Uno de los mayores problemas a los que hubo de enfrentarse la II República fue el de la conflictividad social. Ya en junio de 1931 se produjo un oscuro complot en el aeródromo de Tablada (Sevilla), en el que el aviador militar Ramón Franco y un grupo de suboficiales del Ejército y de anarquistas sevillanos fueron acusados de preparar un levantamiento. Tras varias huelgas generales convocadas en varias ciudades durante el otoño de 1931, al año siguiente se inicia un período insurreccional. La primera acción es el levantamiento armado de Figols, Berga, Cardona y otras poblaciones catalanas, donde proclamaron el comunismo libertario. En 1932, las principales huelgas revolucionarias se produjeron en La Coruña, Vigo, Zaragoza, Sevilla y Málaga, siendo cada vez más radicales. El 8 de enero de 1933, la FAI - Federación Anarquista Ibérica- hizo un llamamiento a la insurrección general. Graves incidentes se produjeron en Cataluña, Aragón, Levante y Andalucía, expeditivamente reprimidos por las fuerzas gubernativas, que causaron numerosos muertos. Los sucesos más graves ocurrieron en la aldea gaditana de Casas Viejas, donde los guardias de Asalto provocaron una matanza entre los peones agrícolas. En diciembre de 1933, los levantamientos anarquistas más importantes se produjeron en Gijón, Fabero, Logroño, Barbastro, Manresa, Zaragoza, Calatayud, Daroca y Villanueva de la Serena. Al año siguiente el conflicto se recrudeció. En octubre de 1934 Asturias, Bilbao, León, Palencia, Barcelona, Madrid, Ciudad Real, Jaén, Murcia o Huelva fueron los principales focos revolucionarios. En Madrid, el País Vasco y Cataluña, los enfrentamientos se saldaron con varias decenas de muertos y una brutal represión. El movimiento armado de mayor entidad lo protagonizaron los mineros de Asturias y del norte de León. Cerca de 20.000 trabajadores se levantaron en armas. El gobierno procedió al envío de tropas, acción planificada por el general Franco. Entre el 6 y el 20 de octubre de 1934 se produjeron violentos combates, que dejaron un saldo de cerca de un millar de muertos y destrucciones masivas. Vencida la sublevación, la represión militar fue intensa, con cerca de treinta mil prisioneros, ejecuciones sobre el terreno y torturas a los detenidos. La Revolución de Octubre abrió una etapa de confrontación en la convivencia nacional y aceleró los procesos que desembocarían en la guerra civil de 1936-39.
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Por aquellos mismos días de junio, el rey Victor Manuel también escuchaba los planteamientos de los jerarcas,- representados por el conde Dino Grandi. A las suaves presiones de éste para conocer la postura del rey ante una potencial sustitución de Mussolini, el monarca había dado pie a esperanzas, pero no aclaró su posición en ningún punto fundamental. "El momento llegará -había dicho a Grandi-. Deje que su rey elija el adecuado y mientras tanto, ayúdeme a buscar una solución de acuerdo con la Constitución".Víctor Manuel, veinte años antes, había facilitado, no sin complacencia, la toma del poder por los fascistas tras la escenográfica farsa de la "marcha sobre Roma". Ahora, tras la prolongada connivencia, que había llegado a aportarle el titulo de emperador a costa de la invasión de un país soberano, trataba de abandonar a su cómplice, pero conservando las formas legales.Victor Manuel era la cabeza motriz de todas las fuerzas conservadoras, lideradas por el Ejército, que ahora temían, al igual que los jerarcas del partido, un desbordamiento de la presión social, demasiado reprimida por el sistema. También todas estas fuerzas, que actuaron con total autonomía, habían percibido entonces pingües ganancias materiales y conservado su privilegiada posición social. Complacientes, y aún colaboracionistas, con el régimen, veían ahora a éste como un factor peligroso, a extirpar, por tanto, antes de que provocase un caos irreparable.La salida de la guerra es la primera medida que apoyan la Casa Real, la todavía influyente aristocracia, los altos mandos militares y los medios industriales y financieros que componen este sector. Hubieran preferido hacerlo con Mussolini, pero la cerrada actitud de éste les obliga a considerar su apartamiento del poder.La mayor preocupación de estas fuerzas conservadoras es la preservación de las conquistas del fascismo en los planos social y económico, así como la ordenación de una efectiva defensa contra posibles acciones revolucionarias. La caída del Duce, de suceder de forma incontrolada, podría provocar una serie de desórdenes que incluso llegarían a poner en peligro la institución monárquica, dada su profunda implicación.La misma familia real, en previsión de esta eventualidad, había iniciado contactos con los aliados desde varios meses antes. A partir de 1942, Ginebra, Madrid y Lisboa serían escenarios de los frustrados intentos de acercamiento a los anglosajones por parte de todos los sectores italianos interesados en una inmediata paz conservadora del actual status.El general Pesenti, conocido antifascista y por ellos sometido a ostracismo por el mismo Badoglio, constituiría en Libia un directorio militar con apoyo de las fuerzas presentes. Este directorio contaría con suficiente representatividad para entablar conversaciones con los británicos. Pero de nuevo, la Gran Bretaña habría de desdeñar el plan y rechazar las pretensiones italianas de armisticio por separado.
