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Turner se preocupó especialmente por representar en sus trabajos aquellos asuntos que le perecieron llamativos en el transcurso de sus numerosos viajes. En esta ocasión nos presenta una fiesta dentro de un inmenso pajar, repleto de figurillas en diversas posturas y actitudes. Al fondo, después de la gran puerta, podemos observar nuevos grupos de figuras que se difuminan por efecto de la lejanía y la luz. En estos primeros trabajos, el maestro británico acostumbra a utilizar un colorido oscuro, animado por tonos blancos y amarillentos, a pesar de que son los tonos sombríos los dominantes de la composición. En esta obra, Turner se destapa como un magnífico miniaturista ala hora de representar los objetos que forman un perfecto bodegón en la zona izquierda del cuadro. Bien sean paisajes o escenas de género, Turner consigue trasmitir al espectador una visión agradable y optimista de la vida gracias al ánimo y la alegría que contiene sus composiciones.
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La fiesta de Quezalcoatl Chololla es el santuario de esta tierra, donde iban en romería desde cincuenta y cien leguas; y dicen que tenía trescientos templos entre chicos y grandes, y aun para cada día del año el suyo. El templo que comenzaron para Quezalcoatl era el mayor de toda la Nueva España, que, según cuentan, lo querían igualar con el serrejón que llaman ellos Popocatepec y con otros que, por tener siempre nieve, llaman Sierra Blanca. Querían ponerle su altar y estatua en la región del aire, pues le adoraban por dios de aquel elemento; empero no lo acabaron, a causa, según ellos mismos afirmaban, que edificando con la mayor prisa vino una grandísima tempestad de agua, truenos, relámpagos, y una piedra con figura de sapo. Les pareció que los otros dioses no consentían que aquél se aventajase en casa; y así, cesaron. Aun así, quedó muy alto. Tuvieron de allí en adelante al sapo por dios, aunque lo comen; aquella piedra que dicen, la tenían por rayo: porque muchas veces, desde que son cristianos, han caído terribles rayos allí. Celebran la fiesta del año de Dios, que cae de cuatro en cuatro años, en nombre de Quezalcoatl; ayuna el gran achcahutli cuatro días, sin comer más que una vez al día, y ésta un poco de pan y un jarro de agua; gasta todo este tiempo en oraciones y sangrías. Tras aquellos cuatro días comienzan el ayuno de ochenta días consecutivos, antes de la fiesta. Se encierran los tlamacazques en las salas del patio con sendos braseros de barro, mucho incienso, púas y hojas de metl, o tizne o tinta de achiote. Se sientan por orden en unas esteras a raíz de las paredes; no se levantan sino para hacer sus necesidades; no comen sal ni ají, ni ven mujeres; no duermen en los primeros sesenta días más que dos horas a prima noche y otras tantas a primo día. Su oficio era rezar, quemar incienso, sangrarse muchas veces al día de muchas partes de su cuerpo, y cada medianoche bañarse y teñirse de negro. Los últimos veinte días, ni ayunaban tanto ni comían tan poco. Ataviaban la imagen de Quezalcoatl riquísimamente con muchas joyas de oro, plata, piedras y plumas, y para esto venían algunos sacerdotes de Tlaxcallan, con las vestimentas de Camaxtle; le ofrecían la última noche muchos sartales y guirnaldas de maíz y otras hierbas; mucho papel, muchas codornices y conejos. Para celebrar la fiesta se vestían todos después, por la mañana, muy galanes; no mataban muchos hombres, porque Quezalcoatl vedó tal sacrificio, aunque todavía sacrificaban algunos.
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El culto a san Roque es sentido especialmente en Venecia, lugar al que su cuerpo fue transportado en 1485, colocándose en la iglesia de la Archicofradia Scuola Grande di San Rocco en el año 1520. Tras la feroz epidemia de peste sufrida por la ciudad en 1576, san Roque fue proclamado co-patrón de Venecia, convirtiéndose su iglesia en lugar habitual de peregrinación para el dux y los miembros de la Signoria, acudiendo un gran número de fieles. Incluso en la actualidad en la fiesta del santo, el 16 de agosto, se levanta un baldaquín llamado "tendon del doge" en la plaza situada ante el templo. En esta imagen Canaletto nos ofrece un momento de los festejos, con la plaza engalanada y los miembros de la Signoria saliendo del templo, en el que observamos que la fachada no corresponde con la actual ya que fue construida por Bernardino Maccaruzzi entre 1765-71. Sí observamos al fondo la fachada de la Scuola, cerrando la composición, fachada construida en 1527 por Antonio Scarpagnino.
