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Existen serias dudas sobre el autor de este curioso lienzo ya que algunos especialistas lo identifican como una obra de Jorge Manuel y otros como de su padre, El Greco. Parece casi seguro que fuera Jorge Manuel quien lo pintó, utilizando como modelos principales a su mujer, Alfonsa de los Morales, y a su hijo Gabriel. Posiblemente las jóvenes que acompañan a la dama fueran dos de las tres sirvientas que se conocen gracias a un documento de Jorge Manuel - Ana, Quiteria y Mariana -, mientras que la anciana que vigila la labor de doña Alfonsa podría ser María Gómez. La escena está cargada de intimismo pudiendo encontrarse algún significado simbólico ya que es muy extraño este tipo de composiciones en el Barroco español. Quizá el gato de segundo término, la rueca y el huso tengan un significado oculto para nosotros. Jorge Manuel se casaría en segundas nupcias con una viuda madrileña llamada doña Gregoria de Guzmán y Camino, naciendo del matrimonio tres hijos: Claudia, María y Jorge.
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Goya conoce hacia el año 1783 al infante don Luis, hermano menor del rey Carlos III. En el verano del año siguiente, el pintor se traslada a Arenas de San Pedro, donde pintará este soberbio retrato familiar. En el centro de la composición se encuentra doña María Teresa de Vallabriga, esposa del infante, siendo peinada por su peluquero de confianza. A su derecha, se sitúa don Luis, de perfil, ensimismado con las cartas que se depositan sobre la mesa, iluminada con una vela. Tras él y también de perfil encontramos a su hijo, don Luis María de Borbón y Vallabriga, más tarde cardenal y arzobispo de Toledo. A su lado la pequeña María Teresa de Borbón y Vallabriga, por la que Goya sentía especial predilección. Esta niña se casaría más adelante con Godoy y fue retratada por el pintor en un soberbio lienzo cuando estaba embarazada. En la zona izquierda de la composición, y en primer plano, se ubica el pintor, de espaldas y ante un gran lienzo. Junto a Goya, se hallan dos damas de la pequeña corte de los infantes, portando en sus manos una bandeja y un joyero. En la zona de la derecha de la escena vemos un grupo de hombres, amigos y miembros de la corte de don Luis, acompañados de una ama de cría que sujeta a una niña en sus brazos. La composición se organiza a través de dos diagonales que se cruzan en el centro, lugar ocupado por doña María Teresa, indicando de esta manera el importante papel de la dama en el entorno familiar y social del infante. Goya ha individualizado perfectamente cada uno de los personajes, creando un magnífico ambiente a través de la luz, ambiente distendido como debían ser las veladas de don Luis. Las calidades de telas y adornos han sido representadas de manera exquisita, abriéndose el maestro la puerta como retratista de corte.
