.Anna Cornelia Carbentus había nacido en 1819 por lo que tenía 69 años cuando la retrató su hijo en este maravilloso lienzo tomando como modelo una fotografía enviada desde Holanda. El aspecto bondadoso y amable de la madre del pintor queda claramente de manifiesto en el retrato al centrar Vincent su atención en los ojos y el gesto de la mujer, iluminando su rostro con un potente foco de luz procedente de la izquierda. Los tonos verdes que sirven de fondo - destacando su planitud en relación con la estampa japonesa - proyectan sombras coloreadas en la cara, enlazando con el Impresionismo conocido durante la estancia en París. El sombrero típico holandés y el vestido oscuro están realizados sin ningún detalle, aplicando toques rápidos de pintura mientras que en la cabeza encontramos un mayor minuciosidad, especialmente en la volumetría obtenida y en la viveza de los grandes ojos azules. Anna Cornelia fallecería en 1907, sobreviviendo, pues, a su hijo.
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El expresionismo que caracteriza la escultura de Camille Claudel queda profundamente marcada en esta excelente obra, realizada años después de abandonar el taller de Rodin. El hombre es arrastrado por una anciana figura femenina mientras una joven arrodillada parece suplicar para que no la abandone. A pesar de que no encontramos ninguna alusión en los rostros de los personajes, parece que nos encontramos ante una referencia al triángulo amoroso entre Rodin, Rose Beuret -representada por la anciana- y la propia Camille Claudel.
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Afianzado con la seguridad de sus títulos y honores, bajo el reinado de Fernando VI (1746-1759) Rodríguez alcanzó su cenit profesional con un estilo maduro de origen barroco romano, complejo en sus articulaciones espaciales y rico en sus repertorios decorativos. Muy pocas fueron las obras importantes acometidas en la Corte que no contaran con el concurso del arquitecto, excepción hecha de las Salesas Reales (R. Carlier) y el Palacio de Riofrío (V. Rabaglio), entre otras menores. Hacia 1755 el estilo de Rodríguez pareció transformarse en una dirección más severa y funcional, que acaso revele cierta atracción por el clasicismo herreriano. Pero las articulaciones espaciales siguieron siendo barrocas como el modal uso de los órdenes ajustados al decoro de cada ocasión establecido por la tradición renacentista. En reconocimiento al rey y a sus arquitectos, la Accademia di San Luca de Roma nombró a Sacchetti y Rodríguez Académicos de Gracia (1745, con diploma en 1747). Rodríguez lo agradeció con los tres diseños de la Idea para un Templo Magnífico (1748), gran proyecto académico que contiene sus postulados sobre los templos. La impronta de la arquitectura romana aflora constantemente, desde la elección de la planta inspirada en la de Sangallo para el Vaticano, hasta el perfil general que evoca soluciones de Maderno, Bernini, Borromini y Juvarra, destacando la horizontalidad de la fachada con pórtico tetrástilo convexo y la cúpula entre torres. La acomodación al Barroco italiano, evocando a sus grandes maestros debió parecer al arquitecto lo más adecuado para demostrar su valía, y no resultó del todo teórico, pues sus distintos elementos resurgirán a lo largo de toda su obra, adecuándose a cada nueva situación. En las obras de este período, Rodríguez insistió en la exploración de su estilo formativo, mostrando una gran versatilidad, bien dando rienda suelta a la imaginación -Santa Capilla del Pilar, 1750-, bien controlando lo ornamental -iglesia de Silos, 1751-. Las obras de esta década se inician con la iglesia de San Marcos (1749-1753), una pequeña obra maestra, madura, cuajada de soluciones y formas tomadas del barroco romano. Rodríguez recurrió a una planta de Juvarra para San Felipe Neri de Turín, con cinco elipses de diferentes tamaños intersectadas. Su dinamismo es continuo, pues los muros se articulan con grandes pilastras y semicolumnas, las bóvedas ofrecen arcos abocinados con casetones en perspectiva y la cúpula amplias costillas también casetonadas encuadrando las pinturas de Luis G. Velázquez. El entablamento corrido integra los distintos elementos en un único organismo, que recuerda a S. Carlino, de Borromini. La fachada prolonga el movimiento, con dos alas cóncavas que crean un pequeño atrio, y encuadran una portada con pilastras de orden compuesto, en clara referencia a S. Andrea al Quirinale, de Bernini. Junto a las estructuras espaciales dinámicas, la escenografía y la fusión de las artes son otro aspecto del pleno barroco romano que Rodríguez desarrolló magistralmente en la Santa Capilla del Pilar de Zaragoza. Aprobados por el Rey, los proyectos de 1750 se desarrollaron entre 1754 y 1765 dirigidos por José Ramírez de Arellano y Julián Yarza. El arquitecto concibió un tabernáculo-baldaquino, una iglesia en otra iglesia, y lo proporcionó al volumen y a la planta del tramo que debía ocupar, estableciendo un complejo sistema numérico y simbólico. A un núcleo rectangular adosó exedras, una como presbiterio y tres más comunicadas con las naves a través de pantallas de columnas, uniéndolas