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La diferenciación entre las diversas festividades por su carácter religioso, profano o cívico resulta un tanto gratuita si tenemos en cuenta que los principios políticos, ideológicos o morales que, en última instancia, motivaban la fiesta estaban íntimamente unidos. Iglesia y Monarquía se presentaban como el pilar fundamental cuyos valores debían ser aunados bajo una fidelidad absoluta. El carácter sacro y el halo divino que envolvían a los soberanos y el apoyo recíproco con la institución religiosa hace difícil la separación entre fiestas sacras y profanas. Lo religioso fue la base y el marco de numerosas solemnidades cortesanas, como los bautizos o las pompas fúnebres e, incluso, los juramentos de los príncipes herederos. Por su parte, la mayoría de las grandes celebraciones litúrgicas realizadas en la corte contaba con la presencia de los reyes. La imagen de éstos en otras ciudades, a través de retratos, alegorías y emblemas, los elevaba a un nivel celestial parangonable al de los santos y ángeles. Pero a pesar de esta íntima unión conviene resaltar las celebraciones litúrgicas dado su número y su carácter cíclico. Las ceremonias religiosas de carácter anual, como el Corpus, la Semana Santa o los Santos Patronos, junto a las procesiones, viacrucis, rogativas y oraciones colectivas, constituyeron un latido festivo, periódico y constante en el que no se menoscabó el artificio. Particular importancia tuvo la fiesta del Corpus en las ciudades barrocas. Excelentes estudios han demostrado la validez del factor escenográfico en la conformación de esta procesión, de origen medieval, que gravitó por las calles luciendo el elemento esencial de su función: la custodia eucarística. Por su origen y su configuración temprana, el Corpus Christi debe ser subrayado por la influencia que, sin duda, tuvo en las solemnidades reales y las fiestas religiosas de la España de los siglos XVI y XVII. La custodia era el vértice o punto focal de un cortejo litúrgico que fue adquiriendo nuevos elementos en el transcurso del Renacimiento: carros y tablados, muchos de ellos con tramoyas y concebidos como plataformas de representaciones teatrales, eran guiados y acompañados de cofradías, grupos civiles y eclesiásticos con sus respectivos pendones, banderas y estandartes. A lo largo de la centuria este séquito se enriquece y se tiñe de un folclore tradicional, con máscaras y mojigones, gigantes, cabezudos, danzas y música. Paulatinamente la procesión se disfrazó de exotismo con vestimentas coloristas en gigantes que representaban indios o turcos, o con la figura de la Tarasca, un animal monstruoso cabalgado por una mujer. El resultado fue un ritual lúdico que mezclaba los ámbitos profanos y sagrados; puramente sensorial, de música y colores, pero dentro del control doctrinal de la cultura barroca. Para la exaltación del misterio eucarístico no se desperdiciaron las fórmulas populares y folclóricas, comprensibles por el vulgo y, sobre todo, efectivas. Frente a los rasgos populares, incluso grotescos, y entre oraciones, música culta o fanfarrias, el Corpus se articuló con diversas manifestaciones dramáticas, especialmente con los autos sacramentales. De origen tardomedieval y procedente de las paraliturgias del interior del templo, estas escenificaciones sacras salen a la calle en el siglo XVI y se desarrollan en carros y tablados. Será en la centuria siguiente y en el Corpus madrileño cuando los autos se conviertan en un género dramático de categoría, acompañados de loas, entremeses y mojigangas, en la pluma de un Lope de Vega o Calderón de la Barca. Sobre los escenarios móviles del Corpus o bien en corrales de comedias se escenificaron estos dramas ante un público de elite, pues muchas representaciones estaban destinadas al Rey, Consejos y Tribunales, aunque para el pueblo también se proyectaron desde carros y tablados callejeros. Al igual que en las solemnidades reales, presididas por la etiqueta y el protocolo, una disciplinada ordenación jerárquica asume el discurrir del cortejo y preside la puesta en escena de los elementos teatrales. Importante testimonio gráfico es el conjunto de dibujos que, en la segunda mitad del siglo XVIII, copiaban una representación del Corpus Christi hispalense de 1747. Se trata de la ordenación exacta de esta celebración a cuya cabeza iba la Tarasca, acompañada por vicios figurando la huida del sacramento eucarístico triunfante. Gigantes y representantes de la Justicia abrían también el paso. Como ocurrió en Madrid, el poder religioso y el civil forman un vistoso desfile de uniformes, hábitos y capas, bajo palios y pendones y portando cruces y ciriales. Todo un resplandor de brocados, un crujir de rasos y tafetanes. Transcurre por calles acotadas de vallas pintadas y canceles dorados que separan al cortejo de un tumultuoso gentío que exige ver y admirar la serpentina representación. Origina, pues, la presencia de medidas de seguridad, alguaciles y guardias para prevenir estallidos populares. Se puede decir que el Corpus se mantuvo casi sin alteraciones durante todo el período barroco, aunque existieron variaciones de