El café fue el producto de la agricultura tropical que conoció una de las más rápidas y notables expansiones, a tal punto que el consumo mundial aumentó durante el siglo XIX a un ritmo superior al crecimiento de la renta de los países desarrollados. El mercado más importante fue el norteamericano, que en la década de 1880 absorbía el 40 por ciento de la demanda mundial. En Europa, los mercados más destacados fueron Francia y Alemania. El dinamismo de la demanda exigió una rápida respuesta de los posibles productores. La expansión de sus cultivos transformó el paisaje de las regiones intertropicales de media altura, tanto en Brasil (Sáo Paulo), como en algunas zonas de Colombia, Venezuela, México y América Central y desplazó a los productores tradicionales, establecidos en las Antillas, que vieron peligrar las posiciones adquiridas en el pasado. Desde la década de 1810, Brasil había tenido un gran desarrollo cafetero y entre 1821/25 y 1851/55 las exportaciones de café pasaron de 208 sacos anuales a 2.514 miles de sacos, con un ritmo de crecimiento de casi el 9 por ciento. En 1898, las exportaciones brasileñas llegaron a casi 25 millones de libras esterlinas (prácticamente el mismo nivel que las argentinas) y a principios del siglo XX Brasil controlaba más del 70 por ciento del comercio mundial del café. Gracias a ello, los terratenientes brasileños, especialmente los paulistas, se situaron en una posición de mayor fuerza que la de sus restantes colegas hispanoamericanos y estuvieron en condiciones de defenderse mejor de las oscilaciones de los precios en el mercado internacional y de las presiones de los grandes comerciantes. En 1906, los productores brasileños decidieron almacenar los excedentes disponibles para enfrentar una seria crisis de sobreproducción. Las existencias se venderían de forma gradual, a fin de evitar la caída en picada de los precios. Del sistema no sólo se beneficiaron los productores, sino también los bancos que los habían financiado. La costumbre de retener las cosechas del café en épocas de sobreproducción y precios bajos se extendería en el futuro, pese a sus costos elevados. Este mecanismo sólo fue posible por el auxilio financiero del Estado y el gobierno central y el del estado de Sáo Paulo se alternaron en subsidiar a los exportadores del café. En 1930, en medio de la Gran Depresión y de la pavorosa contracción del comercio internacional, el sistema se desplomó definitivamente. Hay que tener en cuenta que en esas fechas las reservas de café que no encontraban salida en el mercado se habían ido acumulando de forma considerable desde 1924. En medio de la crisis, buena parte del café acumulado debió utilizarse como combustible con el que alimentar calderas. Si bien puede sonar paradójico, la práctica brasileña de proteger su producción del desplome de los precios causado por la sobreproducción no sólo benefició a los productores locales, sino también a otros exportadores latinoamericanos, como los colombianos, cuyas exportaciones se expandieron considerablemente a la sombra del paraguas protector brasileño, que permitía mantener precios altos en los mercados internacionales. En efecto, Colombia pasó de exportar una media anual de más de 220 mil sacos en el quinquenio 1880/84 a casi 617 mil en el período 1905/09. El café se convirtió en el motor del crecimiento económico brasileño, ya que su explotación mediante técnicas extensivas supuso un alto consumo de tierra y mano de obra. La abundante y barata oferta de tierras permitía que una vez agotadas las tierras en cultivo, éstas se pudieran abandonar fácilmente y trasladar las explotaciones a un nuevo emplazamiento. De este modo, la frontera cafetera se desplazaba continuamente hacia el interior, hacia el Oeste, en busca de nuevas zonas que roturar, ya que la mayor parte de las explotaciones tenía lugar en el marco de la gran propiedad. La abundante mano de obra requerida recibía una parte de su pago en dinero y la otra en especie. Para satisfacer la gran demanda de trabajadores, que había sido el principal problema del sector en las décadas centrales del siglo XIX, los terratenientes paulistas recurrieron a los inmigrantes (en su mayoría italianos, pero también numerosos españoles). El flujo inmigratorio fue considerable y antes de 1914 llegaron al país casi 2 millones de personas, que fueron insuficientes para cubrir todas las necesidades existentes. El principal atractivo que países como Brasil o Argentina tenían para los inmigrantes europeos eran sus condiciones económicas, especialmente el nivel salarial, mejores que las existentes en sus lugares de origen. En estos mismos países las posibilidades de enriquecimiento y ascenso social también eran mayores y si bien la vida del inmigrante era muy dura, y por cada uno que hacía la América había muchos cuya experiencia no podría catalogarse como exitosa, sus condiciones de vida poco tenían que ver con la miseria que habían dejado atrás. En