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La Exposición Internacional de Barcelona de 1929 constituyó un gran acontecimiento para la ciudad de Barcelona, no sólo desde el punto de vista cultural y económico, sino también desde el ideológico, el urbanístico y el arquitectónico. El esfuerzo constructivo i urbanístico que supuso nos dejó como herencia una gran cantidad de palacios, pabellones y construcciones diversas: el Teatro Griego, el Pueblo Español, el Estadio Olímpico, los palacios de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el Pabellón de la Ciudad de Barcelona, la Casa de la Prensa, las Torres Venecianas, la Fuente de Jujol, etc. Desgraciadamente muchas de las construcciones desaparecieron inmediatamente después de la clausura de la Exposición, y otras fueron demolidas a lo largo del siglo XX, en muchas ocasiones para ser sustituidas por otros edificios más al gusto de las nuevas modas, que no por eso más adecuados a las funciones requeridas. El año 1905 el arquitecto, erudito y político catalán Josep Puig i Cadafalch publicaba un artículo en el influyente periódico de la época "La Veu de Catalunya" con el título de "A votar! Per l´Exposició Universal". En él, el político solicitaba el voto para el Partido de la Lliga Regionalista. Pero iba más allá, reclamaba una nueva Barcelona, que se había de materializar gracias a la celebración en la ciudad de una nueva exposición universal que, al igual que la celebrada en 1888, sirviera para catapultar a Barcelona hacia la modernidad y el futuro. La idea propuesta planteada por Puig i Cadafalch encontró un magnífico valedor en la persona de Francesc d´Assís Mas, uno de los dirigentes de la institución empresarial Fomento del Trabajo Nacional. Mas asumió plenamente el rol de portavoz del proyecto, y fue él quien llevó a cabo todas las negociaciones con las instituciones y organismos oficiales que se implicaron en la realización de la nueva exposición. Fruto de su constante trabajo fue la creación, el año 1913, de una comisión mixta encargada de la organización del evento. En ella se encontraban representantes del Fomento Nacional del Trabajo y del Ayuntamiento. El cargo de comisarios de la organización recayó en Françesc Cambó, Joan Pich i Pon i en el propio Josep Puig i Cadafalch. Una vez decidida y aprobada la celebración de la Exposición, se dio inicio a un debate abierto y polémico sobre la elección del lugar en el que se celebraría la misma. De hecho, la ciudad se encontraba en pleno proceso de expansión y ofrecía diversas posibilidades, todas ellas con ciertos atractivos o justificantes lo suficientemente razonables como para ser elegidas. Los lugares que saltaron a la palestra fueron: 1. El Gran Bosque, cerca del río Besós. 2. La plaza de las Glorias Catalanas 3. Una solución mixta entre las dos primeras, unidas por una gran avenida, propuesta por el arquitecto Manuel Vega. 4. Los terrenos de la Ciudadela, en donde ya se había celebrado la Exposición Universal de 1888. Esta cuarta propuesta, menos ambiciosa y menos costosa que las restantes, era defendida con el argumento que otras ciudades (París, por ejemplo) ya habían celebrado varias exposiciones en un mismo emplazamiento. 5. La barriada de Galvany, por encima de la avenida Diagonal, con el razonamiento lógico de urbanizar la ciudad en dirección a la denominada "Zona Alta" y los núcleos de Sarrià y Sant Gervasi. 6. Montjuïc, que ya había sido comenzada a urbanizar tímidamente desde el año 1872. Presentaba el grave inconveniente de ser el único emplazamiento de los propuestos que no era llano. Hasta aquel momento ninguna ciudad del mundo había celebrado una exposición internacional en un espacio que no fuera llano. Finalmente se adoptó una decisión drástica y que acarreó mucha polémica al elegir la última de las opciones, la montaña de Montjuïc, con la explanada en la que se encontraba el cruce de la antigua carretera de Madrid y la Gran Vía de las Cortes Catalanas, que acabaría siendo la plaza España. Dos fueron los aspectos que generaron la polémica de la elección: 1. Se contradecía el Plan Jaussely. Este plan, del arquitecto francés Léon Jaussely, había ganado el concurso internacional convocado por el Ayuntamiento de Barcelona el año 1903 bajo el lema: "Concurso Internacional sobre anteproyectos de enlace de la zona del Ensanche de Barcelona y de los pueblos agregados entre sí con el resto del término municipal de Sarrià y de Horta". El plan criticaba la monotonía y la capacidad de adaptarse a la realidad topográfica de Barcelona del Plan Cerdà. A pesar de no llevarse a cabo en muchas de sus