Las vicisitudes del reino, su desarrollo económico y la preponderancia de la nobleza se reflejan claramente en la marcha de las finanzas reales, según ha demostrado Miguel Ángel Ladero al que seguimos en este breve resumen. La decadencia de las ciudades, la pérdida de su importancia política, de su autonomía, a lo largo del siglo XIV y el afianzamiento del poder monárquico se observan en el estancamiento o pérdida de importancia económica de los antiguos impuestos de carácter local debidos al señor feudal o al rey en los lugares de realengo: yantares, fonsaderas, moneda forera... y en la aparición de otros nuevos de carácter general, es decir, cobrables en todo el reino: alcabalas, diezmos de aduana, servicio y montazgo de los ganados, tercias reales... cuya forma de recaudación se modifica igualmente a pesar de las continuas protestas de los concejos; éstos insisten en que el cobro sea realizado por las autoridades o por delegados del municipio, y el monarca, cuyas necesidades superan el ámbito local, prefiere arrendarlos, aunque esto aumente las cantidades que deben pagar los súbditos, porque necesita puntualidad en el cobro y saber en cada momento de qué ingresos dispone. El nuevo sistema fiscal se organiza entre 1338 y 1406, y la monarquía no es el único beneficiado: la nobleza, colaboradora política del monarca, recibe en pago de sus servicios exenciones y participación en los impuestos, lo que se traduce en una disminución de los ingresos ordinarios de la Corona, compensada con un aumento de los impuestos extraordinarios fácilmente concedidos por unas Cortes cada vez mejor controladas. La debilidad de la monarquía en el siglo XV, debida en parte a la cesión de sus ingresos a los nobles, permite la usurpación por la nobleza de las rentas al tiempo que aumentan las mercedes y concesiones a la aristocracia. No es casual que el período 1463-1474, caracterizado por la anarquía política y el predominio de la nobleza sobre el rey, sea también el período de menores ingresos de la monarquía. Los Reyes Católicos heredan esta doble situación y se verán obligados a llevar simultáneamente una doble política: sometimiento de la nobleza y saneamiento de la Hacienda para llevar a cabo su política exterior y también para hacer posible que los nobles perciban de hecho las rentas que les han sido asignadas. La contradicción entre estas dos posturas será resuelta mediante la ayuda forzada de las ciudades y de las Cortes, que pierden las escasas atribuciones que habían conservado o recuperado en los momentos de debilidad monárquica. Los impuestos extraordinarios concedidos en Cortes aumentan hasta 1476 y si desaparecen a partir de esta fecha es sólo para ser mejor cobrados por medios indirectos sin consultar a las Cortes, es decir, sin necesidad de reunir a las ciudades que, por separado, son mucho más fácilmente manejables. La Hermandad servirá para recaudar el dinero que necesiten los reyes; los servicios serán sustituidos por las contribuciones de cada ciudad para el sostenimiento de la Hermandad y ésta se halla no al servicio de las ciudades, que apenas intervienen en su dirección, sino de los reyes. La organización de la Hacienda sufre profundas modificaciones impuestas por el paso de un régimen personal de origen feudal a un régimen estatal moderno. Incluso de los cambios de denominación de los oficiales pueden extraerse algunas conclusiones: el almojarife, cargo de origen islámico y vinculado tradicionalmente a los judíos, es sustituido por el tesorero a partir del siglo XIV, desde el momento en que adquiere importancia la política antijudía; el mayordomo mayor o jefe económico de la casa del monarca se convierte en un cargo honorífico reservado a los nobles y suficientemente remunerado pero vacío de contenido por cuanto sus funciones son realizadas por organismos complejos como la Contaduría Mayor, que controla ingresos y gastos, rentas y derechos y se halla dividida en oficios u oficinas de rentas, de relaciones (cancillería de Hacienda) y de extraordinarios, para los ingresos, y en oficinas de sueldo, tierras y tenencias para los gastos de carácter militar, de quitaciones para los de tipo civil, y de mercedes, para los gastos. Los tesoreros son oficialmente los encargados de recibir el dinero, pero en la práctica la mayor parte de los ingresos se arrienda a particulares que los hacen cobrar por recaudadores directamente dependientes de ellos o que a su vez los subarriendan; en otras ocasiones se procede al encabezamiento, es decir, a la distribución por cabezas o vecinos dentro de cada concejo. La fiscalización de los ingresos la realiza la Contaduría Mayor de Cuentas. Los ingresos ordinarios son generalmente de tipo indirecto y entre ellos predominan los comerciales: alcabalas, sobre el comercio