reactivando un comercio que ya venía desempeñándose desde tiempo atrás. La condición de esclavo suponía la privación total de derechos, que recaían sobre el amo. La moral cristiana, sin embargo, no hacía frecuente que a un amo matase a su esclavo -lo que sin duda sería contraproducente en términos económicos-, si bien sí podían darse palizas y malos tratos. Algunos viajeros extranjeros señalan una cierta dulcificación del trato hacia el esclavo, como por ejemplo la práctica normal de casarse con una esclava por parte de un amo o la obtención de la libertad por parte de los hijos habidos del matrimonio. Otra clase de marginados son los indigentes, sin duda castigados por la crisis económica y la inflexibilidad de las estructuras sociales. Sólo en Madrid se cifran en 3.300 para 1637. Los hay de toda clase y condición: pobres de solemnidad, que piden a las puertas de las iglesias o conventos, minusválidos, pícaros, etc. Frecuentemente son fustigados en los escritos literarios, como hace Quevedo al asimilar la mendicidad a la delincuencia y la vagancia. La rígida estructura social favorece la creación de bolsas de marginación, al impedir la posibilidad de promoción. La respuesta de la sociedad será controlar la beneficencia y vigilar a los pobres, tenidos como un peligro en potencia. Propuestas como su encierro en lugares determinados y la vigilancia de los vagabundos se complementan con una sobrevaloración del trabajo como virtud, todo lo cual contribuye a su estigmatización como grupo. Las malas cosechas y las epidemias intensificaron la miseria de los menos favorecidos, que en respuesta hubieron de dirigirse a las grandes ciudades, como Sevilla o Madrid, para intentar vivir de la caridad pública. Dedicados a la mendicidad, algunos lo consideraban un estado eventual hasta que un golpe de fortuna les premiara con un trabajo con el que ganarse el sustento. Aquellos que no podían trabajar por razones de enfermedad, edad o mutilación tenían el derecho de pedir limosna, constituyendo una clase de mendicidad reconocida y socialmente bien vista, que contaba con el beneplácito del párroco local para pedir en la población y en seis leguas a la redonda. Los ciegos son un grupo especial, recibiendo el respeto social y acompañados generalmente de una guitarra. Abundaban también los falsos mendigos, el estadio más bajo de la práctica picaresca junto con los falsos peregrinos. Simulaban enfermedades o heridas y tanto más ganaban cuanta más pena podían dar. Su ámbito de actuación fundamental eran los paseos y las iglesias. Necesitados y vagos remediaban su hambre con la "sopa boba" de los conventos. Los pícaros podían ser "de cocina" (pinches auxiliares de cocinero), "de costa" (merodeadores de playas y puertos") y "de jabega" (timadores de incautos). Normalmente robaba lo justo para comer, distinguiéndose del rufián en su carácter cínico y amoral y en la ausencia de violencia para lograr sus fines. El origen del pícaro parece estar en el oficio de esportillero -aquél que transporta un producto en espuertas- , oficio que aprovechaban para sisar algo de mercancía con qué comer. Para principios del siglo XVII se cuentan en España más de 150.000 vagabundos.
