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La conquista cristiana en 1149 supuso para Lleida la recuperación del antiguo episcopado. Inicialmente, la hasta entonces mezquita debió de ser convertida en la nueva sede de la diócesis (Santa Maria in Sede), cuya ubicación exacta es difícil precisar. Hacia la última década del siglo XII, en la misma colina que preside la ciudad, y en el marco de la Roca Mitjana, empezaron a efectuarse compras de terrenos con el fin de emplazar allí un nuevo conjunto catedralicio. Simultáneamente, Pere de Coma aparece ya relacionado con el proyecto de la nueva catedral, habiendo llegado a Lleida hacia 1180 y comprometido con la obra desde 1193. Diez años más tarde debió de tener lugar la solemne colocación de la primera piedra, según el epígrafe que se encuentra en el crucero del edificio, junto al lado del Evangelio del presbiterio. Son importantes las referencias al obispo Gombau de Camporrells, y a Pere de Coma como magister y fabricator, a la vez que aparece un Berenguer como operarius. Cabe destacar que en dicha lápida, que fue perdida y reapareció en 1859, han sido detectadas ciertas irregularidades que hacen poner en duda su total originalidad. Se trate o no de una copia o falsificación posterior, la fecha de 1203 tampoco se contradice con lo que da a la luz el análisis de los primeros pasos de la construcción. La consagración en 1278 marcaría el límite aproximado para el fin de las obras de la iglesia. El conjunto catedralicio, en su resultado global exceptuando cambios posteriores al siglo XIII, es el de una iglesia de dimensiones considerables, de planta de cruz con cabecera escalonada, provista de cinco ábsides, amplio transepto y tres naves. Esta disposición se ha considerado como una variante de la cabecera de tipo benedictino, a causa de la necesidad de contar con más capillas, solucionada con su apertura en los brazos del transepto. Las catedrales de Tarragona y de Orense, entre otras, siguen un esquema similar. En el crucero se levanta el cimborrio, de sección octogonal y sostenido sobre trompas, constituyéndose en una de las principales entradas de luz. El claustro se encuentra a los pies, comunicándose con las naves a través de tres puertas, en una ubicación excepcional que parece obedecer a razones topográficas; en su ala meridional se abre un mirador que altera la imagen habitual del espacio claustral, mientras que el lado opuesto, el espacio llamado Santa Maria L'Antiga, se corresponde con las dependencias canonicales. Entre las modificaciones que se produjeron a partir de la disposición original hay que destacar las que afectaron a los ábsides laterales, abiertos en los brazos del transepto. Solamente una de las capillas, la de Les Neus, primitivamente dedicada a Santiago, contigua al presbiterio del lado del Evangelio, mantiene el tramo preabsidal y el semicírculo iniciales; a su izquierda, la de San Antolín, luego transformada en 1397 y llamada de La Gralla, fue destruida a causa de una explosión en 1812. En el lado sur, la interior, inicialmente dedicada a San Pedro, fue rehecha en el siglo XIV por los Montcada; a su lado, la de La Concepció o de Colom también se renovó durante el siglo XIV. A pesar de ello, se conserva la embocadura de todas ellas. Otras capillas fueron sucesivamente construidas a lo largo de las naves. Siempre se destacó de la seo el uso de pilares cruciformes con pares de columnas adosadas como elemento sustentante, así como de la bóveda de crucería. A grandes rasgos, todo respondería a las novedades que encontramos también en conjuntos más o menos contemporáneos como la catedral de Tarragona o, fuera de Cataluña, la colegiata de Tudela, a cuya consagración asistió precisamente el arzobispo tarraconense, Ramón de Rocaberti, en 1204. No debemos olvidar las experiencias llevadas a cabo en los monasterios cistercienses que, como sabemos, constituyen las otras grandes empresas constructivas de la época. Recientemente se ha intentado hallar una explicación a ciertas diferencias y posibles incoherencias en el resultado final, que hacen pensar en alteraciones respecto al proyecto inicial, en lo que sería una adaptación