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A poco de la batalla de Filipos, cumplido su deber de vengar la muerte de César, Augusto se casó por segunda vez. Había estado casado con Escribonia, muchos años mayor que él y de carácter difícil, y tenía de ella a Julia, su única hija. "Con una prisa sospechosa -como dice Sir Ronald Syme-contrajo entonces un matrimonio que satisfacía por igual su cabeza, su corazón y sus sentidos, y que duró sin marchitarse hasta el día de su muerte. Por una vez en su vida, Augusto se dejó llevar de los sentimientos, y lo hizo con acierto político. Se enamoró de Livia Drusila, una matrona joven, generosamente dotada de belleza, inteligencia y relaciones influyentes". De la familia de los Claudios por línea directa, casó con un pariente, Ti. Claudio Nerón. En compañía de su marido y de Tiberio niño, había huido de las bandas armadas de Octaviano y buscado refugio con Sex. Pompeyo. Livia estaba a punto de dar a luz otro hijo, lo que sin embargo no era -o no debía ser- obstáculo para la alta política. El colegio de pontífices, consultado, dio una respuesta comedida, y el marido se mostró complaciente. El matrimonio se celebró de inmediato (17-1-38 a. C.), para regocijo de los aficionados al escándalo público. Livia tuvo suerte; la merecía. Buena esposa, tejía y cosía la ropa de su marido en compañía de la hermana de éste y de las nietas. Nunca defraudó a Augusto, ni en su consejo ni en su conducta. Eso no le impedía mirar por sí y por sus hijos, sobre todo por el más necesitado, Tiberio. Durante medio siglo fue, con Agripa y con Mecenas, parte del trío más poderoso que urdía sus tramas en el imperio a la sombra de Augusto. Pasó malos tragos: el empeño de Augusto en promocionar a Marcelo como sucesor, que Agripa y la oportuna muerte del favorito le ayudaron a frustrar; el retiro de Tiberio a Rodas tras el fracaso del matrimonio con Julia; la designación de Gayo y Lucio Césares como herederos universales. La historia ha dejado en el aire sospechas graves de su intervención en la muerte del infortunado Agripa Póstumo... El adusto Tácito les da entrada en sus "Anales" (1, 6). Al fin tuvo la satisfacción, en el año 4 d. C., tras la desaparición de los dos nietos mayores de su marido, de ver a su hijo, Tiberio, rehabilitado y designado sucesor. Le quedaban aún veinticinco años de vida hasta morir octogenaria en el 28 de la era, catorce de ellos como viuda de Augusto y madre del emperador reinante, pero conservando su rango de emperatriz en su retiro de la vida oficial, cuando el Senado, el pueblo y las provincias le rinden homenaje con el título de Iulia Augusta, que su marido le había otorgado antes de morir. Mucho más adelante, el emperador Claudio rehabilita la memoria de su abuela, algo escarnecida por Calígula, que la llamaba "Ulixem stolatum" (Ulises con estola de romana). Con esa biografía discreta pero intensa, no debe extrañarnos que en España tengamos tantos retratos de ella como del propio Augusto, algunos tan buenos y tan bien conservados como los de Tarragona y Medina Sidonia. Su fría belleza, de labios apretados, nariz aquilina y los grandes ojos, praegrandes oculi, que de ella heredaron sus hijos Tiberio y Druso (el infortunado y predilecto, si no hijo carnal, de Augusto, como murmuraban los malévolos), está petrificada e inmutable, siempre en su lozana juventud, en retratos de dos tipos. En uno lleva el peinado de nodus, como llamaba Ovidio al tupé con que sobre la frente se iniciaba una trenza que recorría toda la bóveda craneana hasta el moño de la nuca, peinado muy adecuado para muchachas jóvenes, según el criterio del poeta. En otros, el peinado no lleva trenza ni nodus, sino que va partido en dos crenchas, por una raya al medio, y recogido en un moño. Este es el que lleva en las monedas en que personifica a la diosa Salud, por lo que se le llama peinado de Salus. Tanto uno como otro son coetáneos. La memoria de Tiberio ha llegado a la posteridad estigmatizada por la envidia, el resentimiento y la maledicencia de muchos de sus contemporáneos, pero fue un noble colaborador de Augusto en vida de éste y un excelente general, amado y respetado por los ejércitos como pocos en la historia del imperio. El hecho de que a pesar de los pesares no sufriese damnatio memoriae corrobora los muchos testimonios arqueológicos y numismáticos que lo rehabilitan. Por