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En general, las tres primeras décadas del siglo (1900-30) se suelen denominar la etapa de los Radicalismos. En el cono sur - Argentina, Chile y Uruguay- los movimientos antioligárquicos triunfaron por vía pacífica. En Argentina a través de la creación de un nuevo partido, la Unión Cívica Radical y porque la oligarquía aceptó la reforma electoral que colocó a Hipólito Yrigoyen en la Presidencia. En Uruguay con la renovación de Partido Colorado dirigido por José Batlle Ordóñez. En Chile mediante la Unión Liberal liderada por Arturo Alessandri. En México se combinaron las reivindicaciones de la clase media en favor de la democratización y el fin de la dictadura de Porfirio Díaz, con la resistencia de las comunidades indígenas a la expropiación de sus tierras, por otra. Llegó la primera -y compleja- Revolución del siglo XX. Gráfico En el caso de Perú, a los gobiernos de corte autoritario ejercidos por los civilistas o por los representantes del partido Demócrata les sucedió en 1919 la larga dictadura de Augusto Leguía. En respuesta el líder estudiantil Raúl Haya de la Torre formó la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). Este nuevo movimiento propuso la renovación del escenario social y político reconociendo un papel destacado a las clases medias pero sobre la base de su alianza con los obreros y campesinos. Luego surgirá la figura de José Carlos Mariátegui, su grupo indigenista y el partido Comunista Peruano. En el Caribe y América Central, Estados Unidos hizo sentir su tutela directa en términos políticos y militares; para empezar, sobre el Canal de Panamá y los capitales invertidos en esta región. En Nicaragua la resistencia de la guerrilla rural frente al vecino del Norte fue dirigida por Augusto César Sandino. Las fuerzas norteamericanas dejaron como legado una Guardia Nacional fuertemente armada que conferiría a su comandante, Anastasio Somoza, un papel dominante en la política nicaragüense y a los Estados Unidos la posibilidad de controlar el país de forma solapada. En Santo Domingo los Estados Unidos impusieron su control sobre las rentas aduaneras y aquí fortalecieron la Guardia Nacional, de la que surgió Rafael Leónidas Trujillo que en 1930 llegó a la Presidencia. A partir de los años 30 -comienzo de la época del Populismo (1930-50)- es posible reconocer la existencia de sociedades más diversificadas y con mayor movilidad social. Las relaciones familiares pasaron a ser menos autoritarias y jerárquicas que en el pasado. La vida en las fábricas y otros lugares de trabajo mejoró desde el momento en que el movimiento obrero y el sindicalismo iban obteniendo logros. En Argentina, Brasil y Chile se produjeron profundos cambios en la escena política a través de la formación del movimiento peronista, la consolidación del liderazgo de Vargas en el segundo y la constitución del Frente Popular en el caso chileno. En contraposición con estas experiencias, en Perú y Venezuela se distingue la resistencia ofrecida por los grupos dominantes a la incorporación de los partidos populares con presencia de clases medias y obreras urbanas, el caso de Acción Democrática en Venezuela y el APRA en Perú. Mientras que en Colombia y en Ecuador no se constituyeron nuevos movimientos políticos, destacándose en cambio la fuerte gravitación de determinados jefes políticos como Gustavo Rojas Pinilla y José Velasco Ibarra. México y Uruguay se distinguen por el alto grado de estabilidad institucional y por la continuidad del predominio de las fuerzas políticas que se habían afianzado en el período anterior. En México, el PRI que gozaba de fuerte legitimidad asociada a su papel en la configuración del orden surgido de la revolución, imprimió un nuevo giro a su gestión a través de las medidas impulsadas por Cárdenas. En la segunda posguerra se mantuvo el predominio electoral de Blancos y Colorados sin que en Uruguay se consolidase una alternativa populista. En su lugar se afianzó la tendencia progresista y redistribucionista del Partido Colorado con Luis Batlle Berres. En Bolivia y Paraguay la Guerra del Chaco produjo cambios destacados en sus sistemas políticos. En el caso de Bolivia, la derrota incidió en la politización de los militares. Se formó el Movimiento Nacionalista Revolucionario que llegó al gobierno con Paz Estenssoro a principios de la década del cincuenta y promovió fuertes cambios sociales a través de un programa que incluyó la expropiación de la mayor parte de los latifundios, de las empresas mineras de estaño y de los yacimientos de petróleo. En Paraguay, al concluir la guerra, los militares dieron un golpe, impugnando al gobierno liberal por la forma en que había conducido la negociación de la paz. Entre los dictadores militares se distingue el largo gobierno de Alfredo Stroessner por su fuerte carácter autoritario. En América Central algunos regímenes autoritarios lograron mantenerse por la fuerza. En Nicaragua y El Salvador la eliminación de las fuerzas opositoras fue seguida de la instauración de regímenes autoritarios de larga duración. En Guatemala los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz (1944-1951) desembocaron en la acción militar apoyada por los Estados Unidos. Gráfico Los años 50-80 fueron de revoluciones y dictaduras, de acción y reacción. En este sentido fue relevante la instauración de un régimen socialista en Cuba y la consiguiente intensificación del clima de guerra fría en el ámbito americano. En el caso de las dictaduras militares de los años setenta es posible distinguir diferentes situaciones: Argentina, Chile y Uruguay. En Perú, el gobierno militar encabezado por Juan Velasco Alvarado impulsó muchas de las más radicales propuestas de la Plataforma Aprista e incluso de los partidos de izquierda, como la reforma agraria y la nacionalización de las empresas mineras. En Panamá, el coronel Torrijos llegó al gobierno a través de un golpe de Estado. En Bolivia, un sector de los militares instauró un nuevo gobierno militar autoritario. En cambio en otros países se logró mantener la estabilidad institucional y la continuidad de los regímenes democráticos. En el caso de Colombia se distingue la vigencia de sistema partidario pero con la presencia casi continua de violencia. En Venezuela la consolidación del sistema democrático aparece asociada a la alternancia entre Acción Democrática y COPEI. Los grupos guerrilleros negociaron con el gobierno una amnistía a principios de la década de 1970 y se integraron en la vida política parlamentaria en el Movimiento al Socialismo. En