de soluciones góticas a los elementos románicos de la idea precedente. Así, la solución de los pares de columnas adosadas a los pilares cruciformes, que tradicionalmente se había interpretado como un rasgo característico de lo que se denominaba arquitectura hispanolenguadociana, puede responder a otro concepto. De hecho, se ha visto en el núcleo del esquema el pilar cruciforme, un elemento tradicional en Cataluña desde el siglo XI, con lo que la utilización de las columnas, no sólo en los extremos sino también en los codillos de dichos pilares, puede constituir el equivalente al ambiente decorativista del 1200. Hasta aquí, como en el sistema de soporte aplicado al cimborrio (a través de las trompas), parece que nos encontramos ante un proyecto calificado como románico. Iniciado este proyecto, que determinaría la planta y los soportes, se llegaría a la decisión de cubrir el edificio con un sistema gótico, la bóveda de crucería. La base de esta idea está en la observación de que el doblado previsto inicialmente para los arcos formeros se sacrifica para que las columnillas de los codillos den soporte a los nervios de la crucería. Este sería el resultado de una hábil adaptación al sistema de soportes existente. El aspecto exterior del edificio viene marcado por la anchura del transepto y la altura del cimborrio. Este último elemento, con una estructura similar, se repetirá en otros monumentos contemporáneos: tal es el caso de la catedral de Tarragona, el del monasterio de Sant Cugat del Vallés, y el del monasterio cisterciense femenino de Santa María de Vallbona de les Monges. En general, estos cuerpos han sido fechados más allá de mediados del siglo XIII. El tratamiento mural mantiene una cierta austeridad, a pesar de las columnillas y los detalles decorativos de los ventanales, marcada por los contrafuertes anchos y escasamente salientes. En el transepto sur, el cuerpo resaltado de la puerta de La Anunciata contrasta con la severidad del conjunto. Dicho carácter varía sensiblemente en una visión longitudinal de toda la seo, con el mirador del claustro y la torre campanario, ésta acabada en el siglo XV que dan airosidad y ligereza a esta parte. Difícilmente se pueden precisar las fechas en que se produjeron los cambios más significativos en el desarrollo de la construcción y de los posibles proyectos. Hacia 1220 debió morir Pere de Coma, fecha en que el avance sería significativo, pero se desconocen los nombres de sus sucesores, a pesar de haberse especulado con los de un Berenguer de Coma. Desapareció la lápida que aludía a la consagración de la iglesia, el 1278, en época del obispo Guillem de Montcada, que se encontraba encima de la puerta central de los pies, dando al claustro. En aquellos momentos, el artífice de las obras era Pere de Pennafreita.
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Los biógrafos de los Reyes Católicos suelen atribuir a su genio personal y a su habilidad diplomática la construcción de una estrategia familiar que produjo durante su vida una importante presencia hispana en el conjunto de relaciones entre los distintos Estados europeos y con el Papado, y que desembocó en una herencia de singulares proporciones. La práctica de una estrategia familiar orientada a emparentar con las principales casas nobiliarias y con las dinastías reales no era nueva; sirvan como ejemplo dos de las muchas situaciones precedentes: los padres de Fernando el Católico, Juan II de Aragón y Juana Enríquez, hija del Almirante de Castilla, planearon el destino de su hija Juana de Aragón, tercera de las hermanas que tuvo Fernando, hasta cuatro veces. Juana de Aragón, que había nacido en 1455, fue ofertada a un hermano del rey Enrique IV, después al duque de Berry, hermano de Luis XI, más adelante a Federico, hijo de Fernando I de Nápoles y, por fin, lograron casarla con Fernando I de Nápoles. Algo semejante ocurrió con la misma Isabel la Católica; antes de contraer matrimonio con Fernando, se estudió la posibilidad de que lo hiciese con el rey de Portugal, el duque de Berry y Ricardo de Gloucester, hermano de Eduardo IV de Inglaterra. Esta estrategia, común en todas las cortes europeas, además