razones de conveniencia, fue obligado a divorciarse de Vipsania, madre de su hijo, Druso el Menor; también lo fue a adoptar a Germánico, hijo de su malogrado hermano Druso el Mayor, y a casarse con Julia, que lo escarneció y puso en ridículo ante Roma y ante el mundo (hasta que su padre procuró su destierro y su ruina). Tiberio nunca se recuperó de tanta desgracia familiar, si bien los laureles de su gloria militar (la conquista de Illyricum; el desquite del desastre de Varo) los obtuvo como delegado de Augusto y en vida de éste. Es posible que por su posición eminente como hijastro del Princeps subsistan retratos de Tiberio joven en los museos y colecciones. El Prado posee uno (n.° 121-E) que lo es con bastante probabilidad. En la gran procesión del Ara Pacis se le ve en compañía de Livia, y Suetonio (Tib. 13) certifica que los colonos de Nemausus (Nimes) destruyeron sus retratos y sus estatuas (imagines eius et statuas) durante su exilio en Rodas. Para sus retratos oficiales, que son muchísimos, contamos con dos hitos cronológicos: la fecha de su rehabilitación y adopción por Augusto en el año 4 d. C., a la edad de 46, y la de la muerte de Augusto en el 14. A la primera etapa corresponden retratos como un hermoso busto del Fayum, aparecido en compañía de dos de Augusto y Livia, todos ellos en al Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague; y a la segunda, la mayoría de los existentes en Italia y en todas las provincias del imperio, que suponen la existencia de un sistema de distribución oficial que podría consistir en el envío desde Roma de un busto de mármol, o de metal precioso, a las sedes del gobierno provincial. Estas se encargarían de hacer copias en talleres locales y distribuirlas hasta lugares tan remotos como la mina de Tharsis, en Huelva. Una cabeza colosal de Leptis Magna, fechada por razones históricas hacia el año 20 d. C., permite atribuir también a estos primeros años del reinado personal de Tiberio el mejor de sus retratos existentes, una cabeza de la antes citada Gliptoteca de Copenhague que, liberada hace pocos años de sus postizos modernos, irradia la majestad y la distinción de que estaba dotada la fisonomía del emperador en el umbral de su tercera edad. Tanto los nietos de Augusto, Gayo y Lucio, muertos los dos prematuramente, como los hijos de Tiberio, Druso y Germánico (este último sobrino carnal, pero hijo adoptivo), han dejado multitud de retratos. En sus épocas de presuntos herederos, sus efigies no sólo figuraban en las monedas, sino en retratos de mármol y bronce distribuidos por los mismos cauces que los retratos imperiales. Como en éstos, las diferencias de calidad llegan a ser abismales, pero el parecido intencionado con sus padres, y hasta la copia de sus flequillos distintivos, o de la corona cívica (de encina) a ellos reservada, garantizan la identidad de los príncipes en su infancia y primera juventud. La idealización y el consiguiente rejuvenecimiento se mantienen, tal como Augusto los había impuesto, hasta época de Claudio, lo mismo para hombres que para mujeres. Pero Claudio fomenta o exige el parecido con el modelo y el respeto a su edad real, lo que da lugar a compromisos un tanto ridículos, como el de la estatua de Júpiter con la cabeza de Claudio anciano, rasurado, y no precisamente agraciado, de la Sala Rotonda del Vaticano.
obra
En 1889 Gauguin abandona Arles debido a los enfrentamientos con Van Gogh y se instala en la casa de su amigo Schuffenecker en París. Como muestra de agradecimiento a la acogida, Paul realizó este retrato para una familia que siempre le había ayudado en los momentos difíciles, tanto a él como a su esposa Mette. El lienzo debió iniciarse durante el invierno por las gruesas ropas que viste la señora y porque la estufa está encendida. Sin embargo, la finalización debió de producirse en verano por la luminosidad del fondo. Schuffenecker no era muy feliz en su matrimonio y eso se aprecia en esta composición ya que le vemos apartado de su mujer y de sus hijos, disposición que produjo comentarios entre los allegados de la familia cuando contemplaron la obra. El aspecto protector de la madre junto a los pequeños es digno de resaltar. En el fondo hay una estampa japonesa, fuente de inspiración de los artistas en aquellos años, junto a un bodegón que recuerda a Cézanne, otro de los artistas favoritos de Gauguin.