México la persistencia de la estabilidad institucional no impidió el desgaste del PRI. En América Central, especialmente Guatemala y El Salvador, desde los años sesenta y setenta el Estado recurrió a la represión al margen de la ley frente a la intensificación de los conflictos sociales y la expansión de la actividad guerrillera. Por último, en Nicaragua se presenta como la expresión del triunfo de las fuerzas políticas y sociales que enfrentaron la dictadura de la familia Somoza al mismo tiempo que propusieron importantes cambios sociales, económicos y culturales. Los procesos de democratización de la vida política se iniciaron y/o consolidaron en la década de 1980 hasta la actualidad, aún considerando ciertas trayectorias cambiantes e inciertas como las de la Venezuela de Hugo Chávez, la Bolivia de Evo Morales y la sucesión cubana de Fidel en Raúl Castro. La oleada democrática en América Latina es heterogénea. En algunos casos confrontando el modelo neoliberal (Venezuela, Bolivia, eventualmente Ecuador); en otros, con gobiernos más complacientes con él (por ejemplo Chile); algunos con desarrollo más asentado de las reglas de convivencia democrática (como Uruguay), y otros con democracias con menor desarrollo y mayor riesgo de autoritarismo (Venezuela). Hay gobiernos con democracias débiles pero que han implementado cambios significativos, al ser expresión de participación y gestión política de poblaciones quechuas y aymaras, históricamente excluidas del ejercicio de la política y que por lo mismo, con su sola presencia, la democratizan (Bolivia). Obviamente, Cuba es un caso aparte. El 23 de febrero de 2010 murió Orlando Zapata; jornadas después, las Damas Blancas fueron agredidas mientras se manifestaban pacíficamente en pro de los Derechos Humanos.
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Los Reyes Católicos están indisolublemente ligados a medidas tan significativas, y por supuesto tan polémicas, como el establecimiento de la Inquisición y la expulsión de sus reinos de judíos y mudéjares. Así las cosas, da la impresión de que con las disposiciones que adoptaron pusieron punto final a la fructífera convivencia de las tres castas, que tradicionalmente se ha predicado de los tiempos medievales. Ciertamente el tema es mucho más complejo de lo que parece a primera vista, toda vez que la historiografía reciente ha establecido muchos matices a la supuesta tolerancia de la época medieval. Por lo demás, a poco que ahondemos en el problema llegaremos a la conclusión de que las relaciones entre las tres castas, particularmente entre los cristianos y los judíos, eran sumamente turbulentas desde el siglo XIV cuando menos. Los sucesos del año 1391, ya lo vimos páginas atrás, marcan un hito decisivo. Desde aquella fecha se fueron encadenando dos problemas diferentes pero conexionados: el estrictamente judío y el converso. Mientras los hebreos que aún subsistían se deslizaban inevitablemente por la pendiente, que terminaría con el fatídico decreto de expulsión de 1492, se ponían los cimientos del tribunal de la Inquisición para perseguir a los falsos conversos. La implacable lógica que se había impuesto llevaría, algunos años más tarde, a adoptar con los mudéjares idénticas medidas a las tomadas antes con los judíos.
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La Edad Media había legado unos espacios palaciegos en los que se plasmaba la genealogía de la Casa reinante a través de una serie de retratos de sus sucesivos monarcas, sin la presencia de las reinas. El mensaje visual era inequívoco: el poder era una cuestión de varones, en transmisión automática e ininterrumpida del poder. La Casa de Austria corrigió parcialmente esa exclusión femenina, no en todas, pero sí en las dos principales series icónicas de su momento. Felipe II renovó la más conocida, la de reyes castellanos en el Alcázar de Segovia. Entre otras modificaciones, incorporó a la serie a siete reinas propietarias, es decir, las que habían heredado la corona por falta de un sucesor varón, quizá sensible al hecho de que los Habsburgo regían Castilla gracias a la herencia de una de esas reinas, su abuela Juana. Felipe IV, al reformar la decoración del Salón Dorado del Alcázar de Madrid, incorporó una serie de retratos de reyes que, además de las reinas propietarias incluía a algunas otras consortes. A pesar de estos añadidos, en el ámbito visual como en todos los otros, el predominio de la línea masculina y las excepcionalidad de la femenina seguían siendo indiscutibles. Gráfico
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La muerte de Pedro el Católico en Muret (1213) dejó el reino en manos de Jaime I, menor de edad, sometido a la tutela del pontífice Inocencio III, señor feudal de Aragón y Cataluña. El Papa procedió a organizar el reino, devastado por continuas sublevaciones nobiliarias y arruinado por la mala administración de Pedro el Católico. El conde Sancho, nombrado procurador del reino, restableció la paz en el interior mediante la constitución de paz y tregua, firmó treguas con los musulmanes por tres años, favoreció a las ciudades de Cataluña eximiéndolas del pago de impuestos hasta la mayoría de edad del monarca y reorganizó las finanzas de la Corona por disposición de Inocencio III, quien confió la administración de los bienes de la Corona a los templarios: una parte de las rentas, las procedentes de la ciudad de Montpellier, sería destinada a las necesidades del monarca, mientras los restantes ingresos servirían para pagar las deudas contraídas por Pedro el Católico. Los intentos catalanes de proseguir la política occitana hallaron en todo momento la oposición de los pontífices, que obligaron a las tropas catalano-aragonesas a evacuar la ciudad de Toulouse, ocupada en 1217 contra Simón de Montfort. El fracaso de las tentativas occitanas y su participación en ellas, con riesgo de provocar una nueva cruzada que ahora estaría dirigida contra los dominios peninsulares de la Corona, obligaron al conde Sancho a renunciar a la procuración del reino, que será en adelante gobernado por los nobles del consejo del rey nombrados por el pontífice. Al desaparecer de la escena política el conde Sancho y debilitarse el poder pontificio por la acción del emperador Federico II, cada consejero actúa como señor independiente en sus dominios y procura ampliarlos sirviéndose de su posición ante el rey para compensar la disminución de los ingresos provocada por el estancamiento de las conquistas a partir de fines del siglo XII. El reino entró en esta época en un período de crisis