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Una civilización volcada al mar como la griega disponía de un importante contingente de barcos de guerra, en los que habitualmente servían los ciudadanos sin recursos. Los principales barcos eran los llamados trieres o trirremes, naves con tres filas de remeros. Los trirremes medían entre 35 y 45 metros de eslora y unos seis de manga, alcanzando su calado escasamente un metro. Capaz de transportar unos doscientos hombres, desplazaba unas ochenta toneladas. La nave estaba fabricada en su totalidad de madera de abeto, excepto la quilla en la que se empleaba madera de encina. En la proa se ubicaba el espolón con el que se embestía a los barcos enemigos, decorándose con dos ojos que servían de protección. La popa se remataba con una figura en forma de cuello de cisne o de voluta llamada aplustre. El trirreme sólo contaba con un mástil con una vela cuadrada, aunque a veces se aumentaba con una pequeña mesana de la misma forma. Como timón se empleaban dos largos remos dispuestos a cada lado de la popa. En tres filas superpuestas se disponían los remeros, denominados tranitas, zeugitas y talamitas. Los tranitas se colocaban en la parte superior de la nave, manejando los remos más largos. El centro estaba reservado para los zeugitas mientras que los talamitas ocupaban el fondo de la nave, pasando los remos de ambos grupos por unas portas abiertas en los laterales del trirreme. La tripulación de la nave era de 170 remeros distribuidos en 54 talamitas y zeugitas y 62 tranitas. Los aparejos eran manejados por diez marineros, el mismo número de soldados de infantería armados como hoplitas que embarcaban en el trirreme. Las tripulaciones formaban parte de la última categoría del censo de ciudadanos, los llamados thetes, enrolándose en ocasiones a esclavos y metecos. El comandante o trierarco dirigía la nave. En Atenas no era marino de profesión sino un ciudadano de primera categoría que sufragaba los gastos del barco y de la tripulación. El comandante, por lo tanto, debía contar con la estrecha colaboración de un timonel o piloto, que se convertía en segundo de a bordo. El cuadro de oficiales se completaba con un cómitre, encargado de impartir órdenes a los remeros y de regular la cadencia, para lo que se ayudaba de un flautista; un oficial de proa, vigilante de la navegación desde el castillo; un despensero y varios toicarcos, ocupados de los movimientos de los remeros. La navegación a vela del trirreme se realizaba cuando no entraban en combate, alcanzando una velocidad de cinco nudos por hora. Efectuaban una navegación de cabotaje, adentrándose en mar abierto sólo si era necesario y evitaban viajar por la noche. Todos los aparejos del trirreme eran desmontables, incluido el mástil. Los cascos de los barcos permanecían guardados, durante los periodos de inoperatividad y habitualmente durante el invierno, en cubiertos varaderos que se levantaban en las dársenas, adonde eran conducidas las naves mediante rodillos, calafateándolas y limpiando sus fondos. El arsenal era el lugar en el que se guardaban aparejos, velas y cuerdas. Los nombres de los barcos tenían la peculiaridad de ser siempre femeninos. Gracias a estos barcos consiguió Atenas su hegemonía sobre el resto de la Hélade y el momento de mayor gloria de la polis. Los dos trirremes oficiales de la ciudad eran la Salaminia y la Ribereña, responsables de transportar las delegaciones estatales y de comunicar avisos al resto de la flota.
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La situación fue la misma y predominaba el inmovilismo y el conservadurismo, por ejemplo, en las famosas Instrucciones militares permanentes de Gran Bretaña, y el mantenimiento de la línea de combate. La nave de línea, aceptada entre 1690 y 1700, desplazó a los grandes navíos de tres cubiertas de principios del Seiscientos, ya que resultaban más aconsejables por los menores costes de construcción y mantenimiento. La adopción de la línea de combate se debía a la preferencia por los duelos de artillería y al descrédito de la lucha al abordaje. Esta formación requería cañones de corto alcance, barcos