contexto
Al volver oficialmente a la neutralidad, la política española cambió tanto que el 15 de diciembre el nuevo embajador alemán en Madrid informó de que había presentado una queja a Franco por las medidas que había tomado el Gobierno español en perjuicio del Eje; la retirada de la División Azul, el libre pasaje de refugiados a través del Pirineo, el internamiento en campos de las tripulaciones de los submarinos alemanes y diversas restricciones sobre el transporte marítimo alemán. Franco se limitó a responder que estas medidas eran necesarias para mantener la seguridad española frente a los Aliados y que en realidad eran positivas para Alemania. A principios de 1944 la política económica de los Aliados se hizo mucho más dura. Anunciaron la suspensión total de los envíos de petróleo a España hasta que se pusiera fin a la exportación de materias primas estratégicas a Alemania. Al principio Franco estaba decidido a soportar la presión, a pesar del sufrimiento que supondría para la población española y recibió todo el apoyo de los ministros falangistas. Jordana le dijo al embajador americano -correctamente- que esto era una violación de la promesa solemne que habían hecho los Aliados cuando aseguraron que España no tenía nada que temer; sin embargo, a Franco le intentó convencer de que la supervivencia económica del país estaba supeditada a sus buenas relaciones con los Aliados. El Ministro de Comercio, el falangista Demetrio Carceller, siempre se había opuesto a la política de Jordana de una neutralidad estricta. Seguía fomentando las relaciones con Alemania, especialmente para lograr llegar a un acuerdo por el que la deuda de España con Alemania por su ayuda durante la guerra civil quedara saldada con el envío constante de materias primas. Pero el desarrollo de los acontecimientos favoreció la postura de Jordana, quien terminó por convencer a Franco. Los dos años de tensión diplomática y comercial con las democracias por la exportación de wolframio y otro tipo de ayuda a Alemania terminaron con un acuerdo finalizado el 1 de mayo de 1944. En él se declaraba que España se reservaría casi todo su wolframio para los Aliados, cerraría el consulado alemán de Tánger y expulsaría a los agentes alemanes a cambio del envío de petróleo y otros productos. El elogio que hizo Churchill de la neutralidad española en su discurso en el Parlamento el 24 de mayo fue muy esperanzador para el Régimen. El aspecto más neutral de la política española fue el tratamiento que se dio a los refugiados, especialmente a los judíos. Durante la primera parte de la guerra unos 30.000 judíos habían podido pasar a España sin peligro, no hay noticia de que se rechazara a ninguno y se le entregara a las autoridades alemanas. Es posible que unos 7.500 más cruzaran la frontera entre 1942 y 1944. Durante las últimas fases de las redadas de las SS en Hungría y los Balcanes los oficiales consulares españoles lograron dar protección -otorgándoles la ciudadanía- a otros 3.200 judíos, muchos de ellos sefarditas. Sin embargo, no se abandonó del todo la colaboración con la Alemania nazi, y el tono proalemán de la prensa española no cambió hasta después de la guerra. El éxito de la toma de Francia por los Aliados convenció a Franco de que Alemania no tenía ninguna posibilidad de vencer, pero era difícil para los líderes del Régimen imaginar la desaparición total del Reich. Seguían creyendo que el resultado sería algún tipo de acuerdo negociado en el que sobreviviría el Estado alemán, aunque ligeramente debilitado. Aunque de forma encubierta, continuaron ofreciendo una mínima ayuda -instalaciones para la inteligencia alemana y el primer envío de la nueva droga mágica, la penicilina- con la esperanza de tomar el relevo de Italia como el aliado número uno de Alemania en el sur de Europa. Jordana, que había logrado que España abandonara en gran medida su actitud colaboracionista, murió de forma repentina como resultado de un accidente de caza a principios de agosto. Para sorpresa de casi todo el Gobierno, le sustituyó José Félix de Lequerica, que había sido embajador en Francia durante los