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Degas era consciente de que el éxito de un artista en el siglo XIX venía de la mano del Salón de París. Un triunfo en la única sala de exposiciones de la ciudad consagraba a un pintor, que veía cómo los encargos se multiplicaban y la fama y la fortuna cambiaban su vida. Pero para triunfar en este foro había que enviar una obra por la que el jurado de selección sintiera especial debilidad, como eran las de temática histórica, grandes lienzos en los que se intentaba transmitir un mensaje a la sociedad. El joven pintor se puso manos a la obra, eligiendo un tema bíblico; sin embargo, nunca llegó a acabar este cuadro por lo que no fue presentado al salón ni recibió ninguna crítica. Jephthah prometió a Yavé sacrificar lo primero que se encontrara al regresar a su casa si vencía a los amonitas. La victoria se consumó y Jephthah regresó triunfante a su hogar. Pero la desgracia se cebó en el guerrero, ya que lo primero que se encontró fue a su hija que quiso felicitarle por el triunfo. El héroe tuvo que cumplir su promesa y sacrificar a su propia hija. Así, contemplamos a Jephthah sobre su caballo, acompañado por sus soldados, mientras al fondo un grupo de mujeres - conocedoras de la promesa - intentan sujetar a la muchacha. Las influencias que toma Degas en esta escena se encuentran en la obra de Delacroix y de Mantegna. Del pintor romántico francés toma el color y las figuras del caballo y algunos guerreros, mientras que el renacentista italiano le proporciona el grupo de mujeres del fondo, inspirado en una Crucifixión que se encontraba en el Louvre. La gran preocupación de Degas en esta escena es el color, especialmente las combinaciones empleadas, hasta entonces inéditas. También tiene un especial interés por situar las figuras en diferentes posturas, para demostrar al jurado su dominio de la anatomía y del espacio. Esto era muy habitual en un principiante, por lo que las figuras se sitúan de espaldas, de perfil, de frente, etc. El exquisito dibujo que muestra el joven pintor estaría inspirado en Ingres, cuyos desnudos estaban de plena actualidad en aquellos momentos.
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En esta obra que contemplamos podemos apreciar el interés de Turner por la pintura del gran maestro del Barroco holandés, Rembrandt van Rijn. Los contrastes lumínicos del holandés harían las delicias del maestro londinense que buscaba inspiración en sus cuadros ya desde el año 1808. Hay que advertir que la alta cotización de las escenas de Rembrandt en las subastas londinenses provocaría una importante demanda. Tiziano, el pintor renacentista veneciano que tanto influyó en Rembrandt, también está presente en la obra al utilizar una luz dorada que provoca intensos contrastes lumínicos entre las zonas iluminadas como la muchacha y zonas ensombrecidas como las figuras del fondo y el primer plano. El oscuro colorido empleado también acentúa el contraste. La pincelada de Turner es bastante suelta en este trabajo, aunque resulte los suficientemente detallista para ofrecernos las calidades de las telas como tanto gustaban a los clientes de aquellos momentos.
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En el mes de septiembre Vincent está recluido en el hospital ya que tiene miedo de una nueva crisis. Le falta inspiración y recurre a copiar sus viejas estampas, incorporando novedades cromáticas más cercanas a su estilo. Obras de Delacroix, Rembrandt o Millet, como en esta ocasión, serán reinterpretadas por Van Gogh. Millet le atrajo ya desde su periodo de Nuenen y ahora inspirará un buen número de trabajos, quizá rememorando su estancia en Holanda, en la casa familiar que ahora echa de menos. La hilandera se encierra en una pequeña estancia llena de diversos objetos, enzarzada en su trabajo por lo que incluso nos da la espalda. Las tonalidades vibrantes que caracterizan las obras de Vincent se encuentran aquí presentes aunque la estética realista no haya desaparecido.