de revelar la necesidad de cimentar las relaciones internacionales con relaciones personales, originó situaciones muy complejas que a su vez señalan la práctica de una fuerte endogamia, necesaria para intentar mantener unas relaciones diplomáticas más basadas en la desconfianza mutua que en la colaboración formal. Como resultado, las estrategias de las familias reales necesitaron recurrir al Papado en busca de múltiples dispensas que resolviesen los frecuentes impedimentos de parentesco. Además, dicha estrategia afectó también a los hijos procedentes de relaciones extraconyugales; sin salirnos del ejemplo de la familia de Fernando el Católico, su padre Juan II de Aragón, que contrajo dos matrimonios, primero con Blanca de Navarra y después con la ya citada Juana Enríquez, además de los siete hijos legítimos contabilizados entre los dos matrimonios, tuvo otros cinco hijos de relaciones extraconyugales, algunas de las cuales no fueron episódicas. De estos cinco hijos, uno fue conde de Ribagorza, otro fue arzobispo de Zaragoza, y su hija Leonor fue casada con Luis de Beaumont, conde de Lerín y condestable de Navarra. Los otros dos, Fernando y María, murieron siendo niños. Los ejemplos podrían multiplicarse por detrás, por delante y durante el tiempo al que se refiere esta historia. En la propia familia nuclear de los Reyes Católicos el destino de algunos de los hijos exigió la intervención pontificia, también se decidió la estrategia que había que seguir con los hijos bastardos de Fernando, y hasta tuvieron que hacer frente a un caso de divorcio. Los Reyes Católicos tuvieron cinco hijos, de los que cuatro fueron mujeres, y sólo uno varón, el malogrado príncipe don Juan; intereses interiores relacionados con la pacificación de los bandos nobiliarios, y exteriores, significados por una política de buena vecindad, contribuyeron a que el destino de sus hijos se orientase a contratos matrimoniales muy particulares en cuyo fondo existieron tres decorados: el Atlántico, el Mediterráneo y la relación con los países rivales, singularmente con Francia, a la que los Reyes trataban de aislar por la competencia que ambas monarquías mantenían respecto de los territorios italianos. Con esta finalidad han de entenderse las bodas de sus hijas Isabel y María, que relacionaron a la Monarquía Católica con Portugal: la hija mayor, Isabel, casaría con el infante portugués don Alfonso, y cuando murió éste, con el rey don Manuel. A la muerte de Isabel, ocupó su lugar su hermana María, que hacía el cuarto lugar en el total de hijos habidos por los reyes. Los otros tres hijos permitieron estrechar las relaciones con el imperio y con Inglaterra; Juan y Juana contrajeron matrimonios con Margarita de Austria y con Felipe de Borgoña, el Hermoso, ambos nietos del emperador Maximiliano de Austria, y la más joven de la descendencia legítima, Catalina, lo hizo primero con Arturo y después con Enrique VIII de Inglaterra. La práctica de los matrimonios dobles era frecuente; Maximiliano de Austria preparó en 1507 una doble alianza matrimonial que afectaría a otros dos de sus nietos: María de Habsburgo casaría con Luis, heredero de la corona de Hungría, y su hermana Ana de Hungría lo haría con Fernando de Austria. Tanto las alianzas matrimoniales con Castilla como las realizadas con Hungría acabaron beneficiando a los nietos del emperador Maximiliano. En la historia de la familia todas las estrategias, pese a los intereses del dirigismo que ejercitó la patria potestad, no acabaron igual, y las que terminaron bien en apariencia, contribuyeron a que se produjeran nuevas e importantes complicaciones. A largo plazo, y sólo concediéndole el valor de una simple invocación, que en ocasiones resulta ser accesoria, las reivindicaciones dinásticas y sucesorias se produjeron dentro de un marco mucho más amplio que siempre estuvo presidido por otro conjunto de problemas: la política seguida con Portugal -que es anexionado a la Corona de Castilla en 1580-; con Inglaterra, que exigió la intervención hispánica más conocida por uno de sus episodios más llamativos, el del desastre naval de su flota; con el Imperio, con las sociedades controladas