últimos cinco años. Allí se había ganado la descripción de ser más alemán que los alemanes e incluso se le conocía como el embajador de la Gestapo por su costumbre de almorzar con el jefe de la Gestapo en el París ocupado. A Carrero Blanco le parecía que era un hombre sin principios, pero a Franco le parecía adecuado por su pragmatismo, porque había quemado todas sus posibilidades en la política y porque estaba totalmente comprometido con el Régimen. Desde su puesto de Ministro de Exteriores, este oportunista y ex simpatizante del nazismo, se dedicó a lanzar la democracia tradicional en España, la identidad ultracatólica del Régimen, la vocación americana de los españoles y su relación más estrecha con Latinoamérica y la necesidad de una nueva política de cooperación atlántica. En el verano de 1944 España se incorporó, de hecho, al entramado militar de los Aliados, a los que se concedió el derecho de sobrevolar el espacio aéreo español, de realizar controles antisubmarinos y de evacuar heridos de Francia pasando por España. El 6 de junio Franco le explicó al embajador americano que confiaba en que Gran Bretaña y Estados Unidos defendieran Europa del comunismo después de la derrota de los alemanes. El 21 de agosto la prensa española recibió instrucciones de ser realmente neutral a la hora de hacer comentarios sobre la situación internacional, con la excepción expresa de lo que estuviera relacionado con la Unión Soviética. También recibió la orden de dar un tratamiento de favor a Estados Unidos al mencionar su papel en la guerra del Pacífico. Barcelona se convirtió en un puerto franco para el paso de material aliado y en febrero de 1945 se permitió el uso regular de instalaciones españolas a los aviones de transporte americanos. Animado por el discurso de Churchill de mayo del año anterior, Franco le escribió una carta personal y bastante autocomplaciente el 18 de octubre en la que hablaba de la necesidad de una relación más cercana para salvar a Europa occidental del comunismo. En esta ocasión fue demasiado lejos. Churchill tardó tres meses en responder y cuando lo hizo fue sólo para rechazar su sugerencia en tono desalentador. El embajador británico le hizo saber a Lequerica que el sistema no democrático español era una barrera casi insuperable para mejorar las relaciones. El Ministro le respondió, haciendo gala de una lógica aplastante, que esa no podía ser la explicación dadas las excelentes relaciones que mantenían los aliados con Stalin. El Generalísimo hizo un intento más en noviembre a través de una entrevista que mantuvo con United Press en la que recordó que su Régimen había mantenido una neutralidad absoluta durante la guerra y no tenía nada que ver con el fascismo, ya que no podía España ligarse ideológicamente con quienes no tuvieron la catolicidad como principio. Se inauguraba así lo que sería la línea ideológica fundamental durante la larga historia del Régimen. Franco insistió en que, a pesar de no celebrar elecciones, su Régimen era una verdadera democracia a su manera; era una democracia orgánica, que se basaba en la religión, las instituciones locales, los sindicatos y la familia. Al mismo tiempo, los portavoces del Gobierno se encargaron de llamar la atención sobre unas elecciones sindicales de escasa importancia que acababan de tener lugar los días 21 y 22 de octubre, y anunciaron que se celebrarían elecciones municipales en el futuro. Franco se había estado preparando para darle un nuevo aspecto al Régimen desde diciembre de 1943 por lo menos, cuando dio instrucciones por primera vez al Ministro de Justicia para que preparara un borrador de una posible ley de derechos civiles. Sin embargo, Gran Bretaña y Estados Unidos siguieron endureciendo su política, a pesar de que habían tomado la decisión de no intervenir directamente en España. En los primeros meses de 1945 sus embajadores lanzaron repetidas protestas por lo que ellos llamaban el incumplimiento por parte de las autoridades españolas del acuerdo firmado el 1 de mayo de 1944. El Régimen se temía que la nueva administración Truman en Washington fuera más reacia