interior, y derechos de aduana que reciben nombres diversos en cada una de las fronteras (diezmos y aduanas en la frontera con Navarra y con Aragón-Valencia; diezmo y medio diezmo en Granada; diezmos de la mar en el Cantábrico y en Galicia; almojarifazgos en Andalucía...) Tras los impuestos comerciales siguen en importancia los ganaderos: servicio y montazgo, que incluyen la entrega de un número determinado de cabezas de ganado o su equivalente en dinero por cada millar, y el pago de los derechos de pasto en tierras de realengo; las regalías o derechos reservados en exclusiva al rey incluyen la explotación de minas y salinas, el derecho de acuñación de moneda, el quinto del botín, participación en los tesoros ocultos, derechos de cancillería y de justicia... Por último, figuran entre los ingresos ordinarios los procedentes de tributos feudales como yantares, posadas, fonsaderas, martiniegas e infurciones. De gran valor son las tercias reales equivalentes a los dos novenos del valor de los diezmos eclesiásticos concedidos por la Iglesia con carácter temporal (generalmente para ayuda en la guerra contra los musulmanes) y convertidos de hecho en un ingreso normal de la Corona. Los ingresos extraordinarios proceden de concesiones eclesiásticas como el subsidio de cruzada y la décima de sus ingresos que pagan los clérigos para atender a los gastos de la guerra granadina; otros ingresos eclesiásticos proceden de la renta de las sedes y cargos vacantes, que son administrados por el rey, del patronato sobre algunas iglesias, de las confiscaciones realizadas por la Inquisición a partir de 1480, de prestaciones personales o militares, supervivencia de la época feudal, del impuesto especial pagado por judíos y mudéjares, de préstamos a corto o largo plazo y, sobre todo, de los servicios votados en Cortes. Entre mediados del siglo XIV y los primeros años del XV los ingresos de la Corona se triplican, pero a partir de 1406, año de la muerte de Enrique III, los ingresos descienden a la par que el poder monárquico; experimentan un alza considerable en 1429 tras la derrota de los infantes de Aragón y el triunfo de Alvaro de Luna, descienden en los años siguientes para subir de nuevo tras la segunda derrota de los infantes en 1445 y a partir de este momento la caída de los ingresos se acentúa hasta el punto de que en 1474, al comenzar el reinado de los Reyes Católicos, la Corona recibía un cuarenta por ciento menos que en 1429; las cifras absolutas de 1429 no serán alcanzadas hasta 1494 después de que se hubieran incorporado a la Corona los bienes de las órdenes militares, tierras y derechos granadinos y bienes confiscados por la Inquisición. Este descenso de los ingresos se explica por el gran número de personas exentas del pago de algunos impuestos y, sobre todo, por las concesiones hechas a los nobles a lo largo del siglo, y por las usurpaciones realizadas por éstos durante las épocas de claro predominio nobiliario. De hecho, sabemos que las concesiones hechas o arrancadas por la nobleza y el aumento de las exenciones, generalizadas al convertir en hidalgos a quienes acudiesen a la guerra con determinadas armas o tuviesen cuantías previamente fijadas, llevaron a la bancarrota de la Hacienda con grave perjuicio para la Corona, para las Cortes y ciudades que tienen que aumentar el valor de los subsidios, y para los nobles, que no pueden convertir en realidad por falta de ingresos de la monarquía las concesiones de rentas y salarios. Ya en el siglo XIII el problema era visible para las Cortes, que ordenaron en diversas ocasiones hacer inventarios de los sueldos nobiliarios y de los ingresos y gastos de los reyes para equilibrarlos. A lo largo del XIV las Cortes y los propios monarcas intentaron reducir las mercedes, pero sólo en 1480 se llegará a un acuerdo por el que los nobles aceptan una disminución de sus sueldos y rentas teóricas a cambio de que la Corona pague real y efectivamente. Los gastos ordinarios incluyen el pago de las concesiones y mercedes a la nobleza, a la Iglesia o a particulares (ascendían al veintiséis por ciento del total en 1429 y al treinta y cinco en época de los Reyes Católicos), el pago de los salarios de los servidores personales del monarca, de los oficiales del reino, de la gente de armas, de las tierras (su valor en dinero) y acostamientos concedidos a los nobles a cambio de servicios militares, de los gastos de sostenimiento de fortalezas y castillos... Entre los gastos extraordinarios figuran los mantenimientos o ayudas otorgadas a los miembros de la familia real, a algunos nobles con carácter temporal, a los miembros del séquito del rey para que puedan vivir de acuerdo con su categoría social, la celebración de nacimientos, bodas y funerales, los gastos de guerras y embajadas...