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En 1519 Magallanes inicia el famoso viaje que acabará proporcionando a España su ruta marítima hacia Asia; Pedrarias Dávila funda la ciudad de Panamá, en el Pacífico; Hernán Cortés desembarca en México. De nuevo, descubrimiento, conquista y colonización se entrelazan y superponen. Al encontrar la América Nuclear, Cortés se convierte en el verdadero descubridor de América, económicamente hablando (y aquello era una empresa económica); las Indias, que durante años apenas fueron una curiosidad geográfica, que casi caen en el olvido, de pronto adquieren valor por sí mismas y no como punto de apoyo, cuando no obstáculo, en el camino a Asia. Desde 1519 en adelante, las expediciones comerciales que habían posibilitado la exploración de las costas americanas y la fundación de factorías, darán paso a otras empresas encaminadas ya a incorporar efectivamente unos territorios que se suponían repletos de oro. Empezaba la conquista. Es evidente que casi desde el primer momento las relaciones entre españoles e indios fueron conflictivas y violentas (los enfrentamientos comenzaron en 1493 con la muerte de los pobladores del fuerte Navidad a manos de los taínos), y que la invasión, el sometimiento por la fuerza y las operaciones de castigo a los indígenas rebeldes (como la ordenada por Colón en 1494) fueron sin duda acciones de conquista. Pero sus características permiten que las califiquemos más bien como incursiones para cazar esclavos, muy diferentes de las verdaderas campañas de conquista emprendidas a partir de 1519 y que en apenas 20 años condujeron a la incorporación de unos inmensos territorios habitados por decenas de millones de personas (en superficie y población duplicaban varias veces a la metrópoli). El proceso expansivo continuará a lo largo de todo el siglo XVI -aunque a partir de 1573 pasa a denominarse pacificación por orden de Felipe II-, y llegará hasta el XVIII, conociendo la progresiva incorporación de áreas marginales, pero la era de la conquista, la de las grandes y espectaculares empresas que conducen al dominio de los pueblos más avanzados, es la que se produce en la primera mitad del XVI. La fecha convencional para marcar el fin de la etapa puede ser 1542: cincuenta años después del primer viaje de Colón, lo esencial de la América española ya estaba conquistado y las Leves Nuevas promulgadas ese año pretenden organizar ese territorio y regular las relaciones entre conquistadores y conquistados, convertidos sin solución de continuidad en colonizadores y colonizados. El proceso de conquista española de América presenta tres etapas bien diferenciadas: 1) conquistas antillanas o tempranas, 1502-1519; 2) conquistas continentales o intermedias, 1519-1549; y 3) conquistas interiores o tardías, desde 1550 en adelante. En la primera etapa las empresas son a la vez de expansión territorial y de exploración. La conquista propiamente dicha comienza en realidad en 1502, con las campañas sistemáticas del gobernador de la Española Nicolás de Ovando, que derrota y ahorca a la cacica Anacaona y envía a Juan de Esquivel al este de la isla a someter la región de Higüey y Saona. En los años siguientes la Española será la célula de la conquista y de aquí partirán en 1508 Juan Ponce de León a la conquista de Puerto Rico y Juan de Esquivel a Jamaica (cuyo sometimiento completará en 1514 Juan de Garay). Poco después, en 1509, Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa emprenden las conquistas continentales: Urabá y Veragua, en el golfo del Darién, con participación de Vasco Núñez de Balboa, fundándose la primera ciudad estable en el continente, Santa María la Antigua del Darién, base para la posterior conquista y fundación de Panamá (1519). En la segunda década del XVI, con Diego Colón como virrey de la Española, Diego Velázquez de Cuéllar conquista Cuba tras una serie de campañas particularmente crueles que duran de 1511 a 1514 (aquí el símbolo de la resistencia indígena será Hatuey, quemado por Velázquez). Muy pronto, Cuba será la base de partida para la exploración y conquista de México. La característica de esta etapa es la puesta en explotación de los lavaderos auríferos, con dos importantes consecuencias: a) formación de capitales indianos que se reinvertirán en las posteriores empresas de conquista; y b) rápida desaparición de la población indígena en las Antillas mayores, que se procura subsanar con expediciones para capturar esclavos en las regiones cercanas (islas y continente) de forma que el tráfico esclavista estimuló también las exploraciones. La segunda etapa es la más compleja e intensa. Veremos después los dos episodios más significativos, las conquistas de México y del Incario. Pero señalemos ahora un breve esquema de la etapa, una mera relación de nombres para recordar la enormidad de la empresa acometida y lograda entre 1519 y 1542. Dos grandes escenarios: México, conquistado entre 1519 y 1521, y convertido en foco de irradiación hacia el norte (Nueva Galicia, conquistada por Nuño Guzmán entre 1529 y 1536) y sur (Guatemala, Pedro de Alvarado en 1524); y Perú, conquistado desde Panamá entre 1531 y 1533 y a su vez convertido en base de partida de nuevas conquistas, tanto hacia el norte (Quito, Sebastián de Benalcázar en 1534) como hacia el sur (Chile, Pedro de Valdivia en 1540). Existen, además, otros procesos autónomos o subnúcleos de conquistas (Colombia, Jiménez de Quesada, 1538; y el Río de la Plata, Pedro de Mendoza, 1534), y, simultáneamente, una serie de empresas que no conducen a ocupación de territorio (como la de Hernando de Soto en Florida, 1539; Francisco Vázquez Coronado en Nuevo México entre 1540 y 1542; o la exploración del Amazonas, intentada por Gonzalo Pizarro en 1540, y lograda por Francisco de Orellana en 1542). La relación es incompleta y casi marea... La tercera etapa queda ya fuera de lo que hemos denominado era de la conquista, pero merece la pena mencionarla como muestra de la pervivencia del afán explorador de los españoles, que extenderán el área colonizada mucho más allá del escenario que habían ocupado las grandes culturas indígenas. En la segunda mitad del siglo XVI se conquistan Nueva Vizcaya y Nuevo México, la Florida y Costa Rica, y se produce la definitiva fundación de Buenos Aires en 1580. En el siglo XVII continúa la expansión por el norte de México y se penetra en las cuencas del Orinoco y Amazonas. Pero será en el siglo XVIII cuando se produzca el último gran movimiento expansivo que, al incorporar California, Nayarit, Texas y Tamaulipas, duplicará el territorio mexicano.