todas con un entablamento tetralobulado sobre el que cargan las bóvedas y la cúpula elíptica con plementería calada, alarde técnico y a la vez sistema técnico de iluminación y ventilación. El extraordinario juego de espacios y volúmenes recuerda al Barroco piamontés y a Borromini, de quien Rodríguez se sirvió para argumentar en su defensa críticas a ciertas decoraciones desproporcionadas. En la Capilla de San Julián de la catedral de Cuenca, Rodríguez recurrió al foco oculto de luz natural, como Bernini en la Capilla Cornaro, haciendo visible la urna con las reliquias del santo en el altar mayor, con el cual está comunicada la capilla. Aquí, como en El Pilar, los diseños de Rodríguez estuvieron a cargo de escultores, marmolistas, broncistas y aparejadores de gran experiencia, capaces de ejecutar la obra sin traicionar su espíritu. No siempre ocurrió así. En la iglesia abacial de Silos (1751), primer gran templo de Rodríguez puesto en ejecución, los proyectos fueron alterados y reducidos drásticamente a lo largo de más de medio siglo de construcción. El arquitecto aplicó rigurosamente el carácter modal de los órdenes y un lenguaje clasicista, de articulación barroca, que choca con el alegre estilo de San Marcos o la Santa Capilla. A la vista de la amenazante ruina del templo románico, Rodríguez propuso su completa renovación como un rectángulo de proporción dupla, conteniendo una rotonda con cruz griega, alargada en el sentido del eje mayor y rematado con exedras para la entrada y el presbiterio; y con capillas oblongas en los ángulos de la cruz. Por primera vez diseñó un retrocoro tras el presbiterio, comunicados por un arco, como reflejo de la influencia del jansenismo en el culto católico, tema que desarrolló posteriormente en todos sus grandes templos. Respecto al proyecto, la iglesia perdió en el interior el ático que peraltaba las bóvedas y la cúpula extradosada, sustituida por otra vaída, similar a la ideada en 1762 para el colegio de San Ildefonso de Alcalá de Henares y la sillería ocultaba su dureza con un estucado blanco y luminoso. El perfil exterior con la cúpula evocaba a la Basílica de Superga y su eliminación afectó a la fachada, compuesta por un tetrástilo convexo -luego repetido en San Norberto de Madrid (1754)- de recuerdo centroeuropeo, pero que pudo haber sido sugerido por la fachada oriental de la Colegiata de La Granja. La capacidad de adaptación de Ventura Rodríguez a cualquier requisitoria constructiva, su eclecticismo formal dentro de los cauces del Barroco clasicista y académico, su absorbente capacidad para asimilarlo todo a su personal estilo, surge en otros proyectos contemporáneos, como el templo de San Bernardo (1753), que desapareció tras la exclaustración, extraordinario tanto por su planta elíptica, como por la riqueza ornamental que completaba su interior cortesano. En la reforma interior de La Encarnación de Madrid (1755), Rodríguez se adaptó al edificio de fray Alberto de la Madre de Dios, creando un enjoyado revestimiento de pilastras compuestas, entablamento con dentellones, arcos y bóvedas de casetones exagonales, dejando espacio, tanto aquí como en la cúpula para las pinturas complementarias de Antonio G. Velázquez. Rodríguez proyectó otros grandes conjuntos de carácter religioso a fines de la década de 1750, como la renovación de la catedral de El Burgo de Osma (1755), la Capilla de San Pedro de Alcántara en Arenas de San Pedro (h. 1755) y el Convento de Agustinos Filipinos de Valladolid (1759), en las que inició el proceso de simplificación de las formas, cuya sobriedad se relaciona con el clasicismo de Juan de Herrera y sus seguidores, pero conservando las articulaciones espaciales barrocas y la interpenetración de las partes. Los Agustinos Filipinos (1759-1760) de Valladolid ejemplifican perfectamente esta situación. Sus proyectos están firmados en la ciudad castellana durante el destierro de Rodríguez y sin duda el contacto con la obra de Juan de Herrera aceleró la desnudez de los paramentos y el despojo ornamental. Iglesia, convento y colegio se inscriben en un rectángulo duplo, con las habitaciones dispuestas exteriormente, envolviendo la iglesia con sus dependencias, y un bello claustro con doble arquería toscana y jónica rematada con la balaustrada del Palacio Nuevo. En la distribución se perciben otras soluciones barrocas, como el aislamiento de la iglesia por corredores laterales que se prolongan en las galerías del claustro, como en la Clerecía de Salamanca, los Filipenses de Roma o la Basílica de Superga, de la que los Agustinos Filipinos parecen una variación que no renuncia ni a la iglesia circular ni a su claustro trasero, aunque se inscriban en un bloque unitario, que puede parecer una reducción de El Escorial. Las fachadas son de un rigor herreriano. La occidental presenta un tetrástilo central con frontón, conectado visualmente a la cúpula que cubre la rotonda mediante las volutas con triglifos del tambor, pues las torres señalan los corredores que separan la iglesia y el colegio. El orden toscano empleado en la fachada denota que Rodríguez aplicó el estilo más severo como adecuado a una orden misionera.