la dedada de 1920 se incrementó el número de italianos propietarios de explotaciones cafeteras en la región de Sáo Paulo. En definitiva, se puede señalar que las expectativas de los inmigrantes frente a los países receptores eran muy elevadas. El crecimiento demográfico repercutió en las ciudades y Sáo Paulo, el principal centro cafetalero, pasó de 65.000 habitantes en 1890 a 350.000 en 1905. Las circunstancias bajo las cuales se producía el café en otros países del continente eran muy distintas a las brasileñas, especialmente por el comportamiento de los factores de producción (tierra, trabajo y capital). Mientras en Brasil había una gran abundancia de tierras vírgenes que permitían ampliar de un modo casi indefinido la frontera del café, en la zona delimitada por los ríos Paraná, Paranapanema y Grande, en los restantes países existía una mayor disponibilidad de mano de obra. Esta provenía de un importante crecimiento demográfico (como en Colombia o El Salvador) o bien de la mayor vinculación de las comunidades indígenas con la economía de mercado (Guatemala), lo que obligó a sus miembros a trabajar a cambio de un salario. Sin embargo, en todas partes se observa una cierta expansión de la frontera cafetera, aunque a costa de otros cultivos. En Colombia, por ejemplo, la producción que estaba concentrada en el departamento de Cúcuta se expandió a los de Pamplona y Ocaña. Los sistemas de explotación del café dependían básicamente del régimen de propiedad de la tierra existente y variaban de un país a otro, de una región a otra. En Guatemala y México encontramos grandes haciendas cafetaleras, mientras en Colombia predominaba la mediana explotación y también nos encontramos con haciendas a cargo de arrendatarios. Pese a esta diversidad, en casi todos los casos destacaba la debilidad de los productores frente a los comerciantes. Uno de los motivos de esta debilidad era la escasa flexibilidad del cultivo del café para reaccionar con rapidez a las variaciones de la demanda. Cuando por fin habían madurado los cafetos sembrados en una coyuntura de aumento de precios, el productor se podía encontrar con que la situación había cambiado radicalmente y que sus nuevas plantas incrementaban los efectos de la sobreproducción y de la caída de los precios, dado su prolongado tiempo de maduración. La especulación estaba a la orden del día y era favorecida por las variaciones estacionales de los precios y por las oscilaciones de los mercados internacionales, debidas especialmente a las crisis de sobreproducción. Las crisis se repetían con cierta frecuencia: 1896, 1906, 1913. Gracias a ellas los comerciantes alemanes establecidos en Colombia pasaron a controlar el 60 por ciento de las tierras dedicadas al cultivo del café, que explotaron más productivamente que las haciendas controladas por los terratenientes locales. Tras la Primera Guerra Mundial, los productores brasileños continuaron con su política de sostenimiento de los precios, especialmente a partir de 192,4, cuando la sobreproducción se hizo permanente. En Sáo Paulo se creó el Instituto del Café, encargado de comprar la totalidad de la producción brasileña, pagando un precio sostén. Y si bien esta práctica permitió mantener elevados los precios, también perpetuó la sobreproducción. Se trataba de un círculo vicioso, ya que la misma existencia de precios altos estimulaba los cultivos, al carecer los productores de estímulos para disminuirlos. Los productores sabían que el Estado subsidiaría sus cosechas mediante el pago de un precio superior al que se pagaba en los mercados internacionales, de modo que no estaban interesados en reducir sus explotaciones.
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A partir de la muerte de Cristo comenzó la difusión de su doctrina, a lo largo de todo el Imperio romano, por parte de sus seguidores. Partiendo de Jerusalén, la nueva religión encontró sus centros de cristianización principales en Roma y Bizancio. Roma se encargó de expandir la doctrina por la parte occidental del Imperio, apoyándose en Toledo, Armagh y Reims. Desde Bizancio partió la cristianización del Este de Europa y Rusia. También fueron creados numerosos centros metropolitanos, como los de Santiago, Burdeos, York, Tréveris, Milán, Salónica o Alejandría, entre otros muchos. Durante el siglo I, las zonas cristianizadas se encontraban principalmente en el Mediterráneo oriental, es decir, el Levante, Anatolia, el delta del Nilo y el este de Grecia. También ya habían sido fuertemente evangelizadas Cartago, la región de Roma, Iliria y los enclaves de Vienne, Tarragona y Zaragoza. A fines del siglo V la cristianización se ha extendido por todo el Mediterráneo, alcanzando, en el norte de Europa, a Irlanda y el oriente de Inglaterra. Entre los siglos VII y IX se completa la cristianización de Inglaterra y Alemania. Finalmente, hacia el siglo X la religión cristiana alcanza a amplias área del oriente y Norte de Europa.
