Entre todas las sacerdotisas, especialmente en Karnak, la más importante fue la "esposa divina" o hemet-netjer, puesto ocupado por la esposa del faraón. Cargo de gran prestigio, poseía propiedades y personal a su servicio, especialmente a partir de la reina Ahmose Nefertari, esposa de Ahmosis, el fundador de la XVIII Dinastía. Hubo otros títulos también importantes, como los de "Mano de Dios" -djeret-netjer- y "Divina adoratriz" -duat-netjer. Ambos títulos conllevaban diversas prerrogativas y poder político, especialmente en la zona de Tebas y durante la Baja Época. El primer título le era aplicado a la reina, así como el segundo, aunque éste pasó después a la princesas reales célibes. Las sacerdotisas se hallaban agrupadas en cuatro phylai o agrupaciones, cada una controlada por una superiora y una estructura similar a la del clero masculino. En general, aunque hubo excepciones, las sacerdotisas se ocupaban del culto a diosas, siendo el más importante el clero femenino de las diosas Hathor y Neith.
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Adolf Hitler se quedaba en Berlín. Muchos de los reunidos sintieron un escalofrío miedoso: a nadie le agradaba morir en la capital del Reich, a ninguno caer en manos de los soldados del Ejército Rojo. Aun en aquellos días muchos esperaban la firma de un honorable armisticio o, en el peor de los casos, entregarse a los angloamericanos, con quienes esperaban poder trapichear políticamente. Hitler autorizó la inmediata salida de Berlín de los archivos de la Wehrmacht y dividió el mando de ésta: Dönitz lo ostentaría en el norte y Kesselring en el sur. Göring, que había cargado las inmensas propiedades que había logrado rapiñar durante la guerra en un convoy, pidió permiso para trasladarse hacia el sur, a Berchtesgaden. Hitler lo concedió triste y fríamente. Ese día también desaparecieron de Berlín Himmler y Speer, que luego regresaría por unas horas, y la mayoría de los jerarcas del partido y el gobierno, quedándose Bormann, Goebbels y los militares del cuartel general. Lo que ocurría en el búnker era un mero reflejo de lo que estaba sucediendo en la ciudad. Desde el día 18 podía seguirse con toda nitidez la lenta progresión soviética por los estampidos de la artillería. El 19 ya cayeron algunos proyectiles dentro del casco urbano y el día 20 hubo dos momentos de intenso cañoneo. Los habitantes de Berlín, que, o no creyeron que la avalancha soviética pudiera destrozar sus defensas, o que esperaron que la capital fuera declarada ciudad abierta, habían emigrado en escaso número, pero a partir del día 18 los trenes partían abarrotados y las carreteras estaban embotelladas. El día 20 se calcula que salieron de Berlín más de 200.000 personas. Speer se maravillaba de la cantidad de automóviles que había en las carreteras: "¿Pero dónde estaban escondidos y, sobre todo, de dónde ha salido tanta gasolina?" Al parecer los berlineses habían hecho acopio de reservas de carburante en espera de que se llegase a aquella situación, pese a la confianza que exteriormente habían aparentado hasta el final. Esa noche salieron de Berlín un centenar de jerarcas nazis. En un avión, rumbo al sur, iban Saur, los taquígrafos de Hitler, el embajador Hewel; el ayudante naval del Führer, Puttkamer, ocho miembros más del personal de la Cancillería con sus familias... Había pasado ya los días, simplemente una semana atrás, en que salir de Berlín era considerado derrotismo y delito como le ocurrió al Doctor Brandt, anterior cirujano de Hitler, que le condenó a muerte porque se enteró de que había mandado a su familia fuera de la ciudad (8). Evidentemente era el final. La jornada del 20, la del 56 cumpleaños, fue nefasta. Bormann consignó en su diario: "No estamos exactamente en una situación de cumpleaños".
