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La guerra chino-japonesa fue un anticipo de la mundial. El 7 de julio de 1937, a raíz de un tiroteo en Pekín (puente de Marco Polo), se extendió mientras el Gobierno nacionalista de Nankin expresaba su voluntad de combatir hasta el final y pactaba la resistencia común con el Gobierno comunista de Mao. Los japoneses bombardearon por sorpresa Shanghai y desembarcaron en sus inmediaciones, mientras otro ejército avanzaba por el norte de China y un tercero actuaba en la cuenca del Yangtse, hasta ocupar Nankin en diciembre. El año 1938, un nuevo desembarco en Tsinstao presagió una ofensiva que concluyó con la unión en Suchou de los ejércitos japoneses del norte y del Yangtse. El Gobierno de Chiang Kai-chek se refugió en Chungking, a orillad del alto Yangtse, ciudad que en un solo año pasó de 200.000 habitantes a 1.000.000. Allí se concentraron los almacenes, las fábricas de municiones, los servicios administrativos y hasta los estudiantes nacionalistas con sus profesores. El choque entre la China rural del interior y los recién llegados fue completo, y duró lo que la guerra, porque los japoneses no pudieron llegar a aquella región de difíciles comunicaciones. En el otoño de 1938 habían ocupado la China desarrollada, avanzando a lo largo de los ferrocarriles, pero, en marzo de 1939, los chinos lograron detener su avance. La inmensidad del país quedó reticulada por la ocupación japonesa que dominaba sólo las grandes ciudades y las vías de comunicación. Enormes espacios quedaban vacíos y abandonados por las temerosas autoridades del gobierno de Chungking. Fue la gran oportunidad de los comunistas, que ocuparon las zonas libres y los puestos de las autoridades huidas. Su actividad militar no fue mucho más eficaz que la del Ejército nacionalista, pero su trabajo social y guerrillero fue considerable. Los campesinos estaban acostumbrados a los atropellos de la soldadesca, a los impuestos, y no tenían otra intención que la de sobrevivir y defenderse. La acción de los japoneses y la del Ejército regular chino coincidían en imponer tributos y en abusar de la población rural. Y el Ejército chino imponía además el reclutamiento con la seguridad de que el trato dado a los reclutas sería pésimo. Los comunistas llevaron a cabo una importante tarea de captación. Se presentaron como defensores contra los japoneses, los soldados, los recaudadores de impuestos y los terratenientes, es decir, de todas las plagas sociales antiguas y modernas que afligían al campesino. Para la población rural, las palabras comunista y resistente fueron sinónimos, y las guerrillas atacaron a los japoneses, que se vengaron terriblemente contra la población desarmada. Así, como había ocurrido en la URSS, el odio a los japoneses se extendió entre la población y aumentó la militancia en las guerrillas. El premier japonés, Konoye, ofreció la paz al Gobierno chino con la promesa de integración en la Gran Asia Oriental a cambio de reconocer el Manchukuo; Chiang Kai-chek no aceptó, y su antiguo compañero Wang Ching-wei, favorable a la oferta, fue tratado de traidor. Cuando el Ejército japonés ocupó Hong Kong, Singapur, Filipinas o las Indias holandesas, todos los americanos, ingleses y holandeses fueron enviados a campos de concentración o a trabajos forzados, mientras los escandinavos, suizos, españoles, franceses de Vichy, alemanes, rusos e italianos quedaban en libertad. Para los internos, el trato fue atroz, pero quizá el dado a los soldados japoneses fue peor. La toma de Singapur por los japoneses conmocionó Asia y su rápida expansión a costa de los blancos remató la imagen de los colonialistas. Salvo los comunistas, la mayor parte de los grupos políticos recibieron a los japoneses como libertadores y su propaganda exaltó la idea de la cultura asiática y la proclamación de la independencia de todos los pueblos. La actuación brutal del ejército japonés acabó con el espejismo. El despotismo de los militares, el sometimiento a trabajos forzosos y la explotación económica les enajenaron las simpatías iniciales. Sin embargo, muchos grupos nacionalistas se beneficiaron de su presencia para introducirse en la Administración pública, crear los primeros ejércitos nacionales y apoderarse de ciertas explotaciones económicas. La ocupación japonesa incidió desigualmente sobre los grupos sociales. Los blancos de las potencias colonialistas desaparecieron, mientras los demás desarrollaron sus actividades, aparentemente en libertad, pero bajo la suspicacia de la policía. Ciudades como Shanghai mantuvieron, durante toda la guerra, cierta apariencia de normalidad y hasta conservaron los antiguos lugares de diversión. En sus restaurantes podían coincidir los chinos ricos, los europeos no enemigos y los oficiales japoneses, en una vida que se esforzaba por sobrevivir entre catástrofes. Las capas populares quedaron poco afectadas por la ocupación: la guerra ideológica les alcanzaba y ponía en evidencia la injusticia de los antiguos amos. Los japoneses fueron generalmente bien recibidos, pero la guerra impidió cualquier modificación positiva. La ocupación militar y el esfuerzo económico acabaron perjudicando a las poblaciones, que, en ciertos casos, también se volvieron contra ellos. La acción del Kempe Tai, la policía política japonesa, fue muy dura. Sus reclusos solían desaparecer sin dejar rastro ni noticia de la detención. Bastaban las simples conjeturas para el arresto, las torturas más atroces y la desaparición, porque jamás se daba noticia de los muertos. A medida que la guerra fue más desfavorable para los japoneses, su acción se hizo más violenta y concitó mayores odios y deseos de venganza. Las élites locales salieron beneficiadas muchas veces por la ocupación. Desaparecidos los blancos, los sectores administrativos y económicos, que habían estado vedados a los indígenas, cayeron en sus manos y fortalecieron las nuevas clases nacionalistas. Quienes menos sintieron los cambios fueron las poblaciones primitivas. En ciertos casos, la guerra alteró sus vidas, como en los archipiélagos, cuando los japoneses instalaban posiciones en pequeñas islas de las que a veces fue desalojada la población. En las Carolinas, los 15.000 habitantes fueron desplazados. Pero normalmente los pueblos primitivos prosiguieron sus vidas, tan al margen de los japoneses como lo habían estado de los blancos. Al fin y al cabo, todos eran igualmente extraños. Ilustrativamente, los cazadores de cabezas de Borneo trabajaron para los japoneses, que les pagaban por las cabezas de blanco huido en la selva. Cuando los aliados recuperaron la isla, los naturales prosiguieron sus actividades con cabezas de japoneses fugitivos. Naturalmente, pagadas al mismo precio.