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A la muerte de Mahoma, en el año 632, el mundo islámico ha experimentado una rápida expansión, que le ha llevado, a partir de las ciudades santas de Medina y La Meca, a asentarse en buena parte de la península Arábiga. Entre los años 632 y 656, los cuatro primeros califas consiguen que el Islam se expanda por toda Arabia, Egipto, Siria, Irán y el Jurasán. Muy importante va a ser la expansión musulmana con la dinastía omeya, alcanzando, por el Oeste, a todo el Magreb, la península Ibérica y Sicilia, y por el Este, la Transoxiana y el Sind. Hacia el año 1250, el mundo musulmán, pese a perder la mitad de la península Ibérica, ha logrado avanzar hacia el sur en el Magreb y se ha extendido por la costa oriental de Africa. Además, son zonas islámicas buena parte de Anatolia, la región de Kazán, las tierras entre los mares Caspio y Aral y el norte de la India. Pese a que los cristianos han acabado de reconquistar la península Ibérica hacia el 1500, es entonces cuando el Islam alcanza su máxima extensión. En esa fecha la religión musulmana llega a toda la mitad norte de Africa y avanza por la costa oriental y Madagascar. También ha vuelto a penetrar en Europa por Grecia y los Balcanes, mientras que controla ya una gran extensión del sur de Rusia, casi toda la India y zonas Malasia, Sumatra y Java.
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Los historiadores han elaborado, a partir de estas fuentes, una versión de los hechos admitida en su conjunto. Estos acontecimientos tienen lugar en un contexto histórico que es preciso recordar brevemente. A principios del siglo VIII la conquista musulmana se había extendido hasta el Atlántico y hasta la orilla marroquí del estrecho de Gibraltar. El inmenso imperio musulmán que se estaba edificando lo gobernaba desde Damasco el califato omeya, régimen dominado por los aristócratas árabes cuyos elementos dirigentes pertenecían al grupo qurayshí, que había dominado políticamente La Meca antes del Islam. Eclipsado durante un corto período de tiempo por los compañeros más próximos al Profeta, este grupo había recuperado el poder al socaire de la gran crisis de los años 656-661 y había instaurado un Estado centralizado que tenía bastante bien controladas las provincias al tener la facultad de nombrar y destituir gobernadores. En este marco, a la vez religioso y político, la etnia árabe jugó un papel dominante. Las guarniciones que controlaban militarmente el conjunto y que, en principio, estuvieron asalariadas, estaban constituidas principalmente por elementos tribales árabes instalados en las provincias conquistadas, sobre todo en los núcleos urbanos más importantes o en su alrededor. Uno de los mayores problemas de este grandioso edificio político era el de las relaciones del elemento árabe dominante con los pueblos conquistados. Ciertos historiadores, como Shaban, consideran incluso que esta rivalidad entre facciones tribales de árabes del norte (qaysíes) y del sur (yemeníes), que existía desde mucho antes pero que provocaba conflictos cada vez más frecuentes e inquietantes para la solidez del régimen tras la muerte del califa Abd al-Malik en el 705, no sería de hecho más que la traducción en términos tradicionales de una oposición entre dos tendencias políticas: la que quería mantener un dominio árabe duro (los árabes del norte o qaysíes) y la de los yemeníes, que aceptaba una evolución hacia una mayor integración de los elementos musulmanes no árabes surgidos del movimiento de conversión al Islam de los pueblos conquistados.
