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En medio de este clima, el día 26 de julio los aliados reunidos en Potsdam emiten un comunicado conjunto que constituye un verdadero ultimátum lanzado a Japón. Junto a una limitación territorial de la soberanía nipona destacaba el principio de la obligatoriedad de la imposición de estructuras democráticas en el país. De forma expresa y voluntaria, en el documento no era mencionado el problema planteado por el mantenimiento de la monarquía, lo que constituía la principal piedra de toque para alcanzar un posible acuerdo. En Tokio, el conocimiento de este texto desencadenó una nueva serie de fricciones entre los diferentes sectores enfrentados. Finalmente, acabarían por dominar, como había venido sucediendo durante las últimas décadas, los elementos más agresivos, y el día 28 Radio Tokio declaró la voluntad del Gobierno japonés de continuar la lucha hasta la obtención de la victoria final. Desde el día 25 de julio, el jefe del Estado Mayor de la aviación norteamericana había enviado al general Spaatz, comandante del sector estratégico, una directriz de bombardeo a realizar a partir del 3 de agosto, en el momento en que las condiciones climatológicas reinantes sobre Japón lo permitiesen. Los objetivos establecidos eran las ciudades de Hiroshima, Kokura, Niiga y Nagasaki, importantes centros de fabricación de material bélico. En Washington triunfaban ya los halcones, que finalmente impulsarían la decisión del todavía vacilante Truman. Entre ellos se encontraban las grandes personalidades del ala izquierda del partido demócrata, a los que el nuevo Presidente no podía enfrentarse en modo alguno. A través de documentos conocidos varias décadas más tarde, ha quedado demostrado el hecho de que Truman sabía con casi absoluta certeza la inminencia del hundimiento japonés, a través del desciframiento del código secreto del adversario e incluso por medio de terceros países como Portugal y Suiza. Ello ponía de manifiesto la innecesariedad de recurrir al uso de lo que el propio almirante Leahy, jefe del Estado Mayor del Presidente, calificó de bárbaro artefacto. Por su parte, el general Eisenhower, aterrado ante la posibilidad de que la bomba fuese lanzada realmente, había instado a Truman y a su Secretario de la Guerra para que lo evitasen, ya que a principios de aquel verano existían suficientes indicios para suponer que Japón se hallaba al borde del colapso final. Destacadas figuras militares tratarían durante aquellas cruciales semanas de disuadir a los responsables de la adopción de la dramática decisión. El general LeMay, máximo responsable de la distribución general de armamento, afirmaría que la rendición japonesa se hubiera obtenido haciendo uso solamente del carácter convencional sin tener que recurrir a nuevas armas de impredecibles efectos. La mayoría de la oficialidad de la Marina que actuaba en el Pacífico se mostraba partidaria de conseguir la victoria final mediante la imposición de un riguroso bloqueo alrededor del archipiélago japonés, privándole con ello de toda clase de abastecimientos. Sin embargo, y a pesar de estas evidencias, otro tipo de motivaciones -éstas de carácter político- vendrían a respaldar en definitiva a los partidarios de la utilización del arma atómica. Documentos conocidos con posterioridad demostraron la existencia en círculos inmediatos al Presidente de corrientes de opinión que trataban de convertir el artefacto atómico en un decisivo elemento a instrumentar en las relaciones con la Unión Soviética una vez terminada la guerra. La disgregación del frente aliado, cuya constitución había sido determinada por circunstancias que ahora ya no existían, era ya un hecho. Y Norteamérica parecía decidida a mantener con su todavía aliado unas relaciones desiguales, erigiéndose como indiscutible y única potencia mundial. El Secretario de Estado Byrnes, una de las personas que contaba con mayor influencia sobre Truman, estaba convencido de que la demostración de la posesión del poderío nuclear tendría una importancia futura mayor incluso que la centrada en el aplastamiento de Japón. Consideraba así a la bomba como útil baza que haría a los gobernantes del Kremlin más sumisos y manejables en un mundo que ya se presagiaba cargado de las más oscuras perspectivas para el entendimiento entre los dos grandes vencedores. El día 2 de agosto, sobre el crucero Augusta que a través del Atlántico lo devuelve a su país, Truman toma la irrevocable decisión de poner en práctica el plan previsto de bombardeo de Japón con el arma nuclear. En sus memorias argüiría con respecto a ello: "Los señores de la guerra japonesa presentaron una fanática resistencia. Y un millón y medio de soldados se hallaban en la China continental dispuestos a acudir en defensa de Japón. Era deber mío como Presidente el de obligar a los militares japoneses a avenirse a razones, con la mayor rapidez y la menor pérdida de vidas que fuese posible. Entonces tomé mi decisión. Una decisión que solamente a mí incumbía". Cuatro días más tarde, despegaban desde su base los aparatos que portaban los artefactos atómicos con destino a Hiroshima.
