La URSS, que ya ocupaba Estonia, Letonia y Lituania, exigió a Finlandia la entrega de territorios e instalaciones militares para establecer sus propias bases en el Báltico. En 1932 se había firmado un acuerdo de no agresión finosoviético que Stalin denunció cuando el Gobierno de Helsinki rechazó sus peticiones. Sin previo aviso, el 30 de noviembre de 1939, las tropas soviéticas cruzaron la frontera finesa y marcharon hacia la línea Mannerheim, un sistema fortificado de 250 kilómetros, situado frente a la frontera rusa, en el istmo de Carelia. En Europa se desató una campaña de simpatía hacia la Finlandia agredida y, el 14 de diciembre, la URSS fue expulsada de la Sociedad de Naciones, mientras Alemania guardaba silencio. Sin embargo, las tropas soviéticas fracasaban, acosadas por las guerrillas finlandesas, que aprovecharon su familiaridad con el invierno ártico para atascar a 30.000 soldados enemigos, sin que pudiera modificar la situación el bombardeo de Helsinki. El Ejército soviético era una masa mal organizada, con mandos desmoralizados por las purgas de 1937 y, llegado diciembre, ya había movilizado 30 divisiones sin lograr modificar la situación en su favor. El día 10 de diciembre fracasó en su primer ataque contra la línea Mannerheim y, entre el 19 y el 22, llevó a cabo un segundo intento con igual resultado. A 50 grados bajo cero, los finlandeses cobraron ánimos, contraatacaron y, utilizando todos los medios y técnicas para moverse en la nieve, cayeron sobre los soviéticos, derrotándolos en Soumussalmi entre el 31 de diciembre y el 8 de enero. La prensa occidental celebró la noticia pero Stalin no pensaba renunciar: había formado, en Terijolki, un llamado Gobierno popular finlandés y envió otros 600.000 soldados al frente. Los finlandeses no podían contener tal avalancha y, el 1 de febrero, perdieron la primera posición de la línea Mannerheim. Entre el 10 y 18, los soviéticos rompieron el frente y lanzaron paracaidistas a retaguardia. El mariscal Mannerheim se retiró hacia Viipuri, que cayó el 2 de marzo. Alarmadas, Gran Bretaña y Francia habían enviado tropas a Noruega, a fin de evitar el avance soviético y bloquear el envío de mineral de hierro sueco hacia Alemania. Ante su presencia, Stalin suspendió la ofensiva de Finlandia, a fin de aprovechar las ventajas obtenidas sin enfrentarse con los aliados. La paz de Moscú, del 12 de marzo, concedió a la URSS el puesto militar de Hangö y las islas Aland, importantes posiciones en el Báltico, así como el derecho de paso por el territorio de Petsamo. Tras los hechos de los últimos meses, los Estados Mayores aliados concluyeron que la Blitzkrieg no constituía una auténtica guerra, sino una operación irregular capaz de arrollar fuerzas anticuadas aunque inútil ante un Ejército potente; que la URSS era una débil potencia militar con un Ejército primitivo y desordenado; y que la línea Mannerheim, trazada por ingenieros belgas, había demostrado su eficacia. En consecuencia, el alto mando francés dedujo que su línea Maginot resultaba una defensa adecuada; por su parte el Estado Mayor alemán concluyó que la eficacia de la Blitzkrieg y la incompetencia militar soviética auguraban una fácil invasión de la URSS. Noruega comerciaba con ingleses y alemanes y Suecia vendía a éstos abundante mineral de hierro, vital para su industria de armamento. Los cargamentos navegaban hasta Alemania a través del Báltico y, en invierno, cuando el mar se helaba, eran transportados hasta el puerto noruego de Narvik, donde embarcaban con destino a Alemania. Alarmados por la guerra de Finlandia, los británicos planearon ocupar Noruega y cortar la ruta del hierro sueco. Los alemanes planeaban la misma invasión a fin de adelantarse a los ingleses y, en caso de conflicto, utilizar la península escandinava como plataforma aeronaval para atacar Gran Bretaña. La tensión se crispó en febrero de 1940, cuando el destructor inglés Cossack abordó en aguas noruegas al buque Altmark, auxiliar del acorazado corsario Admiral Graf Spee, que se dirigía a Alemania con 300 prisioneros británicos a bordo. En marzo, mientras los ingleses retrasaban su prevista ocupación de Noruega, los alemanes ultimaron su plan, apoyado por la conspiración de Vidkun Quisling, militar noruego fundador del partido fascista Nasjonal Samling. Al amanecer del 9 de abril, una vanguardia alemana de 2.000 hombres y un batallón de paracaidistas inició la operación, que totalizaría 3 divisiones, 10 cruceros, 14 destructores, 28 submarinos, buques auxiliares, 800 aviones de combate y 250 de transporte que atacaron Narvik, Trondheim, Bergen, Kristiansand, Oslo y Egersund. El empleo masivo de la aviación desconcertó a los noruegos, cuyas tropas no habían sido movilizadas, aunque algunas baterías de costa y buques de guerra resistieron hasta ser destruidos. El rey Haakon VII, el Gobierno y el Parlamento abandonaron Oslo para instalarse en Hamra; Quisling se autoproclamó primer ministro y el monarca rechazó la propuesta del embajador alemán de reconocerlo. Dinamarca fue ocupada en pocas horas y sin resistencia. El plan británico estaba listo pero fue pospuesto ante la invasión. A partir del 10 de abril, los británicos llevaron a cabo acciones contra la flota alemana y algunos desembarcos de tropa, sin artillería ni blindados, que debió replegarse, machacada por la Luftwaffe. El 14 de abril, un desembarco inglés recuperó Narvik, a donde llegaron después el rey Haakon y su Gobierno, en el crucero británico Glasgow, así como 25.000 soldados ingleses, noruegos, polacos y dos batallones de la Légion Etrangere francesa, que combatieron contra los alemanes hasta que se produjo la invasión de Francia. El 7 de junio, el crucero Devonshire, con el rey y el gabinete zarpó hacia Londres, donde se constituyó el Gobierno noruego en el exilio. El 12 se rindieron las últimas tropas aliadas de Narvik y, el 15, los alemanes sustituyeron a Quisling por un consejo de seis personalidades noruegas. El 24, Hitler nombró Comisario del Reich al nazi Joseph Terboven.
