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La sociedad se organizó en cuatro segmentos sociales según una estructura piramidal. En la cima de la pirámide se instaló el Tlatoani orador que tenía un poder civil, militar y religioso, y gobernaba cada ciudad y su territorio. A lo largo de la etapa imperial, el poder se concentraba en manos del huey tlatoani de Tenochtitlan. Estos gobernantes estaban emparentados entre sí por matrimonios de elite, consiguiéndose así una tupida red de alianzas que permitía asegurar la estabilidad política. Otra base para el mantenímiento de la sociedad eran los pipiltin, la nobleza, incluyendo los hijos de los tlatoque que eran la nobleza hereditaria (hijos y parientes del linaje del tlatoani) y los tetecuhtin, que habían accedido a la nobleza por acciones sobresalientes, en especial en la guerra. Otro estamento estaba compuesto por los macehualtin, gente que accedía a la nobleza y formaba parte del ejército mediante su adscripción a determinadas órdenes militares, Caballeros jaguar y Caballeros Aguila. La base sobre la que descansaba esta pirámide era el campesinado y los artesanos, macehualtin, los cuales estaban organizados en el calpulli. Aunque la célula básica de la sociedad fue la familia nuclear, el calpulli, la casa grande, fue el grupo de parentesco básico, al cual se le adscribió la tierra. Carrasco piensa que este grupo de campesinos estuvo adscrito siempre a una casa noble -tecpan-, cuyo cabeza distribuyó la tierra al calpulli. Así pues, la tierra estaba ligada al calpulli, y cuando ésta se transpasaba lo hacía también con los renteros que la trabajaban. Algunas correspondían al tlatoani, otras a los nobles, y otras eran asignadas a grupos de parentesco, donde la tierra era poseida de manera comunal y su distribución era llevada a cabo por el calpullec.
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Desde 1640 Japón era un país cerrado al mundo exterior, con un profundo dirigismo económico que propugnaba el alejamiento del comercio y la defensa del mundo agrario, con una rígida estamentalización por clases y funciones sociales donde el individuo queda condicionado por su actividad económica.A pesar del estrangulamiento a que se encontraba sometido el comercio exterior y el horizonte escasamente promisorio del ámbito doméstico, el período Edo experimentó un notable crecimiento económico, tanto rural como urbano, al que contribuyeron sin duda la paz, el aumento de la productividad agrícola, la desmedida demanda urbana, las diversas mejoras tecnológicas, el servicio alterno de los daimios en la capital y el crecimiento demográfico. Resultante de una mezcla de las experiencias del siglo XVI y de la nueva cultura confuciana del siglo XVII, el pensamiento económico Tokugawa se basaba en la agricultura como principal fuente de riqueza. Una sociedad en la que los samurais gobiernan, el campesino produce y el comerciante distribuye, adoptaba una política económica tendente a la diversificación interna y a la restricción del comercio exterior. Pronto esa visión anacrónica se hizo insostenible, fundamentalmente a causa del desarrollo del comercio y de la artesanía, pero sobre todo porque los samurais, alejados de la vida rural, se transformaron en un estamento ciudadano. El confucionismo, en principio hostil a la economía, pronto se adaptó a los nuevos tiempos y, a finales del período Tokugawa, escritores, como Dazai Shudai, preconizaban la aceptación de la economía dineraria como legítima manifestación del crecimiento económico. Como principales características de la agricultura destacan el pequeño tamaño de las explotaciones, el cultivo intensivo y la división de los campos en dos tipos: los irrigados, para el arroz, por una parte, y los de secano, para los demás cereales y legumbres, por otra. El sector agrícola experimenta una notable expansión a lo largo del siglo. La producción aumenta debido a una mejora del utillaje y del perfeccionamiento de las técnicas agrícolas. Asimismo, se observa una diversificación de los cultivos de forma que a los cereales se añade el arroz, cultivo que se generaliza hasta el punto que se producía ya, con fines comerciales, en muchas regiones japonesas. Los cambios fueron más rápidos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, como lo confirman la publicación continua de libros de agronomía, la especialización bovina y caballar del centro y norte de Japón, respectivamente, la expansión de cultivos como el tabaco, el algodón y la explotación de productos subsidiarios, como la madera. En definitiva, en el siglo XVIII se había pasado de una economía de subsistencia a una economía comercial, donde la venta de determinados productos había modificado el carácter de la economía rural. El excedente económico dio lugar a numerosas actividades secundarias, como el préstamo de dinero o la producción y de tejidos, al tiempo que afectaba a la organización social campesina básica. Los propietarios más ricos alteraron las antiguas estructuras concentrando tierras y contratando personal asalariado, mientras que los más desposeídos quedaban convertidos en meros jornaleros. Pero quizá el problema agrario más grave fue la precaria relación existente entre la población y los recursos alimenticios. En efecto, las malas cosechas, con las secuelas subsiguientes de carestía y hambre fueron frecuentes en este siglo, situándose los períodos más graves en 1732, 1783 y 1787. El descontento del campesinado, por estas razones, era endémico y, aunque más patente en las duras provincias del Noroeste, se había extendido a todo el país; dado que los campesinos carecían de armas, los levantamientos solían acallarse rápidamente y los líderes eran ejecutados. Pero la protesta campesina era un movimiento económico carente de todo contenido revolucionario, no se pretendía rechazar el orden social sino trataba sólo de pedir que se corrigiesen algunos de sus aspectos más abusivos. En el comercio también se produjo una mejora tecnológica y un aumento de la producción. La existencia de un activo comercio interior se percibe a través del gran desarrollo del capital comercial, ya que alrededor de 1761 