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Dos tercios de Macedonia se entregaron a Bulgaria como recompensa por haber permitido el paso de tropas alemanas por su territorio. El resto, junto con la región serbia de Prizren, se incorporó a la Albania italiana. Mussolini recibió otras tres sustanciosas tajadas del botín: Carniola, la mayor parte de Dalmacia y Montenegro, convertido en una especie de protectorado bajo ocupación militar. Los húngaros se anexionaron la región de Backa y dos pequeños distritos fronterizos con Alemania. El Tercer Reich añadió a su territorio la provincia de Estiria y ocupó militarmente el Banato, donde vivían muchos "volksdeutsche", personas de origen alemán.. La Serbia histórica, ocupada también por los germanos, se vio sometida a un régimen de administración militar. Pero pronto surgieron colaboracionistas dispuestos a gobernar por cuenta de los vencedores. Especialmente el pequeño partido fascista Zbor, cuyo líder era Dimitrije Ljotib. Gracias a ello, los alemanes permitieron la creación de un Consejo de comisarios, especie de Gobierno fantasma que se encargó de poner en marcha la Administración y la policía. En el mes de agosto el general Milán Nedic, antiguo ministro de la Guerra, asumió la presidencia de un Gobierno colaboracionista que logró el traspaso de algunas competencias bajo la mirada vigilante de las tropas de ocupación. Cuando la actividad de los partisanos comenzó a ser inquietante, los alemanes permitieron a Nedic la formación de una Guardia del Estado Serbio, pequeño ejército que incluía a miembros del Zbor y de la organización Chetnik, heredera de una vieja tradición guerrillera. Pero, a pesar de ello, Nedic nunca pasó de ser un "quisling" sin el menor poder ejecutivo. En Croacia había proclamado la independencia el 10 de abril Slavko Kvaternik, lugarteniente del líder independentista, el Poglavnik Ante Pavelic. Éste se encontraba exiliado en Italia, bajo la protección de Mussolini, que veía en él un importante peón de su política balcánica. Antes de salir hacia Zagreb, Pavelic envió un telegrama a Hitler que era todo un programa de gobierno: "La Croacia independiente ligará su porvenir al Nuevo Orden Europeo que usted, Führer y el Duce, han creado". El nuevo Estado nacía condicionado por la doble ocupación militar italiana y alemana. De Hitler obtuvo el Poglavnik la cesión de Bosnia y Herzegovina, regiones que bajo ningún concepto podían considerarse croatas. En cambio, el 18 de mayo tuvo que reconocer la anexión de Dalmacia por Italia (Protocolos de Roma). Un miembro de la Casa de Saboya, el duque Aimón de Spoleto, fue proclamado rey de Croacia como Tomislav II, aunque tuvo el buen sentido de no pisar jamás su reino. A partir de entonces las relaciones italo-croatas se enconaron. Los sectores nacionalistas se quejaban del yugo fascista y las autoridades de ocupación se comportaban como si en lugar de un aliado Croacia fuera un país conquistado. El 20 de abril de 1943 anotaba Göebbels en su Diario: "Los italianos presionan de tal modo a los croatas que no dejan en pie ni siquiera la menor apariencia de un Estado libre". Aun así, los dominios del Poglavnik abarcaban casi 100.000 km2 y englobaban a 6.300.000 habitantes, de los que la mitad eran croatas, un millón se repartían entre musulmanes bosnios, "volksdeutsche", eslovenos, judíos, etc., y los restantes eran de origen serbio. El rencor acumulado por los nacionalistas croatas durante años estalló súbita y violentamente. Los "ustachi", los seguidores del padre de la nación croata, se entregaron durante meses a una campaña de exterminio de la población serbia y judía, auxiliados con idéntica saña por los musulmanes bosnios. Bajo la dirección del secretario de Estado para la Seguridad, el siniestro Eugen Kvaternik, las milicias de Pavelic exterminaron poblaciones enteras y obligaron a los serbios supervivientes a convertirse al catolicismo. Miles de refugiados afluyeron hacia la Serbia ocupada huyendo del exterminio. Otros muchos pasaron a engrosar el movimiento de resistencia armada que comenzaba a extenderse por toda Yugoslavia.