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Poco antes de la conquista de Baleares, el Estado romano había iniciado un proceso de transformación que durará un siglo y que culminará con la aparición del régimen imperial. Todo ese período final de la república romana es conocido con diversas etiquetas como las de crisis de la república o republica tardía. Lo más significativo del mismo está marcado por la lucha abierta entre las dos tendencias políticas dominantes: la de los populares o defensores de acelerar los cambios políticos para adaptarlos a las nuevas realidades sociales y, por lo mismo, más partidarios de gobernar con el apoyo de la asamblea del pueblo, organizada por tribus, frente a los optimates o representantes de los sectores más conservadores. Los comienzos de este período se vinculan a las figuras de los hermanos Graco, hijos de Tiberio Sempronio Graco, quien había sido gobernador de la Hispania Citerior los años 180-179. El mayor de los hijos, Tiberio, siendo tribuno de la plebe en Roma el 133 a.C. pretendió adaptar el aparato del Estado a las nuevas realidades con propuestas como la fundación de colonias romanas fuera de Italia, repartos de tierra a los sectores ciudadanos empobrecidos y ampliación del privilegio de la ciudadanía romana a muchas ciudades de derecho latino. En ese marco de nuevas propuestas políticas se produjo la conquista de Baleares. El pretexto para la anexión de las islas residía en la acusación de que servían para refugio de piratas que estaban obstaculizando el comercio por el Mediterráneo occidental. A su vez, Roma había desplazado muchas tropas de Italia durante las guerras contra celtíberos y lusitanos y el Estado no disponía de tierras suficientes en Italia para distribuir a los soldados veteranos que pretendía licenciar. El hábil manejo de la honda de los baleáricos, en cuyo dominio se ejercitaban desde niños, no pudo impedir que las tropas de Cecilio Metelo desembarcaran y se adueñaran de las islas el año 123 a.C.. Estrabón nos dice que Metelo llevó como colonos a 3.000 romanos de Iberia (III, 5, 1). Estos romanos, antiguos componentes de tropas legionarias, fueron asentados en las colonias latinas de Palma (Palma de Mallorca) y Pollentia (Pollensa, en la misma isla). Los estudios sobre catastros romanos han comprobado que, efectivamente, en los campos cercanos a Mallorca, hay marcas de lo que fueron los lotes de tierras distribuidos a los soldados veteranos. Con estas intervenciones, las islas recibieron un contingente de itálicos mayor que otras partes de la Península. Tales ciudades sirvieron pronto de modelo de referencia para el resto de las ciudades de las islas. Aunque los baleáricos siguieron teniendo fama de excelentes honderos, ello no debe entenderse como expresión de la pervivencia de costumbres bárbaras, pues, antes de la llegada de los romanos, las islas habían estado bajo la influencia cultural de Cartago: basta sólo con recordar a la ciudad púnica de Ibiza, uno de los centros más activos de la civilización y economía cartaginesa.
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Nunca se ha destacado suficientemente en la Historia la importancia del rumor, quizás porque nunca se ha averiguado con exactitud ni su origen, ni los fines que persiguen quienes lo idean y difunden, ni el efecto que provoca en la sociedad. Todo rumor pretende como objetivo inmediato despertar la posibilidad de una alarma social y, para lograrla, usa de determinados mecanismos capaces de sobreexcitar la sensibilidad social y de conducirla hacia los fines apetecidos. Todavía en nuestro tiempo presente continúan funcionando los mismos mecanismos y con más frecuencia de la deseable siguen cosechando los mismos éxitos. Sin entrar en la consideración de que también el rumor es fabricado y propagado por el poder, el hecho del que aquí importa partir es el de que, algunos meses antes del final de 1493, corrió en Castilla el rumor de que era voluntad de los Reyes Católicos expulsar a todos los moros de sus reinos. El bulo debió extenderse con suma rapidez, y los Reyes se vieron obligados a contestar públicamente para tratar de evitar la angustia de los blancos contra quienes iba dirigido el rumor, y también para evitar la especulación y actuaciones consiguientes de quienes esperaban el suceso. Y es que en todo rumor siempre aparecen beneficiarios y perjudicados; ante la posibilidad de una evidencia contrastable con antecedentes como el decreto de expulsión de los judíos, los mudéjares no tuvieron más remedio que averiguar la veracidad de lo que anunciaba el rumor. Escribieron a los Reyes y éstos a las ciudades: "Sepades que por parte de las aljamas de los moros de todas las çibdades y villas y logares de los nuestros reynos e señoríos nos es fecha relaçión por su petición diciendo que de pocos días a esta parte algunas personas a fyn de escandalizar los pueblos contra ellos andan diziendo y dibulgando y echando fama que nos queremos mandar a los dichos moros que salgan fuera de nuestros reynos, a