operaban en el Japón más de 200 casas comerciales cuyas actividades se basaban en el préstamo de dinero y en el intercambio. Por otra parte, el país había entrado en una nueva fase de la economía comercial centrada en las ciudades. El crecimiento de éstas había sido espectacular en detrimento del mundo rural, iniciándose así la orientación moderna de abandono del sector primario. Al desarrollo comercial contribuyeron otros factores como el aumento de los transportes y el nacimiento de nuevas rutas terrestres, fluviales y marítimas y el rápido desenvolvimiento de un sistema de circulación y de cambios, debido a la utilización de un sistema paralelo de cuatro medios de intercambio: el arroz, el oro, la plata y el cobre, y al surgimiento en Edo y Osaka de casas de banca y cambio para negociar letras de transferencia o de crédito entre ciudades. Así pues, a finales del siglo XVIII eran perceptibles, a dos niveles, los signos de una nueva fase del desarrollo económico: el crecimiento urbano y la expansión del mercado de artículos de consumo había inculcado un nuevo espíritu de empresa en el sector agrario; y la generalización de nuevas técnicas de producción en serie, fundamentalmente en los tejidos de seda, en la fabricación de papel y en las manufacturas de trabajos laqueados. El comercio exterior resulta ínfimo por la rigurosa política de aislamiento que persistirá hasta la aparición de la escuadra del comodoro Perry en 1853. Las únicas excepciones fueron sus relaciones mercantiles con China y con los holandeses, a los que se les permitió operar solamente en la isla de Deshima, situada en el puerto de Nagashaki, y en pequeñas proporciones. Por su parte, los samurais, como dirigentes y administradores, vivían del trabajo ajeno. Clase gobernante, parecía incapaz de asimilar una creciente economía basada en el dinero. Hacia 1700, su presupuesto comenzaba a mostrarse deficitario. Durante aproximadamente todo el siglo se esforzó en reducir, sin demasiado éxito, su crisis fiscal crónica mediante créditos obligados y devaluaciones. Pero casi nunca logró canalizar la tremenda riqueza de los mercaderes hacia sus arcas fiscales ni restar cierto poder económico a las casas de préstamos y los emporios mercantes de Osaka y Edo.
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Dos son los principios fiscales sobre los que se apoyaba el shogunato Tokugawa: el cobro de tributos en especie, básicamente en arroz, y el control por el shogún de las manufacturas y el comercio, concentrados en las grandes ciudades. A partir de 1640 Japón se convirtió en un país cerrado al mundo exterior, con un profundo dirigismo económico que propugnaba el alejamiento del comercio y la defensa del mundo agrario, con una rígida estamentalización por clases y funciones sociales donde el individuo queda condicionado por su actividad económica. A pesar del estrangulamiento a que se encontraba sometido el comercio exterior y el horizonte escasamente promisorio del ámbito doméstico, el período Edo experimentó un notable crecimiento económico, tanto rural como urbano, al que contribuyeron sin duda la paz, el aumento de la productividad agrícola, la desmedida demanda urbana, las diversas mejoras tecnológicas, el servicio alterno de los daimyos en la capital y el crecimiento demográfico. Resultante de una mezcla de las experiencias del siglo XVI y de la nueva cultura confuciana del siglo XVII, el pensamiento económico Tokugawa se basaba en la agricultura como principal fuente de riqueza. Una sociedad en la que los samurais gobiernan, el campesino produce y el comerciante distribuye, adoptaba una política económica tendente a la diversificación interna y a la restricción del comercio exterior. Pronto esa visión anacrónica se hizo insostenible, fundamentalmente a causa del desarrollo del comercio y de la artesanía, pero sobre todo porque los samurais, alejados de la vida rural, se transformaron en un estamento ciudadano. El confucionismo, en principio hostil a la economía, pronto se adaptó a los nuevos tiempos y, a finales del período Tokugawa, escritores, como Dazai Shudai, preconizaban la aceptación de la economía dineraria como legítima manifestación del crecimiento económico. Como principales características de la agricultura destacan el pequeño tamaño de las explotaciones, el cultivo intensivo y la división de los campos en dos tipos: los irrigados, para el arroz, por una parte, y los de secano, para los demás cereales y legumbres, por otra. El sector agrícola experimenta una notable expansión a lo largo del siglo. La producción aumenta debido a una mejora del utillaje y del perfeccionamiento de las técnicas agrícolas. Asimismo, se observa una diversificación de los cultivos de forma que a los cereales se añade el arroz, cultivo que se generaliza hasta el punto que se producía ya, con fines comerciales, en muchas regiones japonesas. Los cambios fueron más rápidos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, como lo confirman la publicación continua de libros de agronomía, la especialización bovina y caballar del centro y norte de Japón, respectivamente, la expansión de cultivos como el tabaco, el algodón y la explotación de productos subsidiarios, como la madera. En definitiva, en el siglo XVIII se había pasado de una economía de subsistencia a una economía comercial, donde la venta de determinados productos había modificado el carácter de la economía rural. El excedente económico dio lugar a numerosas actividades secundarias, como el préstamo de dinero o la producción y de tejidos, al tiempo que afectaba a la organización social campesina básica. Los propietarios más ricos alteraron las antiguas estructuras concentrando tierras y contratando personal asalariado, mientras que los más desposeídos quedaban convertidos en meros jornaleros. Pero quizá el problema agrario más grave fue la precaria relación existente entre la población y los recursos alimenticios. En efecto, las malas cosechas, con las secuelas subsiguientes de carestía y hambre fueron frecuentes en este siglo, situándose los períodos más graves en 1732, 1783 y 1787. El descontento del campesinado, por estas razones, era endémico y, aunque más patente en las duras provincias del Noroeste, se había extendido a todo el país; dado que los campesinos carecían de armas, los levantamientos solían acallarse rápidamente y los líderes eran ejecutados. Pero la protesta campesina era un movimiento económico carente de todo contenido revolucionario, no se pretendía rechazar el orden social sino trataba sólo de pedir que se corrigiesen algunos de sus aspectos más abusivos. En el comercio también se produjo una mejora tecnológica y un aumento de la producción. La existencia de un activo comercio interior se percibe a través del gran desarrollo del capital comercial, ya que alrededor de 1761 operaban en el Japón más de 200 casas comerciales cuyas actividades se basaban en el préstamo de dinero y en el intercambio.
