En el año 1974 se descubrió en Lintong, en la provincia de Shaanxi, el mausoleo de Qinshi Huangdi, primer emperador chino que murió en el año 210 a.C. Fue este monarca el que, además de caminos y canales, ordenó construir la Gran Muralla, obra de ingeniería y construcción de gran envergadura, como anotó el historiador Sima Qian sobre la obra de la tumba imperial; todos estos datos fueron confirmados por el hallazgo de la tumba. Las dimensiones de la muralla exterior del conjunto funerario es de más de 2.000 metros por 970 metros, y la grandeza del panorama presentado ante los ojos de los historiadores y arqueólogos confirmaba las noticias sobre el trabajo realizado por más de setecientas mil personas durante muchos años en la obra imperial. Muchos de ellos fueron igualmente -como en el caso de la muralla- enterrados vivos, según cuenta la leyenda y la crónica que aportaron los partidarios del Confucionismo durante la dinastía Han. Muchos de los partidarios y eruditos de este pensamiento fueron entonces perseguidos y forzados a participar en la construcción de esta tumba imperial. El conjunto funerario tiene considerables dimensiones: el túmulo, en forma de pirámide de tres pisos, tenía 40 metros de altura y estaba rodeado por un doble muro; las tres cámaras subterráneas situadas dentro del campo funerario estaban llenas de figuras hechas de barro cocido representando a guerreros acorazados, cazadores, soldados de infantería, arqueros y jinetes con sus caballos. Fueron seis mil figuras las encontradas en la primera cámara, de tamaño natural y alineadas en formación militar a lo largo de corredores, sobre un suelo de ladrillos, y bajo vigas apoyadas sobre pilares de madera. El segundo conjunto, formado por figuras de tamaño más reducido y de formas irregulares, alcanzaba un total de cuatro mil piezas de un mismo tipo. La tercera cámara contenía solo unas sesenta figuras de menor importancia. El ejército de terracota encontrado en la tumba de Qinshi Huangdi presenta rasgos faciales individualizados y armas de diferentes clases. Además, el realismo, observado en los gestos faciales, se vio reforzado por la policromía realizada a base de pigmentos minerales y de laca. También fueron encontrados objetos de bronce de este período, tales como una pesa de este material hallada en Qinan, de la provincia de Gansu, que lleva grabados los decretos imperiales emitidos por el primer emperador en el vigésimo sexto año de su reinado, y por el segundo emperador en el primer año de su reinado; una credencial de bronce en forma de tigre encontrada en Van de Shaanxi; y un recipiente de medida de capacidad de barro cocido, hallado en Zouxian, provincia de Shandong, con la grabación del decreto de unificación de las medidas impartidas por Qinshi Huangdi.
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A la muerte de Juliano, Jovinano fue elegido emperador por los oficiales del ejército en Mesopotamia. Hubiera probablemente continuado la política de Constantino pues, aunque cristiano, durante los pocos meses de su reinado adoptó una política religiosa de tolerancia hacia los paganos. Su muerte en el 364 truncó las posibilidades de este emperador que (pese a la paz vergonzosa de Persia) parecía ser capaz de aglutinar en torno a sí tanto a los ejércitos de Oriente y Occidente como a los cristianos y paganos. Le sucedió Valentiniano I, que fue proclamado emperador por el ejército a instancias del prefecto de Oriente Secundo Salustio, hombre prudente que había rechazado en dos ocasiones su elección como augusto y que, aunque era pagano, gozaba de gran prestigio. Valentiniano era tribuno de una de las scholae palatinas, originario de Panonia y cristiano, aunque la conciencia de sus obligaciones hacia el Estado le llevó a situar el bien del Imperio por encima de todo, razón por la cual puso toda clase de impedimentos a la creciente intolerancia de los obispos católicos. La historiografía moderna tiende a ver en él al último gran monarca que gobernó en Occidente y la comparación entre las medidas adoptadas durante su gobierno y las de los emperadores posteriores confirma esta opinión. Sin embargo, en una época de crispación entre civiles y militares, honestiores y humiliores, cristianos y paganos, etc., la historiografía antigua ha presentado una imagen poco objetiva de Valentiniano. Los autores cristianos transmiten la decepción que les causó un emperador cristiano nada fanático, incluso imparcial y sólo obsesionado por la idea de preservar los derechos del Estado. Había proclamado la libertad de cultos, prohibiendo sólo los sacrificios nocturnos. No aumentó los privilegios eclesiásticos acordados por Constantino y controló estrechamente los abusos a que algunos clérigos se prestaban, como la advertencia dirigida al papa Dámaso de prohibir a estos clérigos visitar a las jóvenes o viudas a fin