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A partir de 1945 puede hablarse con toda propiedad de la expansión por la mayor parte del mundo de los principios que Estados Unidos desarrolló en su interior. Los grandes vencedores en la contienda se erigen en incontestados árbitros de la situación mundial, contrapesados por la Unión Sovíetica, que, debilitada durante decenios, sirve de beneficiosa comparación respecto a los logros obtenidos por el liberalismo económico democrático, del que Estados Unidos se alza como principal intérprete. La gran república de América del Norte difunde sus ideales de universalidad, igualdad y reinado del derecho mientras implanta su influencia sobre amplias zonas del globo. En la vecina América Latina, donde su presencia era determinante desde hacía años, Washington desplaza los declinantes intereses de una Gran Bretaña en decadencia. Los antiguos imperios coloniales europeos se abren a la penetración de las actividades norteamericanas, que en muy breve tiempo ocupan posiciones dominantes frente a una Europa replegada sobre sí misma. En el mes de abril de 1945, es decir, cuatro meses antes de la finalización de la guerra, fallecía el presidente Roosevelt, cuya personalidad había centrado la vida social y económica de su país durante más de doce años. Su desaparición significaba el fin de una época que modificó en profundidad las estructuras de la nación americana, desde que impuso su New Deal -Nuevo Trato- como solución a la crisis económica de 1929. Su empresa se había visto desnaturalizada con el paso de los años, y la guerra fijó unas condiciones que en gran medida actuaban de forma autónoma. Llegado el momento de la paz, Estados Unidos manifestaba unas características sensiblemente alejadas de las de antes de la guerra. La necesidad de acomodar las estructuras productivas a las exigencias bélicas trajo como consecuencia una transformación de las mismas. La sociedad norteamericana conoció durante el período bélico unas modificaciones más marcadas que las que previamente impuso el programa reformador de Roosevelt y su grupo. En la esfera política, en el año 1945 se incrementaron los poderes gubernamentales, tendencia que el Estado bélico había potenciado en detrimento de la descentralización que se mantenía en importantes áreas de las actividades públicas. Todos los planos de la vida nacional quedaron intervenidos y estrechamente controlados por los poderes públicos. Estos se manifestaron decididos a instrumentar todas las posibilidades de acción, para la obtención de la victoria bélica primero, y para el fortalecimiento y expansión de los intereses norteamericanos sobre el mundo inmediatamente después. Uno de los problemas más acuciantes de la administración Roosevelt era en 1933 el masivo desempleo generado por la crisis económica. Las actividades bélicas habían hecho desaparecer el problema gracias al aumento de las necesidades productivas. Se habían incorporado al mundo laboral amplios sectores de sus mecanismos, entre ellos las mujeres y las minorías raciales. El nivel de vida de la población norteamericana experimentó un sensible aumento al unísono con el crecimiento del consumo que la euforia productiva fomentaba en los sectores alzados a planos de intervención social. Estados Unidos imponía en el interior de su sociedad condiciones de vida definidas por un más alto grado de igualitarismo; esta circunstancia se uniría a fenómenos concurrentes, como la desarticulación de los lazos familiares tradicionales y el cuestionamiento de valores hasta entonces jamás puestos en entredicho. Llegado el momento de la paz, el país se enfrentó al desafío de la asimilación material de la victoria y la readaptación a los usos normales de vida trastocados por el conflicto. La reordenación de estructuras internas se complementaba ahora con la adecuación a su nuevo papel de potencia internacional, decisoria en mayor grado que ninguna otra. El fin de la guerra -que concluía con la derrota absoluta de Alemania y Japón- hallaba a Norteamérica en una situación excepcionalmente ventajosa en comparación con sus aliados europeos, triunfadores bélicos, pero materialmente arruinados. La sociedad norteamericana podía ser entones calificada de opulenta; el 75 por 100 del capital invertido en el mundo se situaba en su territorio, así como los dos tercios de la capacidad industrial existente en el globo. La renta del ciudadano norteamericano doblaba la del europeo del momento con los efectos derivados de esta realidad sobre aspectos que, como el alimentario, se presentaban por entonces en la mayor parte del mundo como gravísimos problemas de dificultosa resolución. Ello hacía que toda posible comparación en este ámbito con respecto a los países de la depauperada Europa alcanzase diferencias realmente extremas. En el interior del país, las provisiones acerca del final del conflicto habían preocupado a extensas masas trabajadoras que temían el retorno al desempleo una vez desaparecidas las circunstancias especiales que habían producido el incremento de la producción. Sin embargo, ni la reducción de la producción de bienes de uso bélico ni la masiva desmovilización -que supondría el reingreso en el campo productivo de más de diez millones de antiguos soldados- provocarían problemas de gravedad para el trabajador norteamericano. Estados Unidos, plenamente inmerso en su nuevo papel de primera potencia universal, efectuó una armónica y adecuada transformación y adaptación de su aparato productivo. El material de guerra fue sustituido por los artículos de consumo directo, que la población reclamaba como efecto derivado del incremento de sus posibilidades adquisitivas. Las fuertes inversiones de gasto público y la inmediata necesidad de rearme que la anunciada guerra fría suponía, contribuyeron a la estabilización y aun al aumento del empleo. En un país como Estados Unidos, llegado el año 1946, solamente podían ser contabilizados unos dos millones de trabajadores en paro, lo que no alcanzaba siquiera la proporción del 4 por 100 del total de su población activa. La reinserción social de los que habían intervenido en la guerra era una importante tarea para la administración Truman, que se enfrentó a fuertes movimientos huelguísticos en exigencia de mejoras laborales. Las industrias fundamentales del país -acero, automóviles, ferrocarriles y minería, sobre todo- quedaron afectadas por el enfrentamiento entre patronos y obreros en defensa de sus particulares intereses. La intervención gubernamental, tanto en el plano impositivo de medidas como en el amistoso de solución de problemas planteados, fue muy marcada. Al mismo tiempo, se apreciaba una verdadera oleada de conservadurismo en aquella sociedad. Los progresos logrados por los ya citados sectores tradicionalmente marginados experimentaron un sensible retroceso. La violencia del matiz racista rebrotaba en el convulso sur del país, y se recortaban los derechos laborales de la mujer en beneficio de los hombres que se reincorporaban a las tareas productivas. De forma complementaria, la intransigencia ideológica se abría camino poderosamente ya durante los meses centrales del año de la victoria, para alcanzar su culminación y declive pocos años más tarde. El clima de guerra fría, que se intuía claramente antes de terminar el conflicto, fomentaba en el momento del triunfo actitudes tendentes a la exclusión de quien se encontrase en posiciones diferentes a las mantenidas por el poder. La persecución de individuos acusados de izquierdistas, o más burdamente comunistas, tendría sus inicios cronológicos en estos meses finales de 1945. La Administración republicana, que accedió al poder tras las elecciones de 1952, se convirtió en instrumento de esta política de represión interior, dentro de un mundo organizado en función de dos posiciones ideológicas antagónicas y excluyentes.