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Los discípulos de Murillo no siempre así denominados formaron un amplio elenco, casi todos con personalidades y obra todavía sin concretar, estudiándoseles sólo mediante algunos cuadros. Esto no impide afirmar que pintaron con las directrices del gran artista, con resultados tan dispares que, pese a la capacidad de cada cual, muchísimas de sus realizaciones se le han atribuido equivocadamente hasta ahora. Aún vivo y más tras su muerte, Murillo y su estilo fueron susceptibles de imitación, a diferencia de Valdés, no siempre grato. La causa fundamental fue el éxito generalizado del arte murillesco, con cuya unción y amabilidad se identificaba una amplísima clientela incluso mucho después de la muerte del maestro, sobre todo en los temas de la Virgen y la niñez de Cristo, vigentes hasta rebasar el Setecientos. En la tarea de clarificar sus personalidades y atribuciones falta la recopilación y puesta al día de muchos datos sobre su biografía y obra, así como una investigación sistemática. Todos usaron a menudo estampas flamencas e italianas para sus composiciones, tanto por ser costumbre avalada por los grandes pintores como por venir impuestas a veces por la clientela y por su valor para suplir carencias de inspiración. En orden de edad destaca Francisco Meneses Osorio (¿?, h. 1640-Sevilla, 1721), tradicionalmente considerado, y con razón, el mejor heredero de la estética murillesca, desde que se le escogió en 1682 para continuar las pinturas del retablo de los capuchinos de Cádiz, concluyendo lo que Murillo dejó inacabado. Sin embargo, algo de personal hay en su obra, que comenzó en la década de los sesenta coincidiendo con la fundación de la Academia, a la que perteneció entre 1660-1673, lo que favorecería una relación y hasta un discipulado directo con Murillo. En cualquier caso es seguro un conocimiento mutuo que también pudo concretarse en términos de colaborador, pues habría cierto consenso de afinidad estilística entre ambos, al encomendársele el citado conjunto gaditano. Parece significativo que éste fuera su primer encargo importante en magnitud y envergadura pictórica, al comprender un gran lienzo central de los Desposorios de Santa Catalina y otros cinco de Dios Padre y Santos que Meneses resolvió plegándose por entero a lo murillesco, con la altura y dignidad artística de que era capaz aunque con resultados más endebles y que presidirán toda su producción. A partir de aquí inició una carrera jalonada de obras, cuya pauta fundamental fue la búsqueda de identidad de estilo con el del maestro, que a la postre consiguió en cuadros como la Aparición de la Virgen de la Merced a San Pedro Nolasco (Sevilla, Museo), tan acertada que hasta no hace mucho se catalogaba como de Murillo. Tal ductilidad para plegarse a una manera exitosa pero en definitiva ajena, no obstó a que ocasionalmente mostrara un modo diverso de hacer. Así se ve en San Cirilo en el Concilio de Efeso del mismo Museo, ambiciosa composición que pese a su firma y fecha de 1701 entronca en estilo con la tradición sevillana de mediados del XVII, al conjugar el realismo y las formas escultóricas de las figuras, propios de Herrera el Viejo o Zurbarán, con la ligereza de la aparición mariana que preside la escena. Juan Simón Gutiérrez (Medina Sidonia, 1643-Sevilla, 1718), pintor con ciertas dotes que de 1664-72 asistió a la Academia. Por su longevidad produciría bastante pero con seguridad sólo se conocen dos cuadros suyos. El más temprano, una Virgen con el Niño y Santos agustinos (Carmona, La Trinidad) con firma y fecha de 1689, de composición en dos niveles arcaica para su tiempo, demuestra un estilo del todo tributario de Murillo. En cambio, un Santo Domingo confortado por la Virgen y Santas firmado en 1710 posee un tratamiento de las formas más menudo, con acentos ya casi rococós y más afín con lo avanzado del momento. Esteban Márquez de Velasco (La Puebla de Guzmán, 1652-Sevilla, 1696), fue de talento mediano y tuvo un taller del que salió una abundantísima producción, que refleja notorias desigualdades tanto propias como de ayudantes. Tras una oscura formación sevillana con su tío Fernando Márquez, asimiló con tesón el estilo de Murillo convirtiéndose en uno de sus mejores seguidores, sobre todo en fragmentos. De hecho, algunos de sus cuadros salieron de Sevilla como originales del maestro en el expolio de la francesada durante la Guerra de la Independencia. Mas un obstáculo para conocer bien su desarrollo artístico es la falta de obras firmadas o datadas con certeza del tiempo en que pintaba con plena actividad. De 1693, y por tanto anterior sólo tres años a su temprana muerte, es la Lactación de Santo Domingo (Fuentes de Andalucía, Santa María de las Nieves), donde reúne fórmulas de obras famosas de Murillo, con dibujo ligero y acertada entonación cálida. Pero a la inversa, muestra problemas para componer en gran formato en su Cristo y la Virgen protegiendo la infancia, de 1694 (Sevilla, Universidad). Algunas piezas de sus numerosas series para sedes religiosas, tales como las conventuales de la Trinidad, San Agustín y el Hospital de la Sangre presentan con diversidad esas características, como los pasajes de la Virgen que fueron de la primera citada. Sebastián Gómez (Granada?, h. 1665?