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La conquista de México produjo un proceso expansivo del que resultaron dos conquistas frustradas, las de Las Hibueras y la de California, ambas intentadas por Cortés, y otras dos efectivas, las de Nueva Galicia y Yucatán. El último de estos territorios formaría luego gobernación independiente, aunque estuvo integrado en el virreinato novohispano. Cuando Hernán Cortés supo, en 1522, la noticia de la vuelta al mundo dada por Sebastián Elcano, dispuso la salida de una expedición al sur de México, concretamente al Golfo Dulce, donde suponía que podía existir un estrecho mejor que el de Magallanes. La mandó Cristóbal de Olid, quien se alzó contra su jefe. Cortés decidió entonces ir en persona a descubrir y conquistar el Estrecho. Fue su famosa expedición a las Hibueras. Partió de la capital con un enorme ejército (demostrando así su proyecto conquistador) y un gran séquito, en el que iban personas tan notables como el monarca azteca Cuauhtemoc y su primo el rey de Tacuba. Descendió a Orizaba y atravesó los Tuxtlas hasta Coatzalcoalcos y los Ahualulcos. Acosado por las penalidades de la selva y la falta de alimentos, llegó a temer una rebelión indígena instigada por sus rehenes y mandó ahorcarles. Fue un acto cruel que lamentaron casi todos los españoles que le acompañaban. Bernal Díaz afirma: "Y antes que los ahorcasen (a Cuaúhtemoc y al señor de Tacuba) los fueron confesando los frailes franciscos con la lengua de doña Marina: e yo tuve gran lástima del Guatemuz (Cuaúhtemoc) y de su primo, por haberles conocido tan grandes señores... Y esta muerte que les dieron muy injustamente dada, y pareció mal a todos los que íbamos en aquella jornada". Cortés salió de la selva por la provincia de Naco, Puerto Caballos y llegó al fin a Trujillo, en Honduras, donde encontró la gente de Gil González Dávila y Francisco de Casas. Decepcionado por no hallar el estrecho, regresó a México por mar y puso todo su empeño en organizar expediciones para descubrir otras islas de la Especiería en la Mar del Sur. De ello resultó la expedición de Alvaro de Saavedra a las Molucas. Hernán Cortés marchó luego a España. Durante su estadía en Europa, el presidente de la Audiencia de México don Nuño de Guzmán aprovechó la ocasión para realizar una campaña militar en el norte de México, donde se aseguraba que había grandes riquezas. Reunió una fuerza de 500 hombres y unos 12.000 indios y salió de la capital mexicana a fines de 1529. Don Nuño se dirigió hacia Toluca y la región tarasca, realizando una campaña muy cruel contra los indios. Incluso mandó quemar al cacique Caltzontzin. Pasó luego a Tonalá, donde dio una gran batalla y dividió su fuerza en tres escuadrones, mandados por él, por Cristóbal de Oñate y por Peralmíndez Chirino. La tropa de Oñate sojuzgó varios poblados indígenas, entre ellos Nochistlán, donde se fundó la villa del Espíritu Santo de Guadalajara. En 1530, Nuño de Guzmán consideró conquistada la mayor parte del territorio que bautizó como Castilla la Nueva de la Mayor España y procedió a trasladar Guadalajara a Tonalá. En 1535 se fundó Santiago de Compostela, con ánimo de que fuera la capital de aquel gran territorio. Con el transcurso de los años, Compostela perdió importancia y la adquirió en cambio Guadalajara. Cortés había vuelto ya a México, con la intención de descubrir nuevas islas especieras en la costa pacífica mexicana, donde creía que existían (el Rey había renunciado a las Molucas en 1529). En 1533, envió dos naves desde Santiago (Manzanillo) con los capitanes Hernando de Grijalba y Diego Becerra. El primero descubrió el archipiélago que luego se llamó de Revillagigedo y regresó a Acapulco. El segundo, Becerra, descubrió la Baja California, llegando a la bahía de la Paz, donde los indios mataron a la mayor parte de los tripulantes. La nave regresó con los supervivientes a Jalisco y fue capturada por Nuño de Guzmán. En 1535, Cortés en persona dirigió una expedición a California con el propósito de conquistarla. Embarcó su tropa en tres naves en el puerto de Chametla y alcanzó Santa Cruz. Desde allí envió dos de sus buques por colonos a Chametla, pero uno embarrancó en la costa de Jalisco y el otro tardó mucho tiempo en reunir los colonos. Cortés se impacientó y fue en busca de refuerzos con la tercera nave. Una vez conseguidos, volvió a Santa Cruz dispuesto a colonizar California. Le llegó entonces la noticia de que había arribado a México un virrey que reclamaba su presencia, lo que le obligó a abandonar la conquista. Posteriormente, en 1539, Cortés envió una cuarta y última expedición a la costa californiana con tres naves mandadas por Francisco de Ulloa. Este marino costeó hasta el Golfo de las Perlas, Mar Bermejo o Mar de Cortés, comprobando que California era una península y no una isla, como se creía. En cuanto a la conquista de Yucatán, fue tardía y difícil. La desintegración del antiguo imperio maya había ocurrido hacía muchas décadas y el territorio agonizaba, dividido en pequeños cacicazgos independientes que fue preciso dominar uno por uno. La conquista fue capitulada en 1526 por Francisco de Montejo. Había estado en Centroamérica, en Cuba y en México a comienzos de su conquista. Partió de España en 1527, llevando como lugarteniente a Alonso de Avila. Reforzado luego en Santo Domingo, tocó en Cozumel y desembarcó en la costa yucateca próxima, donde fundó Salamanca. Inició su conquista por el norte de Yucatán, mediante una larga correría cuyo objetivo era localizar la capital del territorio. La encontró al fin, Chichén Itzá, pero estaba en ruinas desde hacia muchos años. Montejo regresó a Salamanca y desde allí intentó la conquista por el sur de la Península. Fracasado, marchó a México por refuerzos (1528) dejando a Avila en Yucatán. Montejo obtuvo luego la gobernación de Tabasco, que trató de convertir en su plataforma de asalto a Yucatán, conquistándola en 1531. Nuevamente en Campeche, trasladó allí Salamanca. Luego cruzó la península hasta Tulum y Chetumal. La enorme resistencia indígena le hizo renunciar a la conquista en 1535. La continuó su hijo Francisco Montejo El Mozo, a quien el Adelantado dejó su gobierno. El joven Montejo trajo refuerzos de México y lanzó una gran ofensiva desde Champotón en 1540. Recorrió el norte de Yucatán, donde fundó San Francisco de Campeche, y luego se dirigió hacia el interior con ánimo de establecer la capital territorial en T-Hó. Esta ciudad tenía enormes ruinas de cal y canto que le recordó Mérida. La Mérida yucateca fue fundada el 6 de enero de 1542. La ciudad tuvo que hacer frente, seis meses después, a un ataque general de las tribus mayas. Tras éste, Francisco Montejo el Sobrino sometió el noreste de Yucatán erigiendo Valladolid, mientras Montejo El Mozo dominó el oriente. La conquista fue completada por los Pacheco, padre e hijo, que llegaron hasta el Golfo Dulce. En 1544 Yucatán pasó a depender de la Audiencia de los Confines, creada dos años antes.