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En estas condiciones, los primeros veinte años del reinado personal de Luis XIV transcurrieron entre victorias militares y logros territoriales. Las primeras anexiones las proporcionó la Guerra de Devolución, llamada así por las reclamaciones de Luis XIV sobre la herencia de su esposa la infanta María Teresa, basándose en una antigua costumbre brabanzona, según la cual los hijos del primer matrimonio eran los herederos, que abusivamente se transfería del ámbito del derecho privado al público. Con este pretexto, el ejército francés se dirigió, en 1667, hacia los Países Bajos y el Franco Condado, territorio perteneciente a la Monarquía española que obstaculizaba la comunicación con Alsacia, sobre la que Francia había adquirido importantes derechos en Westfalia. La Triple Alianza firmada por Inglaterra, las Provincias Unidas y Suecia, inquietas por el avance francés, precipitó la paz, cuyas condiciones se establecieron en el Tratado de Aquisgrán (1668), según el cual la Monarquía española cedió a Francia doce plazas en los Países Bajos, entre otras Lille, Douai, Charleroi y Tournai. Aquisgrán refrendó la evidencia de que España, que en el mismo año debió reconocer la independencia portuguesa, había dejado de ser la potencia hegemónica de Europa. No era difícil prever que el siguiente obstáculo a eliminar era Holanda, rival comercial y presumible enemigo ante cualquier intento expansionista francés. Mientras estuvieron enfrentadas al enemigo común español fueron aliadas, y en este sentido se había firmado un tratado en 1662, para hacer frente al poderío naval inglés. La alianza francesa resultó vital a Holanda para evitar su invasión por Inglaterra, pero las relaciones entre ambos países se deterioraron por las medidas proteccionistas de Colbert de 1664 y 1667. La decisión de aplastar a la pequeña república se preparó cuidadosamente por medio de acuerdos diplomáticos que la aislaron. En 1670 Francia firmó el acuerdo de Dover con Inglaterra (que recibió una pensión anual de Francia), al tiempo que llevaba a efecto pactos similares con Suecia y príncipes alemanes del Rin, además de obtener la neutralidad del emperador. Con este respaldo, Luis XIV invadió Holanda, que también hubo de defenderse de un ataque simultáneo inglés. Las onerosas condiciones de paz de Luis XIV provocaron una insurrección popular contra el Gobierno de Jan de Witt, que fue asesinado y sustituido por Guillermo de Orange como garantía de eficacia militar. La resistencia holandesa dio tiempo a que se formase a su favor una coalición que incluía al elector de Brandeburgo, el emperador, España y la mayoría de los príncipes alemanes, al tiempo que Inglaterra abandonaba la guerra (1674). Francia ocupó victoriosamente el Franco Condado, los Países Bajos y la Renania, e incluso su armada fue capaz de vencer a españoles y holandeses en el Mediterráneo, pero el conflicto no podía perpetuarse indefinidamente. Por la paz de Nimega (1678-1679) España pagó los gastos, entregando a Francia el Franco Condado y catorce plazas flamencas (entre otras, Cambrai, Valenciennes, Condé y Maubeuge), aunque recuperó algunas ciudades menores perdidas en Aquisgrán. Por el contrario, la guerra se saldó con un resultado mucho más positivo para Holanda, que no sólo conservó indemne su territorio, sino que obtuvo condiciones comerciales favorables. Las paces de Aquisgrán y Nimega habían dado a Francia las deseadas fronteras naturales en la vertiente Norte. Pero la ambición animó a Luis XIV a continuar la política expansionista. La excusa la proporcionó ahora la condición estipulada en los tratados de Westfalia y Nimega de que los territorios cedidos a Francia lo eran con sus "dependencias", es decir, con los feudos que poseyesen y que el rey francés decidió que eran todos los que alguna vez hubiesen dependido de aquéllos, una serie de unos puntos estratégicamente situados entre el Franco Condado y el Sarre. El primer objeto de esta política fue la ciudad libre de Estrasburgo, cuya posesión obstaculizaría la invasión de Alsacia por los imperiales y completaba la ocupación de la región. La ciudad fue tomada en 1681, y a duras penas pudo mantener el derecho a ejercer la religión protestante. Madrid y Viena decidieron intervenir militarmente (1682). Una vez más fue el ejército español el que tuvo que enfrentarse en solitario con el ejército francés en los Países Bajos, puesto que los turcos habían forzado a Austria a desviar la atención hacia su frontera oriental. La tregua de Ratisbona (1684) estableció la cesión por parte de España durante veinte años de la fortaleza de Luxemburgo y algunas plazas de los Países Bajos, además del reconocimiento de la ocupación francesa de Estrasburgo.
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Si bien el elemento central del Friso Stoclet es el Arbol de la Vida, constituido por líneas espirales, dos de los paneles presentan decoración figurativa: La Satisfacción y La Expectación, situados uno frente al otro. En la obra que contemplamos el decorativismo se adueña del vestido de la bailarina, suprimiendo cualquier referencia anatómica a excepción de los brazos y el rostro, en sintonía con los vestidos de algunos retratos como el de Adele Bloch-Bauer I. La geometrización de los elementos decorativos de su vestido -grandes triángulos dorados junto a otros de diversos colores, repitiendo las líneas sinuosas del fondo y con ojos entre ellos- convierte casi la figura en un elemento abstracto del que se salva la parte superior, donde podemos apreciar una de las típicas mujeres fatales de Klimt, con rasgos orientales en sintonía con las geishas. También encontramos elementos egipcios como los ojos e incluso la postura de la bailarina parece recordar las pinturas de las tumbas egipcias, así como la peluca trae a la memoria la formidable estatua de Nefertari.La inspiración para la realización de estos trabajos la encontró el pintor en los mosaicos bizantinos de Ravena, evidentemente más figurativos, pero no muy alejados en lo que a decorativismo se refiere.
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La expedición Ya hemos estudiado los antecedentes históricos que hicieron posible la expedición a la Florida; igualmente hemos tratado de las personalidades del jefe, Pánfilo de Narváez, y de su tesorero Alvar Núñez, que gracias a su relación, hará inmortal esta desgraciada expedición. Tan sólo nos resta comentar brevemente el transcurso de la misma. La Relación de Alvar Núñez es realmente un libro de Memorias, resumidos nueve años. Y aunque las vivencias estén recientes, tienen que fallar los detalles, sobre todo si se pretende hacer una descripción minuciosa de todos los lugares por donde pasaron. Tengamos también muy en cuenta que la nomenclatura que los conquistadores o exploradores impusieron en gran parte se ha perdido. Por ello es muy difícil la identificación de tanta isla en el golfo de México, comenzando por la famosa de Malhado. Lo mismo cuando se encuentran con tantos ríos, aunque algunos, por las referencias que Alvar Núñez da, son reconocibles fácilmente, como el Mississippí, el Colorado o el Río Grande. No obstante, a pesar de estos serios inconvenientes, el itinerario de la expedición puede hacerse casi sobre seguro, si tenemos en cuenta la situación o emplazamiento de las naciones indígenas; pero aquí también la certidumbre vacila cuando nos encontramos con la movilidad, el nomadismo de los pueblos de las praderas. Después las localizaciones se hacen más precisas cuando llegan al gran área agrícola del maíz. Ultimados los preparativos de la expedición desde Sanlúcar de Barrameda, tocan en Santo Domingo, costean Cuba por el Sur y, al pretender arribar a La Habana, una tormenta del Sur los dirige a la costa de la Península de Florida, a una bahía situada al Sur de la de Tampa. La localización y descripción de Tampa es bien detallada. Si Alvar Núñez describe con extraordinario realismo las pantanosas tierras de la Florida, intentar precisar por dónde fueron resulta difícil. Nos consta que caminaron por el interior, hacia el Norte, y que tuvieron que atravesar forzosamente el río Swance. Entran en territorio de los seminolas, famosos por su belicosidad, y pasarían posiblemente por las proximidades de la actual Tallahassee, actual capital del Estado de Florida. Aquí comienza el principio del fin de la expedición de Pánfilo de Narváez. El éxito de Cortés de haber conquistado un gran Imperio indígena había sido uno de los acicates para el montaje de la expedición a la Florida, pero indicios de la existencia de ese pretendido imperio indio son totalmente negativos, dado el primitivismo de las tribus con las que se han topado, que apenas conocen la agricultura. De ahí se inicia la vuelta hacia el oeste, llegan al río Alabama y, desengañados, arriban posiblemente a la actual bahía de Mobile, tras una penosa marcha a lo largo de la costa. Allí se plantea el regreso a tierra de cristianos, ya que la expedición se considera totalmente fracasada, porque no se ha topado con el imperio indígena, que se consideraba estaría a continuación del de Cortés. Y van a comenzar los desaciertos, comenzando por el desconocimiento real de la geografía del lugar: creen que el río Pánuco está muy próximo, a unas jornadas de navegación de donde se encontraban. Allí hacen con ímprobos esfuerzos unas barcas y balsas donde embarcan los expedicionarios ya muy diezmados por el hambre y las enfermedades. Montan en estas embarcaciones tan apretados que no nos podíamos menear, y por la costa llegan a las bocas del Mississippí, porque el río entraba en la mar de avenida; lo atraviesan penosamente y surge el desastre. Una turbonada termina por dispersar a la flotilla y Alvar Núñez y unos pocos llegan a la isla de Malhado. ¿Pueden ser las islas Dernieres, todavía en el delta del Mississippí o una de la cinta del litoral colmatoso, que se inicia a partir de la bahía de Galveston? Lo más fácil es la primera posibilidad. Llegan a tierra y comienza la increíble marcha hacia el Oeste; al principio, cerca de la costa: Jennings, Lake Charles, Beaumont; siguen hacia Austin, atraviesan el Colorado, la meseta Edward, alcanzando el río Pecos; finalmente llegan hasta el Río Grande y siguen hacia el Norte, atraídos por las noticias de los pueblos. Cuando llegan a los primeros poblados, inician el regreso hacia el Suroeste, pasando posiblemente por Mesa y atravesando el Río Gila; pasan por los valles de Sonora hasta Pumas, que denominarán los corazones de venados; a partir de aquí comienzan a encontrar señales de los españoles por las márgenes de Petatlén, por Sinaloa y logran el ansiado contacto con ellos en Alcaraz. Ya en tierra de cristianos, seguirán hacia San Miguel, Compostela y México, donde serán recibidos triunfalmente, y los cuatro de la fama se dispersan. Alvar Núñez y su fiel Andrés Dorantes, que le acompaña al Río de la Plata, regresarán a España vía Veracruz-La Habana --isla Tercera-- a Lisboa, adonde llegan el 9 de agosto de 1537.
