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Al igual que la familia europea durante el Antiguo Régimen, la española será una familia de escasos componentes. Los demógrafos consideran que el número de integrantes del hogar o fuego sería cuatro. La estructura familiar era nuclear, teniendo especial desarrollo la filiación que implica la transmisión de la propiedad a los hijos varones como podemos apreciar en los mayorazgos o el "hereu" catalán. La exigencia de la limpieza de sangre, casi una obsesión en el Siglo de Oro, justificará la preocupación por el linaje, multiplicándose los estatutos de limpieza de sangre entre el siglo XV y el XVII. Para ejercer diversos oficios era imprescindible justificar "sangre pura", sin mezcolanza de judíos o moriscos, surgiendo la figura del castellano viejo. Para limpiar de antepasados judíos o moriscos aparecieron una legión de linajistas que fabricaban falsas genealogías en las que demostraban la inexistencia de sangre impura en la familia. La muerte marcará las relaciones familiares al privar de solidez al matrimonio. Al programarse un futuro familiar relativamente corto se condicionará la debilidad del vínculo conyugal y resulta extraño encontrar donaciones intervivos entre los esposos mientras que la vinculación entre hermanos y tíos se refuerza de manera significativa. La soltería será algo extraño en España, limitado casi exclusivamente al clero. La soltería femenina se consideró un trauma debido a la visión machista de la época al considerar que uno de los papeles fundamentales de la mujer era la reproducción. Al contrario, la soltería masculina acabaría idealizándose debido a la dificultad por mantenerla. Tras enviudar, lo habitual era contraer otra vez matrimonio por lo que el miedo a la soledad parece obsesivo en esta sociedad. La frecuencia de la muerte de los cónyuges motivará hasta tres y cuatro matrimonios.
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La estructura familiar de la Alta Edad Media recuerda a la que se manifestaba tanto en la sociedad romana como germánica al estar integrada por el núcleo matrimonial -esposos e hijos- y un grupo de parientes lejanos, viudas, jóvenes huérfanos, sobrinos y esclavos. Todos estos integrantes estaban bajo el dominio del varón -bien sea de forma natural o por la adopción-, quien descendía de una estirpe, siendo su principal obligación proteger a sus miembros. No en balde, la ley salia hace referencia a que el individuo no tiene derecho a protección si no forma parte de una familia. Como es de suponer, esta protección se paga con una estrecha dependencia. Pero también se pueden enumerar una amplia serie de ventajas como la venganza familiar o el recurso a poder utilizar a la parentela para pagar una multa ya que la solidaridad económica es obligatoria. No obstante, si alguien desea romper con su parentela debe acudir a los tribunales donde realizará un rito y jurará su renuncia a la protección, sucesión y beneficio relacionados con su familia. La familia vive bajo el mismo techo e incluso comparte la misma cama. Tíos, sobrinos, esclavos y sirvientes comparten la cama donde la lujuria puede encontrar a un amplio número de seguidores en aquellos cuerpos desnudos. Esta es la razón por la que la Iglesia insistirá en prohibir este tipo de situaciones y favorecer la emancipación de la familia conyugal donde sólo padres e hijos compartan casa y cama. El padre es el guardián de la pureza de sus hijas como máximo protector de su descendencia. Las mujeres tiene capacidad sucesoria a excepción de la llamada tierra salia, los bienes raíces que pertenecen a la colectividad familiar. Al contraer matrimonio, la joven pasa a manos del marido, quien ahora debe ejercer el papel de protector. El enlace matrimonial se escenifica en la ceremonia de los esponsales, momento en el que los padres reciben una determinada suma como compra simbólica del poder paterno sobre la novia. La ceremonia era pública y la donación se hacía obligatoria. Entre los francos alcanzaba la suma de un sueldo y un denario si se trataba de un primer matrimonio, aumentando hasta tres sueldos y un denario en caso de sucesivos enlaces. La ceremonia se completaba con la entrega de las arras por parte del novio a la novia, aunque el enlace pudiera llevarse a cabo incluso años después. Los matrimonios solían ser concertados, especialmente entre las familias importantes, por lo que si alguien se casaba con una mujer diferente a la prometida debía pagar una multa de 62 sueldos y medio. La joven tenía que aceptar la decisión paterna aunque conocemos casos de muchachas que se han negado a admitir el compromiso como ocurrió a santa Genoveva o santa Maxellenda. Lo curioso del caso es que diversos concilios merovingios y el decreto de Clotario II (614) prohiben casar a las mujeres contra su voluntad. Esta libertad vigilada motivaría que algunas mujeres tomaran espontáneamente a un hombre, en secreto, o que se produjeran raptos de muchachas, secuestros que contaban con el beneplácito de la víctima que rompía así con la rígida disposición paterna. Como es lógico pensar, todos los códigos consideran a estas mujeres adúlteras mientras que el