unas ciudades a otras. El objetivo de los organizadores fue, como ha señalado Vicente Lleó en el caso de Sevilla, hacer desaparecer el aspecto cotidiano de la ciudad a través de altares y arcos procesionales en las calles, así como de colgaduras y tapices en las fachadas de los edificios. Fueron el disfraz artístico que transmutó la realidad urbana, un exterior que toma la función que antaño sólo tuvo cabida en el interior del templo, y cuya escenificación, como marco del séquito y de la representación de dramas hagiográficos, de la Pasión o autos sacramentales, oculta la realidad cotidiana en una realidad trascendente. Como indica el autor citado, desde el siglo XVI se diluyen las distinciones entre actores/espectadores y éstos son parte de un espectáculo en una realidad fuera del tiempo y del espacio lógicos. Gracias a la escenografía y lo efímero esta apariencia fue el rasgo esencial que determinó la fiesta religiosa del barroco. Pero entre las celebraciones y festividades religiosas destacan, por su fastuosidad y su desarrollo artístico en artefactos provisionales, aquellas motivadas por sucesos excepcionales. Entre los motivos concretos destacan las santificaciones, con particular esplendor en aquellas villas o ciudades adictas o protectoras del santo. En 1608 Valencia costeó uno de los fuegos artificiales más famosos del siglo por la beatificación de Luis Bertrán. La ciudad, que se destacaría a lo largo del siglo por sus fastos de carácter religioso, organizó desde entonces importantes celebraciones por las canonizaciones de Tomás de Villanueva, Francisco de Borja o Pascual Bailón. La beatificación de Teresa de Jesús en 1614 motivó festejos en todas las ciudades donde los carmelitas tenían casa. En Valladolid el arquitecto Francisco de Praves levantó para la orden una auténtica iglesia de madera en el centro urbano para albergar la imagen de la santa. Pero mayor relevancia tuvo su posterior canonización, junto con Ignacio de Loyola, Francisco Javier e Isidro, en 1622 y especialmente en Madrid, convertida en un espectáculo artístico de la mano de Gómez de Mora, Alonso Carbonell y Lope de Vega. Todas las ciudades españolas festejaron el reconocimiento de la Inmaculada Concepción de la Virgen, tras conocerse la publicación de un "Breve" en favor de este misterio por parte del papa Alejandro VII. El libro de Juan Bautista de Valda, publicado en 1633, ofrece un interesante relato del jolgorio colectivo que en Valencia provocó la decisión papal; fiesta que duró casi medio año, desde enero hasta mayo, sólo interrumpida por la Cuaresma, y que contó con la participación de todas las instituciones, desde la nobleza hasta los gremios, pasando por la Iglesia, la Universidad y los distintos colegios profesionales. La ciudad se enmascaró fundamentalmente de altares, costeados por conventos, parroquias y corporaciones, la mayoría de una gran simplicidad aunque existieron los mecánicos, como la tramoya que hacía caer copos de algodón, simulando nieve y simbolizando la pureza inmaculada, sobre la imagen de la Virgen. Sin embargo, tal colaboración originaba, como era costumbre, una amplia, variada y compleja interrelación de elementos festivos, sacros y profanos, divinos y carnavalescos. Este último aspecto fue inevitable en el transcurso de gran parte de las celebraciones barrocas. En Valencia los estudiantes decidieron festejar el misterio mariano con una aparatosa procesión de máscaras y carrozas, cabalgata que emularía también el sector gremial con sus símbolos y estandartes, y en la que volvería a repetirse la nota transgresora pero permisiva y de profunda raigambre medieval, al incorporarse carros con animales maltratados o con auténticos locos sacados del Hospital General de la ciudad. Una de las fiestas que mejor reflejan la conjunción de los valores religiosos y políticos del Antiguo Régimen, y en la que la fidelidad a la Monarquía presentaba tintes devocionales y una clara vinculación a lo sagrado, fue la originada por la canonización del rey Fernando III, en 1671. Sevilla, escenario de la reconquista del monarca homenajeado, tuvo lógicamente todo el protagonismo. Un Te Deum en la catedral y una procesión nocturna, a la que asistió toda la ciudad con velas, abrieron el festejo. Los aparatos efímeros fueron relatados en un libro de Fernando de la Torre Farfán, considerado como el ejemplo impreso más bello del Barroco español y publicado por la propia catedral hispalense. Contiene estampas que reproducen los monumentos y emblemas que adornaron el templo, proyectados por Bernardo Simón de Pineda, el escultor Pedro Roldán y el pintor Juan Valdés Leal. Para la ocasión se engalanó la Giralda y la fachada del Patio de los Naranjos con numerosos lienzos pintados. Se recubrió el interior de la entrada principal al templo y todas las capillas presentaron una lujosa ornamentación, destacando el altar mayor con el monarca santificado, Carlos II y Mariana de Austria. En el trascoro se levantó un gran monumento, una especie de arco de triunfo, dedicado al rey san Fernando, cuya efigie se colocó como coronamiento y remate final, entre figuras alegóricas. Numerosos estudios han insistido en