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Los diversos gobiernos practicaron una política de fomento de la economía hispana. Para conseguir la felicidad material de los súbditos y resituar a España en el concierto internacional, era preciso aumentar las fuerzas productivas de la Monarquía. Política exterior e interior eran en realidad dos caras de la misma moneda. Una buena posición entre las potencias europeas salvaguardaba las colonias americanas facilitando la capacidad de comerciar y el desarrollo económico del país. Un país con mayores posibilidades de producir y comerciar podía generar mayores recursos para la hacienda pública susceptibles de ser invertidos en los barcos, los ejércitos y los diplomáticos que debían asegurar la presencia internacional. La economía se convirtió, pues, en una pieza básica del programa de reformas que bastantes políticos e intelectuales españoles abanderaron. Pero si los objetivos eran fáciles de trazar, los medios para conseguirlos resultaron complejos y difíciles de articular. Para defender las colonias americanas era menester construir una potente flota, para mantener los dominios italianos era preciso dotar adecuadamente al ejército. Ahora bien, con recursos escasos en una hacienda siempre deficitaria y con un sistema fiscal que ya no podía exigir más a los pecheros, los recursos destinados a las fuerzas armadas dejaban de invertirse en la creación o mejora de la infraestructura material y del fomento económico interior. La solución a esta disyuntiva no era fácil, dado que los cambios debían hacerse sin alterar esencialmente la estructura social ni el edificio político absolutista que sostenía a la Monarquía. En este dilema, las autoridades reformistas optaron casi siempre por la vía de lo cuantitativo y no de lo cualitativo, de buscar el crecimiento rápido de las variables económicas sin atender demasiado a las formas del desarrollo, por la solución técnica antes que por la política. Casi siempre lo más importante fue obtener rápidamente recursos suficientes para seguir manteniendo la maquinaria del Estado y para hacer frente a los dictados de la política exterior con América como telón de fondo. Y más que inversión real y efectiva de dinero contante y sonante para el fomento económico (el escaso numerario se dedicó a la política exterior, lo que no dejaba de ser una inversión indirecta en la economía), los gobiernos reformistas confiaron en la posibilidad de transformación gradual de la economía española a través de la promulgación de leyes (decretos, cédulas, órdenes). Leyes justas y precisas amparadas por el rey y ejecutadas prestamente por un cuerpo político y un cuerpo burocrático que debía perfeccionarse. Esta práctica legalista significaba que para los gobernantes del siglo lo correcto y pertinente era que la sociedad accionase sus recursos y que el Estado se limitase a regularlos bajo la sabia batuta de la razón aplicada. La realidad mostró con toda crudeza su mayor complejidad. La economía española no obedecía a esquemas mecanicistas que creían poder poner en funcionamiento unos mundos estamentales y corporativos que resultaban en la práctica cuasi inmutables. Con todo, no puede negarse que los diferentes equipos ministeriales pusieron una gran pasión en la tarea de incentivar la economía española para ponerla al día respecto a lo que estaba sucediendo en otros países europeos (Holanda, Inglaterra o Francia) y que algunos logros deben ser destacados, sobre todo por sus consecuencias de futuro.
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Para empezar a hablar de la economía hispana durante el período de los Austrias Mayores quizá sería bueno hacer algunas observaciones sobre la percepción social de las categorías económicas. El Cuento de las esmeraldas y los quinientos ducados que, al parecer, se hizo muy popular a mediados del siglo nos servirá de punto de partida. Procedente de Indias, un pasajero llegó a Sevilla con una espléndida esmeralda que hizo tasar a un platero, para valerse del precio o de su estimación, es decir, para venderla o para comprar con ella: El platero le dijo que valía quinientos ducados. El pasajero sacó otra mejor que la primera en toda perfección y dijo: qué valdrán ambas. El platero dijo: valen ambas quinientos ducados. Sacó el dueño otra igual a la perfección de ambas y dijo: qué valen todas. Volvió el platero a darles precio a todas, dijo: quinientos ducados. Sacó una caja el pasajero llena de esmeraldas, todas muy grandes de perfecto color y varias figuras, y dijo al platero: qué valdrán todas. El platero dijo que todas valdrán quinientos ducados. Parece difícil explicar mejor cuál es la forma en que oferta y demanda entran en relación a la hora de determinar el valor de una mercancía. Sin duda, la sociedad española del XVI percibió con enorme claridad la acción de las variables económicas tanto en su dimensión estructural como coyuntural. En primerísimo lugar, se observó ese incremento continuo de los precios -relativamente mayor en la primera mitad del siglo que en la segunda- que, más tarde, acabaríamos conociendo como la revolución de los precios. La explicación habitual (teoría cuantitativa) de este fenómeno, que fue general a toda Europa, pasaría por la llegada masiva de metales preciosos (oro y plata) procedentes de las Indias, aunque los precios ya habían iniciado su alza continental antes de que empezase el envío de remesas de metales a España y en un movimiento que parece haber tenido que ver con la expansión demográfica tardomedieval. En una economía monetarizada como ya era la europea en el XVI, la puesta en circulación de una gran cantidad de medios de pago como eran los metales, que permitía sostener una demanda creciente de más y mejores bienes para los que disponían de un nivel de renta o salario suficientes, no pudo ser seguida por un incremento similar en la oferta de lo que se producía, porque tanto el volumen de la producción como la productividad eran muy bajos. Por tanto, si había una demanda efectiva creciente y la oferta no aumentaba al mismo ritmo, el precio de los bienes se disparaba. Por otra parte, los metales también eran considerados una mercadería, en palabras de Martín de Azpilicueta, y estaban, por tanto, sujetos a la leyes generales que rigen la transacción: de la escasez de un bien resulta su encarecimiento, de su abundancia su abaratamiento. Con el dinero habría sucedido algo parecido a lo que le aconteció al pasajero del cuento con sus esmeraldas: con una sola y extraordinaria podía comprar por valor de 500 ducados, pero, cuando fue