hombre se verá en la obligación de pagar a los padres el doble de la donación estipulada. En caso de que no se pague, el castigo es la castración. Si un muchacho se casa con una joven sin el consiguiente mandato paterno, deberá pagar a su suegro el triple de la donación determinada. Si esto se produce, el matrimonio ya es irreversible por lo que debemos preguntarnos si el matrimonio no dejaba de ser un pequeño negocio para los progenitores. Tras los esponsales se realiza un banquete donde la comida y la bebida corren sin reparo -siempre que la economía familiar lo permita-. El jolgorio se acompañaba de cantos y bailes de talante obsceno para provocar la fecundidad de la pareja. Durante el banquete la novia recibe regalos tales como joyas, animales de compañía, objetos del hogar, etc. El novio también le hace entrega de un par de pantuflas, como símbolo de paz doméstica, y un anillo de oro, símbolo de fidelidad de clara tradición romana. Los romanos llevaban el anillo en el dedo corazón de la mano derecha o en el anular de la izquierda -continuando la tradición egipcia según la cual desde esos lugares había un nervio que llevaba directamente al corazón-. Las damas nobles también solían llevar un sello en el pulgar derecho, una muestra de la autoridad que poseía para administrar sus propios bienes. La ceremonia concluye con el beso de los novios en la boca, simbolizando así la unión de los cuerpos. Tras este rito, la pareja era acompañada a la casa y se quedaba en el lecho nupcial. El matrimonio debe consumarse para que alcance su legitimidad, consumación que se produce en la noche de bodas. Al mañana siguiente el esposo entrega a su mujer un obsequio llamado "morgengabe" para agradecer que fuera virgen al matrimonio, dando fe de la pureza de la joven desposada y asegurándose que la descendencia es suya. Esta donación post-consumación no se realiza en caso de segundas nupcias. De este "morgengabe" la viuda se queda con un tercio y el resto será entregado a la familia en caso de muerte del marido. La edad de matrimonio debía de estar próxima a la mayoría de edad, es decir, los doce años, según nos cuenta Fortunato al hacer mención del matrimonio de la pequeña Vilitutha a la edad de trece años, quien falleció a consecuencia del parto poco después. Ya que la virginidad suponía el futuro de la parentela, se protege a la mujer de raptos o violaciones, al tiempo que se reprime la ruptura del matrimonio y se castiga contundentemente el adulterio y el incesto. Los galo-romanos castigan la violación de una mujer libre con la muerte del culpable mientras que si la violada era esclava, el violador debía pagar su valor. Los francos castigaban este delito con el pago de 200 sueldos en época de Carlomagno. Podemos considerar que se trataba de una mujer "corrompida" por lo que carecía de valor, incluso deben renunciar a la propiedad de sus bienes. La única salida a la violación era la prostitución. El incesto estaba especialmente perseguido, a pesar de no tratarse de relaciones entre hermanos. Los matrimonios con parientes se consideran incestuosos, entendiendo por parentela "una pariente o la hermana de la propia esposa" o "la hija de una hermana o de un hermano, la mujer de un hermano o de un tío". Los incestuosos eran separados y quedaban al margen de la ley, a la vez que recibían la excomunión y su matrimonio era tachado de infamia. El adulterio era considerado por los burgundios como "pestilente". La mujer adúltera era estrangulada y arrojada a la ciénaga inmediatamente mientras que los galo-romanos establecían que los adúlteros sorprendidos en flagrante delito serían muertos en el acto " de un solo golpe". Los francos consideraban el adulterio como una mancha para la familia por lo que la culpable debía ser castigada con la muerte. También entendían que el hombre libre que se relacionaba con una esclava de otro era un adúltero por lo que perdía la libertad, lo que no sucedía en el caso de que fuera su esclava con quien se relacionara. Curiosamente los burgundios hacían extensión de la definición de adulterio a aquellas mujeres viudas o jóvenes solteras que se relacionaban con un hombre por propia voluntad. Si el violador o el raptor son duramente castigados, el adúltero apenas recibe castigo ya que los posibles hijos de esa relación son suyos. La mujer sí es culpable porque destruye su porvenir. Afortunadamente, la influencia del Cristianismo cambiará estos conceptos. En palabras de Michel Rouche "mientras que el paganismo acusa a la mujer de ser el único responsable del amor pasional, el Cristianismo lo atribuye indiferentemente al hombre y a la mujer (...) Se abandona la idea pagana conforma a la cual el adulterio mancilla a la mujer y no al hombre". Cierta idea de igualdad de sexos empieza a despuntar en el Occidente europeo. Buena parte de la culpabilidad a la hora de no considerar al hombre adúltero debemos encontrarla en la práctica por parte de los germanos de la poligamia, mientras los galos-romanos mantenían el concubinato. Las relaciones con las esclavas parecen habituales tanto en un grupo como en el otro, naciendo abundantes descendientes de estos contactos. Los hijos nacidos de