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Es indudable que las conversiones masivas de judíos al cristianismo tras el pogrom de 1391 tuvieron como causa principal el deseo de aquellos de escapar a la persecución y no una sincera convicción religiosa. Así se explica que muchos cristianos nuevos o conversos siguieran en el fondo de sus almas fieles a sus antiguas creencias y que de forma más o menos oculta continuaran con los ritos mosaicos o, lo que es lo mismo, que judaizaran. Ahí se encuentra una de las claves de la hostilidad manifestada por los cristianos viejos hacia los conversos. Es preciso señalar, no obstante, que con frecuencia se acusaba a los conversos de mantenerse fieles a sus antiguas creencias simplemente porque sus hábitos de comportamiento, sus actitudes sexuales o sus gustos culinarios continuaban inmersos, como no podía menos de suceder, en la vieja tradición hebraica. Pero simultáneamente entraban en juego factores de índole socio-económica. Los conversos se caracterizaban, según un testimonio de finales del siglo XIV, por "usar de sus meneos e mercadorías". Eso quería decir que destacaban en las actividades relacionadas con el comercio y las finanzas. Así pues los conversos, o una fracción importante de ellos al menos, realizaba idénticos menesteres que los antiguos judíos. Textos de mediados del siglo XV, procedentes de Toledo, después de señalar que había conversos en el arrendamiento de las rentas reales, acusaban a los cristianos nuevos de practicar la usura. El Memorial del bachiller toledano Marcos García de Mora, escrito hacia 1450, acusaba a los conversos de estar "sorviendo por logros y usuras la sangre y sudor del pobre xénero christiano". Sin duda eran testimonios similares a los lanzados años atrás contra los judíos. Había, no obstante, una diferencia importante entre los judíos y los conversos. Aquellos no traspasaban determinadas barreras, pero los cristianos nuevos podían acceder a cualquier oficio u honor, desde el puesto de regidor en los concejos hasta el mundo de la caballería. El cronista Andrés Bernáldez expresó esas ideas al manifestar que numerosos conversos "en pocos tiempos allegaron muy grandes caudales é haciendas, porque de logros é usuras no hacían conciencia, al tiempo que algunos se mezclaron con fijos é fijas de caballeros christianos viejos", con lo cual lograron borrar su tenebroso pasado. De lo dicho se deduce que la animadversión contra los conversos era incluso superior a la tradicionalmente manifestada contra los judíos, pues aquellos competían directamente con las aristocracias urbanas de los cristianos viejos. La hostilidad anticonversa se fue fraguando lentamente en el transcurso de la primera mitad del siglo XV. Pero estalló bruscamente al mediar la centuria, como lo revela lo sucedido en Toledo en 1449: la oposición a un tributo requerido por Alvaro de Luna motivó una sublevación, acaudillada por Pero Sarmiento. Los rebeldes aprobaron una Sentencia-Estatuto que rezumaba hostilidad contra los conversos, para quienes se pedía la exclusión de cualquier oficio público. El documento citado señalaba, entre otras cosas, que los cristianos nuevos "han fecho, oprimido, destruido, robado e astragado todos las más de las casas antiguas e faciendas de los christianos viejos de esta cibdad e su tierra e jurisdicción, e todos los reinos de Castilla". La sedición toledana pudo ser sofocada. Pero el clima anticonverso seguía vigente, lo que explica que rebrotara pocos años después. En 1473, el valle del Guadalquivir fue escenario de sacudidas violentas contra los cristianos nuevos. Oigamos el testimonio de Mosén Diego de Valera, a propósito de lo ocurrido en Córdoba: "Por todas las calles de la ciudad se comenzó gran pelea entre los christianos viejos e nuevos ...e casi todas las casas de los conversos ...fueron quemadas e puestas a robo". Al año siguiente los furores anticonversos se propagaron a la Meseta Norte, causando estragos diversos en Segovia y Valladolid. La irrupción del problema converso dio lugar a la aparición de una abundante literatura doctrinal, en la que se adoptaron posturas contrapuestas. A favor de los cristianos nuevos escribieron, entre otros, los obispos Alonso de Cartagena y Lope Barrientos, el cardenal Juan de Torquemada y el relator Díaz de Toledo. En el campo anticonverso, aparte del ya mencionado Memorial de Marcos García de Mora, destaca la obra del franciscano fray Alonso de Espina, Fortalitium fidei, en la cual no sólo se proponía el castigo ejemplar de los judaizantes sino que se insistía en una vieja y peligrosa idea, la identificación entre los conversos y los judíos. Por lo demás, en tiempos de Enrique IV se dieron los primeros pasos, aunque en esas fechas aún no fructificaron, en orden a la creación de una Inquisición para acabar con los "malos christianos e sospechosos en la fe", como se decía en un texto del año 1465, obra probable del monje jerónimo Alonso de Oropesa.