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En el año 416, los atenienses intervinieron en la isla de Melos, en la que, según algunas versiones, no habría ningún precedente que justificara la represión. La ciudad no pertenecería a la alianza y se trataba, por tanto, de una nueva incorporación basada simplemente en la fuerza. Algunos datos epigráficos muestran, sin embargo, que pudo haber relaciones anteriores que justificaran la intervención. Desde luego, no existía el fundamento ideológico que hablaba de la unidad de los jonios en torno al santuario de Delos, dado que los de Melos eran dorios. Tucídides reproduce un diálogo entre melios y atenienses en el que se plasma la discusión vigente en torno al imperio y sus justificaciones. Para los atenienses su intervención se justifica en el simple hecho de la superioridad conseguida en su anterior defensa de la libertad de los griegos frente al persa. Ahora, su derecho se basa en la existencia misma de esa superioridad. Se formula aquí de nuevo la ley del más fuerte predominante en los fundamentos ideológicos del imperio. Según los atenienses, sólo habla de justicia quien quiere evitar que caiga sobre sí el dominio del poderoso. Los melios no se dejaron convencer y la resistencia fue vencida con la consecuencia de la muerte de los varones y la esclavización de las mujeres y los niños. Los territorios de la isla fueron objeto de colonización. Parece que Alcibíades tuvo una parte en la negociación y representación de los melios, índice del camino que tomaban sus planes de agresividad y continuación del expansionismo imperialista. El episodio donde la tendencia se muestra más claramente fue el de la expedición a Sicilia, escenario de las manifestaciones agresivas del joven aristócrata y de sus coincidencias con el demos. En la isla, en efecto, habían surgido los disturbios entre los oligarcas y el demos, concretamente en la ciudad de Leontinos. La situación se complica porque los oligarcas reciben ayuda de Siracusa, cuando ha quedado establecida la democracia. Una situación parecida se plantea en Segesta, donde los demócratas piden ayuda a Atenas. Un primer enviado ateniense, Féace, regresa con la impresión de que va a ser muy difícil conseguir una coalición de las ciudades sicilianas capaz de unirlas frente a los siracusanos que, con su apoyo a las oligarquías, se han convertido en los enemigos de todas las ciudades en que puede encontrarse una tendencia democrática. En Atenas se plantea entonces un debate sobre la posible intervención activa de las tropas atenienses. Según Tucídides, en el debate estaba presente la idea de que Siracusa se podría convertir en un peligro si se hacía fuerte en toda la Grecia occidental, pero el verdadero motivo que llevó a la decisión positiva hay que buscarlo en las expectativas de una posible sumisión de la isla de Sicilia entera. Tras el pretexto de la actuación defensiva estarían ocultas las verdaderas intenciones imperialistas. La situación interna era tal que, a pesar del profundo desconocimiento de la isla que existía entre los atenienses, la asamblea votó favorablemente el envío de una expedición mandada por Nicias, Alcibíades y Lámaco. Nicias había argumentado en contra sobre la base de la difícil situación en que se encontraban Grecia y Tracia, donde crecía la necesidad de gastos. Podían acusarlo de que trataba de eludir, como rico que era, los gastos propios de las liturgias, pero él sabía que la opinión contraria procedía de "la juventud irreflexiva y ambiciosa que miraba sólo por su bien privado". Por su parte, Alcibíades argumentaba que el imperio era un bien para todos. La votación demostró que los intereses particulares de Alcibíades coincidían con los del demos.
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A finales del siglo IV a.C., Macedonia es una gran potencia, pues ha logrado extenderse hasta el mar Negro, conquistando buena parte de Tracia, y ha ocupado Tesalia, mientras que el resto de la Hélade y del Epiro aparecen como estados aliados o vasallos. Al heredar Alejandro el trono macedonio dejado por su padre, Filipo, contaba pues con un excelente punto de partida para alcanzar su máximo objetivo: la conquista de Asia. En la primavera del año 334 a.C. Alejandro partía de Macedonia, avanzando hacia Tracia y alcanzando las costas de Asia Menor, donde se produjo el primer enfrentamiento con los persas en la batalla de Gránico. La victoria permitió al macedonio continuar su avance hacia Lidia, ocupando las ciudades de Mileto y Halicarnaso. Las regiones de Caria y Frigia cayeron en sus manos. Tras cortar el famoso nudo en Gordión, la Capadocia y Cilicia serán ocupadas antes de producirse una segunda batalla decisiva, la de Issos, donde Alejandro bate al persa Darío de manera contundente. La decisión del monarca macedonio será descender hacia Siria para tomar Tiro y Sidón, sirviendo de cabeza de puente para la conquista de Egipto, donde fundará la famosa Alejandría. Tras visitar el oráculo de Amón se embarcará en la toma de Mesopotamia, produciéndose la definitiva batalla de Gaugamela, donde Darío será nuevamente derrotado. Susa y Persépolis caerán bajo su dominio, estableciendo el próximo objetivo en las satrapías superiores: Bactriana y Sogdiana. Los territorios más septentrionales del Imperio Persa eran ocupados en el año 328 y desde allí Alejandro descendió hasta la India, alcanzando el Indo. Tras ocho años alejadas de Grecia, las tropas presentan sus primeras muestras de cansancio, por lo que se impone el regreso desde Patala. Alejandro dirigía el cuerpo de ejército por tierra mientras Nearco costeaba con una flota hasta llegar al golfo Pérsico. El rey macedonio llegó otra vez a Persépolis y a Babilonia, donde falleció el 30 de junio de 323 a.C. antes de cumplir los 33 años. Con él moría uno de los grandes genios militares de todos los tiempos.
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Si la cesión de Saboya podía tener explicación por los sentimientos franceses de sus habitantes, no había razones que avalaran suficientemente la de Niza, que provocó un fuerte malestar entre los habitantes del reino de Piamonte y, especialmente, entre los sectores republicanos y de izquierdas. Entre los muy afectados estaba Garibaldi, nacido en Niza, que trató de oponerse en el plebiscito que siguió a la entrega del territorio. Sin embargo, un levantamiento popular, iniciado en Sicilia el día 3 de abril, llevó a Garibaldi a cambiar sus objetivos políticos. La petición de apoyo que le dirigieron algunos elementos mazzinianos (Francesco Crispi) hizo que acudiera con la llamada expedición de los mil camisas rojas (de hecho, 1.088 hombres y una mujer), que se había formado después de asaltar pertrechos y navíos en el puerto de Génova. El supuesto carácter espontáneo de la iniciativa debe ser matizado por el hecho de la tolerancia demostrada por el gobierno piamontés hacia la preparación de la expedición garibaldina, que zarpó el día 5 de mayo. Los Mil desembarcaron en Marsala el día 11 y el 14 Garibaldi asumió la dictadura de la isla, en nombre del rey Víctor Manuel; el día 27 entró en Palermo con el apoyo de sus habitantes. A esas alturas ya eran muchos los elementos burgueses que pensaban que se encontrarían más seguros bajo la autoridad del rey de Piamonte. Garibaldi, a la vez que llamaba a los sicilianos a alistarse, hizo promesas de reparto de tierras que crearon una notable alarma entre los sectores acomodados. Las noticias que llegaban de Sicilia, obligaron a cambios políticos en Nápoles. Francisco II prometió, el 20 de junio, una Constitución y un ministerio liberal, a la vez que pretendía la protección de Napoleón III frente a la amenaza de Garibaldi. El emperador francés, por su parte, intentó una mediación con un nuevo proyecto de confederación para Italia, pero tanto el Reino Unido como el propio Cavour se negaron a secundar el proyecto. Garibaldi, mientras tanto, aumentaba su presión. El 20 de agosto atravesaba el estrecho de Mesina y el 7 de septiembre se apoderaba de Nápoles, donde tenía la intención de proclamar una república del sur de Italia. Era un peligro de fragmentación política que Cavour no podía tolerar, por lo que pasó rápidamente a la acción. Tenía que neutralizar la acción de Garibaldi, a la vez que salvar el principio monárquico en el proceso de unificación. Para obtener la aquiescencia de Francia y las demás potencias extranjeras, ante una intervención que tendría que violar los territorios pontificios, presentó la situación como una disyuntiva entre unificación (Piamonte) y revolución (Garibaldi). La amenaza de Garibaldi sobre Roma hace que Cavour se presente incluso como un defensor del Papado. Napoleón, que fue requerido para dar su consentimiento a la intervención piamontesa, parece que prefirió darse por no enterado. "Fatte, ma fatte presto" ("Hacedlo, pero pronto"), pudo ser la contestación que dio a los enviados de Cavour. Y para evitar situaciones engorrosas, derivadas de esta situación, se embarcó para una larga gira por Córcega y Argelia. El 11 de septiembre las tropas piamontesas entraron en los territorios pontificios de Umbría y Las Marcas y, en su marcha sobre Nápoles, derrotaron a las tropas pontificias que le salieron al paso en Castelfidardo (18 de septiembre). La derrota de las tropas napolitanas, a manos de Garibaldi, en Volturno (1 de octubre) obligó a que el Parlamento piamontés aprobase precipitadamente la anexión de Nápoles y Sicilia al reino de Piamonte, lo que fue ratificado por los propios napolitanos en un plebiscito celebrado el día 21 de ese mismo mes. Garibaldi tuvo que abandonar definitivamente sus proyectos republicanos y, el día 26 de octubre, saludó a Víctor Manuel como rey de Italia, y le acompañó durante su entrada triunfal en Nápoles (7 de noviembre). El nuevo avance territorial supuso el abandono del proyecto noritaliano, que dirigió los primeros pasos de Cavour, para adentrarse en un plan de unificación peninsular, que habría de provocar graves problemas de integración entre el norte y el sur. Algunos sectores de la burguesía y de las clases propietarias del reino de Nápoles habían preferido la integración en Piamonte como manifestación de su distanciamiento con la dinastía borbónica, que se había negado reiteradamente a concederles ningún protagonismo social y político, pero también como garantía frente a la demanda de reformas sociales revolucionarias, procedente de un campesinado sediento de tierras. La anexión, sin embargo, tomaría pronto los tintes de una simple piamontización, y no tardarían en manifestarse nuevos conflictos. Desde comienzos de 1861 se generalizó en el sur una auténtica guerra social, con la proliferación del bandolerismo y la acción de tropas dispersas del antiguo reino borbónico. Se podía hablar de una verdadera guerra civil en los territorios recién incorporados.