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Uno de los aspectos más llamativos de la cultura azteca es el sacrificio de prisioneros a los dioses que se realizaba en el Templo Mayor de México. Para proveerse de los miles de prisioneros necesarios para los sacrificios realizados con motivo de grandes celebraciones, como la coronación de un nuevo tlatoani, los aztecas establecieron un sistema de intercambio con sus enemigos. Puesto que los sacrificados debían ser prisioneros capturados en combate, las tres ciudades de la Triple Alianza -México-Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan- acordaba celebrar guerras periódicas con sus enemigos, las ciudades de Tlaxcala, Cholula y Huexotzinco. Estas guerras, llamadas floridas, parecen tener su origen hacia 1450. Ese año, según las crónicas indígenas, suceden una larga serie de desgracias, comenzando por una intensa nevada que heló las tierras y destruyó muchas casas. Le siguió una epidemia y una larga hambruna, tan excesiva que muchos vendieron a sus hijos a trueque de maíz en las provincias de Totonapan. Para afrontar el problema se reunieron los máximos gobernantes de de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan, y "viendo que no cesaba la calamidad se juntaron todos tres con la señoría de Tlaxcalan a tratar el remedio más conveniente para este efecto: los sacerdotes y sátrapas de los templos de México dijeron que los dioses estaban indignados contra el imperio y que para aplacarlos convenía sacrificar muchos hombres y que esto se había de hacer ordinariamente, para que los tuviesen siempre propicios. (...) Xicoténcatl, uno de los señores de Tlaxcalan, fue de opinión, que desde aquel tiempo en adelante se estableciese que hubiesen guerras contra la señoría de Tlaxcalan y la de Tetzcuco con sus acompañados y que se señalase un campo donde de ordinario se hiciesen estas batallas y que los que fuesen presos y cautivos en ellas se sacrificasen a sus dioses, que sería muy acepto a ellos, pues como manjar suyo sería caliente y reciente, sacándolos de este campo; además de que sería lugar donde se ejercitasen los hijos de los señores, que saldrían de allí famosos capitanes y que esto se había de entender sin exceder los límites del campo que para el efecto se señalase, ni pretender ganarse las tierras y señoríos y asimismo había de ser con calidad que cuando tuviesen algún trabajo o calamidad en la una u otra parte habían de cesar las dichas guerras y favorecerse unos a otros..." (Ixtlilxochitl) Además de proveer de prisioneros para el sacrificio y servir de ejercicio y mantenimiento para el ejército, las guerras floridas eran un mecanismo para lograr el ascenso social individual. Los guerreros destacados, aquellos que logran volver a su ciudad tras varias capturas de enemigos vivos, ganaban el respeto y la admiración de su pueblo y compañeros. Las capturas se realizaban tendiendo emboscadas y golpeando e hiriendo al enemigo con las macanas, las flechas y las lanzas. Como protección, los guerreros vestían cotas de algodón y escudos. El objetivo era atontar al enemigo y capturarle, en ningún caso matarle, una concepción bélica arraigada en el ejército azteca que sin duda le perjudicará a la hora de enfrentarse a los españoles.
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La denominada campaña de los Alpes serviría como elemento de localización de Italia dentro de sus reales posibilidades de actuación militar, mostrando la naturaleza de su debilidad estructural y facilitando ya de forma irreversible su entrada en el campo de dependencia del Reich. Una vez declarada la guerra a un enemigo vencido por el impulso de la potencia aliada, Mussolini había puesto sus ojos en la zona fronteriza entre ambos países. Pensaba en los resultados que obtendría mediante el lanzamiento de un fácil ataque en contra de un adversario al que imaginaba en posiciones de repliegue y derrota, dispuesto por tanto a efectuar toda clase de concesiones. En aquel espacio, la disposición de las fuerzas era muy desigual en los primeros días del mes de junio. Francia disponía de un total de 83.000 hombres en primera línea, integrantes de cuarenta y seis batallones de infantería y sesenta y cinco grupos de artillería. El resto de sus efectivos situados de forma habitual en la zona fronteriza había sido trasladado al norte para enfrentarse de forma inútil con el triunfante invasor. Por parte italiana se contaba con un total de veintidós divisiones, integradas por 300.000 soldados de tropa y 12.000 oficiales, apoyados por tres mil piezas de artillería. A partir del día 10, la confusión reinaba en ambos bandos, ya que ninguno de los potenciales contendientes se decidía a atacar al otro. Este hecho tenía lugar debido tanto al reducido nivel de preparación media de las tropas como al mismo desconocimiento de las posiciones de los dirigentes políticos respectivos, que eran quienes decidían en última instancia las acciones bélicas a realizar. Por parte francesa, se manifestaba una situación de absoluta incertidumbre, al contar con unos poderes públicos que se tambaleaban en su refugio de Burdeos bajo la cercana amenaza alemana. En Italia, por su parte, las disensiones existentes entre Mussolini y algunos de sus jefes militares se venían a unir a la indecisión con respecto a la actitud a adoptar tras la formal declaración de hostilidades. De hecho, Mussolini prefiere esperar al momento de la completa derrota de Francia, seguida por su entrega a las condiciones impuestas por el vencedor, para realizar lo que esperaba fuese un simple paseo militar por las zonas que pretendía integrar dentro del dominio italiano. Por lo tanto, nadie parecía hallarse interesado en lanzar ninguna clase de ataque, por lo que la chispa que encendió el conflicto debió provenir del exterior, en este caso de Inglaterra. Así, el día 12, y a pesar de que Francia les había prohibido expresamente la utilización de la base de Marsella, los bombarderos británicos se lanzaron sobre las ciudades de Turín y Génova. Sus objetivos eran fundamentalmente factorías industriales, entre ellas la de fabricación de automóviles Fiat, con ánimo de quebrantar la economía de un reciente enemigo italiano. El ataque fracasaría en sus objetivos fundamentales, pero causaría sin embargo un total de catorce civiles muertos además de varios heridos. El dictador italiano, tras haber comprobado en la práctica la ineficacia de sus defensas, solicitaría del Führer el envío de una serie de baterías antiaéreas. Al mismo tiempo, anunciaba la realización de una inmediata serie de bombardeos como represalia por la acción sufrida. De esta forma, durante la noche del día 12, Italia bombardeó varios puntos de la costa del vecino país, de la isla de Córcega, de Túnez y, por encima de todo, la base militar de Tolón, la más importante de Francia. Iniciado así el enfrentamiento directo, éste resulta ya imparable y, durante la noche del día 14, la ciudad de Génova sería a su vez atacada desde el mar por un conjunto de navíos enviados por el almirante Darlan. Un total de nueve muertos y treinta y seis heridos, además de unos daños materiales paco considerables, sería el balance de la acción. Un acto que Mussolini no es capaz de comprender que pudiera todavía ser realizado por un país que teóricamente debería hallarse en un estado de absoluta postración debido a su inminente derrota bélica. Con todo, aprovecharía el ataque soportado sobre el plano propagandístico, presentándolo como un intencionado acto terrorista destinado a sembrar el pánico entre poblaciones inocentes. Al mismo tiempo, el Duce ordena la realización de una serie de operaciones de reducida envergadura sobre territorio francés a partir del día 15. Ese mismo día, Hitler se había negado de forma expresa a admitir la presencia de fuerzas italianas en los postreros combates realizados contra los ejércitos galos. Como consecuencia de ello, un Mussolini personalmente ofendido ante esta decisión excluyente de su aliado ordenaría para el 18 el inicio de la ofensiva sobre los Alpes. Sin embargo, la preparación de la misma precisa de un mayor plazo de tiempo, y así se lo manifiestan sus generales. Pero el Duce aprovechará esta circunstancia para reafirmar su poder personal, manifestando que las decisiones referentes a la guerra pertenecen al ámbito de la política, responsabilidad exclusiva suya, y que por tanto a él corresponde dar las órdenes a los mandos del ejército. Por el momento, las fuerzas armadas italianas siguen estando bajo el absoluto control del partido fascista, en la favorable situación material en que éste las había situado para contar, si no con su expreso apoyo, sí al menos con su pasividad y aceptación tácita de la situación. El día 17, la recepción de la noticia de que Francia, en la persona del anciano mariscal Pétain y a través de la representación diplomática española, había solicitado finalmente el armisticio producirá en Italia sentimientos de preocupación y alegría al mismo tiempo. Por una parte, Roma espera que las fuerzas francesas estacionadas en la frontera común se rindiesen directamente sin presentar ningún tipo de oposición. Por otra, los italianos no pueden dejar de pensar en la posibilidad de que, al contrario, los oficialmente derrotados se enfrenten a los oportunistas que han aprovechado su hora más sombría para declararles la guerra. Debido a ello, los siguientes días conocerán la emisión de una compleja serie de órdenes, contraórdenes y decisiones opuestas entre sí, que no harán sino demostrar de la forma más evidente la carencia de concreción de la política italiana, apresurada y demasiado ligada a coyunturas temporales. Mussolini trata entonces de subirse al carro de su triunfador aliado, y para ello se reúne con él en Munich con el fin de participar en la elaboración del texto del armisticio a imponer al Gobierno francés. El Duce no tardaría allí en mostrar sus