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Este dilatado periodo de 6.000 años que acabamos de reconstruir resulta de vital importancia para la evolución de las sociedades americanas, por cuanto a lo largo de él se acelera una serie de experimentaciones que culminarán en la domesticación de las plantas y animales y en el desarrollo de la agricultura. En este sentido, podemos afirmar que existen dos focos nucleares de experimentación -Mesoamérica y el Área Andina- y un foco secundario, el amazónico-caribeño, todos los cuales, junto con otros de naturaleza más marginal, incorporan al registro universal de plantas cultivadas más de cien especies. En estos complicados procesos ocurridos en el continente americano, el énfasis preferente se orienta hacia la agricultura, ya que los animales domesticados son escasos. Varios milenios de experimentación, cuidado y selección de los productos vegetales documentan este lento proceso, definido por multitud de alternativas, caracterizado por la acumulación de conocimientos y acompañado por innovaciones técnicas adaptadas a él. El caleidoscopio ambiental resultante del cambio al Holoceno produjo una rica variedad cultural. En Mesoamérica, la experimentación se orientó con preferencia hacia el maíz, el frijol y la calabaza. En algunas de sus regiones mejor investigadas -Tamaulipas, Tehuacan, el Centro de México y el valle de Oaxaca-, se ha constatado que esta evolución no fue homogénea. El maíz (Zea mays), la planta más importante del Nuevo Continente, que procede de un antepasado silvestre y del teosinte (Zea mexicana), pudo ser utilizado en Guilá Naquitz (Oaxaca) desde el 7.500 a.C., pero no se usa en Tehuacan hasta el 5.000 a.C., y en Tamaulipas hasta el 3.000 a.C. Las distintas variedades de calabaza (Cucurbita pepo, mixta y moschata) aparecen también con una temporalidad diferente. La primera se conoce en Oaxaca hacia el 8.000 a.C. y llega a Tamaulipas hacia el 7.000 a.C. y a Tehuacan en el 4.000 a.C. Lo mismo podríamos alegar con respecto a las otras dos variedades. En cuanto al frijol (Phaseolus coccineus), se ha aislado entre el 8.700 y el 6.700 a.C. para Oaxaca, pero no llega hasta el 5.000-2.500 a.C. a Tamaulipas y para los inicios de nuestra era a Tehuacan. Junto a estos tres alimentos básicos se utilizó pimiento (Capsicum annum), aguacate (Persea americana), amaranto (Amarantos spp.), mezquite, nopal, maguey, frutos de árboles, bellotas, nueces y un largo etcétera. En el capítulo de animales domesticados, sólo podemos apuntar perro, pavo y pato. En el Area Andina se desarrollaron otras plantas autóctonas que resultaron de la misma importancia para la evolución cultural de las sociedades complejas. En especial la papa o patata (Solanum tuberosum), que se cultivó en zonas de la sierra peruana hacia el 3.500 a.C., mientras que otras regiones no la adquirieron hasta el 1.000 a.C., e incluso no llegó a Bolivia hasta el 400 a. C.. La quinoa (Chenopodium quinoa) aparece en Ayacucho (Perú) hacia el 4.500 a.C. y no se explota en Argentina hasta inicios de nuestra era. Y lo mismo sucede con la cañihua (Chenopodium pallidicaule) y la calabaza (Cucurbita ficifolia y moschata). En los Andes orientales y su confluencia con la Amazonía se experimentó con batata (Ipomoea batatas) y cacahuete (Arachis hipogaea). La domesticación de animales tuvo más importancia en el Area Andina que en Mesoamérica, llegando a desarrollarse una verdadera ganadería en torno a la llama (Lama glama) tal vez desde los inicios del 3.000 a.C. También de gran valor económico fue la domesticación de un roedor, el cuy (Cavia porcelus). El último foco importante de domesticación fue la cuenca Orinoco-amazónica, donde además de batata y cacahuete, se experimentó con la mandioca (Manihot esculenta y utilissima), en sus dos variedades ?amarga y dulce? en las sabanas de Venezuela y Colombia desde el 2.500 a.C., las cuales resultaron ser de enorme importancia económica para los grupos del bosque tropical.