firmes, estrategias similares en los contendientes, organización de las naves según el potencial de fuego y especialización; así, las embarcaciones destinadas al frente se diferenciaban de las fragatas y corbetas encargadas de la protección del tráfico comercial y la inspección naval, es decir, vigilancia de convoyes, apoyatura de operaciones terrestres y respaldo de aliados neutrales. Ordenados los barcos de guerra en dos líneas paralelas, las flotas maniobraban de acuerdo con una acción directa que acababa en un simple alarde de cañonazos. A la orientación defensiva contribuyó la creencia de que la marina debía proteger el comercio, opinión defendida por los hombres de negocios, cada vez más influyentes en las cortes continentales. Las órdenes fijas emanaban de una autoridad superior y obligaban tanto a los almirantes como al resto de los miembros de la flota, sin que la persecución estuviese permitida. Incluso se daba la paradoja de que dos escuadras similares no llegaban a la batalla decisiva porque ambas observaban las mismas tácticas navales con desenlaces indecisos. Había otros factores, variados y numerosos, que contribuían al inmovilismo en las tácticas navales. El intervencionismo estatal, los desequilibrios de fuerzas, los recursos disponibles en mano de obra cualificada y materiales o los medios financieros resultaban determinantes en la alteración de las prácticas habituales. Los carpinteros especializados en la construcción naval se mostraban muy celosos de las técnicas empleadas y se negaban a cambiar sus métodos, muy semejantes por las frecuentes copias de modelos extranjeros. La atrasada ingeniería naval impidió el buen manejo de los barcos y los movimientos en combate precisaban mucho tiempo y espacio. También la defectuosa artillería disuadía de la persecución de los enemigos porque predominaba el armamento de corto alcance y el potencial de fuego fue muy reducido hasta finales de la centuria. El defectuoso sistema de señales imposibilitaba la transmisión rápida de órdenes diversas y sólo servía para confirmar las maniobras y tácticas estipuladas de antemano. En consecuencia, la victoria dependía de la superioridad numérica, circunstancia poco frecuente, pues la mayoría de los países estaban en un nivel de fuerzas similares. Además, las escalas y dirección de las operaciones de las marinas se decidían por estadistas y marinos en medio de disparidad de opiniones y peticiones particulares de armadores, soldados, cortes extranjeras y autoridades coloniales. No se había logrado equipar suficientemente los astilleros oficiales con forjas, hornos y talleres y todavía la administración naval dependía en gran medida de los contratistas privados, motivados y recompensados con privilegios y monopolios. Las leyes regulaban la duración y tipo de los contratos, las inspecciones de calidad y el dinero reservado para los astilleros, y un complejo entramado de cargos intervenían en la gestión. Protagonistas en la política nacional e internacional, las fuerzas navales adquirieron cada vez mayor importancia en Rusia, Gran Bretaña y Francia. Mientras Pedro I se esforzaba por ocupar un lugar en el Báltico hacia 1720, a finales del Setecientos Rusia aparecía como una nueva potencia por sus guerras con los guerras con los turcos y Suecia. El protagonismo británico se debió, en gran medida, al retraso marítimo del resto de los países, pues Londres aplicaba los mismos fundamentos tácticos y estratégicos en todos los escenarios y situaciones con resultados desfavorables. La Administración se perfeccionó desde mediados de siglo y las funciones ejecutivas de la marina recayeron en la Junta del Almirantazgo, compuesta por siete comisionados. En cuanto a Francia, Choiseul desempeñó el papel de reformador naval entre 1760-1770 e incrementó el número de barcos y la construcción de nuevas bases en Europa y Ultramar y plasmó su ideario en la Ordenanza de 1765, donde pretendía independizar a la marina de la burocracia de los intendentes y de las prelaciones administrativas en caso de necesidad. No obstante, sus reformas no se difundieron hasta la publicación de las Ordenanzas de 1786, de Castries.