verdaderas intenciones, al plantear una serie de pretensiones a obtener de una Francia vencida. Aprovechando las circunstancias, Mussolini trataba de conseguir el máximo de beneficios de una situación en la que no había tenido intervención alguna. Estas pretensiones del italiano tenían que resultar exageradas para cualquiera dada su magnitud: ocupación del territorio francés hasta la línea del Ródano y establecimiento de cabezas de puente en varias ciudades de la Provenza; anexión de Túnez, Argelia y la Somalia francesa; utilización discrecional de los sistemas de comunicaciones de la metrópoli y las colonias, así como potencial ocupación de sus puntos neurálgicos; ocupación de las bases navales de Orán, Argel, Casablanca, Beirut y Mers-el-Kebir, junto con el control absoluto de la flota; finalmente, entre otras cuestiones menores, condiciones referidas a los cuerpos militares extranjeros y a la alianza anglofrancesa. Pero Hitler, a pesar de que se encuentra decidido a castigar a Francia, no está en absoluto dispuesto a acceder a estas desmesuradas peticiones. Pretende, por el contrario, contar con el apoyo de las nuevas autoridades colaboracionistas que ya se encuentran en proceso de reunión alrededor de la figura de Pétain. Aquéllas, a pesar de su obligada posición de sumisión al vencedor, en ningún momento aceptarían la imposición de tales condiciones. Hitler temía por tanto que Francia organizase, caso de ser llevadas a la práctica, la continuación de la lucha desde su imperio ultramarino, con unas consecuencias finales imprevisibles. Al mismo tiempo, el dictador alemán se encarga de situar una vez más en su posición real a su disminuido aliado, mostrándole de forma evidente el carácter exclusivamente alemán de la victoria obtenida. Consecuencia de ello será su negativa a la presencia de Mussolini en el acto de la firma del armisticio con Francia. Nuevamente frustrado, Mussolini comprueba ahora el absurdo carácter de la situación italiana, ya que la concreción de un armisticio no tenía razón de ser al no haberse producido previamente un conflicto armado entre los dos países. Debido a ello, tratando de no perder la oportunidad que se presentaba, el Duce ordenó el inmediato lanzamiento de una ataque a lo largo de todo el frente alpino. Este comenzó el día 20, cuando Francia se hallaba ya en situación de derrota oficialmente asumida en aquella zona; a pesar de encontrarse ya dentro de la estación veraniega, las nieves y las brumas persistentes dificultarían la realización de las operaciones, sobre todo por parte italiana. Junto a ello, los franceses, contrariamente a lo esperado, se defienden con gran energía. En gran medida esta actitud era debida a la comprobación de la censurable actuación de una Italia que no ocultaba sus ansias de aprovechamiento de una situación para la cual no había aportado más que un apoyo verbal. Así, a pesar de los intentos realizados por los atacantes, a lo largo de cuatro jornadas éstos únicamente conseguirán efectuar penetraciones hasta un máximo de doce kilómetros en los puntos más afectados. Una docena de pequeños pueblos montañeses y la ciudad costera de Menton serán ocupados, hecho que es de inmediato instrumentado por Roma en el plano propagandístico de manera desproporcionada. El día 24, las autoridades francesas solicitarán el armisticio con Italia, presionadas por el ocupante alemán. Con ello, este país se alza como triunfador en una campaña en la cual su intervención había alcanzado siquiera una duración de cien horas. El balance material de estos cuatro días de combates se presentaba desastroso para este teórico "vencedor". Francia había perdido 37 hombres, frente a los 631 de Italia; los heridos galos eran de 42 frente a los 2.631 de Italia; finalmente, los desaparecidos sumaban 150 contra 616 respectivamente. El día 22, los representantes franceses firmaban el armisticio con el Reich en el bosque de Compiégne; dos días después repetían la operación en Roma. Las ventajas territoriales obtenidas por Italia se verían sobre la realidad infinitamente mermadas. Ello incrementaría el resentimiento que con respecto al aliado dominante mantenía el más débil de los dos, que en todo momento se habría de considerar postergado y perjudicado debido a su posición subalterna, progresivamente incrementada a partir de entonces.
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El mariscal Bismarck, que no quería humillar a Francia y que sabía que la Confederación no estaba en condiciones de afrontar una guerra, brindó la posibilidad de una conferencia internacional, que se reunió en Londres en mayo de 1867, para abordar la cuestión planteada por las apetencias francesas sobre Luxemburgo. El resultado, sin embargo, fue muy decepcionante para Francia, ya que el gran ducado quedó en manos del rey de Holanda, a la vez que se ratificaba su neutralidad. Este fracaso acentuó los deseos franceses de revancha, que le llevaron a buscar la alianza de Austria y de Italia. Napoleón III y el emperador Francisco José se reunieron en Salzburgo en agosto de 1867, y en el otoño siguiente se produjo un cruce de correspondencia de los soberanos austriaco e italiano con el emperador francés. Los resultados, en todo caso, fueron desdeñables porque Austria empezaba a desentenderse de los asuntos germánicos mientras que Italia imponía la condición, inaceptable para Napoleón III, de la retirada de la guarnición francesa estacionada en Roma. Tampoco encontraban más eco las exigencias francesas en el Reino Unido o en Rusia, que se mantuvieron al margen. Bismarck, por su parte, entendía que la guerra con Francia sería muy útil para fortalecer las tendencias unificadoras en los Estados del sur de Alemania, pero decidió no precipitarse y esperar a que los acontecimientos le brindasen una ocasión propicia. Ésta se produjo en los primeros meses de 1870, cuando el general Prim, enviado por las fuerzas revolucionarias que habían provocado el derrocamiento de Isabel II de España en septiembre del año anterior, visitó al príncipe Carlos Antonio de Hohenzollern-Sigmaringen, para explorar la posibilidad de que su hijo Leopoldo aceptase el trono de España. Bismarck intervino para forzar una aceptación (19 de junio) que impedía que se trasladase el ofrecimiento a alguno de los príncipes católicos del sur de Alemania y, sobre todo, que pondría a Francia en una difícil situación. La noticia de la aceptación fue conocida en París a comienzos de julio y provocó una enorme excitación de la opinión pública que se trató de aplacar con una declaración que el ministro de Asuntos Exteriores francés, el duque de Gramont, realizó el 6 de julio, según la cual el nombramiento amenazaba los intereses de Francia y no era tolerable. España se mostró dispuesta a aceptar la retirada de la candidatura y, con una discreta presión por parte de las grandes potencias, Antonio de Hohenzollern lo hizo así, con alivio para el rey Guillermo y disgusto para Bismarck, que veía arruinada la oportunidad.El desenlace fue un innegable triunfo diplomático para Francia, y así lo entendieron Napoleón y Emile Ollivier, presidente del Consejo de Ministros. No así Gramont que, bajo la influencia de algún sector de la Corte y de bonapartistas exaltados, pretendió ir más allá y, sin conocimiento de Ollivier, hizo que el embajador francés Benedetti tratara de obtener de Guillermo I un compromiso formal de que no se volvería a plantear la candidatura Hohenzollern. Aunque el rey de Prusia se mostró deferente en las dos entrevistas que tuvo el día 13 de julio con el embajador francés, al que tuvo informado de los acontecimientos, se negó a recibirle por tercera vez, habida cuenta que entendía improcedentes sus exigencias. Así se lo comunicó a su canciller en el telegrama que le remitió a última hora de ese mismo día. Bismarck se dio cuenta que allí tenía la oportunidad que estaba buscando y, después de asegurarse de que la Confederación estaba preparada para la guerra, decidió provocar a Francia y dio a la prensa una información en la que sólo se aludía al rechazo final del rey a recibir al embajador. El texto de la nota redactada por Bismarck decía así: "Con ocasión de que el Gobierno Imperial de Francia fue informado oficialmente por el Gobierno Real de España que el príncipe heredero De Hohenzollern había renunciado, el embajador de Francia exigió, además, de S. M. el Rey, en Ems, la autorización para telegrafiar a París que S. M. el Rey se comprometía a no dar nunca su aprobación para el caso de que los Hohenzollern volvieran a plantear su candidatura. En esa situación, S. M. el Rey rehusó recibir de nuevo al embajador de Francia y le hizo saber, por su ayudante de servicio, que S. M. no tenía nada que comunicarle al embajador". La nota tuvo el efecto deseado y el 19 de julio Francia declaraba la guerra a Prusia para defender su honor, aunque no contase con los apoyos diplomáticos necesarios ni con una superioridad militar efectiva. Ambos aspectos quedarían claros durante las hostilidades, que se prolongaron durante el mes de agosto, hasta desembocar en el desastre francés de Sedan. Los franceses, sin embargo, no capitularían hasta finales de enero del año siguiente.Para los intereses de Bismarck, el conflicto facilitó el clima emocional en el que se hizo posible la unificación entre la Confederación y los Estados del sur. Baden y Hesse-Darmstadt habían manifestado ya su voluntad de integrarse en la Confederación, mientras que Bismarck tuvo que hacer algunas concesiones políticas para conseguir la unión con Baviera y Württemberg. Como consecuencia de esta unión, el rey de Baviera encabezó una propuesta de los príncipes alemanes para que Guillermo I adoptase el título de emperador de Alemania. La proclamación del Imperio se produjo el día 18 de enero de 1871 en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles. Con ella se culminaba el proceso de la unificación política alemana.