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La finalidad estratégica de los japoneses era conquistar suficiente terreno para controlar los accesos del Pacífico, de modo que su posición fuera tan fuerte que impidiera cualquier ataque americano. Por ello debían apoderarse de suficientes territorios productivos, para asegurar los recursos necesarios para la guerra, y de las islas del Pacífico más avanzadas que podían ser futuras bases norteamericanas. En cualquier dirección, un ataque americano debía asegurar unas 20.000 millas náuticas de comunicaciones. La dominación japonesa se apoyó militarmente en el principio de una invasión poderosa, capaz de controlar el Pacífico. En los archipiélagos de las Marianas, Carolinas y Marshall se estableció una red de bases aéreas de modo que, si una isla era atacada, los aviones de las restantes acudirían en su defensa y obtendrían la superioridad sobre el enemigo. En el conjunto, la Marina de guerra sería una reserva móvil que se presentaría en los lugares de peligro. El imperialismo japonés necesitó inventarse también una cobertura política justificativa. Sin demasiada convicción exportó la idea de una "esfera de coprosperidad asiática o Gran Asia Japonesa", basada en la cooperación de los pueblos liberados del colonialismo, con sus protectores japoneses, que les habían demostrado que un pueblo de color era superior a la raza blanca y guiaría a los demás por el camino de su liberación. Así se creó un Consejo de la Gran Asia y un ministerio encargado de gestionar los territorios anexionados. Pero las necesidades de la guerra frustraban cualquier posibilidad de entendimiento entre los japoneses y los pueblos sometidos a su tutela. Como ya había ocurrido en Manchuria, el Ejército fue el verdadero señor de los territorios ocupados, que quedaron siempre bajo su administración. Era imposible que una conquista hecha tan rápidamente fuera controlada por Tokio, sobre todo al tratarse de territorios tan dispersos y amenazados de convertirse en teatros de operaciones militares. Las rivalidades entre la Marina y el Ejército tampoco contribuían a la coordinación. Los administradores militares, acostumbrados a los métodos despóticos, los emplearon contra la población civil. La guerra exigía considerables recursos, y el sostenimiento de las tropas de ocupación corría a cargo directo de los territorios ocupados, con lo que la explotación colonial no desapareció, sino que se hizo más rapaz y violenta. Los japoneses, recién llegados y angustiados por la guerra, sólo pudieron ocupar el antiguo puesto de los amos blancos, sin que sus técnicos pudieran iniciar la mínima transformación de los territorios o su sistema económico. A menudo, las autoridades militares de ocupación, llevadas de su concepto simplista del mundo, pretendieron convertir en una prolongación de Japón la zona que les correspondía administrar. Impusieron la ley, la lengua, las costumbres japonesas, la religión y hasta la rígida etiqueta. Prácticas que eran normales en Japón, fueron vistas por la población autóctona como humillaciones impuestas por los nuevos dueños. Las élites locales se sintieron, a menudo, vejadas por los japoneses, que no podían prescindir de un aire de superioridad. Este comportamiento enfrentó a los japoneses con los nacionalistas locales, sobre todo en Filipinas y Birmania, que tenían muy desarrollado el sentimiento nacional. La oposición china fue durísima y tuvo el efecto multiplicador de las numerosas colonias esparcidas por toda la zona de ocupación, en especial Indochina e Indonesia, donde los chinos eran una oligarquía importante. De todos modos, el odio común hacia los colonialistas blancos aseguró, en algún caso, ciertas colaboraciones, pagadas por los japoneses, al retirarse de los territorios, con entrega de armas y poderes a los indígenas, para imposibilitar el regreso de los blancos.