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Tras los primeros comerciantes que trajeron el Budismo a través de la Ruta de la Seda -desde los inicios de la dinastía Han- llegaron los monjes, agrupados en comunidades en torno a lugares de culto. Estos asentamientos religiosos se edificaron siempre junto a los de las caravanas, preferentemente en la ruta norte, si bien existieron otros de menor relevancia en el sur. Dichos lugares de culto recogieron tanto las influencias foráneas como las tradiciones locales fundiéndose en un arte nuevo lleno de vitalidad y que afectó tanto a la arquitectura como a la escultura y pintura. En la ruta norte, las grutas de Datong, provincia de Shaanxi, iniciadas en el siglo V, constituyen el ejemplo más temprano de estos conjuntos religiosos. Datong -capital de la dinastía Wei hasta el año 494- perdió su capitalidad al ser trasladada ésta a Luoyang construyéndose en la nueva capital las grutas budistas de Longmen y Gonxian. La provincia de Gansu tiene en su territorio los mejores ejemplos de este nuevo arte: Biglinshi, Maijishan y Mogao. Todas ellas se realizaron excavando la roca, siendo la escultura el medio elegido para dar vida al panteón budista, si bien las grutas de Mogao (Dunhuang) muestran junto a las esculturas las pinturas murales más bellas. En Mogao se integraron todas las artes, y en sus grutas nos detendremos para estudiar la huella budista en el arte chino. La prefectura de Dunhuang (grande y próspera) fue creada en el año II a. C. por la importancia estratégica en el desarrollo del comercio y la colonización de los pueblos bárbaros. Consta de tres conjuntos denominados: Mogao, Yuling y Qianfodong (Mil Budas del Oeste). Olvidadas e ignoradas desde las últimas intervenciones artísticas en la dinastía Yuan (1271-1368), fueron redescubiertas a comienzos del siglo XX por arqueólogos extranjeros, entre los que destacan por su trabajo de investigación y expoliación Stein, Pelliot, Van le Coq... A partir de los años cincuenta se creó el Instituto de Investigación de Dunhuang, encargado de su conservación. Mogao, muy próximo a Dunhuang, se encuentra entre las dunas del desierto y el fondo escénico de las montañas San Wei (tres picos) y Mingsha (gritos de arena), iniciándose la construcción de su primera gruta hacia los años 304-439 (dinastía Jin). Se contabilizan cuatrocientas noventa y dos grutas realizadas durante las dinastías Wei del Norte, Wei del Oeste, Zhou del Norte, Sui, Tang, Cinco Dinastías, Song y Yuan. Cada una de ellas aportó un nuevo estilo artístico diferenciado. La ornamentación de las grutas se compone de pinturas murales, pinturas en seda y papel y estatuas modeladas en arcilla. Las pinturas murales se dividen en dos grandes grupos: las ilustraciones de textos canónicos (sutras) y las representaciones de divinidades. Las sutras, a su vez, se clasifican en aquéllas con un fin meramente didáctico, con una composición en escenas (banxian) y las jatakas o relatos de los actos piadosos de Buda Sakyamuni (Sidharta Gautama) en sus vidas anteriores. Las primeras grutas correspondientes al período Jin-Wei, se decoraron teniendo como tema principal las jatakas que permitían al pintor-decorador recrear un mundo imaginario en el que todo era posible. En estos primeros ejemplos se aprecia una mayor influencia extranjera, procedente de Asia Central, en la aplicación de colores muy brillantes, combinando la técnica lineal de contorno (baimiao) de tradición china. La composición de estas jatakas se basó en registros horizontales que facilitaban tanto la labor del artesano como la lectura del fiel, distribuidas en los muros y en el techo de las grutas. El resultado es de una gran ingenuidad pictórica, si las comparamos con la perfección de las grutas Sui y Tang; sin embargo, poseen un grado de vitalidad y frescura que no volverá a verse. Las jatakas y su libertad de interpretación dejaron volar la imaginación del artista, situando a los personajes en paisajes imaginarios, donde los fondos montañosos serpentean en azules y rojos, los animales trotan en el vacío y las figurillas celestes (apsaras) e infernales combaten entre sí acoplando su flexible cuerpo al marco curvilíneo de techos y suelos. Entre los dos mundos se sitúa la vida terrenal, sirviendo de documento imprescindible para conocer los hábitos y costumbres de la época: arquitectura, indumentaria civil y militar, faenas agrícolas, caza, pesca, música y danza. Las figuras humanas, representándose a sí mismas o a divinidades, muestran ese aspecto extranjerizado de las primeras épocas, tanto en su fisonomía como en esas flexiones de cintura y cadera procedentes del arte greco-budista de la región de Gandhara (Pakistán) y de las grutas de Ajanta (India). Es a través de todos estos aspectos donde se observa una evolución hacia la madurez y clasicismo de época Tang. A las jatakas le sucede la ilustración de textos canónicos, del paraíso de la Tierra Pura del Oeste, en composiciones más realistas, con figuras de gran tamaño... Se sustituyen los colores: al azul brillante de los comienzos le suceden el rojo y el