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El extraordinario aumento de la producción industrial durante estos años centrales de siglo no nos debe hacer olvidar que la agricultura aún desempeñó un importante papel en el conjunto de la producción económica y que sus progresos fueron regulares, aunque lentos. Fue una época de subida generalizada de precios agrícolas, quizás favorecida por la nuevas ciudades y por las posibilidades que la revolución de los transportes ofrecían al desarrollo del comercio internacional. Este crecimiento de la productividad, por otra parte, se vio favorecido por la introducción de abonos (nitrato de Chile, fosfatos) y de máquinas (arados y trilladoras mecánicas) que aumentaron sensiblemente los rendimientos. La producción de trigo por hectárea pasó en Inglaterra de 15 a 20 quintales entre 1850 y 1870.De todas maneras, el fenómeno más característico de estos años tal vez fuera el de la especialización agraria regional, que acabó con la tendencia al policultivo, una vez que el ferrocarril aseguró el transporte de los productos en las mejores condiciones. Ucrania derivó hacia los puertos de Rostov y Odessa su producción de trigo, lo mismo que se hacía desde las tierras del interior de España. Por otra parte, muchas zonas mediterráneas se orientaron hacia la producción de vino, que proporcionó grandes beneficios hasta la aparición de la plaga de la filoxera en Francia, a comienzos de los años ochenta.Lo más característico de la producción industrial en aquellos años fue la construcción del ferrocarril y la estrecha relación que esa empresa estableció con la industria siderúrgica, que tenía que proporcionar el material para la construcción de locomotoras, raíles y material rodante, y con el carbón, necesario para la industria siderúrgica y que, a su vez, necesitaba de las nuevas líneas ferroviarias para ser transportado hasta los altos hornos. El descubrimiento del convertidor Bessemer, en 1856, y la puesta en funcionamiento, a partir de 1864, de los hornos Siemens-Martin fueron avances técnicos que resultaron decisivos en aquel proceso.El Reino Unido mantuvo su papel de líder en estas actividades ya que su producción de hierro le permitió una consistente actividad exportadora durante aquellos años, a la vez que su industria mecánica y sus astilleros (Clyde) se ponían a la cabeza de la producción mundial. De todas maneras, los productos textiles significaban todavía el 62 por 100 del valor total de las exportaciones británicas, a finales de la década de los sesenta, frente al 15 por 100 representado por el hierro y el acero, y el 3 por 100 de la maquinaria.Las cifras de Francia, por el contrario, revelaban un cierto estancamiento de su producción industrial, ya que no estaba en condiciones de satisfacer la demanda generada por la construcción del ferrocarril. Su producción de hulla, 15.000.000 de toneladas métricas a la altura de 1870, equivalía a la octava parte de la producción británica y su producción de hierro fundido (1.400.000 toneladas en 1869) era la cuarta parte de la producción inglesa. En esas condiciones se vio obligada a fuertes importaciones para construir sus ferrocarriles ya que el hierro francés sólo podía abastecer el 70 por 100 de sus necesidades.Los Estados alemanes, por el contrario, extremaron las precauciones para no depender en exceso de las exportaciones británicas. Su producción de carbón, desdeñable a comienzos de siglo, suponía ya un tercio (31.000.000 de toneladas) de la producción inglesa a mediados de los años sesenta, y la producción de hierro fundido experimentó un espectacular auge desde mediados de siglo, lo que le permitió proporcionar la cuarta parte del material necesario para su propio tendido ferroviario.