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A la muerte del rey Jean Sobieski (1674-1696), se inaugura un período de anarquía y confusión. Dado el carácter electivo de la Monarquía -desde 1572 al desaparecer la dinastía Jaguellón- se puso en marcha el dispositivo sucesorio y aparecen numerosos candidatos hasta quedar perfilados claramente tres: Jacobo Sobieski, hijo del anterior monarca, todavía un niño, que contaba con pocos apoyos aunque tenia la simpatía de Austria; el príncipe francés Luis de Conti, apoyado por la nobleza polaca y el beneplácito de Francia; por último, el elector de Sajonia, Federico Augusto, quien tuvo que abjurar del protestantismo y abrazar la religión católica, candidato oficial de Rusia, que se oponía vigorosamente a la presencia francesa en el trono polaco y que incluso amenazaba con una invasión para imponer su decisión, en la que era apoyado por Brandeburgo. La Dieta polaca emitió su parecer eligiendo a Conti pero un ejército sajón invadió el país para impedir su coronación y poco después, en septiembre de 1697, era coronado el propio Augusto como rey de Polonia en la catedral de Cracovia. Augusto II (1697-1733) siempre había estado interesado en la unión sajona-polaca que podía reportar importantes beneficios a ambas partes, dada la complementariedad de sus economías, la una industrial y la otra agrícola; por ello y con vistas al desarrollo económico conjunto se reconstruyen algunos puertos, se sientan las bases de una flota poderosa e incluso se crea una compañía comercial para el Báltico. Augusto era consciente de los recelos existentes entre los polacos a su dominación, al temer una expansión del protestantismo en una sociedad fuertemente católica, y al sospechar un gobierno absolutista, como el que había ejercido en su electorado. Efectivamente, Augusto quería acabar con la debilidad endémica de la Monarquía, reforzando su propia autoridad en detrimento de la Dieta nacional y de las Dietas provinciales, pero la tutela extranjera de la que pendía su elección y el desarrollo de la guerra del Norte impidieron sus objetivos. Con el apoyo que le brindaba Rusia, Augusto se lanzó a la lucha contra Turquía, y aunque no fue una expedición muy afortunada, se obtuvo el triunfo en el Tratado de Carlowitz (1699) cuando se recuperó la mayor parte de Ucrania y Podolia, con la plaza fuerte de Kamienec. Tras ese episodio los polacos, que todavía vivían las consecuencias del interregno anterior, con permanentes problemas en el aparato administrativo, con una penuria monetaria alarmante, con devastaciones de los campos y ruina por doquier, y, además, amenazados por el expansionismo de sus vecinos, buscaron la paz, pero Rusia presionó a su protegido en contra de Suecia, por lo que rápidamente Polonia se verá inmersa en la Gran Guerra. Además de la inducción rusa hay que considerar la participación de Augusto en dicho conflicto debido a su condición de elector de Sajonia, que le lleva a formalizar poco después una alianza con Dinamarca y Rusia para apoderarse de territorios suecos pero que tuvo como resultado su expulsión del trono; el destronamiento de Augusto, realizado por los suecos, divide a la sociedad polaca: la mayoría de los nobles permanecen leales al sajón y para apoyarle crean la Confederación de Sandomir, recabando el apoyo de Rusia a la que autoriza a intervenir en los asuntos internos polacos. Frente a esos, los suecos y sus aliados nacionales crean la Confederación de Sroda y se articulan alrededor de un polaco patriota, Estanislao Lecszynski, al que proclaman rey en julio de 1704. Esta situación genera un auténtico caos ya que el país se encuentra dividido entre dos reyes, dos monarquías y dos protecciones extranjeras con sus respectivos ejércitos, desarrollándose una verdadera guerra civil. Tras la derrota sueca de Poltava (1709) ante los rusos, Estanislao ha de retirarse hacia la Pomerania sueca y Augusto vuelve al país, siendo coronado de nuevo en julio de 1710 con el apoyo de la mayor parte de la Dieta. A su vuelta desarrolla una política represiva haciendo que su ejército sajón ocupe los puntos neurálgicos del país. Confiando poco en sus súbditos, intentó crear un ejército permanente, a lo que se opuso la Dieta, teniendo que contentarse únicamente con la guardia real y una guarnición de 7.000 hombres en el ducado de Lituania, que padecía una anarquía crónica; al mismo tiempo, favorece la entrada de numerosos alemanes entre los que se reparten importantes prebendas políticas y obtienen