cabsa de lo qual diz que no entienden en sus heredades, ni hallan en qué trabajar para su sustentamiento ni quieren contratar con ellos personas algunas ni tienen de ellos aquella confianza que tenían de antes que la ficha fama se dibulgase, de lo qual todos ellos reçiben mucho agravio y daño, e por su parte nos fue suplicado e pedido por merced que sobre ello proveyesemos la nuestra merced fuese, e nos tovimoslo por bien (...)". Los Reyes dirigieron la carta, firmada en Zaragoza el 3 de diciembre de 1493, a los corregidores y justicias de las ciudades y villas, y en ella pedían de sus delegados la detención de los culpables y el secuestro de sus bienes. Era un rumor anticipado en más de un siglo a la decisión tomada por la monarquía a comienzos del siglo XVII; y era lógico que apareciese al poco de conquistar Granada y de expulsar a los judíos. La conquista del reino de Granada es el resultado de un largo proceso que se acelera a partir de 1480, una vez conseguida la pacificación interior de Castilla, y que culmina con la rendición de Boabdil el 6 de enero de 1492. Una serie de campañas militares en las que participaron tropas reclutadas por los Reyes, la Hermandad, tropas nobiliarias y de las Ordenes Militares, milicias concejiles y tropas mercenarias, dirigidas a someter el poder musulmán, a terminar con la piratería en el Mediterráneo, a controlar el estrecho de Gibraltar y al establecimiento de bases en el norte de África, aprovechando la división interna que enfrenta a los partidarios zegríes de Muley Hacén, rey de Granada desde 1464, con los de su hermano El Zagal, rey desde 1485, y los abencerrajes partidarios de su hijo Boabdil, rey tras la guerra civil granadina de 1486-1487, han de asociarse a una política tolerante de concesiones que comienzan a formalizarse mediante capitulaciones firmadas por los Reyes a partir de 1482, año de la ocupación de Alhama por el marqués de Cádiz. La guerra de cerco y de desgaste económico aprovechó las disidencias internas de los granadinos. Entre 1485 y 1489 caen en poder de los castellanos las principales plazas del reino; Ronda, Marbella y Loja en 1485 y 1486; en 1487 se rinde Málaga, al año siguiente Almería, luego Baza y por fin Granada. Las sucesivas rendiciones y el final de la guerra originaron un conjunto de capitulaciones en las que se muestra la voluntad tolerante de los Reyes; desde los primeros momentos, los vencidos sólo fueron obligados a entregar las fortalezas y las armas de fuego, permitiéndoseles fijar su residencia y conservar su bienes, posibilitando la salida voluntaria de los que marcharon al norte de Africa. Esta actitud respetuosa de los Reyes Católicos se hizo más notoria en la concesión de derechos y en una generosa amnistía; el reconocimiento de una cultura diferente se significó en la aceptación por parte de los castellanos de las costumbres, ritos y prácticas religiosas; de las autoridades judiciales, administrativas y religiosas musulmanas, y en el respeto a su organización social, régimen hacendístico y, en general, a las formas de vida musulmanas, inviolabilidad del domicilio, respeto a la propiedad privada, libertad en el ejercicio del comercio con Castilla y con el norte de Africa, etc. Estas concesiones, que sólo exigían de los vencidos el reconocimiento de la soberanía de los Reyes, la entrega de cautivos previa compensación económica y la reserva para los castellanos de las administraciones militar y fiscal, también favorecieron a los dirigentes granadinos entregándoles jurisdicciones señoriales y dinero. Tan sólo en las capitulaciones de Granada los Reyes exigieron que en la administración de justicia actuase junto a un juez musulmán otro cristiano, y que se separasen los mercados y las carnicerías. La tolerancia de las capitulaciones fue acompañada de una actuación política en numerosos frentes y decidida a impedir que estallasen problemas derivados del proceso de normalización; la adscripción de Granada a la Corona de Castilla, la concesión del privilegio del voto en Cortes, la organización de la vida municipal, la erección de la archidiócesis de Granada por la bula In eminenti specula concedida por Alejandro VI en octubre de 1492 y, más adelante, la de sus diócesis sufragáneas con sedes en Guadix y en Almería, el traslado de la Chancillería de Ciudad Real a Granada en 1505, la concesión de exenciones fiscales a los repobladores, la entrega de señoríos a la nobleza castellana que había participado en la guerra y una serie de afortunados nombramientos componen las medidas más importantes de una etapa difícil en las relaciones entre vencedores y vencidos. El nombramiento de un virrey y capitán general en la persona de don Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, efectuado el 4 de junio de 1492; de fray Hernando de Talavera, obispo de Avila y confesor de la Reina, como arzobispo de Granada; de Fernando de Zafra, un eficaz secretario de procedencia humilde, a quien se encargó del proceso de reconstrucción y de repoblación del nuevo reino; y de