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Contrariamente a lo que ocurrirá en el Pacífico, donde las importantes acciones navales se dirimieron entre portaaviones y, a veces, entre las grandes unidades de las flotas enfrentadas, en el Atlántico y Mediterráneo -principales escenarios navales de la guerra marina en Europa- los choques en superficie fueron realmente escasos, predominando la guerra submarina, tal como se está viendo. A comienzos de 1942 las Marinas de superficie en Europa habían quedado depauperadas. Gran Bretaña había perdido en su lucha con Alemania, Italia y Japón una docena de grandes buques y debía dedicar el grueso de los que le quedaban a dominar el Mediterráneo y a controlar los accesos sur hacia el Canal de Suez y la ruta hacia la India, quedándole muy poco más en el Mar del Norte. Claro que tampoco precisaba demasiado. Los buques importantes que le quedaban a Alemania, Scharnhorst y Gneisenasu, no constituían una amenaza refugiados en el puerto francés de Brest, donde continuamente eran dañados por las incursiones aéreas británicas. Pero el 15 de enero hubo conmoción en el Almirantazgo: el gran acorazado Tirpitz, gemelo del Bismarck y aun mejorado en lo que a defensa antiaérea, medios de detección y puntería se refiere, se había hecho a la mar, abandonando el Báltico y alcanzando Trondheim. La presencia del gran buque era preocupante tanto para los convoyes que Gran Bretaña enviaba a la URSS como para la navegación con el Reino Unido, que no podía olvidar la vieja amenaza del Bismarck, sólo que en ese momento no disponía Londres de buques capaces de enfrentarse al poderoso navío de Hitler. En Scapa Flow tenían 4 acorazados, que no podían medirse al Tirpitz (21). Churchill escribía el 25 de enero a su Estado Mayor: "Toda la estrategia de la guerra gira en estos días en torno a ese acorazado, que inmoviliza cuatro grandes buques de combate británicos, sin contar con los dos acorazados americanos existentes en el Atlántico..." El premier británico, que pedía en su nota planes para poner fuera de combate a aquel peligro, tenía razón en sentirse inquieto. Berlín meditaba un plan que hubiera podido dar a los alemanes el temporal dominio del Mar del Norte, y la capacidad de semiaislar al Reino Unido durante algunas semanas. En efecto, desde enero planificaba el gran almirante Raeder, jefe supremo de la marina de guerra alemana, el paso de sus dos acorazados pequeños desde Brest hasta los puertos noruegos; debía acompañarles el crucero pesado Prinz Eugen, que estaba en Francia desde que regresó de la fracasada Operación Bismarck, en junio del año anterior. Hitler, atormentado por el ya reiterado temor a una invasión de Noruega, alentó la operación. De los dos itinerarios posibles, el Canal de la Mancha y el Atlántico norte, atravesando el estrecho de Dinamarca, el primero parecía suicida y el segundo lo era. Raeder descartó la segunda vía porque los buques, tras una larga inactividad, múltiples preparados para un recorrido tan duro, largo y peligroso. El primer itinerario era muy expuesto, pero ofrecía la ventaja de que los británicos no podrían creerse que los alemanes se atreverían a cruzar ante sus costas a medio día. Londres tuvo, sin embargo, puntual información de que los buques alemanes preparaban su marcha y suponían incluso la hora de partida, porque su espía Philippon logró captar lo que se proponían los alemanes y pudo transmitirlo. Los comunicados del espía quedaban corroborados por la limpieza de minas que los alemanes estuvieron haciendo en el Canal. Sin embargo, el 11 de febrero de 1942 la suerte se alió con los alemanes. Dos aviones británicos debían estar observando continuamente la salida de Brest, pero uno tenía el radar averiado y el otro no realizó la misión. Más aún, el Almirantazgo británico esperaba que los buques se hicieran a la mar hacia las 19 horas, pero un ataque aéreo, que no les causó daños, demoró la salida hasta las 23. El crucero Prinz Eugen y los acorazados Scharnhorst y Gneisenau, escoltados por 6 destructores y 3 