de obtener de ellas la donación de sus bienes. De hecho anuló estos legados, fruto de la coacción. Cuando los obispos solicitaban su intervención en asuntos internos de la Iglesia, su respuesta -según Sozomeno- era: "Yo no soy más que un laico, resolved vosotros mismos nuestros problemas como deseéis". Un cristiano tan neutral no mereció muchos elogios de la historiografía cristiana de la época. Pero tampoco Amiano Marcelino contribuyó lo más mínimo a mejorar la imagen del emperador, que no podía sino salir malparado en la comparación con el que había constituido su ideal de príncipe, Juliano. Tal vez su menor acierto fue la elección de su hermano Valente como colega imperial. Parece que el general occidental Dagalaifus, a quien Valentiniano consulto, le respondió: "Si prefieres a tu familia, tienes un hermano, pero si prefieres al Estado busca alguien mas digno". En este caso la opción familiar se impuso. De este modo, en marzo del 364, confirió a su hermano Valente -que era un simple protector- el título de augusto. Cierto que Valentiniano no era un hombre muy culto, pero era un valeroso jefe militar, con innegable capacidad política y gran dedicación al Imperio. Por su parte Valente -al menos a juzgar por el retrato que de él hace Amiano Marcelino- era un hombre mediocre, sin grandes dotes militares y tan poco instruido que no sabía griego, cuando era la lengua que se hablaba en Oriente. Tal vez estas condiciones le llevaron a establecer la capital en Antioquía en vez de la sofisticada Constantinopla. Durante dos meses ambos hermanos fijaron sus programas de gobierno y decretaron las medidas que consideraban más urgentes: la libertad de culto, la obligación de pagar los impuestos debidos sin excepciones, la confirmación de la ley de Constancio que contemplaba la creación de los defensores senatoriales (aunque la medida que permitía a los libertos acceder al rango de clarissimi sin duda fue considerada humillante por los senadores) y el edicto de Andrinópolis que reforzaba el principio de la herencia de las condiciones: los curiales sólo podrían ascender al orden senatorial si dejaban un hijo en su lugar. Los hijos de los soldados serían también soldados, a menos que fuesen muy débiles, y los empleados en los despachos de los gobernadores también asegurarían que sus hijos iniciaran la misma carrera que ellos. Posteriormente, procedieron a la división del Imperio, en unas condiciones tan extremas como nunca antes se habían realizado: cada parte del Imperio se separaba de la otra con sus provincias, sus tropas, sus prefecturas y sus funcionarios. No se trataba de un reparto de atribuciones entre ambos emperadores, sino de una separación efectiva del Imperio. Valentiniano tomó para sí las dos prefecturas occidentales y Valente la oriental. Que Valentiniano, el personaje más importante, eligiera la parte occidental sin duda obedeció a su convencimiento íntimo de que, siendo ésta mucho más débil que Oriente, no hubiera podido ser controlada por su hermano Valente. Además del problema de las fronteras -común a las dos partes- Occidente ofrecía mayores problemas internos que Oriente, entre ellos las reiteradas insurrecciones que desde hacía muchos años se venían produciendo en las Galias. No obstante, fue en la parte oriental, gobernada por Valente, donde tuvo lugar la insurrección de Procopio. Este, que había conducido una parte del ejército de Juliano durante la guerra persa y había enterrado en Tarso a su emperador muerto, se rebeló en el 365 inducido tal vez por los amigos de Juliano y respaldado no sólo por éstos -entre los que se encontraba la viuda del emperador Constancio- sino también por cuantos despreciaban al cuasi-bárbaro emperador panonio. La contienda presenta la particularidad de que Procopio reclutó gran número de auxilia entre los godos. Gracias al general Arbetio, en mayo del 366 la revuelta fue sofocada. Valente intentó retrasar el conflicto con los persas mediante negociaciones con Sapor II que, por otra parte, no dieron resultado. Éste deseaba quedarse con Iberia, que era un reino vasallo de Roma, y repartirse entre ambos Armenia. Valente aceptaba repartirse la primera, pero no Armenia. La guerra no llegó a declararse abiertamente porque el peligro de los hunos amenazó también a Persia, durante estos años, en la zona del Caspio. No obstante, el problema más grave que tuvo que afrontar Valente fue la invasión de los godos, unidos a elementos alanos y hunos, en el 377, que traspasaron las fronteras del Bajo Danubio. Los preparativos para resistir la invasión supusieron la movilización general de todas las fuerzas del Imperio. Valente incluso decidió reclutar a visigodos como soldados y los asentó en Tracia. Pero éstos eran despreciados por la sociedad romana y objeto permanente de abusos como el que relata Filóstrato: los jefes militares y el comes de