¿?) debe ser el mismo apodado el Mulato, supuesto esclavo de Murillo pero del que faltan muchas noticias. De la firma de uno de sus cuadros se dedujo que posiblemente era hijo de moriscos de Granada, donde se iniciaría como pintor. Instalado en Sevilla en las últimas décadas del siglo, optó por el éxito que garantizaba acoplarse a la manera murillesca, que nunca dominaría del todo. Su afán de grandilocuencia compositiva con dibujo endeble y tan confuso como el colorido en La Virgen del Rosario con Santos (Sevilla, Museo), firmado en 1690 y lo más temprano suyo conocido, evolucionó hacia cierta perfección en obras posteriores, cual la Santa Rosalia de 1699 y una Inmaculada (Museos de Salamanca y Sevilla). Con todo, sería pintor de cierta productividad, pues exportó cuadros a México, como los cuatro del Museo Nacional de esa ciudad. Otros pintores menores de producción fundamentalmente religiosa fueron Juan Martínez de Gradilla (activo entre 1660-82) y Jerónimo de Bobadilla (Antequera, ¿?-Sevilla, 1708), de la Academia, mal conocidos y que como otros cambiaron su estilo desde lo tardozurbaranesco hacia la novedad de Murillo y Valdés. Tomás Martínez (activo en la década 1660-1714) siguió su única obra cierta el Bautismo de Cristo (Sevilla, Santa Ana), firmada en 1668, el cuadro del maestro del retablo de San Antonio de la catedral de ese año. Citados como murillescos pero sin datos aún para confirmarlo son Francisco Pérez de Pineda, en la Academia de 1664-73, y Miguel del Aguila, que murió en Sevilla en 1732. El estilo de Murillo irradió hasta Granada, a tenor de la obra de Diego García Melgarejo, miembro de la Academia, pero que al pertenecer a aquella otra escuela no cabe considerarlo en la sevillana. Se puede mencionar a otros pintores a caballo entre los siglos XVII y XVIII, continuadores de lo murillesco ya por conocer al gran maestro ya por formarse ante su obra. La suave estética de Murillo enlazaba sin dificultad de un siglo a otro al coincidir con la delicadeza pujante y propia del gusto dieciochesco. Por vía paterna recibiría esa herencia Cristóbal López (Sevilla, h. 1671-íd., 1730), hijo de José López y discípulo del maestro, cultivador de un murillismo duro y compacto (serie de la Vida de San Juan Bautista, Málaga, Museo Diocesano) que no obstó para que instruyese a Bernardo Lorente Germán. Alonso Miguel de Tovar (Higuera de la Sierra, 1678-Madrid, 1758) fue el mejor murillesco setecentista y esta capacidad pudo en parte servirle para obtener el rango de pintor regio. El nombramiento coincidió con la estancia de la nueva Corte borbónica en Sevilla de 1729 a 1733 y es sabido el afán de la reina Isabel de Farnesio por hacerse con todos los cuadros posibles de Murillo. La consolidación de Tovar en ese medio áulico fue tal que marchó con la Corte a Madrid y aunque su producción religiosa justifica el aprecio logrado, hoy interesa más su calidad en el retrato a la vista de alguno que otro conservado. Esta definitiva consagración del murillismo, avalada incluso por el gusto regio explicaría también en parte que Bernardo Lorente Germán (Sevilla, h. 1680-ídem, 1759) logrará relacionarse con la Corte mientras ésta permaneció en la ciudad, pues hacia 1730 retrató al Infante don Felipe (Barcelona, colección privada). De su labor ya se descarta que creara el tema de la Divina Pastora, tocado además por otros, y si en lo religioso acertó a recoger con personalidad la soltura de Murillo, más valor posee su destreza en el trampantojo, donde dejó soberbias muestras (El Tabaco y El Vino, París, Louvre) que conectan con la difusión local de este género en el siglo anterior, prolongando y superando en mucho lo hecho antes. En cuanto a los discípulos de Valdés, hemos aludido a Arteaga, pero sólo a su hijo Lucas de Valdés (Sevilla 1661-Cádiz 1724) se le considera estrictamente como tal. Formado como su padre, fue artista precoz, pues con diez años ayudó a aquél en los grabados del libro de la canonización de San Fernando. Pero también estudió con los jesuitas por voluntad paterna, conforme a la nueva mentalidad formativa derivada de la experiencia de la Academia, nacida un año antes que él mismo. Valdés padre era así consciente de que la educación del pintor debía superar el mero aprendizaje del oficio propio del sistema tradicional del gremio. Ello le permitió incluso abandonar la pintura, al ser elegido en 1719 profesor de Matemáticas de la Escuela Naval de Cádiz. Forjado en la terminación de los ciclos paternos en San Clemente y los Venerables, se especializó en tales decoraciones ilusionistas, arquitectónicas especialmente, que revelan su preparación teórica en lo prospéctico y escenográfico. Ejemplos son las pinturas murales de las iglesias sevillanas de la Magdalena y San Luis (1715-9), esta última de jesuitas y que no es raro se le confiara al haberse instruido con ellos. En ambas desplegó composiciones ambiciosas donde los asuntos semejan grandes estampas coloreadas sin vida, lo que también sucede en las fingidas tapicerías de la nave de los Venerables, algo anteriores. Sus cuadros de caballete presentan ese mismo hacer, con narrativismo realista y acabado algo torpe (serie de San Francisco de Paula, Sevilla, Museo), destacando en cambio en varios retratos y en el agua-fuerte con temas sacros y personajes sevillanos. Clemente de Torres (Cádiz, h. 1662-ídem, 1730) se adiestraría asimismo con Valdés, heredando su bravura pictórica aunque sea escasa la producción que puede atribuírsele. En cualquier caso parece probable que sean suyos, junto a otros pocos cuadros, seis Apóstoles pintados en los pilares de la iglesia dominica de San Pablo de Sevilla, cuyo ímpetu de impostación y factura corrobora la tradición que le hace discípulo valdesiano. Visitó la Corte madrileña en 1724 logrando conectar allí con sus círculos pictóricos, como lo atestigua su amistad con Palomino, al que dedicó un elogio poético.