torpederos navegaron durante 12 horas sin que Londres tuviera noticia alguna. Frente al Havre, cuando amanecía el día 12, se reforzó la escolta con 8 torpederos más y once lanchas rápidas, a la vez que los aviones del coronel Galland -16 cazas continuamente en el aire-, cerca de los buques iniciaban su vigilancia. A las 11 fueron avistados los buques alemanes por un avión británico. Su información pareció una broma: "¡El Canal, frente a Dover, lleno de navíos de guerra nazis!" El Almirantazgo recibió la noticia después de las 12 y las baterías de costa recibieron la orden de hacer fuego más tarde de las 13 horas... Dieciséis minutos después, algunos piques lejanos mostraron a los alemanes la actuación de los cañones de costa. Los buques, mandados por el almirante Ciliax, no padecieron daño alguno pero se había terminado la tranquilidad. Iniciaron los británicos su ataque con 6 Swordfish, biplanos anticuados que con sus torpedos habían destrozado a los italianos en Tarento (1940) y causaron la perdición del Bismarck (1941). Los 6 fueron derribados por la caza alemana. Ocho destructores intentaron atacar la formación con torpedos, pero no pudieron acercarse a distancia de disparo: sobre ellos cayó el fuego de centenar y medio de cañones de todos los calibres y los cazas les martirizaron con el fuego de sus ametralladoras, por lo que hubieron de retirarse con muchos daños. La aviación británica atacó repetidas veces, hasta totalizar 398 misiones, sin lograr colocar ni una sola bomba y perdiendo 77 aparatos a causa del densísimo fuego antiaéreo de los buques y, sobre todo, de los cazas de Galland, que perdió 17 aviones. Los buques de Hitler, en fin, lograron llegar a puertos alemanes, aunque el Scharnhorst tocó dos minas y padeció bastantes daños, y el Gneisenau chocó con otra, que también le obligó a largas reparaciones (22). La opinión pública británica no podía creerse la operación. En su editorial del día 14, The Times se indignaba: "El almirante Ciliax ha logrado un triunfo donde fracasó el duque de Medina Sidonia... Desde el siglo XVI, no había ocurrido nada tan insultante en nuestras aguas para el prestigio de nuestro poderío naval..." Peor lo pasaban en el Almirantazgo, que veía cómo Hitler reunía entre el Mar de Noruega y el Báltico una notable flota compuesta por tres acorazados -entre ellos el Tirpitz-, 2 acorazados de bolsillo y 2 cruceros de batalla. Rápidamente reforzó su flota en Scapa Flow y puso en alarma a la escuadra norteamericana en el Atlántico... No había realmente razón para tanta alarma, dos acorazados estaban en reparación y el Gneisenau jamás volvería al mar: el crucero Prinz Eugen, dañado por un torpedo, tampoco estaba en condiciones de navegar. Por otro lado, Hitler no pensaba emplearlos contra Gran Bretaña, sino como defensa de Noruega ante el temido ataque aliado. Un testigo excepcional de aquellos hechos, desde el punto de vista alemán, el vicealmirante Friedrich Ruge, escribió: "Si bien la empresa suscitó admiración, y no menos en Inglaterra, significó, sin embargo, la renuncia a la guerra oceánica y facilitó la situación de la flota británica en una época especialmente difícil para ella". Efectivamente, la marina alemana de superficie, salvo esporádicas y poco importantes apariciones, desapareció en 1942 del mar. La única presencia de relieve estuvo a cargo de los cuatro corsarios camuflados que aún siguieron operando. El Thor, tras 8 meses de operaciones y cargado con buenas presas recaló en el puerto japonés de Yokohama, donde fue presa de un incendio fortuito. El Michel operó durante 9 meses y tras la captura o destrucción de 14 buques, regresó a puerto. Suya fue la más afortunada singladura, así como infausta resultó la del Komet hundido cuando acababa de abandonar el puerto. El cuarto y último tampoco regresó a casa: en cuatro meses de merodeo hundió cuatro buques y hubo de pelear duramente con el quinto, que pese a su inferioridad en armamento, le mandó al fondo del mar, donde ambos barcos se fueron juntos, en la tarde del 27 de septiembre de 1942.