Andrés Calderós, como corregidor de un ayuntamiento mixto formado por cristianos y musulmanes, completan el esfuerzo inicial por no dejar ningún cabo suelto, justo en unos momentos en los que ya había comenzado a manifestarse el descontento castellano por las contribuciones excesivas requeridas por la monarquía para el pago de la guerra. Pronto acabó la tolerancia inicial; primero las diferencias de opinión entre el conde de Tendilla y el arzobispo de Granada, a propósito del método más adecuado para evangelizar a los musulmanes; luego la corrupción en la administración de la justicia y en la concesión de tierras a los repobladores, también el mal entendimiento del virrey con el corregidor, los desacuerdos de la representación musulmana en el municipio granadino, y las diferencias de opinión de Hernando de Talavera con Cisneros, que enfrentaba las posiciones blanda y dura a propósito de la lentitud en la conversión de los moros, contribuyeron a que en 1500 estallase la primera gran protesta por la violación de las capitulaciones. Lo que se debatía era si continuar con los métodos misionales y pacíficos de la conversión, o si sustituirlos por decretos que forzasen a los moros a convertirse a la fe cristiana y, de no hacerlo, a salir de los reinos. Una carta de Jiménez de Cisneros a su cabildo de Toledo, fechada el 23 de diciembre de 1499, señala el fin de la tolerancia: "Ya vos escrevimos como avíamos quedado aquí entre tanto que Sus Altezas llegaban a Sevilla, entendiendo e trabajando en convertir de estos moros a nuestra santa fe catholica, y convertianse tantos que no nos dabamos a manos, y el día de Nuestra Señora de la O, antes de comer, se vinieron a bautiçar trecientas personas. Pero como Satanás siempre procura de estovar todas las cosas buenas, mayormente obra tan santa como esta, el día mismo de Nuestra Señora, y fiesta especial de esa nuestra santa yglesia, a ora de medio día, conmovió a estos infieles para que se alborotasen, de manera que, yendo un alguacil del corregidor encima de una mula, sin facer ni decir le mataron los moros del Albaizin et se levantaron todos et se barrearon e comentaron a quemar las casas que estavan junto con la cerca et tirar con hondas". La rebelión del Albaicín se extendió muy pronto a otras comunidades mudéjares. Durante todo el año 1500 se produjeron revueltas en la Alpujarra, Almería y Ronda, haciendo necesaria la intervención militar del mismo rey. El triunfo castellano no resolvió ninguno de los problemas que la provocaron; desde enero de 1500 comenzaron las conversiones en masa, pero no fue el hecho de la diferenciación religiosa el único que influyó en la rebelión y en los sucesos posteriores. En 1495 y 1499 la Corona exigió a los mudéjares nuevas contribuciones fiscales que no recayeron sobre los pobladores cristianos. Durante los años 1501 y 1502 se desarrollaron nuevas manifestaciones intolerantes; la Inquisición había comenzado a funcionar hacía tiempo: en 1499 se había nombrado inquisidor de Granada a Diego Rodríguez Lucero, y aunque la instalación definitiva de un tribunal en Granada no se llevó a cabo hasta 1526, desde 1500-1501 desarrolló sus actividades desde Córdoba. En octubre de 1501 se ordenó quemar todos los libros relacionados con la religión musulmana y en febrero de 1502 se obligaba a los mudéjares granadinos a decidir entre la conversión al cristianismo y la expulsión. La mayoría de ellos se bautizó a lo largo de un período de tiempo que llegó hasta bien entrado el año 1506. Nuevas capitulaciones que la monarquía suscribió con diferentes comunidades moriscas marcan el cambio de actitud en relación con los problemas derivados de una conversión forzada que hizo fracasar estrepitosamente el viejo ideal evangelizador de fray Hernando de Talavera. La intolerancia comenzó a concretarse en un conjunto de prohibiciones que, pretendiendo acelerar la integración, provocaron el efecto contrario: desde la anulación del régimen fiscal granadino hasta la reglamentación de cómo deberían sacrificarse las reses, un conjunto de medidas afectaron al sustrato cultural y señas de identidad de los granadinos. La limitación del uso de armas, la prohibición de la vestimenta morisca, la elaboración de un catálogo de profesiones y actividades reservadas a los cristianos, vinieron acompañadas de disposiciones que intentaban evitar la relación de los moriscos con los musulmanes del norte de Africa. El 7 de diciembre de 1526 una junta celebrada en Granada decidía radicalizar las prohibiciones y aumentar el grado de intolerancia: la prohibición de la circuncisión, de la lengua árabe hablada o escrita, de la tenencia de esclavos, de los rituales en el sacrificio del ganado, de los vestidos, amuletos, joyas, etc. que tuviesen relación con la religión islámica. El mismo día, el inquisidor de Jaén, el licenciado Juan Yáñez, era trasladado a Granada con el encargo de poner en marcha un tribunal cuya jurisdicción abarcaría todo el territorio del antiguo reino de Granada, el "ganado por los Reyes Católicos".