añadiendo otras más, el valor adquisitivo de cada pieza se fue reduciendo progresivamente, hasta no poder comprar con una caja llena de esmeraldas más que lo que hubiera podido adquirir con una sola. En suma, allí donde hubiera más dinero, éste valdría menos y los precios se elevarían y, viceversa, donde los precios eran menores habría un menor volumen de metales en circulación. De toda Europa, fue en España donde los efectos de esa fase de la revolución de los precios se habrían hecho notar antes y en mayor medida, dada la afluencia continua de remesas indianas, bien a Sevilla, bien a otros puntos a través del contrabando. Los viajeros extranjeros insistían en lo caro que les resultaba vivir en las ciudades españolas, donde tenían que comprarlo todo. Por ejemplo, en 1526, Johannes Dantiscus escribía a su lejana Polonia que había tenido que protegerse de los fríos granadinos con "pieles de oveja, que están más caras aquí de lo que se venden las de zorro entre nosotros". El mismo embajador apuntaba, en una carta de 1524, una idea generalmente compartida en el exterior: "la mayoría de nuestra gente cree que aquí se vive con grandes lujos". La vinculación internacional de la Monarquía Hispánica con la riqueza tenía que ver con la evidente abundancia de metales arribados -la plata acabará desplazando al oro-; el continuo drenaje de éstos más allá de las fronteras como resultado de la creciente importación de productos, aunque las cantidades acumuladas en el interior deberían ser consideradas al alza; y la virtual capacidad de endeudarse "ad infinitum" con los grandes hombres de negocios europeos que parecían tener Carlos I o Felipe II para mantener su reiterada política internacional. Para el grabador de emblemas Philippe Galle, la idea de riqueza no podía simbolizarse mejor que como una matrona que, bajo el lema Pecunia, está coronada y rodeada de monedas que no son otra cosa que acuñaciones de plata castellanas. Menos serenidad muestra el autor de la Satyre Menippée cuando, para criticar el apoyo económico que Felipe II prestaba a la Liga francesa, inventó un nuevo taumaturgo para el calendario católico: Santo Doblón de las Indias, y a él le dedicó los versos siguientes: "Tal y como ayer yo aquí decía los impresores de París mal hacían porque en el nuevo calendario no ponían ese santo patrón de la cofradía de la Liga. El, que de tan noble familia procedía, desde las minas de Indias aquí venía, enviado por el Rey de Castilla a Francia para pagar cristianos de falsía". Si fuera de la Monarquía la imagen de lo hispánico pasaba por la consideración de sus riquezas, hasta juzgarla unas Nuevas Indias de Europa, en expresión del contador Luis de Mercado, dentro de ella la conciencia de una autonomía de lo económico fue generalizándose. Por más que se insista en pintar a la sociedad española del XVI pendiente de puntos de honor y, no se sabe muy bien cómo, desentendida del vil metal, la autopercepción de la riqueza material como una variable social en sí misma a la que hay que encontrarle un lugar en la jerarquía estamental parece haber sido innegable. Que la rentabilidad dineraria ha irrumpido con fuerza en los hábitos mentales de los españoles sale a relucir incluso en la construcción de analogías que, para la expresión de cualquier otro concepto, recurren a sus medios e instrumentos como término de comparación. Por ejemplo, la privanza cerca del rey fue uno de los grandes objetivos de la lucha política cortesana y, claro está, no puede dudarse de que tan egregia posición no se creyese reservada para que la disfrutasen sólo los órdenes privilegiados. Pero, para ejemplificar qué es la privanza, en una obra de don Bartolomé de Villalba y Estañá, Doncel de Jérica, podemos topar con un símil como el siguiente: "Porque juro tan al quitar es la privanza, que es violario y no de por vida". ¿Qué hace un caballero doncel jugando tan acertadamente con los conceptos de "al quitar", "de por vida" y "violario" -renta sólo anual- para explicar lo pasajera que es la gloria de los privados? ¿No debería estar hablando de la Fortuna clásica y heroica en vez de la fortuna que proporcionan los títulos de deuda? Nobles que quieren negociar con pastel para teñir los paños segovianos; señores jurisdiccionales que atraen hacia sus tierras a vasallos de realengo; arrendadores que pujan en subastas para quedarse con los diezmos de un obispado y cabildos que los conceden al mejor postor; regidores que saben cómo sanear su hacienda con bienes de propios y comunes; son muchas las estrategias forjadas sobre la percepción consciente de lo económico, que aparecen, por ejemplo, detrás de mayorazgos, juros al quitar, censos, enlaces matrimoniales o la pretensión de un oficio dentro de la casa real. Lo menos que podría decirse es que las nociones de crédito y rentabilidad están muy presentes en estas estrategias, aunque, claro está, su definición resultaría muy distinta a la actual. Obsérvese que en los ejemplos que acabamos de recordar también se juega con otros conceptos como vínculo, monopolio, señorío, exención fiscal personal, amortización de tierras... Y es que, lejos de haber supuesto la anulación de toda voluntad de negocio, el privilegio y sus medios pudieron convertirse en un instrumento para el logro tanto de rentabilidad como de crédito. Cabría, pues, considerar la existencia de una economía de estados que corriera pareja a la sociedad política de estados. De esta manera, sería posible acabar conciliando desigualdad estamental con mentalidad mercantil, dos conceptos que, con frecuencia, se presentan como de todo punto antitéticos porque, sin duda, lo serán en las economías industriales constituidas, en buena medida, gracias al desmantelamiento del Antiguo Régimen. Si una mentalidad mercantil es aquella que opera para obtener la máxima rentabilidad posible en cada momento, ni los llamados grupos burgueses habrían traicionado sus intereses por buscar el ennoblecimiento práctico en el siglo XVI, ni la nobleza habría sido siempre ese ocioso estamento antiproductivo. Todo esto, claro es, a la luz de las condiciones entonces imperantes, con una estructura económica caracterizada por escasa productividad, demanda débil e inelástica, desigual distribución de rentas, bajo nivel de salarios reales, alta dependencia de la agricultura extensiva, corto volumen de capital fijo, fuentes de energía limitadas o marcos de organización dominados por gremios y formas señoriales. En esas circunstancias, hacerse desigual, es decir, privilegiado, podía ser el requisito necesario para lograr la máxima rentabilidad posible.