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Bastante complicada debió ser la fijación de planteamientos para sus discípulos y colaboradores, una e incluso dos generaciones más jóvenes que él, teniendo en cuenta la dilatada existencia y la enorme fecundidad de Vicente López. Los aires plenamente románticos que tras la muerte de Fernando VII inundan el panorama artístico español -y en particular el cortesano- así como el definitivo cambio de rumbo que los nuevos retratistas formados en París y Roma van a dar al género -con la atractiva figura de Federico de Madrazo, por ejemplo- y el auge que los nuevos asuntos y otras temáticas -como el paisaje y el pintoresquismo costumbrista que ponen de moda los ilustradores extranjeros, sobre todo ingleses, como el caso de David Roberts-, haría difícil la pervivencia en elementos jóvenes de unos supuestos estéticos e incluso técnicos que solamente eran válidos en nuestro artistas desde su especial singularidad. No obstante, conviene señalar la realidad de una estela, de un magisterio y la permanencia de algunos principios por otro lado intemporales, pero que cierto número de artífices recoge a partir de su aprendizaje o colaboración con López; y, desde luego, absolutamente válidos. En primer lugar habría que señalar, en lo que a discípulos de Vicente López se refiere, dos grupos: el que deja en Valencia durante su etapa en San Carlos, antes de 1814, fecha en la que se incorpora a la Real Cámara de Fernando VII; y el que irá formando en Madrid a partir de esa fecha. Entre los primeros tenemos a Vicente Castelló y Amat (1787-1860), discípulo y colaborador íntimo en su primer taller, que constituye el primer eslabón de una larga cadena que complica sobremanera la producción del propio maestro, quien por excesiva demanda, ya desde sus comienzos, tuvo que contar siempre con este tipo de asistentes. Pero esta problemática del taller de López merece una atención que esperamos poder abordar más adelante. Castelló no siguió al maestro en su traslado cortesano y quedaría siempre relegado a los limites de la geografía levantina. Pero lo aprendido, tanto en lo que se refiere a temática religiosa como a la técnica del retrato, le serviría para mantener viva la presencia de una manera de entender la pintura en Valencia. La precisión dibujística, la capacidad para simplificar el trabajo, el conocimiento de recursos y esquemas utilizables en cada caso -a la manera de López- se aprecia en su fecunda obra, apenas estudiada. Colaborador en los primeros frescos del maestro para templos locales, Castelló sabría continuar en esta línea posteriormente. Otro discípulo de San Carlos es Miguel Parra (1784-1846), quien toma de López las fórmulas técnicas, desviándose posteriormente en su temática hacia otros géneros como el bodegón y la pintura de floreros y fruteros, más influido por otro de sus maestros, Benito Espinós. Elementos más capaces, como José Maea y Francisco Llácer, supieron aprovechar las mismas enseñanzas citadas en Parra, y aunque en la pintura religiosa permanecerá el sentido del color y el peculiar empaste del profesor, marcharían por otros derroteros que les llevarían a lo histórico y decorativo, tal y como ocurría con Andrés Cruz, Vicente Lluch y Juan Llácer y Viana. Otro valenciano, Antonio Gómez Cros (1809-1863), servirá de puente entre los dos focos -valenciano y madrileño- a partir de su unión con el maestro. Colaborador íntimo en el taller cortesano, la huella dejada por López en este artífice como retratista constituye uno de los obstáculos más difíciles de superar a la hora de plantearnos ese análisis del taller madrileño. No obstante, y en lo que a otros géneros se refiere, los aires románticos calarían desde la modernidad y la cronología en su espíritu llevándole a correctas pinturas de historia como La prisión de Moctezuma, La batalla de Otumba y La batalla de Pavía. Entre los discípulos y colaboradores del taller cortesano, que funcionaría a todo rendimiento por espacio de casi cuarenta años, conviene señalar a continuación a los hijos de nuestro artista, Bernardo (1799-1874) y Luis (1802-1865). Bernardo se forma junto a las constantes indicaciones del padre, en las aulas de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde al mismo tiempo que lleva a cabo sus estudios, labora en 1824, junto a don Vicente, en los trabajos del Palacio Real. Vinculado a la Real Cámara, sería profesor de pintura de tres de las cuatro esposas de Fernando VII, María Isabel de Braganza, María Josefa Amalia de Sajonia y María Cristina de Borbón. El 16 de enero de 1825 era nombrado académico de la Real de Bellas Artes de San Fernando y pocos meses más tarde, el 11 de diciembre del mismo año, alcanzaba el permiso regio para celebrar su matrimonio con la valenciana Jacoba Terrent. A partir de 1843 fue profesor de pintura de la reina Isabel II, así como de otros miembros de la real familia, entre