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Por su parte, Escopas se convirtió en una de las grandes figuras del arte griego a raíz de su obra en Halicarnaso. Enseguida le llovieron encargos en Asia Menor (entre ellos, la basa figurativa de una de las columnas del Artemisio de Efeso, acaso la conservada en el Museo Británico, que es la única llegada hasta nosotros), y, poco después, se le encargó un proyecto tan enorme como tentador: la reconstrucción del templo de Atenea Alea en Tegea, que había quedado destruido muchos años atrás, en el 395 a. C., y que ahora, aprovechando un período de paz en el centro del Peloponeso, se quería rehacer. Escopas había de dirigir tanto la obra arquitectónica como la realización de los frontones y de las acróteras. Por lo que a la construcción se refiere, nuestro autor, situado en el propio centro del mundo dorio, hubo de olvidar las lecciones de Sátiro y Piteo e inspirarse en los edificios dóricos conocidos, y en particular en el templo de Basas, con su columnata interna unida a los muros de la nave. Pero no podía ceñirse servilmente a un modelo que tenía ya casi un siglo de antigüedad: las columnas internas serían -como en las thóloi de Delfos y de Epidauro- corintias, con un capitel aplastado lleno dé carnoso follaje; las columnas dóricas del exterior, a su vez, se harían esbeltísimas, con un equino mínimo y un fuste ya sin éntasis, para darle ligereza al monumento y aumentar la sensación de altura. Lástima que esto rompiese con la propia esencia del orden dórico, donde la idea de fuerza es casi imprescindible: el camino abierto en Tegea no tenía salida; sólo el vecino templo de Nemea, algunos años posterior, y obra acaso de un discípulo de Escopas, se empeñará en tomarlo como modelo; pero será el último gran templo dórico de la Grecia Propia. Los frontones de Tegea debieron de suponer, para la creatividad de nuestro artista, una verdadera liberación. Por fin podía dar rienda suelta a su gusto por los rostros apasionados, a su sentido dramático de la mitología. Al cabo de los años, era curioso advertir cómo Praxíteles y Escopas, partiendo ambos de Policleto, habían llegado a alejarse tanto. Tratábase ahora de reflejar, en apretados grupos, dos escenas llenas de tensión: la lucha de Aquiles y Télefo (hijo de Heracles y de Auge, princesa de Tegea), y la cacería del jabalí calidonio por Atalanta y sus compañeros. Apenas nos quedan unos tristes fragmentos, que hacen difícil cualquier reconstrucción; pero, por lo menos, las cabezas conservadas son de un patetismo brutal, realzado incluso por una talla sin pulir. Desde luego, este acabado imperfecto se justificaba por la lejanía del espectador, pero también tenía algo de rasgo de estilo, de entusiasmo por lo inmediato. La creatividad de Escopas distaba de agotarse con los frontones de Tegea, y el "páthos" por él alcanzado, solución magistral al problema de la expresión psíquica, recibía adhesión general. De ahí que nuestro autor siguiese explotando sus logros y analizando variantes: surgirán así su famosa Ménade, retorcida bajo el efecto de la locura báquica; su Póthos, o amor por lo ausente, bella composición que cobra carácter ascensional por la intensidad de la mirada; o, finalmente, el dramático Meleagro. Es curioso cómo Escopas, encarnando sus estudios psicológicos en los ritmos y formas de sus contemporáneos -se inspira en Praxíteles para el Póthos, en Lisipo para el Meleagro-, consigue siempre algo nuevo y personal. Con su muerte, hacia el 330 a. C., Grecia perderá una de sus personalidades artísticas más intensas e irrepetibles.
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Con el II milenio a.C. entramos en la época de madurez del arte suso-elamita. A partir de ahora -y sin que ello signifique que la Susiana no esté abierta a los influjos mesopotámicos-, la simbiosis llanura-montaña, Susiana-Elam, será tan estrecha política y culturalmente que la titulatura de sus monarcas, "rey de Ansan y de Susa", expresará el espíritu de un reino bicéfalo anclado en dos capitales, una en la montaña y otra en la llanura. Mientras Mesopotamia vivía los reajustes posteriores al hundimiento de la III dinastía de Ur, la integración progresiva de las gentes de Amurru y las guerras sucesivas entre Isin, Larsa y Esnunna, la Susiana comerciaba con el Irán interior y, por el río Karum, con los países del Golfo. La vida económica pudo así aprovechar los últimos siglos del mundo turánico que, muy pronto, entraría en crisis. La Ansan de comienzos del II milenio era una ciudad de unas 100 ha, mayor por tanto que Susa. De su cultura material, no bien conocida, destaca la cerámica de Kaftari, con decoración pintada de aves y temas geométricos, así como sellos cilíndricos realizados en pasta de betún de un tipo que, como destaca P. Amiet, resulta bastante frecuente en la Susa de entonces. De la arquitectura de ésta tampoco se sabe demasiado. En los años sesenta, R. Ghirshman excavó un barrio acomodado, con grandes mansiones de adobe, patio central de respetable tamaño y múltiples habitaciones que les conferían el aspecto de verdaderos palacios. En su subsuelo, las distintas familias construyeron una especie de panteones abovedados en ladrillo, donde se sucedían las inhumaciones. A mediados del milenio se remonta otro edificio curioso, una taberna descubierta por R. Ghirshman, estudiada estructural y funcionalmente por él mismo y por L. Trümpelmann. Sus materiales nos proporcionan una muy interesante información sobre la vida cotidiana y popular en la Susiana. Desde tiempos muy antiguos, los artesanos de la ciudad trabajaban con gusto