ventajas para realizar sus actividades económicas. Esa germanización no fue bien recibida y provoca un auge del nacionalismo. Un grupo de patriotas, liderado por E. Ledochowski, crea la Confederación de Tarnogrovd, que exigiría al rey el respeto a la independencia nacional, la limitación del protestantismo y la evacuación de las tropas sajonas y rusas que aún permanecían en el territorio nacional, así como la polonización de los cuadros militares. El rey entonces decide dedicarse por entero a la reconstrucción nacional, superando las negativas consecuencias de la guerra, agudizadas por las malas cosechas (padecidas por Lituania en 1709-1710 y por la Pequeña Polonia en 1714-1715), la difusión de una epidemia de peste (1706-1713) y el elevado índice de mortalidad. Por ello, cuando Rusia entra en guerra contra Turquía en 1711 Augusto decidió mantenerse neutral, y a partir de ahora inicia una lenta emancipación de la tutela rusa. Comienzan a darse tímidos cambios que ampliarían la autoridad real y reducirían el Liberum veto de los parlamentarios. Sin embargo, la oposición interior es grande, y la rusa también, y sólo se consigue dictar una Constitución en 1717 en la que los objetivos reales son rechazados y destaca el papel rector de la Dieta, consolidándose así la república nobiliaria de Polonia. Los años posteriores, marcados por la paz, permitieron una gran prosperidad material y una cierta estabilidad política. Se adoptaron medidas mercantilistas, se protegió la minería, se procedió a la reforma monetaria y se impusieron aranceles proteccionistas (prohibición de exportar lana) que redundaron en el desarrollo económico y en el enriquecimiento rápido de los magnates. La Constitución de 1717 conformó la vida política polaca hasta los años noventa y en ella se afirma la primacía de la Dieta al disponer de veto para aprobar o rechazar las decisiones reales; al mismo tiempo se recortan los poderes de los atamanes y se limitan los efectivos militares. Hacia los años treinta el rey, preocupado por la sucesión, intenta un acercamiento a Francia, con la que acaba pactando la renuncia al trono polaco a favor de un protegido francés a cambio de apoyo para su candidatura al trono austriaco. Cuando estos planes se supieron, Austria, Rusia y Prusia, todas interesadas en la debilidad polaca y el alejamiento francés, deciden firmar el Pacto de Berlín (1732) para evitar esa salida y buscar un rey a la medida de sus propios intereses. En 1733, poco antes de su muerte, el propio Augusto se aleja de Francia y se acerca a los rusos, sajones y prusianos, hablándose, por vez primera, de un eventual reparto del territorio nacional. Su muerte, acaecida en febrero de ese año, plantea la cuestión, que acabará convirtiéndose en un conflicto internacional. Ahora asume el poder el cardenal primado Potocki, quien disolvió la Dieta, dispersó a la guardia real y evacuó las tropas sajonas, siendo apoyado en esta acción por ilustres familias polacas como los Czartoryski y los Poniatowski. El cardenal pensó, para eliminar la tutela rusa, en un arbitraje francés, avalado ahora por el matrimonio de Luis XV con María Leczynski. Cuando en mayo de 1733 la Dieta abrió sus sesiones, las preferencias eran claramente a favor de un polaco católico y hostiles a cualquier extranjero. Ante ello, Rusia actúa rápidamente y envía un ultimátum para impedir la elección de Leczynski. No obstante, la Dieta, por abrumadora mayoría, elige a Estanislao en septiembre de ese año. Así comienza una guerra civil, internacionalizada desde el primer momento: Augusto III de Sajonia había pactado con Austria la confirmación de la Pragmática Sanción a favor de María Teresa a cambio del apoyo en su nominación al trono polaco, y envía un ejército a Polonia. Los rusos también despliegan sus tropas por esa nación y Estanislao se ve obligado a huir y refugiarse en Danzig. Los descontentos polacos forman la Confederación General, formada por quince senadores y gran parte de la Cámara baja, y proclaman rey a Augusto. Estanislao buscó desesperadamente la ayuda francesa ante el cerco que han impuesto los rusos sobre su ciudad. En mayo de 1734 una flota francesa aparece en el Báltico y en los choques franco-rusos el triunfo de éstos es absoluto. En enero de 1736 Estanislao tuvo que abdicar y en junio, la nueva Dieta, reunida en Varsovia, confirma la elección de Augusto III. Augusto III (1733-1763) representa la antítesis del político que había querido ser su padre. No le gustaba Polonia ni hablaba