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El 30 de junio de 1789 salen de Cádiz las corbetas Descubierta y Atrevida rumbo al Río de La Plata. A bordo van el italiano Alessandro Malaspina y más de 200 hombres. Su objetivo, dentro del espíritu ilustrado de la época, es aumentar el conocimiento sobre la flora, la fauna y los pueblos que habitan las posesiones españolas en América y Asia. También, competir con otros exploradores extranjeros, como Cook o La Perouse. La expedición toca Montevideo, Puerto Deseado, las Malvinas y dobla el Cabo de Hornos. En febrero arriban a la isla de Chiloé y se separan: la Descubierta se dirige a la isla de Juan Fernández; la Atrevida, a Valparaíso. Reunidas de nuevo ambas naves, emprenden la navegación hacia el puerto de El Callao, en Perú. Viajan en las corbetas pintores y naturalistas, para plasmar todo lo que van a ver y recoger muestras de especies. También dibujan escenas sobre la vida en las colonias. En septiembre parten de El Callao, tocan Guayaquil y se dan a la vela rumbo a Panamá. En diciembre se separan. La Atrevida se dirige a Acapulco, la Descubierta a Nicaragua. En mayo de 1791 se encaminan a la costa noroeste norteamericana, territorio apenas explorado. La expedición fondea en el puerto de Nutka y toma contacto con los indígenas. Allí exploran las islas, realizan mediciones, excursiones botánicas y recopilan datos. El jefe indio Macuina ratifica una anterior cesión de terreno a la Corona. Es importante dejar constancia de la presencia española, pues estas tierras son ambicionadas por rusos e ingleses. Desde la costa Noroeste vuelven a Acapulco, para partir hacia las Marianas en diciembre de 1792. En marzo llegan a Filipinas. En diciembre recorren Australia y en febrero de 1793, Nueva Zelanda. En junio inician el viaje de vuelta, tocando El Callao, Chile y Montevideo. En septiembre arriban por fin a Cádiz, trayendo consigo innumerables datos y muestras de gran valor científico.
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No deja de sorprender la presencia en el reino de Aragón de un artista que ignora cualquier experiencia anterior de la pintura peninsular, a la vez que no resulta fácil seguir sus huellas más próximas, que indicarían un aprendizaje primero y una madurez más tarde. Sin lugar a dudas, se trata de un artista foráneo integrado en las últimas corrientes europeas dominantes en el primer tercio del siglo XIII y dotado de un sólido oficio sólo adquirido por la experiencia y el conocimiento de distintas técnicas y manifestaciones artísticas. La época que le tocó vivir y formarse es, sin duda, uno de los períodos más inquietos de la Edad Media y que supuso la consolidación de unos principios artísticos capaces de transformar una cómoda tradición. Occidente había conocido desde antiguo las fórmulas del mundo bizantino y artistas de origen oriental se asentaron en distintos lugares de la Europa medieval trasmitiendo conocimientos y fuentes. Es imposible desligar la pintura románica de Bizancio. Lo cierto es que los años del tránsito del siglo XII al XIII van a servir para redescubrir el mundo clásico a través de aquel otro, el bizantino, que se había convertido en su heredero más directo. El reencuentro de Occidente con la antigüedad lo facilita un nuevo bizantinismo cargado de acentos clásicos, de los que Europa pronto se hace eco afectando con más o menos intensidad su distinta geografía. Intentando seguir un imaginario itinerario que pudiese servir de soporte a la formación del pintor de Sijena, es inevitable, dentro del contexto citado, iniciar el recorrido en la Italia meridional y de modo especial en Sicilia. Cuando los normandos en 1072 arrebatan al mundo islámico este territorio, se reinicia la presencia de artistas y corrientes orientales que encontrarán su época de esplendor entre 1150 y 1190 con las realizaciones de mosaicos en Palermo, Cefalú y Monreale, desde donde irradiarán su personalidad por el resto de Italia, el área de influencia mosana, el norte de Francia e Inglaterra, esta última con una especial profundidad dadas las relaciones políticas entre el reino normando de Sicilia y la corona inglesa. El impacto siciliano va a encontrar un aliado en su propia vecindad geográfica, pues, independientemente del secular asentamiento oriental en su territorio, desde la segunda mitad del siglo XI y de la mano del abad Desiderius, el influyente monasterio de Montecasino estableció una permanente relación con Bizancio nutriéndose de fórmulas que acabaron por configurar su propia personalidad, la cual en estos momentos necesitaba una renovación que encontró en la nueva savia de este renaciente mundo siciliano. Desde aquí, el recorrido geográfico de este impulso alcanza muy pronto a toda Centroeuropa, siendo notable su incidencia en el área del Mosa y cuya figura más representativa será Nicolás de Verdún, un artista de acentuado clasicismo e importante impacto a través de su prestigioso taller. Del mismo modo, especial relevancia alcanzó esta corriente en el norte de Francia, cuya vinculación con Inglaterra, especialmente desde la conquista normanda (1066), fue intensa, perviviendo a lo largo del siglo XII. Lo cierto es que las islas habían fundido sabiamente la experiencia normanda con el nunca olvidado mundo carolingio y otomano, al que venía a sumarse de forma natural a lo largo del XII un conocimiento de lo bizantino con la misma intensidad que el resto de Europa. Es ahora, a finales de siglo, cuando asumen con especial énfasis el aire clasicista de la nueva corriente siciliana. Dentro de este contexto que alcanza los primeros años de la siguiente centuria, es en el que aprende y luego deja constancia de ello el Maestro de Sijena. Ya se ha dicho con anterioridad que los estudios de Pácht y Oakeshott introducían dentro del mundo inglés, no solo su formación más directa y primera, sino su identificación con uno de los maestros de la segunda generación que intervinieron en la elaboración de la Biblia de Winchester, el llamado Maestro de la Hoja Morgan. Entiendo que, por la incidencia que pudiera alcanzar, conviene hacer una leve aproximación a las características de este manuscrito, uno de los más representativos de la segunda mitad del siglo. Con una larga trayectoria de ejecución que se inicia hacia 1150 y que alcanza el punto final en torno a 1185, la Biblia ha conocido hasta siete maestros, y no seis como se venía sosteniendo, que han dejado su personalidad a través de numerosas escenas. Entre los años 1180 y 1185 estaría en activo este Maestro en Winchester; a él también se le atribuye la realización de las pinturas murales de la capilla del Santo Sepulcro en la catedral. La personalidad del artista le lleva a renunciar a aquel bizantinismo tradicional que había arraigado en la miniatura inglesa a partir del primer tercio del XII y que había servido para desarrollar un desconocido modelado, también en los rostros, sin olvidar por ello el dibujo interior cargado de dinamismo que enlazaba con la propia tradición anglo-normanda. Identificado pues con el renovado bizantinismo procedente de Sicilia, el Maestro Morgan acentuará el naturalismo en los rostros utilizando especial énfasis en el modelado, lo que no hará perder a las figuras la estilización característica, si bien se serenarán considerablemente y los paños olvidarán el nerviosismo precedente y el incontenido poder de la línea, en favor de un mayor protagonismo del color. La fuerte personalidad del scriptorium de Winchester a lo largo del siglo XII como la tuvieron Saint Albans o Canterbury, hace que se intente ver el estilo de este artista en otros manuscritos, como el Salterio de Westminster (British Museum, MS Royal 2 A. XXII) o el ya citado Salterio de Canterbury, la última copia del legendario carolingio de Utrecht y cuyo protagonismo por su estancia temporal en la Península fue excesivamente magnificado. Esta relación específica entre los tres códices, que en algunos aspectos se aproximan estilísticamente, se subraya por cuanto de ellos se han querido ver huellas en las pinturas de Sijena. Como queda dicho, sin embargo, la identificación del Maestro Morgan con el aragonés es la predominante. En este sentido, la creación y dirección de las pinturas sijenenses estaría en el Maestro Morgan, apoyado por un segundo artista, el Maestro de la Majestad Gótica y último interviniente en la Biblia Winchester, que