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Hermanastro de Pedro I, Enrique de Trastámara había ratificado, en el tratado de Binéfar de 1363, su alianza con Pedro IV, el cual le ayudaría en sus pretensiones al trono castellano a cambio de la entrega del reino de Murcia, vieja reivindicación aragonesa, y otros lugares. Pero la principal baza del príncipe bastardo fue el compromiso alcanzado con las Compañías Blancas, bandas de soldados mercenarios originarias de Francia, curtidas en los avatares de la guerra de los Cien Años y dirigidas por el intrépido caudillo bretón Bertrand du Guesclin. Amparados en esos apoyos militares y diplomáticos, en la primavera del año 1366 los trastamaristas, nombre que derivaba del bastardo Enrique de Trastámara, dirigente del grupo, invadían nuevamente Castilla por la zona de La Rioja. De esa forma daba comienzo la denominada guerra fratricida, pues sus protagonistas fueron el rey legítimo de Castilla, Pedro I, por una parte, y su hermanastro y aspirante al trono, Enrique de Trastámara, por otra. El bastardo llegó a Burgos, donde fue coronado rey, continuando la marcha hacia Toledo y Sevilla. Enrique de Trastámara acusaba a Pedro I de horrendos crímenes y de proteger a judíos y a musulmanes, pero también de no ser hijo de Alfonso XI, sino de un judío, Pero Gil. El mismo se presentaba como un enviado de Dios, destinado a "sacar e librar estos regnos de tanta subjecçion", como se lee en un texto de principios de abril del año 1366 emanado de su cancillería. Mientras tanto Pedro había huido al sur de Francia, en donde buscó la alianza de los ingleses. En virtud del tratado de Libourne, suscrito en septiembre de 1366, Pedro I recibiría ayuda militar de los ingleses, a cambio de entregarles el señorío de Vizcaya. De vuelta a la Península, los petristas se enfrentaron a los trastamaristas. En vísperas del encuentro hubo un intercambio de misivas entre los dos bandos. El príncipe de Gales, después de señalar que Pedro I había aportado razones justas al pedir ayuda a su padre, el rey de Inglaterra, se ofrecía a Enrique de Trastámara para actuar de mediador entre ambos: "si vos place que nos seamos buen medianero entre el dicho Rey Don Pedro é vos, que nos lo fagades saber; é nos trabajaremos como vos ayades en los sus Regnos, é en la su buena gracia é merced gran parte, porque muy honradamente podades bien pasar, é tener vuestro estado". Enrique de Trastámara, en su respuesta al príncipe inglés, insistía en presentarse como enviado de Dios para librar a los reinos de Castilla y León del gobierno cruel que había ejercido su hermanastro: "E todos los de los Regnos de Castillo é de Leon ovieron dende muy grand placer, teniendo que Dios les avia enviado su misericordia para los librar del su señorío tan duro é tan peligroso como tenían: é todos los de los dichos Regnos de su voluntad propia vinieron á nos tomar por su Rey é por su señor, así Perlados, como Caballeros é Fijos-dalgo, é cibdades é villas". En abril de 1367 las tropas conjuntas del príncipe de Gales, el famoso Príncipe Negro, y de Pedro I vencieron sin paliativos en la batalla de Nájera al ejército integrado por las Compañías Blancas y los trastamaristas. Hubo numerosos prisioneros, entre ellos el francés Bertrand du Guesclin. Enrique de Trastámara pudo huir a duras penas. A consecuencia de dicha batalla el panorama cambió radicalmente. Pero en unos pocos meses se deterioró la favorable situación lograda por Pedro I, particularmente desde que rompió con los ingleses, a los que no entregó lo que les había ofrecido. En el otoño de 1367 regresó Enrique de Trastámara, que después del combate de Nájera se había refugiado en Francia. Poco a poco aumentaban los adeptos del bastardo, al tiempo que disminuían los de Pedro I. En junio de 1368 se firmó el tratado de Toledo, que sellaba la alianza entre Enrique de Trastámara y la Corona de Francia. El pacto fue suscrito en el campamento de los trastamaristas, que habían puesto sitio a la ciudad del Tajo. Pero el final de la contienda se produjo cuando, a finales de marzo de 1369, Pedro I fue asesinado en el castillo de Montiel, probablemente gracias a la intervención de Bertrand du Guesclin. Poco después Toledo caía en poder trastamarista. Ciertamente aún quedaban algunos focos petristas en la Corona de Castilla, como las plazas de Zamora y de Carmona. Pero el triunfo de Enrique de Trastámara, convertido ya en el monarca Enrique II, era incuestionable. La guerra fratricida entre el rey legítimo y su hermanastro ha sido interpretada desde muy diversas perspectivas. Algunos historiadores, como C. Viñas, han visto en ella un enfrentamiento entre el bando de la reacción, expresión de la vieja nobleza feudal, y el del progreso, representado por la incipiente burguesía y los judíos. El primero, finalmente triunfante, lo dirigía Enrique de Trastámara; el segundo estaba liderado por el rey don Pedro. Es evidente que, hablando en términos generales, la alta nobleza y el episcopado estuvieron al lado del bastardo, pero suponer que había una conjunción de intereses entre Pedro I y la burguesía emergente es difícil de admitir. Más consistencia, a nuestro juicio, tiene la opinión que ve en la guerra fratricida la gran ocasión para que los poderosos, gravemente perjudicados por la crisis demográfica y económica, fortalecieran sus maltrechas posiciones. Al fin y al cabo las denominadas "mercedes enriqueñas" fueron el premio otorgado por Enrique II a los nobles que le habían ayudado a ocupar el trono. Hay que tener en cuenta, asimismo, que Enrique de Trastámara atizó el fantasma del antijudaismo, como forma de ganarse el apoyo de las masas populares. Por lo demás, la pugna causó enormes estragos. Las tropelías, cometidas particularmente por los soldados mercenarios, tanto franceses como ingleses, dañaron ante todo a la población rural.
