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Nonell es un auténtico postimpresionista de la generación siguiente a Casas. Parece haber asumido la lección impresionista y trata de acentuar el valor expresivo de los grandes maestros franceses. Su pincelada suelta, desunida y vigorosa alcanza matices desgarrados, hondamente emotivos al tratar su mundo protagonizado por gitanas.
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Puesto que desde dentro del sistema educativo se hacía imposible la reforma, los hombres de la Institución Libre de Enseñanza crearon un organismo nuevo, ajeno a la burocracia. El fin de la Junta era organizar a escala nacional y con fondos del Estado lo que la Institución Libre de Enseñanza llevaba años esforzándose en conseguir en un grupo limitado: la formación total del ser humano. En sus 30 años de existencia, la Junta para Ampliación de Estudios envió a centros de investigación extranjeros a 1594 españoles, hombres y mujeres. La vida científica nacional era un auténtico yermo y por eso lo más urgente era ayudar a los jóvenes a salir al exterior. Después, la Junta se encargó de ir creando en nuestro país los centros adecuados (como el Centro de Estudios Históricos y el Instituto Nacional de Física y Química) para que pudieran seguir trabajando a su regreso. Más tarde fue poniendo en marcha las instituciones enumeradas, como las Residencias, y el Instituto-Escuela. La Junta se creaba, por tanto, para combatir la atonía educativa española, consecuencia directa de la atonía general de la sociedad. Partía la idea de la Institución Libre de Enseñanza, pero materializaba una preocupación que compartían otros muchos. El que fuera un organismo público financiado por fondos estatales, aunque no lo más acorde con Giner, tenía no obstante sus ventajas: aseguraba recursos económicos y salir del círculo, selecto pero reducido, en que hasta entonces se movía la Institución, ampliando su radio de acción y acelerando la reforma. Gráfico Pero existieron contradicciones: a unos les irritaba la independencia de estos organismos, a la vez que se nutrían de los presupuestos del Estado; a otros les repelía el tono selecto y extranjerizante de la educación que propugnaban, para muchos despreciativa y traidora del genio español; a bastantes les inquietaba su laicismo militante. Según José de Castillejo, su Secretario, la Junta para Ampliación de Estudios, sus diversos organismos y todo lo que ella significaba, era poco digerible para los políticos españoles; y eso a pesar de que tenía 21 miembros honorarios de todas las tendencias ideológicas, que se reunían una o dos veces al mes, y a pesar también de que todas las decisiones fueron tomadas por unanimidad en sus 30 años de existencia. Se la atacó desde el mismo día de su nacimiento, el 11 de enero de 1907. Diversos gobiernos intentaron por todos los medios frenar su actividad, y lo consiguieron con relativo éxito, sobre todo los primeros años, hasta 1910.
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La jura y coronación del rey Aunque heredaban unos hermanos a otros, y tras ellos el hijo del primer hermano, no usaban del mando ni creo que del nombre de rey hasta ser ungidos y coronados públicamente. Así, pues, que el rey de México estaba muerto y sepultado, llamaban a cortes al señor de Tezcuco y al de Tlacopan, que eran los mayores y mejores, y a todos los demás señores súbditos y sufragáneos del imperio mexicano, los cuales venían muy pronto. Si había duda o diferencia sobre quién debía ser rey, se averiguaba lo más pronto que podían, y si no, poco tenían que hacer. En fin, llevaban al que pertenecía el reino, todo desnudo, excepto lo vergonzoso, al templo grande de Vitcilopuchtli. Iban todos muy silenciosos y sin regocijo ninguno. Lo subían del brazo gradas arriba dos caballeros de la ciudad, que para esto nombraban, y delante de él iban los señores de Tezcuco y de Tlacopan, sin entremeterse nadie en medio; los cuales llevaban sobre sus mantas ciertas insignias de sus títulos y oficios en la coronación y ungimiento. No subían a las capillas y altar sino pocos seglares, y éstos para vestir al nuevo rey y para hacer algunas ceremonias; pues todos los demás miraban desde las gradas y desde el suelo, y hasta desde los tejados, y todo se llenaba: tanta gente acudía a la fiesta. Llegaban, pues, con mucho acatamiento, se hincaban de rodillas ante el ídolo de Vitcilopuchtli, tocaban con el dedo en tierra y lo besaban. Venía luego el gran sacerdote vestido de pontifical, con otros muchos revestidos también de las sobrepellices que, según en otra parte dije, ellos usan; y sin hablarle palabra, le teñía todo el cuerpo, con una tinta muy negra, hecha para este efecto; y tras esto, saludando o bendiciendo al ungido, le rociaba cuatro veces de aquella agua bendita y a su modo consagrada, que dije guardaban en la consagración del dios de