económica a la que Pedro el Católico buscó la solución más fácil y la menos apropiada: la acuñación de moneda de mala calidad, que agravó aún más los problemas económicos al provocar alteraciones en los precios. Los ingresos normales de la Corona estaban virtualmente empeñados y la nobleza sólo podía aumentar sus rentas mediante la guerra contra los musulmanes o mediante la guerra interior, mientras los almohades mantuvieron su cohesión. Al igual que en Castilla o en Portugal, la expansión hacia el Sur se debió, en gran parte, a la necesidad de buscar solución a los graves problemas internos planteados por la actitud de los nobles: al dirigir las campañas de conquista y ocupar en ellas a los nobles, la monarquía les facilitaba nuevos ingresos e indirectamente pacificaba el interior. Los primeros años del reinado de Jaime I estuvieron dedicados a luchar, sin éxito, contra los nobles Rodrigo de Lizana, Pedro Fernández de Albarracín, Guillén de Montcada... y a reorganizar las finanzas del reino, comprometiéndose a mantener el peso y la ley de la moneda durante un período de diez años y ordenando una inspección, a cargo de frailes templarios, de la actuación financiera de los oficiales reales. El compromiso de mantener la estabilidad monetaria significaba una reducción de ingresos para la monarquía, al perder ésta los derechos de acuñación y los beneficios derivados de la disminución del peso y de la ley (con la misma cantidad de metal se acuñaba mayor número de monedas); la pérdida fue compensada mediante un impuesto, el monedaje, que equivalía al cinco por ciento del valor de los bienes muebles e inmuebles de todos y cada uno de los súbditos, sin excepción. La fragmentación del Imperio almohade ofreció a Jaime I la posibilidad de intervenir en Valencia, pero el asedio de Peñíscola (1225) terminó en fracaso y la misma suerte tuvo un nuevo ataque lanzado desde Teruel que no encontró el apoyo de la nobleza de Aragón: Jaime I carecía de autoridad y de medios para imponerse a los nobles y éstos preferían actuar por cuenta propia y atacar, como Pedro Ahonés, a los musulmanes, a pesar de las treguas firmadas y de las parias que pagaba Abu Zeyt de Valencia.La muerte del noble a manos de los hombres del rey dio lugar a un levantamiento general en Aragón, cuyas causas profundas hay que situar en el malestar existente entre los nobles aragoneses por la pérdida de importancia del Reino en comparación con el Principado y en el olvido o ruptura de los lazos especiales que unían al monarca con los nobles. El proyecto de recuperar los bienes de la Corona, las concesiones indebidamente privatizadas por los nobles, fue la causa próxima del levantamiento de la nobleza aragonesa, a la que se unieron algunos nobles catalanes dirigidos por Guillén de Montcada, vizconde de Bearn y señor de importantes dominios en Aragón. La falta de solidaridad entre los nobles y el apoyo al rey de la nobleza catalana permitieron al monarca imponerse en Aragón, pero los acuerdos con la nobleza fueron más una transacción que una victoria de Jaime I: los jefes rebeldes fueron perdonados y, además, recibieron determinado número de caballerías según su importancia. Pese a este acuerdo, la oposición aragonesa se mantendrá latente durante todo el siglo XIII y gran parte del XIV, aunque sólo se manifiesta de modo activo en los momentos de debilidad de la monarquía. Pacificados los dominios aragoneses y catalanes, Jaime I tuvo que atender a los problemas surgidos en el condado de Urgel, teóricamente independiente y de hecho sometido a la tutela de los condes de Barcelona. La vieja rivalidad entre los condes de Urgel y los vizcondes de Cabrera por el dominio del condado se acentuó en 1228 al reclamar sus derechos Aurembiaix de Urgel, que solicitó el arbitraje del rey; rechazado éste por Guerau y por su hijo Ponce de Cabrera, Jaime los expulsa militarmente del condado que es, cada vez más, una prolongación del condado barcelonés al que está destinado a unirse según el acuerdo de concubinato suscrito por Jaime y Aurembiaix diez años más tarde. La conquista de las Baleares fue posible por la coincidencia de intereses entre las ciudades costeras, Barcelona ante todo, y la nobleza catalana que veía en la guerra exterior una posibilidad de incrementar sus ingresos y de recuperar el prestigio y la situación social que le disputaba, con éxito, la burguesía urbana. En la conquista valenciana, los intereses fueron distintos y a menudo contrapuestos. Por una parte, la conquista interesaba a la nobleza de Aragón, deseosa de aumentar sus dominios, y se inscribía en la línea de actuación típica de las ciudades de frontera aragonesas. Por otro lado, el rey estaba interesado en la conquista y también en evitar un excesivo protagonismo de los nobles aragoneses; y, por último, el reino valenciano era para mercaderes y nobles catalanes zona natural de expansión. En líneas generales, puede admitirse que en la conquista valenciana intervinieron de un lado los nobles de Aragón y de otro el rey, secundado por los catalanes y por los aragoneses de la frontera. La conquista fue lenta: tras un período en el que la iniciativa correspondió a los nobles aragoneses (conquista de Morella en 1232 por Blasco de Alagón) y a las milicias de Teruel (toma de Ares), el rey se hizo cargo personalmente de la dirección de la campaña para evitar el incremento de los honores nobiliarios y ocupó Burriana en 1233 y con esta ciudad toda la Plana castellonense; poco más tarde se ocuparían la llanura y la huerta valenciana con la capital del reino (1238) y, por último, las tropas reales incorporarían la zona del Júcar entre 1239 y 1245 (Cullera, Alcira y Játiva). Aunque las campañas mallorquina y valenciana ocuparon la mayor parte de los esfuerzos del monarca, no por ello se desentendió Jaime I de la política occitana. Por medios pacíficos intentó contrarrestar la presencia de los Capetos en el Sur de Francia y aunar los esfuerzos de los condes de Toulouse y Provenza, pero no pudo evitar la presencia francesa, ratificada por los matrimonios de Luis IX de Francia y de Carlos de Anjou con Margarita y con Beatriz de Provenza respectivamente. Perdida toda posibilidad de recuperar Provenza, Jaime I firmaba con Luis IX el tratado de Corbeil (1258) por el que renunciaba a sus posibles derechos sobre Provenza y el Languedoc, a cambio de la supresión de los vínculos feudales que, teóricamente al menos, unían al conde de Barcelona con el rey de Francia. Corbeil fue el reconocimiento oficial de dos realidades que ambos monarcas consideraban irreversibles.
