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Un belga adscrito en 1927 al grupo surrealista, René Magritte plantea la pintura como un trompe l'esprit (engaño de la mente): "El arte de la pintura es un arte del pensamiento, cuya existencia pone de manifiesto la importancia que tienen en la vida los ojos del cuerpo humano", escribía en "Le vrai art de la peinture".
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Entre los elementos que configuraron el arte hispanoamericano, el precolombino no fue uno de los más importantes; más bien, puede decirse que su influencia fue casi nula por su imposibilidad de adaptarse a las nuevas funciones representativas, políticas y religiosas requeridas por los conquistadores. Desde un primer momento interesó establecer, a través de los programas artísticos, un corte brusco que subrayase una fractura y representase de forma explícita la nueva situación. A lo sumo se hallan ciertas interpolaciones decorativas ya que en lo constructivo apenas si pueden localizarse soluciones precolombinas, como las bóvedas falsas de las posas del convento de Huejotzingo o los listeles paralelos que rematan al exterior estas capillas. Desde un punto de vista constructivo, la presencia de elementos prehispánicos es prácticamente inexistente.La presencia de elementos figurativos inspirados en la flora y la fauna americanas, aunque aparecen en muchos programas decorativos, no tuvo un desarrollo tan intenso como podría esperarse. Algunos elementos de la flora americana se han identificado en la portada de una de las posas del convento de Calpan y en relieves del retablo mayor de San Francisco de Bogotá de hacia 1633. Sin embargo, los retablos y las portadas permanecieron subordinadas al sistema de órdenes. Y lo mismo cabe decir de los motivos decorativos que permanecieron más o menos próximos a las soluciones del arte occidental porque, en realidad, el modelo no era la representación de la naturaleza sino los elementos consagrados por los diferentes sistemas decorativos recogidos en grabados, repertorios, fuentes impresas y en las obras mismas. Los componentes decorativos americanos, comparados con el imponente volumen de obras realizadas, fue escaso, apareciendo como interpolaciones plegadas a esquemas compositivos renacentistas, manieristas o barrocos.Fue sobre todo en las técnicas de ejecución de ciertas decoraciones esculpidas en relieve en las que se aprecia ya desde mediados del siglo XVI en México -relieve de la capa abierta de Tlalmanalco- una forma de labrar propia que tendrá su máximo exponente en ciertas realizaciones del Barroco. Se trata de "una manera de concebir y realizar el relieve diferente de la española y que revela una sensibilidad artística distinta de la del artista peninsular" (Marco Dorta). Dicha forma de acometer la decoración, ciñéndose a la composición arquitectónica de las portadas, a las que cubre a la manera de un tapiz, se plantea sin las inhibiciones que impone el conocimiento de unas técnicas adecuadas a la decoración naturalista clásica. Esta exuberancia decorativa, tal y como se aprecia, por ejemplo, en la catedral de Zacatecas, plantea un sistema de decoración específicamente americana.Esta decoración, exponente según algunos autores de un arte mestizo, se basa en una técnica a bisel, de relieve planiforme que denota una forma peculiar de crear e interpretar los modelos occidentales. En relación con esta forma de decoración mestiza conviene establecer una precisión. Es evidente que, según nos transmiten las fuentes, en la realización de los diferentes programas artísticos intervino un importante componente español e indígena. Sin embargo, en el inmenso catálogo de realizaciones es imprescindible no confundir lo que es indigenismo con lo que es mera rusticidad. Pues si, en relación con las técnicas de la decoración europea el indigenismo supone una cierta rusticidad, no toda rusticidad debe ser interpretada forzosamente como expresión indígena. Veamos algún ejemplo. La decoración de la portada del Hospital de Uruapan (México) muestra un tipo de labra que no obedece a un desconocimiento o simple rusticidad, sino a una