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Durante la primera mitad del siglo XIX la población latinoamericana atravesó un período de estancamiento, con un comportamiento bastante similar al de la economía. Sin embargo, en la segunda mitad se observa un crecimiento mucho más vigoroso y sostenido, que contrasta con las bajas tasas de crecimiento de los primeros cincuenta años del siglo. Esta tendencia al alza continuó a un ritmo algo menor en las primeras décadas del siglo XX. En efecto, la población latinoamericana se duplicó entre 1850 y 1900 (de 30 millones y medio a casi 6,2 millones), mientras que entre 1900 y 1930 el crecimiento fue superior al 68 por ciento (se superaron los 104 millones). El fuerte crecimiento está relacionado con el aumento en la demanda de mano de obra vinculada con la apertura económica y la exportación de productos agrícolas, ya que las exportaciones de productos minerales no requerían una elevada cantidad de trabajadores. Uno de los principales factores que impulsó este proceso fue la inmigración, que afectó especialmente a los países de la vertiente atlántica, como Argentina, Brasil, Cuba y Uruguay, o Chile en el Pacífico, que fueron los que recibieron un mayor flujo inmigratorio. Si bien después de la independencia algunos europeos se trasladaron a América, su número no fue especialmente significativo. Este es el caso de las colonias de alemanes o suizos que encontramos en el sur del Brasil y en el de Chile, o en Venezuela y Perú, y también las de galeses en la Patagonia argentina. La inmigración masiva de europeos a América Latina comenzó en las décadas de 1870 y 1880. Los inmigrantes fueron atraídos por la posibilidad de encontrar trabajo y por las excepcionales condiciones económicas que se les ofrecían en comparación con las existentes en sus lugares de origen, comenzando por el nivel salarial, bastante elevado para los promedios europeos. Las condiciones eran de tal envergadura, que hasta podían competir con los Estados Unidos, que tenían una larga experiencia en materia de política inmigratoria. Como señala Nicolás Sánchez-Albornoz, la zona templada de América del Sur fue la que experimentó el mayor crecimiento de todo el continente, siendo el caso de Argentina el más espectacular de todo el período. Otro caso particularmente notable fue el de Uruguay, que en la senda mitad del siglo XIX multiplicó por siete el número de sus habitantes. En estas fechas Brasil se convirtió en el país más poblado de América Latina, desplazando a México de su posición de predominio demográfico. La inmigración neta a Argentina fue de cerca de 4 millones de europeos, 2 millones en Brasil y en torno a 600.000 en Cuba y en Uruguay. Si tenemos en cuenta que en 1930 la población uruguaya era mucho menor que la mitad de la de Cuba, se nota que el impacto demográfico de la inmigración fue mayor en el país rioplatense. En Chile se estima una inmigración de cerca de 200.000 personas. A Venezuela llegaron cerca de 300.000 europeos entre 1905 y 1930, pero sólo un 10 por ciento permaneció en el país. La inmigración a México fue bastante escasa, algo menos de 34.000 personas entre 1904 y 1924, aunque la gran inestabilidad causada por la Revolución Mexicana no favoreció la inmigración. Las cifras anteriores hacen referencia a la inmigración neta, ya que el número de europeos llegados por aquellos años fue muy superior, pero no todos se quedaban. Algunos retornaban a sus lugares de origen, mientras otros decidían probar suerte en otro país. A Argentina, por ejemplo, llegó un buen número de trabajadores estacionales, conocidos con el nombre de inmigrantes golondrinas. Este hecho era propiciado por los elevados salarios que se pagaban en Argentina, los bajos precios del transporte marítimo y por el hecho de que el período de menor actividad en el calendario agrícola del Mediterráneo coincidía con el de mayor actividad en Argentina, lo que facilitaba los desplazamientos. De este modo, los trabajadores viajaban por una campaña agrícola, o por dos o tres años, y al finalizar su estancia volvían con unos pequeños ahorros, que a más de un emigrante le permitieron comprar tierras en sus regiones de origen. En Argentina, sólo se quedó el 34 por ciento de los inmigrantes arribados entre 1881 y 1930. En Brasil la cifra fue algo superior, el 46 por ciento de los llegados entre 1892 y 1930. Los inmigrantes llegaron fundamentalmente de los países del sur y del este de Europa, variando su proporción de acuerdo con el país de recepción. Como ya se ha visto en capítulos anteriores, los italianos fueron mayoritarios entre los inmigrantes al Brasil. De los cerca de 4 millones de extranjeros que llegaron entre 1881 y 1930, los italianos fueron el 36 por ciento, desplazando del primer lugar a los portugueses, cuya importancia había sido mayor en las décadas que siguieron a la independencia. Por detrás venían los españoles. En los países rioplatenses, la inmigración italiana también fue mayoritaria, seguida aquí por la española. Otras minorías llegaron en proporciones variables: japoneses en Brasil, rusos (inmigrantes de Europa del Este) y turcos (sirios, libaneses y armenios) a Argentina. En Cuba, la presencia española fue mayoritaria. Los inmigrantes no se repartían en las mismas proporciones entre hombres y mujeres y el arquetipo de inmigrante era el de un hombre adulto y soltero.