la pasta de betún, acaso un sustituto barato de la clorita negra, que sólo la lejana Tépé Yahya estaba en condiciones de suministrar. Los museos de Teherán o París poseen cuencos y otros recipientes realizados en pasta de betún, encontrados en tumbas. Especialmente señalado es un trípode con cabras monteses arrodilladas, con ojos incrustados de blanco. La escultura de la época no es mucho mejor conocida. Una estela de caliza con 74 cm de altura conservada, presenta tres registros; en el principal de los mismos una diosa apoya su pie sobre un león. Las divisiones de campo sugieren, según E. Porada, formas arquitectónicas; pero el tallado es irregular y las proporciones tampoco son satisfactorias. E iguales carencias presentan los relieves rupestres de Kuragun, cerca de Siraz, cuya escena principal -las figuras de dos oferentes, hombre y mujer, más un sacerdote ante una diosa sentada- sería completada muchos siglos después con una procesión. No obstante, los relieves rupestres se anuncian ya como una de las peculiares constantes del arte iranio de todas las épocas. Mención aparte merecen las máscaras y cabezas funerarias en arcilla cocida y pintada, halladas en las tumbas de la época, cuidadosamente colocadas junto a las cabezas de los difuntos. Entre 1800 y 1700 a.C., todo el Turán entraría en una larga crisis. Lugares como Sahr-i Sohta en el Sistán, Tépé Yahya y la cultura del desierto de Lut, Tureng Tépé en Gurgan y la mayor parte del Turkmenistán, asistieron a la decadencia de la cultura urbana. Parece que la población se reorganizó en áreas menores -los oasis, como apuntan V. M. Masson y V. I. Sarianidi- y el eje iranio comenzó a desplazarse hacia el Occidente, fijándose entre los Zagros y el área suso-elamita. Tal evolución debió sentirse en Susa y Ansan, aunque el verdadero peligro vendría de la Babilonia casita, cuyo rey Kurigalzu derrotó en una ocasión a la doble monarquía. Pero una nueva dinastía devolvió el golpe y consiguió hundir para siempre a los casitas. Siglos después, J. de Morgan descubriría los monumentos que, como la estela de Naram-Sin o el Código de Hammurabi, habían sido llevados a Susa en calidad de botín. Los últimos años del II milenio fueron también brillantes para el arte suso-elamita. En fechas recientes, W. M. Sumner ha descubierto en Ansan un extraño edificio oficial, organizado en torno a un patio cuadrado, dotado de un pórtico de pilastras de sección cuadrada. Cierto que la planimetría general del edificio tiene correspondencias en Susa y Dúr-Untas, pero el pórtico de pilastras es único. No menos sorprendentes resultan la ziqqurratu de Dúr-Untas y su complejo religioso, además del templo de Insusinak en Susa. Un gran muro de 1.200 por 800 metros rodeaba el gigantesco témenos, donde se levantaban algunos edificios. Tras un nuevo muro de 400 por 400 metros se alzaba la enorme masa de la ziqqurratu, de cuyas cinco supuestas terrazas en ladrillo y adobe aún se conservan tres. Supuestas porque, como R. Ghirshman demostrara, cada piso apoyaba directamente en el suelo; o lo que es lo mismo, más que terrazas eran una especie de cajas crecientes y encajadas una dentro de otra. Abajo, tras la fachada sudeste, se erigía la capilla del dios Insusinak, titular de la ziqqurratu. Alrededor corría un camino procesional. En su día, las puertas de acceso estuvieron decoradas con ladrillos vidriados con la inscripción del monarca fundador, Untas-gal. En los años veinte, R. de Mecquenem descubrió, entre los materiales empleados en la construcción de un acueducto de época aqueménida, numerosos ladrillos moldeados que debían haber formado el muro exterior de un templo, construido en el curso del siglo XII por los monarcas Kutur-nahhunte y Silhak-Insusinak. En un estilo que recuerda al templo casita de Uruk, levantado por Karaindas (1445-1427 a.C.), ambos reyes suso-elamitas erigieron este templo, cuyo muro exterior aparecía decorado con una serie de imágenes de la diosa Lama, hombres-toro y árboles de vida. La escultura de la época parece alcanzar también el mejor momento. Ciertos leones de arcilla cocida y vidriada, modelados con un gran realismo y perfección anatómica, que protegían la entrada del templo de Insusinak en Susa, son considerados por P. Amiet como verdaderas obras maestras. Algo más tradicional parece la estela de Untas-Napirisa, de cuya esposa, Napirasu, se conserva una estatua de bronce de gran tamaño fundida a la cera. Como E. Porada indica, al naturalismo del cuerpo y los brazos se opone la solución abstracta dada a la parte inferior, una combinación acaso impuesta por la personalidad de la representada y el lugar al que estaba destinada, el templo de Ninhursag en Susa. El último capítulo artístico del período es la glíptica. Con frecuencia se utilizó como soporte el cuarzo sinterizado, pero también piedras tradicionales como ágata o cornalina. En la iconografía se nota, en opinión de D. Collon, la influencia del mundo mitannio, asirio medio y casita; una convergencia sorprendente de ideas y motivos muy lejanos. A fines del siglo XII, tanto Susa como Anan sufrieron el ataque de Nabú-kudurri-usur I. Los efectos, ligados quizá a problemas en el Fars no bien conocidos todavía, resultaron en siglos de silencio. Según P. Amiet, Susa pudo recuperarse pronto y su papel -hasta la feroz campaña de Assur-bani-apli en el 646 a.C.- mantuvo cierta relevancia. Mas de aquel mundo apenas sí quedan fragmentos de decoración mural esmaltada, una bella cerámica con vidriado opaco y no pocos trabajos en bronce. Pero en esos años, tanto en los Zagros como en el Fars, se estaba gestando un nuevo Irán.