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Frente a visiones idílicas que han tenido vigencia en la historiografía moderna desde mediados del siglo XIX por el influjo de la obra de Morgan y Engels, reforzado por otros estudios de antropología cultural, hoy no hay razones para sostener que las comunidades célticas de la Península poseían la tierra en común, disfrutaban de un mismo estatuto jurídico y de análogas condiciones económicas. Estudios recientes de diversos autores (Burillo, Cerrillo y San Miguel, entre otros) sobre arqueología espacial del ámbito de los celtíberos, vettones y vacceos evidencian que, antes de la conquista romana, esos pueblos ya estaban adaptándose a modelos urbanos análogos a los del área ibérica. Se entiende ahora bien por qué el ejército romano planteaba siempre una estrategia de toma de las ciudades importantes como un medio de someter a territorios más extensos. Y la ciudad se corresponde con una sociedad dividida en clases. Otras investigaciones sobre las necrópolis aportan datos en la misma dirección. Así, el estudio de los ajuares de 1.613 tumbas de la necrópolis de Las Cogotas (provincia de Avila) se viene interpretando, desde las excavaciones de Cabré Aguiló, como un reflejo de las siguientes diferenciaciones sociales en la vida de los difuntos: se distinguen bien un sector aristocrático, otro guerrero y un tercero de carácter artesanal; parece incluso posible el afirmar que existía otro cuarto grupo de población dependiente en régimen de esclavitud o similar. Lo significativo reside en constatar que el modelo social reflejado en la necrópolis de Las Cogotas se repite en otras áreas de la Hispania céltica republicana. Desde los años de la conquista romana, se manifiesta la existencia de, al menos, dos grandes grupos sociales en el área lusitana y en la celtibérica. Por lo mismo, los devoti o grupos de personas consagradas a otra distinguida por méritos especiales de valor, cultura y capacidad de mando son una manifestación de esa marginación social. Como ha propuesto Sevilla, el nombre personal Ambatus sería una derivación de un nombre común ambatus, relacionado con el griego amphipolos, que servía para indicar a personas dependientes, esclavos, siervos o criados. El reparto del nombre personal en muchos lugares de la Hispania céltica y, de modo particular, en comunidades del valle del Duero, sería un reflejo de antiguas formas de dependencia personal. Estaríamos, pues, ante precedentes de la esclavitud romana. Y hay menciones que demuestran que la dependencia personal estaba bastante extendida. Así, los salmantinos sitiados por Aníbal el año 220 a.C., se vieron obligados a salir de la ciudad dejando en ella las armas, las riquezas y los esclavos según cuenta Plutarco (Virt. Mul., 248e). El año 136 a.C., Bruto el Galaico exigió a Talabriga que entregara a los tránsfugas romanos, las armas, los rehenes y los esclavos.
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El pasado de la Hispania republicana romana equivale al de doscientos intensos años llenos de acontecimientos que culminaron con el sometimiento de casi todos los pueblos de la Península Ibérica al poder de Roma. A comienzos del Imperio, sólo mantenían su autonomía los pueblos del Norte que fueron sometidos bajo el gobierno de Augusto. Este período equivale, por tanto, a la gran aventura que culminó con la primera unidad política de todo el conjunto de los variados pueblos de la Península. Entonces surgió el nombre de Hispania. Sin abandonar la información básica sobre el relato de las condiciones que condujeron a los diversos enfrentamientos militares, hemos pretendido reflejar el conjunto de cambios políticos, administrativos, económicos e ideológicos más importantes que tuvo lugar en ese período. La Hispania de fines de la conquista no era sólo un territorio conquistado; pues lo fue de modos distintos y, a veces, algunas ciudades pasaron a la esfera política de Roma por propia iniciativa. Tampoco Roma aplicó su propio modelo de administración y gestión sin atender a las tradiciones y/o creencias de cada uno de los pueblos indígenas. La habilidad romana para contar desde los comienzos de su presencia en Hispania con la colaboración de las oligarquías locales le liberó de muchos gastos militares y de tener que traer a grandes equipos de cuadros administrativos. La riqueza minera de Hispania estimuló una considerable migración de itálicos que terminaron fusionándose con la población local. Al final del período, comienzan a aparecer los testimonios de hispanos que incluso han accedido al Senado romano.