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La visión más tradicional de la sociedad maya defiende la existencia de dos segmentos de población, uno pequeño correspondiente a reyes-sacerdotes y sus grupos de parentesco, que dirigieron la vida social, política y religiosa en las ciudades, realizaron grandes obras de arte y se dedicaron al pensamiento y la filosofía. Otro compuesto por los campesinos, que se encargaron de la producción de alimentos y de las artesanías, y mantuvieron a sus dirigentes, a cambio de que ellos les procuraran la paz social y religiosa. Hoy día esta visión se ha revitalizado por algunos epigrafistas, si bien con connotaciones más complejas. La estructura de parentesco fue patrilineal y la residencia patrilocal, con familias extendidas de línea paterna viviendo en los conjuntos residenciales. La estructura social fue piramidal, con una aristocracia hereditaria en la cumbre de la pirámide. El dirigente y su grupo de parentesco ocupó los más elevados niveles de esta jerarquía, la cual se estructuró en rangos a medida que el parentesco se iba haciendo más lejano. Este grupo se dedicó a la administración de los territorios y de las poblaciones que vivieron en ellas. Una consecuencia de esta administración fue la recogida de tributos, y otra muy importante la guerra. En el orden interno, lo fue la construcción de las ciudades y de los edificios administrativos, políticos y religiosos. En un segundo nivel se asentaron los rangos nobles menores, dedicados a tareas administrativas y burocráticas de menor importancia. En él se incluye también un muy variado grupo de especialistas que dio vida, a través de sus manufacturas y obras de arte, a la clase dirigente, ya que le proporcionó muchos de los atributos necesarios para sancionar su posición social. Los campesinos se encargaron de la producción de alimentos y de la obtención de materias primas necesarias para el funcionamiento de una sociedad tan compleja. Entre estas clases existieron relaciones recíprocas, pero hubo una muy remota posibilidad de movilidad social, ya que el parentesco fue el que confirió la posición social. Desde un punto de vista político, en el Formativo Tardío existieron jefaturas muy evolucionadas que se transformaron en estados regionales con la llegada del Clásico. Entonces, los antiguos cabezas de linaje dirigentes se erigieron en una aristocracia hereditaria que habitó en ciudades, las cuales se agruparon territorialmente, dirigidas por un centro de decisión regional. Este estado estuvo gobernado por un rey, ahaw, aunque este mismo término fue usado también por los gobernantes de las ciudades de una misma unidad política, ahawob. Los nobles que dirigieron los centros más importantes fueron denominados sahal. Otra figura política del Clásico fue el ah nabé, príncipe, cuyas atribuciones aún no están claras, aunque siempre aparecen en la iconografia en compañía de los dirigentes. Las mujeres jugaron un papel de importancia en la política, y como tal llegaron a ostentar los cargos de ahaw y sahal.