esa relación eran esclavos, excepto si el padre decidía su liberación. Ya que las mujeres eran elegidas entre personas cercanas al linaje familiar, la costumbre germánica permitía al marido tener esposas de segunda categoría, siempre libres, añadiéndose las esclavas. La primera esposa era la poseedora de los derechos y sus hijos eran los receptores de la sucesión. Si la primera esposa era estéril, los hijos de las concubinas podían auparse al rango de heredero. Los enfrentamientos en los harenes nobiliarios y reales serán frecuentes. Chilperico llegó a estrangular a su esposa, Galeswintha, para poder dar a su esclava Fredegonda el puesto de favorita, lo que desencadenó la guerra civil entre los años 573 y 613. El papel de la Iglesia respecto a la poligamia supondrá la más absoluta de las prohibiciones, apelando a la indisolubilidad matrimonial y a la monogamia, llegando a prohibir el matrimonio entre los primos hermanos. Será en el siglo X cuando los dictados eclesiásticos en defensa de la monogamia empiecen a surtir efecto. La ley burgundia y la ley romana autorizaban el divorcio, mientras que la Iglesia lo prohibía. Evidentemente existen condicionantes que lo permiten, siempre desfavorables con la mujer. El divorcio es automático si la mujer es acusada por su marido de adulterio, maleficio o violación de una tumba. El marido será repudiado en caso de violación de sepultura o asesinato. El mutuo acuerdo sería la fórmula más acertada para el divorcio, siempre y cuando los cónyuges pertenecieran a la etnia galo-romana. Esta fórmula incluso será aceptada, a regañadientes, por la Iglesia, al menos hasta el siglo VIII. Siempre era más razonable que el llamado "divorcio a la carolingia", consistente en animar a la mujer a que de una vuelta por las cocinas y ordenar al esclavo matarife que la degollara. Tras pagar la correspondiente multa a la familia, el noble podía volver a casarse porque quedaba viudo. No tenían igual suerte las viudas ya que las leyes germánicas intentarán poner todo tipo de impedimentos a un segunda matrimonio de una mujer viuda. Conserva su dote y el "morgengabe", por lo que mantiene independencia económica. Pero si vuelve a contraer matrimonio, perderá esta independencia al caer en el ámbito familiar del nuevo marido y revertir el patrimonio en su propia parentela. Los hijos eran especialmente protegidos en la época altomedieval. En numerosos casos se intenta atraer hacia el niño las cualidades de aquel animal querido y envidiado, por lo que se impondrán nombres relacionados con la naturaleza: Bert-chramm, brillante cuervo, que hoy se ha convertido en Bertrand; Wolf-gang, camina a paso de lobo; o Bern-hard, oso fuerte, del que ha surgido Bernardo. De todas maneras se siguen produciendo casos de exposición de hijos, ahora a las puertas de la iglesia. Afortunadamente para el neonato, el sacerdote anunciaba su descubrimiento de manera pública y si nadie reclamaba al pequeño pasaría a ser esclavo de quien lo había encontrado. El niño sería confiado a alguna nodriza, siendo amamantado hasta los tres años entre el pueblo. En caso de guerra los niños se convertían en un preciado botín. Si una ciudad era conquistada, los conquistadores asesinaban a "cuantos podían orinar contra la muralla" y se llevaban a las mujeres y los niños menores de tres años. A pesar de la enorme natalidad, la mortalidad infantil también era elevada por lo que el núcleo familiar no debía de contar con numerosos niños. Alguno solía ser entregado a un monasterio para su educación, lo que equivalía entregar a Dios aquello que más se ama. La educación estaba vinculada al mundo violento que caracteriza la Alta Edad Media. El deporte y la caza serán los ejes educativos que se inician tras la "barbatoria", el primer corte de la barba del joven. La natación, la carrera o la equitación formaban parte de las enseñanzas fundamentales del joven germano que tiene en el animal y en las armas a sus estrechos colaboradores. Subir al caballo era todo un ejercicio gimnástico al carecer de estribo hasta el siglo IX, siendo el animal uno de los bienes más preciados, tal y como podemos comprobar en el caso de un joven llamado Datus, quien conservó su caballo y dejó a su madre prisionera de los musulmanes durante un ataque de éstos a Conques en el año 793. El joven no entregó su caballo a pesar de que los islámicos arrancaron los senos de la madre y luego le cortaron la cabeza ante sus propios ojos. En un mundo tan marcado por la violencia parece cargado de lógica que la preparación militar sea la elegida para los jóvenes nobles, si bien en las escuelas monásticas podían aprender los rudimentos de la lectura y la escritura. Los ancianos ocupan un curioso papel en el entorno familiar altomedieval. Ya que la media de vida alcanzaba los 30 años, no debía ser muy común ver a ancianos en la sociedad. Su escaso número es proporcional a su utilidad, excepción hecha de los jefe de clanes o tribus, los llamados "seniores". Si el anciano mantiene sus fuerzas será aceptado por la sociedad. Si esto no es así, su futuro sólo le depara donar sus bienes a una abadía donde se retirará. En la abadía recibirá comida, bebida y alojamiento.