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Las capitulaciones de conquista -semejantes a las de descubrimiento- consistieron en delegar en un individuo responsable la acción de dominar un territorio indígena insumiso, que luego sería propiedad de la Corona. Dicho individuo corría con todos los gastos de la misma y se beneficiaría con una gran parte del botín que pudiera lograr durante ella. La Corona, como dueña potencial de dicho territorio, imponía las condiciones (demarcación territorial, plazo en que debía realizarse, ciudades que se asentarían en el territorio, etc.) y otorgaba las mercedes que estimaba oportunas (títulos, nombramientos, derecho a repartir tierras y solares, rebajas de derechos, etc.). Recibiría además el quinto real o 20% del botín que se capturase. En cuanto a las encomiendas, fueron decisivas, pues eran lo que realmente movía a los conquistadores. Ninguno de ellos quería vivir de la lanza, como siempre se ha dicho, ni tampoco obtener grandes posesiones de tierra, como igualmente se ha afirmado. Lo que realmente pretendían era vivir como unos señores, sin trabajar (los señores no trabajaban) y a costa de los indios. El conquistador pertenecía, por lo regular, a la ralea de los malditos: soldado sin compañía, villano arruinado, pícaro sin víctimas, criado sin amo, marinero sin barco, segundón o tercerón de familia noble sin oficio ni beneficio, campesino sin tierra, porquerizo sin cerdos, abogado sin pleitos, funcionario sin empleo, etc. Muy pocos habían tenido experiencia militar anterior y los que gozaban de tal entrenamiento eran muy valorados y ponderados. El español se hacía conquistador con el deseo de convertirse en encomendero: lo que de verdad buscaba el soldado conquistador era retirarse después de haber obtenido un buen botín o, lo que es mejor, una encomienda, para no tener que coger la espada en el resto de sus días. Una mezcla de elementos medievales y renacentistas demuestran lo ambivalente de su figura: la imagen señorial constituyó la verdadera obsesión de todo conquistador, pero pocos lograron realizarla. La Corona estuvo en guardia contra las tendencias señoriales que minaban su realengo y cortó muy pronto sus mercedes de títulos nobilarios a los conquistadores. Los primeros encuentros eran terribles y los naturales tomaban entonces la decisión de pactar una alianza -a esto obedecían por lo común la entrega de mujeres a los vencedores-, huir lo más lejos posible o hacerles una guerra de emboscadas, en la que tenían algunas probabilidades de éxito. Los indígenas pertenecientes a culturas formativas, recolectoras y cazadoras, que por lo regular tenían sociedades de tipo tribal luchaban anárquicamente dirigidos por su cacique y eran derrotados fácilmente, huyendo entonces al monte. Los españoles no conseguían nada con su victoria, pues el exterminio de combatientes difícilmente inducía al jefe tribal a solicitar la paz. Aún en el caso de que esto ocurriera, el resultado era siempre mezquino, pues los caciques próximos seguían combatiendo, siendo preciso someterlos uno por uno. Los grandes jefes de las altas culturas azteca o inca o de sociedades muy jerarquizadas fueron comúnmente apresados y sometidos al pago de botines de oro y plata, acabando fácilmente con su resistencia. Se dio así la paradoja de que quienes disponían de infraestructura militar fueron dominados más fácilmente que quienes carecían de ella.
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Tras ocho años de guerra ininterrumpida (58-51), cuyos detalles son universalmente conocidos gracias a sus propios Commentarii de bello Gallico, tan brillantes como parciales, César conquistó un territorio de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con un escalofriante balance: 800 pueblos saqueados, grandes regiones devastadas, un tercio de la población masculina muerta, otro tercio esclavizado y un gigantesco tributo de cuarenta millones de sestercios. El saqueo de los santuarios, las contribuciones de guerra, el botín y las arbitrarias requisas pusieron en las manos de César un río de oro, que habría de servir para aumentar su prestigio, popularidad e influencia. Pero, sobre todo, tras sus victoriosas campañas contaba con un medio de poder sin precedentes en la historia romana: una máquina militar, entrenada y devota, con la que podía afrontar, sin miedo, cualquier coyuntura política. Pero mientras César se encontraba en las Galias, Roma se ahogaba en una atmósfera política irrespirable. La debilitación del poder del Senado por obra de los triunviros había contribuido a la aparición de bandas armadas, que ofrecían sus servicios para controlar reuniones políticas o provocar disturbios en ellas o en la calle. Era Pompeyo, presente en Roma, quien más veía deteriorarse su prestigio e influencia, por lo que, utilizando como mediador a Cicerón, uno de los más prestigiosos representantes de la nobleza senatorial -los optimates-, intentó un acercamiento al Senado, que le proporcionó un poder proconsular (la curia annonae) de cinco años de duración, para dirigir el aprovisionamiento de trigo a la Urbe. El encargo enfrió las relaciones entre los triunviros hasta el límite de la ruptura. Fue César, una vez más, quien cumplió el papel de mediador, consiguiendo la renovación de la alianza en Lucca, una localidad costera tirrena, en el año 56. Según sus términos, Pompeyo y Craso investirían el consulado del año 55 y a su término obtendrían un mando militar en Hispania y Siria, respectivamente. César, por su parte, lograba una prórroga en el mando de las Galias por el mismo periodo de tiempo. El pacto quedaría muy pronto en entredicho por una serie de imponderables. Fue el primero la muerte de Julia y el siguiente matrimonio de Pompeyo con la hija de uno de los más encarnizados enemigos de César. Pero fue más grave todavía la muerte del tercer aliado, Craso, en Siria, en una inútil y descabellada campaña contra los partos (53 a.C.). Mientras, en Roma, el Senado, falto de autoridad y sin un aparato de policía, se veía impotente para mantener el orden en las calles, sumidas en una atmósfera de terror y violencia política como consecuencia de la acción de bandas callejeras, como las de Clodio y Milón. Entre César y Pompeyo, los dos únicos personajes con autoridad y con medios reales de poder para reconducir la situación, el Senado optó por el mal menor y logró atraerse a Pompeyo, nombrándole único cónsul (cónsul sine collega).