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La expansión aragonesa en la península Ibérica se vio frenada por la conquista castellana de Murcia en 1243, por lo que la toma del reino de Granada, en adelante, se contempla como una empresa exclusivamente castellana. En consecuencia, los reyes aragoneses aprovecharon los puertos mediterráneos, sobre todo el de Barcelona, para crear una gran flota con la que expandirse por el Mare Nostrum. En el año 1238, Jaime I logró incorporar el reino de Valencia, lo que dio pie para que, en 1287, el reino de Aragón anexionara las Baleares. Un poco antes, en el año 1283, ya se había producido la espectacular conquista de la isla de Sicilia. La presencia en Grecia de mercenarios catalanes, aliados de Bizancio en su guerra contra los turcos, condujo en 1311 a la creación de un ducado de Atenas, bajo control de Aragón, que sólo duró algunas décadas más. Hacia 1327, la corona aragonesa logra integrar los territorios al sur de Alicante, mientras que, en 1342, es Cerdeña quien se añade a los dominios de Aragón. La expansión aragonesa es fundamentalmente mercantil. Son numerosos los consulados comerciales a lo largo del mediterráneo, en ciudades como Túnez, Siracusa, Modon, Ragusa, Venecia, Génova o Marsella, entre otras muchas. La última fase de crecimiento del imperio de Aragón se produce en 1443, cuando Alfonso V conquista el reino de Nápoles, aunque, a su muerte, será dividido y desaparecerá de manera definitiva.
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Las dos últimas décadas del siglo XII, con la Orden plenamente asentada, son de una gran actividad edificatoria. Prácticamente todos los monasterios o, cuando menos, los más significativos (habrá que exceptuar, como es obvio, a aquéllos que no se incorporan al Instituto hasta la centuria siguiente) empiezan a levantar sus fábricas definitivas. Al valorarlas conjuntamente se detecta en ellas, por un lado, la persistencia de fórmulas de progenie ultrapirenica, básicamente borgoñona, como acontecía hasta ahora. Pero por otro, muestran la aparición también de planteamientos que denotan ya una permeabilidad a las sugerencias del arte local. Este hecho, por su novedad, nos confirma que estamos en una nueva etapa de la implantación monumental de la Orden en el Reino de León. Un edificio, la iglesia del monasterio de Sandoval, León, debe reclamar inicialmente -por cronología, lógicamente, y también, como se verá, por su significación- nuestra atención. Presenta una planta de cruz latina, con tres cortas naves -sólo tres tramos-, crucero saliente, con dos tramos desiguales por brazo, y cabecera compuesta por tres capillas semicirculares, la central destacada, todas precedidas de tramo recto presbiterial. La construcción de este templo se llevó a cabo en dos etapas muy diversas estilística y cronológicamente. Solamente nos afecta aquí la primera, ya que la segunda -a la que pertenece, a partir del segundo tramo, el cuerpo longitudinal de la iglesia- principió, según atestigua una inscripción, en el año 1462. Lo realizado durante la primera campaña (cabecera, crucero y primer tramo de las naves) es tan similar a lo que ofrece la fábrica de Moreruela (Vid., entre otros, rasgos como el tipo de cubiertas utilizadas en los ábsides, perfiles de nervios, sistemas de apeo, modelos de capiteles y otros), que hay que pensar que su ejecución es producto de la actividad de un taller de formación y extracción morerolense. Este parentesco, valioso por lo que de prestigioso tiene para la abacial de Sandoval, posee también un interés suplementario innegable para la iglesia de Moreruela, ya que, debiendo ser datado el inicio de Sandoval, vista la evolución de su dominio, alrededor de 1180, viene a confirmar con rotundidad impresiones derivadas del análisis minucioso de la empresa que la inspira: que sus trabajos, superados los problemas del arranque, se desarrollaron con gran rapidez. La iglesia de Sandoval, además, debe tenerse muy en cuenta al examinar la del cenobio de Santa María de Gradefes, León, situado por cierto, no muy lejos de Sandoval. El templo de Gradefes, concebido a gran escala, más notoria, si cabe, al estar destinado a una comunidad femenina, quedó incompleto. Tan sólo se levantaron, de acuerdo con el proyecto inicial, la cabecera, la zona baja del crucero y parte del muro meridional del cuerpo longitudinal. La cabecera, en planta, ofrece inequívocos puntos de contacto con el esquema utilizado en Moreruela (repárese, sobre todo, en la tangencialidad de las tres capillas radiales, semicirculares, que se disponen en el centro de la girola, única, conviene tenerlo en cuenta, en un templo cisterciense femenino de la Península Ibérica). En alzado, sin embargo, las diferencias son notables, particularmente en lo que se refiere a la organización del perímetro de sus capillas mayores: gruesas columnas monocilíndricas ofrece Moreruela, sólidos pilares con varias columnas entregas, dobles las que soportan el menor de los arcos de cierre, Gradefes. Esta disposición, que no se encuentra en ninguna de las abaciales que pertenecen por la tipología de su cabecera al grupo de Moreruela, no ha sido convincentemente explicada hasta la fecha, a pesar de las hipótesis emitidas al respecto. Su origen, imposible de desvincular del modelo de planta, habrá de buscarse con seguridad en fuentes ultrapirenaicas. Al margen de esta cuestión, debe significarse también que buena parte de los elementos presentes en la fábrica de Gradefes son idénticos a otros existentes en la iglesia de Sandoval (capiteles, perfiles de nervios, motivos decorativos, etcétera), lo que permite pensar en la intervención de unos mismos artífices en las