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Julio Romero de Torres inició su vida artística en una época de corrientes pictóricas enfrentadas. El impresionismo que había aparecido en Francia, era seguido en España por Darío de Regoyos y enseñó a pintar la luz mediterránea a Joaquín Sorolla, el retratismo fotográfico en los pinceles de Federico de Madrazo, el realismo tipo Courbet, el dominio preciosista de Fortuny, el simbolismo francés, el prerafaelismo inglés, el romanticismo inspirador de su padre y maestro... Y Romero de Torres fue procesando información, tendencias, gustos personales y oficio. Y con los vaivenes propios de todo creador, acaba pintando muchachas morenas, agitanadas, con una sólida técnica académica y con unos ligeros toques impresionistas. El atrezzo es marcadamente folclórico: guitarras, mantones de Manila, abanicos, zarcillos...
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Fue una colonia perdida en Suramérica de la que nadie se preocupaba: ni siquiera los enemigos de Francia. En el Tratado de Utrecht fue mermada territorialmente, subiéndose su frontera meridional del Amazonas al Oyapock. Guyana contaba con una exigua población de 5.354 habitantes en 1740, de los que 4.634 eran negros, 666 blancos y los restantes 54 mulatos. Los blancos se atrincheraban en la capital Cayenne, a la sombra del fuerte Saint-Michel, donde servía una dotación de 300 hombres. Allí vivía también el Gobernador, el intendente y el Lugarteniente del Rey. En el interior estaban los indios y algunos religiosos jesuitas empeñados en evangelizarles. También había algunas haciendas de la Compañía, donde trabajaban los esclavos. En cuanto a su economía, se limitaba a la producción de algo de azúcar y café, más algunos colorantes, como índigo y bixa orellana. Tras la pérdida de Canadá, el ministro Choiseul se propuso convertir la Guyana en una próspera colonia. Envió a ella 13.000 emigrantes de la Alsacia y la Lorena, la mitad de los cuales murió en unos meses a causa del clima insalubre, regresando el resto a Francia. Nada pudo ya resarcir la economía de la Guyana, aunque se intentó por todos los procedimientos posibles: libertad de comercio a sus puertos (1768), fomento del cultivo de nuevas especies y creación de la Compañía de Guyana, que se transformó luego en la de Senegal, dedicándose al tráfico esclavista. A fines del siglo XVIII, Guyana tenía 12.670 habitantes, de los que 10.475 eran esclavos. Su territorio servía, además, de amparo a los esclavos huidos de la vecina Guayana holandesa. El cambio de régimen político en la metrópoli fue recibido con hostilidad por el gobernador y los plantadores, enviando entonces la Asamblea Legislativa tropas y un nuevo gobernador revolucionario (Jeannet-Oudin) para imponer el nuevo orden francés.
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Vincent van Gogh quiere inspirar tranquilidad y sosiego en este lienzo en el que solamente se observa su austero dormitorio. La pequeña estancia está vista en perspectiva, marcando las líneas del suelo y de las paredes para crear el volumen de la habitación. En la izquierda observamos su silla y en la derecha, la puerta de acceso y la cama. Unos cuadros decoran la pared y al fondo encontramos una mesilla, otra silla, un perchero, un espejo y otro cuadro flanqueando la ventana. Vincent abandona las sombras y la textura tradicional, creando superficies planas de clara inspiración oriental. Mezcla de esta manera la tradición europea en la perspectiva con las simplificaciones japonesas, uniendo así sus dos fuentes de inspiración. Para delimitar los objetos emplea gruesas líneas oscuras con las que consigue crear un mayor efecto volumétrico en los elementos presentes en la escena. Los tonos empleados son los más apreciados por Vincent; el amarillo y el azul aparecen en la mayor parte de su producción, convirtiéndose en sus tonalidades emblemáticas. Añade a estos colores pequeñas pinceladas de verde y rojo para jugar con los contrastes. La pincelada suelta a la que recurre el artista se aprecia claramente en algunas partes del lienzo, especialmente en la zona de la izquierda. Pero esa pincelada suelta no implica que olvide el detallismo de los objetos -las telas o el bodegón sobre la mesa- heredero de la tradicional pintura flamenca y holandesa del Barroco que tanto atrajo en su juventud a Vincent.