forma mestiza de entender la decoración; por el contrario algunas portadas como la del convento de Tzintzuntzan muestran, con independencia de quienes fueran los artífices que la labraran, una rusticidad derivada del desconocimiento de la composición arquitectónica y de la técnica del relieve clásico.Sin embargo, los principales conjuntos representativos de este mestizaje no datan de los primeros años de la conquista sino fundamentalmente del siglo XVIII, cuando en algunas tendencias de la decoración barroca se desarrollan unos planteamientos diferenciados y autóctonos. Puede decirse que es entonces cuando tiene lugar una "decoración introvertida y ensimismada" específicamente americana. Desde finales del siglo XVII hasta 1780 se desarrolla una arquitectura que se extiende desde Arequipa al lago Titicaca, con unas formas decorativas diferenciadas del barroco español, que se ha denominado estilo mestizo (Gisbert-Mesa) o barroco andino (Marco Dorta). Esta arquitectura, cuyo primer ejemplo es la iglesia de la Compañía de Arequipa (1698), se caracteriza por su decoración tupida y plana y la presencia de elementos de la flora y fauna americana. En este sentido, es la forma de realizar la decoración y la forma de aplicarla lo que, como el tapiz de la portada principal de la iglesia de Yanque, caracteriza este fenómeno.Este arte mestizo, que sólo se manifiesta en la decoración y no en los planteamientos estructurales del edificio, deriva de un intento por realizar una decoración de progenie occidental en su mayor parte con unas técnicas y una práctica desvinculada del proceso formal original que la generó siendo interpretada, en cambio, con la espontaneidad de una escritura. El resultado es una decoración diferenciada y autóctona representativa de una cierta libertad o permisividad del comitente, si no de un fenómeno marcado por un cierto criollismo. Esta talla produce un efecto de hibridez como puede verse en la fachada de la iglesia de la Compañía de Arequipa, en la de la parroquia de Yanahuara (1790) o en la de la catedral de Puno. Aunque esta decoración se pliega a lo estructural, como en la decoración de la cúpula de la iglesia de Checacupe, en alguna ocasión adquiere tal protagonismo que se sobreimpresiona a la estructura. Es el caso de la decoración aplicada como una labor de ganchillo que enfunda la portada de San Lorenzo (1724-1744) de Potosí y en la que el ornamento llega a convertir en decoración a los elementos constructivos que la soportan.Con todo, este fenómeno no se produjo en el reducido ámbito de una región, sino que se da en diversos centros americanos. Una decoración plana extendida a la manera de un recubrimiento textil la hallamos en edificios como la fachada de La Merced de Antigua, en Guatemala. Porque, aunque es evidente la existencia de estos componentes autóctonos no lo es menos que no puede hacerse una división irreconciliable entre el arte que responde de forma más directa a soluciones occidentales y el que comporta un mayor acento decorativo de carácter mestizo. Aunque en el arte hispanoamericano se dan las dos categorías es evidente que ambas no son fruto de una contradicción sino que son opciones diferentes de un mismo proceso en el que el occidentalismo de muchas creaciones no es menos americano que el mestizaje de otras.
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Difícil es imaginar cómo se vio desde Grecia la fabulosa campaña de Alejandro. Acaso, al principio, recién partido el ejército hacia Asia, todo era interés y parabienes. Se trataba, ante todo, de un ideal político, planteado desde hacía muchos años por los oradores de las grandes ciudades; en las huestes del monarca caminaban tanto griegos como macedonios; se iban a liberar de los persas ciudades pobladas por gentes de lengua y costumbres helénicas; la propaganda regia anunciaba sucesivas victorias y constantes avances; los fabulosos tesoros de Susa y Persépolis empezaban a llegar en forma de carruajes cargados de botín o como paga fastuosa de guerreros licenciados; se proclamaba la fundación de nuevas ciudades, y la promesa de una vida holgada para quien quisiese ir a poblarlas...