ellos del infante don Sebastián y de sus hijos, don Carlos, don Francisco de Asís y doña María Fernanda, al igual que del rey consorte, don Francisco de Asís de Borbón, alcanzando el 15 de octubre de 1843 el título de Pintor de Cámara de Isabel II. Pocos meses después, el día 4 de marzo de 1844, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le nombraba director de estudios, distinguiéndole en 1849 la de Valencia con el nombramiento de académico de mérito. A partir de 1850 tuvo vivienda en el Palacio Real y en 1858 alcanzaba el codiciado puesto de Primer Pintor de Cámara, cargo que ocuparía hasta la llegada del Gobierno provisional. Tras la Gloriosa que dictó su cesantía, se dedicaría exclusivamente a encargos de particulares. Por lo que respecta a la Academia de Bellas Artes de San Fernando, llegó a ser director honorario y decano de los académicos. Bernardo López destacó sobre todo, al igual que su padre, como retratista, ejecutando algunos de sus más bellos ejemplares al pastel, siguiendo desde el punto de vista estilístico a su progenitor, al que pretendió emular. De su amplia producción pictórica, destacaremos algunos de sus más importantes retratos, como los de miembros de la familia real y, entre ellos, los de Fernando VII, María Isabel de Braganza (Museo del Prado), varios de Isabel II, uno de ellos ecuestre, para su madre; Francisco de Asís de Borbón, María Isabel de Borbón en traje de maja, para regalarlo al príncipe Alberto de Baviera; los infantes don Francisco de Paula y Enrique María, así como el del príncipe don Alfonso, después Alfonso XII, en brazos de su nodriza (1858), hoy en el Palacio de Aranjuez. De su producción religiosa, recordaremos el Nacimiento, realizado para el Palacio Real; Piedad con el cuerpo de Cristo y Magdalena -catedral de Orihuela- y San José con el Niño, colección López Majano. Particular interés tiene su cuadro José Díaz y Francisco Turán (Museo de Valencia), modelo de retrato doble de gran originalidad, en el que plasma a los héroes que defendieron la escalera del Palacio Real de Madrid la noche del 7 de octubre de 1841 contra los soldados enviados por los generales León y Concha para raptar a Isabel II. El aprendizaje de Luis es paralelo en su primera etapa al de su hermano. Artista precoz, ingresa en la Academia de San Fernando, donde presentó, en 1821, San Pedro curando a un paralítico, así como un retrato del rey Fernando VII. También ya, y en ese momento, la reina María Josefa Amalia le encarga un lienzo con la Presentación de Nuestra Señora para la iglesia de San Antonio de Aranjuez. En 1825, cuando sólo contaba 23 años de edad, es nombrado académico de mérito de la Real de Bellas Artes de San Fernando. Dentro de sus primeras obras, de carácter religioso, destacaremos los tres lienzos para la iglesia de San Antonio de Aranjuez. Entre estas primeras obras de carácter religioso, también sobresalen los tres lienzos para la iglesia de San Esteban de Castromocho -Palencia-, firmados dos de ellos en 1828. El 14 de enero de 1830 el monarca le concedía una pensión para ampliar sus estudios en Roma, con la dotación de doce mil reales al año y con una duración de cinco años. Allí permanecería hasta 1836, contrayendo matrimonio con la francesa Virginia Mevill en 1832 en París. Y en esta ciudad residirá de 1836 a 1850, regresando en esta última fecha a Madrid, siendo entonces nombrado académico de número de la Real de Bellas Ares de San Fernando y profesor. En Madrid participó en la Exposición Nacional de 1851, con una Alegoría del malogrado príncipe de Asturias subiendo al cielo en alas de un grupo de ángeles y en 1852 presentaba La caída de Luzbel, además del retrato de don Francisco de Asís con manto del Toisón. Este cuadro, junto con el de La despedida del emperador Napoleón y la reina Hortensia, se exhibió en París en la Exposición Universal de 1855. Por concurso público, en 1855 le encargó el Gobierno la ejecución de un lienzo con la Coronación del poeta Quintana por la reina Isabel II, obra que ejecutó con brillantez, aunque fue criticada -en algunos casos ferozmente- por sus contemporáneos y que hoy se expone, depositada por el Museo del Prado, en el Palacio del Senado. Fue presentada en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1860. A Luis López le sorprendería la muerte cuando se disponía a concluir un ambicioso cuadro de historia, La entrevista de Moctezuma y Hernán Cortés, en el que estaba trabajando. Por Real Orden de 30 de julio de 1833 el rey le había nombrado caballero supernumerario de la Real y Distinguida Orden de Carlos III. Entre otras obras suyas debemos hacer mención, por su gran importancia, de los dos techos que llevó a cabo en el Palacio Real de Madrid, representando a Juno penetrando en la mansión del sueño, cuyo boceto se guarda en el Museo del Prado, y Las virtudes que deben adornar al público. También restauró los frescos de Palomino en la valenciana