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El nacimiento de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, supuso la sustitución o la reforma profunda de muchas de las instituciones vigentes con la Monarquía, conforme a la idea expresada por Azaña de "cambiar el sistema político y la política del sistema". En la marcha hacia un ordenamiento constitucional acorde con los principios democráticos que inspiraban al nuevo régimen era preciso cubrir una etapa de transición. Ello implicaba levantar en muy poco tiempo un considerable entramado legal y político, cuya pieza maestra sería la Constitución. Hasta que el Parlamento la aprobase, era al Gobierno provisional y luego a las Cortes Constituyentes a quienes correspondería la tarea de improvisar un marco legal que respondiera a las expectativas creadas por el cambio de régimen. Entre los dirigentes republicanos, juristas en su mayor parte, imperó desde el principio un notable afán por legitimar la situación revolucionaria y cubrir los vacíos legales provocados por la caída de la Monarquía. No habían escatimado esfuerzos para calmar a las llamadas clases conservadoras, haciéndolas ver que la República implicaba un cambio revolucionario de carácter político, pero sin que ello supusiera una modificación radical del sistema social. En este sentido, la presidencia del Gobierno provisional y la responsabilidad del mantenimiento del orden público se encomendaban a dos políticos recién conversos al republicanismo, como eran Alcalá Zamora y Maura. Por su parte, los socialistas, representantes del único movimiento de masas organizado que apoyaba el nacimiento de la República, aceptarían mantenerse en un discreto segundo plano, conscientes de la necesidad de no suscitar resistencias numantinas entre los monárquicos. El mismo 14 de abril, el Comité ejecutivo de la Conjunción, actuando como ente depositario del poder revolucionario, promulgó un Decreto encomendando a Alcalá Zamora la presidencia del Gobierno provisional y, con ella, la Jefatura del Estado. Al día siguiente, se publicaban sendos decretos con el nombramiento de los miembros del Gabinete, el texto del Estatuto Jurídico por el que se regiría el Poder Ejecutivo hasta la entrada en vigor de la Constitución, y la concesión de una amnistía para los delitos políticos. El primer Gobierno republicano recogía en su composición las diferentes tendencias políticas y sociales que integraban la Conjunción republicano-socialista. Figuraban en él desde antiguos ministros de la Monarquía, representantes de una burguesía conservadora y católica, hasta dirigentes sindicales con un pasado obrero, pero predominaban los ministros procedentes de la pequeña burguesía de profesionales y funcionarios, dotados de un marcado talante reformista y dispuestos a acometer un ambicioso plan de transformaciones políticas y de modernización de los aparatos del Estado.
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En su primera etapa, Vermeer trabaja en un estilo diferente y en una temática alejada de la que le va a caracterizar, aproximándose a la pintura italiana. Empleará un lenguaje italianizante, habitual de un pintor de historias, lo que ha llevado a considerar a algunos especialistas que el pintor holandés conoció de cerca la pintura italiana, bien a través de un viaje o a través de la contemplación de obras italianas en las ciudades cercanas a Delft. Las dos primeras obras del catálogo del artista son Cristo en casa de Marta y María y Diana y sus compañeras, temas habituales en la pintura holandesa de la época, con referencias concretas en Erasmus Quellinus, Jan Steen o Jacob van Loo. Sin embargo, los trabajos de Vermeer son más compactos, menos descriptivos, menos retóricos pero más monumentales al mismo tiempo. Las referencias a la escuela de Utrecht, a Caravaggio, Giorgione, Tiziano o Veronés están presentes en esta etapa, aunque no disponemos de datos que aseguren el conocimiento de las pinturas de estos artistas por parte del maestro holandés. En La alcahueta (1656) observamos un estilo diferente a las dos obras anteriores, incluyéndose el tema en la pintura de género holandesa. No debemos olvidar que en casa de Vermeer se encontraba una pintura con el mismo tema realizada por Dirck van Baburen, pintura que Vermeer reprodujo en tres de sus obras. En cualquier caso, las diferencias entre ambos artistas son ilustrativas, apareciendo en La alcahueta algunas notas que caracterizan el estilo posterior de Vermeer. Estas notas mas vermeerianas las encontramos también en Joven dormida, obra considerada de transición. En ella destaca especialmente la privacidad en la que se desarrolla la escena, una de las características más significativas del Vermeer maduro.
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En los primeros años de la centuria predomina un estilo sobrio y monumental, basado en esquemas tradicionales y heredero de las ideas clasicistas definidas por Juan de Herrera en las últimas décadas del siglo XVI. La tratadística italiana, especialmente los textos de Vignola, Palladio y Serlio, y la severa ideología contrarreformista, tan importantes en la etapa anterior, también influyeron en los edificios de este período, en los que se apuntan en ocasiones algunas de las cualidades que desarrollará posteriormente el nuevo lenguaje barroco. Por ello se considera a este momento como una etapa de transición, en la que la actividad se centró sobre todo en Castilla, ya que esta zona fue la que recibió con más intensidad el influjo escurialense, decisivo en la formación de los arquitectos que trabajaron en torno a 1600.La obra de Francisco de Mora (muerto en 1610) es el más destacado exponente de este proceso evolutivo. Discípulo y sucesor de Herrera como arquitecto real, muestra en la iglesia de San Bernabé de El Escorial su