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La base económica del Tahuantinsuyu estaba constituida por la explotación de los recursos naturales, cuyo producto se destinaba al mantenimiento de la población, tendiendo a conseguir además excedentes que, rigurosamente administrados, servían como base para atender a las necesidades de un Estado militarista cuya infraestructura requería constantemente el esfuerzo de una energía humana que, a su vez, necesitaba de esos excedentes para asegurar el perfecto funcionamiento del sistema. La fuerza de trabajo, el medio de producción, era la masa de Hatun runa, cuyo esfuerzo perfectamente reglamentado como tributo que se debía al Estado fue suficiente para soportar esas necesidades crecientes de un Imperio en constante expansión. El sistema de la división tripartita de esas tierras exigía la reglamentación de los sistemas de trabajo que las ponían en explotación. Para las del pueblo era fundamental garantizar la equidad en el reparto de las parcelas y su adjudicación a cada familia. La unidad de cultivo para ellas era el tupu, de extensión variable según la calidad del terreno. El tupu, para Louis Baudin, no se ajustaba a unas medias fijas; era "simplemente el lote de tierra necesario para el mantenimiento de un matrimonio sin hijos". El reparto del suelo era solamente en usufructo y se efectuaba periódicamente, cuidando de que cada familia tuviera acceso, dada la diferente calidad de ésta, a tierra de donde se pudieran obtener todos los alimentos necesarios para su sustento. Los lotes no podían ser cambiados ni, por supuesto, vendidos. Una vez repartido el suelo cultivable, la comunidad atendía a su puesta en explotación mediante el sistema del ayni, trabajo comunitario que se regía mediante un sistema de reciprocidad, que comprendía básicamente las actividades agrícolas, aunque también implicaba la construcción de la casa de cada nueva pareja. Este sistema de reciprocidad local, el ayni, implicaba la obligación para el dueño de la parcela que trabajaba toda la comunidad de alimentar a todos los que colaboraban con él mientras duraba el trabajo. Con esta reglamentación del ayni y con el acceso a los recursos de la tierra y a los medios de producción representados por el trabajo de todos sus miembros, las comunidades, como las familias, tenían asegurada su autosuficiencia económica.
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La economía maya gira en torno a la explotación de los recursos del bosque tropical húmedo para cubrir las necesidades de una sociedad compleja y estratificada. El modo de producción en su conjunto viene definido por las relaciones económicas entre el campesinado y el grupo dirigente. Tales relaciones se traducen en pautas de comportamiento social y en la ideología que las enmarca. Podemos afirmar, con palabras de Pedro Carrasco, que la base de la economía era una estructura de dominación derivada de la existencia de dos estamentos fundamentales, los nobles, que formaban como personal de gobierno la clase dominante, que controlaba los medios materiales de producción, y los plebeyos, que eran la clase trabajadora dependiente política y económicamente de la nobleza. La primacía del factor político en la organización de la economía se ve en que es éste el que explica los procesos de producción y distribución. Es indudable que la economía de Mesoamérica era preindustrial, es decir, que la rama más importante de la producción era la agricultura, de la que se obtenían no solamente alimentos, sino materias primas para muchas artesanías. El medio de producción básico es, en consecuencia, la tierra, y tanto la tierra como la fuerza de trabajo estaban controladas por el organismo político. Los recursos de las tierras bajas pueden dividirse en vegetales, animales y minerales. Entre los primeros el más importante era el maíz, al que siguen los tubérculos, el chile, las calabazas, los frijoles, el cacao, la vainilla, el ramón o árbol del pan, los zapotes, etc., todos ellos de consumo directo e inmediato; y como plantas destinadas principalmente al intercambio o que debían sufrir procesos de transformación, el copal, caucho, algodón, tabaco, achiote y otras semillas colorantes, madera y hojas de varias especies de palmas, y la corteza del ficus. Los animales que se cazaban o pescaban con destino a la alimentación o para aprovechar sus pieles, huesos, dientes y grasa, eran venados, armadillos, pájaros de rico plumaje, jaguares, iguanas, y en los ríos, lagos y costas de los mares, una gran variedad de peces, moluscos y crustáceos. Entre los recursos minerales citaremos la piedra caliza, el pedernal, las arcillas y algunas piedras duras.