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Una de las cuestiones más complejas del mundo judío es la relativa a la de su identidad, es decir, ¿quién o cómo se es judío? ¿Tiene que ver la sangre, la religión, ambas cosas o ninguna? ¿Se puede dejar de serlo? Para muchos el fundador del judaísmo fue Abraham, aunque no está claro que él mismo fuera judío. La figura de Moisés es importante también para cristianos y musulmanes. Jesús de Nazaret, judío, es también profeta para los musulmanes, mientras que para los cristianos es una figura que trasciende lo humano para alcanzar lo divino. Con todas las dudas, han sido numerosas las figuras a lo largo de la Historia cuya identidad judía ha sido problemática. Si el judaísmo es visto sólo como una religión, ¿puede un judío convertido al ateísmo o a otra religión dejar de serlo? Baruch de Spinoza, sefardita de Amsterdam, fue expulsado de la comunidad por sostener ideas heréticas, permaneciendo así hasta el fin de sus días. Durante el siglo XIX numerosos judíos alemanes se bautizaron, aunque no siempre fueron cristianos sinceros. Marx, por ejemplo, fue bautizado en su infancia. Existen también muchos casos de abandono de la comunidad judía sin convertirse por ello al cristianismo. Incluso hay ejemplos de personajes que pasaron de una a otra religión, preocupados por sus desavenencias con el judaísmo. Freud, Proust o Kafka manifiestan cierta angustia sobre la identidad judía y su engarce en el mundo moderno. Más allá van Mahler o Pissarro, en cuyas obras apenas existe algún rasgo de su origen judío. La crítica al judaísmo tradicional hizo que algunos judíos vieran en el socialismo una vía de apertura universal. Trotski, Kamenev o Sverdlov fueron comunistas de origen judío. Los artistas judíos soviéticos tuvieron un papel difícil, entre el particularismo judío y una postura más universal. Ehrenburg, Pasternak o Eisenstein adoptaron posiciones diferentes.
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El medio de comunicación básico por medio del cual los teotihuacanos expresaron su ideología fue el arte mural, del que se conocen hasta ahora 350 ejemplos. Estos murales contienen temas litúrgicos dedicados al dios de la Lluvia, que suele estar ligado con serpientes emplumadas, peces, flores, estrellas y guerreros. Es el caso del Mural de Tepantitla y el Mural del Maguey. Otro conjunto temático corresponde a las mariposas, a menudo encontrado sobre los quemadores de incienso utilizados en rituales funerarios. Búhos, dardos y escudos forman un tercer complejo y están emparentados con la guerra, tal como se indica en el Palacio de Quetzalpapalotl. Un cuarto complejo de pinturas se centra sobre la representación de un culto y sus asistentes como en el Mural de la Agricultura; en él aparece la cremación de un muerto, un sistema funerario de amplio uso en la ciudad. El último conjunto se asocia con el agua subterránea, el inframundo y el fuego, con jaguares, símbolos de inframundo y trompetas de concha, que documentan la ideología teotihuacana en relación con el inframundo. También las figurillas de arcilla manifiestan la existencia de dioses básicos en el centro de México, como Xipe Totec, el dios de la lluvia (Tlaloc), la serpiente emplumada (Quetzalcoatl) y el dios del fuego (Xiuhtecuhtli).