perfecta identificación con el lenguaje del maestro. De planta rectangular, con pequeñas capillas entre los contrafuertes, el edificio posee un sobrio exterior, de sólido y compacto diseño, apenas roto por las dos torres de la fachada.Sin embargo, a él se deben las más novedosas soluciones arquitectónicas del momento, que ejercieron una importante influencia en el desarrollo posterior del Barroco. La quinta campestre de La Cachinería, pabellón edificado en 1596 en El Escorial, es una de sus aportaciones más relevantes en el terreno de la arquitectura civil. De proporciones cúbicas, rodeado por pórticos desiguales y asimétricos, y rematado por una cubierta piramidal de pizarra, fue ideado con un sentido imaginativo y una libertad que anuncian la plenitud barroca.También proyectó uno de los escasos ejemplos de planificación urbanística que se llevaron a cabo en la Península a lo largo del siglo XVII. Para don Francisco de Sandoval y Rojas, valido de Felipe III, trazó en 1604 en la villa de Lerma un amplio complejo, presidido por una gran plaza rectangular e integrado por el palacio ducal, conventos, iglesias y edificios industriales, la mayoría comunicados entre sí por pasajes cubiertos. Las desnudas y grandiosas fachadas, las torres angulares y la combinación de arquitectura civil y religiosa reflejan el recuerdo escurialense, pero el carácter unificado de la planificación y el rechazo de los espacios totalmente cerrados son cualidades ya propias del Barroco.Dos de sus últimas obras son el palacio Uceda de Madrid (proyectado en 1610; hoy Capitanía) y la iglesia de San José de Avila (1608), en la que definió el prototipo de fachada conventual española. Su esquema es vertical, con tres cuerpos en altura y remate de frontón triangular. En la parte baja sobresale un pórtico con tres arcos, y en los dos cuerpos superiores aparecen, en el eje central, una hornacina con la imagen de San José y el Niño y sobre ella un amplio ventanal. La modulación de los volúmenes y la presencia de los vanos confieren a la fachada la plasticidad y el sentido pictórico que predominarán en ejemplos posteriores.La influencia de Herrera también se dejó sentir de forma importante en la arquitectura vallisoletana de los primeros años del siglo, etapa en la que aún se estaba construyendo la catedral de la ciudad, diseñada por el montañés. El estilo clasicista imperante en las últimas décadas del XVI prolongó su vigencia en este período, como puede apreciarse en la obra de Juan de Nates (muerto h. 1613). Es autor de las iglesias del convento de las Huelgas Reales y de las Angustias (1598-1604), cuya fachada recoge en su cuerpo bajo la idea de arco de triunfo que aparece en la portada catedralicia.Otro arquitecto que trabajó en Valladolid siguiendo el estilo posherreriano fue Diego de Praves (muerto en 1620), a quien se debe la fachada de la iglesia de la Vera Cruz (1595) de esta ciudad y la terminación de la parroquial de Cigales (Valladolid, desde 1590 hasta 1620), fiel ejemplo de la serena monumentalidad propia de los edificios de la época. Su hijo Francisco (1585-1637) representa el fin de la arquitectura clasicista en Valladolid.Las únicas construcciones relevantes llevadas a cabo en la Segovia del XVII datan de los primeros años de la centuria, cuando la ciudad disfrutaba de sus últimos momentos de prosperidad. Pedro de Brizuela, cuya actividad está documentada entre 1588 y 1633, realizó las portadas de la iglesia de Villacastín (1601) siguiendo las formas escurialenses, y la de San Frutos de la catedral (1607), en cuyo cuerpo superior ideó una original composición con repetición de frontones. En 1610 dio las trazas definitivas para el Ayuntamiento segoviano. En él sigue los esquemas herrerianos, pero buscando mayores efectos de ligereza, lo que logra gracias a la importancia concedida a los vanos.La capitalidad de Madrid (1561) y la construcción del monasterio de El Escorial fueron alejando paulatinamente de Toledo el protagonismo artístico que había ejercido a lo largo del siglo XVI. Los trabajos de Herrera en la ciudad -fachada meridional del Alcázar, reconstrucción de Santo Domingo el Antiguo, trazas para el Ayuntamiento y remodelación de Zocodover- marcaron el camino seguido durante el primer tercio del siglo XVII por la arquitectura toledana que, sin embargo, perdió poco después su capacidad creadora, pasando a depender de la actividad cortesana.Uno de los conjuntos más importantes proyectados en la Ciudad Imperial en esta etapa inicial del siglo fue el integrado por el Sagrario, Ochavo y sacristía de la catedral. La primera piedra se puso en 1595, siendo autor de la traza Nicolás de Vergara el Mozo (muerto en 1606). A su muerte le sucedió en la dirección de las obras Juan Bautista Monegro, y a éste Jorge Manuel Theotocópuli, el hijo del Greco. Los trabajos, en los que también intervinieron otros arquitectos como Pedro de la Torre y Francisco Bautista, concluyeron definitivamente en 1674, tras el revestimiento de mármoles llevado a cabo por Bartolomé Zumbigo. A pesar del dilatado proceso constructivo el plan de Vergara sufrió pocas modificaciones. Estudios recientes han destacado su originalidad, ya que el arquitecto, partiendo del estático lenguaje renacentista, consigue enlazar los espacios mediante la interacción formal, con lo que produce un sugestivo efecto en el espectador.Juan Bautista Monegro (1540-1621) fue también escultor y tracista de retablos, formación que aportó a su lenguaje arquitectónico un cierto interés por lo decorativo. Entre sus obras más destacadas se encuentran las portadas de San Pedro Mártir (1608) y la ermita de Nuestra Señora de la Estrella (1611). Jorge Manuel Theotocópuli (1578-1631) poseyó igualmente una completa educación artística. Terminó entre 1612 y 1618 el Ayuntamiento toledano, alterando el proyecto de