dos obras. El mayor avance estructural y también decorativo de la de Gradefes con respecto a la de Sandoval abona la anterioridad de esta última, obligando a datar el desarrollo constructivo o, a tenor de lo que se comentará, la progresión de la primera desde aproximadamente 1190 o muy poco tiempo después. Se deduce de las características de la abacial de Gradefes, pues, que si sus labores, en términos absolutos, comenzaron en 1177 -así lo asegura un epígrafe conservado todavía hoy en el edificio, aunque no es seguro que esté en su emplazamiento original y, por tanto, que se relacione con el templo que vemos-, por circunstancias que se nos escapan, o se interrumpieron inmediatamente o avanzaron en un principio con mucha lentitud. Sólo en la última década del siglo, por tanto, se acometería con impulso suficiente la ejecución del edificio, paralizado de nuevo, y ahora ya definitivamente (nunca llegará a terminarse del todo y, por supuesto, lo levantado tras la primera campaña nada tiene que ver con lo precedente), a los pocos años de su desarrollo. No mucho después de la concreción de los trabajos de Gradefes debieron comenzar las obras de la iglesia que sirve al monasterio, también femenino y leonés, de Santa María de Carrizo. Proyectado con plana basilical de tres naves, sin crucero, y con cabecera integrada por tres ábsides semicirculares, saliente el central, todos precedidos de tramo recto presbiterial, el edificio tampoco se completó de acuerdo con el esquema concebido. En las zonas que responden al planteamiento inicial, de escaso refinamiento, por cierto, son evidentes sus deudas con la fábrica de Gradefes y, sobre todo, con la de Sandoval (tipos de capiteles; modelos de canecillos; organización de las cubiertas del conjunto de la capilla mayor; composición de ventanas, etcétera). El impacto de Sandoval -el de Gradefes es menos acusado- resulta esencial para explicar buena parte de los rasgos que presenta la iglesia del monasterio de Santa María de Valdediós, Asturias. Fue iniciada en 1218 por un maestro, sin duda borgoñón, llamado Gualterio -proporciona ambos datos una inscripción localizada en la puerta norte del crucero-. Su planta, de cruz latina, con tres naves en el cuerpo principal, crucero marcado, con dos tramos desiguales por brazo, y cabecera integrada por tres ábsides semicirculares, el central saliente, todos con parcela recta presbiteral, es muy similar a la de Sandoval. Solamente se diferencia de ella, de hecho, por su mayor longitud, pero no debe olvidarse que Sandoval quedó incompleta en un primer momento, retomándose las obras casi tres siglos después de la paralización, cuando seguramente la comunidad era menor y, por tanto, sus exigencias de espacio eran menos pretenciosas. La vinculación de Valdediós a Sandoval se detecta también en el alzado (véase, sobre todo, el sistema de cubrición de las naves y en particular, por su peculiar y poco común combinación, la secuencia empleada en el conjunto del crucero), siendo ese estrecho parentesco entre ambas empresas el responsable del empleo en la iglesia asturiana de principios o soluciones de filiación borgoñona (tipos de bóvedas, composición del alzado y otros). Algunos elementos de Valdediós, básicamente de tipo ornamental, remiten, por otro lado, a recetas usuales en la arquitectura románica de la zona en que se asienta el cenobio, debiéndose tal hecho, con toda seguridad, a la participación en los trabajos del templo de maestros locales asalariados, circunstancia deducible además de la presencia de numerosas marcas de cantero en los sillares que integran sus muros. La presencia de sugerencias locales en la fábrica de Valdediós, por escasa o poco significativa que sea su entidad en este templo, es importante por introducirnos de lleno en una cuestión cuyo análisis pormenorizado es imprescindible para una correcta aproximación a las peculiaridades de las empresas levantadas por la Orden del Císter en el Reino de León: la influencia que sobre sus construcciones, tanto en lo estructural como en lo decorativo, ejercieron las obras locales. Comienza a detectarse esa receptividad hacia el entorno, explicable, como se dijo, por la colaboración en las obras de artífices ajenos a la comunidad, pagados por el trabajo que realizaban, en la novena década del siglo XII. Su documentación marca el arranque de una nueva etapa en el proceso de implantación monumental de la Orden, caracterizada hasta entonces, exactamente igual que en cualquier otro territorio donde hubiera estado asentada, por el exotismo total de sus planteamientos. Esas fórmulas locales aparecen en un principio, combinadas con otras de progenie foránea, en edificaciones pertenecientes a abadías dependientes en línea directa de Casas ubicadas más allá de los Pirineos. Ilustran muy bien esta situación algunos monasterios gallegos. Citaremos cuatro. La iglesia de Oseira, por ejemplo, iniciada hacia 1185, es deudora en numerosos aspectos de las fábricas de las catedrales de Santiago (a ella remiten, entre otros datos, la planta de su cabecera, con girola dotada de cinco capillas semicirculares separadas por tramos libres, o el empleo de bóvedas de cuarto de cañón para cubrir el tramo curvo del deambulatorio) y Orense (de aquí derivan, entre otros rasgos, el abovedamiento de la capilla mayor, el empleo de ménsulas -capitel, en su mayoría sin función portante, o el tejaroz sobre arquitos que se localiza en la portada norte del crucero). Frente a todo ello, el expediente adoptado para la cubrición de las naves del cuerpo longitudinal -bóvedas de cañón apuntado de ejes paralelos- no cuenta con precedentes autóctonos. La abacial de Melón, por su parte, principiada en la