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Son numerosos los textos que nos han permitido estudiar las pautas principales de la economía entre los sumerios. Estos nos indican que las actividades de subsistencia estuvieron controladas en principio por los templos, durante la etapa protohistórica y parte de la dinástica. Más tarde, el centro de la vida económica fue el palacio, una característica que continuó durante las etapas acadia y neosumeria. Desde el templo, los en de cada ciudad controlaban no sólo las funciones religiosas y civiles, sino también las productivas: régimen de regadíos, repartos de tierras, racionamiento de alimentos, artesanado, comercio, impuestos. La justificación de este sistema estaba en el hecho de que se consideraba a los dioses los propietarios de todo lo creado, tanto bienes como personas, de ahí que se considerase al templo su administrador. El en debía ocuparse de la realización de las obras públicas para el sostenimiento de la ciudad, como la construcción y ampliación de canales, por ejemplo. A cambio, podía disponer de todas las tierras de cultivo.
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Francia era, a finales del siglo XVIII, un país eminentemente agrícola. La agricultura francesa experimentó una lenta progresión debido esencialmente al aumento de la extensión de las tierras roturadas y a la introducción de nuevos cultivos, como el maíz y la patata. Sin embargo, se publicaron muchos tratados a lo largo de la centuria, mediante los que se intentaba difundir nuevas técnicas y modernos procedimientos para aumentar los rendimientos de la tierra. El Estado, incluso, intervino para fomentar la producción y estimular la aplicación de estos cambios. Pero estas innovaciones no tuvieron un gran alcance porque la población rural no estaba preparada para ponerlas en práctica debido a la presión de las rentas señoriales y eclesiásticas que tenía que soportar y también a su ignorancia. Además, existía suficiente suelo agrícola en Francia como para aumentar la producción simplemente mediante el aumento de la superficie cultivada, sin necesidad de modernizar la agricultura.La industria en Francia era todavía muy arcaica a finales del Antiguo Régimen. La producción industrial estaba en manos de los campesinos al menos en un 50 por 100. Fabricaban a escala local para el autoconsumo todo tipo de productos, como el pan, los aperos de labranza, la cestería, etc. En las ciudades, la producción correspondía a los gremios. Pero estas corporaciones constituían un freno para la industria, ya que la rigidez de sus reglamentos impedía que los artesanos más capacitados aumentasen la producción más allá de lo establecido por las ordenanzas, y que la iniciativa de los más inquietos sirviese para introducir nuevas técnicas que redundasen en beneficio de la calidad de los productos.Sin embargo, existía también una industria dispersa que se hallaba controlada por comerciantes-empresarios que utilizaban la mano de obra rural. Los campesinos complementaban así sus escasos ingresos en la agricultura con esta actividad que les permitía aumentar sus recursos sin abandonar su casa. En la industria textil era donde se empleaba con más frecuencia este procedimiento, de tal forma que había regiones enteras, como las de Bretaña y el Languedoc, que tenían una importante producción. En esta época se crearon algunas fábricas de tejidos de algodón, como la de Oberkampf en Jouyen-Josas, pero todavía constituían una excepción.También comenzaron a aparecer algunas fábricas siderúrgicas, como la de Le Creusot, creada en 1785, pero puede decirse que, en su conjunto, la economía francesa era todavía precapitalista y no se había producido una verdadera "revolución industrial".En cuanto al comercio, sí experimentó un crecimiento considerable a lo largo de la centuria, hasta el punto de que se multiplicó por cinco y superó al comercio de Gran Bretaña. Los puertos de Nantes y de Burdeos en el Atlántico alcanzaron un importante desarrollo y se convirtieron en dinamizadores de la economía industrial por cuanto espolearon la fabricación de productos para la exportación y al mismo tiempo facilitaron en sus alrededores la transformación de los productos coloniales que venían del otro lado del océano.Sin embargo, la situación económica de Francia no cesó de empeorar desde los inicios del reinado de Luis XVI. La industria textil se vio afectada negativamente por una disminución de las importaciones de algodón; la tremenda sequía del año 1785, diezmó el ganado lanar y la producción lanera se redujo sensiblemente; la crisis de la producción vitícola, por ultimo, dejó maltrechas las economías de los agricultores de la mitad meridional del país. Pero, sobre todo, tuvo unos efectos muy negativos sobre la economía la disminución del comercio con las Antillas, desde el momento en que la guerra de América había abierto aquellos puertos a otros países neutrales, terminando así con el monopolio que Francia había mantenido con ellos. Esa situación repercutió en los puertos franceses del Atlántico, que vieron disminuir considerablemente las cifras del tráfico marítimo. Se creía, no obstante, que esa disminución del comercio antillano se vería compensada con el incremento del tráfico con los Estados Unidos, con los que se firmó un tratado de comercio mediante el que se reducían recíprocamente las tarifas aduaneras. Pero una vez terminada la guerra, los Estados Unidos dirigieron de nuevo su comercio hacia Inglaterra. A pesar de todo, en 1786, Francia firmó un tratado de comercio con Gran Bretaña, aunque sus resultados no fueron muy productivos. Por el contrario, Francia se vio invadida por productos industriales británicos, sobre todo productos textiles, que hacían la competencia a los franceses, mientras que las exportaciones francesas -la seda, sobre todo- no se vieron muy incrementadas.Así pues, en vísperas de la Revolución, se quebró esa prosperidad industrial y comercial que había tenido una evolución favorable desde comienzos del siglo XVIII. Y lo mismo puede decirse de la situación de la agricultura, pues las condiciones meteorológicas de los años 1787 y 1788 fueron realmente malas y las cosechas lo acusaron. Si a esto se une el hecho de que las medidas tomadas por el gobierno en 1787 para liberar la exportación de granos, dejó vacíos los graneros y produjo una inmediata elevación de los precios, se entenderá el drástico aumento del coste de la vida que afectó, sobre todo, a las clases más desfavorecidas.De esta forma se desencadenó todo el mecanismo típico de las crisis del Antiguo Régimen: la masa, desprovista de medios de subsistencia, deja de comprar productos manufacturados; las industrias, ante la falta de demanda, se ven obligadas a echar a la calle a los trabajadores, que a su vez, no tienen otro recurso que dedicarse a la mendicidad. El número de indigentes en las ciudades se ve incrementado con los campesinos que acuden a los centros urbanos en busca de los establecimientos de caridad, o con la esperanza de poder encontrar unos medios de vida que no les ofrece el campo.