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Gracias a una poderosa armada, Roma extendió su control, cultura y estilo de vida por buena parte del mundo conocido, alrededor de un mar que consideraban propio, el Mare Nostrum o Mediterráneo. Mediante las guerras de conquista, Roma podía mantener contentos a su ciudadanía, además de ofrecerles un medio de ganarse la vida. También los soldados legionarios encontraban pocos estímulos para desear el fin de las operaciones militares, pues con ella podían enriquecerse o, al menos, subsistir. El campamento militar, organizado siempre de la misma manera, era un reducto que imitaba la ciudad de Roma, un espacio romano asentado en medios provinciales. Según los relatos de los autores antiguos, en los campamentos había buhoneros y prostitutas indígenas. También nos hablan de la baja moral de los soldados, que no tenían excesivo interés en volver a Roma para pasar a engrosar las filas de los desheredados de las ciudades. Además, muchos de ellos establecían sólidos vínculos con las poblaciones locales. La entrada en Hispania de las legiones romanas se produce durante la Segunda Guerra Púnica, entre los años 218 y 201 antes de Cristo. A partir de este momento, Roma comenzó a enviar a sus tropas a Hispania, dando comienzo la conquista propiamente dicha. La conquista de Hispania es un proceso largo y difícil. Tarraco, la actual Tarragona, fue la primera fundación romana en ultramar y desde ella partió la romanización de la península, convirtiéndose en la capital de la provincia Citerior, la más cercana a Roma. Tarraco contaba con un conjunto público monumental formado por el área de culto, la plaza, el foro provincial y el circo. Este, construido bajo el reinado de Domiciano, a finales del siglo I después de Cristo, podía contener 23.000 espectadores. El circo era el lugar donde se desarrollaban algunos espectáculos, como las carreras de cuadrigas. Una de las más sobresalientes construcciones romanas en Hispania es el arco de Bará. Situado a 20 Km. al nordeste de Tarragona, en el trazado de la antigua Vía Augusta, el Arco de Bará es el mejor ejemplo de arco monumental de la península ibérica. Con 14,65 metros de altura, fue levantado a finales del siglo I. El arco se compone de grandes sillares de piedra, unidos entre sí mediante grapas de madera de olivo con forma de doble cola de milano. Su fachada mide 11,84 metros y 3,7 los laterales. Se trata de una obra sobria y de modestas dimensiones, que dista mucho de la grandeza y el lujo de los arcos triunfales de Roma. La construcción del arco se debe a una disposición testamentaria de "Lucius Licinius Sura", influyente senador y tres veces cónsul, como reza en la inscripción que se conserva en uno de los lados. Una de las más destacables consecuencias de la presencia romana en la Península Ibérica a lo largo de seis siglos fue el desarrollo de un amplio programa de obras públicas. Así, crearon una extensa red de carreteras muchas de las cuales aun hoy perviven. También edificaron construcciones para el ocio, como teatros, anfiteatros o circos. Por último, la higiene pública de las ciudades fue atendida por medio de la construcción de redes de alcantarillado, termas o acueductos, que abastecían de agua corriente a las poblaciones. Quizás la más famosa construcción romana en la Península es el Acueducto de Segovia. Perfectamente conservado, la parte más conocida y monumental del acueducto corresponde al muro transparente de arcos sucesivos que lo mantiene airosamente alzado en plena capital segoviana. Realizado en granito a finales del siglo I después de Cristo, bajo el reinado del emperador Trajano, tiene una altura máxima de 28 metros y medio y 818 metros de largo. Para su construcción se utilizaron 20.400 bloques de piedra unidos sin ningún tipo de argamasa. Su autor hizo un extraordinario alarde de técnica, pues el equilibrio de tan liviana construcción descansa en el conjunto de la obra. De esta forma, el acueducto sólo se mantiene estable si