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Pasada la medianoche, en las primeras horas del miércoles 15, el general Takeshi Mori, de paisano, pero vestido a la japonesa, discutía la situación en su despacho con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraichi. Entraron bruscamente Hatanaka, el capitán de aviación Shigerato Uehara y el teniente coronel Masataka Ida. Argumentaron atropelladamente a Mori el ejemplo del Paraguay, que perdió el 80 por ciento de su población en la Guerra de la Triple Alianza luchando sólo contra Uruguay, Argentina y Brasil y que había sobrevivido; el de la minúscula Finlandia, que detuvo en seco al Ejército soviético y le hizo perder millares de hombres en su laberinto de lagos e istmos y también sobrevivía. Le dijeron que se pondrían a sus órdenes fanáticamente si se sublevaba. Mori respondió inflexible: "La División Konoye (la I de la Guardia) no es una milicia". Estas palabras iban a ser las últimas que pronunciaría. Uehara echó mano a su sable ("katana") de reglamento y lanzó un golpe circular de gran amplitud ya desde la vaina mientras Hatanaka sacaba su pistola. El sable de Uehara silbó siniestramente como un serpiente por la habitación sin que su movimiento de filo horizontal ("do") alcanzase decisivamente a nadie. Pero Uehara lo dobló con un terrible golpe de maza vertical a dos manos ("men" ), dirigido a la cabeza de Mori, que alcanzó a éste en el hombro, muy cerca del cuello, y le abrió el pecho hasta la tetilla. El golpe se simultaneó con los disparos que hacía Hatanaka, enloquecido, en todas direcciones. Siraichi hizo algún gesto de defensa con su sable, pero un salvaje molinete de recogida de Uehara decapitó al cuñado de Mori, de cuyo cuello cercenado saltó un surtidor de sangre que manchó los muros, salpicó el techo y se extendió abundante por el suelo y la mesa del despacho. Hatanaka y sus acompañantes se inclinaron luego ante las víctimas y robaron el sello de Mori. Ahora era perfectamente posible poner en práctica el plan de insurrección, redactado por Koga, y que llevaba el nombre de "Orden de operaciones número 584". La policía de palacio fue inmediatamente desarmada por las tropas de la Guardia, que obedecían ciegamente al sello de Mori, ahora en manos de Hatanaka y profusamente empleado. Todo el personal del palacio fue detenido y se arrestó también a cuantos querían entrar o salir. Eran aproximadamente las dos de la madrugada del 15 y el Emperador estaba prácticamente prisionero. Los soldados comenzaron inmediatamente el registro del palacio ("¿Dónde está el disco?"), maltratando a todo el mundo. El chambelán Yoshihiro Tokugawa fue herido a puñetazos en el rostro y amenazado de muerte. Los teléfonos fueron destrozados a culatazos, las puertas eran derribadas a puntapiés, los asientos desventrados con las bayonetas, las mesas volcadas, los armarios derribados para vaciar su contenido: "¡El disco! ¿Dónde está el disco?" Mientras tanto, el caos se extendió. Grupos de sublevados se apoderaron de las instalaciones de la Radio Nacional, la NHK, sin encontrar oposición. La residencia oficial de Suzuki fue asaltada e incendiada por un grupo de soldados y estudiantes del Cuerpo nacional de voluntarios suicidas (Kokumin Kamikaze Tai), dirigido por el capitán Takeo Sasaki. La casa del "marqués" Kido fue también atacada, pero la guardia repelió la agresión tras un largo tiroteo. Treinta y seis aviones torpederos de la base de Kodama despegaron para apoyar a los rebeldes (regresarían más tarde sin haber encontrado sus objetivos). Fueron también incendiadas la residencia privada de Suzuki y la casa del "barón" Kiichiro Hiranuma, presidente del Consejo privado imperial. El capitán de navío Yasuna Kozono trató de sublevar la base aérea gigante de Atsugi, verdadera fortaleza donde estaban los más modernos aviones (a reacción) de Japón, pero un ataque de paludismo le impidió continuar su acción y fue internado. El propio general Anami, que ya se había excusado por su conducta confusa ante el canciller Togo y el "premier" Suzuki, y que se había dirigido a todas las fuerzas armadas japonesas pidiéndoles que acatasen la decisión imperial, dio orden esa loca noche de que se asesinase al almirante Yonai, el principal partidario de la capitulación entre los militares...