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La turbulenta amistad que Gauguin había mantenido con Van Gogh tiene el contrapunto en la afable relación de mutua ayuda y respeto que unió a Bonnard y Vuillard. La pintura de ambos es, entre los Nabis, la más alejada de Gauguin. Los dos fueron amigos hasta la muerte; los dos vivieron aislados del bullicio, con un vida cómoda y discreta. Vuillard nunca se casó mientras que Bonnard lo hizo en 1925 con la mujer que había sido modelo de muchos de sus cuadros, que vivía con él hacía tiempo. Por principio Bonnard reacciona contra el Impresionismo, como casi toda su generación. Lo hace desde una posición estética que tiene mucho de modernista, por su decorativismo y por acudir a la estampa japonesa como fuente de inspiración a la hora de componer espacio y figuras. Más adelanté utiliza una paleta mucho más rica dejando que la luz modele el espacio y, ya en la madurez, Bonnard hace los colores más brillantes hasta aproximarse a determinados matices de los impresionistas, combatidos en la juventud.
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A nivel teórico toda América, suelo y subsuelo, era propiedad del rey de Castilla, en virtud de la donación papal. El monarca cedió el usufructo de su tierra a los particulares y se limitó a cobrarles unos derechos por ello que ingresaban en su hacienda personal, la Real Hacienda. Para evitar equívocos los monarcas tuvieron buen cuidado de escamotear la administración económica de sus indias a la Contaduría de Castilla (que la tuvo en los primeros años), pues no eran bienes castellanos, sino de la persona de su rey, organizando una planta independiente con funcionarios propios. Podía así recaudar impuestos y gastarlos como le placía, sin necesidad de dar cuentas a ningunas Cortes. Esto les permitió destinar enormes sumas a sus grandes campañas hegemónicas en Europa, para las que no siempre contaba con la comprensión de los castellanos, y menos con la de otros pueblos de España. La Real Hacienda se configuró como un aparato gigantesco y bastante eficaz que cobraba impuestos a todos los que vivían en las Indias. Colón puso en marcha el sistema con el famoso tributo indígena (un cascabel de oro al año, que luego se pudo pagar en especie) que debían dar todos los varones comprendidos entre 15 y 50 años. Los indios no pudieron preguntar por qué tenían que pagarlo, ni Colón se molestó tampoco en explicarlo. Los impuestos se hicieron luego extensivos a los españoles y finalmente a todo el mundo. Se llegó al extremo de cobrar un tributo gracioso a los mestizos e indios, por el simple hecho de haber nacido así. Los únicos que no pagaron fueron los esclavos, y esto porque sus amos aportaron por ellos. Naturalmente los indianos inventaron los más ingeniosos mecanismos para eludir la presión fiscal, algunos de los cuales como el soborno o el contrabando minaron considerablemente los ingresos reales. La máquina tributaria constaba de dos aparatos sincronizados en España y en América. El primero estuvo centralizado por la Casa de la Contratación y el Consejo de Indias. El segundo era supervisado por los Virreyes y Gobernadores, hasta que en 1605 se crearon los tres tribunales de Cuentas de México, Lima y Santa Fe de Bogotá, además de dos plazas de revisores de cuentas en La Habana y Caracas para la contabilidad de Las Antillas y Venezuela. Su cometido, según la cédula fundacional era que "se tomen las cuentas de las rentas y derechos que a nos pertenecen en aquellos Reynos y Señoríos, a todos y a cualesquier persona en cuyo poder hubiere entrado y entrare hacienda nuestra". Es decir, controlar entidades o personas relacionadas con la hacienda real. Los oficiales de los Tribunales de Cuentas eran tres contadores de cuentas (en México y Lima se añadieron otras dos en 1629) y dos contadores de resultas. Sus enormes atribuciones hicieron que chocaran pronto con virreyes y presidentes. Para la recaudación de los impuestos en todas las comarcas de interés económico se crearon las cajas reales, cuya función era recaudar los impuestos, pagar los costos y remitir anualmente el sobrante a la cabecera de distrito. De aquí se enviaba a la Casa de la Contratación, donde se asentaban las partidas pertinentes y se notificaba al monarca el dinero disponible. La contabilidad se llevaba con dos partidas, una de cargo y otra de data, que eran el haber y el debe. Los oficiales de las cajas eran un contador, un tesorero, un factor y un veedor. El contador llevaba el control de entradas y salidas de los distintos ramos de la caja y certificaba el movimiento de la caja. El tesorero custodiaba lo recaudado en el arca de tres llaves y efectuaba los pagos. El factor era el responsable de la venta de los productos depositados en los almacenes de la corona por tributos, comercio o decomisos. El veedor vigilaba pesos y medidas de lo tributado. En muchas cajas sólo aparecen los oficios de contador y tesorero. La burocracia fiscal no pudo librarse de los dos grandes males del siglo XVII: la lentitud administrativa y la corrupción de los funcionarios. Los Tribunales de Cuentas se fueron alcanzando en las revisiones, llegando a estar pendientes cuentas de cinco y más años. Muchos oficiales utilizaron el dinero de los impuestos para sus negocios particulares, confiando en reponerlo antes de que se hicieran las remisiones. Otros recurrían a arrendar algunos renglones (naipes, pulque, pólvora) mediante terceras personas, siendo ellos mismos los que fijaban el cánon de arrendamiento. Actualmente se están realizando muchos estudios sobre las cajas reales y pronto contaremos con estudios globales. La Real Hacienda recaudó un promedio anual de 57.345 pesos en la década transcurrida desde 1510 a 1520, que subieron a 519.700 pesos en la década de los cincuenta del siglo XVI. Hamilton calculó que las remesas a España entre 1503-1600 fueron de 62.666.551 pesos de minas. Entre 1536 y 1660 ascendieron a 117.386.086 pesos. Los impuestos formaban la denominada masa común de la Real Hacienda, que podríamos clasificar como relativos a las personas, a la minería, al comercio, a los cargos y transferencias y, finalmente, a las rentas estancadas.