polaco y manifestó durante todo su reinado una enorme indolencia hacia los asuntos del Gobierno. Por ello dejó el poder a sus favoritos, algunos sajones, como el conde Bruhl, y otros polacos, como Miguel y Augusto Czartoryski, que se convierten en los auténticos gobernantes. Es típico el enfrentamiento entre dos tradicionales familias, los Potocki, conservadores y partidarios de Suecia, Prusia y Turquía, con los Czartoryski, de origen livonio, lejanamente emparentados con los Jaguellón, y que destacaron en su provincia como grandes mecenas de las artes y las letras, atrayendo a numerosos intelectuales e ilustrados, volcados en la expansión de las Luces y el progreso. Como políticos se manifestaron claramente reformadores intentando adoptar los principios de la Ilustración y haciendo de la enseñanza el objetivo prioritario de las reformas. El enfrentamiento entre partidarios del cambio y los opositores al mismo se salda a favor de los segundos y el rey retira su apoyo a la familia Czartoryski, que conspiraría desde entonces para intentar recuperar la influencia perdida. En los años cincuenta crean el llamado Partido de la Familia para escalar altos puestos en la Administración del Estado, apoyados por Rusia. Puede decirse que este reinado profundiza la decadencia: demográfica, ya que sólo tiene un ligero crecimiento Varsovia, gracias a la inmigración extranjera, y Danzig, que llegó a tener unos 50.000 habitantes; económica, en parte por los mínimos cambios introducidos en el sistema productivo, y ello a pesar de realizarse una intensa política de atracción de técnicos extranjeros que desarrollaran las manufacturas en el país, y en parte por la precaria situación de la hacienda y la imposible reforma monetaria, proyectada en la Dieta de 1761. Aun así puede detectarse la creación de establecimientos industriales en los dominios señoriales a partir de los años cuarenta y un cierto desarrollo metalúrgico; cultural, por la esclerotización de las instituciones docentes, aunque en 1740 los jesuitas crean el Colegio de Nobles para favorecer la instrucción de ese grupo social y poco después se reforma la universidad de Cracovia, sobre todo en los estudios de Derecho. En el plano exterior se impuso la neutralidad; de hecho, Polonia no participaría en ninguna de las guerras del período aunque en la de los Siete Años sí lo hizo el rey como elector de Sajonia, y esto trajo como consecuencia la permanente violación del territorio nacional por los ejércitos ruso, prusiano y austriaco. Ya en la primavera de 1757 los rusos se instalaron en Lituania y los prusianos en la Gran Polonia. A la muerte del rey, en octubre de 1763, la presencia rusa se había hecho incuestionable.
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La descripción de Suetonio y los restos de lo que en el Renacimiento se llamaban las Grutas de Esquilino (de donde el nombre de los grutescos que allí se reinventaron) permiten hacerse idea de lo que aquello fue: "Para dar a conocer su extensión y su esplendor baste decir lo siguiente: en su vestíbulo se pudo alzar un coloso de ciento veinte pies de altura con la efigie del propio Nerón; el tamaño del edificio era tal, que tenía pórticos de tres hileras de columnas y de mil pasos de longitud; un estanque que parecía un atar, rodeado de casas como una ciudad; y por si fuera poco, un parque en que se veían cultivos, viñedos, pastos y arboledas varias, con multitud de ganados y animales salvajes de todo género. En el resto del edificio todo estaba revestido de dorados y realzado con piedras preciosas y madreperlas. La techumbre de los cenadores estaba compuesta de tablillas móviles de marfil para que desde arriba se pudiese derramar sobre los convidados flores y perfumes. El salón principal era redondo y giraba sin cesar sobre sí mismo, día y noche, como el mundo...". La obra de Nerón fue, más que una extravagancia, un desatino: dar a una casa de campo, a una villa romana, las dimensiones gigantescas de un palacio real helenístico. "Roma se convierte en una casa -decía la musa popular-. Emigrad a Veyes, romanos, si es que esta casa no ocupa Veyes también". Y por si lo primero fuera poco, tener la audacia y el cinismo de instalarla en el casco urbano de la capital del mundo. Dos arquitectos de fama, Severo y Céler, dirigieron los trabajos. Lo que de ellos queda es un pabellón de 300 metros de largo por 190 de fondo, al que se superponen los restos de las Termas de Trajano, construidas sobre el relleno de la Domus. La fachada recuerda