verde, combinados con tinta para lograr efectos de volumen y profundidad. El paisaje va lentamente independizándose de la pintura de personajes hasta adquirir su plena autonomía, proceso paralelo a la condición del artista. El pintor-decorador no tuvo nunca categoría de artista y cada uno de ellos estaba especializado en un elemento de la composición. Así, unos pintaban montañas y rocas, otros, animales, plantas; unos contorneaban, otros aplicaban los colores en una clara especialización que hace imposible la adjudicación a un solo pintor de las composiciones, si bien se conocen muchos nombres de artistas que intervinieron en Mogao. No sólo se realizaron pinturas murales sino también sobre papel y seda, posiblemente para ser colgadas en ocasiones especiales, ya que fueron de uso individual en los monasterios. Este tipo de pinturas variaba en tamaño, de acuerdo al tema representado y al gusto del donante que las encargaba para enriquecer su gruta o capilla. La composición centrada en una o varias figuras, se enmarcaba en bandas con motivos vegetales y geométricos que se corresponden a los fragmentos textiles, en lana y seda, encontrados en Dunhuang. Respecto a la escultura no fue tan numerosa como la pintura, pero sí de una gran calidad artística. En los comienzos se prefirieron grupos escultóricos formados por Buda y dos bodhisatvas, con un tratamiento propio del altorrelieve más que de la escultura exenta. Con los Wei las esculturas van desligándose del muro y adquieren una mayor elegancia en gestos y movimientos, si bien, igual que en el caso de la pintura, los mejores ejemplos corresponden a la dinastía Tang. Mayor robustez y presencia de los personajes, tratamiento escultórico de formas redondeadas, adoptando todo tipo de posturas: el Buda sedente, bodhisatvas arrodillados, feroces guardianes con agresiva actitud y, sobre todo, la expresión de contenida emoción de las estatuas que ayudan a comprender el significado de cada una de ellas: sonrisas enigmáticas para Buda y bodhisatvas, gestos feroces marcando los pliegues del rostro para los guardianes, devoción para los donantes. Para reforzar la expresión utilizaron colores: bocas pintadas de rojo brillante, cejas azules en forma de media luna, bigotes verdes dalinianos..., que junto a un rico colorido en la indumentaria catalogaban a los personajes de acuerdo con su función y categoría dentro del conjunto. La arquitectura de estas grutas fue una adaptación de los modelos de Asia Central, procedentes a su vez de la India. Como todo elemento extranjero que llegó a China, sufrió un proceso de asimilación, transformándose en un elemento más de la tradición china. Las grutas de la India se realizaron teniendo un pilar central que se suprimió en Mogao hacia el siglo VI. A partir de entonces adquirieron la tradicional forma de construcción china en madera, de planta cuadrada, techumbre cóncava y un nicho en el muro posterior, reemplazado por un altar central que permitió la decoración de los cuatro muros. La impronta del budismo en la arquitectura china no tiene su mejor ejemplo en las grutas, sino en las construcciones al aire libre: el monasterio y la pagoda. Ambas construcciones van a adoptar las características de la arquitectura secular, pues en los primeros tiempos las comunidades budistas aprovecharon las donaciones de casas nobles y de oficiales del ejército convirtiéndolas en templos. De ellas deriva la disposición general de los templos budistas: edificaciones alrededor de un patio acoplando las funciones religiosas a las ya existentes. Enfrente de la puerta principal se dispuso la Sala de los Guardianes Celestiales, y el Salón de Buda, mientras que en la parte posterior se dedicaban al estudio y custodia de las escrituras sagradas. Todos estos espacios se alinearon en un eje central, disponiendo a derecha e izquierda la Sala de Meditación, y la Sala de visitas, celdas para los monjes y las dependencias para cocina, etcétera. En los templos de gran tamaño se edificaron, a izquierda y derecha de la puerta central, la Torre de la Campana y la Torre del Tambor, así como las Salas de los Arhats en los patios laterales. El espacio central del monasterio se ocupaba con la estatua de Buda, de pie y acompañada de imágenes, incienso y el sonido de campanas y tambores. Si el monasterio se construía de nueva planta, se mantenía la misma disposición en planta y alzado, eligiendo para su ubicación lugares alejados de la ciudad que ayudaran a crear un clima de tranquilidad propio para el recogimiento. En China no ha sobrevivido ningún templo de esta época por la fragilidad del material (madera), y los constantes cambios de corte. Sin embargo, en Japón subsiste un monasterio construido en la ciudad de Nara en el siglo VII: el Horyuji que mantiene la disposición original de los monasterios budistas. La pagoda es la construcción asociada por excelencia al budismo. En origen procede de la stupa india, siendo una edificación de carácter funerario puesto que en ella se guardaban supuestas reliquias de Buda (dientes y huesos). La forma semiesférica de la stupa se transformó en