Tracia les vendían los víveres a un precio desorbitado a fin de obligarles a vender a sus hijos como esclavos. Los visigodos se rebelaron y saquearon Tracia, uniéndose a los otros contingentes bárbaros. La defensa frente a la oleada invasora fue inicialmente dirigida por el general romano Sebastiano y en parte por Graciano que, acudiendo desde Occidente en auxilio de su tío Valente, había tenido que combatir con los alamanes a lo largo de su viaje a Oriente, por lo cual retrasó su llegada. Valente, deseoso de demostrar unas dotes militares de las que carecía, dirigió una nueva batalla sin esperar la llegada de los refuerzos de Graciano. El desastre de Andrinópolis -durante el cual murió Valente- supuso una de las mayores crisis de la historia del siglo IV. Los godos llegaron a las puertas de Constantinopla y, aunque no lograron tomar la ciudad, devastaron los campos. En su marcha hacia el Oeste saquearon y arrasaron el Ilírico. Amiano en páginas desgarradoras nos describe a los invasores empujando "a golpes de látigo rebaños de mujeres romanas". El odio romano hacia los bárbaros alcanzó niveles frenéticos, hasta el punto de que el magister militum trans Taurum ordenó que fueran masacrados todos los godos a los que, en épocas anteriores, se les había permitido asentarse en Oriente. La disposición se cumplió escrupulosa y concienzudamente.
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La dinastía hindú de Vijayanagar, La Victoriosa, se instaura en 1336 tras la decisión de cinco príncipes hermanos de frenar las asoladoras y cada vez más frecuentes incursiones islámicas. La unificación del sur empieza bajo su mandato, centralizado en su capital, también llamada Vijayanagar (hoy Hampa en Karnataka), a orillas del río Kistna en el fértil valle de Tungabhadra; será la capital más septentrional de este nuevo imperio del sur.Crean un ejército hindú confederado de un millón de hombres, relativamente bien equipado y dividido en infantería, caballería, elefantería y artillería, y construyeron bastiones y fortalezas en lugares estratégicos. A pesar de su objetivo militar, no se olvidaron de la agricultura para lo que construyeron embalses y canalizaciones, ni del comercio agilizado gracias a una rica red de carreteras, que les permitía contactar con árabes, persas y portugueses de la costa Malabar, así como con los navegantes de Sri Lanka y Sudeste Asiático en la costa Coromandel.La capital, Vijayanagar, llegó a ser un emporio comercial con más población flotante que aborigen (estos últimos en torno a los 500.000), y un centro importantísimo de cultura.Los viajeros extranjeros que la visitaron, como el italiano Nicolo Conti o el portugués José Barbosa, escribieron que era tan grande como Roma y que poseía siete murallas que guardaban cultivos, jardines y palacios con el techo y los muros recubiertos de oro y piedras engastadas, y acueductos que traían el agua potable. La corte reunía todo tipo de científicos, filósofos y artistas, y siempre había conciertos y espectáculos.El esplendor artístico de Vijayanagar se debe sin duda a la afluencia de artistas hindúes procedentes del norte de India, cuando ya se han consolidado los Sultanatos Independientes. La impronta de la escultura Gujaratí es incuestionable cuando se admiran los pilares de cualquier mandapa construida por los Vijayanagar; cada pilar es una obra maestra, una pieza digna del mejor museo.Los bosques de columnas invaden ahora el sur, los perfiles curvilíneos suavizan las aristas de las cubiertas adinteladas, el tratamiento escultórico enriquece cualquier elemento arquitectónico.Los gopuram empiezan a agilizar su crecimiento y a decorarse con estatuas; se multiplican los corredores hipóstilos, crecen los estanques de abluciones y aumentan las mandapas hasta convertirse en las salas de las mil columnas. Todos los dioses reciben el mismo trato y tienen un culto privilegiado; Siva y Vishnu dominan por igual, y un rico eclecticismo renacentista preside el arte de Vijayanagar.Aunque tras la derrota de Talikota en 1565, a manos de la coalición islámica de los sultanatos de Golkonda, Bijapur, Bidar y Ahmadnagar, la capital fue saqueada durante seis meses, la actual Hampi todavía ofrece alguna maravilla como los templos de Virupaksha y de Vitthala, y el conjunto semirruinoso del Palacio Real con el templo de Krishna, la estatua de 7 m de altura de Narasimha (avatar de Vishnu, mitad hombre mitad león), la zenana o harén, el establo de elefantes, y un largo etcétera.También embellecieron otras ciudades patrocinando la construcción de obras públicas y la escultura de monumentos (como el del toro Nandi en Mysore), y enriquecieron los santuarios con templos (como el de Krishna y las bellísimas Gopi, hoy en Srirangam) y mandapas (como la de Kanchipuram), cuya escultura en piedra constituye una auténtica colección de obras de arte.