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La revitalización de la monarquía requería más funcionarios dispuestos a ordenar racionalmente la administración, mejores fuerzas armadas prestas para el combate exterior en defensa de los mercados coloniales y mayores infraestructuras que dinamizaran la economía nacional. Para la realización de estas ambiciosas obras se precisaba dinero contante y sonante. Al margen del tímido capital privado, eran los recursos del Estado los que podían movilizarse para impulsar tamaña empresa de dinamización de la administración y la economía. Sin embargo, el numerario público estuvo siempre en dificultades para hacer frente al aumento del gasto interno que la empresa reformista demandaba y a los recursos extraordinarios que los conflictos internacionales exigían. Con una balanza comercial deficitaria y con buena parte de la plata americana destinada a impedir el aumento de la deuda con el extranjero, sólo cabía la posibilidad de conseguir más recursos para el erario público a través de los propios súbditos o mediante los préstamos con intereses que nacionales o extranjeros pudieran otorgar a la Corona. Y lo primero no era fácil, pues la mayor parte de los pecheros estaban ya suficientemente exprimidos en un sistema fiscal lleno de privilegios para las clases poderosas, y lo segundo suponía un grave peligro para la propia estabilidad financiera del Estado. En efecto, el sistema tributario se centró en su mayor parte en los impuestos indirectos. En términos generales puede argumentarse que el mundo rural y la tierra, principal bien del siglo y de las clases dominantes, soportó una modesta carga fiscal. En cambio, los impuestos tuvieron a los consumidores urbanos como los principales focos de recaudación: la alcabala (gravamen sobre la compra-venta) y los derechos aduaneros fueron los principales recursos impositivos, de ahí el interés añadido que los gobiernos tenían en incentivar el comercio. Es decir, la presión fiscal recayó precisamente sobre las clases que aumentaban su nivel de vida, impidiendo que éste se tradujera en un incremento del consumo y a medio plazo de la propia fiscalidad. De esta manera, con unas clases privilegiadas protegidas del fisco y unas clases trabajadoras sin recursos para contribuir, no resulta extraño que la historia de la hacienda durante el Setecientos sea la de un déficit crónico que debía superarse mediante el endeudamiento de la monarquía con el gran capital financiero. A la muerte de Carlos II la situación hacendística era poco halagüeña, siguiendo el difícil caminar que en estos asuntos siempre había tenido la casa de Austria. Ante cualquier evento exterior, sobre todo las guerras en Italia, la hacienda de Felipe V mostraba sus debilidades estructurales. Al margen de algunas medidas de mejora técnica en la recaudación y de la rebaja del interés de los juros en Castilla, establecido en 1727 en el 3 por ciento, lo más significativo del reinado del primer Borbón fue la fijación, en la antigua Corona de Aragón, de un nuevo régimen fiscal de contribución única tendente a equiparar los esfuerzos castellanos con los aragoneses en la financiación del Estado y a conseguir un modelo más estable, barato y rentable de recaudación. Así nacieron el equivalente en Valencia, la única contribución en Aragón, el catastro en Cataluña y la talla en Mallorca. A finales del siglo esta importante reforma pareció dar globalmente buenos resultados, al haber racionalizado los métodos de recaudación, posibilitado una mayor redistribución social de las cargas tributarias y permitido el cálculo económico de los particulares dado que era un impuesto de cupo. Además, en los territorios de la Corona de Aragón, el estancamiento de la base impositiva fue abriendo brecha entre unos recursos económicos en crecimiento y una presión fiscal relativamente estabilizada. En tiempos de Fernando VI, parece que la política exterior de neutralidad permitió reequilibrar un tanto las cuentas. En este panorama se produjo una profunda reorganización hacendística pasando el Estado a