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La reanudación de la guerra era esperada por Napoleón, pues comprendía que mientras que no abatiese completamente el poderío de Gran Bretaña no podría llevar a cabo sus planes continentales ni sus proyectos coloniales y comerciales. Durante el año 1803-1804 estuvo preparando una flota para llevar a cabo una invasión de Inglaterra. El único almirante francés de prestigio era Latouche-Tréville, quien había declarado que "si dominamos los estrechos durante seis horas, dominaremos el mundo". Pero Latouche-Tréville murió cuando se realizaban estos preparativos y el proyecto tuvo que retrasarse. Cuando a finales de 1804, España entró en la guerra como aliada de Francia, ésta se sintió reforzada por el prestigio y la larga experiencia en el océano de la flota española. El almirante Villeneuve, nuevo comandante de la flota de Tolón, recibió órdenes de zarpar hacia las Antillas para atraer hacia aquellas aguas a la armada inglesa del almirante Nelson y poder así realizar la operación del desembarco en las indefensas costas inglesas. La primera parte del plan fue bien ejecutada. Villeneuve zarpó de Tolón el 30 de marzo de 1805 y Nelson le siguió, aunque no alcanzó las Indias Occidentales hasta el 4 de junio. Entretanto Rusia e Inglaterra habían firmado el tratado de San Petersburgo, mediante el que ambas naciones se comprometían a restablecer el equilibrio europeo frente a la actitud expansionista del emperador. El 9 de agosto se incorporó Austria a esta Tercera Coalición y poco después lo haría Suecia. Prusia se mantuvo de momento al margen con la esperanza de que los franceses devolverían Hannover como recompensa por la neutralidad de Berlín.Inglaterra iba a ser la primera beneficiada de esta nueva alianza europea, pues Napoleón se vio obligado a desistir de sus planes de ataque a Gran Bretaña para dirigir sus esfuerzos hacia el Este. La flota de Villeneuve recibió órdenes de regresar y se dirigió hacia Cádiz, donde fue bloqueada por el almirante Nelson. El 20 de octubre, la flota franco-española compuesta por 33 navíos intentó ganar el Mediterráneo pero fue alcanzada a la altura de Trafalgar por la escuadra británica compuesta por 27 unidades, incluido su buque insignia Victory. La superioridad de Villeneuve se vio contrarrestada por su impericia en las difíciles aguas del cabo de Trafalgar y su falta de destreza para maniobrar con los fuertes vientos de levante de aquella zona. Nelson, con mayor arrojo y audacia, consiguió hundir a 18 navíos enemigos e inutilizar a los 15 restantes. El precio que Inglaterra tuvo que pagar por la rotunda victoria de Trafalgar fue la muerte del propio almirante Horacio Nelson, que fue abatido por un disparo cuando se hallaba dirigiendo la batalla en el alcázar de su nave. Si Trafalgar ponía de manifiesto la superioridad inglesa en los mares, en el continente, Napoleón daba al mismo tiempo claras señales de su incontestable poderío terrestre. Casi simultáneamente a aquella batalla marítima, los ejércitos franceses asestaban el primer golpe a la coalición, cercando y obligando a rendirse en Ulm a un ejército austriaco de 50.000 hombres al mando del general Mack. En realidad, Austria se hallaba agotada financieramente y no había mostrado un gran entusiasmo por unirse a la Tercera Coalición. Aunque había perdido Bélgica y las provincias italianas en los tratados de Campo Formio y Lunéville, se conformaba con mantener las posesiones de los Habsburgo y su influencia en el sur de Alemania. Además, le preocupaba la actitud del joven zar Alejandro con sus ansias expansionistas. Sin embargo, no tuvo más remedio que unirse a la alianza contra Napoleón ante las pretensiones del emperador en Italia y en Baviera. En noviembre de 1805 las tropas francesas, avanzando desde Ulm por la cuenca del Danubio, entraron en Viena y siguieron avanzando hasta Moravia para enfrentarse a las fuerzas rusas que llegaban para secundar la resistencia austriaca. El 2 de diciembre, aniversario de su coronación como emperador, Napoleón a la cabeza de su ejército se enfrentó a sus enemigos en Austerlitz. El ejército francés, que estaba formado por 68.000 soldados, se estableció ante Brünn, al oeste del barranco de Goldbach, en un lugar lleno de lagunas. Enfrente, el ejército austro-ruso, formado por 90.000 hombres, que se había situado en la meseta de Pratzen, delante