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Los siglos X al XIV marcaron el cambio social, político, económico y cultural que más incidencia tuvo en la historia china. Durante este largo período de tiempo se sucedieron las dinastías, suplantándose unas a otras o bien conviviendo en el tiempo, pero no en el espacio. Las diferencias entre el norte y el sur se acentuaron, pudiéndose hablar de conceptos diferenciadores. El norte fue constantemente asolado por nuevas dinastías de procedencia extranjera y debió asumir una actitud pasiva, tanto desde el punto de vista de defensa militar como del de sus realizaciones artísticas y culturales. Sus campos dejaron de ser autosuficientes durante largos períodos de tiempo por las necesidades de la guerra y el pastoreo impuesto por los nuevos señores, pasando a depender de la economía del sur. El sur se fue poblando de todos aquellos que lograban huir del infierno de la guerra y que impulsaron nuevas formas de vida, acordes con la tradición china en su aspecto más amplio. La agricultura y el comercio se vieron favorecidos por estos pobladores en su afán de supervivencia, apareciendo nuevas estructuras sociales, económicas y culturales que elevaron los territorios al sur del Yangzi a cotas sin igual. El resurgimiento económico tuvo su consecuencia más visible en el mundo de la cultura y en las realizaciones artísticas: porcelana, pintura, poesía... Para estas artes, bien se puede decir que fueron unos siglos marcados por el afán creador y el clasicismo más exquisito, vivo reflejo del espíritu artístico chino. Sería en esta dicotomía territorial donde se desarrolló un lento proceso de invasiones que sirvieron para facilitar las conquistas del norte sobre las codiciadas riquezas del sur. Mientras las dinastías Liao (907-1125), Xi Xia (1032-1227) y Jin (1115-1234) se fueron sucediendo en los territorios del norte, una nueva fuerza militar se expandía por toda Asia, poniendo cada vez más su interés en la conquista definitiva de China.