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Tras el lanzamiento del ataque alemán contra la URSS en el verano de 1941, Moscú había establecido relaciones diplomáticas con el gobierno en el exilio en Londres. Entre otras razones, trataba de conseguir efectivos rumanos para su empleo en la lucha contra el Reich. Polonia -no debe olvidarse- había sido desmembrada en 1939 como consecuencia del pacto firmado por alemanes y soviéticos, que se habían repartido su territorio. En otoño de aquel año, tras haber procedido a realizar esta operación, decenas de millares de militares polacos habían sido trasladados a la Unión Soviética en calidad de prisioneros de guerra. En 1941, cuando la comisión polaca encargada de proceder al reclutamiento estableció el total de efectivos de que disponía, comprobó que doce generales, ciento treinta coroneles y 9.227 oficiales de menor rango se encontraban en paradero desconocido. Las autoridades soviéticas por medio de su ministro de Asuntos Exteriores, Vichinsky, manifestó de forma inmediata su total ignorancia acerca de esta cuestión. Solamente afirmaban que estos hombres habían sido trasladados a destino desconocido en el mes de abril de 1940 y que, tras la irrupción de los alemanes, había sido perdida su pista. El mismo Stalin, a requerimiento del embajador polaco en Moscú, se negó de forma expresa a dar información acerca de este hecho, llegado ya el mes de noviembre de 1941. Más de un año después, trataría infructuosamente de obtener información acerca del destino de sus compatriotas. Tampoco obtendría más que respuestas evasivas y notoriamente ocultadoras de la realidad. El día trece de abril de 1943, la emisora oficial de Berlín comunicó con gran despliegue informativo el hallazgo en el bosque de Katyn, a doce kilómetros de la ciudad soviética de Smolensko, de una enorme fosa de 28 metros de longitud por 16 de anchura. En su interior se acumulaban doce capas superpuestas de cuerpos humanos que correspondían a un total de casi tres mil oficiales y paisanos polacos. Vestidos con sus propias ropas, los cadáveres presentaban en su totalidad heridos de bala en la nuca, además de fracturas del maxilar inferior y en muchos casos marcas producidas por bayonetas. Todo hacía suponer que formaban parte del total de los polacos desaparecidos. Las condiciones físicas del suelo habían permitido la conservación de los cuerpos. Y, al mismo tiempo, la identificación podía ser realizada sin problema alguno debido a que conservaban entre sus ropas las tarjetas de identidad y una amplia variedad de papeles y objetos personales. Al día siguiente, 14 de abril, la agencia Tass informaba desde Moscú que, por el contrario habían sido los alemanes los causantes de la matanza. Según esta versión, los polacos habrían caído en manos de aquellos con ocasión de la invasión del territorio soviético dos años antes. La Tass acusaba al mismo tiempo a Alemania de intentar utilizar unos hechos falsos con finalidades propagandísticas. Por su parte, el gobierno polaco en Londres solicitó la intervención de la Cruz Roja Internacional con el fin de que, dado su carácter neutral, investigase los hechos y elaborase un informe detallado acerca de lo observado. La reacción de Moscú no se haría esperar, y así el día 25 de ese mismo mes decidió cortar sus relaciones diplomáticas con aquellos a quienes acusaba de complicidad con los alemanes. Los norteamericanos se preocuparon por las repercusiones de signo negativo que esto podría tener en el interior del frente aliado. Como consecuencia, hicieron a las autoridades polacas en el exilio responsables de fomentar la creencia en unas supuestas mentiras vertidas por la propaganda nazi. Esto hizo que el gabinete polaco en Londres se viera obligado a renunciar a sus pretensiones investigadoras. La Unión Soviética decidió de forma inmediata la reanudación de sus relaciones con él. Las emisoras de radio de Berlín continuaban ofreciendo detalladas informaciones acerca del proceso de excavación que estaba siendo realizado en Katyn. Allí habían sido descubiertas otras siete fosas de características similares a la encontrada en primer