se conserva en su integridad, a diferencia de otros ejemplos como el de los Milagros de Mérida, cuya estabilidad descansa de manera independiente en las columnas. Los ciudadanos romanos gustaban de asistir a espectáculos públicos, para los que se construyeron gran número de teatros, anfiteatros y circos. Uno de los más importantes edificios de Roma fue el Coliseo. El anfiteatro Flavio o Coliseo, edificado por orden de Vespasiano hacia el año 71, fue inaugurado por su hijo Tito en el año 80, aunque la parte superior sería añadida por Domiciano a finales del siglo I. Su nombre es debido a la existencia de una cercana estatua colosal de Nerón. El Coliseo tiene forma elíptica y unas impactantes dimensiones: 188 metros en su lado mayor y 155 en el menor. En las gradas podían sentarse hasta 50.000 espectadores. Los días de intenso calor un gran toldo cubría el anfiteatro para dar sombra a los asistentes al espectáculo, que disfrutaban viendo las evoluciones de los gladiadores sobre la arena. La casa romana es heredera de la griega y la etrusca. El acceso se realizaba por un vestíbulo decorado con mosaicos que desembocaba en el atrio, el lugar más importante de la casa. En el centro del atrio encontramos un estanque llamado impluvium, que recoge el agua de la lluvia gracias a que el techo tiene un espacio central abierto al que se conducen las aguas, llamado compluvium. A ambos lados del atrio quedan las habitaciones, tanto de los sirvientes como de los miembros de la familia. La principal es el tablinum, el cuarto de los señores de la casa, donde observamos una amplia cama, algunos sillones y mesillas. Junto a la casa suele haber un patio exterior, llamado peristilo, donde los señores pueden pasear y sentarse a la sombra de los árboles en los días soleados. También complacía a los romanos acudir a los baños públicos o termas. Estas se organizaban en torno a las clásicas tres piscinas: frigidarium, de agua fría, tepidarium, templada y caldarium, caliente. En los baños no se utilizaba el jabón. En su lugar los bañistas se untaban la piel con aceite, siendo muy apreciado en todo el Imperio el procedente de Hispania. Por encima de todo, eran las termas lugares de reunión. Los ciudadanos adinerados pasaban allí buena parte de su tiempo, que empleaban en relacionarse, charlar, entretenerse con juegos de mesa, o hacer ejercicios con pesas y balones medicinales. Los ciudadanos ricos eran asistidos por esclavos o por empleados de los baños. En general, los bañistas eran gente ruidosa que cantaba, gritaba o gruñía con los golpes de los masajistas. Los pobres también podían asistir a los baños públicos, pues la entrada no resultaba cara, siendo incluso gratuita para los niños. Pero el esplendoroso mundo romano se encuentra próximo a su fin. Tras varios siglos en la cumbre del poder, durante el siglo V la Roma imperial se muestra muy debilitada. La crisis del Imperio, gestada durante mucho tiempo, hace que los grandes propietarios abandonen las ciudades en decadencia y vayan a vivir a sus grandes latifundios. En estas villas, el señor se sirve de grandes cantidades de colonos, gente libre pero adscrita a la tierra, que recibe, a cambio de su trabajo, protección frente a posibles agresiones. Las fronteras del Imperio están amenazadas por pueblos que los romanos llaman "bárbaros", extranjeros, con costumbres y lenguas distintas. La debilidad de Roma acabará por ceder ante el empuje de estos pueblos, siendo también Hispania uno de sus objetivos. En el año 409, suevos, vándalos y alanos penetrarán en la Península y se expandirán por su territorio en busca de sus ricas y fértiles tierras y ciudades. Los visigodos, asentados como pueblo aliado de Roma en el sur de la Galia, recibirán el encargo de controlar a estos pueblos. Es así como se produce su entrada en Hispania, estableciendo una corte en Toledo desde la que gobiernan sobre una población mayoritariamente hispanorromana. Con el tiempo, serán los visigodos quienes controlen todo el territorio hispánico.