China en una torre de planta cuadrada, octogonal, hexagonal, etcétera. Generalmente la pagoda constituía el elemento más importante de las construcciones del monasterio, situándose en el centro del mismo en torno a un patio. Los materiales de construcción de la pagoda fueron la piedra arenisca para sus cimientos y la madera para la viguería, recubriéndose el exterior con mampostería o arcilla. El interior se componía de un centro real con escaleras para ascender a los diferentes pisos y un centro vacío elegido para colocar las reliquias. El exterior podía ser soporte o no de una decoración esculpida en la piedra aludiendo bien a la historia de la pagoda o a hechos asociados a la ciudad o monasterio donde ésta se ubicaba. De ellas han quedado una gran cantidad de ejemplos de todos los estilos posibles: desde las más sencillas de Xian a aquellas correspondientes al budismo lamaísta con una decoración mucho más recargada en su exterior.
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La Lonja surgió a raíz de las protestas elevadas a Felipe II por el arzobispo sevillano ante la costumbre de los mercaderes sevillanos de utilizar las gradas, el Patio de los Naranjos e incluso el interior de la catedral para sus operaciones comerciales. De ella elaboró un proyecto Asensio de Maeda, si bien el que se llevó a la práctica fue el del arquitecto real Juan de Herrera. Aunque éste redactó su propuesta en 1572, la obra no se comenzaría hasta diez años más tarde. El edificio se levantó exento y sobre unas gradas para superar el desnivel del terreno. Su planta es prácticamente un cuadrado, albergándose en su interior un patio monumental. Sus tersas fachadas se organizan en dos plantas mediante unas pilastras levemente resaltadas, que flanquean ventanas, rematadas por cornisas o recuadros. En el patio se superponen semicolumnas dóricas y jónicas, como en el claustro de los Evangelistas de El Escorial. Las obras fueron dirigidas por Juan de Minjares, arquitecto que simultaneó este trabajo con los realizados en la Alhambra de Granada. Su huella en el edificio sevillano es imperceptible, pues se limitó a poner por obra las ideas y proyectos de Herrera. Por otra parte, se sabe que elaboró informes sobre la forma de cubrir el Antecabildo de la catedral y la iglesia del hospital de la Sangre, que trazó en 1589 dos portadas para el alcázar, que no se han conservado, y que diseñó y edificó la Casa de la Moneda, conjunto profundamente alterado en etapas posteriores. Todo ello hace imposible valorar su estilo y probar su incidencia en el desarrollo de la arquitectura sevillana de fines del quinientos. No obstante, parece que el ambiente artístico de la ciudad acabó imponiéndose. Prueba de ello es que incluso se llegaron a transformar las previsiones de Herrera para la Lonja. Ello fue posible por la lentitud de las obras y por la presencia en las mismas de Miguel de Zumárraga y Alonso de Vandelvira. Este artista, hijo del arquitecto Andrés de Vandelvira, había trabajado como cantero en la Capilla Real, a las órdenes de Ruiz el Joven. Tras unos años en tierras jiennenses regresó a Sevilla, donde efectuó diversos trabajos para comunidades religiosas. En 1602 trazó el convento de Santa Isabel y al siguiente año el del Santo Angel, conforme a unos esquemas relacionados con el estilo de Resta. Desde 1589 ocupó el puesto de aparejador de la Lonja, llegando a ser arquitecto de la misma a partir de 1610. Con su trabajo se relaciona el diseño de las galerías del piso alto y sus espléndidas bóvedas, muchas de ellas parecidas a las que figuran en su "Libro de traças de Cortes de Piedras". Su vinculación con el duque de Medina Sidonia le llevó a Sanlúcar de Barrameda, en donde realizó el campanario de la iglesia de Nuestra Señora de la O, la iglesia y hospital de la Caridad y, en 1616, las trazas de la iglesia de la Merced. Fue maestro mayor de la ciudad de Cádiz, interviniendo en la reconstrucción de sus murallas y sistemas defensivos, labores en las que colaboró el ingeniero Cristóbal de Rojas. A la colaboración de ambos artistas con el arquitecto Miguel de Zumárraga se debe el diseño en 1615 de la iglesia del Sagrario de Sevilla, edificio directamente inspirado en la del hospital de la Sangre. Tampoco Rojas, formado en El Escorial y miembro de la Academia de Matemáticas de Madrid, contribuyó a difundir en Sevilla la estética cortesana. Su estilo, de raíz vignolesca, sufrió una evidente transformación al entrar en contacto con el ambiente artístico sevillano, siendo prueba de ello la portada del compás de la iglesia de Santo Domingo de Sanlúcar de Barrameda, iniciada en 1596. No obstante, sus principales tareas fueron de ingeniería, ciencia de la que escribió un interesante tratado titulado "Teoría y práctica de fortificación". El citado Zumárraga sucedió a Vandelvira al frente de las obras de la Lonja, sin que llegara a concluirlas. Tal operación se produciría en 1646 por Pedro Sánchez Falconete, arquitecto a quien se debe la iglesia del hospital de la Caridad y a quien hay que considerar el epílogo de la arquitectura sevillana del Renacimiento.