sería su discípulo, no olvidando la posible existencia de un tercero, identificado con el iluminador del Salterio de Canterbury. Sin embargo, en un primer examen comparativo entre el concepto de las figuras de la Hoja Morgan y las de Sijena, todos reconocen notorias discrepancias, cuestión que se resuelve enviando el artista a Sicilia después de realizar la Biblia, con el fin de adquirir conocimientos lo suficientemente sólidos capaces de alterar su estilo de aprendizaje y madurez para luego, en un momento determinado entre aquel 1185-1190, en que abandona las islas, y 1210, deja constancia en Sijena de su conversión y nuevo hacer. Entiendo que sobre estos y otros argumentos convendría realizar unas reflexiones para intentar aportar, con mayor o menor acierto, un mejor conocimiento sobre lo ya dicho de la personalidad y formación del Maestro de Sijena. Ciertamente, para su estudio son dos los ejes principales, al menos en principio, que parecen no ofrecer duda y sobre los que se ha estudiado en profundidad: Inglaterra y Sicilia. Quizás si de los dos supiésemos el orden a seguir se clarificarían muchas dudas. Sabemos, ya se ha apuntado, que la miniatura anglo-normanda del siglo XII intervino decisivamente en introducir conceptos clásicos utilizando como vía lo bizantino. Los grandes centros, especialmente del sur, se encargaron de elaborarlos para difundirlos en el continente, pero también es preciso señalar cómo Italia, el norte de Francia y, con singular empeño, la región mosana, estaban en una misma ola que acabaría cubriendo Europa de sur a norte. Es cierto que la personalidad inglesa se hace notar con insistencia, sobre todo porque en un primer momento ha sabido entender y adaptar los iniciales orientalismos y, finalizando el siglo, realizar una inmejorable traducción de lo clásico sobre su propia tradición. Así pues, no deben de sorprender en Sijena ciertos rasgos iconográficos ingleses, aunque ninguno exclusivo ya a comienzos del XIII, ni ciertos resabios decorativos muy próximos al Maestro Morgan, como es el friso del Nuevo Testamento, ni la nube vibrante por la que se asoma Dios en algunas escenas, cuya factura se parece sin más. En otras palabras, es este un momento en el que lo exclusivo es ya muy poco y lo participativo casi todo, de ahí la generosidad en la forma y fondo de las ideas que invade a un occidente en transformación. La conexión más clara; sin duda, viene por el tratamiento de los rostros; de un singular parecido entre el manuscrito y la pintura mural sijenense. Sin embargo, desconocemos las fuentes hasta llegar a Sijena: o bien de los círculos de Winchester, o bien de una misma fuente que ha alimentado a ambos Maestros. En este sentido, son conocidos los libros bizantinos que circulaban por Europa ofreciendo modelos de rostros y manos. Por otro lado, hay un capítulo que conviene destacar en sentido opuesto: la distancia más que aparente entre las figuras del Maestro Morgan y las de Sijena. Aquel las concibe estilizadas y dotadas de cierta ingravidez, a la vez que gesticulantes y creadas a base de una magistral manipulación de los colores que las dota de un refinado volumen. En definitiva, un extraordinario miniaturista que ha sabido interpretar lo clásico de su época y uno de los mejores artistas del tránsito al 1200, que ha entendido la importancia de la tradición isleña para dejar una personal impronta en su obra. Como contraste, los cuerpos del Maestro de Sijena, con especial tendencia a una pureza bizantina, están dotados de notable solidez y corpulencia, con una gravidez propia de la Italia meridional. La base en la utilización de los colores es la misma, sin embargo los pliegues los resuelve de forma distinta al destacar más lo cóncavo y hacerse pesados, multiplicando las telas poco transparentes. En definitiva, se trata de una pintura con vocación monumental y actitudes próximas a los mosaicos sicilianos de Palermo, Cefalú o Monreale y los murales geográfica y estilísticamente cercanos. Por todo ello, entiendo que el Maestro Morgan y el Maestro de Sijena son personalidades distintas. No parece fácil entender la evolución de un artista maduro hacia las fórmulas aragonesas, máxime si tenemos en cuenta que ya debía conocer los mosaicos de Monreale, la fuente de la que, directa o indirectamente, parece ser que bebió, según criterio desde hace años aceptado. Este conocimiento en particular y todo el marco siciliano en general fue el que le hizo evolucionar hasta su propio estilo, innovador hacia 1185 y dada su solidez no necesitado de nuevas aventuras, que estarían reservadas a la generación posterior. Además, si ello se aceptara, se entendería que habría renunciado a la tradición isleña que caracteriza en especial a su obra, en favor de soluciones foráneas a las que sus sucesores, aún en formación, se adaptarán más cómodamente. Lo señalado no implica la desvinculación de las pinturas sijenenses de Inglaterra, ni apartar al Maestro Morgan de su área de influencia, lo que sucede es que el intenso aire de familia que comunica las pinturas de Sijena con la Biblia de Winchester, no supone más dependencia que otras muchas obras (dentro de este contexto habría que introducir al Salterio de Westminster y al de Canterbury), monumentales o no, afectadas por la corriente anglo-normanda que tanto ha contribuido a la creación de este nuevo clasicismo. Sin embargo, se hace preciso abrir una nueva vía a través de la que se podrían aportar nuevos conocimientos sobre las pinturas aragonesas. Parcialmente aceptado su bizantinismo a través de la interpretación inglesa con una prudente intensidad, también es cierto que este no es un camino unidireccional e imposible de compartir, pues conocido es el impacto del arte mosano, en cuyo territorio y a través de Nicolás de Verdún se despertó el clasicismo tardío. Es en esta región donde podría estar la interpretación del bizantinismo siciliano del Maestro de Sijena, en un grado superior al que podría presentar la corriente derivada de Inglaterra. El concepto de las figuras, las intensas líneas de perfiles y pliegues y, por contraste, su peculiar factura a base de modelado, la ornamentación vegetal y el entendimiento de las anatomías, traen al recuerdo soluciones del área del Mosa, pero orientadas a otras artes como la orfebrería, esmaltes, marfiles y, claro está, miniatura. Es este un capítulo abierto que todavía falta por cerrar. Para finalizar, no pueden quedar en el olvido ciertas coincidencias históricas que pudieron haber influido en la ejecución de las pinturas de Sijena. En este sentido, las alianzas matrimoniales entre Federico II (1194-1250), rey de Sicilia (1197-1259), emperador del Sacro Imperio (coronado en Maguncia en 1212), emperador germánico (1220-1250) e hijo del emperador Enrique VI de Hohenstaufen, le llevaron a emparentar con Alfonso II de Aragón por casamiento con su hija Constanza (1208), la cual ya había sido reina de Hungría. Esta relación y su posible incidencia, ya fue señalada para trasladar de Sicilia a Aragón al supuesto artista inglés (Pächt, 1961) y subrayada años más tarde con referencias documentales que indicarían un probable mecenazgo de Constanza para con la sala capitular (Borrás-García Guatas, 1978). La relación entre la reina de Sicilia y Sijena, documentalmente constatada hasta 1217 (Ubieto, 1972), hace que esta hipótesis tenga una importante solidez. Sin embargo, entiendo que no tanto para hacer viajar a un artista inglés como para establecer desde Sicilia vías de comunicación bastante más claras con el núcleo mosano. Todo ello dada la procedencia del monarca Federico II, sus lógicas inclinaciones germánicas, los contactos naturales entre Sicilia y Centroeuropa y un constante fluir económico entre los dos espacios geográficos, que llevaba consigo también fáciles y constatables relaciones en el entramado artístico. Si esto se acepta, habría también una cronología amplia orientativa de la ejecución de las pinturas, pues Constanza muere en 1222 y, por paradójico que parezca, no es hasta bien entrada la segunda decena del siglo cuando el monasterio comienza a notar su pujanza económica y se piensa en intervenciones arquitectónicas que hasta entonces no habían pasado de las imprescindibles. Datos todos ellos unidos a las características de estilo ya citadas, que podrían llevar a una fecha próxima a 1220 para datar la intervención del Maestro de Sijena.