lugar. La propaganda dirigida por el doctor Goebbels aprovechaba de forma clara el hallazgo. Con ello trataba de compensar en cierta medida las justificadas acusaciones que eran lanzadas contra el Reich a causa del trato inhumano que se daban a las poblaciones de los países sometidos. Berlín, para dar visos de objetividad a su posición con respecto a Katyn, decidió la formación de una comisión de expertos que investigasen las fosas. Médicos procedentes de países ocupados, aliados y neutrales -caso de Suiza- se dedicaron entonces a comprobar sobre el terreno la tremenda realidad. Ninguno de los diarios, anotaciones o cartas que se encontraban sobre los cuerpos de los polacos asesinados llevaba una fecha posterior al mes de abril de 1940. Los habitantes de la región, al ser interrogados al respecto con relación a los hechos sucedidos, confirmaron el hecho de que a primeros de marzo de aquel año varios millares de prisioneros polacos habían sido vistos con vida. Los abetos rojos plantados sobre las fosas tenían en el momento de ser descubiertos una edad de cinco años. Pero enseguida se demostraría que habían sido transplantados cuando contaban con dos años. Las causas que hubieran podido impulsar a Stalin a decidir esta masiva eliminación podrían haber estado basadas ante todo en sus pretensiones de implantación de un régimen comunista en la parte de Polonia que le había correspondido como consecuencia de la disgregación del país. La desaparición de los cuadros militares que sustentaban el régimen hasta entonces existente podía facilitar la realización de esta tarea. Todas las circunstancias que rodearon al hallazgo de Katyn estuvieron a partir de entonces definidas por unos hechos que únicamente mostraban una voluntad decidida a acallar todo testimonio que pudiese demostrar la autoría de los asesinatos por parte soviética. Así, en los primeros días del mes de julio, el avión que conducía al general Sikorski caía sobre el Mediterráneo cerca del estrecho de Gibraltar. Los expertos consideraron que se trataba de una clara acción de sabotaje. Terminada la guerra, la victoriosa Unión Soviética trataría de dar forma legal a sus declaraciones de inocencia. Así, organizó una comisión destinada a acusar a los alemanes de haber llevado a efecto la matanza. Pero esta resolución parcial no convencería a nadie. El tribunal de Nuremberg trató asimismo acerca del tema de Katyn, y decidió finalmente la absolución de los alemanes acusados de haber realizado la matanza. En 1952, en base a una documentación dejada por el asesinado presidente de la comisión polaca, los norteamericanos decidieron reabrir el caso. Pero a las reuniones del tribunal congregado en la ciudad de Frankfurt no acudirían ni soviéticos ni polacos, cuya presencia había sido requerida. Polonia se encontraba ya por entonces incluida dentro de la esfera de Moscú, y cualquier actuación dirigida en contra de los intereses de la potencia dominante no podía ser tenida en cuenta.
obra
Guido Reni se formó en la Roma de comienzos del Barroco, cuando dos tendencias pictóricas se disputaban la supremacía: los caravaggistas y los idealistas. El joven Reni se inició en la estela de Caravaggio, con algunas obras de juventud impregnadas de claroscuro y fuerte naturalismo. Sin embargo, pronto marchó a estudiar con Annibale Carracci y el resto de su obra posee el mismo signo que el cuadro que ahora contemplamos: perfección, claridad, dominio del dibujo y correcta administración del color. El sentimiento dramático parece perfectamente controlado y dosificado para contribuir a la perfecta expresión del tema elegido, en este caso la matanza de los inocentes decretada por Herodes. Las madres poseen la digna solidez de las estatuas romanas, mientras que los verdugos todavía recuerdan a los oscuros personajes que protagonizaban los cuadros de Caravaggio. Por encima de la matanza, unos angelotes rubios vienen a repartir las palmas del martirio a los bebés asesinados. Pese a los contrastes de luz y movimiento, el poso clasicista de Rafael puede rastrearse en la distribución de las figuras y en la estabilidad con que están dispuestas en el escenario.