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1. Introducción al arte hispanorromano. Arte no romano en época romana. Arte hispanorrornano y arte romano provincial. Las grandes aportaciones de Roma. La gran revolución de la arquitectura. 2. Arquitectura del territorio de Hispania. Un tema por investigar. Obras singulares. Pontífices de las calzadas. Agua para todos. La teoría vitruviana. 3. Las ciudades hispanorromanas. La ciudad romana. La época republicana. La época altoimperial. Conclusión. 4. Teatros, anfiteatros y circos romanos en Hispania. Antecedentes. Las razones de los juegos. Los géneros teatrales. El interés por el circo. Los ámbitos arquitectónicos.
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En el año 237 A.C. las tropas cartaginesas de Aníbal desembarcan en Cádiz. En respuesta Roma, la otra gran potencia en el Mediterráneo, envía sus legiones a suelo peninsular. Con este acto da inicio una larga guerra, que se saldará definitivamente con la conquista romana de Hispania, que convertirá a este territorio en provincia de la poderosa Roma. Desde este momento Hispania, será parte activa de las vicisitudes de la historia de Roma. El primer periodo que estudiamos en este volumen: "La Hispania republicana romana" equivale al de 200 intensos años llenos de acontecimientos que culminaron con el sometimiento de casi todos los pueblos de la Península Ibérica al poder de Roma. Posteriormente durante el Alto Imperio, entre los siglos I al III D. C. en Hispania tiene lugar un intenso proceso de romanización, vertebrado mediante el desarrollo de la ciudad romana, con fundaciones de colonias y promoción de antiguos núcleos al estatuto municipal. La última etapa de la dominación romana durante el Bajo Imperio abarca desde el emperador Diocleciano hasta la época visigoda. Más que un periodo de decadencia hay que verlo como un momento de cambios y de reorganización de un nuevo modelo de relaciones políticas y sociales que incluso se mantendrá después de la caída del Imperio Romano Occidental.
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Ciudad que alcanzó un gran desarrollo en la Corona de Aragón, se cuenta entre las más antiguas de la península Ibérica. Sus orígenes deben ser buscados en un poblado prerromano, denominado Osca, que con la entrada de las tropas latinas se convirtió en capital de la comarca pirenaica. Durante las guerras sertorianas fue la sede de Sertorio, quien desde aquí desafió al poder de Roma en Hispania. La romanización hizo de Osca una gran ciudad, que contaba con senado y fue titulada como Urbis Victrix en tiempos de Julio César. La invasión musulmana hizo que se convirtiera en una importante posición del norte peninsular, especialmente durante los primeros tiempos. Fueron levantadas grandes murallas desde las cuales los árabes rechazaron el empuje franco. Por aquél entonces la ciudad pasó a denominarse Vechca. Desde los primeros tiempos de la llamada Reconquista cristiana Vechca se convirtió en un objetivo principal. Así, fue sitiada por el rey Sancho Ramírez en 1094, estando gobernada por el rey de Zaragoza Mostaín II. Durante el sitio, el monarca cristiano fue alcanzado por una flecha, falleciendo no sin antes hacer prometer a sus hijos Pedro y Alfonso que no se rendirían sin tomar la plaza, lo que logró Pedro I de Aragón tras la victoria de Alcoraz. A partir de este momento queda incorporada a Aragón. Huesca es entonces capital del reino aragonés, si bien la conquista de Zaragoza por parte de Alfonso I y la expansión de la Reconquista hacia el sur desplaza el centro de gravedad política en esta dirección, lo que hace que Huesca sea relegada a un segundo plano en beneficio de Zaragoza. No obstante, en Huesca se celebran Cortes del reino en tres ocasiones. La Edad media deja en Huesca numerosos restos y monumentos. En el mismo sitio en el que se levantaba la mezquita musulmana Jaime I comenzó a erigir su catedral gótica a finales el siglo XIII. En el siglo XIV fue dotada con un Estudio General y Universidad Literaria, centros de gran prestigio y únicos estudios superiores con que contó Aragón en los siglos siguientes. Conocida también es la ermita de San Jorge, en un promontorio que domina la llanura en la que se libró la batalla de Alcoraz entre Pedro I y las tropas musulmanas. Es preciso destacar también las iglesias de San Lorenzo, patrono local, la de San Miguel o Las Miguelas y la de de San Pedro el Viejo, entre otras muchas joyas medievales. Un episodio famoso relacionado con la localidad es el llamado de "la campana de Huesca". Según este relato, el rey Ramiro II hubo de enfrentarse a la oposición de un grupo de nobles. Con la excusa de que iba a mandar fundir una gran campana, los mandó llamar para que comparecieran ante él en el antiguo palacio de los reyes de Aragón, al que fueron llegando de uno en uno. Al momento, iban siendo decapitados y sus cabezas puestas en círculo sobre el suelo. Por último, cuando fue asesinado el líder opositor, su cabeza fue colgada de una cuerda que pendía sobre el centro del círculo, a modo de badajo, con lo que el rey apodado El Monje se deshizo de toda oposición.