en Italia, o con los Países Bajos, la estrategia familiar de los Reyes Católicos también ha de dejar su hueco a una interpretación menos triunfalista que permita relacionar lo que se ha denominado justamente imperio español con las bases que lo hicieron posible. Y es que en toda cuenta de resultados, desde otras perspectivas además de las que produce nuestra visión del tiempo presente, deben colocarse en cada columna contable los éxitos y los fracasos. La singular herencia de Carlos, nacido en Gante en 1500, vino propiciada por una cadena de infortunios; el príncipe don Juan murió en 1497, malográndose además el resultado del embarazo de su mujer Margarita que dio a luz una niña muerta, y al año siguiente, en 1498, murió la hija primogénita Isabel, y dos años más tarde, su hijo Miguel que había sido jurado como heredero por Castilla, Aragón y Portugal. Desde 1502, en que son proclamados herederos Juana y Felipe el Hermoso, hasta el otoño de 1517, año en el que viene a Castilla el que va a ser emperador Carlos, primero la enfermedad de Juana y después la muerte de su marido, dejaron a Carlos como heredero de todos los Estados, y desde la muerte de su abuelo paterno Maximiliano, emperador del Sacro Imperio. La llegada a este final no fue nada fácil; una complicada red de intereses, agravados por la muerte de Felipe el Hermoso, hizo muy dudosa la candidatura de Carlos al trono castellano, que realmente ocupaba su madre doña Juana. Castilla y los Países Bajos se convirtieron en escenarios de estrategias dinásticas enfrentadas; por un lado, el emperador Maximiliano, a la muerte de Felipe el Hermoso, nombró a su hija Margarita regente de los Países Bajos, quien además de encargarse activamente de la educación de Carlos, sirvió con la oposición de la nobleza local y de los personajes que rodeaban al futuro emperador a los intereses antifranceses de Fernando el Católico. Por otro lado, en Castilla, la incapacidad de la reina doña Juana dejó a Fernando el Católico con la libertad suficiente para desear que fuese Fernando quien le sucediese en Castilla, y antes, entre 1506 y 1511, a pensar en un heredero de sus reinos orientales en el fruto de su matrimonio con Germana de Foix. Sólo a partir de 1515, con el fin de la regencia de Margarita de Austria en los Países Bajos y el triunfo diplomático de los consejeros de Carlos ante Fernando y Cisneros, inclinó definitivamente la balanza en beneficio de Carlos. Medio siglo separa la última voluntad de Isabel la Católica de la de su nieto, y cuando Carlos V hace su testamento en 1554, casi triplica el número de títulos que heredó de sus abuelos: "Emperador de los Romanos, Augusto Rey de Alemaña, de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Secilias, de Hierusalem, de Ungría, de Dalmaçia, de Croacia, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galizia, de Sevilla, de Mallorca, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algezira, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias, islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante, de Lothoringia, de Carintia, de Carniola, de Linburj, de Luçenburg, de Gueldres, de Athenas, de Neopatria, Conde de Barcelona, de Flandes, de Tírol, de Auspurg, de Arthois y de Borgoña, Palatino de Henao, de Olandia, de Zelandia, de Ferrete, de Friburg, de Hanurg, de Rosellón, de Hutfania, Langrave de Alsacia, Marqués de Burgonia y del Sacro Romano Imperio, de Oristán y de Gociano, Príncipe de Cataluña y de Suevia, Señor de Frisia, de la Marcha Esclavonia, de Puerto Haon, de Vizcaya, de Molina, de Salinas, de Tripol y de Malinas, etc". Esta gran herencia, que no sólo ha de atribuirse a la estrategia familiar desarrollada por los Reyes Católicos, sino también a las guerras de conquista, a la actividad diplomática ante las cortes europeas y el Papado, y al descubrimiento de las islas y continente americano, constituye el punto de partida del gobierno de una dinastía extranjera que se proyectó como un imperio universal. Su fundamental base social y económica fueron los territorios peninsulares e insulares de un complejo de Estados, Castilla, Aragón, Navarra, sobre los que previamente se había desarrollado la tarea de gobierno de la reina Isabel y del rey Fernando.