partes, el Plan Jaussely fue el fundamento sobre el que se asentó toda la nueva urbanística y la arquitectura barcelonesa de la primera mitad del siglo XX. Además este Plan potenciaba más la zona de la plaza de las Glorias Catalanas, en el extremo opuesto de la Gran Vía de las Cortes Catalanas, emplazamiento totalmente llano y, en principio más apropiado para la celebración de la Exposición, amén de lindar con las barriadas industriales de Sant Martí y del Poble Nou. Por si esto fuera poco los organizadores se encontraron con la oposición de aquellos que habían especulado con la posibilidad (para muchos la más probable) que la zona de las Glorias Catalanas fuera la elegida, comprando terrenos a la espera de poder venderlos a mejor precio para la exposición. 2. El segundo punto de discordia, ya apuntado anteriormente, era la propia topografía de la montaña de Montjuïc. En aquella época era una montaña casi sin urbanizar, abrupta y apartada de la ciudad. De hecho, se trató de una decisión bastante arriesgada para la época. Por otra parte no dejaba de ser sorprendente que la decisión surgiera de la Lliga Regionalista, y que optará por un lugar llamado plaza España en detrimento de otro llamado de las Glorias Catalanas, con la connotación política, social y cultural que ello conllevaba. La montaña de Montjuïc se comenzó a urbanizar el año 1872 a raíz de los estudios urbanísticos realizados por Ildefons Cerdà que acarrearon la creación de nuevos barrios entre los que se encontraban los de Sant Beltrà, de los arquitectos N. Aran (1867) y J. Fontseré (1875), y el de La Fransa, del arquitecto J. Amargós (1890). Pocos años después, el mismo Josep Amargós presentó el anteproyecto que supuso el inicio definitivo de la recuperación de la montaña para la ciudad de Barcelona. Cuando, en 1914, el espacio fue definitivamente seleccionado para la celebración de la Exposición de 1929, Montjuïc fue declarado espacio de utilidad pública. A pesar del interés declarado en el proyecto, éste se fue materializando de manera lenta, hasta el punto que, en el momento de inauguración de la Exposición, algunos de los elementos más significativos de la misma, como la Fuente de la plaza España, aún no se habían acabado. Podemos diferenciar dos fases en la construcción de los palacios, pabellones e infraestructuras de la misma: 1917-1923 y 1927-1929. Entre 1917-1919 se produce el ajardinamiento de diversas fincas de la montaña de Montjuïc, a cargo del arquitecto francés Jean-Claude Nicolas Forestier. Entre 1919-1923 se procede a la construcción de los palacios de Alfonso XIII y de Victoria Eugenia, según proyecto de Josep Puig i Cadafalch, así como la Urbanización de Miramar, en la que intervinieron diversos arquitectos: A. Font y E. Saigner (1917); Jean-Claude Nicolas Forestier (1919) y F. Romeu (1919). En la segunda fase, entre 1927-1929, se llevó a cabo la construcción de los restantes palacios y pabellones, bajo la dirección de diversos arquitectos, y la construcción del Juego de Agua y Luz, según proyecto y dirección de Carles Buïgas. El 19 de mayo de 1929 se inauguraba oficialmente la Exposición Internacional de Barcelona. En 1930 se procedió a la demolición de los pabellones y de parte de los palacios. A pesar de ello algunos de los elementos de la exposición se conservaron, destinándolos a usos culturales o lúdicos: - Palacio Nacional, que se convirtió en Museo de Arte de Cataluña (actual Museo Nacional de Arte de Cataluña) en 1934. - Palacio de las Artes Gráficas, readaptado en Museo de Arqueología de Cataluña. Las obras se iniciaron en 1932 y se inauguró oficialmente en 1940. - Palacio de la Agricultura, que fue destinado a Mercat de les Flors (Mercado de las Flores) e instalaciones deportivas. - Pabellones de la Metalurgia, Comunicaciones y Transportes, Textil, Alfonso XIII y Victoria Eugenia, convertidos en pabellones de la Feria de Muestra de Barcelona. - Palacio Real, actualmente residencia de la familia real española en sus visitas oficiales a la ciudad o a Cataluña. - Pueblo Español. -Teatro Griego. - Estadio Olímpico. - Fuentes, jardines, cascadas y escaleras. Los edificios del complejo de la Exposición de 1929 son un magnífico ejemplo de la arquitectura académica que imperaba en Cataluña durante la primera mitad del siglo XX, una vez acabado el modernismo, formas también vigentes en Europa y en Estados Unidos. Lo realmente importante de la concepción de los palacios no fue, en ningún momento, su estilo, sino la sucesión de elementos compositivos y espaciales. De hecho, lo que se pretendía era establecer una serie de ejes y simetrías que