resaltar la influencia que en la arquitectura coetánea y posterior ejercieron los aparatos sevillanos de 1671, en especial el monumento de san Fernando. Yves Bottineau destacó además la incidencia que tuvo en las obras efímeras de las exequias reales, en los túmulos y catafalcos de los reinados de Carlos II y Felipe V, como tendencia netamente hispana de un barroco dinámico y decorativo que disgregaba las líneas tectónicas de las estructuras arquitectónicas. Las decoraciones sevillanas hicieron realidad las ideas y proyectos de un grupo de artistas de renombre. La figura de Murillo también destaca en la decoración de la catedral al ocuparse de la pintura del escenario de una tramoya instalada en el retablo del sagrario, realizado por Francisco Dionisio de Ribas. Esculturas, lienzos y bambalinas, con un artificio de luces y perspectivas que mostraban la ciudad de Sevilla, intensificaron la puesta en escena de un templo convertido en teatro y de una manifestación que fusionaba todas las artes. Un ejemplo interesante para comprender las interconexiones con la retablística, ya que por los mismos años se realizaba el retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad, un proyecto de amplios efectos perspectivísticos y escenográficos.
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Junto a los secretarios reales aparece en el siglo XVII la figura del valido o privado, como surge también en Inglaterra y en Francia. Este cargo político, que jamás fue institucionalizado y que debe su existencia a la confianza depositada por el rey en un individuo para que gobierne en su nombre, suscitó una viva polémica entre los tratadistas políticos desde el mismo instante de su aparición. Mientras unos consideraban que usurpaba la voluntad del rey, interponiéndose entre éste y los súbditos, impidiendo por tanto que sus quejas llegasen a la cúspide del poder, otros, sin embargo, estimaban necesarias sus funciones por la complejidad del sistema de gobierno. Saavedra Fajardo vio con claridad que convenía deslindar la titularidad y el ejercicio de la soberanía, que correspondía al monarca, del trabajo de gobierno, que podía ser compartido entre el rey y un ministro solo que vele sobre los demás. Pero las críticas hacia el cargo sin duda estaban condicionadas por intereses partidistas y no por consideraciones de buen gobierno, ya que la privanza representa el intento de la nobleza por acaparar la dirección política de la monarquía a expensas de los Consejos, algo que no podía ser bien visto por quienes aspiraban a encumbrarse socialmente a través del servicio al rey en la administración, como los secretarios personales, que son eclipsados por los validos, y los secretarios de Estado, que sin desaparecer son postergados a un segundo término. El régimen de validos se inicia cuando Felipe III encomienda a Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, la tarea de gobernar, y se prolonga, tras su caída en desgracia en 1618, en la persona de su hijo, el duque de Uceda, a quien le seguirá, ya en el reinado de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Todos pertenecen a la aristocracia y han ocupado cargos palatinos al servicio del príncipe, todos intentan gobernar al margen de los consejos, recurriendo a la creación de juntas, y todos procuran apartar a sus posibles enemigos de la Corte y del Consejo de Estado para situar a sus parientes y amigos en los principales cargos, incluidos los virreinatos, aparte de que se rodean de un equipo de hombres eficaces -sus criaturas o hechuras, según se decía en la época- en puestos claves de la administración (secretarías de los consejos), como Jerónimo de Villanueva, protonotario del Consejo de Aragón, y José González, abogado riojano que alcanza el cargo de gobernador del Consejo de Indias en 1661, por poner dos ejemplos, los cuales al amparo del valido ascienden en las instituciones de gobierno de la monarquía para correr su misma suerte cuando son apartados del poder, aunque no siempre suceda esto último, ya que algunos lograrán mantenerse gracias a sus conocimientos o su habilidad para vincularse a la facción que releva a su patrón en la estima del soberano. Sin embargo, mientras que la fuerza del Conde-Duque residió en su inmensa capacidad de trabajo, muy superior a la de Lerma, éste se interesó por aumentar su fortuna y por intervenir en la concesión de gracias o mercedes reales -Olivares tampoco desdeñará, por supuesto, las oportunidades que se le ofrezcan para engrandecer su casa y beneficiar a su clientela-, sin atender demasiado el funcionamiento administrativo de los consejos, que empieza a descomponerse con la actuación de algunos ministros que, valiéndose de su poder, cometen cohecho, aunque finalmente -y a su pesar- tenga que intervenir, siendo procesados en 1607 dos hombres de su confianza, Lorenzo Ramírez de Prado y Pedro Franqueza, a los que seguirá Rodrigo Calderón, condenado a muerte durante los primeros años del reinado de Felipe IV. El cese del conde-duque de Olivares en 1643 acaba con el régimen de validos durante el reinado de Felipe IV, ya que el monarca optó por intervenir más directamente en los asuntos importantes