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La guerra guaranítica Un hecho que vino a convulsionar las estructuras mismas del proyecto misionero fue la llamada guerra guaranítica, rebelión de los indígenas en contra de las consecuencias de un tratado de delimitación de fronteras, firmado entre España y Portugal, y que obligaba al abandono de los siete pueblos más orientales, cuyas tierras pasaban a depender del imperio brasileño. Durante más de dos años los guaraníes se enfrentaron a los ejércitos hispano portugueses en un movimiento desesperado, cuyos ecos resonaron profundamente en Europa13, avivando una agria polémica en cuyo centro se encontraban las actividades de la Compañía de Jesús. Sin duda la guerra del Paraguay se convirtió en uno de los argumentos más utilizados para justificar la expulsión de los jesuitas, pocos años después. José Cardiel fue uno de los misioneros que más se destacaron por su oposición a aquel tratado, llegando a enfrentarse con algunos otros miembros de su orden que acataban aquella desgracia con un espíritu más resignado o que incluso tenían (caso del P. Lope Luis de Altamirano) la tarea de hacer cumplir las órdenes reales y apaciguar a sus compañeros. Llegó a tales extremos la polémica interna sobre la actitud que los jesuitas debían adoptar frente a aquel tratado, que Cardiel fue castigado, trasladado de misión e intimado por el P. Comisario a que no volviese a escribir ni a hablar sobre aquel asunto bajo pena de pecado mortal. Los acontecimientos comenzaron a desarrollarse con una lógica que escapaba al control de los misioneros. Lo que en un primer momento había parecido un medio de presión eficaz para que se reconsiderase la oportunidad de la cesión de aquellas tierras14, se convirtió en una guerra abierta y declarada que sólo podía acabar con el aplastamiento de los rebeldes y el descrédito de la Compañía. Aunque no queremos la guerra, mas por si la hubiere sólo decimos a los nuestros: Prevénganse sólo para ella, compongamos bien las armas, busquemos a nuestros parientes que nos han de ayudar y confiando en Jesucristo nuestro ayudador decimos: Salvemos nuestras vidas, nuestra tierra y nuestros bienes todos, porque no nos conviene que con la mudanza quedemos pobres y afligidos de balde, ni que nos perdamos en balde por estos campos, por los ríos y agua, y por esos montes. Y así sólo decimos que aquí sólo queremos morir todos si Dios nos quiere acabar, nuestras mujeres y nuestros hijos pequeños juntamente. Esta es la tierra donde nacimos y nos criamos y nos bautizamos, y así aquí sólo gustamos de morir, dicen los de San Luis15. Estos párrafos pertenecen a una carta enviada por el cabildo de uno de los pueblos sublevados, muy parecida a las escritas por el resto de los afectados por el decreto, y ponen de manifiesto hasta donde habían llegado las cosas. La guerra transcurrió por derroteros previsibles. Después de algunas vacilaciones y de unos primeros momentos favorables para los indígenas, los ejércitos coloniales entraron a sangre y fuego en la zona. La batalla de Caaybate fue de hecho una masacre16, y pronto terminó toda resistencia. Los datos ofrecidos por Cardiel son los de un testigo de primera fila, que debió ocuparse, revocado ya su castigo ante la gravedad de los sucesos, en sosegar, sin mucho éxito, a los rebeldes y en acompañar a los demarcadores y al ejército español de ocupación. Curiosamente, el gobernador Cevallos, encargado de concluir aquel lamentable asunto, le distinguió con su amistad y terminó convirtiéndole en uno de sus colaboradores más directos durante aquella campaña. La generación de los expulsos El 27 de febrero de 1767, Carlos III firmó una Real Orden por la cual los jesuitas eran expulsados de todos los dominios de su monarquía. Terminaba así un largo pleito confuso y lleno de acusaciones mutuas, en el que es muy difícil deslindar la verdad de la calumnia. En el Río de la Plata esta medida excepcional se ejecutó del 2 de julio de 1767, en que fueron arrestados los jesuitas de Buenos Aires, hasta el 22 de agosto de 1768, cuando los últimos misioneros de las reducciones fueron sustituidos por sacerdotes seculares y enviados al exilio. El número de miembros de la Compañía de Jesús que residían en aquella provincia en el momento de la expulsión, pasaba de 400. Era un grupo internacional, con una preparación intelectual realmente brillante y, además, muy activo. Después de la detención, se les embarcó en el puerto de Buenos Aires con destino a España17. En la península, fueron encerrados casi todos en el Hospicio de Misiones del Puerto de Santa María. Los extranjeros se separaron en este lugar de los españoles y americanos y se les envió a sus países de origen. El resto, tras una breve estancia en Córcega, fue llevado a los Estados Vaticanos, donde se radicarían con carácter definitivo. Los largos años de inactividad forzosa, provocaron que muchos de ellos decidieran dedicarse a las tareas literarias, reflexionando sobre su experiencia americana. El exilio de los jesuitas tuvo así como consecuencia la elaboración de un número elevado de obras de carácter científico que recogían buena parte de los conocimientos atesorados durante muchos años de actividad en el Río de la Plata. Desgraciadamente, estos trabajos, a nuestro juicio de gran interés, fueron prácticamente ignorados, debido a las penosas condiciones en que se realizaron, sin ningún tipo de apoyo institucional y sufriendo el acoso constante de las tendencias intelectuales dominantes en la época. Es imposible ofrecer en unas pocas líneas un resumen mínimamente fiable que recoja lo más valioso de los trabajos de aquella generación. En los campos de la etnología, la lingüística, la historia, la botánica y la zoología se produjeron las aportaciones más notables, pero no las únicas. La cartografía jesuita tuvo también una gran importancia y son muy curiosos los estudios astronómicos que se realizaron desde un observatorio instalado en la misión de San Cosme y San Damián. Para comprender enteramente la labor científico cultural realizada por estos hombres en el exilio, hay que tener en cuenta algunas particularidades de la situación de los jesuitas extrañados. Por una parte, sus obras deben enmarcarse en un debate, casi diríamos que mundial, establecido en la segunda mitad del siglo XVIII entre partidarios y adversarios de la Ilustración. Los jesuitas critican y denuncian los errores y simplificaciones de los filósofos enciclopedistas en sus apreciaciones sobre el continente americano18 y pretenden defenderse de los ataques realizados contra la obra de la Compañía en aquellas regiones. Lo cierto es que la diferencia de medios y oportunidades de unos y otros convirtió a aquél en un diálogo de sordos. Los expulsos en Italia carecieron casi completamente de valedores (que fueron todavía más escasos después de la supresión de la Compañía de Jesús en 1773 por el Papa Clemente XIV) y casi todos sus manuscritos quedaron olvidados en los archivos o fueron publicados en muy malas condiciones. Pese a la adscripción general de estos trabajos en el campo de los adversarios de la Ilustración, no puede hacerse una descalificación global en términos científicos de la obra de los jesuitas. En la mayoría de sus textos se percibe un notable interés por estar al día y conocer los avances que en las distintas áreas del conocimiento se estaban produciendo. Los nombres de Tournefort, Valmont de Bomare, Jussieu o Linneo, son ampliamente comentados y sus aportaciones valoradas muy positivamente. Se dio incluso el caso de algunos autores19 que se adhirieron a audaces tesis transformistas o evolucionistas. Pretender, en suma, realizar una identificación simplista entre sus actitudes políticas y sus concepciones científicas es un auténtico disparate. En cualquier caso, la característica más sobresaliente y admirable de los escritos de los expulsos es el de su profundo amor por todo lo americano. Frente a juicios desfavorables o incomprensiones, los jesuitas exiliados pretenden levantar su voz para defender a la tierra y a las gentes de América, señalando la majestuosidad de su naturaleza, la bondad de su clima y la nostalgia que les produce su alejamiento20.