realzaran la importancia del eje principal plaza España - Palacio Nacional. De todo el conjunto podríamos destacar el Pabellón de Alemania, diseñado por el arquitecto Mies van der Rohe, demolido en 1930, pero reconstruido entre 1983 y 1986. Otro aspecto que quisiéramos destacar son los jardines. De entre todos ellos son especialmente interesantes los proyectados por Jean-Claude Nicolas Forestier y su colaborador Nicolau Maria Rubió y Tuduri. El primero fue contratado personalmente por Francesc Cambó, uno de los comisarios de la Exposición. Su concepción del jardín se identificaba plenamente con los idearios Noucentistes de recuperación de la cultura tradicional mediterránea como rasgo definidor de la cultura catalana. Los dos artífices, sin entrar en consideraciones políticas, intentaron sintetizar en sus jardines todas las culturas que habían desarrollado a lo largo de la historia los jardines en el Mediterráneo; eso sí, realizando una reinterpretación de los modelos totalmente libre y personal.
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Se trata, en efecto, de una batalla artística de larga trayectoria, que entra también ahora en un momento crucial. Merece la pena introducirse en ella a través de un texto de Jenofonte, en el que se nos recuerda cómo Sócrates, conversando con Parrasio, le insistió en la posibilidad de reflejar en los ojos de los personajes pintados los caracteres y las vivencias del alma: "Y con motivo de las dichas y las desgracias de los amigos, ¿te parece que tienen igual el rostro los que se preocupan de ellas y los que no?" "A fe mía que no, desde luego -dijo (Parrasio)-: pues con las dichas se les ponen radiantes y con las desgracias sombríos." "Así que entonces -dijo él- también esos rasgos es posible reproctucirlos." "Ya lo creo", respondió. "Bien, pues lo cierto es que también la arrogancia y la dignidad, así como la humillación y la vileza, la templanza y la inteligencia, igual que la desmesura y la zafiedad, así por el rostro como por las actitudes de los hombres, ya parados ya en movimiento, se trasparecen." "Verdad es como dices", respondió. "Así que también entonces son esos rasgos imitables." "Sin duda alguna", dijo." (Comment., III, 10, 4-5; trad. de A. García Calvo). En este importante diálogo, Sócrates plantea, aunque revueltas, distintas problemáticas expresivas del arte griego. Por una parte cita el "éthos", el carácter moral de una persona (dignidad del dios, modestia del atleta, belicosidad del guerrero, salvajismo del centauro), algo que la plástica helénica llegó a dominar ya en la primera mitad del siglo V a. C., aunque algunos artistas, como Policleto, fuesen impermeables a sus matices. Por otra parte, en cambio, se plantea el "páthos", la expresión de los sentimientos momentáneos. Este campo era mucho menos conocido para los artistas griegos a fines del siglo V a. C., y se puede decir que, salvo en algún campo concreto, como las máscaras teatrales y algunas obras, que parecen derivar de ellas (por ejemplo, el Marsias de Mirón), era prácticamente ignorado: Es efectivamente en la segunda mitad del siglo cuando, como hemos señalado, empieza a ponerse de relieve el amplio mundo del sentimiento personal, y a valorarse las pasiones del alma. En este sentido, ¿cómo no recordar las grandes figuras, femeninas en particular, del teatro de Eurípides, consumidas por el amor, los celos o el odio? Eurípides había sido poco aceptado en vida, e incluso pudo ser objeto de duras sátiras, pero no es casualidad que desde el momento en que murió (406 a. C.) se convirtiese en el maestro más representado e imitado de toda la escena ática, y con diferencia: la hora de los sentimientos había llegado, barriendo la majestuosa dignidad de la tragedia de Sófocles. Frente al destino fatal, que marca una vida entera, se levanta ahora la pasión como motor de tramas inmediatas. El cuadro de Pirítoo muestra unas caras de dramatismo esquemático en el centauro e Hipodamía; en ambas, apenas se oculta el origen de máscara teatral; y es que todavía nos hallamos en el principio del proceso. Según nos cuentan varias fuentes, uno de los cuadros más famosos de la época -fue un Sacrificio de Ifigenia pintado por Timantes de Citnos, rival de Parrasio: "Tras haber pintado la aflicción en los rasgos de todos los asistentes, y sobre todo del tío (Menelao), puso un velo ante la cara del padre (Agamenón), porque se sentía incapaz de darle una expresión dina de su dolor" (Plinio, NH, XXXV, 73). Decididamente, la conquista del páthos empezaba a sentirse como algo necesario, pero no se sabía aún bien cómo conseguirla.