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Las iglesias de monjas eran muy pequeñas a diferencia de las de monjes, generalmente amplios templos. Como las comunidades femeninas cistercienses llevaron una vida de gran precariedad económica, salvo excepciones muy concretas y en determinados momentos del medievo, no pudieron mantener un número importante de capellanes. Por esta circunstancia tampoco fueron necesarias las grandes cabeceras en sus iglesias. Lo habitual era una iglesia de una nave, como la de Tulebras. La excepción son las ingentes fundaciones castellanas que, bajo la protección de poderosos señores, se pudieron permitir proyectar, al menos en principio, magníficos templos. Las Huelgas, fundación de patronato real, tiene una iglesia inusual para un monasterio femenino, un enorme transepto en el que se disponen cinco ábsides en batería; es, sin duda, la que mejor responde a los arquetipos masculinos. Algo menos pretenciosa, pero evidentemente también monumental y otra excepción, es la cabecera de Gradefes, que se organiza en forma de girola con capillas radiales. En un tono algo menor se disponen las cabeceras de tres ábsides de Carrizo, de fábrica románica, y San Andrés del Arroyo; mientras que los tres ábsides de Cañas son ya góticos. Sin embargo, estas importantes construcciones, iniciadas con grandes pretensiones, no fueron capaces de poder mantener su grandeza en una coherente terminación monumental de sus naves. Muchas de ellas, pasados unos años o incluso siglos, reanudan las obras con elementos arquitectónicos y decorativos propios de la época en que tiene lugar la continuación de las obras. Tal es el caso de Gradefes, donde el transepto se alza en el siglo XIV, y el coro en el XVII, de Cañas, cuya nave es del siglo XVI, etc. De esta terminación en crisis se salvó Las Huelgas, una vez más por la importancia patrimonial que los reyes concedieron a esta fundación. La mayoría de las iglesias del Císter femenino sólo necesitó una cabecera sencilla para un reducido número de capellanes, estando muy lejos de alcanzar las formas del grupo anterior que se asemejaban más a las basílicas de monjes. Las religiosas tenían un espacio cerrado ante el presbiterio, comunicado fácilmente con la puerta que las conducía al claustro. Avanzado el siglo XIII, en este coro monástico se custodiaban los sepulcros de los fundadores. En el caso de Las Huelgas los sarcófagos de Alfonso VIII y Leonor son dos magníficas obras de la escultura funeraria castellana del siglo XIII. Detrás del espacio destinado a las monjas existía un segundo coro, el dedicado a las conversas. Es un ámbito más reducido, con una sillería menos rica que la del anterior. De este coro de conversas se accede al corredor que las lleva a sus dependencias. Como en las iglesias de monjes, en las fundaciones más antiguas femeninas no existe puerta occidental. Una puerta se abre en el flanco opuesto al del claustro; es por donde, en ocasiones excepcionales, pueden entrar los fieles laicos y también se utiliza como puerta de difuntos.
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A la iglesia de Las Huelgas se accede por un pórtico, situado junto al brazo sur del transepto, que a su vez da paso a la capilla de San Juan -construida a expensas de don Jofre de Loaysa, a la vez que la iglesia o poco después, y concluida en 1288-. Siguiendo la tradición de numerosos ejemplos castellanos, otro pórtico lateral, pero en este caso con pretensiones de gran panda claustral, llamado de los Caballeros, se alza junto a la nave norte alcanzando toda la longitud de ella. Los arcos apuntados exteriores, con una disposición similar a los del claustro de San Fernando, voltean sobre columnas geminadas con capiteles vegetales que nos recuerdan algunos de los de las Claustrillas. Hacia el lado occidental, una puerta en arco apuntado daba acceso a la nave de Santa Catalina. La iglesia de Las Huelgas presenta una planta cruciforme, transepto acusado en planta y alzado; tres naves de ocho tramos separadas por soportes octogonales, con capiteles sin tallar y embutidos en los muros que separan las naves; la norte, dedicada a Santa Catalina y la sur a San Juan. La cabecera se compone de una capilla central con ábside poligonal precedido por un tramo recto. La gran profundidad de esta parte viene determinada por estar reservada al coro de los capellanes. Flanqueando el presbiterio hay cuatro capillas, dos a cada lado, de testero recto y conservando, así, las influencias aquitanas en la cabecera. La tipología de la planta sigue los modelos utilizados en otras construcciones de la Orden, sobre todo en las de hombres. Sin embargo, en ésta el ábside central es poligonal, solución que no nos ha de extrañar dado lo avanzado del inicio de las obras. Por el contrario, en alzado, Las Huelgas se aparta de lo que eran los arquetipos cistercienses, al utilizar una bóveda sextipartita en el tramo recto del presbiterio, la octopartita en el cimborrio del crucero o las bóvedas angevinas en las capillas laterales, con figurillas escupidas en el cruce de los nervios de las trompas; la disposición de dos pisos de ventanas en el ábside central o los capiteles de crochets, son un claro exponente de las fórmulas utilizadas por la arquitectura gótica. A todo esto habría que añadir los elementos decorativos que rompen con la austeridad cisterciense, como las figuras esculpidas en los nervios de las bóvedas de las capillas laterales -de gran parecido a las de la llamada sala capitular de Santa Radegunda de Poitiers-, o las ménsulas que sostienen los nervios del cimborrio con representaciones de cabezas humanas o de tipo monstruoso. Todos ellos serían motivos totalmente impensables en edificios cistercienses de fines del siglo XII.