a las de algunas villas representadas en pinturas pompeyanas, con su centro retranqueado. La concavidad tiene aquí forma poligonal, lo que redunda en anomalías y dificultades en la distribución de los ambientes de las alas: habitaciones triangulares, muros oblicuos, estancias de planta irregular, espacios oscuros o perdidos. La distribución del ala izquierda, aligerada por un gran patio y menos pretenciosa que la otra, ofrece menos anomalías; pero la de la derecha fue revolucionaria, y sus consecuencias se hicieron patentes en la arquitectura flavia, en sus concepciones espaciales. Es característica la gran sala octogonal cubierta de una bóveda ochavada, es decir, de una cúpula octogonal en su arranque y de casquete esférico en la culminación, donde se abre un óculo precursor del de la cúpula del Pantheon. A su alrededor la planta parece el trasunto de una roseta de caleidoscopio, cinco salas se abren al octógono como los pétalos de una flor. A pesar del gran foco de luz que priva a la sala octogonal de su carácter de espacio interior, la intención del arquitecto fue la creación de volúmenes espaciales, de tal manera que los elementos sólidos son mero cascarón de los espacios que contienen. Por sí mismos, nada significan. Pero Nerón no estaba solo. La villa campestre permitía al romano gozar de la naturaleza como a él más le gustaba, no la naturaleza salvaje e incontrolada, sino la naturaleza domesticada, dirigida y administrada por el hombre. La palabra centuriación responde a este concepto en su acepción popular: la distribución a colonos de una gran extensión de tierra según los puntos cardinales y demás requisitos de la agrimensura -disciplina romana, si las hubo-, dividida en parcelas rectangulares idénticas y concedida a cada uno de los habitantes de una nueva ciudad. La ciudad, la colonia, se amolda a un patrón similar, castrense: el campamento legionario, con su cardo y su decumano como ejes de coordenadas, y las demás calles tiradas a cordel formando un casillero de manzanas de casas. Educado en tales pautas, el ojo romano no puede concebir el paisaje sin unos límites, sin unos marcos, sin unos ejes que lo guíen y conduzcan. No sólo villas de campo, sino casas urbanas como las de los últimos días de Pompeya, no escatiman terreno para dar amplitud a sus pórticos, a sus jardines y peristilos. Las acequias de los euripos, las pérgolas que los flanquean, las fuentecillas y los quioscos o edículas que animan los jardines, están trazadas a regla y a compás para deleite de quien pasa del interior de la casa al triclinio descubierto del hortus, y desde sus lecti contempla la fresca y amena vista del jardín en perspectiva; casas como la de Loreyo Tiburtino y Julia Félix, tan inolvidables la una como la otra. Si ya en época de Augusto era prácticamente normal el transporte de Egipto a Roma de los enormes monolitos de los obeliscos, y de bloques de los mármoles y jaspes más llamativos que tenía el mundo, ese comercio de piedras ornamentales se generaliza a partir de ahora: el mármol dorado o giallo antico, de canteras ignotas, de Numidia, probablemente exhaustas ya en la Antigüedad; el pavonazzetto, de moradas vetas; el verdoso cipollino; el sanguinolento rosso antico, nunca más vuelto a encontrar; el bícromo -rojo y blanco sobre fondo negro- africano; el moteado de tonos cálidos del portasanta; el granito rosa de Assuán, el de los obeliscos; el granito gris del desierto líbico; el pórfido; la serpentina... de todos ellos se hacen columnas monolíticas que llegan a su destino desde los puntos más distantes del imperio e incluso de fuera del mismo. Hacía falta una organización digna de éste para que toda clase de piedras, cualesquiera que fuesen su peso y su tamaño, llegaran a la capital sin experimentar contratiempos. Y además de la organización, hacían falta los agentes especializados. Estos los tenía Roma en los peones y en los ingenieros de su ejército y de su flota, capaces de construir túneles y puentes, carreteras y cisternas en las estaciones del desierto, de transportar columnas de toneladas de peso a través de terrenos impracticables. La arquitectura polícroma romana, tal como puede verse en el interior del Pantheon y en su pórtico, con sus columnas de fuste monolítico, que la dureza del granito egipcio impedía dotar de estrías, pero no combinar con capiteles y basas de mármol blanco perfectamente tallados y moldurados, es el mejor exponente del espíritu, tan distinto del griego, que anima a la arquitectura romana.