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Así pues, en estos manuales se describía todo un código sobre la exteriorización de la viudedad; en primer lugar, los moralistas se preocuparon por la correcta forma de expresar su dolor. Vives, como la mayoría de los tratadistas, en su Instrucción de la mujer cristiana consideraba que era bueno que la viuda llorase: La buena mujer, muerto su marido, sepa haber recibido el mayor daño y perdimiento que venir le podía ..., causa en verdad de justo dolor de honestas lágrimas y de llanto no digno de reprehensión. Mi fe, yo no sé qué señal de bondad es no llorar al marido muerto. Gráfico Pero este llanto debía ser comedido y sincero. Francisco de Quevedo se encargó de criticar y ridiculizar tanto a las plañideras, como a las viudas que lloraban para guardar las apariencias. En El mundo por de dentro denunciaba la falsedad que acompañaba los lamentos de una viuda y sus amigas: Oye; verás esta viuda, que por defuera tiene un cuerpo de responsos, cómo por de dentro tiene una ánima de aleluyas; las tocas negras y los pensamientos verdes. .... Con hablar un poco gangoso, escupir y remedar sollozos, hacen un llanto casero y hechizo, teniendo los ojos hechos una yesca .... Y advertid que el día de la viudez es el día que más comen estas viudas, porque para animarla no entra ninguna que no le dé un trago, y le hace comer un bocado. Por otro lado y, acorde con la creencia en la vida eterna, la Iglesia condenaba los llantos excesivos. De esta forma, las viudas debían ser discretas en sus lamentos, pues no podían olvidar la verdad de la Resurrección. Al fin y al cabo, si su esposo había sido piadoso descansaría eternamente. En palabras de Vives: Llore, pues, la viuda a su marido con verdadero dolor, mas no de voces, no se dé golpes con las manos, no se lastime ni se haga mal, ... conozcan las otras su dolor sin que ella lo quiera mostrar. En conclusión, deje los ademanes, y quédese con las lágrimas honestas y llenas de caridad. ... Ponga en su corazón la mujer desconsolada ser nuestras almas inmortales, y esta vida mortal ser carrera para otra que es eterna, estábile y felicísima. En resumen, la imagen de la viuda virtuosa iba asociada a aquella que supiera mostrar su pérdida de forma comedida y sincera. Pero la mujer no sólo debía llorar la falta de su compañero, también debía honrar su memoria. Los autores encontraron para las viudas de su época modelos perfectos en la Antigüedad: como Artemisa la cual, tras erigir un templo en memoria de su marido, el rey Caria Mausoleo, bebió las cenizas del difunto dándole así sepultura eterna en su propio cuerpo; o la virtuosa Antonia, mujer de Druso, quien, tras la muerte de éste y con sobria austeridad, decidió dormir siempre junto a su suegra; y, finalmente, Penélope que, sin ser viuda, se comportó como tal guardando la ausencia de su marido durante veinte largos años. La Cristiandad, por su parte, también ofrecía grandes ejemplos: como Judith que, tras enviudar, apenas salía de su casa, ayunaba todos los días y llevaba un cilicio sobre su cuerpo; o Santa Irene, otra muestra de gran piedad cristiana. Pero las viudas de la Edad Moderna tenían a su disposición instrumentos menos dramáticos para honrar la memoria de sus esposos: las honras fúnebres. La mujer del difunto era consciente de que su buen nombre en la comunidad dependía de lo memorable que fuera la despedida ofrecida a su esposo. Así, a medida que a lo largo del siglo XVI y XVII estas 'muestras de amor' fueron complicándose, el clero manifestó su preocupación por el fuerte desembolso que realizaban las viudas en el último adiós a sus