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Para aquel que conozca el proceso metalográfico que exige la fabricación de objetos de hierro no ha de producirle sino sorpresa el que éstos reemplazaran a los de bronce a fines de la Prehistoria europea. Cuando al término del II milenio, y en los primeros decenios del primero a. C. se hubo alcanzado un gran dominio en la fundición (a molde y a la cera perdida) y aleación del cobre y del estaño, se inaugura, oficialmente, una era presidida por una tecnología metalúrgica sumamente compleja, y de resultados, inicialmente, más deficientes que los conseguidos en la metalurgia del bronce. El hierro se encuentra en yacimientos de hematita y magnetita, muy abundantes en la superficie de la tierra. También lo hace en forma de meteoro. Entra en lo posible que el hombre antiguo conociera este metal mucho antes de la edad en la que se le atribuye su uso, y le otorgase cualidades mágicas. Existen objetos, si bien pocos, de hierro meteórico datables en el V y IV milenio a. C. Pero estos ejemplos son del todo marginales a los de hierro auténtico como metal industrial. Para comprender la magnitud del problema planteado, y no satisfactoriamente resuelto en los estudios dedicados a esta crucial etapa de la historia del Viejo Continente, nos excusarán aquellos lectores familiarizados con la tecnología del metal que recordemos aquí los principios básicos exigidos para la producción de hierro. Sólo a temperaturas que sobrepasen los 1.537 grados, el hierro se funde. Los primeros herreros, pues, necesitaron aumentar considerablemente el grado de combustión de los broncistas, quienes, a lo sumo, elevaron el horno a 1.200 grados. El metal ferruginoso salido de esta combustión es una masa esponjosa mezclada con un considerable componente de escoria que permanece viscosa por debajo de los 1.177 grados. El artesano del hierro ha de volver a calentar el metal, y extraer la escoria mediante martillado. El hierro que emerge entonces no es del todo puro, por lo que, de nuevo, ha de ser calentado y martillado hasta eliminar la escoria por completo. Aun así, este material de hierro es mucho más frágil y blando que el bronce. Difícilmente, pues, pudieron considerarse prácticos los utensilios de construcción o los agrícolas (picos, hachas, azadas y hoces) hechos con semejante metal. Esta clase de hierro es incompatible con la fundición de objetos con moldes de arcilla, de piedra o de cera, puesto que no se derrite por debajo de la ya mencionada temperatura de 1.537 grados. En consecuencia, a pesar del esfuerzo realizado en la extracción del hierro, su fundidor no pudo aspirar a nada parecido a una obra de arte, sacada con los ya rutinarios métodos del broncista. Sólo el accidental conocimiento de una aleación, el hierro carbonizado, pudo salvar a este metal de tan desfavorable posición con respecto al bronce. Al recalentar la materia prima del hierro en un fuego mantenido a base de carbón, aquélla terminó afectada tanto por el carbón orgánico como por el monóxido de carbono que produce la combustión, con el resultado de transformarse en un hierro carbonizado. El nuevo hierro es, pues, acero, y mucho más resistente y duro que el bronce. No todos los inconvenientes del hierro están resueltos al alcanzar el proceso de su manufactura esta fase. El hierro carbonizado, a la salida de la forja, es quebradizo. Es necesario enfriarlo por el medio más rápido posible: sumergiéndolo en agua. Este invento era conocido en Grecia en tiempos de Homero. En el libro IX de "La Odisea" se menciona como algo realmente extraordinario este procedimiento de forma casi literal. Odiseo y sus hombres han quedado atrapados en la cueva del gigante Polifemo, y tratan de emborracharle. Deciden entonces cegarle con un tronco de olivo candente, y el texto de la aventura viene a decir así: "Como cuando un hombre que trabaja en una fragua sumerge en agua fría un hacha grande o una azada y se produce un silbido fulminante, que es la manera de endurecer al hierro, así chisporroteaba el ojo del Cíclope al tropezar con el tronco de olivo". Por extraño que parezca, el hierro, efectivamente, se endurece al contacto con el agua, cuando la experiencia común haría creer lo contrario. Todavía en este punto el hierro no está libre de problemas. Al apagarlo con aquel procedimiento brusco, el acero tiende a resquebrajarse, con lo cual ha de templarse a continuación, a una temperatura y durante un tiempo muy medido. No es de esperar que el metalúrgico de la Antigüedad adquiriera y utilizara, conscientemente, este último perfeccionamiento de la elaboración del hierro. Hay constancia, no obstante, de que en el Próximo Oriente, hacia el siglo IV a. C., se había llegado a alcanzar una manera rústica de atemperar el hierro, recubriendo el objeto manufacturado con arcilla, calentándolo y sumergiéndolo en agua sucesivamente. Pero el invento, y de forma limitada, llegó tarde y desde muy lejos a Europa. Un largo camino de experiencia tecnológica se recorrió desde que hicieran su aparición, allí por el 1200 a. C., en los confines del Próximo Oriente (Fenicia, Chipre, y ciertos puntos de Grecia) los primeros objetos de hierro carbonizado.