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Conviene recordar en primer lugar que, en general, y salvo excepciones, la conquista se apoyó en la iniciativa privada, y que no hubo ningún plan elaborado para conquistar América por parte de la Corona española, que se limitó a legitimar las conquistas hechas. Y si no fue una empresa planificada -ni, menos aún, financiada- por la Corona, tampoco fue llevada a cabo por el ejército castellano, que ya existía en el siglo XVI, y bien organizado y actuando en muchos sitios de Europa y fuera de Europa, pero los famosos tercios nunca fueron enviados a conquistar las Indias. Por sorprendente que parezca, es cierto que la mayor parte de la América española fue conquistada en menos de 50 años por un reducido número de hombres armados -se calcula que no más de diez mil individuos-, que ni eran militares profesionales ni apenas tenían experiencia militar anterior, salvo en el caso de los caudillos. Estos hombres, aventureros en su mayor parte, integraron la llamada hueste indiana, caracterizada por la total voluntariedad de sus integrantes, que es lo que más la diferencia de las mesnadas y otros grupos armados medievales. Viene a ser, por tanto, un tipo peculiar de hueste, que puede considerarse real porque actúa con autorización de la Corona, y a su servicio, pero que se organiza por iniciativa privada y con financiación privada. Entre los miembros de la hueste -que van sin soldada, por eso no se les llama ni son soldados- no se establecen relaciones vasalláticas (de superior a inferior) sino bastante igualitarias (de compañeros, aunque con las jerarquías de mando características como grupo militarizado), y todos entran en el reparto del botín, aunque en distintas proporciones según hubiera sido la aportación y méritos de cada uno. El móvil económico constituye, sin duda, el verdadero aliciente de las huestes, hasta el punto de que han sido definidas como buscadores de tesoros. Claro que es difícil imaginar que hubiera podido ser de otra manera, pues como dice un documento de la época: "¿Cómo han de querer ir los cristianos a reducillos (a los indios) sin algún interés en su trabajo? ¿Con qué quiere VM. que compren el caballo que les matan, y las armas, y el comer, el vestido y calzar, y otros gastos muchos que se ofrecen? Y las heridas que les dan, ¿con qué las han de curar?" Con todo, la verdadera recompensa de la conquista fue de otro tipo: el conquistador anhelaba ser rico, pero más aún convertirse en encomendero, en señor de indios. La mayor parte de los conquistadores pertenecían a sectores populares (registrados en las listas de enganche como hijos de, hombres de bien, eran marineros, artesanos, labradores, profesionales urbanos), aunque hubo también bastantes caballeros e hidalgos, que contagian de su mentalidad y aspiraciones a los demás. La edad media del grupo conquistador se ha estimado en 27,3 años, es decir, no tan viejos como a veces se ha pretendido, pero tampoco ya mozos para la época. Ellos protagonizaron una página cruel de la historia, y fueron agentes conscientes o inconscientes de la destrucción de las poblaciones indígenas, y del paralelo proceso de europeización de América, que supone la incorporación al mundo occidental de un continente que durante milenios había sido una prolongación étnica de Asia. Por esta imbricación entre conquista y colonización, Alcina dice que "la conquista española de América ha sido la más destructiva... después de la romana, pues, en efecto, ambos sistemas al incorporar a las poblaciones nativas a su propio sistema cultural, las destruyen". Se produce, pues, un etnocidio, mucho más sutil y destructivo, aunque menos sangriento, que el genocidio. En este punto hay que señalar que desde luego es imposible explicar el resultado militar de la conquista en términos de heroísmo o audacia, que por lo demás existió por ambas partes. La superioridad tecnológica española (armas de acero y de fuego, caballos, perros de caza) es sólo una explicación parcial como lo es la ventaja inicial representada por la serie de profecías y creencias que tanto entre los aztecas como entre los incas parecían identificar a los españoles con dioses. Pero las civilizaciones indígenas constituían imperios militaristas, contaban con grandes ejércitos profesionales, mientras los españoles eran grupos de pocos cientos de hombres, escasos de armas, desconocedores del terreno, mal aclimatados... Y sin embargo, son precisamente los grandes imperios los que se conquistan con mayor rapidez y éxito. La clave está en los propios indígenas americanos, que fueron el principal instrumento de la conquista, y no sólo como guías, intérpretes, espías, sino como aliados. La cooperación indígena fue tan decisiva que no parece sino que América se conquistó a sí misma, en beneficio de España. Y todavía los conquistadores españoles contaron con otros aliados: un ejército de bacterias que diezmó a las poblaciones indias, a veces antes de que se produjera el contacto.