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Si la Domus Aurea tuvo una existencia efímera, los palacios de Domiciano en el Palatino, la Domus Flavia y la Domus Augustana, duraron tanto como Roma. Ellos fueron para el mundo la mansión de los césares y de ellos subsiste hoy un extenso y pintoresco conjunto de ruinas. El arquitecto fue Rabirio, otro romano a juzgar por su nombre, como lo habían sido Severo y Céler, y evidentemente formado en la escuela de éstos. Su talento, sin embargo, le permitió no ser un mero continuador, sino un innovador. Gracias a él, Domiciano pasa por ser un genial patrón de las artes y en particular de la arquitectura romana. Cualesquiera que pudieran ser sus precedentes, la Domus Flavia fue el primer palacio digno de un emperador. La Domus Augustana es tan distinta, que algunos se resisten a atribuírsela a Rabirio. Si el terreno en declive le indujo a distribuirla en dos plantas, su función de residencia privada del emperador aconsejaba darle como centro un gran patio, con su peristilo, y agrupar en derredor las estancias de la vivienda. La Domus Flavia reunió en el palacio imperial las funciones de gobierno y de representación -incluidas las sesiones del dócil senado de la época-, que antaño se repartían por otras sedes de la ciudad. El centro del edificio lo ocupaba un inmenso peristilo de columnas de portasanta, que rodeaban una fuente central en forma de laberinto octogonal, muy restaurado hoy día. Al nordeste se hallaban los dos salones principales. El primero de ellos era el aula regia, es decir, el salón del trono, instalado sobre un alto estrado en el ábside de la cabecera. Los robustos resaltes de las otras paredes formaban ocho nichos, tres a cada lado y dos a los pies, flanqueados por dieciséis columnas acanaladas de pavonazzetto. En cada nicho se alzaba una estatua colosal de basalto, de un dios o de un héroe. Las dos que se conservan en buen estado, el Baco y el Hércules de Parma (Palazzo de la Pilotta), miden de altura alrededor de tres metros y medio. El salón contiguo, conocido como basílica y en realidad el auditorium del senado y del consejo privado o consistorium del emperador, estaba dividido en tres naves por columnas corintias de giallo antico y provisto de un ábside al fondo, deslindado por una balaustrada. Las columnas de las naves laterales están bastante próximas a la pared. Tal vez de su entablamento partiese la bóveda de medio cañón que obligó a erigir contrafuertes que segmentaron el pórtico que orlaba uno de sus flancos. La famosa coenatio lovis de la "Historia Augusta" (Pertinax 11, 6) acaso sea el triclinio del centro del ala opuesta de la domus. Su exedra conserva el suntuoso pavimento de opus sectile que antaño cubría todo el suelo de este espléndido comedor. Sus ventanas permitían gozar de la vista de dos fuentes, de tazas ovaladas, que manaban en estancias contiguas. Los ábsides y los resaltes y nichos con que Rabirio articuló los muros, imprimieron a éstos un movimiento nuevo y un juego de luz y sombra que enriqueció a la arquitectura con sus efectos ópticos.
obra
Tras su llegada a Londres procedente de Italia Stubbs recibió un importante encargo realizado por el duque de Richmond para decorar su residencia de Goodwood House en Sussex. Se trataba de tres grandes telas en las que debía representar a familiares del aristócrata realizando las funciones habituales de la nobleza: la caza, el tiro y la observación de los ejercicios de los caballos de carreras, escena ésta que aquí podemos contemplar. Las protagonistas son la duquesa de Richmond y la cuñada del duque, Lady Louisa Lennox, y el escenario es Goodwood Park, contemplándose al fondo Chichester y la isla de Wight. Las damas aparecen en el centro de la composición, acompañadas del comisario que señala a los tres jinetes y sus respectivos caballos que observamos en la zona izquierda, en perfecta formación y alejándose en profundidad. En la derecha un establo y un nuevo caballo atendido por mozos completa el conjunto. La composición se organiza en diagonal, aportándonos dos puntos focales -los caballos de carreras y el establo- para situar el punto de fuga en la lejanía de las montañas, recortadas ante el vasto cielo azulado que ocupa la mitad del lienzo, tal y como hacían los paisajistas holandeses del Barroco. Quizá lo más llamativo sea la capacidad descriptiva de Stubbs a la hora de representar los caballos, interesándose por todos y cada uno de sus detalles, lo que le convierte en el mejor pintor de caballos de la Inglaterra georgiana.