contexto
El 22 de septiembre de 1980 el Consejo de mando de la Revolución, el supremo órgano del Partido Baas y del Estado iraquí, dio la orden de "dar golpes disuasorios a los objetivos militares iraníes". Con ello comenzó una guerra que acabó por complicar la situación en el Medio Oriente. En realidad, los incidentes fronterizos se remontaban a comienzos de mes y, además, tenían una larga tradición entre dos países con una frontera de 1.500 kilómetros; por si fuera poco, un atentado contra el líder iraquí Sadam Hussein fue interpretado como una maniobra del adversario iraní. De cualquier modo, el antecedente más inmediato debe remontarse al Tratado suscrito en Argel entre Irán e Irak a comienzos de 1975 por el que el sha había obtenido una parte del Chatt-el-Arab, la confluencia entre el Tigris y el Eufrates, que Irak no tuvo menos que aceptar. Ahora tenía la oportunidad de revocar aquellas concesiones, dadas las dificultades por las que pasaba Irán tras la revolución y dada su colaboración ya concluida con los soviéticos que había contribuido a consolidar el régimen. La interpretación acerca del lugar en que corría la frontera era por completo antitética de modo que Irak consideraba que el río era suyo e Irán juzgaba que, siendo internacional, le correspondía la mitad de la zona de desembocadura. Toda una galaxia de realidades confluyentes contribuyó a hacer el conflicto inevitable. La Revolución iraní contenía amenazas claras para la estabilidad iraquí no sólo porque los iraníes infiltraron saboteadores en el país vecino en ayuda de la sublevación kurda sino porque en él había una importante población chiíta e incluso esta versión de la religión musulmana había tenido allí su origen y primer desarrollo. El mismo Jomeini, que había vivido allí nada menos que catorce años, juzgaba que el Baas, el partido único laico de Irak, había prostituido la religión islámica. Irán, además, como hemos visto, trasladó a una guerra en la frontera sus propias dificultades políticas y económicas internas. Jugó también un papel importante, en fin, el hecho de que permaneciera disputado el liderazgo de los países árabes, una vez que Egipto había optado por dirigir sus esfuerzos a la reconstrucción interna y la confrontación entre una política laica y otra clerical. La guerra, que en realidad vino a reproducir un choque muy frecuente entre dos civilizaciones competitivas, desde la óptica de los observadores occidentales fue, como ha escrito un especialista, un conflicto entre dos países difíciles de distinguir, de cuatro letras, combatida con las armas de 1980, las tácticas de la Primera Guerra Mundial y las pasiones de los tiempos de las Cruzadas. El alto mando iraquí -en concreto Sadam Hussein- hizo, como le sucedería más adelante en 1990, un planteamiento muy errado debido a una interpretación poco informada de la realidad. En una primera etapa, confiados en la supuesta debilidad del Ejército iraní como consecuencia de la etapa revolucionaria, los iraquíes parecieron penetrar sin dificultad en territorio enemigo. En ese momento pensaron, por un lado, en una incorporación de territorio adversario a su nación y especularon incluso con la posibilidad de, así, triplicar su producción petrolífera hasta convertirla en equivalente en Arabia Saudí y, por otra, en dividir al adversario en diversas unidades políticas. Pero a partir de los primeros meses de 1982 no solamente el Ejercito iraquí había demostrado menor agilidad de la prevista haciendo imposible una guerra relámpago, sino que los combates parecieron convertirse en una guerra de posiciones como la de 1914-1918 en Francia. Por más que el Ejército iraní estuviera parcialmente desarticulado como consecuencia de la revolución el hecho fue que empezó a pesar la superioridad demográfica del adversario (40 millones de iraníes frente a sólo 14 de iraquíes) y también la movilización provocada por el sentimiento religioso. En efecto, las unidades regulares se vieron acompañadas, incluso por razones políticas, de "guardias islámicos de la revolución" o "pasdarans", que no temían lanzar ataques en oleadas casi suicidas. Irán no sólo no se hundió sino que la guerra contra el adversario fronterizo le sirvió para trasladar su Ejército contra él, entrenar sus milicias políticas y alejar la atención de las dificultades propias. En cambio, Irak empezó a conocer las consecuencias de su imprudencia. No sólo su Ejército se descubrió mucho menos efectivo de lo previsto sino que provocó un realineamiento de la política internacional del Oriente Medio por completo contraria a sus intereses. Irán fue sostenido por las potencias árabes más radicales como Libia y Siria; esta última era esencial para Irak puesto que el oleoducto que pasaba por ella fue cerrado y por lo tanto la exportación de petróleo iraquí se redujo a menos de un tercio. Incluso Israel acabó apoyando a Irán de forma indirecta proporcionándole armas. Claro está que Irak también tuvo aliados, las potencias árabes más conservadoras, para las que la expansión de la Revolución islámica constituía no ya un problema grave sino de mera supervivencia. Desde 1984 a 1988 iraníes e iraquíes, impotentes para vencer en el campo de batalla, se dedicaron a bombardear las ciudades del adversario sin el menor inconveniente para alcanzar a la población civil. Además, deseosos de estrangular la capacidad económica enemiga, atacaron a los petroleros provocando la internacionalización del conflicto. Desde marzo de 1987 los norteamericanos reforzaron su presencia militar en la zona para proteger la navegación pero jugando también un papel ambivalente, pues si apoyaban a Irak de cara al exterior tampoco tuvieron inconveniente en proporcionar armas a Irán siguiendo una vía subterránea; en realidad, apoyaron siempre al beligerante que estaba en peores condiciones. La guerra, de cualquier manera, había adquirido unas características de brutalidad inusitadas por ambas partes: ya en sólo los tres primeros años de la misma fuentes occidentales calculaban el número de muertos en varios centenares de miles. En total pudo haberse producido un millón de muertos, dos de heridos y otros tantos de refugiados. Irán perdió la refinería de Abadán y hubo de recurrir a las importaciones para tener productos derivados del petróleo. Los norteamericanos perdieron una fragata de su fuerza naval destinada a controlar las rutas marítimas. Finalmente, después de que los ataques del Ejército iraní sobre las posiciones iraquíes resultaran, durante los primeros meses de 1988, tan carentes de efectividad como los realizados por Irak en 1980, Jomeini acabó aceptando una resolución de la ONU que imponía la paz. Pero ésta fue precaria en grado sumo: la posterior Guerra del Golfo no puede entenderse sin estos antecedentes. Durante muchos años el cuello de botella del Estrecho de Ormuz, ruta esencial por la que circula buena parte del petróleo del mundo, seguiría siendo un punto estratégico de la máxima importancia.