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La posición de la Iglesia ante el final del Imperio Romano y la invasión de los pueblos bárbaros ha sido objeto de multitud de reflexiones desde que Gibbon planteara su tesis sobre la influencia decisiva del cristianismo en la caída del Imperio Romano. Tesis que, incluso considerada por algunos estudiosos un tanto simplificadora, nunca ha sido rebatida del todo. Es cierto que desde el siglo IV la poderosa Iglesia atraía a muchos hombres que encontraban en ella la posibilidad de acceder a un poder mayor que el que podían adquirir dentro del aparato del Estado. Ya nos hemos referido a las palabras que un obispo dirigía a un judío, patrono (y por tanto hombre rico e influyente) de la ciudad de Iamona (Ciudadela): "Si quieres vivir seguro y ser honrado, cree en Cristo". Sabio consejo que nos consta aprovechó pasando, poco después, a ser obispo de la ciudad. Las mentes más sobresalientes y difusoras de la ideología bajoimperial eran hombres de la Iglesia como Ambrosio de Milán, Jerónimo, Agustín, Atanasio, Juan Crisóstomo y un largo etcétera. Muchos de estos hombres cultos que reunían en sí la habilidad política y los poderes espirituales eran considerados por Gibbon como hombres perdidos para el Estado, puesto que muchos de ellos hubieran podido llegar a ser excelentes generales, gobernadores provinciales u otros altos cargos. Pero la Iglesia había ido consolidando sus posiciones, cada vez más fuertes, ante un Estado cada vez más débil. El celo por preservar su creciente supremacía frente al Imperio es una idea recurrente en Agustín y sobre todo en su obra La ciudad de Dios. Resulta sorprendente, por ejemplo, el empeño demostrado por Agustín y Paulino de Nola para lograr que un conocido común, llamado Licentius, que aspiraba a la carrera senatorial, abandonase estas ambiciones mundanas. En palabras de Paulino: "La distancia entre el cielo y la tierra no es mayor que la que separa el Imperio del César y el de Cristo". Hay implícita una condena hacia el Imperio, cristiano por otra parte, y una sola vía de salvación, la Iglesia. Ante, las invasiones de los bárbaros la impresión dominante es que "la Iglesia -según Momigliano- después de haber contribuido al debilitamiento del Imperio fue propensa a aceptar una colaboración con los bárbaros y también una sustitución de las autoridades romanas por los jefes bárbaros". Al pagano culto los bárbaros le aterrorizaban. No había posibilidad alguna de adecuar mínimamente los ideales tradicionales aristocráticos y la violencia primitiva de los invasores germánicos. Pero la Iglesia católica tenía otra actitud: siempre podía convertirlos. Muchos de ellos ya se habían hecho cristianos, aunque desafortunadamente para la Iglesia católica, los evangelizadores hubieran sido arrianos. Sólo este hecho alteraba a la Iglesia y la predispuso al enfrentamiento con los bárbaros. El rechazo a la herejía era entonces mucho mayor que el rechazo al paganismo. Mientras en Oriente la Iglesia estaba casi totalmente identificada con el Estado romano de Constantinopla, en Occidente se tenía la impresión de que la Iglesia