de gobierno, como así se lo pedía sor María de Ágreda, buscando el concurso de Luis de Haro, a quien en 1659 se denomina primer y principal ministro, pero cuya influencia, y la de la camarilla que representa, se ve contrapesada con la de Medina de las Torres y su facción. Por otra parte, el Secretario del Despacho Universal, cargo que se crea en 1621 y que normalmente fue ejercido por un secretario de Estado, en particular por el titular de la Secretaría de Italia, con el doble cometido de despachar con el rey todos los asuntos y actuar de enlace entre el monarca y los consejos, adquiere cada vez un mayor rango e importancia en la estructura orgánica de la monarquía, como lo demuestra el hecho de que Felipe IV incorpore a su secretario en la Junta de Gobierno y también que con los Borbones la Secretaría del Despacho se divida en varias secretarías (dos en 1705, cuatro en 1714...), que asumen cada una competencias específicas en determinadas materias (Secretaría de Guerra, de Marina, de Justicia, etc.) y de las que más adelante surgirán los ministerios. A la muerte de Luis de Haro en 1661 desaparece el cargo de valido, siendo asesorado el monarca en política exterior por Medina de las Torres y en política interior por Castrillo, que había sido elevado a la presidencia del Consejo de Castilla en 1661. Es en estos años, además, cuando el gobierno de la monarquía parece que se configura en torno a un poder colectivo representado por los presidentes de los consejos y en el que se integrarían algunos miembros destacados de la aristocracia. La Junta de Gobierno, instituida por el monarca en su testamento para asesorar a la reina gobernadora, Mariana de Austria, en cuestiones de especial transcendencia durante la minoría de edad de Carlos II, sería la consecuencia última de este proceso, ya que estaba integrada por los presidentes de los Consejos de Castilla y de Aragón, un miembro del Consejo de Estado, el Inquisidor General y un Grande de España. Con Mariana de Austria vuelve a implantarse el régimen de validos en la persona de su confesor, el padre Nithard, a quien incorpora a la Junta de Gobierno después de auparle a la dignidad de Inquisidor General. La crítica, siempre mordaz, de Juan José de Austria, su escaso apoyo entre la aristocracia cortesana y el clero, con la excepción de los jesuitas, así como el hecho de que fuera alemán bastaron para que todo el mundo se pusiera en contra suya, siendo expulsado de España en 1669 con harto sentimiento de la regente. Lo mismo le sucederá a Fernando Valenzuela, un personaje simpático, con talento para las artes escénicas, que en 1676 es elevado al rango de primer ministro de la monarquía, con autoridad para coordinar a los presidentes de los consejos. Los tres últimos primeros ministros de Carlos II presentan rasgos comunes aunque también diferencias notables. Juan José de Austria accede al cargo después de su segundo golpe militar con el apoyo de parte de la alta nobleza -el duque de Alba, por ejemplo-, enfrentada a su vez con la facción nobiliaria que gira en torno a Mariana de Austria, encabezada por el duque de Medinaceli, quien es nombrado primer ministro a la muerte de Juan José de Austria en 1679. Tanto éste como el duque de Medinaceli intentan, a su manera, incentivar la economía y el crecimiento demográfico de Castilla con una política fiscal y monetaria encaminada a reducir los impuestos y la inflación, objetivos que están presentes también en la gestión del conde de Oropesa, que reemplaza en 1685 al duque de Medinaceli, poco grato en Versalles. Juan José de Austria como el duque de Medinaceli o el conde de Oropesa se rodean de hombres afines a sus ideas, los cuales progresan a su sombra y se eclipsan cuando desaparecen de la escena política, pero la diferencia entre el hijo natural de Felipe IV y sus sucesores es que interviene muy activamente en la concesión de mercedes, desarrollando un patronazgo al estilo del duque de Lerma, del que se benefician, sobre todo, los grupos dirigentes de Aragón y de Cataluña por el apoyo incondicional que le habían ofrecido durante muchos años. Tras el cese del conde de Oropesa en 1691 las facciones cortesanas no lograrán ponerse de acuerdo para imponer un nuevo primer ministro, repartiéndose la influencia y el poder el almirante, el condestable, el marqués de Montalto y el conde de Monterrey a partir de 1693, pero la intervención cada vez mayor en los negocios de Estado de Mariana de Neoburgo, adalid de los intereses de los Habsburgo de Viena, en una coyuntura de especial relevancia ante la falta de un heredero directo al trono, facilitaron la pujanza del almirante hasta que en 1698 se produce un agrupamiento alrededor del conde de Oropesa, nombrado presidente del Consejo de Castilla y partidario de la candidatura del príncipe José Fernando de Baviera, si bien por poco tiempo, ya que el partido pro-francés provocó su caída en 1699 sin que ello supusiera el ascenso de un nuevo primer ministro, aunque el cardenal Portocarrero logrará imponer su influencia y su candidato, el duque de Anjou, siendo finalmente designado regente a la muerte de Carlos II hasta la llegada del nuevo soberano.