contexto
España, como se ha dicho tantas veces, fue el único país conquistador que puso en duda su derecho a ejercer una acción dominadora. El asunto no sirvió de nada, pues la conquista de América tuvo la misma virulencia de cualquier otra, pero dice bastante de la capacidad de autocrítica del pueblo español en el siglo XVI. En realidad la conquista, como tal, no fue ordenada por nadie. No existen unas capitulaciones de conquista similares, por ejemplo, a las de Santa Fe, que iniciaron el descubrimiento. La conquista de las Indias se planteó tan pronto como se comprobó que las tierras encontradas no eran China, ni Japón, ni la India, lo que hizo inoperante la idea inicial de fundar unas factorías comerciales para realizar en ellas el intercambio de especias, oro, piedras preciosas, telas finas, etc. Colón se hartó de buscar las mercadurías de que hablara Marco Polo y, finalmente, se dedicó a buscar oro. Las incursiones en busca del metal precioso despertaron el recelo de los naturales y cuando éstos se sublevaron emprendió contra ellos una campaña, al término de la cual les capturó como esclavos y les impuso un tributo. El problema se mixtificó con el hallazgo de indios caribes (antropófagos), que fueron considerados igualmente susceptibles de ser dominados mediante la guerra y esclavizados. Los Reyes se alarmaron ante el envío masivo de esclavos indios a España y consultaron el asunto a juristas y teólogos, que confirmaron la posibilidad de esclavizar a quienes se enfrentaban a los españoles, así como a los antropófagos. Contra los primeros se esgrimió el principio medieval de la guerra justa contra infieles, pero aplicado a paganos, y contra los segundos el de su irracionalidad. Boyl y Margarit señalaron entonces que los métodos empleados por Colón habían llevado a los indios a la rebelión. Los monarcas efectuaron nuevas consultas de las que vino a resultar, en 1500, la declaración de los indios como vasallos libres (se pusieron en libertad los esclavizados sin motivo alguno), si bien continuó manteniéndose el principio de que los rebeldes podían ser sometidos por la guerra y los caribes esclavizados. Ovando realizó luego las grandes campañas militares de la Española contra todos los rebeldes e impuso el repartimiento de los indios como mano de obra de los españoles. Su ejemplo fue secundado en otras islas antillanas, sin que nadie pusiera objeción alguna. En 1511 se complicaron las cosas, pues el padre Montesinos (portavoz de los dominicos de La Española) escandalizó a todo el mundo disertando desde el púlpito contra la explotación de los indios y poniendo, de camino, en tela de juicio la autoridad con que se les dominaba y hasta la guerra que se les hacía. A partir de entonces, los dos problemas del trabajo indígena y de la guerra a los naturales se afrontaron conjuntamente. Los Reyes volvieron a consultar nuevamente a teólogos y juristas que ratificaron la legitimidad de ambos, dándoles además una solución jurídica. El trabajo obligatorio del indio fue considerado justo y necesario, pero siempre que no supusiera su aniquilamiento, ni impidiera su evangelización. Bastaba por tanto reglamentarlo adecuadamente, cosa que empezó a hacerse en la Junta de Burgos de 1512, donde se dieron las primeras leyes en favor de los indios, que formaron en realidad una legislación laboral dirigida a mitigar la explotación indiscriminada de los naturales. Los naturales gozarían de días festivos, remuneración por el trabajo, buen tratamiento, adoctrinamiento, etc. Se complementaron luego con las Ordenanzas acordadas en la Junta de Valladolid el año 1513 y las de la Junta de Madrid de 1516. Naturalmente todas estas leyes no lograron evitar los abusos, sino únicamente castigar a los culpables que explotaban inmisericordemente a los indios... cuando eran denunciados (rara vez) y se comprobaban sus delitos (más raro aún). En cuanto a la cuestión de hacerles la guerra, se salvó mediante el llamado Requerimiento, que estrenó Pedrarias Dávila en 1513. Fue un documento de carácter ético jurídico en el cual se libraba a la real conciencia de responsabilidades, gracias al uso de la advertencia. Dando por sentado el hecho de que los españoles tenían derecho a ocupar las Indias, se interpretó que cuando los indios se oponían a ello era por dos posibles razones; por mala intención, en cuyo caso se les podía hacer la guerra justa sin el menor reparo, o por falta de información. Para solventar este último obstáculo, se decidió explicarles bien el derecho que asistía a los españoles. Se redactó un documento en el que se les ilustraba sobre el particular con toda clase de detalles. Debía leérseles cuando los españoles comprendiesen que los indios iban a lanzarse al ataque, que era considerado el momento oportuno. El Requerimiento, que así se llamó, fue redactado por el famoso jurista Palacios Rubio, y explicaba que Dios hizo el cielo y la tierra y una pareja humana de la que todos venimos (tesis monogenista), y que dejó a San Pedro para que fuese superior del linaje humano. El descendiente de este San Pedro vivía en Roma y era el Papa, quien hizo donación de todas las Indias a los Reyes de Castilla en virtud de ciertas escrituras que, se decía, "podéis ver (estaban en latín) si quisiéredes" y que por tales señores habían sido recibidos por otros indígenas, permitiendo su adoctrinamiento. Se exhortaba luego a los indios a entender todo lo explicado, tomándose el tiempo necesario: "Por ende, como mejor puedo vos ruego y requiero que entendáis bien esto que os he dicho, y tenéis para entenderlo y deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo ...." Finalmente se les amenazaba con que si a pesar de todo no aceptaban la presencia española "certifícoos que con el ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y vos sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de sus Altezas, y tomaré vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé ...." A modo de colofón, se añadía que la culpa de todo lo que ocurriera sería de los indios, y no de los españoles: "y protesto que las muertes y daños que della se recrescieren sean de vuestra culpa, y no de Su Alteza, ni mía, ni déstos caballeros que conmigo vinieron". Como el Requerimiento había que leerlo necesariamente a unos indios no conquistados y cuando se disponían a defenderse de los invasores, lo normal es que no hubiera un intérprete capaz de traducir todo aquello, por lo que se recurría a uno de alguna lengua cercana, o se leía en castellano. El efecto era aproximadamente el mismo. Los indios, una vez repuestos de la sorpresa de haber escuchado aquella perorata ininteligible, y por lo regular antes de que concluyera su lectura, se lanzaban a combatir y con verdadera furia. Resultó así que el Requerimiento no solucionó nada, salvo librar de pecado a los invasores y a sus reyes, pero el formalismo se mantuvo durante décadas y fue compañero inseparable de la conquista. Los dominicos, sobre todo el padre Las Casas, no se quedaron muy conformes con el remedio dado, como se decía entonces, y siguieron atacando la conquista, por considerarla injusta y opuesta a la misión evangelizadora. Las Casas llegó a calificar la palabra conquista de "mahomética", pues hasta ese extremo le parecía infernal. La polémica se agudizó a partir de 1525, cuando se formaron ya verdaderas escuelas de expertos en defender y rechazar el derecho de conquista. Contra ella estaban fray Antonio de Córdoba, Las Casas, Vitoria, Domingo de Soto, Vázquez Menchaca, etc. A favor estaban Palacios Rubio, Fernández de Enciso, Solórzano, etc. El enfrentamiento alcanzó su punto culminante en la Junta de Valladolid de 1542, año en el cual Las Casas redactó tres escritos importantes para defender su postura: "La Brevísima relación de la destruición de las Indias", el "Memorial de Remedios" y una "Representación al Emperador". La "Brevísima" es un relato terrorífico sobre la conquista de América hecho con la finalidad que nos dice su autor: "suplicar a Su Majestad con instancia importuna que no conceda, ni permita, las que los tiranos inventaron, prosiguieron y han cometido (que) llaman conquistas". Contiene muchas verdades y mentiras sobre tales conquistas. Es de anotar que las mayores exageraciones se hicieron al narrar las campañas realizadas en el Perú y en el Nuevo Reino de Granada, que el dominico escribió utilizando fuentes de segunda mano y malintencionadas, como