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Buscar un comienzo verosímil para describir la arquitectura contemporánea plantea tantos problemas como intenciones puedan esconderse en cada historiador. Lo hemos podido comprobar tanto en las historias canónicas, en las que se insistía en diferentes pioneros, como en otras más recientes y críticas en las que el comienzo teórico y figurativo se establecía en torno a 1750, pero también hay quien lo ha situado convincentemente en las últimas décadas del siglo XVII francés, sobre todo en relación a la propia crisis del Clasicismo contenida y planteada en la famosa quérelle entre antiguos y modernos. En términos aparentemente cronológicos también puede afirmarse que la arquitectura contemporánea comienza en 1900, aunque se trata de una fecha que significa demasiadas cosas a la vez.En efecto, porque desde la atalaya de ese año el origen de la arquitectura contemporánea podría situarse en fenómenos con frecuencia contradictorios entre sí, ya se trate del Art Nouveau, de la tradición Beaux-Arts, de las diferentes permanencias de lo Clásico, de las tradiciones vernáculas, de los modernos debates entre arquitectura y técnica propiciados por la revolución industrial y los cambios sufridos en las técnicas de la construcción. Pero también las nuevas condiciones sociales y urbanísticas, la nueva idea de la metrópoli, las tradiciones académicas, populares o historicistas, pueden constituir una buena excusa para las diferentes historias que se cruzan o coinciden a lo largo del siglo XX. Y, en este contexto histórico y metodológico, no parece inoportuno elegir como posible origen una decisión formal que también es histórica y, en cierta medida, excepcional. Me refiero a la arquitectura vienesa de comienzos de siglo.
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Junto a esta hornada de artistas reclutados en Epidauro y Atenas, los agentes de Mausolo cuidaron de llevar a Halicarnaso a otros dos maestros, arquitectos y escultores a la vez, más vinculados en principio al mundo jonio y oriental. Uno de ellos sería Sátiro de Paros, cuya trayectoria anterior al Mausoleo desconocemos, a no ser que sea el mismo Sátiro que trasladó en Egipto un obelisco Nilo abajo desde su cantera (Plinio, NH, XXXVI, 67, 68). El otro era Piteo, destinado a convertirse con el tiempo en un gran tratadista de la arquitectura, pero también desconocido hasta entonces. Una vez reunidos todos en la capital de Caria, se plantearía la división de funciones. Los arquitectos serían Sátiro y Piteo, sin duda con la colaboración de Escopas, y la escultura se dividiría de la siguiente forma, según nos relata Plinio: "La parte que da a oriente la esculpió Escopas, la de septentrión Briaxis, Timoteo, la del mediodía, y la de poniente, Leócares... También tuvo acceso un quinto artista; pues por encima de la columnata se eleva una pirámide de la misma altura que la parte del edificio que está por debajo de ella, que va estrechándose hasta el vértice en 24 escalones. En su parte más elevada hay una cuadriga de mármol obra de Pitis" (y Piteo) (NH, XXXVI, 31; trad. de M.? E. Torrego). Dado el lastimoso estado en que ha sido descubierto el Mausoleo, sigue siendo un verdadero problema reconstruir idealmente su aspecto, aun exprimiendo hasta el máximo los datos arqueológicos y los que proporcionan las fuentes escritas. Estas últimas parecen bastante concretas, sobre todo por lo que se refiere a las medidas: "De sur a norte se extiende a lo largo de 63 pies (un pie mide unos 30 cm), más estrecho por el frente; su perímetro es de 440 pies. Tiene 25 codos de altura (el codo mide un pie y medio) y está ceñido por 36 columnas... Si se incluye la cuadriga, la altura total del edificio es de ciento cuarenta pies" (Plinio, NH, XXXVI, 30). Pero en realidad se plantean dudas insolubles, y hay que utilizar a título orientativo edificios semejantes, como el Monumento de las Nereidas. Aunque muchos detalles se nos escapen, no cabe duda que el Mausoleo fue una obra esencial en la resurrección del orden jónico, comenzada precisamente por