última década del siglo XII, recoge, de un lado, el modelo de cabecera de Oseira -es una replica reducida, con sólo tres ábsides, de ella-, apareciendo en su fábrica, a la vez, otros datos de inequívoco abolengo borgoñón (apertura de capillas, una por costado, a los brazos del crucero; modelos de capiteles; tipos de molduras, etcétera). La iglesia de Armenteira, cuya primera etapa netamente borgoñona ya examinamos, introduce en la segunda, comenzada alrededor de 1200 y continuadora en muchos aspectos de pautas precedentes, expedientes o soluciones de evidente filiación mudéjar. Así sucede, sobre todo, con la cúpula sobre nervios que cubre el tramo central del crucero. El templo de Montederramo, en fin, empezado verosímilmente al filo del cambio de centuria, combina una planta de tipo bernardo (el edificio actual, renovado a partir de 1598, se supedita escrupulosamente al trazado del precedente) con rasgos como el atado de contrafuertes por medio de arcos doblados, expediente que se explica a partir del modelo inmediato de la catedral de Orense, deudora a su vez de la de Santiago. La permeabilidad a propuestas del entorno irá incrementándose progresivamente, siendo especialmente evidente en las fábricas de fundaciones o afiliaciones indirectas. Se trata de aquellas cuya abadía-madre ya no se sitúa más allá de los Pirineos, sino en su propio territorio, sin importar ahora su mayor o menor lejanía. También se da en las construcciones de cronología tardía, casi siempre de pequeña entidad y, por consiguiente, con menos bienes disponibles. Todo ello en modo alguno debe resultar extraño, visto lo ya indicado a propósito de las normas de funcionamiento interno de la Orden. En estas obras -véanse los casos, por ejemplo, de las abaciales de Xunqueira de Espadañedo o San Clodio, ambos en Orense, las dos con planta basilical de tres naves, sin crucero en Xunqueira, no marcado en San Clodio, y cabecera con tres ábsides semicirculares, comenzadas ya en el siglo XIII (muy a principios, Xunqueira; tras 1225, San Clodio) y pertenecientes a monasterios dependientes de otro asentado en Galicia (Montederramo y Melón, respectivamente); lo específicamente cisterciense apenas se detecta (cierto tono de austeridad, no tan insistente como antes; uso de ménsulas y fustes truncados, etcétera). Es por ello muy difícil distinguir las edificaciones de la Orden de otras coetáneas extrañas a su órbita. El proceso de regionalización de la edilicia cisterciense llegará hasta sus últimas consecuencias en un testimonio como el del monasterio de Santa María de Nogales, León. Su iglesia, hoy casi totalmente arruinada -no conocemos con seguridad, por tal motivo, la organización de su cabecera y crucero-, es, por el material empleado en su construcción -ladrillo- y por sus características estructurales y decorativas, una obra mudéjar y su valoración hay que hacerla en el marco de la arquitectura mudéjar leonesa. Nada tiene que ver ya, pues, con las premisas que habían significado a las empresas de la Orden. Esta pérdida de esencia, consumada ya en los años centrales del siglo XIII, que es la fecha que corresponde a lo fundamental de Nogales (la iglesia, al parecer, fue consagrada en 1266), es el resultado lógico de la merma de protagonismo espiritual, social y económico de los monjes blancos, declive, ya comentado en la introducción histórica, generado por causas diversas, unas internas, otras externas al propio organismo monástico. Conviene señalar, no obstante lo anterior, que la apertura a influencias locales no afectó a todas las empresas levantadas durante o a partir de la segunda fase de la implantación monumental cisterciense. Algunas continuaron dependiendo totalmente, tanto en planta como en alzado, de prototipos extraños al país. Así sucedió en las abaciales de Meira, Lugo, y Oia, Pontevedra. La primera, iniciada hacia 1185, ofrece una planta que, salvo por la configuración semicircular de su capilla mayor, responde al modelo bernardo canónico. Este, caracterizado por el uso exclusivo de líneas y ángulos rectos, aparece en la iglesia de Oia, principiada en la última década del siglo XII. Un dato, de escasa entidad en apariencia, confiere a este templo un realce excepcional: el escalonamiento de las capillas laterales (no están cerradas a oriente por un muro común plano) es el único caso conocido hoy en abaciales cistercienses dotadas de cinco ábsides. Por lo que toca a los alzados de estos edificios, los dos remiten a prototipos borgoñones en su ordenación, si bien sus puntos de partida son diferentes. Meira, cuya nave central ostenta bóveda de cañón apuntado y las laterales otras de arista, deriva en última instancia, como Armenteira, de la solución ensayada en aquel territorio por vez primera en la abacial de Cluny III. Oia, por el contrario, emplea la solución que, según todos los indicios, fue adoptada ya en la segunda iglesia construida en Clairvaux bajo la inmediata supervisión de san Bernardo. Es decir, bóveda de cañón apuntado en la nave mayor, prolongada sin interrupción hasta la capilla principal, y otras de análoga configuración, pero perpendiculares al eje de la anterior, sobre cada uno de los tramos en que se subdividen las naves menores. Este modelo constructivo, de utilización mucho más frecuente que el existente en Meira y Armenteira, es el que de una manera más estricta responde a las severas prescripciones bernardas en materia de arquitectura eclesial monástica. Si bien no hay información a favor de su participación directa en su sistematización, el que lo hubiera adoptado para la iglesia de su monasterio es prueba inequívoca de que lo había aprobado y considerado como el más apropiado para tal misión.