maridos. En Irlanda, por ejemplo, la vigilia fúnebre superaba los gastos de un banquete nupcial pues la viuda, aunque a penas se lo pudiera permitir, ofrecía a sus vecinos un costoso entretenimiento público. Finalmente fue el Estado el que intervino a través de sus leyes suntuarias. Sirva de muestra las diferentes pragmáticas en contra de los excesos en los banquetes, en los gastos en cera y en los lutos decretadas por las Cortes navarras a lo largo del Quinientos y Seiscientos (Cortes de Tudela de 1558 y 1565, Cortes de Pamplona de 1572 y Cortes de Corella de 1695). Como con el llanto, Vives se mostró en contra de tanto exceso: Créame la viuda que la verdadera honra está en la memoria de las personas, no en la pompa de los enterramientos ni en los sepulcros de mármol ... que todos ruegan a Dios sobre la sepultura del bueno, por humilde y pobre y baja que sea. Pero esta reiteración en consejos y leyes no hace sino evidenciar la actitud de las viudas; si tenía que escoger, una mujer que acababa de perder a su marido prefería ver peligrar su hacienda antes que su reputación.
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En 1570 Doménikos se traslada a Roma, donde recibirá la protección del cardenal Alejandro Farnesio. En la Ciudad Eterna realiza un buen número de obras en las que se aprecia claramente la evolución de su estilo, como observamos en la Expulsión de los mercaderes del templo, si la comparamos con la que realizó años atrás y que hoy guarda la National Gallery of Art de Washington. Este tema será uno de los preferidos por el arte de la Contrarreforma ya que se aprecia una prefiguración de la lucha entre la Iglesia católica y la herejía protestante. Algunos papas lo eligieron como reverso de medallas conmemorativas y El Greco lo empleará en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. La figura de Cristo preside la escena, vestido con sus habituales colores que simbolizan martirio y eternidad. Tras él se aprecia el marco arquitectónico, mucho más espectacular y clásico en esta ocasión al introducir columnas y edificios romanos. La composición está formada por diferentes grupos que se articulan perfectamente en el espacio, gracias al papel unificador de la luz y del color. Las figuras que los componen están perfectamente tratadas, interesándose por sus anatomías, ahora mucho más escultóricas. De esta manera, Doménikos otorga mayor monumentalidad al conjunto, en una escena plenamente conseguida. La influencia de los grandes maestros continúa presente al mantenerse las grandes líneas de la obra con respecto a la realizada en Venecia. Así, encontramos el colorido y la iluminación de la Escuela veneciana, la tensión dramática de Tintoretto o las figuras de Tiziano, sin olvidar las referencias a Miguel Ángel, quizá el artífice indirecto de la evolución de Doménikos. En la esquina inferior derecha encontramos cuatro retratos con los que el pintor homenajea a sus maestros; son los bustos de Tiziano, Miguel Ángel, Giulio Clovio y un personaje desconocido que se identifica con Rafael o Correggio. La personalidad de Miguel Ángel inspiraba en Doménikos una doble opinión ya que le consideraba un excelente dibujante y escultor pero un deficiente colorista, criticando en numerosas ocasiones la obra del florentino, lo que le valió la enemistad de algunos artistas como Giorgio Vasari. Algunos especialistas opinan que su marcha de Roma fue motivada precisamente por las críticas al Juicio Final de la Capilla Sixtina. Con esta obra El Greco se incorpora al lenguaje del Renacimiento, olvidando sus raíces bizantinas. Sin embargo, aún le quedaba mucho camino por recorrer.