contexto
La experiencia mexicana El propio Acosta hizo una descripción somera de su viaje desde Lima a la Nueva España, con ocasión de referirse al régimen de vientos en la zona tórrida: Cuando navegué del Pirú a la Nueva España, advertí que todo el tiempo que fuimos por la costa del Pirú fue el viaje como siempre suele, fácil y sereno, por el viento Sur que corre allí, y con él se viene a popa la vuelta de España y de Nueva España; cuando atravesamos el golfo, como íbamos muy dentro en la mar y cuasi debajo de la Línea, fue el tiempo muy apacible y fresco y a popa. En llegando al paraje de Nicaragua y por toda aquella costa tuvimos tiempos contrarios y muchos nublados y aguaceros y viento que a veces bramaba horriblemente, y toda esta navegación fue dentro de la Zona Tórrida porque de doce grados al Sur que está Lima, navegamos a diez y siete, que está Guatulco, puerto de Nueva España (Acosta, 1962: 102 3: 111 8). La llegada a México debió ocurrir a principios de julio de 1586, y aunque residió principalmente en la capital de la Nueva España, no dejaría de verse con su hermano Bernardino, quien había sido nombrado rector del Colegio de Oaxaca. Durante el tiempo en que vivió en México debió ocuparse, principalmente, de documentarse para escribir la obra motivo de esta edición, en lo concerniente a los indios mexicanos, ya que la parte relativa a los incas del Perú había sido motivo de experiencia directa y de una documentación específica, basada preferentemente en la obra de Polo de Ondegardo. Durante la residencia del P. Acosta en México, conoció a dos personas cuyos informes fueron muy valiosos para su Historia: el P. Juan de Tovar y el P. Alonso Sánchez. Del primero dice en la Historia Natural y Moral de las Indias: Juan de Tovar, prebendado que fue de la Iglesia de México y agora es religioso de nuestra Compañía de Jesús; el cual por orden del Virrey Don Martín Enríquez, hizo diligente y copiosa averiguación de las historias antiguas de aquella nación la mexicana# (Acosta, 1962: 281: VI 1). De la relación con el P. Tovar, a la que aludiremos más adelante a propósito del supuesto plagio de Acosta, resultó una nutrida información, a la que se refiere nuestro autor en varios pasajes de su obra. El P. Tovar había escrito una Historia de los indios mexicanos o Primera relación llevada a España en 1578 por el Dr. Portillo, provisor del Arzobispo de México, y a la que se refiere Acosta al decir: Uno de los de nuestra Compañía de Jesús, hombre muy plático y diestro, juntó en la provincia de México, a los ancianos de Tezcoco, y de Tulla y de México, y confirió mucho con ellos y le mostraron sus librerías, y sus historias y calendarios, cosa mucho de ver (Acosta, 1962: 289: VI 7). Tales trabajos habían sido encomendados al P. Tovar por el Virrey Martín Enríquez y el resultado de ellos fue la citada Primera Relación, de la que nunca quedó copia en México. En 1538 el P. Tovar escribe por segunda vez la historia de los antiguos mexicanos basándose entonces en la obra de Fray Diego Durán: Historia de las Indias de Nueva España, y es esta Segunda Relación la que, junto con un Calendario que le prestó Tovar, conoció el P. Acosta, y sobre cuya base escribiría la parte de su Historia relativa a los indios de la Nueva España (O'Gorman, 1962: LXXVII LXXX). El segundo personaje importante que conoció Acosta en México fue el P. Alonso Sánchez, misionero en Filipinas, quien le proporcionó los datos que utiliza en su Historia acerca de la cultura de chinos y japoneses. El P. Sánchez había realizado dos viajes a Macao, puerto portugués cercano a Cantón, en el sur de China, y de esos viajes y de sus conversaciones con numerosas personas en Filipinas había llegado a la conclusión de que para poder evangelizar el territorio chino no había otro sistema que proceder primeramente a su conquista por las armas. Así lo expresaba en carta fechada en Macao el 5 de julio de 1584: De su conversión de China por vía de predicación, aunque yo, por haber estado algunos meses por la China adentro, y haberlos tratado algunos años en Luzón, puedo afirmar que es imposible ; pero en esto más quiero creer a cuantos allí en Filipinas los han tratado veinte años ha, y aquí en Macao cerca de treinta; que todos dicen lo mismo y juzgan que este negocio lo ha de concluir Dios por el camino de la Nueva España y Perú. Sólo difieren en que todo cuanto algo entienden, no hallan en aquellos reinos título ni derecho para poder haber conquistado y en éstos hallan muchos (Ricci, 1913: 426, cit. por Mateos, 1954: XIX). Las disparatadas ideas del P. Alonso Sánchez fueron conocidas con alarma por los provinciales de la Compañía de Jesús en México y el Perú y aun por el General de los Jesuitas, P. Acquaviva. El P. José de Acosta, conocedor de las tesis del P. Sánchez, escribió dos notas el 15 y 23 de marzo de 1587 tituladas: Parecer sobre la Guerra de la China y Respuesta a los Fundamentos que justifican la Guerra contra la China, que remitió al General de la Compañía, quien en carta de fecha 11 de julio del mismo año constituyó a Acosta superior especial del P. Alonso Sánchez, con orden de que todos los negocios que hubiese de tratar en Madrid, fuese con el parecer y dirección de Acosta (Mateos, 1954: XIX). Después de haber pasado cerca de un año en la Nueva España, el P. José de Acosta abandonó el Nuevo Mundo al embarcar el 18 de marzo de 1587 en la flota que se dirigía a España. Le acompañaban el ya citado P. Alonso Sánchez y P. Hostos, y a fines de septiembre de ese mismo año llegarían al puerto de Sanlúcar de Barrameda, de donde habían salido diecisiete años antes. Acosta en España En Sanlúcar estaba esperando al P. Acosta su antiguo superior y maestro de Alcalá, P. Gil González Dávila, que por aquellos años era Provincial de Andalucía. En carta de González Dávila al P. Acquaviva, de fecha 9 de octubre de 1587, se hace referencia a varias obras del P. Acosta a las que nos referiremos luego: Heme alegrado mucho, con la buena vista del P. José de Acosta. Viene alegre y sano; he visto algunos libros que trae escritos, que han de ser de mucha satisfacción, por su doctrina y modo de proponerla. El uno tomo es De Temporibus Novissimis, dividido en cuatro libros, con mucho juicio y tiento, cual pide la materia. El otro es De Christo Revelatio, que es obra mayor, de nueve libros y de mucha erudición. V. P. los verá. Trae apuntadas cosas de los indios, raras y de mucho gusto y aun de provecho, con las cuales podrá enriquecer su libro De Natura Novi Orbis. Su noticia de aquellas partes es grande; la ha perfeccionado con la estada en la Nueva España y podrá dar a V. P. mucha luz de todo# (Mateos, 1954: XX). De lo que se desprende que si bien traía terminado su tratado latino De Natura Novi Orbis ya había planeado la Historia natural y traía abundantes materiales para el nuevo libro, especialmente de su estancia en México. Traía el P. José de Acosta una carta de presentación del Virrey del Perú Conde del Villar para el rey Felipe II en la que se ensalzaban las virtudes del famoso predicador, de tal manera que al llegar a Madrid en noviembre de 1587 fue recibido con afecto por el rey, quien escuchó atentamente sus informes sobre el Nuevo Mundo. Con él y con el Consejo de Indias tenía que tratar de la aprobación del III Concilio limense. Habiéndose presentado muchas quejas de parte de eclesiásticos, encomenderos y aun de las damas de Lima, por su rigurosidad impuesta por el severo Santo Toribio de Mogrovejo, el P. Acosta tuvo que echar mano de toda su habilidad dialéctica para defender el texto y las conclusiones del Concilio. Su Información y respuesta sobre los capítulos del Concilio Provincial del Perú del año 83 de que apelaron los procuradores del clero. Presentado en Madrid a 26 de noviembre de 1586 sirvió de manera adecuada para obtener la aprobación requerida (Acosta, 1954: 321 331). El primer viaje del P. José de Acosta a Roma lo realizó durante los meses de septiembre y octubre de 1588. Cuando llegó a Roma era portador de una carta del Nuncio de S.S. en Madrid Mons. Speciani, en el que se ponderaban los méritos de Acosta y se refería a su misión de presentar para la aprobación de S.S. el III Concilio limense, previamente aprobado por el Consejo de Indias y S. Majestad Felipe II. La llegada de Acosta a Roma fue muy oportuna, ya que el Dr. Francisco Estrada, procurador del clero peruano, ya tenía convencido al cardenal Caraffa, secretario de Estado, para que anulase en su totalidad el