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La familia ha sido el centro de la vida social china a lo largo del tiempo. El linaje familiar era un concepto fundamental de la sociedad, heredado de padres a hijos de manera indefinida y cuyo deber era asegurar la continuidad en el futuro, creándose incluso la creencia de una especie de "inmortalidad familiar". En época arcaica se consideraba que los vivos y los muertos eran interdependientes, por lo que los antepasados necesitaban sacrificios, mientras que los descendientes necesitaban la protección y el beneplácito de dichos antepasados. El poder religioso supremo y estos antepasados estaban íntimamente ligados en un primer momento, pero esa vinculación se debilitó con el paso del tiempo en beneficio de la autoridad religiosa. El "poder de los antepasados" quedaría limitado a los asuntos cotidianos y a "procurar el bienestar" de sus descendientes. Mediante el matrimonio, la mujer se integraba en el linaje del esposo, por lo que se sentía más vinculada a la familia paterna. Se mantenía la devoción por la descendencia, como se demuestra en el interés mostrado por muchas viudas en la educación de los hijos adoptivos de sus maridos, fallecidos sin descendencia. La vida familiar determinará muchas de las virtudes chinas. Nadie podía llevar una vida social independiente hasta la muerte de los padres o los suegros, ya que la esposa les debía obediencia (xiao), de la misma manera que su hijo. Es lógico pensar que dicha esposa quedaba sujeta al marido mientras éste viviera y a la familia de él si fallecía. Incluso el propio Estado legislaba para apoyar esta obediencia filial, ya que un padre o una madre viuda podía solicitar la ejecución de un hijo y el tribunal debía dictar sentencia a favor de los padres, sin posibilidad de apelación. Otra muestra la encontramos en que los castigos ante delitos cometidos en el seno familiar eran castigados más severamente que ante extraños. Por otra parte, quienes se distinguían en la práctica de esta piedad filial eran recompensados con el reconocimiento oficial y diversos premios, convirtiéndose en modelos a imitar. Existía una verdadera creencia popular en torno a la piedad filial, considerada la responsable de un buen número de pequeños milagros, como librar a los virtuosos de los incendios o reverdecer plantas marchitas. Las diversas ramas familiares convivían a lo largo de generaciones, conservándose los bienes en común y reuniéndose para comer. Las más numerosas llegaban a contar con varios centenares de personas que vivían en común, de manera disciplinada. El Emperador recompensó este tipo de familias hasta la llegada de la dinastía Ming. Esta dinastía consideró peligrosos estos linajes, ya que la mayoría contaba con su propio ejército y las disputas entre ellos eran habituales. La sociedad china estuvo basada en la subordinación, de las nuevas generaciones a las viejas y de las mujeres a los hombres. La proximidad del parentesco especificaba la intensidad de las relaciones y de las obligaciones del sujeto, en el centro de esas relaciones. Lógicamente, el sistema chino de autoridad y obediencia no se creó desde el primer momento de la historia china y tuvo diversas fluctuaciones. Con motivo de la invasión de China por dinastías extranjeras surgieron problemas con respecto al matrimonio con la viuda de un familiar fallecido, algo execrable para la estructura social china. También surgieron problemas en la época de las Primaveras y Otoños. Confucio consideró la devoción al progenitor por encima de la debida al Estado, considerando incluso que un hijo debía proteger al padre responsable de un crimen. Durante la dinastía Qin se realizó el único intento de quebrar la cohesión familiar al obligar a los hijos segundones a apartarse de los padres cuando alcanzaran la edad adulta, amenazando con sanciones fiscales si no se producía la emancipación. Pero los Han recuperaron la estructura familiar clásica, incluso obligando a los funcionarios a abandonar el trabajo durante los 27 meses de duelo que seguían al fallecimiento de los padres, prolongando de esta manera la estructura social al Estado. Serán las leyes relacionadas con la herencia las que quebraron la estructura familiar. Durante el periodo imperial fue obligatorio que los herederos varones repartiesen las propiedades de una manera casi igualitaria, lo que evitó las acumulaciones de riqueza. Para evitar esta obligación, los clanes familiares fundaron propiedades colectivas que pusieron en manos de un administrador, abandonándose la práctica de grandes latifundios transmitidos de generación en generación.