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Nixon había defendido llevar a cabo un programa de "vietnamización", que sirvió para formar un Ejército sudvietnamita de un millón de personas con un armamento muy moderno, mientras reducía los 550.000 hombres propios a los que se había llegado a tan sólo a 20.000 y las bajas del 28 al 1% del total. Al mismo tiempo, no tuvo el menor inconveniente en dar la sensación de no pararse en barras en cuanto a los medios de actuar a la hora de liquidar la guerra. Incluso no tuvo inconveniente en aparecer como un enloquecido agresor, peligroso precisamente por serlo. La invasión de Camboya en 1970 no sirvió para otra cosa que para trasladar al interior de este país los santuarios guerrilleros, pero les hizo a los norteamericanos, además, incrementar su presencia política y militar en la región, dando la sensación que imponían sus Gobiernos. En 1971 los sudvietnamitas intervinieron también en Laos. A su vez, en marzo de 1972 se produjo una invasión de tropas regulares de Vietnam del Norte acompañadas por tanques rusos. Se produjo entonces, como réplica, una escalada de bombardeos norteamericanos acompañada también del minado de los puertos norvietnamitas. Ninguna de ambas acciones tuvo un resultado decisorio. Mientras tanto, tenían lugar en París las negociaciones entre norvietnamitas y norteamericanos. En sus escritos, Kissinger ha dejado clara la dificultad para llegar a un acuerdo. Después de una intervención carente de justificación, los norteamericanos "no podíamos retirarnos de una empresa que implicaba a dos administraciones, cinco países y decenas de miles de muertos como quien cambia de canal". Pero, al mismo tiempo, la oposición causaba graves problemas: "las palomas demostraron ser una malvada especie de pájaros" porque no parecían ver las dificultades objetivas existentes para llegar a una solución y sólo servían para deteriorar la propia postura. En la negociación, los norteamericanos se encontraron con un enemigo absolutamente implacable, sin ningún interés en llegar a un acuerdo que implicara cesión alguna o sin preocupación por sus bajas, lo que era por completo inédito en la diplomacia norteamericana. "El leninismo de Le Duc Tho -ha escrito Kissinger- le había convencido de que él comprendía mis motivaciones mucho mejor que yo mismo". Al acuerdo se llegó tan sólo en enero de 1973 pactando el abandono de los norteamericanos, la formación de un Gobierno provisional y elecciones. Cuando los norteamericanos lo trataron de llevar a la práctica se enfrentaron con Thieu: los sudvietnamitas pretendieron nada menos que 69 cambios en lo ya suscrito. Hasta tal punto había llegado la sustitución por los norteamericanos de aquellos a quienes habían querido ayudar. Mientras tanto, en Laos los comunistas se habían hecho ya con el poder y los norvietnamitas no hacían nada ni remotamente parecido a mantener la fidelidad a lo acordado, lanzando ataques que motivaron sucesivos bombardeos norteamericanos. El mismo día del alto el fuego violaron los acuerdos 29 veces y argumentaron que los carros de combate con los que cruzaban la frontera servían, en realidad, para transportar alimentos. Las perspectivas eran, pues, malas y se confirmaron cuando el legislativo norteamericano ató las manos del ejecutivo. "Perdimos el bastón por Indochina y la zanahoria por la cuestión de la emigración judía", escribió luego Kissinger. Aludía a que el presidente Nixon perdió la posibilidad de actuar en el terreno militar y además se vio impedido de poder hacerlo de forma indirecta a través del comercio con los soviéticos. En la práctica, pues, lo acordado no sirvió para otra cosa que para establecer un plazo antes de la reanudación de los combates, ya sin la participación de los norteamericanos, que en marzo de 1973 habían evacuado Vietnam. Lo que vino a continuación fue comparado por un dirigente de la CIA, Colby, con un derrumbamiento como el de Francia en 1940. Thieu llegó a controlar el 85% de la población sudvietnamita, pero en 1974 padeció un virtual abandono absoluto por sus antiguos aliados: al votar el legislativo norteamericano una cantidad de ayuda que era la mitad de lo propuesto por el Gobierno, el resultado fue el desmoronamiento moral de Vietnam del Sur. En abril de 1975 los Khmers rojos se apoderaron de Camboya. El ataque realizado por los norvietnamitas y el Vietcong a continuación supuso la sorpresa para los atacantes de concluir con una victoria absoluta cuando la ofensiva final estaba preparada para un año después. En poco tiempo se implantó un régimen comunista que tuvo muy poco en cuenta a buena parte de los que habían combatido por la liberación.