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Hacia finales del siglo XI a.C. se produjo un cambio dinástico debido a las constantes luchas territoriales. La dinastía Zhou, reino feudatario de los Shang, inauguró un nuevo período histórico en el que se incluyen la época de "Primavera y Otoño" (Zhun Qin, 722-481 a. C.) y "Estados Combatientes" (Zhang Guo, 450-221), nombres dados por la historiografía china para definir los cambios en el equilibrio del poder con anterioridad a la primera unificación territorial. Es bajo esta dinastía cuando se operan las mayores transformaciones sociales debidas fundamentalmente a dos causas: 1) paso de una sociedad esclavista a una sociedad feudal; 2) aparición del hierro e inicio de un proceso de industrialización. La primera capital de la dinastía Zhou se situó cerca de Xian, provincia de Shaanxi, razón por la cual a los años en que estuvo ahí situada (1122-711 a.C.), se les denomina Zhou del Oeste, frente al período comprendido entre los años 770-221 a.C., cuando se traslada la capital a Luoyang, provincia de Henan, denominándose Zhou del Este. El área de influencia del primer período de la dinastía Zhou, abarca desde Mongolia Interior a la cuenca del río Yangzhi, y desde la provincia de Gansu a la costa este. Esta gran extensión territorial estaba dividida en pequeños territorios dirigidos por nobles al servicio del rey, en calidad de tributarios y vasallaje. La nobleza adquirió un carácter hereditario, inicio de la importancia de la línea de sucesión directa y masculina, así como de la justificación de la poligamia para asegurar un heredero. La base económica continuó siendo la agricultura, mejorando los cultivos mediante un sistema de rotación y añadiendo la soja a los cereales ya existentes. Es esta gran masa de campesinos quienes crean un excedente económico capaz de instrumentar unos inicios de industrialización y comercio, y, en consecuencia, una mayor producción de bienes de consumo (bronces, jades, cerámicas, textiles...). La aparente prosperidad económica se vio mermada por el poder que fueron adquiriendo los nobles frente al rey, fundando sus propios estados. En el 770 a.C., debido también al empuje de las incursiones foráneas, se debilitó el poder real y la dinastía se hizo bicéfala al nombrar dos soberanos independientes. Uno de ellos traslada la capital a Luoyi (Luoyang), dando paso a la época llamada "Primavera y Otoño", nombre procedente de una obra clásica, "Los Anales de Primavera y Otoño", que dio la primera cronología exacta de la historia china. Frente al poder de los Estados del Norte, se inició una emigración hacia el sur, de clima más benigno y con unas culturas nuevas que aportaron el cultivo del arroz. Todos estos factores favorecieron el autogobierno de los territorios y el comienzo de los particularismos regionales, de manera que los estados más poderosos absorbieron a los débiles. De unos doscientos territorios estados existentes en el siglo VIII a. C., en el año 500 a. C., sólo veinte de ellos pudieron mantener su independencia. Es en este período, siglos IV-V a. C., cuando se conoció el hierro, utilizado primero como material para instrumentos de labranza y, más tarde, en la fundición de armas. "El hermoso metal (el bronce) se usa para fundir espadas y lanzas; se utilizan junto a los caballos y a los perros. El metal feo (el hierro) se usa para hacer azadas que arrancan las malas hierbas; se usa en la tierra fértil". El hierro va lentamente introduciéndose en la vida cotidiana, en sustitución del bronce, favoreciendo el desarrollo industrial, la mejora de comunicaciones y estimulando el crecimiento de las ciudades. Los "Estados Combatientes" (450-221 a. C.) ponen fin al período clásico, hasta conseguir con la dinastía Qin la unificación territorial. Estos Estados Combatientes fueron el resultado de la anexión mencionada, quedando reducidos a siete: Qin, Wei, Zhao, Han, Qi, Chu y Yan, que conocerán un próspero comercio por el incremento de las comunicaciones, lo que favorece el auge de los talleres locales y propicia, sobre todo, una edad de oro para el pensamiento científico y humanista.
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Tras la caída de Castiella, el nuevo ministro de Exteriores, Gregorio López Bravo, intentó quitar hierro a la cuestión gibraltareña. Aunque la frontera siguió cerrada, el régimen franquista abandonó las campañas de prensa y no volvió a plantear la cuestión ante las Naciones Unidas. Las conversaciones bilaterales no permitieron la resolución del contencioso sino que, al contrario, favorecieron las maniobras dilatorias del Gobierno de Gran Bretaña. Además, las tentativas de estrangular la vida económica del Peñón terminaron reforzando los sentimientos de identidad nacional probritánicos de la colonia. El ya veterano ministro Gregorio López Bravo, presente en los Gobiernos de Franco con la cartera de Industria desde 1962, mantenía un perfil de dinamismo y brillantez. Su formación de ingeniero naval y su bagaje previo en