iglesia de los Santos Juanes y realizó, entre otros, varios dibujos para la obra "España artística y monumental". Su producción es más personal que la de su hermano, encontrándose menos referencias de la obra paterna. Un destacado colaborador de Vicente López fue Mariano Quintanilla Victores (18041875), quien sintió por el maestro, tal y como puede comprobarse en la correspondencia conservada, un verdadero amor filial; Manuel Aguirre y Monsalve (t1855) que más tarde se trasladaría a Zaragoza, también trabajaría en el obrador del maestro. Otros nombres habría que añadir entre los jóvenes que de una manera esporádica ayudaron al maestro, mientras recibían su aprendizaje preparando lienzos, moliendo colores, manchando telas e incluso corriendo con parte del trabajo de réplicas de taller. Tal y como consta documentalmente, son los pintores Santiago Pannaty, Antonio Cavanna, Pedro Hortigosa, Antonio Castro, Justo María Velasco, Tomás Díaz Valdés, Victoriano López Herranz y otros, autores de obras que en algún momento fueron atribuidas al maestro por su semejanza estilística y técnica, ya que como bien ha señalado Enrique Arias, "el taller mantenido por Vicente López tenía, lógicamente, que dar su fruto en algunos discípulos y seguidores que mantendrán, aunque algo más diluida, la tradición dieciochesca, sustentada por su maestro, algo más allá de la mitad de la centuria".
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Fundada en el año 1090 por expreso deseo del rey Sancho Ramírez, con el fin de ayudar y dar cobijo a los peregrinos francos que seguían la Ruta Jacobea, Estella es considerada la capital del Románico navarro. La de San Pedro de la Rua es la iglesia más antigua de la villa. Erigida en el siglo XII, se trata de un templo de tres naves con un espectacular claustro adosado. El Palacio Real es una de las mejores muestras del románico civil en España. Construido en los últimos años del siglo XII, en el extremo izquierdo de su fachada se encuentra este capitel, que narra la lucha de dos personajes míticos en la Edad Media: Roldán y Ferragut. La iglesia de San Miguel se ubica en uno de los nuevos barrios. Su puerta norte es una de las obras más interesantes de la escultura románica de Navarra. El templo dedicado al Santo Sepulcro fue iniciado en los últimos años del siglo XIII, en un estilo románico tardío. Destaca la fachada del muro del Evangelio, una de las obras maestras del gótico navarro. El primitivo puente de la Cárcel fue construido en época medieval, pero fue destruido en 1873 durante las Guerras Carlistas. En el año 1176, los monjes cistercienses se instalan en Iranzu. Pronto el monasterio se convirtió en uno de los más importantes de Navarra. Una vez abandonada Estella, el viajero deja a sus espaldas una de las ciudades más bellas de la geografía Jacobea.
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El ciclo natural de la vida recibe en Japón el nombre de Sabi; esta palabra se refiere al envejecimiento, a las secuelas dejadas por el quehacer del tiempo y que no sólo no debe ser desdeñada sino realzada. Por lo tanto, el concepto de belleza en el país del "Sol Naciente" tiene mucho que ver con el respeto a la senectud y el paso inexorable del tiempo. El concepto de Sabi provoca en el artista la necesidad de fundir en un todo la belleza y la armonía, ya sea en la cerámica, la arquitectura, etc. La finalidad es la de trasmitir a todo aquel que observa la obra serenidad, armonía y tranquilidad de espíritu, algo que no se encuentra en muchas de las obras de arte occidentales. Por encima del sentimiento personal, el artista japonés sitúa su obra al servicio de la comunidad, lo que ha derivado en definiciones del arte japonés como decorativo, debido a su carácter placentero. A partir del siglo XVI, la secta budista zen tuvo grandes repercusiones religiosas, artísticas y estéticas en el país. La mentalidad zen iguala las pequeñas cosas cotidianas con los grandes sucesos y, por lo tanto, hay que vivirlos todos con la misma intensidad y armonía. Su estética viene definida por siete características interrelacionadas entre sí, que forman un todo perfecto imposible de separar; éstas son: asimetría, simplicidad, elegante austeridad, naturalidad, profunda sutileza, libertad y tranquilidad. Uno de los mejores ejemplos de la estética zen son los jardines; en ellos, el artista trata de captar el valor de la naturaleza globalmente y trasladarlo a un espacio limitado. En los jardines se aprecian dos formas muy japonesas de percibir la belleza: como una casualidad natural o como una forma perfeccionada por el hombre; ambas alternativas no tienen porqué excluirse mutuamente sino al contrario, ya que el cultivo simultáneo y la superposición de ambas es lo que caracteriza la estética tradicional japonesa. La búsqueda de una especie de unión místico-estética es el objetivo permanente en la percepción japonesa de la belleza.