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Desde finales del siglo XVII, utilizando a los bucaneros que huían de sus perseguidores y buscaban refugio en la isla de la Tortuga como punta de lanza, los franceses se habían asentado en la parte occidental de La Española, posteriormente conocida como Haití o Saint-Domingue. Lentamente comenzaron a sentar las bases de lo que sería un siglo más tarde la colonia de mayor productividad de todas las Antillas. Allí se había instalado una pujante economía de plantación, gracias a la masiva introducción de esclavos negros. El principal cultivo era el azúcar, seguida por el café, algodón e índigo. La parte española de la isla se había dedicado a la producción ganadera, produciéndose una notable integración entre las economías de ambos sectores.La independencia de los Estados Unidos, y la quiebra del monopolio comercial británico, benefició enormemente a Saint-Domingue. Los comerciantes norteamericanos decidieron cambiar sus fuentes de aprovisionamiento de azúcar, abandonando a sus tradicionales proveedores. A partir de 1783, coincidiendo con la Paz de París, la parte francesa de La Española comenzó un espectacular proceso de crecimiento económico, gracias a un fuerte aumento de la productividad, que hizo mucho más competitivos los costos de producción de la isla en relación con los de sus rivales británicos. El auge de la producción de las Antillas francesas desplazó a Jamaica y Barbados de su condición hegemónica en la producción y el comercio azucareros.El aumento en el número de ingenios requirió de cantidades crecientes de esclavos, que arribaban regularmente a las costas haitianas. Frank Moya Pons calcula que en las vísperas de la Revolución Francesa llegaban anualmente cerca de 30.000 negros. De los 172.000 esclavos que había en 1754 en la parte francesa de la isla, se pasó a 240.000 en 1777 y en 1789 ya eran más de 450.000 (lo que suponía el 85 o el 90 por ciento de la población). La mitad de los esclavos trabajaba en los casi 800 ingenios existentes. Pero en la misma prosperidad se estaban gestando los factores de conflicto que terminarían por amenazar la base económica que propiciaba la expansión: el sector azucarero. Los primeros afectados eran los plantadores, también conocidos como los grandes blancos, que se veían perjudicados por su debilidad financiera. La trata, inicialmente controlada por compañías monopólicas, fue pasando a manos de comerciantes franceses, instalados fundamentalmente en Burdeos, Nantes y Marsella. Estos comerciantes eran los propietarios de las refinerías de azúcar construidas en los principales puertos metropolitanos, lo que les permitía monopolizar las importaciones. Los comerciantes también adelantaban dinero a los plantadores para que pudieran afrontar los gastos del ciclo productivo (compra de insumos, materias primas y alimentos, pago de salarios, etc.), lo que aumentó su vulnerabilidad frente al capital comercial. Esta situación colaboró a incrementar el resentimiento existente entre los plantadores, que muy pronto quisieron seguir los derroteros independentistas de los colonos norteamericanos. En las reuniones que algunos de ellos mantenían en el Club Massiac, de París, se comenzó a plantear la necesidad de dotar de autonomía política a la colonia como el mejor modo de escapar a las presiones ejercidas desde la metrópoli.Por debajo de ellos encontramos a los casi 40.000 pequeños blancos (burócratas, soldados, pequeños plantadores, comerciantes, administradores de plantación, etc.), que mantenían una muy tensa relación con los cerca de 28.000 mulatos libres que existían antes de la Revolución Francesa y que en buena parte también se dedicaban a la industria azucarera. Este último grupo era propietario de casi la tercera parte de las plantaciones (y de los esclavos) de la colonia. El origen de esta circunstancia tan peculiar se encuentra en el hecho de que la legislación francesa reconocía el derecho de sucesión para los hijos de blancos y esclavas negras, siempre y cuando hubieran sido reconocidos por los padres. Como eran numerosos los plantadores que vivían en la isla sin familia, un buen número de mulatos, hijos naturales, pudo acrecentar su patrimonio.
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Allá por los albores del siglo IV de nuestra era paseaban sus banderas triunfantes por el sur de Mesoamérica unas gentes que eran mitad guerreros, mitad mercaderes. No sabemos de qué manera se llamaban a sí mismos, pero los aztecas, mucho después, denominaban a su ciudad capital Teotihuacán, una inmensa urbe, la más grandiosa que los indios americanos construyeron jamás, cuyas ruinas cubren alrededor de veinte kilómetros cuadrados en el altiplano central de México, cerca del moderno Distrito Federal. Estos teotihuacanos dominaron una red de rutas comerciales hasta Guatemala, y fundaron colonias o embajadas mercantiles un poco por todas partes. Justo al lado de la ciudad de Guatemala ocuparon un sitio de nombre Kaminaljuyú, y desde él se adentraron en las selvas yucatecas dispuestos a obtener las plumas ricas, las pieles del jaguar y del venado, el copal, la resina del chicozapote, la cal, y otros productos vegetales o minerales que sólo existen en la tierra caliente. El reino más poderoso en ese tiempo, o quizá el lugar central, mejor situado para las incursiones comerciales, era Tikal, y allí se establecieron los teotihuacanos, no sin apoyo militar -los mayas designaban a los forasteros, al parecer, como el pueblo del lanzadardos, un arma superior a las lanzas locales-, y fundaron una dinastía que dio reyes famosos como Cielo Tormentoso (hacia 435 d.C.). Portaban además un arma de efectos más contundentes porque repercutían en la economía de Mesoamérica, la obsidiana, el vidrio volcánico útil para cortar en unos países donde no se conocían los metales; el monopolio de la obsidiana, sobre todo de la bella variedad verde extraída cerca de la metrópoli, en Pachuca, dio a los teotihuacanos su Imperio en los cuatro puntos cardinales. Pero la hipertrofia de ese gigantesco Estado condujo a la bancarrota final, a mediados del siglo VII en el altiplano de México, y antes en las selvas mayas; Tikal y otros lugares se vieron libres de extranjeros, pero algo del espíritu emprendedor, del estilo político y de las fórmulas religiosas teotihuacanas quedó para siempre en Guatemala y Yucatán. Los dioses dinásticos del período Clásico Tardío, los antepasados fundadores, guardaron desde entonces cierta semejanza con el dios nacional y étnico de los hombres del lanzadardos, la famosa deidad acuática Tláloc, a la que los aztecas concedieron más tarde el honor de compartir el Templo Mayor de Tenochtitlan con su numen guerrero Huitzilopochtli.