todavía que la de Roosevelt y así se demostró en la conferencia de Potsdam de julio de 1945. En contra de los deseos de Churchill, se recomendó oficialmente a la Organización de las Naciones Unidas, que se estaba creando, que rompiera relaciones con el Gobierno español y que se diera apoyo a las fuerzas democráticas para que España tuviera el régimen que quisiera. La reunión en que se fundó la organización internacional aquel verano en San Francisco, marcó la victoria total para la nueva Junta Española de Liberación formada por los republicanos y los partidos de izquierda en el exilio. La moción que presentó el Gobierno de México -máximo enemigo de Franco en Latinoamérica- en la que se excluía al Gobierno español, fue aceptada por aclamación general. La nueva ola de izquierdismo en la Europa occidental de posguerra -que llevó a los laboristas al Gobierno británico y pronto instalaría una coalición de izquierdas en Francia- estableció nuevas administraciones cuyos líderes habían jurado hostilidad al Régimen español. La Unión Soviética, el enemigo permanente de Franco, fue un paso más allá, inició una campaña diplomática contra los cinco gobiernos neutrales a los que acusaba de haber favorecido a Alemania durante la guerra -España, Portugal, Suecia, Suiza y Argentina- y exigía que se aplicaran medidas urgentes contra ellos.
contexto
El mes de julio marcó un punto de inflexión en la trayectoria de la República. El rumbo definido por las Cortes Constituyentes y la presidencia de Pi se resquebrajan, acosados por problemas de toda índole y sin apoyos sólidos en los que sustentarse. En efecto, a lo largo del mes emergen de forma acumulada todos los factores que inclinarán a la deriva la ya de por sí frágil plataforma política republicana. Estallaron sucesivamente los alzamientos cantonales y los sucesos de Alcoy, a la par que se extendió la guerra carlista y, en medio, la caída de Pi y Margall, que supuso un viraje a la derecha del régimen, confirmado ya desde la presidencia de Nicolás Salmerón. Las masas federales que, afines al discurso de los republicanos intransigentes pretendían la proclamación y construcción inmediata de la federal "desde abajo", intensificaron el ritmo de las insurrecciones por toda la geografía nacional. En algunos lugares contaron con la ayuda de los internacionalistas, que conocían su máximo esplendor con cerca de 60.000 afiliados. Así el 8 de julio, en la localidad alicantina de Alcoy, se desató la revolución social. La huelga general se convirtió en insurrección, que tardó en ser controlada. En Barcelona coincidieron múltiples conflictos republicanos e internacionalistas, que pusieron a la federación obrera barcelonesa en un complicado equilibrio. Como consecuencia, la Internacional perdió en Cataluña el apoyo de ciertas sociedades obreras, que retornaron al cooperativismo reformista. La cuestión del cantonalismo es todavía uno de los fenómenos más complejos del Sexenio, al confundirse una serie de variables entre sus características, protagonistas y objetivos. Coinciden, aunque no siempre, las aspiraciones autonomistas con la resolución política auspiciada por los intransigentes y con sus tratos de transformación social, todo bajo el mito de la federación. Lo cierto es que en el verano de 1873, desde el mes de julio, los cantones surgieron como un reguero, sobre todo por Levante, Murcia y Andalucía, convirtiéndose en un ingrediente de primer orden de la pendiente por la que resbalaba el régimen republicano. El movimiento cantonalista era la concreción maximalista del programa de los federales intransigentes de establecer de inmediato, por abajo y de forma directa, la estructura federal del Estado, sin esperar a que ésta se formulase orgánicamente desde las Cortes Constituyentes, sino configurándola sobre la federación de unidades más pequeñas en progresivo ascenso hacia la cúspide del Estado. Así lo exponía un diputado intransigente: "El cantón es la consecuencia lógica de la república federal". Sirvió de argumento para los detractores, que identificaban la República con la violencia y el desorden. Los debates parlamentarios