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Ese domingo, los reyes cristianos, con Alfonso VIII llevando la voz cantante, planificaron la táctica de la batalla. Tal como el rey relató en su carta a Inocencio III, mezcló la caballería con los peones, las mesnadas de los concejos, con la gente de armas. Esto confirió gran cohesión a los distintos escuadrones entre sí y contribuyó a homogeneizar las fuerzas, factor importante, pues la gente de los concejos ni tenía el mismo espíritu ni el mismo adiestramiento que las órdenes militares y los nobles. Alfonso VIII -escarmentado tras la derrota de Alarcos- había reforzado el ejército con cuanta caballería pesada había podido reunir y la dispuso como reserva. Ésta fue, precisamente, la que destrozó la línea defensiva del palenque almohade. El ejército cristiano se dividió en tres cuerpos. El rey de Aragón mandó el ala izquierda, que se desplegó, a su vez, en tres líneas sucesivas: la vanguardia, a las órdenes de García Romero; Jimeno Coronel y Aznar Pardo dirigieron 1a segunda, mientras que el propio Rey mandaba la zaga. Según Jiménez de Rada, los catalano-aragoneses fueron reforzados por milicias castellanas. El cuerpo central cristiano lo mandaba Alfonso VIII. Diego López de Haro comandaba la vanguardia; el conde Gonzalo Núñez, con los frailes del Temple, del Hospital, de Uclés (Santiago) y de Calatrava, formaban la segunda línea; la tercera, auténtica reserva cristiana, estaba a las órdenes Alfonso VIII, rodeado por Jiménez de Rada y los demás obispos, así como por los barones, Gonzalo Ruiz y sus hermanos, Rodrigo Pérez de Villalobos, Suero Téllez, Fernando García... Los flancos los protegían Rodrigo Díaz de los Cameros, su hermano, Alvaro y Juan González. Sancho el Fuerte conducía el ala derecha de los cruzados con sus navarros -unos doscientos caballeros, escuderos y alguna gente de armas que había llevado-, por lo que hubo de ser reforzado por las milicias de Segovia, Ávila y Medina. Las fuentes musulmanas proporcionan pocos datos sobre la táctica de su ejército. Ibn Abi Zar (Rawd al-qirtas) dice: "Se plantó la tienda roja, dispuesta para el combate, en la cumbre de una colina. Al-Nasir vino a ocuparla y se sentó sobre su escudo con el caballo al lado; los negros rodearon la tienda por todas partes con armas y pertrechos. La zaga, con las banderas y tambores, se puso delante de la guardia negra con el visir Abu Sa'id ben Djami." Los musulmanes dispusieron su ejército de manera ya muy experimentada. Dominaban las alturas y siguieron las normas de una batalla clásica: "los que avanzan perderán y los que se mantengan quietos aguantarán y vencerán" (Jean de Bueil). A nuestro juicio, al-Nasir debió instalar su palenque en el Cerro de las Viñas, donde actualmente se ubica el depósito de Aguas de Santa Elena, y allí organizó una formación en corral, es decir, un cuadrado cuyos lados estaban compuestos por tres líneas defensivas de infantes (en este caso, su guardia personal), atados entre sí -tanto para que no dejaran resquicios en la línea defensiva como para que lucharan hasta la muerte, pues no había posibilidades de huida- y con las lanzas clavadas en tierra, inclinadas y con las puntas dirigidas hacia el enemigo. Por delante del palenque, protegido a su vez por una barricada de diversos materiales -impedimenta, cajas y canastas para el transporte de armas y flechas, cadenas, estacas, etc.- se colocaron otras líneas de infantes.
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Cuando murió el padre de Degas, la situación económica familiar no era muy favorable, existiendo un buen número de deudas que el pintor se sintió con el deber moral de pagar, al ser el hijo mayor. Incluso llegó a pagar un crédito solicitado por su hermano René. Este mal momento le llevó a realizar un importante número de monotipos - una especie de grabado que se hace pintando con óleo o tinta de impresión en una placa de cobre virgen, imprimiendo después de manera normal - aplicando sobre los tonos blancos y negros diversas tonalidades al pastel. Así trabajaba con mayor rapidez y podía aumentar sus ventas. La estrella es uno de estos monotipos más sorprendentes y famosos, al situar a la bailarina en el centro del escenario, ofreciéndonos una posición privilegiada al espectador al mostrarla desde un palco. Por eso emplea una perspectiva de arriba hacia abajo. Al fondo podemos contemplar los decorados con algunas bailarinas descansando o charlando entre ellas; también vemos a un hombre vestido con un elegante traje negro, posiblemente el protector de la bailarina a la que espera entre bastidores. Al ser la cinta que lleva la muchacha en el cuello del mismo color que el traje del caballero y señalar hacia él, refuerza indirectamente esta idea. La rapidez de ejecución no impide destacar la genialidad del dibujo de Degas como podemos apreciar en la delicada figura de la estrella, a pesar de la pincelada suelta que se adueña del conjunto. No deja de sorprender el estudiado juego de luces, creando diferentes zonas de sombra en esta figura, dependiendo de cómo incide en ella la luz de los focos del teatro. Precisamente estas sombras tienen diferentes tonalidades, asimilando de esta manera la filosofía impresionista.