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Por su retórica y amor por lo anecdótico, Auguste Rodin (1840-1917) es todavía un escultor anclado en el siglo XIX. Lo cierto es que aunque haya sido valorado en exceso por la historiografía artística -ensalzado o criticado, siempre se habla de Rodin- su personalidad arrolló a muchos de los escultores cuya obra se tiende a contemplar en relación a la producción del escultor francés. Hay también quien se inclina por catalogar su obra en un hueco que deja vacío la posible escultura impresionista. Queriendo ver en él un transmisor de las técnicas impresionistas a la masa al intentar, en sucesivas y repetidas presiones, captar lo accidental y transitorio mediante un modelado rebosante de huellas de lo inacabado. Pero él insiste en ir más allá del impresionismo, incluso de la instantánea fotográfica que presenta el raro aspecto de alguien o algo que se ha paralizado. "La técnica miente -dice-, pues en realidad el tiempo nunca se detiene, el artista es quien logra producir la impresión de un gesto que se lleva a cabo en varios instantes, captar la vida en movimiento. Las diferentes partes de una escultura, cuando se las representa en momentos temporales sucesivos, producen una ilusión de movimiento real". La insistencia parece imparable cuando llega a decir, incluso, que no traduce las apariencias naturales, sino que las interpreta más allá de la superficie y del sistema de las superficies de las que, como en su Danaide (1885), la materia/naturaleza emana venciendo la opresión. Cuando, junto con Puvis de Chavannes y Carrière, funda en 1890 la Société National des Beaux Arts lo hace para luchar contra un arte débil y sin ideas. Si los poetas contemporáneos eran sensibles a su fuerza de sugestión es por su capacidad de materializar en los mármoles símbolos, pasiones, temas morales, la idea de lo infinito. Y si en algo participa del Simbolismo es porque busca lo abstracto, la esencia misma del ser o el poder creador del espíritu. Nos encontramos, como en el Balzac (1898), lo que en palabras de un crítico simbolista constituía un complejo de apariencias múltiples y esenciales. Necesitaba buscar la verdad interior. Lo verosímil tiene que ser superado y la forma, que es fuerza expresiva, surgirá de lo informe. La luz y la oscuridad más que contrastadas, compenetradas, deberán contribuir a todo ello. No hay lugar para el acabado pues la imaginación del espectador deberá completar la obra. Las formas vivas que emanan del material rechazan el punto de vista único y el espectador estático. Rodin pensaba y sentía el barro, la materia como masa plástica que recibe la vida desde el interior e irradia, pero el mármol apenas lo tocó. (Había aprendido a modelar no en la Ecole de Beaux Arts, sino en la Petite Ecole de Artes Decorativas.) Poco a poco consigue romper con la escultura tradicional de líneas cerradas y se dirige a la búsqueda de un espacio abierto. Si en algo se aleja de la tradición es en esa estética de lo fragmentario. Esta apreciación no se puede hacer extensiva a todas sus obras. Entre Los burgueses de Calais (1884-1886) en los que todavía la gestualidad y la expresividad dramática ocultan los valores volumétricos y formales, y el Balzac, en el que éstos son valorados, transcurre la dialéctica de la posibilidad de una escultura moderna. La estatua tiene todavía un gestualismo exagerado, pero si nos atenemos a la puesta en valor del volumen y la masividad nos encontramos en las puertas de la escultura contemporánea. Se trata de abrir la forma al espacio. La estatua explota y se libera de masas contenidas por tensiones involuntarias y accidentales. ¿Por qué primar el carácter unitario y obligarlo a que resida únicamente en la forma? Hay que dejar que la unidad sea psicológica y, por supuesto, revitalizar el fragmento. Su afición al coleccionismo de piezas antiguas le hizo ver en ellas no partes de sino objetos autónomos. De ahí su obsesión por "contrastar una forma fragmentaria, completamente terminada, con la piedra sin pulir de la que surge". Rilke, en sus elogios a Rodin, insiste en la importancia de que la escultura encuentre en sí misma su término. No se trata de mirar fuera del marco como ocurre en el cuadro donde las figuras viven separadas del espectador por un vacío que las aísla. La escultura debe valorar la importancia de la luz y de los juegos atmosféricos y su relación con el ambiente. Por eso son fundamentales los efectos de la luz sobre los volúmenes, la valoración de la tactilidad, de los contrastes texturales, el mármol pulido y trabajado, la superficie lisa y tersa y el material no trabajado, virgen, áspero como el yeso (El Beso, 1886). El Gobierno le encarga Las Puertas del Infierno (1880-1917), que resumen toda la iconografía del artista (a excepción de Los burgueses de Calais y del Balzac). Los ecos miguelangelescos del Juicio Final transcurren entre Dante y Baudelaire. Rodin lee una y otra vez "Las flores del mal" y encierra en su puerta la pasión y la existencia, el dolor y la belleza (Je suis belle, ó mortels, comme un rêve de pierre...) la tragedia del amor, el cuerpo y la caída, las formas físicas y sus transformaciones y también la psiquis implicada en éstos a su vez.
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Teórico enterado y experimentado técnico de la escultura y la fundición en bronce, así como de la orfebrería y del esmalte, sobre las cuales escribió sendos Tratados en los que vertió sus múltiples conocimientos y toda la casuística de sus experiencias, y más aún conocido por sus Memorias, que no son sólo desparpajo y cínica autobiografía, sino también novela de aventuras sobresaliente en la literatura del Cinquecento, Benvenuto Cellini es consumado y virtuoso escultor del miguelangelismo y uno de los orfebres más famosos de Europa. Nacido en Florencia en 1500, su vida presenta un cúmulo de sucesos, increíbles si nos fiamos de su vanagloria autocomplaciente, en los que surgen algunas de las piezas más relevantes del cincuentenio manierista avanzado. Trabajó el mármol y en este material esculpió entre 1555 y 1562 el Crucifijo de la basílica de El Escorial, que pensó para su propia tumba o para la de Francisco I de Médici, pero fue regalado por éste a Felipe II. Es obra de gran exquisitez de talla en la magnífica cabeza y en detalles anatómicos del cuerpo íntegramente desnudo. El Bargello posee también en mármol temas mitológicos como Apolo con Jacinto y el Narciso, que esculpió para los jardines de Bóboli. Su especial vocación radicaba en la orfebrería, pues aun sus obras mayores en escala las trabajaba con unción y pormenor como si cincelara la plata o el oro. Su obra cumbre es en este aspecto el famoso Salero de oro, plata y esmaltes (Museo de Viena) que realizó en 1540 para Francisco I de Francia, en Fontainebleau, donde había engrosado el plantel de artistas italianos atraídos por el monarca galo. Una de las cimas de la orfebrería europea de todos los tiempos, el salero adopta la forma de una fuente, en cuyos bordes se asientan las áureas figuras de Neptuno, dios del mar que genera la sal, y de la diosa Tellus, la tierra que proporciona la pimienta. En Francia dejó también el bajorrelieve en bronce de la Ninfa de Fontainebleau (Museo del Louvre), mediopunto de manierista alargamiento y elegancia. De uno y otro de tales trabajos en Francia dejó testimonios escritos en su autobiografía, pero de ninguna obra suya ofrece tantos pormenores de su dramática fundición en bronce como del Perseo, colocado en la Loggia dei Lanzi de Florencia, como uno de los galardones más preciados del poder político de los Médicis sobre la ciudad, ejemplificado en la decapitación sangrante de la Medusa. En la escala sobrehumana del héroe sobresale su hermosa cabeza y el minucioso casco con las alas de Mercurio, tan preciso como un bronce donatelliano. También el pedestal de mármol es otro de los logros supremos del Manierismo, que campea esbelto en las estatuillas de bronce que ocupan las hornacinas, lo mismo que en el relieve de la Liberación de Andrómeda del zócalo (original en el Bargello). Dibujante preciso también en los diseños previos de sus joyas y platerías, tanto sus retratos en medallas como el busto en bronce de Cosme I en el Bargello constituyen testimonios de su fidelidad como captador de fisonomías. Murió en 1574.