Herrera de 1574 al sustituir las arquerías del segundo piso por vanos adintelados y disponer un pequeño frontón central. También se deben a él las torres con chapiteles de los ángulos, aunque fueron construidas en los años finales del siglo por Ardemans. En 1625 fue nombrado maestro mayor de la catedral, para donde proyectó la capilla mozárabe.En líneas generales, el estilo clasicista también predominó en gran parte de los focos regionales. Galicia, poseedora de uno de los lenguajes arquitectónicos más peculiares del XVII español a partir de los años centrales del siglo, presenta, sin embargo, en esta etapa inicial una clara dependencia de las influencias herrerianas. En esta línea se inscriben los trabajos de Simón de Monasterio (muerto en 1624) en el colegio del cardenal Rodrigo de Castro en Monforte de Lemos (Lugo, de 1602 a 1622), y en el monasterio que traza en 1622 en Monfero (La Coruña). Cuatro años antes había firmado el contrato para realizar la girola de la catedral de Orense, concebida con gran austeridad siguiendo las normas de los tratados de Vignola y Palladio.En Andalucía, la actividad constructiva más relevante tuvo lugar en Sevilla, debido a que en este período la ciudad aún conservaba la prosperidad adquirida en el XVI gracias al monopolio del comercio con las Indias. Esta pujanza económica fue acompañada de un gran esplendor artístico, que prolongó su prestigio y su influencia estética durante las primeras décadas del siglo XVII, en las que apenas tuvieron eco las fórmulas herrerianas. El manierista Juan de Oviedo (1565-1625) construyó el convento de la Merced (1603-1617, hoy Museo de Bellas Artes), disponiendo una riquísima decoración sobre la cabecera y bóvedas de la iglesia, aunque la obra más destacada del momento es la iglesia del Sagrario de la catedral sevillana, edificada a partir de 1617 por Miguel de Zumárraga, Alonso de Vandelvira y Cristóbal de Rojas. La estructura, de proporciones muy verticales, es de planta rectangular y una sola nave con capillas laterales, destacando el variado repertorio ornamental de yeserías que recubre la bóveda y la parte superior de las capillas. El modelo responde al creado por Hernán Ruiz II en la iglesia del Hospital de la Sangre (1565), llamado iglesia de cajón, que fue utilizado con mucha frecuencia en los templos andaluces del XVII, especialmente en los sevillanos.
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Las buenas relaciones que Carlos IV había sostenido, siendo Príncipe de Asturias, con Aranda, habían llevado a suponer al conde aragonés y a sus partidarios que Floridablanca sería desplazado de la Secretaría de Estado al acceder al trono el nuevo rey. El 19 de marzo de 1781, el príncipe Carlos había remitido una carta a Aranda, con carácter secreto, solicitándole un plan "de lo que debiera hacer en el caso de que mi padre viniese a faltar, y de los sujetos que te parecen más aptos para Ministros, y algunos otros empleos", dado, en opinión del heredero del trono, lo "desbaratada que está esta máquina de la Monarquía". Aranda consideró, no sin razón, que el futuro Carlos IV le confiaría la gobernabilidad de España en sustitución de Floridablanca, una vez llegado al trono. La respuesta de Aranda, todavía embajador en París, al Príncipe de Asturias es conocida como el Plan de gobierno para el Príncipe, en el que el político aragonés daba cuenta de su concepción del gobierno de la Monarquía. El largo memorial constaba de dos partes: la primera diagnosticaba los males que afectaban a la administración; y la segunda señalaba los remedios que se debían aplicar. En su opinión, al gobierno de Floridablanca le faltaba la necesaria coordinación, y para lograrla resultaba necesaria la existencia de un ministro confidente del rey y un Consejo de Estado políticamente revalorizado que controlase debidamente las distintas Secretarías, que actuaban a manera de ministerios y cuyos titulares habían adquirido un poder excesivo. Para sorpresa de Aranda, que había regresado a España desde la embajada de París en 1787 con el objeto de prepararse adecuadamente para el alto destino que creía próximo, la muerte de Carlos III no supuso su nombramiento, sino, por el contrario, la confirmación de José Moñino en su puesto de Secretario de Estado. Carlos III, en el momento mismo de su muerte, había recomendado a su sucesor que mantuviera en el cargo al político murciano, lo que pospuso sine die las "pretensiones arandistas", y creó la sensación en Aranda de que su figura perdía crédito en la Corte. Los mayores apoyos del conde estaban en el Consejo de Castilla, donde los arandistas estaban dispuestos a colaborar en el desgaste de Floridablanca y favorecer los intereses políticos de Aranda, como se puso de manifiesto en 1790 en el proceso contra el marqués de Manca, un diplomático que no había prosperado en su carrera y que había sido acusado de ser el autor de un libelo que corría anónimo contra el Secretario de Estado, titulado Confesión general del conde de Floridablanca. En el escrito clandestino se hacían graves imputaciones al ministro, como poner en su boca que "siempre he tenido malignidad, y nunca aplicación ni amor al trabajo", por lo que se abrió una investigación que culminó con el convencimiento de que el marqués de Manca, un reputado arandista, era responsable del texto y de su difusión. Detenido, Manca fue juzgado por el Consejo de Castilla, que recibió instrucciones de Floridablanca para que infligiera al acusado un castigo ejemplar. Sin embargo, Floridablanca tuvo ocasión de comprobar, en el momento del veredicto, la fuerza de los arandistas en el Consejo, pues once consejeros votaron en favor de la exculpación de Manca y trece en contra. La segunda decisión del nuevo rey, tras la confirmación del equipo ministerial heredado de su padre, fue convocar Cortes.