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La figura y obra de Hernández en los siglos XIX y XX Aunque la edición matritense no despertó a corto plazo tanto interés hacia la figura del protomédico como la romana, cabe decir que dejó una huella y que esta huella empezó a dar sus frutos en la segunda mitad del siglo XIX. En esos años, tanto en España como en México, Hernández llamó la atención de naturalistas, médicos e historiadores. En México este momento coincidió con un renacimiento mexicanista y Hernández pasó a ser una de las fuentes del saber antiguo. Investigadores como Joaquín García Izcabalceta, Francisco del Paso y Troncoso, Fernando Altamirano, Manuel Urbina y Nicolás León, entre otros, se preocuparon por conocer la vida y obra del médico toledano con un interés histórico-nacionalista. Este despertar se ha mantenido e incluso acrecentado en el siglo XX, en México, España y Estados Unidos. En realidad es en este siglo cuando por fin podemos abarcar en su plenitud la obra hernandina. En efecto, en 1926 se imprimieron en México las Antigüedades en edición facsimilar. En ella se da a conocer el manuscrito en latín conservado en la Academia de Historia de Madrid con el título De Antiquitatibus Novae Hispaniae, el cual incluía también el libro de la Conquista, De expugnatione Novae Hispaniae liber unus. Años después, en 1945, este mismo tratado apareció traducido al español por Joaquín García Pimentel, hijo de Joaquín García Icazbalceta. El traductor le antepuso dos paginas en las que ofreció algunos datos sobre la obra editada, lamentándose de no poder ofrecer un estudio introductorio, como hubiera querido. Sin embargo, la importancia de esta edición se agranda si pensamos que, por primera vez, se tornó asequible el trabajo histórico de Hernández en una lengua moderna y que, además, García Pimentel lo completó con un gran número de apostillas en las que señalaba las fuentes históricas usadas por nuestro protomédico. Casi simultáneamente a esta edición, el Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México sacó a la luz la Historia de las plantas de la Nueva España, 1942. Aunque también incompleta, esta nueva publicación mostraba al Hernández naturalista a un gran público que no tenía ninguna oportunidad de tener en sus manos las ediciones romana o madrileña. Por fin, en 1959, se acometió la tarea que había sido pospuesta por siglos, la edición de las Obras Completas, acompañada de amplios estudios y un adecuado aparato crítico. Esta tarea fue realizada por la Universidad Nacional Autónoma de México y en ella intervinieron historiadores, filólogos, lingüistas, médicos y naturalistas; entre ellos varios españoles que habían llegado a México como consecuencia de la guerra civil24. El esfuerzo de los participantes significó, después de siglos, la feliz culminación de la empresa indiana del protomédico. En efecto, las Obras Completas constituyen la entrega póstuma y bien lograda del saber hernandino, científico, filosófico e histórico. En ellas se recoge lo mejor de la edición romana, de la matritense, de los Quatro libros de la Naturaleza de fray Francisco Ximénez y de la Historia Naturae Maxime Peregrinae del padre Juan Eusebio Nieremberg25. Dentro de las Obras, el libro sobre las Antigüedades y la Conquista aparece en el tomo VI, según la traducción ya comentada de Joaquín García Pimentel. Está precedida de una breve Introducción de Miguel León-Portilla, en la cual destaca este investigador el atinado aprovechamiento que Hernández hizo de lo aportado por Sahagún y otros cronistas del XVI. Se señala también allí que tal libro no puede ser tenido como fruto de grandes investigaciones pero sí como una sagaz combinación de las propias observaciones de Hernández, con bien sopesados testimonios ajenos, todo en torno a las realidades culturales del mundo indígena26.