Concilio. No fue así, sino que, tras algunas enmiendas introducidas por la Congregación romana de Cardenales, el Concilio fue aprobado por el papa Sixto V. Por esa época (1588 1592), la actividad editora del P. Acosta fue intensísima. En 1588 salía editado en Salamanca su primer libro, que reunía el De Procuranda Indorum Salute precedido del tratado De Natura Novi Orbis, con dedicatoria a S.M. el rey Felipe II; en 1590 salía de las prensas de Sevilla el libro más famoso de cuantos escribiera: la Historia Natural y Moral de las Indias, para el que había traducido él mismo los dos libros latinos de De Natura Novi Orbis, a los que había agregado otros cinco libros escritos directamente en castellano; el mismo año 1590 se publicaba en Madrid el Concilio Provincial Limense de 1583, en latín; y aún ese mismo año de 1590 se publicaron en Roma dos libros más, éstos en latín: el De Christo Revelato libri novem y el De Temporibus Novissimis libri quatuor. Para explicar esta densidad de publicaciones en tan poco tiempo hay que tener en cuenta que todos, salvo la Historia natural, eran libros que había escrito en el Perú, y este último --los libros III a VII-- lo tenía ya muy pensado cuando llegó de regreso de Indias a Sanlúcar de Barrameda, según hemos visto más arriba. La última década de la vida del P. José de Acosta es una de las más difíciles y controvertidas de su existencia, la que, sin duda, habría que reexaminar desde nuevas perspectivas, pero que resulta imposible abordar en este momento y de la que trataremos de ofrecer un breve resumen. La cuestión, en la que Acosta tuvo una participación privilegiada, se refería en realidad a la disputa entre el poder político de la monarquía más poderosa de la Tierra en aquel momento, y el poder de la que iba a ser la orden regular más poderosa también de todos los tiempos: por eso en una breve presentación, como la presente, no se puede hacer otra cosa que apuntar alguno de los problemas más sobresalientes, sin pretender dar explicación de todo ello. Es el caso que al regresar el P. Acosta de América encontró a los jesuitas de la península debatiéndose en una contienda interna, que en sí no hubiera tenido importancia, pero que la intromisión de elementos seculares la hizo grave y peligrosa. Estuvo ocasionada por un grupo no muy grande de religiosos díscolos, que quisieron enmendar la plana a San Ignacio y alterar varios puntos sustanciales del Instituto (Mateos, 1954: XXIII). Estos díscolos no eran muchos --unos 27-- pero entre ellos se contaban personas de tanta talla intelectual como el P. Juan de Mariana o el Cardenal P. Francisco de Toledo, y unos y otros habían ganado para su causa a fray Diego de Chaves, dominico, confesor de Felipe II, con lo que el rey también había sido ganado a su causa, y con él el Santo Oficio de la Inquisición, con su enorme poder. Todo ello condujo a que Felipe II obtuviese del papa Sixto V la autorización para realizar una visita a la Compañía de Jesús, a cargo de don Jerónimo Manrique, obispo de Cartagena. El General de la Compañía, P. Claudio Acquaviva, trató de defenderse de la tormenta que se le avecinaba, utilizando para ello el prestigio del recientemente regresado de Indias P. José de Acosta, a quien envió como emisario suyo ante Felipe II para que obtuviese de él autorización para hacer aquella visita por religiosos de la propia Compañía. Habiendo salido Acosta de Roma a principios de noviembre, llegó a Madrid a fines de 1588 y al poco obtuvo la autorización deseada, de manera que el propio Acosta se encargaría de la visita de las provincias de Andalucía y Aragón, mientras el P. Gil González Dávila visitaría las provincias de Toledo y Castilla. La visita de Andalucía comenzó en mayo de 1589 y terminó en septiembre de1590, la de Aragón la realizó en los últimos meses de 1590 y en el primer semestre de 1591. Las visitas de González Dávila terminarían en septiembre de 1590. Al final, el rey Felipe II, aceptando la situación tal y como parecía conveniente para la Compañía, pero atendiendo también las quejas que no cesaban contra su gobierno, parecía decidido a practicar una nueva visita por parte de religiosos ajenos a la Compañía. Si tenemos en cuenta los escritos del propio P. José de Acosta, las acusaciones parecían centrarse especialmente en el gobierno que ejercía el General P. Claudio Acquaviva, al que se acusaba de ser muy personalista y autoritario. De ahí el aparente cambio que se aprecia en la actitud del P. Acosta, quien, entonces, centra toda su argumentación frente a Felipe II en la urgente necesidad de convocar una Congregación general de la Compañía de Jesús, con el fin de evitar la visita por parte de prelados de fuera de la misma. El paso siguiente, que fue ampliamente cuestionado por muchos de sus hermanos de religión, fue trasladarse a Roma para llevar a cabo una gestión de parte del Rey, cerca del papa Clemente VIII y a espaldas del General de la Compañía. Aunque a requerimientos del Papa, el P. Acosta, pidió al P. Acquaviva que la convocase por sí, y a la vista de que éste no tomaba resolución alguna, el propio Clemente VIII le impuso al General de la Compañía que convocase la Congregación. La opinión que le merecía el P. Acquaviva a José de Acosta la expresa él mismo en su Memorial de apología o descargo dirigido al Papa Clemente VIII al decir: Jamás hallé entrada en el General sino tanto desdén y tanta cólera y un imperio tan absoluto y inflexible, que me pareció hallar la puerta cerrada más que con aldabas de hierro y si alguna vez se mostró tantico quererme abrir la puerta, luego daba vuelta la cosa en muy peor (Acosta, 1954: 384). La V Congregación general de la Compañía de Jesús se reunió en Roma de noviembre de 1593 a enero de 1594. En ella cerraron filas los 64 padres representantes de las diferentes provincias, en torno a la figura de su General y frente a las presiones del Monarca español y del Santo Oficio, resultando de ello, salvo algunas renuncias en aspectos menores, un robustecimiento de la autoridad de Acquaviva, al mismo tiempo que el descrédito del P. Acosta. Fue debido a esta campaña desencadenada contra él por lo que se sintió obligado a escribir el Memorial, al que hemos hecho referencia más arriba, en el que contesta a todas las acusaciones. Ese documento y el diario escrito durante su gestión en Roma en 1592 nos permiten entrever algunas de las complejas intrigas en las que se vio envuelto Acosta, siendo en realidad, en nuestra opinión, una víctima de esas intrigas más que un protagonista de las mismas. Durante los últimos años de su vida el P. José de Acosta estuvo a cargo de la Casa Profesa de Valladolid como prepósito (1592-1596) y como rector del Colegio de Salamanca desde 1597 hasta el 15 de febrero de 1600, fecha de su fallecimiento. Durante ese tiempo su mayor actividad fue literaria. Tres tomos de sermones publicó en latín, el primero titulado Conciones de Quadragesimam, el año 1596, el segundo Conciones de Adventu, el año 1597, y ambos contienen todos los domingos y fiestas desde el Adviento a la Cuaresma inclusive; el tercero, Tomus Tertius Concionum Josephi Acostae, y fue publicado el año 1599; los tres en Salamanca. Otros libros tenía en preparación y desde octubre de 1598 escribirá un comentario a los Salmos, en que llegó al Salmo 100, y en el volumen estampó con mano temblorosa: anno 1600 (Mateos, 1954: XXXII). OBRAS Es imposible dar cuenta detallada en una introducción como la presente de todo lo mucho que escribió el P. José de Acosta a lo largo de su vida, porque lo hizo desde edad muy temprana, según lo hemos indicado en el bosquejo biográfico que antecede y hasta el momento de su muerte, y porque todos sus escritos son de interés en uno u otro sentido. Su capacidad intelectual, su sabiduría en ciencias teológicas y seglares y sus intereses varios hacen que su obra sea difícilmente resumible en unas pocas páginas. Como se indica en la lista final, algunas obras de Acosta quedan aún inéditas, pero las más importantes han sido publicadas y son accesibles en ediciones recientes (Acosta, 1954 y 1962). A ellas nos referimos preferentemente en las páginas que siguen, tratando en primer lugar aquellas que no son motivo de la presente edición y a continuación, de manera separada, de la Historia Natural y Moral de las Indias. En la edición de las Obras del P. José de Acosta preparada por el P. Francisco Mateos para la Biblioteca de Autores Españoles (Acosta, 1954), además de la Historia Natural y