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Llegada la hora del matrimonio, en torno a los veinte años, el incesto quedaba rechazado, incluyendo la prohibición de matrimonio entre primos. Antes de la edad de matrimonio, los jóvenes vivían en casas exclusivas para varones. Generalmente el matrimonio era concertado por las familias; la elección solía hacerla el padre del chico o el de la muchacha. Cuando uno de estos jóvenes solicitaba matrimonio a una muchacha, debía aportar dote, y tras el matrimonio tenía que trabajar de 4 a 6 años en casa de los suegros. Era el cacique quien, tras la ceremonia, conducía a la pareja a la casa. No parece que se valorase especialmente la virginidad antes del matrimonio, tampoco en las mujeres. Si los contrayentes eran dos viudos, el matrimonio se realizaba sin ninguna ceremonia especial; bastaba que el hombre fuera a casa de la mujer y ésta lo aceptara; esto facilitaba la volatilidad de las uniones. No solía consentirse la poligamia, al menos en la región del Yucatán. Esta afirmación, hecha por Diego de Landa, debe referirse a los indios del común, pues sí parece haberse generalizado la poligamia entre los gobernantes, como una fórmula de consolidación de poder. En general, las hijas no solían heredar, esto era exclusivo de los varones, y solo "por caridad", según Landa alguna vez se dejaba herencia a las mujeres. Si eran menores, se hacían cargo de ellos los hermanos del padre. Igualmente, para la sucesión de los señores, recaía sobre los hijos varones o sobre los hermanos del difunto. Se permitía el divorcio, y entonces los hijos se iban con el padre y las hijas con la madre. No había problema si el matrimonio roto decidía volver a convivir. Estaba mal visto que un viudo o viuda se casara antes de un año. El adulterio era castigado: al hombre con la muerte; a la mujer, le bastaba con la infamia como castigo. Gráfico Las indias criaban a sus hijos. Practicaban la deformación craneal, colocando a los cinco días de nacer la criatura, dos pequeñas tablas que modelaban su cabeza. Los llevaban desnudos, y hacia los cinco años los cubrían levemente, tanto a niños como a niñas. Las madres criaban con su leche a los hijos hasta los tres o cuatro años. Cuando quitaban las tablas de la cabeza a las criaturas, las llevaban al sacerdote para que les impusiera un nombre. Eran religiosas, y practicaban muchos rituales, pero siempre en el ámbito doméstico. Pocas veces iban a ceremonias religiosas públicas. En cualquier caso, el pueblo maya era muy devoto, y tenían un fuerte sentido de la vida de ultratumba. Creían que los difuntos empezaban otro género de vida tras la muerte, y que allí encontrarían premio o castigo, según hubiera sido su comportamiento en la vida terrena.