contexto
Pocas contribuciones a la historia de la Humanidad han tenido tanta trascendencia en el dominio de la naturaleza como la adquisición de los medios materiales y técnicos para producir objetos de bronce. Ni siquiera la invención de la cerámica, que supone la transformación del medio natural en un objeto útil, es equiparable en rigor. La consecución de vasijas de barro por el procedimiento de la cochura es un menester relativamente sencillo en comparación con la enorme dificultad de hacer de la materia prima geológica piezas de unas características totalmente diversas. La aparición de la cerámica se resuelve de forma autóctona en la prehistoria del Orbe. La apropiación de los recursos involucrados en la aparición de la metalurgia está de antemano confinada a aquellos lugares geográficos que disponen del correspondiente mineral. Los metalúrgicos (operadores del cobre, del bronce o del oro) son gentes extraordinariamente capacitadas para su oficio. Sus habilidades superan las dotes del hombre común. La metalurgia es por sí misma un arte difícilmente inventado de manera independiente en todas partes. Aunque nunca sepamos cuál es el primer objeto de metal en el Viejo Mundo, hemos de asumir que hubo una primera vez en la materialización de los preámbulos tecnológicos que conducen a la creación de la manufactura del metal. Los prehistoriadores entienden que este evento ocurrió en el Próximo Oriente, en las regiones del norte del Irak y este de Turquía entre el 8000 y el 4500 a. C. Un largo espacio temporal resta entre la constatación inicial de la metalurgia en el continente euroasiático y el comienzo de la andadura de la Edad de Bronce. Estrictamente, dicho período se consolida como tal al adquirir el metal de cobre la aleación del estaño. Ello no ocurre hasta al menos el año 3000 a. C. en Mesopotamia. A las culturas de la Hélade y del Egeo les falta un milenio para que el bronce con estaño se regularice. A los pueblos de Europa la industria del auténtico bronce les alcanza casi al mismo tiempo: comienzos del II milenio a. C. La experimentación con el metal, según puede inferirse de este breve esquema cronológico, es un proceso de larga duración que obligó a la realización de múltiples ensayos. Los objetos prehistóricos de bronce con estaño resultan -tecnológicamente- consecuencia de la superación del bronce con arsénico. Esta clase de bronce contiene, en realidad, el definitivo invento de la metalurgia. El añadido de arsénico al cobre constituye no sólo la manifestación del aprendizaje en el uso práctico de las impurezas del metal, sino también la prueba de la selección que el artesano se vio obligado a hacer hasta conseguir un metal que además de duro fuera fácil de fundir y de trabajar. La aleación arsenical produjo los resultados deseados, pero no era la definitiva ni, desde luego, la más conveniente. El ingrediente del arsénico, natural o artificialmente añadido, ocasiona en la fusión la emanación de gases perniciosos, con el consiguiente peligro para la salud del broncista. Este pronto hubo de aprender que la inclusión de la casiterita (el óxido, la piedra del estaño) producía mejores resultados que el arsénico en la elaboración y en el acabado de los objetos de bronce. No obstante, el bronce arsenical fue empleado al mismo tiempo que el bronce con estaño en Europa durante la primera mitad del II milenio; y en Europa, como en Anatolia, o en las islas del Egeo, el bronce con arsénico es la clase de bronce generalizado durante el III milenio a. C.
contexto
La búsqueda de un nuevo material de mayor resistencia y posibilidades técnicas frente a la cerámica y el jade determina la aparición del bronce, lo que supuso una total transformación no sólo material, sino social y política. Su uso va a estar íntimamente relacionado con el ritual y la guerra y su conocimiento con el poder. La primacía del bronce da nombre al período histórico denominado la Edad del Bronce, que incluye las dinastías Xia (2205-1767 a. C.), Shang (1767-1123) y Zhou (1122-221). Es en este largo período de tiempo cuando se conforman los elementos socio-políticos, filosóficos y científicos de la cultura china: la formación de la noción de Estado, la estratificación social, el nacimiento del confucionismo, taoísmo, moísmo, los sistemas de canalización y drenaje, los aperos agrícolas, y el desarrollo de la medicina y la escritura. Su estudio ya no está únicamente ligado a los objetos materiales sino que existen fuentes escritas para su análisis; la aparición y desarrollo de la escritura señaló el paso entre prehistoria e historia, ofreciéndonos los protagonistas de los hechos una valiosa información, recogida primero en los caparazones de tortuga (jiaguwen) y objetos en bronce (jinwen), más tarde en recopilaciones de textos tanto contemporáneos como crónicas históricas de tiempos posteriores (Suma Qien...).