de Austerlitz. La intención de los aliados era la de desbordar el ala derecha de los franceses para cortarles la comunicación con Viena. Pero Napoleón, una vez iniciado el movimiento, lanzó al grueso de su ejército encabezado por Soult hacia el centro de las posiciones enemigas. La caballería francesa consiguió romper el frente y presionar hacia Austerlitz. Al mismo tiempo, Soult se desvió hacia la derecha para alcanzar a las últimas unidades de las tropas austro-rusas que habían avanzado primero. Cogidas por la cabeza y por la cola, estas tropas trataron de huir a través de las lagunas heladas, pero allí fueron diezmadas por la artillería francesa. Al final de la batalla de Austerlitz los austro-rusos habían perdido 20.000 soldados entre muertos y heridos y habían dejado 20.00 prisioneros. Los franceses, por su parte, habían tenido 8.000 bajas. Austria no tuvo más remedio que avenirse a la firma del tratado de Presburgo (26 de diciembre de 1805), en virtud del cual renunciaba a Venecia y a toda influencia en el sur de Alemania. Desde Viena, Napoleón proclamó también el destronamiento de los Borbones de Nápoles por haber participado en la coalición, y el nombramiento de su hermano José como nuevo monarca.Federico Guillermo III de Prusia, que mantenía una actitud dubitativa, pactó con Napoleón la cesión de los territorios germanos más occidentales y de Neuchátel en Suiza, a cambio de la ocupación de Hannover. Sin embargo, la agresiva política de Napoleón en Alemania, fundando la confederación del Rin en la que entraban Baviera, Württemberg, Badem, Berg y otros pequeños estados y declarándose su protector el 16 de julio de 1806, le hizo comprender el peligro de la expansión napoleónica. Prusia envió un ultimátum a Francia en octubre para que retirara sus tropas al otro lado del Rin. Pero Napoleón respondió situando a 160.000 hombres al norte de Baviera. El ejército prusiano, que aún conservaba la fama que le había proporcionado Federico el Grande, no había evolucionado y era lento de movimientos. Nada pudo hacer frente a la formidable maquinaria bélica de Napoleón, al que bastó una campaña de tres semanas para acabar finalmente con su enemigo en Jena y Auerstaedt el 14 de octubre. El 27 de ese mismo mes entraba en Berlín y Federico Guillermo se vio obligado a refugiarse en la Prusia Oriental.La derrota de Prusia dejaba a Napoleón frente a Rusia. Se adentró en las extensas llanuras de la Europa del Este y en Eylau tuvo que enfrentarse a un ejército ruso apoyado por contingentes prusianos. Por primera vez iba a experimentar el ejército francés la dureza de una campaña en el rigor del invierno en la Europa septentrional. La batalla de Eylau, el 8 de febrero de 1807, causó 45.000 bajas en total y no se solventó con un resultado decisivo. Tras unos meses de recuperación y reorganización, Napoleón tomó el puerto de Dantzig, de una gran importancia estratégica para el comercio inglés, y venció a los rusos en Friedland el 14 de junio. El zar Alejandro, que no se mostraba muy confiado en la ayuda de su aliada Inglaterra, pidió la paz en una famosa reunión que ambos mandatarios celebraron a bordo de una balsa sobre el río Niemen. El día 7 de julio se firmó en Tilsit el tratado con Rusia y dos días más tarde con Prusia. Ésta era la que salía peor parada, pues además de verse obligada a reducir su ejército, perdía los territorios que había arrebatado a Polonia desde 1772 y aquellos otros que estaban situados a la orilla izquierda del Elba. En total, perdía prácticamente la mitad de su población y se veía obligada a aceptar la presencia en su suelo de las tropas francesas. Finalmente, Federico Guillermo tuvo que reconocer a los hermanos de Napoleón, José, Luis y Jerónimo, como reyes de Nápoles, Holanda y Westfalia, respectivamente. Como señala Franklin L. Ford, el antiguo sistema de repúblicas satélites estaba dando paso a un complejo dinástico.Rusia, por su parte, no registró excesivas pérdidas, pero a cambio prometía mediar con Inglaterra para que firmase la paz, y si no lo hacía el zar Alejandro colaboraría con Napoleón para obligarla a ello. En realidad, lo que salió de la paz de Tilsit fue un reparto de las zonas de influencia en Europa de los dos emperadores. Rusia, que se adhería al sistema de bloqueo continental impuesto a Inglaterra, tendría libertad de acción al este del Vístula y Napoleón al oeste.