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La familia tradicional romana estaba constituida por el padre, su mujer, dos o tres hijos o hijas, los esclavos domésticos y los antiguos esclavos, ahora liberados, denominados libertos. Se trata de una familia absolutamente patriarcal donde el pater familias controla todo el poder sobre los demás miembros así como la disponibilidad de los bienes que poseen. La familia será uno de los elementos esenciales de la sociedad romana. Pertenecer a una familia vinculaba la posesión de derechos de ciudadanía por lo que los que perdían los derechos ciudadanos se veían excluidos de la posibilidad de formar una familia. Diversas familias forman una gens, caracterizada por la posesión de diferentes elementos que la identifican como el ritual funerario o el culto a los antepasados comunes. La importancia de la gens alcanzará su momento culminante durante la monarquía y los primeros años de la República. El pater familias es la pieza clave de la familia. Subordinados a su autoridad se encuentran todos los demás miembros: esposa, hijos -ya estén casados o no- esclavos, libertos, serviles. Todo ciudadano romano que no tuviera ascendentes varones vivos era un pater familias. A la muerte del padre, los hijos se convertían en sus propios pater familias. El matrimonio romano es un acto privado, ningún poder público tiene que sancionarlo y no existen contratos matrimoniales. Bien es cierto que conocemos procedimientos matrimoniales, en concreto tres: el más antiguo se manifiesta cuando el pater familias posee a su familia durante un año ininterrumpidamente pudiendo ser disuelto cuando pasa tres noches consecutivas fuera del lecho conyugal. El segundo procedimiento consiste en la realización de un sacrificio en honor de Júpiter ante su sacerdote y el Pontífice; el sacrificio consiste en la ofrenda de un pan de trigo. El tercero era una falsa compra que se realizaba en presencia del padre de la novia, cinco testigos y el portador de la balanza. El segundo componente familiar eran los hijos. Hijos eran considerados aquellos niños y niñas nacidos del matrimonio que eran aceptados por el pater familias. El decidía sobre la anticoncepción o el aborto pero si el niño nacía debía aceptarlo o no como hijo. Por eso se depositaba al recién nacido a los pies del pater; si levantaba a la criatura era considerada hijo/a pero si no quedaba excluido de la familia, exponiéndose a la puerta del domicilio o en algún basurero público donde lo recogerá alguien que lo desee. Las criaturas malformadas eran expuestas o ahogadas -Séneca dice que "Hay que separar lo bueno de lo que no sirve para nada"-. Los pobres solían abandonar a aquellos bebés que no podían alimentar. Si el bebé era aceptado se integraba en la familia al octavo día del nacimiento cuando se le imponía el nombre individual -praenomen- y se le colgaba una pequeña cápsula de metal -bulla- rellena de sustancias que poseían propiedades favorables en una ceremonia llamada ilustratio. Dada la elevada mortalidad infantil era bastante posible que la línea familiar se perdiera a la muerte del pater por carecer de herederos. Para evitar esto se instituyó la adopción, ceremonia de carácter privado celebrado delante de un magistrado en el que se separaba al adoptado de la patria potestas de su padre natural y se procedía a su integración en la familia del padre adoptivo. Como hemos comentado el pater tiene la potestad sobre los esclavos de su familia. Sólo él podrá manumitir al esclavo que pasará a ser liberto, adoptando el gentilicio de su patrono y estableciendo una serie de obligaciones jurídicas y materiales con el pater. El pater familias tiene también las prerrogativas religiosas de la familia, especialmente en los relacionado con el culto doméstico. Tres elementos forman este culto: el culto al hogar -constituido por Lares y Penates-, el culto al Genius -principio de la fertilidad- y el culto a los Manes -los antepasados-. No es de extrañar que el pater tuviera la potestad de imponer castigos, mancipar -vender- a los hijos o concertar sus matrimonios, normalmente a edades muy tempranas como los siete años. En el acuerdo matrimonial se establecía la dote y el día de la boda. El divorcio era legal aunque sólo estaba justificado en determinados casos como "el adulterio, el beber vino o la falsificación de la llave de la cella vinaria". Durante el Alto Imperio el fenómeno se generalizará y se agilizarán los trámites necesarios. Los poderes del pater también se proyectaban sobre los bienes de la familia ya que ningún miembro puede tener o adquirir bienes propios. A partir del siglo II a.C. la familia sufre una evolución acorde con los tiempos, manifestada especialmente en una limitación de las prerrogativas del pater. También se manifiesta una evolución en la atribución a la madre de determinadas potestades, concretamente en la posibilidad de ejercer la custodia sobre los hijos en el caso de tutela o si existe una conducta reprochable en el marido. El derecho de vida o muerte del padre sobre los hijos desaparece e incluso se castiga a los parricidas con el exilio. También se aprecia una limitación de las prerrogativas sobre la esposa. En el Imperio se manifiesta una tendencia hacia el descenso de la natalidad entre los miembros de los ordines, el grupo privilegiado por excelencia. Para evitar la desaparición de esta clase social, Augusto estableció una serie de leyes que obligaban a los hombres entre 25 y 60 años a contraer matrimonio mientras que las mujeres debían hacerlo entre los 20 y los 50 años. De estos matrimonios debía nacer al menos un hijo legítimo. Durante el Bajo Imperio la patria potestas se limitará casi al máximo, castigándose con la muerte el asesinato de recién nacidos o la exposición, excluyendo el derecho a disponer del matrimonio de los hijos o disponiendo que los hijos pudieran recibir la herencia de la madre. La llegada del cristianismo provocó la realización de un acto donde se bendecía religiosamente el matrimonio y la limitación del divorcio a tres supuestos: adulterio femenino, que la esposa fuera alcahueta o se dedicara a violar tumbas.