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La Hispania de la Antigüedad tardía, y más precisamente la de finales del siglo V hasta principios del siglo VIII, ofrece un panorama histórico, cultural, económico y social muy semejante al del resto de las provincias del desaparecido Imperio romano. A pesar de ser la zona más occidental y situarse en el último punto del mundo conocido, su problemática histórica se inserta directamente en la historia mediterránea y europea. El cristianismo había empezado tiempo antes a transformar lentamente los comportamientos sociales, tanto en los núcleos urbanos como en las zonas rurales. Sin embargo, en unos y otros ámbitos siguen perviviendo modos y formas paganos. Las altas capas sociales romanas, procedentes de las familias senatoriales, siguen -en determinados casos- persistiendo en su tradición pagana, puesto que esta actitud responde a una precisa concepción del modo de vida, basada en el otium. Las grandes propiedades rurales, con una parte dedicada a la explotación agrícola y ganadera y otra residencial, son el espacio ideal para vivir el otium como una forma de cultura. Los mosaicos pavimentales de estas grandes villae reflejan ese modo de vida, la persistencia de las viejas costumbres romanas, como reacción frente a la cultura cristiana. En definitiva, con mayores o menores logros, la diocesis Hispaniarum se había convertido en un territorio sustancialmente romanizado, aunque hubiera zonas de romanización bastante superficial; su sociedad estaba organizada de acuerdo con las reformas que la administración imperial había introducido a partir de Diocleciano, a las que se había adaptado; y era, a su vez, un territorio bastante cristianizado, aunque hubiera supervivencias de creencias y manifestaciones paganas. En Hispania, como en otros lugares, había tenido lugar el proceso de asimilación y desarrollo de la cultura latina. Tras un siglo de relativa paz y prosperidad -por utilizar la afirmación de J. Arce- como el siglo IV, la situación se deterioraría a partir del año 409, debido al traslado de las luchas imperiales al territorio de Hispania y a la penetración de los primeros pueblos bárbaros: suevos, vándalos asdingos, silingos y alanos. Es dentro de este horizonte, y una vez que el poder del Imperio de Occidente se ha extinguido en la práctica totalidad, en el que se establecerá definitivamente en Hispania esa nueva gens, esa nueva comunidad, la visigoda, que ya a lo largo del siglo V, desde su asentamiento de Tolosa había penetrado como colaboradora del Imperio en diversas expediciones. Dicha gens, como veremos, no era ajena en absoluto al mundo latino. Su instalación y posterior desarrollo en la geografía peninsular supone la culminación de un largo proceso de aculturación, iniciado a partir del momento en que empiezan las migraciones desde el septentrión atravesando la frontera del Danubio en el año 376. Su asentamiento definitivo en Hispania, a partir del año 507, tras las mencionadas épocas de inestabilidad y luchas abiertas, condujo a la creación de un reino estable donde hispanorromanos y visigodos quedaron integrados en grandes unidades territoriales. La integración vino favorecida por el abandono del arrianismo y la conversión al catolicismo, proceso que, no obstante las graves controversias entre ambas religiones, ya habría iniciado un primer acercamiento al convertirse los bárbaros al cristianismo arriano. Con el paso del tiempo y el desmembramiento de la rígida y compleja administración del Imperio, las jerarquías gubernamentales van siendo sustituidas por otras sólidas jerarquías, esta vez monárquicas y eclesiásticas. La aparición del poder regio supondrá el afianzamiento definitivo de la Iglesia dentro de la política estatal. Sin embargo, ese reino teóricamente estable -que, sobre todo desde mediados del siglo VI, vive una época de cierta uniformidad-, con el tiempo habría de soportar el peso de dos tendencias opuestas: la unificadora, territorial y política, que optó por nombrar a Toledo como sede regia, en competencia con otras ciudades, y que acuñó el concepto de gens et patria Gothorum -utilizado por minorías cultas-, y la disgregadora, puesta de manifiesto a cada paso de la evolución política, a través de las luchas de familias o grupos nobiliarios por el poder y la sucesión al trono; lo que llevó a no pocas acciones violentas y usurpaciones, y condujo inevitablemente a un progresivo deterioro de esa estabilidad y a una atomización de facto del poder oficial.
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Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920. Además, nació, en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La HUAC -"House on Unamerican Activities Comittee"-, es decir, el comité parlamentario para perseguir las actividades "antiamericanas"- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que debía ser su propósito auténtico. Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que "esto debe acabar" pero acabó por utilizar estos servicios. El temor al peligro comunista no hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en 1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945 se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico. Las comparecencias les parecieron a muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall, Kathreen Hepburn o Danny Kaye. Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G. Robinson y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de música "folk" Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus puestos. Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker Chambers. Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente. A estas alturas había pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era, en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además, éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas pertenecientes al "stablishment" liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una administración lejana y prepotente. Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética- fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que fuera, de tener que ver con el comunismo. Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto, se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhower el día en que éste tomó posesión.