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Tras el descubrimiento de Yucatán por Hernández de Córdoba, en 1517 y del que ya hablamos, el gobernador de Cuba don Diego Velázquez solicitó el título de adelantado y gobernador de las tierras descubiertas y preparó otra nueva expedición de descubrimiento y rescate bajo el mando de Juan de Grijalva. Partió de Matanzas en 1518 y repitió la travesía anterior, pero Grijalva continuó descubriendo a partir de Champoton por el seno mexicano hasta la desembocadura del río Tuxpan. Desde allí, regresó a Cuba con abundantes rescates de oro (más de 20.000 pesos después de separado el quinto real) y noticias de que la nueva tierra pertenecía a un poderoso y rico señor que vivía en el interior. Velázquez organizó otro viaje de descubrimiento y rescate, que puso al mando de Hernán Cortés, ahijado, compadre y antiguo secretario suyo. Cortés había participado en la colonización de Santo Domingo y en la conquista de Cuba. Su armada, compuesta de 11 navíos y unos 550 soldados, partió de Cuba el 10 de febrero de 1519. Se dirigió a la isla de Cozumel, donde encontró un español llamado Jerónimo de Aguilar, que llevaba ocho años viviendo entre los indios (era un antiguo poblador de Castilla del Oro, que había naufragado allí). Durante ese tiempo había aprendido la lengua maya, por lo que se convirtió en un eficacísimo colaborador de Cortés. El capitán español prosiguió por la costa de Yucatán hasta Tabasco, donde recaló para hacer aguada y recoger algunos alimentos. Los indios se los dieron de mala gana y le pidieron irse. Cortés ordenó desembarcar y plantarles batalla. Tras la victoria, lograda gracias al espanto que produjeron los caballos, vino la paz, que los indios hicieron, según su costumbre, entregando 20 mujeres a los antiguos enemigos. Entre ellas estaba una joven mexica a la que se bautizó como Marina. Fue la amante de Cortés (madre de Martín Cortés) y otra fiel auxiliar suya, pues sabía náhuatl (a lengua de los aztecas) y maya, el idioma que conocía Aguilar. Los españoles continuaron hacia el norte desde Tabasco y arribaron a San Juan de Ulúa, donde unos indios subieron a bordo y preguntaron por el "tlatoani" o señor. Llevados a presencia de Cortés, le dijeron que su señor Motecuhzoma les mandaba preguntar quiénes eran y qué deseaban. El Capitán contestó que venía a hacer rescates. Al día siguiente recibió unos regalos de piezas de oro, ropa fina y adornos de plumería. Cortés aceptó naturalmente el presente, les dio a cambio algunas baratijas (cuentas de vidrio, una silla y una gorra) y les dijo que deseaba ver a su rey. La entrevista terminó con una exhibición de los caballos corriendo por la playa y con disparos de la artillería. Lo que más impresionó a los aztecas fue, sin embargo, el casco de un soldado, que les recordaba el que tenía su dios de la guerra: Huitzilopochtli. Cortés lo regaló y les dijo que lo trajeran lleno de pepitas de oro. A la semana siguiente volvieron los embajadores con más de cien indios cargados de regalos: dos ruedas de oro y de plata, del tamaño de las de una carreta, el casco lleno de granos de oro, numerosas figurillas del mismo metal, treinta cargas de ropa fina de algodón, plumería, etc. Traían también la respuesta de Motecuhzoma de que le resultaba imposible recibir a Cortés y sugiriéndole irse lo antes posible. El capitán español estaba ya dispuesto a quedarse. Orquestó una farsa con sus soldados más fieles, como resultado de la cual la tropa le pidió desobedecer la orden que traía de Velázquez de limitarse a rescatar y le exigió poblar en aquel lugar que ofrecía tantas riquezas. Cortés fingió sorprenderse y solicitó el plazo de una noche para meditar el asunto. Al día siguiente accedió, pero con la condición de que le nombrasen Capitán General y Justicia, y le dieran el quinto del botín que se obtuviera, una vez sacado el quinto real. Entre el 5 y 10 de julio de 1519, procedió a fundar una población que llamó la Villa Rica de la Veracruz, de la que se eligió Cabildo inmediatamente. A partir de este momento, Cortés se convirtió en un rebelde contra el gobernador Velázquez, quien le denunció ante el Consejo de Indias. El Consejo no dio su fallo hasta el 12 de octubre de 1522, después de conocer la noticia de la conquista de México, y fue injustamente el de rechazar las acusaciones de traición que se le habían formulado. El golpe quedó así legalizado. Desde Veracruz, Cortés pasó al puerto de Quiahuiztla y de allí a Cempoala, cuyo cacique totonaca les recibió amistosamente y se quejó de los impuestos aztecas. De vuelta al puerto hubo un incidente con los recaudadores aztecas, que pedían explicaciones al Cacique por haber albergado a los españoles. Cortés mandó apresar a los recaudadores y luego les puso en libertad, con un mensaje para su Emperador diciéndole que deseaba ser su amigo. Mandó luego reedificar Veracruz, destruyó los ídolos de Cempoala y preparó la marcha al interior. Para no dejar enemigos a sus espaldas (en su hueste había muchos velazquistas), ordenó destruir las naves. Sacaron a tierra todo lo que tenía algún valor y las pusieron de través. Los cien marineros incrementaron la hueste conquistadora, que se integró así con 400 infantes y 15 ó 16 jinetes. A ella se añadieron 1.300 indios totonacas y 7 piezas de artillería. En Veracruz quedaron 150 enfermos o inútiles, bajo el mando de Juan Gutiérrez de Escalante. Los españoles partieron el 16 de agosto de 1519 con dirección a