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Si Piranesi pudo ser un artista nocturno con respecto a Roma y a la tradición clásica, David iluminó la ciudad, recuperó sus signos, su iconografía, su memoria para hacerlos política y estéticamente productivos. David, el primer David, el prerrevolucionario y el jacobino, fue romano, incluso etrusco, casi a la manera de Piranesi, aunque si éste último comentó la tragedia de la muerte definitiva del pasado, David quiso construir el futuro con aquella memoria de comportamientos heroicos, cívicos y morales, dando forma y figura al presente. Es más, David sólo fue griego, a la manera de Winckelmann, con el Imperio de Bonaparte.La pintura de Jacques-Louis David (1748-1825) es bastante más que la pintura del neoclasicismo, incluso en su clasicismo arcaico y militante existe mucho de intencionadamente anticlásico. Además de proporcionar al Siglo de la Luces una iconografía, como después hará a la Revolución y al Imperio, David inauguró un nueva forma de pintar y representó históricamente la figura de un "artista comprometido", absolutamente nueva en la Historia del Arte. Es más, David no puede ser entendido sin Roma: el artista más francés de la época fue, fundamentalmente, romano. Incluso habrá quien inmediatamente traiga a su memoria la obra de Poussin. Pero David, como otros grandes artistas de la época, usó Roma para ser más francés. Su clasicismo, por tanto, no es mimético y abstracto, sino histórico y nacional y ¿qué mejor forma de escapar del universalismo de lo clásico que comprometer la vida con la pintura, con el público y con la Revolución?En Roma estuvo, por vez primera, entre 1775 y 1780, haciéndose pintor, en compañía, de Quatremére de Quincy, el brillante y políticamente impreciso teórico del neoclasicismo francés, que no por casualidad, mantendría una estrecha amistad con el escultor italiano Canova. Y cuando tenía que pintar obsesivamente volvía a Roma, en ocasiones con sus discípulos, con su grupo de adeptos, entre los que se encontraban Jean-Baptiste Wicar (1762-1843), Jean-Baptiste Debret (1768-1848) y, sobre todo, Jean-Germain Drouais (1763-1788), su alumno preferido y prematuramente muerto. Mientras el maestro pensaba la pintura, todos, incluido él mismo, pintaban y dibujaban Roma: la hacían diáfana, clara, con trazos poderosos y aislados, luminosa, abstracta, sin concesiones a los sentimientos o a lo pintoresco, tampoco a lo sublime, sólo figuración contemporánea de la ciudad, y todo ello con un estilo nuevo y despojado, sin matices. Dibujos y paisajes arquitectónicos dotados de una severidad que también era moral y que habrían de tener una notable importancia en la elaboración del lenguaje pictórico de los grandes cuadros de historia que este grupo de artistas habría de cultivar con posterioridad.David, de esmerada formación, siendo su maestro más importante Joseph-Marie Vien (1716-1809), pintor clasicista muy influido por los nuevos descubrimientos arqueológicos de Herculano y Pompeya, compartió muy pronto la preocupación de los ilustrados y críticos por conseguir que el arte representase nuevos valores éticos y estéticos, frente a la corrupción política y artística del rococó y del barroco. Entendió que el arte podía ser un medio para desenmascarar la vida y, desde la década de los años setenta del siglo XVIII, fue construyendo una especie de compromiso histórico entre su pintura y los acontecimientos políticos. Se trata de una crítica que disfrazada de contestación a los modos académicos incluía una crítica política a la Monarquía. En Roma, como pensionado, logró desembarazarse del lastre de la tradición, aunque de una forma lenta. El primer cuadro, presentado en el Salón de 1781, que parece abrir un camino diferente en su carrera sería Belisario (1781, Lille, Museo de Bellas Artes), en el que un tema noble y edificante fue tratado con un lenguaje claro, monumental y despojado, con una iconografía de origen clásico que acentuaba el valor moral de la pintura. Pero fue, sin duda, con el Juramento de los Horacios (1784, París, Museo del Louvre), con el que David logró consolidar un lenguaje, establecer un abismo con respecto a la tradición, ennoblecer el arte de la pintura, ya que siempre pensó que se había convertido en un vulgar oficio en manos de la Academia, y realizar un discurso político e ideológico en sintonía con las exigencias de los ilustrados franceses.La historia e interpretaciones de este cuadro se han multiplicado desde que David lo pintara por encargo del conde D'Angiviller, aunque parece que al menos desde 1781 se había sentido seducido por la historia de los Horacios, por la virtud de sus gestos, anteponiendo el honor del Estado a los vínculos familiares. David, pintor que sabía medir muy bien sus decisiones, consultó y ensayó varias soluciones sobre el momento que mejor podría representar la ejemplaridad del drama, eligiendo, al final, el previo al desatarse de los acontecimientos, es decir, el del juramento de los tres hermanos ante su padre. Convencido de que su obra debía tener una significación artística e histórica muy especial decidió volver a Roma, en 1784, para pintar el cuadro, rodeado así de la Antigüedad, pero también distante de París, lo que acentuó la expectación con la que él quería que fuera recibida su obra. Detalles sobre la laboriosidad del trabajo, opiniones de personajes ilustres y de los más célebres pintores que residían en Roma por aquellos años, iban anunciando la grandeza de una pintura