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Hacia el siglo V a.C., una buena parte del norte y centro de Italia está controlada por los etruscos. Al sur de la península, en los litorales costeros, se halla la Magna Grecia, territorio dominado por los griegos, mientras que los cartagineses están asentados en Cerdeña y parte de Sicilia. A finales del siglo siguiente, Roma, apenas un pequeño enclave en territorio etrusco, inicia su expansión. Después de las guerras samnitas, del 343 al 290 a.C., ya controla toda la Italia central, iniciando la ocupación de la Magna Grecia. Hacia el año 218 a.C., Roma ha conseguido dominar toda la península italiana, Córcega, Cerdeña, Sicilia y parte de la costa de Iliria. Muy poco después, hacia el año 202, el mundo romano se amplía por las costas del sur y este de la península Ibérica, así como por el litoral mediterráneo de Francia. En el año 100 a.C. Roma controla buena parte del Mediterráneo, fraccionando sus posesiones en provincias. Hispania es dividida en Ulterior y Citerior; la Galia romana se organiza en Narbonense y Cisalpina. Además, se han establecido otras provincias romanas en Africa, Macedonia, Acaya, Asia y Cilicia. Cuando muera César, en el año 44 a.C., se habrá sumado al mundo romano toda la Galia. También serán provincias romanas el Africa Nova, Cirene y Creta. Por último, se han incorporado las provincias de Bithinia-Pontus, Cilicia, Chipre y Siria.
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Al contrario que Polonia o Turquía, el siglo XVII es el del nacimiento de Rusia como una potencia europea, reconocida como tal por las demás y capaz de enfrentarse a ellas en el terreno militar. Es el siglo de la expansión territorial en Europa y del avance por Siberia. El impulso mayor vendrá a fines de siglo con Pedro I el Grande, pero ya desde el establecimiento de los Romanov, una vez superadas las turbulencias internas, se había iniciado una firme trayectoria. Durante el período 1613-1682 los tres primeros zares Romanov empezaron la reconstrucción de Rusia y la restauración de los hábitos e instituciones, por encima de las intrigas de las familias boyardas, agotadas tras la época "de las perturbaciones", que habían provocado la intromisión de países extranjeros en las cuestiones internas. La situación interior fue lo suficientemente sólida como para poder reanudar una política conquistadora. La ayuda prestada a Polonia frente a la invasión sueca y la sublevación de los cosacos del Dniéper le permitieron obtener por el Tratado de Andrusovo de 1667 la Ucrania oriental, con Kiev y Smolensk, cuya posesión le discutirá en los decenios siguientes el Imperio otomano. Sólo en 1681 el sultán reconoció el dominio ruso sobre la orilla izquierda del Dniéper, región que inmediatamente fue colonizada con numerosos inmigrantes y dotada de una administración dependiente de Moscú. El siguiente enfrentamiento con la Sublime Puerta ocurrió con motivo de la constitución de la Liga Santa, a la que Rusia se unió en 1686. Las campañas de Crimea (1687-1689) resultaron un fracaso y provocaron la caída de la regente Sofia. Sin embargo, la campaña del mar de Azov (1697-1699), llevada a cabo por Pedro I, se saldó favorablemente y la región le fue cedida en el Tratado de Karlowitz (1699). Así conseguía el Imperio ruso por primera vez una salida al Mar Negro y aseguraba la frontera sur ante los tártaros. Las grandes conquistas de Pedro I habrían de llegar con el nuevo siglo. Su participación en la Gran Guerra del Norte (1700-1721) junto a daneses y polacos contra Suecia, le habrían de deparar definitivamente la tan anhelada salida al Báltico. La paz de Nystadt de 1721 ratificó su dominio sobre las regiones conquistadas, Ingria, parte de Carelia, Estonia y Livonia, es decir, la porción de costa existente entre el río Dvina y Finlandia. La posesión de ciudades como Riga, Reval o Viborg consolidaron su hegemonía en el Báltico oriental, facilitada por el hundimiento de Suecia tras el fracaso de las campañas de Carlos XII. La fundación de San Petersburgo en 1703, a orillas del río Neva, manifestó claramente la intención de Pedro I de convertir a Rusia en un país plenamente europeo, con una ventana abierta a Occidente, símbolo de la nueva Rusia que se abría a las ideas que llegaban con el naciente siglo. Todos estos contundentes éxitos no hubieran sido posibles sin la reforma del ejército ruso. Mal equipado y mal adiestrado, la necesidad de su reforma se hizo evidente en la campaña de Azov. Pedro I contrató a oficiales alemanes, polacos e ingleses para la enseñanza de las tropas. Se crearon academias militares, y se obligó a la nobleza terrateniente a prestar servicio militar obligatorio y a los campesinos a dar al ejército los hijos no necesarios para las prestaciones agrícolas. El equipamiento también fue renovado a base de armas de fuego de diferentes calibres, que en un principio se compraban en el extranjero y más tarde produjo la propia industria. Ya en 1632 el holandés Vinius creó la primera gran manufactura de armas de fuego, y se realizaron prospecciones por todo el territorio para descubrir yacimientos de los minerales necesarios. A comienzos del siglo XVIII, Rusia contaba con un ejército respetable y bien entrenado, capaz de defender, e incluso ampliar, tan extensas fronteras.