Industria imprimieron un realce a los aspectos económicos y comerciales de las relaciones exteriores. López Bravo, aunque estaba vinculado al sector tecnócrata, terminó enfrentándose al todopoderoso almirante Carrero, debido al intervencionismo de éste en las relaciones con los Estados Unidos y el problema del Sahara. Su independencia y pragmatismo permitieron, además del enfriamiento del contencioso gibraltareño, concluir las negociaciones con la Comunidad Económica Europea y los Estados Unidos en junio de 1970. El nuevo ministro fue mucho más consciente que su antecesor de las limitaciones exteriores que conllevaba la existencia de un régimen dictatorial y del peso real de España en la comunidad internacional. Una vez resuelta la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos, López Bravo pudo explotar las líneas de diplomacia multilateral diseñadas por Castiella, estableciendo también relaciones con los países del bloque comunista. Esta peculiar apertura al Este, que todavía provocaba tensiones en el seno de la clase política franquista, permitió el establecimiento de relaciones consulares y acuerdos comerciales con la mayoría de los Estados comunistas. Incluso se llegaron a establecer relaciones diplomáticas plenas con países como la República Democrática Alemana o la República Popular China, que tenían problemas de reconocimiento internacional dada su división y la existencia de otros Estados prooccidentales. Al final de la dictadura únicamente países como México o Yugoslavia continuaban reconociendo oficialmente al Gobierno de la República española en el exilio. La mejora de la posición española ante los organismos internacionales permitió el acceso en 1972 a un puesto en el Consejo de Administración de la OIT y el desempeño de la presidencia de las Naciones Unidas. Por otro lado, en mayo de 1970 se firmaba un Protocolo adicional al Tratado de Amistad con Portugal que consolidaba las ya tradicionales relaciones con el régimen de Salazar. A pesar de su pragmatismo, López Bravo no pudo evitar que los contenciosos con el Vaticano y las relaciones con Marruecos erosionaran su posición en el Gobierno de Franco. Tras la clausura de la Conferencia de Seguridad Europea de Helsinki, en la que España desempeñó cierto protagonismo con un discurso de "tercera vía" que permitiera el establecimiento de una zona de seguridad colectiva en el Mediterráneo, se produjo su cese. En junio de 1973 era nombrado ministro Laureano López Rodó. Estrecho colaborador de Carrero, su gestión en Exteriores fue paralela al breve periodo de presidencia del Gobierno del almirante. Sus objetivos principales pasaban por la preparación de la renegociación de los pactos con los Estados Unidos, la obtención de mayores concesiones de la CEE y, sobre todo, la mejora de relaciones con el Vaticano. Otra política innovadora, abortada por cambios políticos como el asesinato de Carrero o la revolución portuguesa, fue un proyecto de unión arancelaria hispanoportuguesa. Entre diciembre de 1973 y la muerte de Franco, Pedro Cortina Mauri desempeñó la cartera de Exteriores. La situación de agonía del régimen de Franco no fue, desde luego, la más propicia para una gestión diplomática brillante. Además la coyuntura exterior no fue nada favorable con nuestros vecinos más cercanos. Al temor al contagio de la revolución portuguesa, se unió la amenaza de guerra con Marruecos. De nuevo, la continuidad de las relaciones con los Estados Unidos cobró absoluta prioridad. En el mes de julio de 1974 se firmaba una declaración conjunta hispano-norteamericana que señalaba que los acuerdos bilaterales se insertaban dentro del marco de la defensa occidental y de la seguridad en el Mediterráneo. España deseaba reforzar el anclaje con el bloque occidental mediante la integración en la OTAN o bien una garantía explícita estadounidense de cobertura defensiva. Si esto no era políticamente factible, los pactos con Estados Unidos debían facilitar ayuda suficiente para que España pudiese hacerse cargo de su seguridad de forma independiente. Ni el ingreso en la OTAN ni la elevación de los pactos a la categoría de Tratado Defensivo fueron posibles. Mientras que a la adhesión española al Pacto Atlántico se oponían países como Gran Bretaña, Noruega o Dinamarca, el Senado norteamericano era reacio a nuevos compromisos exteriores con regímenes problemáticos, en un contexto de escalada bélica en el Sureste asiático. Tras un periodo de deterioro de las relaciones con Estados Unidos, debido al escaso eco que tenían las peticiones de mayor ayuda y a su política promarroquí, en el que se llegó a la idea del desmantelamiento de la mayor parte de las bases militares. Franco envió a Cortina a Washington para que firmara un acuerdo marco que permitiera la renovación de los pactos bilaterales. El 27 de septiembre de 1975 el acuerdo era firmado en una coyuntura de casi guerra con Marruecos en el Sahara y de nueva condena internacional del régimen debido a los fusilamientos de activistas del FRAP y ETA.