que, al final, lograría conmover al público del Salón, aunque también recibiera elocuentes críticas en las que, sintomáticamente, se mezclaban argumentos artísticos y políticos.El cuadro presenta un momento especialmente emocionante en el que los tres hermanos deciden "vencer o morir" en su lucha contra los Curiacios, jurándolo ante su padre, con la presencia trágicamente silenciosa de sus hermanas. Cabe señalar, en este sentido, que David eligió con frecuencia para sus pinturas los momentos previos o siguientes a la acción central de la historia que representaba. Paralizaba pictóricamente el tiempo como para congelar dramática y expresivamente la acción antes o después de su desencadenamiento. En los Horacios, la composición se desnuda, las figuras representan imágenes arquetípicas, simbolizan algo que está más allá de lo contingente, la virtud y el heroismo. Reduciendo el número de personajes a los absolutamente imprescindibles y situándolos, como si fueran objetos, en un vacío escenográfico casi transparente, casi perspectivamente arcaico, tan geométrico es el espacio de los comportamientos éticos (recuérdense, al respecto, los proyectos de Boullée y Ledoux), David llenó de individualidades emblemáticas su pintura. Los tres hermanos, con los brazos levantados, son además de tres imágenes, la figura del juramento. Piénsese que el tema, por otra parte, tenía un origen iconográfico clásico que sería usado para otros juramentos por artistas como Füssli, Blake o Flaxman.La pintura de David no es fácil y así fue recibida por algunos críticos, aunque todos parecían tener conciencia de estar ante algo absolutamente nuevo. Ninguna concesión a lo convencional, con colores planos y poco cálidos, sin transiciones tonales ni claroscuros, con ritmos asimétricos entre la erguida postura de los varones y la sinuosa emoción de las mujeres, una distancia ideológica y compositiva que fue reconocida casi de inmediato, y, sin embargo, esa falta de continuidad pictórica y psicológica de los protagonistas no sólo era intencionada, sino que, además, era controlada gracias a la arquitectura pintada que servía de marco escenográfico a la acción, con una columna dórica sin basa, pero también sin estrías, como para intentar un pacto simbólico entre el orden dórico de Paestum y el toscano defendido por Piranesi. Clasicismo severo, patriótico, ético, abstracto: un modelo de comportamiento tanto pictórico como político era el que David proponía en esta pintura que fue vista como un presagio de la Revolución.El éxito del Juramento de los Horacios en el Salón de 1785 afectó tanto a su propio futuro como pintor como a la pintura como instrumento artístico e ideológico. De 1786 es Mario en Minturno (París, Museo del Louvre), obra de su más brillante discípulo, Drouais, que le había ayudado en Roma a preparar los Horacios, y que representa muy bien el eco de un nuevo modo de pintar cuya estrategia clasicista es más ideológica que neoclásica. En los años siguientes, David pintó algunas de sus mejores obras, en la secuela de su gran cuadro de 1784 y, entre ellas cabe destacar la ejemplaridad virtuosa de La muerte de Sócrates (1787, Nueva York, Museo Metropolitano) y la crítica política que esconde el tono helenístico y poco heroico, casi un tratamiento rococó de figuras clásicas, de su Paris y Helena (1789, París, Museo del Louvre), encargado por el conde d'Artois, hermano del rey, reaccionario y libertino. Incluso se ha querido ver en la figuras de los protagonistas una simulación del propio conde y María Antonieta, máxime si se tiene en cuenta que la escena, lejos de desarrollarse en un marco ideal, lo hace en el propio Louvre, como confirman las cariátides de Jean Goujon situadas en el fondo de la sala. Pero en 1789, coincidiendo con la Revolución, David pinta otra de sus grandes obras, también por encargo de la corona, Los lictores devuelven a Bruto los cuerpos de sus hijos (1789, París, Museo del Lovre). David cambió el tema originalmente propuesto por otro de claras resonancias republicanas, representando así el momento en el que Bruto recibe los cuerpos de sus hijos después de haberlos mandado ejecutar por haber traicionado a la República participando en una conspiración que pretendía devolver la monarquía a Roma. Bruto antepuso su patriotismo estoico a sus propios vínculos familiares, retomando así la ejemplaridad moral del Juramento de los Horacios. La composición también aquí es sorprendente. El protagonista principal, Bruto, es ensombrecido por la estatua de Roma, símbolo del Estado. Situado en el lado izquierdo de la composición, las sombras que lo ocultan sirven también para hacer más expresivo su dolor contenido. A su espalda se sitúan los lictores con los cadáveres, mientras que el centro del cuadro es un vacío sólo ocupado por muebles y una mano abierta, igual que en los Horacios. La mano surge de un grupo de mujeres que hacen expresiva la tragedia. El desorden compositivo, que se ha querido interpretar como un correlato artístico del desorden político y social que estaba viviendo Francia en aquellos años, también constituye una crítica a la tradición compositiva académica y clasicista, identificada, además, con la corrupción moral de la monarquía y de la aristocracia. El color y las luces contribuyen a acentuar las rupturas compositivas del cuadro, tan sólo levemente conducidas por la columnata arquitrabada de un orden dórico-toscano sin basa próximo, aunque más simple y austero, al de los Horacios. La pintura se