iba sustituyendo poco a poco al desfalleciente Imperio Romano en las relaciones con los bárbaros. Su rechazo a éstos parece debido más a su condición de arrianos que a su condición de amenaza para el Imperio. En adelante será la Iglesia quien asuma, al margen del Imperio, la tarea de civilizarlos y cristianizarlos. El hispano Orosio se congratula de los éxitos alcanzados en este aspecto: "En Oriente y Occidente, las iglesias de Cristo estaban llenas de hunos, suevos, vándalos y burgundios y de pueblos incontables, de creyentes. Es preciso pues, exaltar y alabar la misericordia de Dios puesto que, aunque fuera a costa de la ruina de nuestro pueblo, de tan grandes naciones recibían el conocimiento de la verdad que no habían podido encontrar de otra forma que no fuera así". La ruina del Imperio en cierto modo se ve compensada, para Orosio, con las adhesiones al cristianismo de tantos bárbaros. Pese a las crónicas en las que Hidacio describe, con horror, el primer momento de la irrupción de los bárbaros en Hispania y especialmente de los suevos en Gallaecia, pronto sus críticas hacia ellos adoptarán un carácter distinto. Ya no son los enemigos del Imperio, sino un pueblo de herejes sin respeto alguno a la Iglesia católica. Así, destaca cómo el vándalo Genserico, después de tomar Cartago, expulsa al obispo y al clero de la ciudad y los sustituye por otros arrianos. De las incursiones que los suevos hicieron en la Betica, le preocupaba sobre todo que hubieran expulsado al obispo Sabino a las Galias porque, sospecha él, que hay una alianza entre suevos y priscilianistas. Según Hidacio, esta secta aprovecha la llegada de los suevos para ocupar el asiento episcopal. Cuando los suevos, aprovechando la marcha de los alanos a Africa, intentan apoderarse del sur de Lusitania, destaca que su jefe Heremigarius había hecho injuria -en palabras suyas- a la santa mártir Eulalia, por lo que tiene como justo castigo haber perecido ahogado en el Guadiana. De la cruel entrada de Teodosio II en Braga es el hecho de que mancillara los lugares consagrados lo que realmente le preocupa, puesto que éste había convertido en cuadras para sus caballos las iglesias de la ciudad. Podríamos continuar con otros muchos ejemplos semejantes, pero en medio del laconismo de sus crónicas, destaca el hecho de que el jefe suevo Requiario se había convertido al catolicismo, pese a la oposición de su familia. El mismo Requiario que invadió después las regiones de la Betica saqueándolas. Los obispos son quienes actúan entre los bárbaros y el Imperio. El propio Hidacio había formado parte de una embajada de este tipo y Simposio, obispo de Astorga, fue encargado de ir a Rávena -entonces sede del emperador occidental- para que se reconociesen las cláusulas del acuerdo impuesto por los suevos a los galaicos. Este obispo había actuado como representante y emisario del jefe suevo Hermerico. Así pues, la Iglesia, tanto en Hispania como en el resto de las provincias occidentales, se constituyó muy pronto en el eslabón que hizo posible que el Imperio sucumbiera definitivamente y que los nuevos dueños pasasen a ser sus nuevos protectores.