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El matrimonio debía realizarse pronto ya que fundar una familia era de gran importancia en la sociedad egipcia. La edad adecuada para ese matrimonio sería 20 años para el hombre y entre 15 y 18 para la mujer. Estos enlaces solían ser concertados entre los miembros de la familia, siempre dentro de la misma clase social. El permiso del padre para llevar a cabo la boda era un requisito imprescindible. Concertado el matrimonio, se procedía a la redacción de un contrato en el que se incluían las aportaciones y los derechos de ambos cónyuges, en términos de igualdad, lo que resulta chocante. Para la celebración del matrimonio no era necesaria ninguna ceremonia. Existía el divorcio al ser una de las partes repudiada, lo que motivaba el abandono del hogar por parte de uno de los cónyuges, generalmente la mujer. El marido debía mantener a la ex-esposa. El adulterio podía ser castigado hasta con la muerte, especialmente si la adúltera era la mujer. Pero, según los textos que nos han quedado, la sociedad egipcia no era excesivamente machista. El objetivo del matrimonio era la procreación para asegurar el linaje y un decoroso entierro para los padres. La criatura sería amamantada por la madre en los tres primeros años. Parece ser que no transcurría mucho tiempo desde el destete al inicio de la educación. El padre solía dirigir el proceso educativo, enseñando al hijo el oficio familiar en el taller o la tienda. El niño se iniciaría así como aprendiz, sistema que se continuará en los gremios medievales.
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La familia tradicional romana estaba constituida por el padre, su mujer, dos o tres hijos o hijas, los esclavos domésticos y los antiguos esclavos, ahora liberados, denominados libertos. Se trata de una familia absolutamente patriarcal, donde el pater familias tiene pleno poder sobre los demás miembros, así como la disponibilidad de los bienes que poseen. La familia será uno de los elementos esenciales de la sociedad romana. Pertenecer a una familia vinculaba la posesión de derechos de ciudadanía, por lo que los que perdían los derechos ciudadanos se veían excluidos de la posibilidad de formar una familia. Diversas familias forman una gens, caracterizada por la posesión de diferentes elementos que la identifican, como el ritual funerario o el culto a los antepasados comunes. La importancia de la gens alcanzará su momento culminante durante la monarquía y los primeros años de la República. En el Imperio se manifiesta una tendencia hacia el descenso de la natalidad entre los miembros de los ordines, el grupo privilegiado por excelencia. Para evitar la desaparición de esta clase social, Augusto estableció una serie de leyes que obligaban a los hombres entre 25 y 60 años a contraer matrimonio, mientras que las mujeres debían hacerlo entre los 20 y los 50 años. De estos matrimonios debía nacer al menos un hijo legítimo.
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Con independencia del lugar que cada cual ocupara en la sociedad, un individuo socialmente considerado era, ante todo, miembro de una unidad familiar. La familia resultaba la célula básica de la sociedad y el punto de referencia central en la organización de la convivencia de los españoles. Lugar de producción y consumo, institución central para la socialización de las personas, la familia era la médula espinal donde se reproducía todo el orden social vigente. Tener o no tener familia era un primer distintivo; ser de buena familia era la condición necesaria para vivir socialmente reputado. En las ordenanzas de los gremios y consulados, en las pesquisas para ocupar un cargo en la administración o en los rudos interrogatorios inquisitoriales, era indispensable tener la condición de ser miembro de una familia establecida. Las formas familiares no eran idénticas en todo el perímetro peninsular puesto que se daban diferencias regionales y sociales significativas. La historia local y la diversidad patrimonial condicionaban en gran medida el modelo familiar adoptado. En conjunto, los grupos residenciales extensos o múltiples no representaban más allá del 20 por ciento del total. En general, las clases acomodadas tenían tendencia a construir grupos domésticos y residenciales extensos, en los que convivían varios parientes y familiares colaterales a los que se unían habitualmente un buen número de servidores y criados de variada condición. Así, los aristócratas y nobles de alcurnia, los altos funcionarios, los profesionales adinerados o los grandes comerciantes era usual que vivieran en residencias capaces de albergar a un variado personal bajo la batuta del patriarca familiar. Incluso, en ocasiones, se favorecía la existencia de grupos