habían sido enconados entre los propios federales, durante el mes de junio: entre sectores de la dirección del partido y los intransigentes se consumó la ruptura, a partir de métodos irreconciliables de estructurar el federalismo, sin que la presidencia de Pi y Margall pudiera atemperar las posturas. El 1 de julio de 1873 la minoría intransigente se retiró de las Cortes e invitó a la inmediata formación de cantones. La respuesta se dio, principalmente, en el arco mediterráneo y Andalucía, regiones de añeja implantación republicana, donde el partido había alcanzado confortables resultados electorales, desde las primeras elecciones a Cortes Constituyentes de enero de 1869. Desde Madrid, pues, se exhortó a la rebeldía regional y los intransigentes madrileños encontraron un eco amplificado en muchas localidades. En Madrid, a propuesta de Roque Barcia, y con la adhesión de la minoría intransigente en las Cortes, se formó un Comité de Salud Pública. Era una especie de directorio del federalismo intransigente, en contacto con los elementos revolucionarios de las provincias. Así, la revolución política a escala nacional estaba en marcha, y planificada desde Madrid, desplazándose diputados a diversas localidades para la sublevación y la proclamación de los cantones. Sin embargo, el intento de dirigir el movimiento federal acabó difuminándose y la iniciativa pasó a los revolucionarios locales. Un primer hecho a tener en cuenta, ya que la fragmentación del movimiento favoreció su posterior represión y control por parte del Gobierno. El 12 de julio de 1873 se proclamó el cantón en Cartagena, el 19 en Sevilla, Cádiz, Torrevieja y Almansa; el 20 en Granada y Castellón; el 21 en Málaga; el 22 en Salamanca, Valencia, Bailén, Andújar, Tarifa, Algeciras, Alicante... El estallido cantonal se generalizó a partir de la caída del Gobierno Pi y Margall, el 18 de julio, quien se encontró en la disyuntiva de utilizar poderes delegados por las Cortes para sofocar la rebelión o practicar una política de persuasión y concesiones. En última instancia se quebraba la política de legalismo y se disipaban los intentos de construir una república federal sólida. La trayectoria del cantonalismo corrió distinta suerte, aunque, en general, los cantones fueron sometidos muy pronto. Fracasó en localidades como Alicante o Béjar, y la mayoría de los cantones andaluces y levantinos fueron sofocados militarmente entre finales de julio y mediados de agosto. La excepción fue el cantón malagueño, en el que las propias autoridades locales se habían puesto al frente de la insurrección, prolongándose hasta el 19 de septiembre, y, sobre todo, el cantón de Cartagena, de trayectoria muy específica. La sublevación cartagenera, aunque partió de la iniciativa federalista local, en la noche del 11 al 12 del julio, capitaneada por Manuel Cárceles, formaba parte del proyecto de insurrección generalizada. Allí se desplazaron inmediatamente para dirigir el movimiento y organizar la resistencia el diputado Antonio Gálvez y el general Contreras, militar de agitación y presidente de la Comisión de Guerra del Comité de Salud Pública formado en Madrid. Las condiciones de defensa en Cartagena eran más propicias: una fortaleza amurallada y una privilegiada situación orográfica, a lo que se sumó la adhesión de la marinería a la sublevación, lo que significaba contar con parte de los mejores navíos de la Armada. El objetivo revolucionario era esencialmente político, la descentralización, a través del federalismo popular frente al poder central, acompañado del ideario de reformas y medidas humanitarias defendidas por el federalismo durante el Sexenio. Se autocontempló como el centro de irradiación del federalismo intransigente a escala nacional. Así, el 27 de julio se constituyó en Cartagena un Gobierno provisional de la Federación española, presidido por Roque Barcia. Cartagena se convirtió, pues, en la sede de un movimiento que trascendía del localismo para intentar articular el Estado federal de abajo a arriba. Durante el primer mes de sublevación, el cantón cartagenero trató de extender la insurrección