Tlaxcala, por consejo del cacique de Cempoala, quien había asegurado a Cortés que era un pueblo enemigo de los aztecas y con el que podría aliarse. Al llegar allí fue recibido con hostilidad. Los españoles lograron detener las cargas del enemigo y al fin entraron en la capital (Tizatlán) como amigos. Después de descansar 20 días, y reforzados con miles de guerreros tlaxcaltecas, prosiguieron hacia Cholula, la ciudad santa azteca, donde Motecuhzoma tenía preparada una encerrona. Salieron con bien de ella después de hacer una enorme matanza de naturales, y alcanzaron finalmente Tenochtitlan el 8 de noviembre de 1519. Se trataba de una bellísima ciudad, en el centro de unos lagos y unida a la tierra firme por tres calzadas. Entraron en ella por la calzada de Ixtapalapa, en la que se agolpaba la multitud para verles. Allí les recibió Motecuhzoma, que venía en andas, rodeado de señores y con un ceremonial espectacular. Los españoles estaban tan asombrados por lo que veían que aquello les parecía, según dice Bernal "las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís". El monarca azteca les condujo al centro de la ciudad y les alojó en el antiguo palacio de su padre Axayácatl. Al día siguiente, Cortés correspondió visitando a Motecuhzoma e invitándole a abandonar sus dioses, lo que pareció inexplicable al tlatoani, que pensaba que los españoles eran descendientes de Quetzalcoatl, una divinidad de su pueblo. El cuarto día Cortés pidió permiso para visitar la ciudad. Motecuhzoma le acompañó personalmente, llevándole al gran templo, desde donde la divisó a vista de pájaro. Cortés volvió a decir al Emperador que debía abandonar sus dioses y Motecuhzoma comprendió al fin que los extranjeros eran sus enemigos. Disgustado, mandó a Cortés regresar a su palacio, mientras él se quedaba allí desagraviando a los dioses por haber llevado a los españoles al templo. Cortés había destruido su propio mito. Consciente entonces de su debilidad, dio un golpe audaz apoderándose por sorpresa de Motecuhzoma, a quien llevó preso a su palacio. Vino luego el reparto del botín encontrado en el palacio de Axayácatl, que en opinión de Bernal ascendía a unos 600.000 pesos. Poco después, Motecuhzoma enseñó a Cortés unas escrituras (pictografías aztecas) que había recibido en las que se decía que habían llegado a Ulúa otros españoles para prenderle y matarle. Se trataba de una fuerza de 1.400 hombres, 80 jinetes y 10 ó 12 cañones que Velázquez había enviado en 19 naves bajo el mando de Pánfilo de Narváez para someter al rebelde. Hernán Cortés comprendió que no podía esperar la llegada de Narváez a Tenochtitlan, donde le derrotaría con facilidad ayudado por los aztecas. También comprendió que si se marchaba de la capital azteca no iba a poder volver a ella, dadas sus condiciones defensivas. Decidió entonces partir al encuentro de su enemigo con sólo 80 hombres y dejar en Tenochtitlan los 120 restantes bajo el mando de Alvarado. En el camino hacia la costa fue enviando regalos de oro a los recién llegados para convencerles de lo inútil de pelear en una tierra tan rica, donde había para todos. El encuentro fue un simple combate de una hora en el que apenas hubo bajas. Cortés fue aclamado jefe de una poderosa fuerza armada, con la que pensó dominar fácilmente a los aztecas. Al regresar a Tenochtitlan comprobó que las cosas habían empeorado. Los hombres de Alvarado y los suyos quedaron sitiados por los guerreros enemigos en el palacio de Axayácatl. Para aliviar la tensión, mandó a Motecuhzoma que se asomase a una terraza y pidiese a su pueblo deponer las armas, pero le contestaron que ya no era su tlatoanií, sino su primo Cuitláhuac, que había sido elegido por el tlalocan o consejo. Los naturales tiraron piedras contra los españoles y una de ellas le dio a Motecuhzoma, que murió a consecuencia de la herida el 29 ó 30 de junio de 1520. Recrudecidos los combates, Cortés decidió evacuar la ciudad la noche del 30 de junio. El capitán dispuso bien la operación, pero fue un desastre, porque los indios atacaron a los invasores con canoas cuando éstos se encontraban en la calzada saliendo de la capital. La vanguardia se salvó, pero el centro del ejército y la retaguardia sucumbieron íntegramente. Perecieron cerca de 800 españoles y 5.000 indios aliados, además de 40 caballos. Tras abandonar la ciudad, siguieron huyendo con dirección a Tlaxcala. En Otumba lograron volverse contra sus perseguidores e infligirles una pequeña derrota, que levantó algo la moral. Refugiado en Tlaxcala, preparó un plan de conquista de Tenochtitlan. Buscó alianzas, disciplinó la tropa (prohibió el juego) y mandó construir unos bergantines por piezas, que trasladó luego a orillas del lago de Texcoco, donde los ensambló y botó (abril de 1521). De esta forma pudo sitiar la capital azteca. Luego mandó cortar el agua del acueducto de Chapultepec. Finalmente, el 30 de junio de 1521, dispuso un ataque general por las tres calzadas. Los aztecas resistieron heroicamente hasta el 13 de agosto de aquel año, cuando la ciudad se rindió a los españoles. Un bergantín capturó una canoa en la que huía Cuaúhtemoc, el monarca que había sucedido a Cuitláhuac. Fue llevado a presencia de Cortés, quien le retuvo prácticamente preso, si bien rodeado de consideraciones. Hernán Cortés emprendió de inmediato la reconstrucción de Tenochtitlan para convertirla en la capital de la Nueva España, territorio destinado a convertirse en el primer virreinato de las Indias.