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Para los cristianos occidentales, la expectativa de peregrinar a Jerusalén y obtener indulgencias y gracias especiales se encuadra dentro del auge general de las peregrinaciones, práctica piadosa encaminada también a otros grandes centros como Santiago de Compostela y Roma, en la que se ponía de relieve la condición fugaz de esta vida como camino hacia la otra (homo viator), pero añade un elemento peculiar pues hablar de Jerusalén -prácticamente desconocida para los occidentales en su realidad física- evocaba la imagen de la Jerusalén Celestial, de la perfección del nuevo Cielo y la nueva Tierra que surgirían tras la segunda venida de Cristo. No en vano los mapas simbólicos de aquellos siglos situaban a la ciudad en el centro del orbe. La cruzada se alimenta, así, de una concepción religiosa escatológica, convencida del próximo fin de los tiempos, del que sería anuncio la peregrinación a la Jerusalén terrestre y su conquista por los cristianos. El Papa, al promover la cruzada, acrecía su prestigio y el peso de su primado, tal como lo definía la reforma gregoriana, al vincularlo a una corriente de religiosidad cristiana occidental que entonces producía emociones y entusiasmos colectivos, y al mismo tiempo la sometía a sus directrices eclesiásticas, pues los legados pontificios aseguraban el buen orden religioso de la peregrinación masiva. Los nobles y reyes que habían de apoyarla o dirigirla obtenían también beneficio, al poner de manifiesto la fundamentación y objetivos religiosos de su poder; aunque los argumentos escatológicos perderían paulatinamente fuerza, conservaron cierto valor hasta comienzos del siglo XVI y fueron utilizados por emperadores y reyes, que se sentían llamados a recuperar la "Casa Santa" (Jerusalén) colaborando así a la inmediata plenitud y fin de la Historia. Las circunstancias políticas de la segunda mitad del siglo XI también coadyuvaban al éxito y difusión de la cruzada: para la aristocracia feudal del norte de Francia, Borgoña y Alemania era un medio de derivar violencia y excedentes humanos hacia el exterior, mientras que para los normandos del sur de Italia, e incluso de Inglaterra, constituía una prolongación de sus empresas guerreras anteriores. Al ampliarse el concepto de cruzada a toda empresa o contra los musulmanes o para la defensa y expansión de la fe, se dio mayor respaldo a aquellos impulsos belicosos, que se combinaban con los religiosos propios de la peregrinación. Por otra parte, la conquista de las rutas mediterráneas por los marinos y mercaderes italianos encontraba en la cruzada un elemento de apoyo, aunque sus fines fueran, en definitiva, otros, pues predominaba en ellos el interés comercial referido a unas tierras mucho más variadas y amplias que la Palestina buscada por los cruzados. La llamada pontificia desencadenó una cruzada popular a la que acudieron muchos miles de campesinos de Renania, exaltados por predicadores que anunciaban la inminencia del fin de los tiempos y la conveniencia de purificarse y atender el suceso en la misma Jerusalén; las agresiones contra los judíos de Worms, Maguncia, Colonia y otras ciudades eran una novedad en la historia europea, pero formaban parte de aquel estado de espíritu para el que la conversión forzosa de los judíos a la fe cristiana formaba parte de los signos anunciadores de la nueva era, y la violencia contra ellos estaba justificada por su culpa colectiva como pueblo deicida. Aunque la cruzada popular, que precedió en varios meses a la de los caballeros, fue deshecha en Asia Menor, importa como primera y más intensa manifestación de los movimientos y emociones de masas a que dio lugar el espíritu de cruzada, que permanecería vivo durante mucho tiempo. No obstante este clima de enfrentamiento entre Islam y Cristiandad, la interacción entre ambos hizo que la cultura occidental entrara en contacto, a través de los eruditos árabes, con las tradiciones filosóficas perdidas de la antigua Grecia, en particular con Aristóteles. Este redescubrimiento supuso una revigorización de la filosofía cristiana, como quedó reflejado en los teólogos escolásticos. Entre éstos, el más importante fue Santo Tomás de Aquino, quien intentó reconciliar la teología cristiana con los antiguos sistemas filosóficos. El auge del escolasticismo coincidió con el florecimiento de universidades en muchas partes de Europa y con la reforma de la larga tradición de la orden religiosa benedictina. Esta reforma movió a la aparición de varias órdenes nuevas, que reaccionaban contra lo que denominaban excesos del clero, al que achacaban haberse alejado de los ideales de pobreza y humildad que caracterizaron a la Iglesia de Cristo. Así, se formaron las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, imitadores de la vida de Jesús y sus discípulos. Los intentos de reforma, con todo, fueron constantes a lo largo de todo el periodo bajomedieval, favoreciendo un clima de ruptura que está en la base de un cisma posterior, aquél del que surge el protestantismo. Reformadores como John Wycliff o Jan Hus cuestionan a la jerarquía eclesiástica, a la que acusan de corrupción. Condenados por herejes, estos pensadores no hacen sino recoger un clima de creciente animadversión hacia la autoridad eclesiástica, un clima que continuará en los siglos siguientes.