masa, con un hisopo de ramas y hojas de caña, cedro y sauce, que hacían por algún significado o propiedad. Le ponía después sobre la cabeza una manta toda pintada y sembrada de huesos y calaveras de muerto, encima de la cual le vestía otra manta negra, y luego otra azul, y ambas estaban con cabezas y huesos de muerto, pintados muy al natural. Le echaba al cuello unas correas coloradas, largas y de muchos ramales, de cuyos extremos pendían algunas insignias de rey, como colgantes. Le cargaban también a las espaldas una calabacita llena de ciertos polvos, por cuya virtud no le tocase pestilencia ni le cayese dolor ni enfermedad ninguna, y para que no le echasen mal de ojo las viejas, ni encantasen los hechiceros, ni le engañasen los malos hombres, y en fin, para que ninguna cosa mala le ofendiese ni dañase. Le ponía asimismo en el brazo izquierdo una taleguilla con el incienso que ellos usan, y le daba un braserito con ascuas de corteza de encima. El rey se levantaba entonces, echaba de aquel incienso en las brasas, y con gran mesura y reverencia sahumaba a Vitcilopuchtli y se sentaba. Llegaba luego el gran sacerdote y le tomaba juramento de palabra, y le conjuraba que tendría la religión de sus dioses, que guardaría los fueros y leyes de sus antecesores, que mantendría justicia, que a ningún vallaso ni amigo agraviaría, que sería valiente en la guerra, que haría andar al sol con su claridad, llover a las nubes, correr a los ríos y a la tierra producir todo género de mantenimientos. Estas y otras cosas imposibles prometía y juraba el nuevo rey. Daba las gracias al gran sacerdote, se encomendaba a los dio ses y a los espectadores, y con tanto le bajaban los mismos que lo subieron, por el orden que antes. Comenzaba luego la gente a decir a voces que fuese para bien su reinado, y que le gozase muchos años con salud de todo el pueblo. Entonces veríais bailar a unos, tañer a otros, y a todos que mostraban sus corazones con las muchas alegrías que hacían. Antes de bajar las gradas llegaban todos los señores que estaban en las Cortes y en corte a prestarle obediencia. Y en señal del señorío que sobre ellos tenía, le presentaban plumajes, sartas de caracoles, collares y otras joyas de oro y plata, y mantas pintadas con la muerte. Le acompañaban hasta una gran sala, y se iban. El Rey se sentaba en una especie de estrado, que llamaban tlacatecco. No salía del patio y templo en cuatro días, los cuales gastaba en oración, sacrificios y penitencia. No comía más que una vez al día, y aunque comía carne, sal, ají y todo manjar de señor, ayunaba. Se bañaba una vez al día y otra a la noche en una gran alberca, donde se sangraba de las orejas, e incensaba al dios del agua Tlaloc. También incensaba a los otros ídolos del patio y templo, ofreciéndoles pan, fruta, flores, papeles y cañitas teñidas en sangre de su propia lengua, nariz, manos y otras partes que se sacrificaba. Pasados aquellos cuatro días, venían todos los señores a llevarlo a palacio con grandísima fiesta y placer del pueblo; mas pocos le miraban a la cara después de la consagración. Con haber dicho estas ceremonias y solemnidad que México tenía en coronar a su rey, no hay qué decir de los otros reyes, porque todos o la mayoría siguen esta costumbre, salvo que no suben a lo alto, sino al pie de las gradas. Venían luego a México, a por la confirmación del estado, y vueltos a sus tierras, hacían grandes fiestas y convites, no sin borracheras ni sin carne humana.
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Donde los linderos entre legitimidad y despotismo eran a menudo borrosos permanecía la figura y la actuación de los cadíes o jueces y su entorno formado por jurisconsultos y doctores de la ley. Aunque dependían en su nombramiento del poder gubernativo, como antaño del califa, directa o indirectamente a través del gran cadí (qadi l-qudat) de Bagdad o de la capital provincial correspondiente, en el ejercicio de su cargo solían actuar con gran autonomía, pues afectaba a materias del ámbito privado, penal y mercantil. Así fue como los cadíes articularon en torno suyo muchos aspectos fundamentales y a la vez cotidianos del orden social, controlando una función, la de la administración de justicia y buen orden de la comunidad, que permanecía relativamente al margen de los avatares políticos y promovía una cohesión social en torno a la ley imprescindible. Desde el siglo XI, al menos, dependían de ellos los almotacenes (muhtasib) a cuya competencia pertenecía asegurar el buen funcionamiento de los servicios urbanos, entre ellos el mercado, según se lee en diversos tratados de hisba (por ejemplo, en al-Andalus los de Ibn Abdun y al Saqati). La guardia urbana (surta) dependía de la autoridad política, aunque también pudiera auxiliar al cadí; en Bagdad, ciudad inmensa y capital del imperio, su jefe era lógicamente uno de los hombres de máxima confianza del califa.