Moral de las Indias y del De Procuranda Indorum Salute, se incluye una larga sección de Escritos menores, muchos de ellos inéditos, de los que destacaremos algunos de los más importantes. De 1571 es una Relación de lo que al P. José de Acosta le pasó con el Reverendísimo Arzobispo de Santo Domingo sobre cosas de la Compañía, escrito en el que, por encima de los incidentes coyunturales en relación con el Arzobispo de Santo Domingo, habría que destacar el hecho de la reacción de eclesiásticos destacados contra la Compañía de Jesús, lo que puede explicar, parcialmente al menos, la confusa lucha entre el Estado y la Compañía en la que Acosta se vio envuelto más adelante. De 1576 y 1578 son dos Cartas Anuas, la primera ya publicada por el propio P. Francisco Mateos (1946) y la segunda inédita, en la que se trata de la doctrina de Juli, aludiendo al padrón indígena y a los conflictos con el Virrey Toledo, inicio de los problemas que alterarían el equilibrio y la paz del P. Acosta en el Perú (Acosta, 1954: 260 302). Entre los escritos menores hay dos fechados en México en 1587 que se refieren a la disputa con el P. Alonso Sánchez sobre su disparatado proyecto misional en China. El primero había sido publicado por Tacchi Ventori entre las obras históricas del P. Mateo Ricci (1913: 450 55), mientras el segundo era inédito. Este último, titulado Respuesta a los fundamentos que justifican la guerra contra la China, es de gran interés en relación con las primeras misiones en Extremo Oriente (Acosta, 1954: 331 345). De la última sección de escritos menores tal como los ha organizado el P. Mateos, aquellos que corresponden a la última etapa de su vida, ya de regreso de las Indias, destacaríamos los dos textos relacionados directamente con la participación de nuestro autor en la disputa entre Felipe II y la Compañía y, en concreto, el General de la misma, P. Acquaviva (Acosta, 1954: 353 386). El primer escrito es el Diario de la embajada a Roma, en el que se narra toda la negociación llevada a cabo por el P. Acosta con el papa Clemente VIII, el P. Acquaviva y los demás personajes de la historia que ya hemos resumido en su biografía; el segundo escrito es el Memorial a Clemente VIII, en el que Acosta se descarga de las acusaciones que se le hacían en relación con todo el asunto antes indicado. Los dos escritos cuentan entre los más vivos, llenos de agilidad mental y de agudeza literaria de cuantos conocemos del P. Acosta. Muchos de los trabajos literarios o doctrinales de Acosta no llevan su firma pero están atribuidos a él con toda seguridad. Tal es el caso del Catecismo trilingüe, de cuyo texto castellano era autor el propio Acosta, mientras que las versiones quéchua y aymara fueron obra de los Padres Blas Valera, Alonso de Barzana y Bartolomé de Santiago. La edición de Lima de 1585 es, por otra parte, de los primeros impresos realizados en América del Sur. Otro tanto podemos decir del Confesionario para los curas de Indias, publicado en Lima el mismo año de 1585, obra que fue ordenada por el III Concilio limense que iniciaba sus trabajos el 15 de agosto de 1582, y en la cual hallamos ideas de carácter misional que corresponden a la De procuranda indorum salute, texto concluido en 1575 76 pero no publicado hasta 1588. La redacción y compilación de los trabajos del IV Concilio Provincial limense, que se publicaría en Madrid en 1591, también fueron atribuidos al P. José de Acosta, y él mismo firmó la dedicatoria dirigida a Fernando de Vega y Fonseca, presidente del Consejo de Indias. Dos obras latinas, el De Christo Revelato y el De Temporibus Novissimis, ambas publicadas en Roma en 1590, reúnen resúmenes de sermones predicados por el P. Acosta durante su estancia en Indias. Se sabe de la existencia de una traducción de la Ciropedia de Jenofonte bajo el título de: De la crianza de Cyro, Rey de los Persas, de hacia 1592. Citan esta traducción León Pinelo, en su Epitome; Zarco y Sancho Rayón y Sommervogel en su Biblioteca de la Compañía de Jesús. Hay que mencionar finalmente los tres tomos de Conciones de Quadragessimam, de Advento y ab octava Pasche publicados en Salamanca en 1596, 1597 y 1599. Una de sus más importantes obras es, sin embargo, el De procuranda indorum salute. En esta obra, escrita entre 1575 y 1576, vierte todos sus conocimientos y experiencias en el delicado y problemático tema de las misiones en América. Aunque el tiempo que el P. José de Acosta había permanecido en Indias no era ciertamente largo, ni tampoco la experiencia acumulada por la Compañía de Jesús en aquellas tierras, nuestro autor supo, en este caso, ofrecer un sistemático tratamiento de esas cuestiones, elevándose por encima de las circunstancias particulares y ofreciendo en consecuencia el primer libro de misionología moderna, en el que se acumulaba la experiencia española y portuguesa, no sólo en tierras americanas sino también en otros continentes. Las ideas que maneja Acosta en este tratado se habían ido elaborando a través de esos pocos años que van desde su llegada a Lima en 1572 a través de sus prolongados viajes por el interior del Perú, y en las discusiones y encuentros personales con otros misioneros en la Primera Congregación Provincial del Perú, celebrada en Lima y en Cuzco en 1576. El libro, ya terminado a principios de 1577, lo remitió el P. José de Acosta a Roma, en la armada de ese mismo año. El General de la Compañía, que era entonces el P. Everardo Mercuriano, acusó recibo del texto de Acosta en carta de 25 de septiembre de 1578, elogiándole muy expresivamente el libro que, después de haber recibido la censura de Roma, sería enviado, ya en 1582, a España para su edición. Aunque los censores españoles aún suprimieron algunas frases, al parecer más duras de lo conveniente contra los abusos que se realizaban en Indias, especialmente los malos tratos a que se sometía a los indios, etc., la obra no se publicó de inmediato, porque hacia 1581, habiendo terminado el P. Acosta el tratado De Natura Novi Orbis, lo envió al P. Claudio Acquaviva, General de la Compañía de Jesús en aquel momento, sugiriendo la conveniencia de publicar el De Procuranda precedido por el nuevo tratado latino. En carta de 21 de noviembre de 1583 el P. Acquaviva acusa recibo del nuevo escrito de Acosta, y expresa su consentimiento para que los dos tratados se impriman en un solo volumen. Como consecuencia de esa serie de circunstanciales retrasos el P. José de Acosta había regresado a España antes de que se iniciase la publicación del libro. Era, pues, el 20 de enero de 1588 cuando Acosta sustituye la primitiva dedicatoria del libro al P. Everardo Mercuriano, por una nueva dirigida al rey Felipe II, y ya a fines de ese mismo año el libro salía finalmente de las prensas de Guillermo Foquel en Salamanca, conteniendo los dos tratados latinos, tal como había sido su deseo. La mayor parte de las ediciones que se mencionan, salvo la de Lyon de 1670, que se hizo sin el De Natura Novi Orbis, incluyen los dos textos, de manera que el De Procuranda Indorum Salute figura siempre en segundo lugar, lo que ha inducido a pensar que no se había editado, o no se había editado tantas veces como el De Natura. La primera edición castellana es la preparada por el P. Francisco Mateos (Acosta, 1952), luego reproducida en la edición de la Biblia de Autores Españoles (Acosta, 1954). El De Procuranda Indorum Salute que, como hemos dicho, es un manual de misionología, quizás el más importante de nuestro siglo XVI, comprende seis libros: (I) La predicación del evangelio a los indios, aunque difícil, es necesaria y rica de fruto; (II) De la vida y entrada a las naciones bárbaras para predicarles la fe; (III) Del gobierno y administración de los indios en lo político y civil; (IV) Cuáles deben ser los ministros del evangelio que predican la fe y de qué medios podrán ayudarse; (V) De la doctrina cristiana y enseñanza de los indios en la fe y mandamientos; (VI) De la administración de los sacramentos a los indios. Muchos de los temas tratados por Acosta en este libro podrían ser calificados hoy como aspectos del indigenismo español de la época, y en ese sentido, como haremos en páginas más adelante cuando nos refiramos al indigenismo de Acosta en la Historia, los planteamientos de nuestro autor se refieren a problemas que tienen validez y resonancias que llegan hasta nuestros días; queda por hacer, sin embargo, un sistemático y riguroso estudio sobre las ideas indigenistas de José de Acosta en este tratado.