hizo tan popular que en los años. posteriores. los peinados de las hijas de Bruto se pusieron de moda, así como el mobiliario que acompañaba la escena.El Bruto de David, finalizado mientras él mismo participaba en el asalto a la Bastilla, el 14 de julio de 1789, y su propio compromiso político iban a convertirlo en el artista de la Revolución. Si el mundo clásico, o mejor, la Roma Republicana, le había proporcionado la iconografía de una pintura que buscaba una complicidad con la historia, si, además, su clasicismo escondía, en realidad, una profunda actitud anticlásica, la Revolución despejó el camino para que ambos, estilo e iconografía, iniciaran un camino moderno en el que las novedades linguísticas y formales parecían establecer un acuerdo con la política, con la libertad. David aportó un lenguaje a la Revolución y ésta le proporcionó una nueva iconografía, de tal forma que a partir de entonces la pintura de historia no necesitaba recurrir ni al pasado ni a la alegoría, le bastaba la realidad, los nuevos héroes. Aunque también es cierto que, muy pronto, el Imperio de Napoleón requeriría otro tipo de alegoría y de iconografía.En la nueva situación David llegó a controlar la actividad artística, organizó fiestas y ceremonias revolucionarias, y tuvo la oportunidad de realizar dos de sus obras más célebres y que parecen una ejemplificación de la nueva forma de pintar la historia. Ahora los personajes dejan de ser figuras de arquetipos para convertirse en retratos ya que la realidad es entendida como historia. En 1790, la Sociedad de Amigos de la Constitución, encargó a David un gran cuadro conmemorativo del Juramento del Jeu de Paume, un modo nuevo de pintura histórica que representaba el momento en el que los delegados del Tercer Estado se juramentaron para mantenerse en asamblea hasta que Francia no tuviera una nueva Constitución o, en palabras de Dubois-Crancé, el momento en el que "hicieron el juramento de morir y no separarse antes de que Francia fuera libre". En 1791, David presentó un dibujo preparatorio en el primer Salón revolucionario, aunque el proyecto de la monumental pintura quedó en un deseo frustrado. El dibujo, conservado en Versalles, en el Museo National du Château, es, como ha afirmado Crow, "un Juramento de los Horacios multiplicado, pero lleno de personajes históricos revolucionarios".Pero posiblemente el mejor cuadro de historia de David, en el que un solo personaje adquiere una monumentalidad histórica, a pesar de su apariencia de retrato heroico y sagrado, sea el de la Muerte de Marat (1793, Bruselas, Museo Real de Bellas Artes). Jean-Paul Marat, el "amigo del pueblo", el amigo de David, el mártir de la revolución, dio ocasión al pintor para hacer una pintura laica, democrática y, a la vez, religiosa, histórica y monumental. Asesinado por una descendiente de Corneille, Charlotte Corday, el 13 de julio de 1793, habiéndole visitado el día anterior David, su muerte le conmovió profundamente. Corday se acompañó de las "Vidas" de Plutarco para contextualizar simbólicamente el crimen, pero David renunció a la Antigüedad y se ató al amigo, al héroe, al mártir y así lo pintó. Escueto, sin escenografía, sobre un fondo monocromo cargado de pintura, expulsando la violencia del asesinato, eligiendo, como solía, la conclusión del drama o su anuncio, en este caso la primera. Y pobló el cuadro de atributos sagrados, de citas de la iconografía de Cristo, de reliquias laicas como el tintero o la pluma, y, por todo mobiliario, un cajón, un prisma desnudo, con una escueta dedicatoria: "A Marat. David. L'an deux".Con posterioridad, David reconsideraría muchas de sus actitudes jacobinas y pasaría a ser el pintor de Napoleón, elaborando una nueva iconografía y un nuevo estilo que, a veces, da la impresión de ser regresivo por dulcificado, por académico, se hizo más griego, más neoclásico, aunque siempre mantuvo la lealtad a Bonaparte. Entre los cuadros de esta época cabe recordar El rapto de las Sabinas (1799, París, Museo del Louvre), que parece abrir este proceso de cambio estilístico e iconográfico, incluso ideológico. El gesto de Hersilia, en el centro con los brazos extendidos, impidiendo el combate entre Tómulo y Tatio, entre romanos y sabinos, parecía ilustrar el ánimo de concordia que muchos revolucionarios pedían para Francia. David expuso públicamente el cuadro, cobrando una pequeña entrada que, sin embargo, le proporcionó un excelente resultado económico. Siguió pintando retratos y, sobre todo, construyendo la imagen heroica e imperial de Napoleón, como ocurre con su Napoleón en el San Bernardo (1800, Versalles, Museo National du Château), paso de los Alpes que en realidad Bonaparte cruzó en burro, pero quiso ser representado "tranquilo sobre un fogoso corcel". Otros cuadros importantes, en este sentido, en los que al realismo de sus imágenes se superpone la retórica clasicista de los gestos y las escenografías, son La coronación de Napoleón (18051807, París, Museo del Louvre), también conocido como Napoleón coronando a la Emperatriz Josefina o Le Sacre; La distribución de las águilas imperiales (1808-1810, Versalles, Museo National du Château). Entre sus retratos cabe destacar el de Madame Récamier (1800, París, Museo del Louvre). Fueron muchos los pintores, discípulos o no, que se instalaron durante esos años y los siguientes en las maneras de David, elaborando dialectos a veces más radicales que los del maestro y en otras ocasiones convirtiendo su pintura en una lección académica.