domésticos múltiples entre las familias campesinas que retenían a la nueva pareja en el hogar paterno bien por falta de capacidad para que ésta organizara una nueva casa, bien porque así lo demandaba la explotación agraria familiar. Lo más habitual era la familia nuclear, que representaba al menos seis o siete de cada diez grupos domésticos. En esencia, se trataba de unidades conyugales que comprendían al matrimonio y sus hijos a las que en algunos casos se agregaba algún pariente o persona auxiliar del trabajo familiar. Aunque con variantes regionales significadas, la mayoría de las clases populares y los sectores medios se organizaron en familias de características básicamente nucleares con un grupo doméstico que no solían exceder los cuatro miembros. En las ciudades, la unidad doméstica fue habitualmente menor gracias a las mayores facilidades económicas y de vivienda que permitían construir un núcleo doméstico con menor dificultad. En el ámbito rural, sobre todo en lugares con predominio de pequeños y medianos propietarios, los efectivos familiares aumentaban allí donde la constitución de nuevas unidades domésticas se entorpecía por la necesaria solidaridad en la producción agraria: en la huerta valenciana la unidad familiar fiscal era de 5,2 individuos mientras que en tierras de campesinos asalariados de Guadalajara era de 3,7. Ello significa que, además de los factores demográficos, la posición frente a los medios de producción y el diferente nivel de rentas condicionaba la extensión del grupo doméstico familiar, tanto en lo referente al número de hijos como al personal de servicio. En general, el tamaño y comportamiento de cada modelo familiar se adaptaba bastante bien a las posibilidades económicas y sociales de cada clase y cada lugar. Las estrategias matrimoniales y el sistema de herencia resultaron cuestiones básicas en la definición del modelo familiar. El mercado matrimonial solía ser bastante intraclasista, dado que las alianzas se formalizaban habitualmente entre familias de similar economía y equiparable condición social. Los padres buscaban mantener o mejorar el estatus social alcanzado por su casa a través de una correcta política de alianzas matrimoniales. En este sentido, el amor quedaba en segundo lugar y, en todo caso, se generaba entre miembros de una misma clase. Y cuando la familia había hecho fortuna, entonces se aspiraba a cotas más altas mediante el enlace matrimonial. Por eso no fue inusual que ricos comerciantes emparentasen con modestos nobles, que acomodados agremiados lo hicieran con miembros del patriciado mercantil, que labradores enriquecidos casasen a su descendencia con los hijos de la elite menestral. Aunque predominase la endogamia socioprofesional, el dinero fue un móvil cada vez más poderoso para facilitar el ascenso social. En el diverso comportamiento familiar la herencia jugaba un papel esencial. Si algo se había tratado con esmero en el orden jurídico privado era el sistema hereditario de cada lugar. Los capítulos matrimoniales y los testamentos eran piezas claves en la constitución y desarrollo de las familias y de los grupos sociales. En general, la tendencia fue que los bienes se quedasen siempre dentro de la misma familia-casa que los había generado. Así, tanto en Castilla como en Aragón se procuraba que el superviviente conyugal disfrutase sólo temporalmente de los bienes de la familia constituida. La viuda era especialmente protegida por las leyes como usufructuaria a condición de que no se casase de nuevo, de que mantuviera una vida honrada y de que se ocupase con esmero de los hijos. Estos últimos eran el objeto de los principales desvelos en el momento de asegurar la pervivencia y transmisión del patrimonio familiar. Por eso la herencia legítima era un punto crucial. En Castilla, fue obligatorio reservar una cuota a los descendientes. Así, un testador castellano tenía que dividir su herencia en cinco partes, cuatro de las cuales debía trasmitir forzosamente a sus descendientes (la legítima) y una quedaba a libre disposición del testador (la mejora). En Cataluña, la institución del hereu se reforzó durante el siglo al quedarse de hecho con tres cuartas partes de la herencia el hijo primogénito. Finalmente, la familia era el centro principal de la reproducción de los valores sociales. Quizá por eso los textos legales y sobre todo la Iglesia pusieron especial empeño en ordenar adecuadamente la patria potestad en torno a un padre que aparecía con plenos poderes para organizar la economía familiar, la educación de los hijos y su futuro matrimonial. Las responsabilidades otorgadas al padre terminaron marginando a un segundo plano a la madre y condicionando las relaciones paternofiliales dentro de un modelo claramente patriarcal y autoritario.