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Sin ser en absoluto intrascendente a ese fenómeno, hoy sabemos que se le atribuyó una importancia desmesurada. La llamada "Revolución del 1968" en ninguna parte obtuvo éxito. Dos fenómenos de mucha mayor trascendencia, en cambio, se fraguaron en estos años sin que la Humanidad llegara a ser consciente de su importancia. El sistema soviético empezó a dar unas muestras de esclerosis que contrastaba con su imperialismo exterior. Al mismo tiempo, además, tenía lugar una auténtica revolución durante los años sesenta que se refería no tanto a la política como al modo de vida. De ella todavía en el momento actual somos herederos, lo que mide su trascendencia. En realidad, no hubo tan sólo una distensión sino varios fenómenos sucesivos para los que se puede emplear este término. En cierto modo se puede decir que, en 1953, tras la muerte de Stalin, hubo un primer aflojamiento de la guerra fría e incluso se puede decir lo mismo de lo sucedido en torno a 1960, después de que Kruschev visitó los Estados Unidos. Pero esos dos momentos no fueron otra cosa que la prehistoria del nacimiento de una realidad internacional nueva. La dura confrontación que las dos grandes superpotencias tuvieron en torno a 1962 en Cuba y Berlín y su resolución mediante acuerdos que evitaron la guerra fue lo que supuso el comienzo de una nueva era en las relaciones entre las grandes potencias. Fue entonces, por ejemplo, cuando Kennedy dijo desear para el mundo una paz que no tenía por qué ser una "pax americana" sino una paz de la que deberían beneficiarse el conjunto de los seres humanos del mundo. Los rasgos de este período resultan, no obstante, parcialmente contradictorios. Por un lado, se produjo un protagonismo casi monopolístico de las dos grandes superpotencias capaces de tener intereses en el conjunto del globo y también las únicas que podían resolver los problemas del desarme nuclear. Un historiador ha recordado una frase de Platón, de acuerdo con la cual Dios, al no llegar a reconciliar a dos enemigos, acabó por atarlos por sus extremidades. Ésa es una buena descripción de la situación y algo parecido pensaba Chu En Lai acerca de la situación internacional que le había tocado vivir: "Las dos grandes potencias duermen en la misma cama pero no tienen los mismos sueños". Lo que parece contradictorio en esta situación de práctico duopolio es que vino acompañado por una paralela situación de crisis en las alianzas de estos dos adversarios-compañeros que eran las grandes potencias. Sin quebrar por completo se vieron sometidas a crecientes dificultades. Pudo parecer en un principio que la confrontación existente en el seno del mundo occidental era mayor, pero en el comunista se descubrió con el paso del tiempo que era mucho más irreversible. Esta multiplicación de las tendencias en el seno de la vida internacional se produjo en un contexto en que los países del Tercer Mundo adquirían el mayor grado de protagonismo que le concedía el número, en especial en los organismos internacionales. El camino hacia la distensión se inició en 1962 y siguió avanzando hasta 1968; fue entre 1968 y 1973 cuando pareció dar mejores resultados en las manos de unos políticos que parecían prosaicos pero al mismo tiempo daban la sensación de ser capaces de llegar a acuerdos sobre problemas muy complicados y de aparente imposible solución. A partir de 1973 la etapa de la distensión fue sustituida por otra en que parecía que se reanudaba la confrontación de la guerra fría en un momento en que en el seno del mundo occidental, pero también en el soviético, daba la sensación de que todavía no se habían superado los testimonios de disidencia tan abundantes desde fines de los años sesenta. En ese momento, no obstante, había ya concluido un conflicto, la guerra de Vietnam, que había ensombrecido con su confrontación todo el período de distensión precedente.