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La Iglesia indiana dependió del Papa, para los problemas de Fe, y del Rey, para los de su organización. Fernando el Católico luchó denodadamente para que sus sucesores tuvieran el control de la iglesia americana y lo logró. En 1501, consiguió autorización del papa Alejandro VI para que los monarcas castellanos administrasen los diezmos y, en 1508, constituyó el Regio Patronato, que les facultaba a presentar candidatos a las vacantes eclesiásticas y erigir iglesias. Carlos I dio unos pasos más logrando, en 1524, la creación del cargo de Patriarca de Indias (que el Papa otorgó como un título honorífico) e introduciendo, en 1538, el Pase Regio o autorización real para todos los documentos pontificios relativos a América: una potestad regalista que completó al año siguiente, ordenando a los Obispos remitir a la Corona cualquier súplica hecha al Papa. No logró su verdadero objetivo, que era convertir al Patriarca de Indias en Vicario de la iglesia americana. Felipe II heredó esta preocupación paterna y trató de obtener el Patriarcado efectivo, mientras el Papa intentó establecer un Nuncio. Se trataba en realidad de una lucha por el poder. Si el Rey lograba el Vicariato tendría bajo su autoridad la Iglesia americana, sin tener que contar con el Papa más que para los asuntos de Fe. Si el Papa lograba designar un Nuncio en América, éste actuaría como su embajador, vinculando directamente dicha iglesia a Roma y desarticulando su dependencia de España. Ninguno se salió con la suya. Ni hubo Vicario, ni Nuncio. El Patriarcado de Indias siguió siendo un título honorífico y con sede en España. Felipe II consiguió, pese a todo, independizar la Iglesia indiana de la arquidiócesis de Sevilla (desde donde la controlaría Roma) y darle autonomía al crearse la arquidiócesis de Santo Domingo, a la que siguieron luego otras. Como el monarca designó arbitrariamente las jurisdicciones de tales diócesis (para lo que no tenía facultad), pudo ensamblar la organización eclesiástica con la civil y militar. Los monarcas del siglo XVII mantuvieron ya estas conquistas temporales frente al Papado, sin grandes alteraciones.
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La primera iglesia de Justiniano que nos ha llegado es la de los santos Sergio y Baco, que sabemos fue construida entre los años 527-36, muy cerca del Mármara y al sur del Gran Palacio. Formaba parte del monasterio de Hormisdas, dotado magníficamente por Teodora con destino a los monofisitas y en su emplazamiento original compartía un patio o atrio con la iglesia de los santos Pedro y Pablo, pero ni ésta ni las dependencias monacales han perdurado. El plan del recinto, ligeramente irregular, muestra un esquema cuadrado en el que se inscribe una sala octogonal cubierta con cúpula, iluminada por ocho ventanas abiertas en el tambor. Esta cubierta se apoya en arcos que alcanzan unos macizos pilares que posibilitan la apertura de un doble piso de vanos. Unos nichos rectangulares y semicirculares alternados unen los pilares y sobresalen hacia los espacios auxiliares envolventes en un deambulatorio y una tribuna alta, ambos abiertos frente a la entrada por un antecoro y un ábside. En la curva de los nichos, columnas pareadas sostienen un arquitrabe en el piso bajo y arcadas triples al nivel de la tribuna. Con su cúpula de ladrillo de 16 metros de diámetro y 22,5 metros de alto, la iglesia de los santos Sergio y Baco muestra un elevado nivel técnico: vista desde el interior, los dieciséis plementos ocupan toda la superficie alternando los paños rectos y curvos; los rectos están perforados por ventanas, mientras que los curvos coinciden con los ángulos del octógono y están ligeramente retranqueados en su arranque para evitar que sobresalgan. Si el diseño resulta ingenioso, la decoración es sumamente original y renovadora. En el piso bajo, en los capiteles de pliegues se enrosca un denso tejido de acantos de afiladas espinas que rodean el monograma de Justiniano. Los capiteles jónicos con cimacios son igualmente elegantes. Encima, el arquitrabe del entablamento lleva una moldura de perlas, seguida a su vez de otra de ovas, dardos y zarcillos, que resaltan con fuerza sobre el fondo oscuro. La inscripción dedicatoria de Justiniano y Teodora, colocada en el friso, es de una grafía rotunda, destacada en blanco sobre el fondo grisáceo y rematada por la densa sombra que arroja la cornisa. Se trata de un estilo nuevo, que deja atrás la decoración de San Juan de Studio, donde un diseño estilizado, geométricamente equilibrado, ha reemplazado la copia fiel de la naturaleza, un nuevo punto de vista en el que la abstracción se va a situar por encima de la visión de la naturaleza. Por todos estos aspectos, la iglesia de los santos Sergio y Baco, ha de considerarse como un boceto, un campo de experimentación que iba a conducir a la audaz concepción de Santa Sofía, la obra maestra de Justiniano.