entonces. Coincide, en efecto, con el inicio de la reconstrucción del inmenso templo dedicado a Artemis en Efeso, quemado por un loco en el 356 a. C. Pero, mientras que en este último caso la obra se hizo siguiendo fielmente los planos del destruido santuario arcaico, y simplemente realzando su infraestructura, en el Mausoleo se plantearon con seguridad diversas novedades, por ejemplo en el diseño de los capiteles, y hubo que buscar soluciones originales para un tipo de edificio que, a esa escala, resultaba completamente nuevo. Por lo que a la decoración escultórica se refiere, era muy profusa: aparte de la cuadriga que coronaba el conjunto (obra de Piteo, como hemos visto, y bastante seca por los restos que nos han llegado), había otras figuras exentas (unos leones que ocupaban probablemente los intercolumnios, unos grupos con tema cinegético y de sacrificio que estarían fuera del monumento propiamente dicho, varios retratos de cuerpo entero, de los que conocemos bien dos, los llamados convencionalmente Mausolo y Artemisia), y, finalmente, en torno al cuerpo del edificio se desarrollaban tres frisos: una Centauromaquia, una carrera de carros y -lo mejor conservado de todo- una Amazonomaquia. No es momento aquí de adentramos en agudas y resbaladizas distinciones estilísticas para intentar adjudicar a cada uno de los escultores los diversos fragmentos llegados hasta nosotros y conservados, casi todos ellos, en el Museo Británico. Para dar idea de la complejidad de las disquisiciones a que la crítica ha llegado en este punto, bastará recordar la teoría de Buschor, según la cual el Mausoleo se abandonaría antes de acabarse, poco después del 350 a. C., y los escultores retornarían para terminarlo en 333 a. C., ya en un estadio más evolucionado de sus respectivos estilos. Sin embargo, casi por encima de las diferencias, lo que más asombra es la relativa homogeneidad del conjunto, prueba, como en Epidauro, del intento unificador que se daba en las grandes obras colectivas. En estas ocasiones, solía tomar el mando del conjunto uno de los artistas (posiblemente Escopas en nuestro caso), se imponían normativas rígidas (por ejemplo, la sistemática organización del friso de la Amazonomaquia a base de diagonales y de posturas geométricas relativamente simples), y tendían a limarse las peculiaridades personales. Si a ello añadimos que, en el caso del Mausoleo, al menos dos de sus escultores se hallaban al principio de su carrera, con un estilo aún sin definir, y que Timoteo, como mostró en la Leda, no estaba cerrado a las novedades del siglo IV, haremos bien en ser humildes a la hora de planteamos atribuciones concretas. El Mausoleo fue, para todos los que en él trabajaron, un verdadero trampolín hacia la fama. Sátiro y Piteo escribieron un libro sobre el monumento y, retomando de nuevo las palabras de Plinio, "la reina (Artemisia) murió antes de que estuviera acabado (se fecha su muerte en 350 a. C.), pero, a pesar de ello, la obra no se paró hasta que estuvo concluida, pues ya los propios artistas se dieron cuenta de que éste era un monumento a su propio arte y gloria" (NH, XXXVI, 31). Salvo el anciano Timoteo, todos los demás recibirían numerosos encargos tanto en Asia como en la Grecia Propia.
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El período de regencia teodoriciana (511-526), conocido como intermedio ostrogodo, marcó el intento de sometimiento de Hispania a la corte ostrogoda itálica. La posesión, por parte de Teodorico, del tesoro real visigodo, jugó un papel relevante en la legitimidad de Amalarico como único rey visigodo. También tuvo su importancia para anexionar los territorios visigodos de la Gallia a la Italia ostrogoda la restitución de la prefectura de las Galias en Arlés. La política gubernamental y económica de Teodorico no estuvo falta de opositores feroces como Teudis, general ostrogodo que se había casado con una noble hispanorromana propietaria de grandes extensiones de tierras, gracias a la cual pudo organizar un ejército privado de 2.000 hombres. Amalarico tomó el poder a la muerte de su abuelo en el año 525, renunció a los territorios de la Provenza pero no a los de