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En mitad de los años sesenta, mientras triunfa el pop y la nueva abstracción, algunos artistas en París -aunque no todos franceses- toman un camino diferente: recurren a la anécdota, cuentan historias para desvelar la cara oculta de su tiempo con una mirada corrosiva y comprometida. Son los pintores de la figuración narrativa, término que se debe al crítico Gérald Gassiot-Talabot y no se trata de un grupo, ni de un movimiento constituido, sino de una tendencia figurativa común a artistas que comparten intereses y formas plásticas en ocasiones muy semejantes. Los años 1964, con la exposición Mitologías cotidianas, y 1977, con Topino-Lebrun en el centro Pompidou, marcan el arco temporal en el cual la tendencia tiene su máximo desarrollo, aunque la mayor parte de los artistas sigue haciendo obras interesantes en los ochenta.Colocada entre el Nuevo Realismo y el pop, con los que tiene indudables puntos de contacto, existen también diferencias. El Nuevo Realismo valora sobre todo la apropiación del objeto y su lenguaje, mientras la Figuración Narrativa prima el contenido -el tema- y plantea una reflexión sobre sus propios medios (la pintura). El pop por el contrario se limita a hacer constataciones objetivas y a poner el tema entre paréntesis.Se sitúan como testigos críticos del mundo en el que viven, pero no renuncian a la pintura; al contrario, hacen pintura de historia. Enfrentados ellos también a las imágenes de los media -la televisión, el cine, la publicidad, los comics...- no se limitan a tomar esas imágenes, a apropiarse de ellas, a hacer inventario; las utilizan y, partiendo de ellas, cuentan hechos contemporáneos.Lejos de los efectos matéricos y de los gestos informalistas, pintan con formas planas y colores ácidos, que dan a sus obras un aspecto frío y riguroso, como un espejo que devuelve a la sociedad la imagen de todo aquello que preferiría ocultar.El padre de todos ellos es Jean Hélion (1904-1987), un pintor que a finales de los años treinta, y partiendo del neoplasticismo, empieza a hacer pintura figurativa sin renunciar a los aspectos de la abstracción que le son útiles -tintas planas, formas sencillas...- y situándose a contracorriente el resto de su vida. El motivo de su cambio fue la separación que veía entre el arte y la vida: "(...) yo sufría hasta entonces una contradicción imposible: pintar ocho horas al día en un estilo y vivir en otro (..) bebiendo, comiendo, amando..."- y sus convicciones políticas también contribuyeron. Arroyo le rinde un homenaje mitad plástico y mitad político en 1974, Jean Hélion, evadido - En camino de Pomerania hacia París (París, Centro Pompidou), jugando con su doble huida del campo de concentración en el que estuvo prisionero y de la abstracción. Hélion se anticipa a la Figuración Narrativa, y también a los Nuevos Realistas, en su interés por los temas urbanos, cotidianos y contemporáneos con los que crea, según sus propias palabras, una cierta mitología cotidiana.Uno de los cabezas de fila de esta tendencia es Valerio Adami (1935), un italiano que trabajó en Londres y París y que pinta con grandes superficies de color planas y fuertes contornos negros, como viñetas; como casi todos ellos recurre con frecuencia a los símbolos, la metonimia y los deslizamientos semánticos; además suele dar explicaciones escritas sobre sus pinturas. De Henri Matisse trabajando en un cuaderno de dibujo (1966, Milán Studio Marconi), dice: "Yo me pongo en el lugar de Matisse mientras trabaja, vistiendo un traje azul a lo Stirling Moss. Asocio el lápiz como falo a las palabras de Matisse: Tengo colores, una tela, y debo expresarme con pureza".Uno de los temas sobre los que estos pintores reflexionan plásticamente, es el papel del pintor y la historia de la pintura. Gilles Aillaud (1928) utiliza de manera recurrente la imagen del zoo y los animales salvajes para plantear la actitud del espectador ante la obra de arte: visitante, guardián o fiera. Télémaque (1937) juega con el poder de identificar y de nombrar los objetos, en imágenes que son inseparables del texto.
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Los matrimonios de conveniencia vuelven a ser motivo de sátira en esta imagen, mostrándonos Goya la dama enmascarada y al marido con una enorme cabeza, acariciando la joven los cuernos que pronto manifestará el solícito esposo. El sí pronuncian o Tántalo son otras referencias en los Caprichos mientras que La boda es una de las alusiones a este tema realizadas sobre lienzo.