eran una "Relación" de Marcos de Niza, para la primera, y una probanza hecha contra Jiménez de Quesada, seguramente de Jerónimo de Lebrón, para la segunda. Impresa posteriormente en 1552, la "Brevísima" sirvió de base para la Leyenda Negra, como es sabido. El "Memorial de Remedios" era un plan de colonización de las Indias, acorde con la más exigente moral católica, en el que se suprimían la encomienda y la esclavitud indígena, y se proponían formas diversas en conformidad con la situación en que se encontrase el territorio. Para los no conquistados se proponía únicamente la penetración mediante misioneros. En cuanto a la "Representación al Emperador", constituyó la mayor utopía lascasiana -y las tuvo grandes- pues sugería a Carlos I la restitución por parte de los conquistadores de los bienes robados a los indios, que irían a parar a los naturales, si se les localizaba, o a la Corona. La solución pragmática de la Corona al escándalo promovido por la conquista y explotación del indio mediante la encomienda fueron las Leyes Nuevas, otorgadas el 20 de noviembre de 1542 en las que, entre otras muchas cosas, se suprimió el traspaso de encomiendas, se prohibió que ningún Virrey ni Gobernador hiciera nuevos descubrimientos, ni por mar, ni por tierra. Sólo los autorizarían las Audiencias y en caso de extrema necesidad, llevando un religioso, y teniendo prohibido tomar bienes de los indios o las personas de éstos. Unos años después, en 1549, el Consejo de Indias propuso al Rey la suspensión absoluta de todos los descubrimientos y las conquistas que estuvieran pendientes. En realidad ya se había conquistado casi toda la América hispana y el resto tenía escaso interés, por carecer de riquezas. En 1573, el jurista Juan de Obando propuso que en el futuro se sustituyese la palabra conquista, de tan malas resonancias, por la de pacificación; una solución muy española que consiste en cambiar de nombre a las cosas, pensando que con ello se resuelve algo. Las únicas pacificaciones importantes fueron las de Filipinas y Nuevo México, pues el resto estaba ya pacificado a sangre y fuego. Pese a todos los esfuerzos realizados, fue imposible parar a tiempo la conquista, que cumplió su ciclo de destrucción y barbarie. No caeremos nosotros en la trampa de justificarla con los argumentos tradicionales de necesidad de la evangelización o de incorporar los pueblos americanos a la cultura occidental, o de asegurar que era un proceso inexorable que habrían emprendido otros países europeos de no llevarlo a cabo los españoles, ni de decir que las conquistas se han seguido haciendo hasta nuestros días por otros pueblos prepotentes, pues todo esto no es más que la razón de la sinrazón. La conquista pudo haber sido diferente si se hubiera hecho en otra coyuntura histórica, pero es difícil aventurar si habría sido mejor o peor. En cualquier caso, está justamente en el origen de la formación de los pueblos americanos y es preciso conocerla a fondo para comprender la Historia de América. De nada sirve ocultarla o cambiarla de nombre.
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La extrema escasez de datos, tanto arqueológicos como textuales o iconográficos, es el rasgo -negativo- más característico para el estudio del armamento y tácticas en el reino visigodo y, posteriormente, en los reinos cristianos de los primeros siglos de la Edad Media y poco más sabemos sobre los omeyas. En conjunto, y hasta el s. XI, el cuadro que aquí se traza se ha de limitar a líneas generales. En el s. VII al núcleo godo se añadieron contingentes hispano-romanos, en pie de igualdad, y debieron existir contingentes permanentes. La caballería- y en particular el empleo de arqueros a caballo- era arma importante, aunque la infantería nunca desapareció. La organización pudo tener base decimal, con unidades de diez, cien, quinientos y mil hombres. Entre las armas contamos con las habituales espadas y lanzas, pero también hachas de combate o franciscas. Muchas de las armas, corazas y cascos serían evolución de los romanos tardíos. La irrupción de un pequeño ejército musulmán en la Península en 711, y el desplome definitivo del reino visigodo, no debieron alterar de golpe las viejas tradiciones militares, y parece que algunos elementos, como los cascos de hierro de vieja tradición tardorromana perduraron largo tiempo. Los escasos datos disponibles indican que, en adelante, musulmanes de Sur y cristianos del Norte se influyeron mutuamente en cuanto a equipamiento militar y tácticas, aunque en ambos casos fueron los reinos musulmanes los que hasta el s. XI llevaron la iniciativa tecnológica. El Emirato de Córdoba, y más adelante el Estado omeya, mantuvieron un núcleo profesional de tropas bien armadas y entrenadas que, incluso en el s. X, incluía fuertes contingentes de mercenarios extranjeros y de cautivos cristianos, algunos convertidos al Islam y otros no. Este núcleo incluía caballería- en número y peso específico crecientes según pasó el tiempo- e infantería, y era complementado por fuertes contingentes de infantes, tanto permanentes en las fronteras como temporales en levas ocasionales. Los contingentes norteafricanos variaron en importancia según el periodo: poco sabemos, militarmente hablando, de los primeros contingentes bereberes que cruzaron el Estrecho en el s. VIII, salvo que constituían el conjunto más numeroso del ejército y que en su gran mayoría eran infantes. A fines del s. XI los almorávides parecen haber confiado sobre todo en infantería estática, formada tras grandes escudos de piel. Entre las tropas profesionales, el casco de hierro sencillo y la cota de malla, importados a menudo de Europa desde el s. X al menos, se fueron haciendo populares, y la segunda sustituyó a las corazas de escamas, que nunca debieron llegar en gran número a la Península. Sin embargo, entre la mayoría de las tropas de leva que complementaban el núcleo profesional del ejército musulmán las protecciones de cuero, acolchadas o de fieltro más o menos elaboradas, debieron ser mucho más comunes que la protección metálica. Aunque al principio los musulmanes estuvieron escasos de caballería, esta carencia se remedió pronto. Con todo, la caballería en la Península Ibérica -tanto la cristiana como la islámica- tendió a ser más ligera que su contemporánea en Europa Central y Próximo Oriente; los arqueros a caballo perduraron bastante tiempo, mientras que la caballería de choque con lanza larga tardó más en imponerse. Parece que algunas innovaciones técnicas, como el estribo o la silla de arzón alto, se introdujeron en España más lentamente que en otras regiones. Entre los cristianos, como entre los musulmanes, la infantería siguió siendo una fuerza significativa, aunque bastante estática en combate: las formaciones cerradas, con grandes escudos apoyados en tierra y lanzas asentadas al modo de picas parecen haber sido normales; también es probable el apoyo de arqueros a pie. Respecto a los reinos cristianos, todo indica que hasta el s. XI debió ser importante la influencia musulmana, junto con la perduración de viejas tradiciones visigodas. A partir del s. XI se produjo en los reinos cristianos una fuerte irrupción de elementos europeos: la cota de malla, con capucha para la cabeza, se hizo más frecuente; en Cataluña, y luego en la Meseta, se introduce el escudo en forma de cometa, apto para la caballería -pequeño al principio, con el paso del tiempo fue creciendo en tamaño y desplazando al pequeño escudo circular-. Los jinetes adoptaron una posición distinta en la nueva silla arzonada, con las piernas estiradas, más apta para el combate de choque a caballo, según nos muestra una rara imagen del salterio de San Millán de la Cogolla. Poco a poco, estas innovaciones se extendieron también a los reinos musulmanes del Sur, que también adoptaron la costumbre de llevar la cota de malla visible por encima de la túnica. La vieja y buena costumbre dé fortificar los campamentos parece haberse mantenido entre los siglos VIII - XI al menos entre los musulmanes. Aunque no faltaron las batallas campales, como Zalaca en 1086, la mayoría de las campañas se desarrolló, por ambos bandos, en forma de incursiones de destrucción y saqueo en territorio enemigo, donde la primacía de la caballería ligera y el empleo abundante de jabalinas, arcos y sobre todo ballestas, suponen un rasgo distintivo frente a las formas de guerra en el resto de Europa.