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Presenta las mismas características que el primero de los lienzos de la serie sobre Los Sacramentos realizados para su amigo Cassiano dal Pozzo, El Matrimonio, al que remitimos para su lectura. Éste sobre la Extremaunción podría compartir el honor de ser el primero de los siete, junto con aquél. Cada una de las partes del cuadro, en su división por grupos de figuras, se inspira en una fuente que, dada la ausencia de un precedente concreto sobre el asunto, Poussin ha vinculado a través del papel concreto que desempeñan. Cada figura se vincula con la narración a partir del grado de familiaridad con el difunto. Las dos fuentes principales son el conocido sarcófago de Meleagro, de época clásica, y una obra sobre San Jerónimo del Domenichino.
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En la Edad Media, época en la que la muerte aparecía como uno de los elementos característicos de la vida cotidiana, resultaba imprescindible disponer todo lo necesario para lograr al fin la tan ansiada salvación. Cuando el desenlace parecía inevitable debía recibirse el último sacramento: la extremaunción. Verdadera preparación para la partida al más allá, la unción de los moribundos tenía la finalidad de lograr la curación del enfermo, no tanto desde el punto de vista físico (aunque la imaginación popular lo afirmara a veces) como desde el moral. Este aspecto de la remisión final de los pecados fue precisamente destacado por los escolásticos, siendo universalmente admitido en 1274 por el II Concilio de Lyon. Durante la Plena Edad Media el sacramento, sin embargo, distó mucho de alcanzar una difusión masiva. De hecho, la mayoría de los laicos vieron siempre la extremaunción como un sacramento de nobles, pues en efecto muchos de ellos lo utilizaban como medio de ingreso en una orden religiosa (professio ad succurrendum), solucionando así los espinosos temas de la sepultura perpetua -y hereditaria- y de las oraciones post mortem. Otro problema añadido fue el de la similitud del rito sacramental con los de la ordenación y penitencia pública de la que algunos deducían la irrepetibilidad de la extremaunción. Aunque los autores eclesiásticos afirmaran su iteración, la mayoría identificó al sacramento con el abandono del mundo, rechazándolo o recibiéndolo todo lo más en plena agonía.
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Chantelou, el principal protector francés de Poussin, junto a Pointel, deseaba poseer una copia de la serie de Sacramentos pintados para Cassiano dal Pozzo unos años antes. Pero Poussin encontró diversos problemas para que fuera realizada: ni Dal Pozzo se decidía a conceder la autorización ni encontraba en Roma copistas capaces. Un error en la elección del copista podía arruinar su reputación en París. Esta es la razón de que se decidiera a realizar de nuevo toda la serie, lo cual le daba la oportunidad de actualizarla según su nueva concepción. El primero de los lienzos pintados fue éste, ejecutado en 1644. Es un lienzo impregnado de moral estoica y pasión por la reconstrucción arqueológica. Por ejemplo, las armas colgadas al fondo de la habitación nos indican que se trata de un oficial romano a punto de morir. Sus modelos son, como es habitual, Rafael y la escultura clásica, aunque dejan traslucir la influencia de sus lecturas de autores antiguos y renacentistas. La luminosidad es a la vez natural y artificial, en un entorno de interior representado con severa simetría y austera separación de los distintos planos. Desde un punto de vista formal posee un menor grado de vitalidad que la primera serie.
obra
Para la realización de la segunda serie de los Sacramentos, llevada a cabo entre 1644 y 1648 para su amigo y mecenas Chantelou, realizó Poussin numerosos dibujos preparatorios. Uno de ellos es éste, perteneciente a los estudios previos de La Extremaunción. Las diferencias respecto al lienzo son mínimas, especialmente en cuanto a la iluminación, inusualmente oscura en el cuadro. Los elementos son puramente clásicos, de manera que, a pesar de representar uno de los más importantes temas cristianos, posee todo el aspecto y la fuerza del tema antiguo de la muerte del héroe. Podría ser, en su armoniosa serenidad, considerada una obra autónoma.