la Narbonense, liberó a Hispania del pago de tributos a Italia, recuperó el tesoro real y quiso asegurarse unas buenas relaciones con los francos. Por ello se casó con la hija de Clodoveo y hermana de Childeberto, Clotilde. Clotilde, defensora ferviente del catolicismo, llevó a cabo vanos intentos para convertir al rey. Amalarico la maltrató y Childeberto la vengó. Ambos monarcas se enfrentaron en Narbona y Amalarico fue vencido. Fugitivo, es asesinado -probablemente por sus propias tropas- en Barcelona en el año 531. La política de alianzas franco-visigodas será concebida por los diferentes monarcas como un vehículo de poder para relativizar las ofensivas militares y las políticas expansionistas a ambos lados de los Pirineos. Teudis, que gozaba del apoyo de muchos nobles visigodos e hispanorromanos, fue elegido rey. Con la idea clara de levantar un reino en Hispania trasladó definitivamente la capital de Narbo a Barcino. La principal tarea de Teudis fue el sometimiento de los diferentes territorios de la Península Ibérica, y para ello tuvo que hacer frente a los importantes avances francos en la Tarraconense. Las expediciones militares de Clotario y Childeberto consiguieron sitiar durante más de cinco semanas a Caesaraugusta (Zaragoza), pero fueron aniquilados por el general Teudiselo en su retirada hacia el Pirineo. Viendo la amenaza que suponían las tropas bizantinas dirigidas por Belisario en el Mediterráneo, Teudis creyó necesario establecer un control de la línea costera de la Bética y conquistar uno de los lugares más estratégicos, la ciudad de Septem (Ceuta). Los intentos fueron vanos y Septem, junto con el control del fretum gaditanum, quedó en manos de los bizantinos. Poco después, en el año 548, Teudis fue asesinado y sucedido por el breve reinado de Teudiselo (548-549), que fue a su vez muerto en Hispalis (Sevilla). En aquel momento la capital fue trasladada de Barcino a Hispalis y Agila proclamado rey. La Bética siempre había sentido gran hostilidad a la presencia de los pueblos germánicos y orientales y por ello las sublevaciones y resistencia encabezadas por la aristocracia hispanorromana, que seguía ostentando la administración provincial, fueron continuas. Agila tuvo que hacer frente a una de estas rebeliones en el año 550 en Corduba donde fue derrotado, habiendo profanado antes la tumba del mártir Acisclo, lo que muestra a la vez el enfrentamiento entre católicos y arrianos. Huyó a Emerita Augusta (Mérida) donde estableció su corte. A los pocos meses, un noble de origen visigodo, Atanagildo, se proclamó rey frente a Agila. La guerra civil entre los dos posibles gobernantes no tardó en estallar. Atanagildo, apoyado sólo por algunos sectores de la aristocracia hispanorromana de la Bética, para mantener un posible gobierno, tuvo que solicitar la ayuda de uno de los enemigos más peligrosos, los bizantinos. El calificativo de peligrosos no es excesivo cuando se tiene en cuenta que el emperador Justiniano estaba llevando a cabo su política expansionista basada en la renovatio Imperii, anexionándose una gran parte de los territorios de la cuenca mediterránea. Los bizantinos, al mando de Liberio, desembarcaron en la costa, aunque se discute si fue en las cercanías de Hispalis o bien en Malaca. Atanagildo se hallaba acuartelado en Hispalis y ambos ejércitos vencieron a Agila en las cercanías de dicha ciudad. El vencido se refugió con su ejército, llevando consigo el tesoro real, en la ciudad de Emerita Augusta, pero al cabo de dos años fue asesinado por sus propios partidarios, que se unieron al nuevo monarca. A pesar de la victoria, Atanagildo tuvo que hacer frente durante todo su reinado a los bizantinos, que habían enviado nuevas tropas a Carthago Spartaria (Cartagena). Los continuos enfrentamientos no consiguieron su expulsión, al contrario, los bizantinos ampliaron cada vez más sus conquistas en toda la franja costera de la Baetica y la Carthaginensis. La presencia de las tropas militares justinianeas en el sur de la Península, desde el año 554 hasta el 624, marcó definitivamente el posterior desarrollo del reino visigodo. Por otra parte la provincia bizantina de Spania pasará a