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La etapa mediterránea de Colón Aunque su hijo Hernando se esfuerce en presentarnos a un Cristóbal Colón sabio y ducho en letras16, lo que engrandecería aún más al personaje y explicaría de forma más lógica y no tan casual el descubrimiento de América, careció de una formación científica sólida. Sus estudios universitarios son leyenda pura. Es un autodidacta, un hombre que va aprendiendo al contacto con los que le rodean; un espíritu inquieto que observa la naturaleza y busca, siempre que puede, respuesta a aquello que le interesa; un hombre, en suma, que sintetiza ejemplarmente la época contradictoria que le tocó vivir. Su niñez, más que abundante en letras, fue necesidad, iniciación al trabajo manual, y, sobre todo, inclinación al mar. El escenario en que pasa su adolescencia --desde que nació, en el año de gracia de 1451-- no puede ser más propicio. Génova vive condicionada por esa vía abierta y comercial que es el mar Mediterráneo, por donde le llega la prosperidad y también el peligro. Luchas y rivalidades, tanto políticas como económicas, son cada vez más frecuentes, y Génova participa en ellas activamente. Aragoneses, venecianos, florentinos, franceses, etc., pugnan por mantener posiciones privilegiadas e incluso ampliarlas, siempre a costa del rival. Estamos ante un emporio de riqueza y, por ello, ante un punto caliente, que diríamos hoy. La difícil situación de Génova se comprende mejor teniendo presentes las ambiciones de sus poderosos vecinos. Venecia ya la había limitado por el oriente mediterráneo. Y por si esto fuera poco, desde el siglo XIII la amenaza llegaba del expansionismo aragonés con Barcelona como eje impulsor: Baleares, Sicilia, Cerdeña, y a mediados del siglo XV la conquista de Nápoles. Génova se opondrá a esta expansión política que precederá, sin duda, a otra económica mucho más temible para ella. El reino de Nápoles, escenario de grandes pugnas, era rico y poblado. Lo gobernaba una reina muy singular llamada Juana II, quien haciendo gala de ligereza política había logrado enfrentar a la casa real de Aragón con la de Anjou17; y cuando uno, cuando otro, miembros de ambas casas --Alfonso V de Aragón y Luis de Anjou-- habían sido nombrados en distintos momentos herederos al trono de Nápoles una vez que ella muriera. Y murió en 1435, pero un año antes había fallecido también su entonces favorito a la sucesión Luis de Anjou. Estas muertes, sin embargo, no trajeron la paz a la zona. Un caballero entusiasta, hijo y sucesor de Luis de Anjou, y por tanto al trono de Nápoles, llamado Renato, se dispuso a defender la corona. Apoyado por Génova y Francia, mantendrá inalterable durante casi medio siglo una lucha intermitente, pero firme, con los de Aragón. Y exceptuando alguna que otra defección como la sucedida en 1461, en que los genoveses se oponen a Renato y matan indiscriminadamente a franceses, Génova defendió siempre al de Anjou. Entre 1466 y 1473 volvía a recrudecese la guerra entre Juan II, rey de Aragón, y Renato de Anjou. Esta vez la contienda tuvo como escenario las tierras catalanas. La burguesía y los gremios barceloneses, enemigos del autoritario Juan II, ofrecieron la corona condal a Renato de Anjou, quien encontró derechos suficientes --ser hijo de una princesa de la Casa de Aragón-- para ponerse al frente de los revoltosos y justificar la guerra. Guerra al fin que se resolvió a favor de Juan II y en la que tuvo un papel muy activo su hijo, el príncipe Fernando y futuro Rey Católico. En medio de este conflicto, Cristóforo Colombo, estaba en puertas de iniciar su vocación marinera; alicientes no le faltaban. Cuatro o cinco años de grumete aprendiendo técnicas y saberes le consolidarían a los catorce o quince años como tripulante fijo de barco. Ya a los 21 ó 22 años, era capitán de una galera que apoyaba al de Anjou. Corría el año de 1472 y la guerra civil catalana estaba a punto de concluir. Sólo Barcelona resistía ya, aunque pronto quedó asediada y Renato de Anjou intentó romper el cerco marítimo con el apoyo de naves genovesas18. Capitaneaba una de ellas el futuro descubridor de América. Al parecer, no le faltaba autoridad en el mar, y así nos cuenta él mismo cómo engañó a su tripulación mudando la punta de la brújula cuando Renato de Anjou le envió a Túnez a tomar la galera aragonesa Fernandina. Al enterarse los marineros de que iba protegida por dos navíos y una carraca se echan para atrás y Colón aprovecha la noche para poner en práctica ese ardid --costumbre muy suya que repetirá en otras ocasiones-- y seguir su propósito. A la mañana siguiente nos hallamos dentro del cabo de Cartagena, estando todos en concepto firme de que íbamos a Marsella, cuenta él mismo a los Reyes Católicos en una carta de 149519.