a otras zonas próximas, por tierra en la expedición a Chinchilla, y por mar en localidades próximas de la costa. A partir de agosto la actitud es claramente defensiva, extinguido el resto de los cantones, frenando por mar el ataque de las fuerzas del Gobierno central -como hecho más significativo, la batalla del cabo de Palos-, y después por tierra. Tras frecuentes bombardeos de la ciudad, el cantón capitulaba el 12 de enero de 1874, con la entrada de las tropas del general López Domínguez. En su libro Memoria y Comentarios sobre el sitio de Cartagena, publicado en 1877, cuenta así el general López Domínguez su entrada en Cartagena: "A la una del día entrábamos en la ciudad por la puerta de Madrid, atravesando las calles obstruidas con barricadas, deshechas por las fuerzas que nos habían precedido, con escombros de los edificios y casas derruidas por el fuego del sitio, con cuerdas rotas y materiales hacinados, presentando un triste y desolador espectáculo, que ponía de manifiesto los horrores por los que habían pasado los insurrectos de la plaza y sus desdichados habitantes, pues nada respetaron nuestros proyectiles, que a todas partes alcanzaban. Llegados a la muralla del mar, formaron las tropas en columna, haciendo un largo descanso, y entramos en el palacio de la Capitanía general, donde recibimos a una comisión compuesta de los primeros y segundos jefes de los buques de guerra extranjeros, que habían seguido y presenciado las operaciones, la cual iba presidida por el viejo almirante inglés Yelverton, que montaba el Lord Werdem, capitana de la escuadra británica, el que nos felicitó en nombre de los allí presentes y de las naciones a que pertenecían..." Aunque en el movimiento cantonal subyacen contradicciones y peculiaridades de índole local, fue protagonizado, en general, por ese conglomerado social heterogéneo compuesto de artesanos, tenderos y asalariados, las masas federales, que, de forma inmediata, directa y revolucionaria, intentaron trastocar el rumbo que el federalismo legalista y benévolo había imprimido a la República. Pero, a su vez, el componente social del cantonalismo tuvo límites imprecisos. En él participaron y se confundieron sectores de las clases trabajadoras que tenían su propia versión del federalismo, pero sólo en contadas excepciones protagonizaron la sublevación. En el movimiento cantonal estuvieron presentes obreros internacionalistas, a título individual y espontáneo, pero no por mandato de la organización. Así, tomaron parte activa en Sevilla, Málaga, Granada y Valencia, pero los dirigentes internacionalistas no participaron directamente y muchas veces adoptaron una posición crítica. Marcharon a remolque de los federales intransigentes, al tiempo que ésos trataban de evitar que se les confundiera con internacionalistas, incluso frenando actitudes revolucionarias en lo social en algunas zonas. A la postre se les acabó asociando, sobre todo por las exageraciones de la prensa conservadora. En este contexto cabe destacar una excepción: el cantón de Sanlúcar de Barrameda, que fue iniciado por la sección local de la Internacional, destituyendo a las autoridades, pero su horizonte era la revolución social y no lo estrictamente cantonal. El cantonalismo fue sofocado militarmente. Fue la política de Nicolás Salmerón, sucesor de Pi y Margall desde el 18 de julio, la que dio por terminados los métodos persuasivos de su antecesor. La República basculaba a la derecha. Las tropas enviadas a reprimir la sublevación cantonal procedían de los frentes carlistas. En realidad, el éxito inicial de algunos cantones se había producido por la debilidad de las tropas gubernamentales en aquellas regiones. Excepto en Cartagena, triunfó la rápida y enérgica acción de los generales encargados del sometimiento: Pavía, en Andalucía, y Martínez Campos, en Levante, quienes serán artífices del fin del régimen republicano, al año siguiente. Resulta paradójico que la legalidad republicana del Gobierno central fuera restablecida por generales monárquicos, lo que plantea, una vez más, la falta de instrumentos de poder propios de la República.