obra
También conocida como "La reina de Túnez", esta obra fue durante el siglo XVII atribuida a Leonardo. Se trata en realidad de una impresionante interpretación flamenca del tema de lo monstruoso y lo grotesco muy en la línea de las pinturas de El Bosco realizada por Metsys hacia 1513.
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En el periodo comprendido entre 1905 y 1949 se desarrollan las mayores rupturas de la tradición artística. Es la época de las vanguardias históricas, un periodo en que la creación se abre a nuevos horizontes de una complejidad desconocida. El Salón de Otoño de 1905 dio origen al Fauvismo, un estilo caracterizado por la violencia del color, adquiriendo el cuadro una total autonomía respecto a la realidad exterior. Matisse y Vlaminck serán los creadores más importantes de este movimiento. El expresionismo tendrá su origen en Alemania y está caracterizado por la primacía de lo subjetivo, representando los sentimientos y las pasiones extremas, aludiendo a la angustia, la soledad, la alegría o el amor. Die Brucke, con Kirchner a la cabeza, y Der blaue Reiter serán los grupos más importantes. El cubismo es considerado como una corriente formal desarrollada por Picasso y Braque entre 1907 y 1914. Tomando como punto de partida a Cézanne, redujeron la realidad a formas geométricas elementales empleando tonalidades marrones, grises, pardas y verdes. El collage será una de las principales aportaciones de este movimiento. El salto hacia la abstracción se produjo en algunas vanguardias entre 1910 y 1917, debido a la pretensión de conceder más autonomía a la obra respecto al asunto representado. Una primera variante pude calificarse de lírica, siendo su principal representante Kandinsky, quien emplea manchas de colores. La abstracción geométrica evoluciona desde el cubismo, utilizando figuras geométricas con líneas y planos ortogonales pintados con colores puros. Mondrian y Malevitch son los dos genios de este movimiento. El futurismo surgió en 1909 con el manifiesto del poeta Marinetti. Al considerar agotadas las nociones impuestas por el academicismo, se interesaron por el movimiento y la belleza de las máquinas. La frase"Un automóvil de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia" resume claramente la filosofía del grupo. La ruptura más brusca se produjo con el dadaísmo, movimiento que surge en Zurich en 1917. Los dadístas se interesaron por emplear el azar como medio creativo, provocar el escándalo del público utilizando la ironía y emplear materiales de desecho. Será el punto de partida del último "ismo", el surrealismo, movimiento que busca la libertad personal y colectiva, borrando las fronteras entre lo racional y lo irracional, interesándose por Freud y el mundo de los sueños, creando en numerosas ocasiones de automática e irreflexiva.
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En la actividad económica del último cuarto de siglo cabe distinguir cuatro etapas: una primera de expansión, entre 1875 y mediados de la década siguiente -en contraste con la gran depresión que había comenzado en Europa en 1873 y se prolongaría hasta 1896-; la bonanza en la economía española estaba en función de la recuperación de fuerzas tras la terminación de la guerra carlista, de la estabilidad política, y -en términos estrictamente económicos- de la fuerte demanda exterior de vinos y minerales. La segunda etapa, marcada por la crisis agrícola y pecuaria, abarca la segunda mitad de los años ochenta y los primeros noventa; suponía la versión española de un fenómeno europeo occidental: la pérdida de competitividad de sus productos agrícolas en comparación con los de países nuevos como Rusia o Argentina, a los que la revolución de los transportes había integrado en el comercio mundial. La tercera etapa, entre 1891 y la crisis de fin de siglo, supone una cierta recuperación, al amparo del Arancel de aquel año y de medidas proteccionistas en las colonias. Por último, la guerra de Cuba y la derrota frente a los Estados Unidos crean una coyuntura específica, también en lo económico.