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Los filósofos musulmanes buscaron la construcción de un sistema de búsqueda de la verdad con medios racionales, aunque nunca se pudo integrar o coordinar con la fe revelada y, al cabo, la filosofía permaneció como un elemento extraño, poco influyente y minoritario en el seno de la cultura islámica, e incluso fue condenada por los ortodoxos rigoristas aunque ya el más antiguo de aquellos filósofos, al-Kindi había expresado el principio de que nada derivado de la reflexión filosófica podía ser contradictorio u opuesto a la fe. A pesar de tantas limitaciones, sus cultivadores son hoy conocidos por la profundidad de su pensamiento y por la influencia que ejercieron en algunos aspectos del renacimiento filosófico europeo, posterior en varios siglos. El punto de partida era el neoplatonismo de la Antigüedad tardía, al que se añadieron posteriormente los comentarios y reflexiones sobre la obra de Aristóteles. Desde comienzos del siglo IX a mediados del XI, los principales autores trabajan en Oriente Medio. El persa Al-Razi entendía la realidad a partir de cinco principios eternos (Demiurgo, alma universal, materia, espacio y tiempo), introduciendo elementos maniqueos y otros relativos a la eternidad del mundo que no eran compatibles con el Islam: en él se hallan los grandes temas que preocuparon a aquellos filósofos, tales como la condición creada o eterna del universo o la suerte del ser personal más allá de esta vida. La metafísica de al-Farabi pretendía combinar neoplatonismo y esoterismo si´i desarrollando la teoría de las diez inteligencias que emanan una a partir de otra desde el principio o Ser Supremo; la última, inteligencia activa, única accesible a los hombres es, sin embargo, suficiente para permitirles el conocimiento del ser y su participación en él. Al Farabi tocó también cuestiones éticas y sociales, con criterio platónico, en su "La ciudad perfecta". En el primer tercio del siglo XI, Miskawayh en el campo de la ética y, sobre todo, Ibn Sina (Avicena, m. 1037) en el de la metafísica y la teoría política, llevaron la falsafa a su culminación pues el rechazo religioso y político, encabezado por autores ilustres como al-Gazali, impidió ir más allá. Con la excepción del iraní al-Suhrawardí (m. 1191), la filosofía sólo encontró nuevos cultivadores de relieve en al-Andalus donde ya había destacado Ibn Masarra (m. 931): en el siglo XII escribieron Ibn Bayya (Avempance, m. 1138), Ibn Tufayl y, en especial, Ibn Rusd (Averroes, m. 1198), una de las cumbres de la filosofía medieval, que combinaba sus conocimientos jurídicos y la práctica de la medicina con una capacidad excepcional de reflexión: fue el único filósofo musulmán capaz de asimilar y comentar la obra de Aristóteles, rompiendo con siglos de neoplatonismo; por eso tendría tanta influencia en los medios intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XIII, empeñados en una revolución hasta cierto punto comparable.
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El carácter sobrio y práctico de los romanos no será muy compatible con la filosofía por lo que la influencia griega en este campo es fundamental. Durante los siglos II y I a.C. alcanzarán un importante desarrollo dos escuelas filosóficas helenísticas: el estoicismo y el escepticismo. Ambas corrientes serán fundidas por Cicerón, hombre ecléctico que consideraba uno de sus objetivos la difusión de la filosofía griega. No profundizó en el desarrollo de los conceptos por lo que es considerado más bien un divulgador de los postulados filosóficos griegos. Lucrecio (98-54 a.C.) es presentado como el gran filósofo de la República. Sus bases se asientan en Epicuro, utilizando la filosofía para liberar a los seres humanos de los temores que traía el momento que le tocó vivir: las Guerras Civiles de César y Pompeyo. Presenta un cuadro de la naturaleza y la sociedad en constante desarrollo, en movimiento. Durante el Imperio, el eclecticismo que caracteriza la filosofía romana se afianza como nos demuestra el propio Séneca. La naturaleza le interesa desde el aspecto ético-religioso. La escuela estoica y Epicuro serán sus bases, manifestando que a través de la filosofía se alcanza la tranquilidad de conciencia e independencia interior que el ser humano necesita. Reconoce la igualdad de todos los hombres, exalta la vida sencilla y rechaza la riqueza. La corriente filosófica por excelencia en la época imperial será el estoicismo al potenciar el intimismo como rechazo al complicado momento que se estaba viviendo con una inminente catástrofe social. Como ejemplo encontramos a Epicteto, liberto seguidor y continuador de Séneca. El emperador Marco Aurelio avanzó en la línea estoica, otorgando cada vez mayor peso a la cuestión social ya que el ser humano forma parte de la sociedad como miembro y todos sus actos tienen que estar en sintonía con la vida social. Durante el siglo II las cuestiones religiosas llenarán los planteamientos filosóficos. Los cultos orientales se difundieron, especialmente el cristianismo, alcanzando un importante grado de desarrollo durante el siglo IV cuando es admitido como religión oficial del Estado.