obra
Esta obra es, con probabilidad, identificable con el 'Recuerdo de Dresde' que fue sorteado en julio de 1835, en Stettin, por el Kunstverein für Pommern y pasó a manos del juez Calow de Golnow. En él, tres personas retornan al atardecer de un paseo por el campo. La ciudad que aparece en lontananza es Dresde, levemente modificada por Friedrich. Se presenta vista desde el Este, rodeada de álamos. Son reconocibles la Kreuzkirche, la Frauenkirche, el Schlossturm (la torre de palacio) y la Hofkirche. Al igual que en Las edades, las figuras son identificables con la propia familia de Friedrich: su esposa, Carolina, una de sus hijas y su hijo Gustav Adolf, nacido en 1824, quien alza los brazos a la vista de la ciudad. La estructura es, en parte, similar a la de Colina y campo roturado cerca de Dresde, realizado un decenio antes. En primer plano, una colina oculta la ciudad e imposibilita la transición de planos hacia el medio, a modo de barrera. Su curva se alza hacia el horizonte, respondida por una suave caída de la línea de las nubes. El horizonte viene determinado por la línea de colinas tras la ciudad, en la que se recortan la ciudad y los álamos. Estos planos estáticos, en que Friedrich emplea los colores habituales (marrón oscuro para el primer plano, azules y verdes grisáceos para el medio y fondo), contrastan con el dinamismo de las nubes; la línea en que se desplazan tiende a converger con el horizonte en un punto a la derecha fuera del cuadro. Hacia ese punto se dirigen, asimismo, los caminantes. Perpendiculares a estas líneas, encontramos una sucesión de verticales: los álamos de la izquierda, las tres figuras, las torres silueteadas de la ciudad y, finalmente, otra hilera de álamos; todas ellas, aun en distintos planos, se relacionan en un mismo nivel. Sobre el contenido simbólico de esta obra, se plantean numerosos interrogantes. Sin embargo, todo parece aludir a la muerte en esta escena en que los caminantes se dirigen a la ciudad celestial, que el niño saluda con alegría. De esta manera suele ser representada por el pintor, en una lejanía inalcanzable, como en Greifswald a la luz de la luna, de 1817. La estrella vespertina, sobre la cúpula de la Frauenkirche, es una alegoría de la muerte, promesa de la resurrección.
contexto
Las diferencias entre las casas y los conjuntos multifamiliares nos hablan de una sociedad jerarquizada en clases. Sobre estos datos R. Millon ha definido la existencia de seis clases sociales en el centro, al menos desde tiempos Tlamimilolpa. La cúspide de la pirámide social estuvo ocupada por la elite dirigente que actuó en actividades políticas y religiosas de importancia y en la guerra. También el comercio a larga distancia fue una actividad de elite. Los gobernantes fueron personalidades históricas sobre todo al final de Teotihuacan, y estuvieron en ocasiones identificados con los dioses. Las actividades rituales, en particular aquellas que adquirían connotaciones políticas, tuvieron una gran importancia estratégica. En la base de la mencionada pirámide se situaron los campesinos, más de 100.000 hacia el 600 d.C., que vivieron tanto en los conjuntos multifamiliares de la periferia como en aldeas y poblados en el campo. En estos sitios los restos de cultura material están emparentados con actividades de la vida cotidiana. Los artesanos y especialistas ocuparon niveles intermedios, pudiendo haber sido hasta 50.000. Vivieron en conjuntos multifamiliares agrupados por el parentesco y la misma especialización. Se han encontrado más de 100 áreas de trabajo de obsidiana, y se han detectado zonas en las que trabajaron los lapidarios que confeccionaron máscaras, ceramistas y otros especialistas, los cuales estuvieron también estratificados según su maestría y la categoría y status de sus obras. En el oeste de la ciudad existió un barrio de zapotecos conocido como el Barrio de Oaxaca, y en el este el Barrio de los Mercaderes, que contenía evidencias de relaciones con grupos de Veracruz y del norte del área maya, los cuales debieron ocupar también niveles intermedios de la sociedad teotihuacana.