gestionar su recaudación sin intermediarios, cuestión conseguida a mediados del siglo. Por contrapartida, los intentos de Ensenada (1749) de imponer la única contribución en Castilla, se saldaron con un sonoro fracaso por la presión de las clases privilegiadas y las oligarquías locales. Un intento que, por lo demás, ha sido calificado por algún estudioso como un resabio arbitrista impracticable en la España del Setecientos y a contracorriente de las teorías hacendísticas que en la nueva economía política se iban imponiendo. Fue en el reinado de Carlos III cuando tras una etapa de relativa estabilidad fiscal, los conflictos bélicos vinieron a suponer un serio agravamiento hacendístico, salvado en parte por la emisión de deuda pública a través de los conocidos vales reales. La posterior agudización de la inestabilidad política en tiempos de Carlos IV ocasionó los mayores quebrantos de todo el siglo, hasta conducir a una verdadera quiebra del conjunto del sistema hacendístico en la bisagra finisecular. Ni las nuevas emisiones de vales reales ni los tímidos intentos desamortizadores de Godoy tuvieron serias repercusiones fiscales y tampoco pudieron impedir el aumento de la deuda. Una deuda que suponía una parte importante de los gastos anuales del Estado a los que había que añadir otros dos capítulos fundamentales: el pago de la ascendente burocracia y, sobre todo, los recursos para la defensa, que en tiempos de Carlos III llegaron a suponer casi la mitad de los desembolsos del tesoro público. Dispendios en defensa que, cada vez más, buscaron salvaguardar el estratégico bastión colonial americano más que la gloria retórica de la dinastía. De cualquier forma, parece evidente que las dificultades hacendísticas hispanas no se debieron a una mala organización del fisco (muy parecida a la inglesa y similar a la francesa), sino que en realidad vinieron a reflejar las deficiencias estructurales del sistema tardofeudal español y las limitaciones sociopolíticas de los reformistas gubernamentales. Las autoridades ilustradas organizaron un modelo de hacienda que era el más barato, estable, seguro y eficaz que en aquella España podía edificarse sin tocar el entramado social existente. Así pues, la hacienda no fue tanto un obstáculo para el crecimiento económico como el reflejo de los límites (sociales, políticos e institucionales) que el mismo tuvo en la España del Setecientos.
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Entre las muchas unidades de producción agrícola sobresalieron la hacienda y la plantación. La primera era una explotación de un solo propietario, con escasa inversión de capital, en la que unos trabajadores asalariados producían alimentos para un mercado cercano. Generalmente era mixta, agrícola y ganadera, y su mercado próximo una urbe o un centro minero. La hacienda apareció en el siglo XVII coincidiendo con la crisis de los envíos de metales preciosos a España, el máximo decrecimiento de la demografía indígena y el hundimiento de la encomienda, por lo que se la ha relacionado con ellos. Para la formación de la hacienda hicieron falta tres factores esenciales: inversión de pequeños capitales en agricultura (quizá trasladados de la minería), existencia de una mano de obra asalariada (mestizos y forasteros) y demanda de alimentos motivada por el crecimiento de los centros urbanos y por los reales de minas. La existencia de complejos mecanismos para retener la mano de obra (adelantos de jornal, tiendas de raya que les suministraban lo que necesitaban a cuenta, y subarriendos de parcelas a cambio de trabajo) demuestran que tal mano de obra no debía ser excesivamente abundante. La plantación fue una explotación agroindustrial, originada en el siglo XVI, en la cual se practicaba el monocultivo y la semielaboración de determinado producto (azúcar principalmente) destinado a los mercados internacionales. Exigía gran extensión territorial y una fuerte inversión de capital para la compra de instalaciones, herramientas y esclavos. Entre la hacienda y plantación existieron numerosas fórmulas intermedias.