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En Egipto se hallaba muy desarrollado el derecho privado, especialmente por lo que respecta a las cuestiones de familia, herencias y asuntos matrimoniales. Contrariamente a lo que se piensa, la esclavitud no era una práctica muy común. En general, todos los individuos tenían derecho a ser pagados por su trabajo; incluso en ocasiones se firmaban contratos de trabajo formales. Los trabajadores debían inscribirse en un registro y existían formas de protección en el trabajo. A la cabeza del sistema judicial se hallaba el rey, considerado el protector de su pueblo. Quien se consideraba lesionado por alguna injusticia podía dirigirse a unos funcionarios especiales, llamados "agregadores de peticiones", que eran enviados por todo el territorio para registrar las denuncias y hacerlas llegar al rey. El faraón tenía la última palabra y podía conceder indultos. Había también tribunales civiles de distinto rango. Abundaban los castigos corporales, como los bastonazos o la mutilación. Otras veces el reo era condenado a realizar un pago en metálico. Los castigos mayores eran la pena de muerte, raramente aplicada, y el trabajo forzado de por vida en canteras de piedra o metal en el extranjero, una pena cruel para los egipcios, amantes de su país.
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No existía en el Imperio mogol un sistema elaborado de tribunales judiciales, como los que los ingleses introdujeron posteriormente. Los casos penales en las poblaciones eran resueltos por los qazis, musulmanes o funcionarios de la ley, designados por el gobierno, que aplicaban el código musulmán. Pero cada comunidad tenía su propia ley personal, que administraba por medio de sus mismos agentes. Los tribunales del gobierno existían solamente en la cabecera del distrito o en otras poblaciones pequeñas; a los funcionarios imperiales les correspondía sólo el delito en gran escala, tal como el robo ejecutado por bandas de delincuentes. En las aldeas eran los ancianos o los agentes de un terrateniente local los encargados del mantenimiento del orden. Así, la administración cotidiana estaba en manos de hindúes de las castas de empleados que respondían fácilmente a la dirección y a un trato cordial y que durante la mayor parte del período mogol fueron leales servidores del régimen.
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Una de las principales complicaciones al hablar de la administración de justicia en el Imperio babilónico resulta del hecho de su prolongación en el tiempo y de las diversas tradiciones culturales que tenía cada ciudad, con lo que difícilmente se puede hablar de un único tipo de justicia aplicable a todo el Imperio a lo largo de su historia. Las leyes eran diferentes de unas ciudades a otras y además evolucionaban a lo largo del tiempo. No obstante, es posible trazar algunas pautas generales. La I dinastía supuso el comienzo de la separación del sacerdocio de la administración de justicia. A partir de entonces, se forman tribunales civiles presididos por la máxima autoridad local y formados por personajes notables de la localidad; posteriormente estos tribunales los integran entre cuatro y ocho jueces, auxiliados por funcionarios, y un grupo de ancianos actuando como consejeros. Aunque se desconoce si los miembros del tribunal recibían una compensación por su trabajo, sí que se sabe que su función social era vista con rigor, considerándose que asumían una gran responsabilidad. Por ello, cualquier decisión injusta o contraria a las leyes era castigada con dureza. Los juicios o dinum se celebraban a las puertas de la ciudad. En ellos, demandante y demandado se representaban a sí mismos, pues no existían abogados ni fiscal. El procedimiento estaba perfectamente establecido: primero se juraba ante los dioses; después exponía el acusador el motivo de su querella y más tarde se defendía el acusado. La decisión del juez era reflejada por escrito, firmada y sellada. En caso de desacuerdo con la sentencia era posible recurrir ante un tribunal superior en Babilonia, llamado los "Jueces del Rey". Todavía por encima de éste la persona disconforme podía recurrir al propio rey, pues éste era el juez supremo o diyyanum. Los castigos dependían, lógicamente, del delito. Era común condenar a penas económicas, así como castigar con el destierro, la flagelación, mutilaciones o la muerte por asfixia, fuego o empalamiento.