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El auge económico de la Sevilla de Felipe III impulsó una importante actividad pictórica dominada por la personalidad de tres artistas dispares: Pacheco, Roelas y Herrera el Viejo. Sus diferentes estilos e intereses restaron homogeneidad al foco sevillano, que sólo a partir de la segunda década de la centuria empezó a interesarse por las fórmulas del naturalismo barroco.Francisco Pacheco (1564-1649) fue el más respetado maestro sevillano de la época, en cuyo taller se formaron algunos de los principales pintores de la siguiente generación, como Velázquez y Cano. Sus obras, académicas y arcaizantes, prolongaron en el XVII la tradición del romanismo manierista imperante en el último tercio del siglo anterior, etapa a la que realmente pertenece su estilo (serie para la Merced de Sevilla, con Alonso Vázquez, entre 1600 y 1611; museos de Sevilla, de Barcelona y Bowes Museum de Barnard Castle).Sin embargo, su condición de intelectual y erudito le llevó a desempeñar un importante papel en el mundo barroco como definidor de la iconografía de la doctrina católica, por cuya ortodoxia se mostró especialmente preocupado. Prototipos tan sevillanos como la Inmaculada niña, de manos juntas, silueta cerrada y erguida sobre el creciente de la luna, o los Crucificados con cuatro clavos y la cabeza caída hacia delante, fueron creados por él, tanto en sus cuadros como en su tratado "Arte de la Pintura", publicado en 1649. En este texto, además de fijar la iconografía de la Contrarreforma, recoge sus preocupaciones teóricas, defendiendo el carácter noble y liberal de la pintura, e incluye también una parte dedicada a la práctica y técnica pictóricas.Artista muy diferente fue Juan de Roelas (h. 1560-1625), quien introdujo en Sevilla una nueva sensibilidad vinculada al sensualismo y colorido venecianos, quizás aprendidos en Italia o durante sus estancias en la corte de Madrid y Valladolid, entre 1597 y 1602. Ordenado sacerdote antes de esta última fecha, en 1603 fue nombrado capellán de la colegiata de Olivares (Sevilla), iniciando a partir de entonces una floreciente carrera en tierras andaluzas, sólo interrumpida por los años que pasó en Madrid, desde 1616 a 1621, en los que trató sin éxito de convertirse en pintor real.Autor de grandes lienzos de altar, con factura suelta a la manera veneciana, gusta de plasmar en ellos detalles anecdóticos y actitudes expresivas tomadas del natural, que anuncian la evolución posterior de la pintura sevillana. Concebidos en dos registros, uno terrenal y otro celestial, concede en ellos un especial protagonismo a los fondos luminosos, de cualidades algodonosas y envolventes, con los que se adelanta a los rompimientos de gloria del pleno barroco (Adoración del Nombre de Jesús, 1604-1605, y Circuncisión, 1606, ambos en la capilla de la Universidad de Sevilla; Visión de San Bernardo, 1611, Hospital de San Bernardo, Sevilla; Martirio de San Andrés, h. 1610-1615, Museo de Bellas Artes, Sevilla).Francisco de Herrera el Viejo (h. 1590 hacia 1657) es un pintor más joven, cuya actividad se prolonga hasta los años centrales del siglo. Formado, quizás, con Pacheco y en el conocimiento de Roelas, su lenguaje presenta ya el interés por el realismo expresivo propio de la nueva etapa, aunque prefiere un particular colorido, de gamas armonizadas, a los efectos tenebristas.Su fuerte personalidad se deja sentir en la energía de su técnica, fluida a la manera veneciana, y en la caracterización de sus modelos, que protagonizan sus no muy logradas composiciones (Apoteosis de San Hermenegildo, h. 1620, Museo de Bellas Artes, Sevilla; San Basilio dictando su doctrina, Museo del Louvre, París). Entre lo mejor de su producción se encuentran los lienzos que pintó para el colegio franciscano de San Buenaventura de Sevilla entre 1627 y 1629, dedicados a la vida del santo, encargo que fue terminado por Zurbarán. En ellos emplea un intenso naturalismo, quizás influido por las escenas de género realizadas por Velázquez en su etapa sevillana (San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco, Museo del Prado, Madrid).
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En las pinturas murales de las tumbas encontramos un amplio número de pasatiempos desarrollados por los antiguos egipcios. Entre los más apreciados por las clases elevadas estaba la caza, tanto en los pantanos como en el desierto. La pesca también sería un pasatiempo apreciado entre estas clases. Los deportes como la lucha, el lanzamiento de lanzas o la gimnasia eran muy populares, al igual que el baile y la danza al son del tambor, del arpa, del oboe, de la trompeta, del laúd o de la lira, como nos atestiguan diversas imágenes. El baile y la música solían acompañar las frecuentes fiestas de las clases acomodadas, en las que el vino se convertía en uno de los principales asistentes. En todas las clases sociales se jugaba al senet, todavía hoy practicado en Egipto, y a los "veinte cuadrados". La literatura también la podemos considerar un importante pasatiempo. Los que sabían leer utilizaban los rollos de papiro y los que no sabían escuchaban a los narradores.