ser un punto esencial en la política mediterránea de Justiniano, porque le permitía controlar el Mare Balearicum y el Mare Ibericum, es decir, sus posesiones en el norte de Africa y en Italia. Esta política de control estratégico llevó a instalar la capital de la nueva provincia bizantina en Carthago Spartaria que, además de una situación topográfica clave para su defensa, contaba con un excelente puerto. El gobierno de esta provincia estuvo al mando de un magister militum Spaniae, que tenía a su vez funciones civiles y militares. La presencia de bizantinos en determinadas ciudades debió favorecer también algunas relaciones mercantiles. Las ciudades de Lucentum, Iliici, Lorica, Basti, Acci, Mentesa (?), Iliberris, Egabrum, Tucci, Corduba, Astigi, Carteia, Gades, Mpla, Hispalis y Lacobriga, estuvieron probablemente bajo el dominio bizantino al menos hasta el año 589. Y también lo estuvieron con posterioridad a dicha fecha las regiones integradas en la Mauretania Secunda, el territorio de las islas Baleares y las ciudades de Dianium, Illici, Bigastrum, Urci, Adra, Asidona, Malaca, Ossonoba y evidentemente Carthago Spartaria. Además de la presencia de una población militar y administrativa en las ciudades, hubo con seguridad bizantinos en ámbitos rurales, establecidos mayoritariamente en los castra y castella de tipo defensivo. Las posesiones bizantinas no serán eliminadas hasta Suintila, que recuperó los diferentes territorios de la Bética y la Cartaginense, las cuales, a pesar de las continuas ofensivas que habían llevado a cabo los monarcas visigodos, especialmente Leovigildo, Witerico y Sisebuto, seguían sometidas a las tropas justinianeas. Cuando la capital del reino visigodo fue trasladada a Emerita Augusta y después, muy posiblemente, con Atanagildo en el año 567 a Toletum, la Bética perderá en cierto modo su representatividad -pero no por ello su rebeldía- durante un corto período de tiempo, aunque la atención será de nuevo fijada con el conflicto político-religioso entre Hermenegildo, Leovigildo y Recaredo, que veremos más adelante.
contexto
Tras la independencia se imponía la organización de los Estados, en un proceso que debía reemplazar la estructura colonial por nuevos organismos y para ello las oligarquías y los funcionarios afines a las mismas ocuparon los puestos vacantes ante el cambio de sistema político. La lucha ideológica, agotado rápidamente el debate sobre la forma republicana de gobierno, se centró en dos opciones. La primera entre liberales y conservadores, con una frontera muy tenue entre ambos, que muchas veces se expresaba en cuestiones religiosas o educativas y no en problemas políticos o ideológicos, aunque los enfrentamientos terminaran en guerras abiertas. La segunda, federalismo o centralismo, giraba en torno a la organización administrativa del país y al modelo a aplicar.El principal problema consistía en saber qué sector, o sectores, de la oligarquía nacional se quedaba con el poder, subordinando a los demás a su proyecto. La defensa de determinados criterios doctrinarios, como el intento de transplantar un modelo constitucional determinado, ocupó un lugar secundario en la discusión, ya que las definiciones valían más para diferenciarse del rival que para asumir positivamente los valores reclamados. Este fue el caso del venezolano Antonio Leocadio Guzmán, que llamó federalista a su causa sólo porque sus rivales se reclamaban centralistas. El reemplazo de la administración colonial por una republicana no era tarea fácil, dado el desigual control del territorio. Ningún gobierno dominaba la totalidad de las jurisdicciones y si a esto le sumamos la creciente ruralización, se ve cómo el peso de las desigualdades regionales terminaba por imponerse. La debilidad del poder central, que debía llegar constantemente a acuerdos o alianzas con los poderes locales, especialmente cuando no podía aplastar las opiniones discordantes, hizo que los aparatos estatales, así como sus sistemas burocráticos de una complejidad creciente, no fueran instrumento de una determinada facción política o grupo social, sino producto del compromiso y la síntesis. La necesidad de buscar el equilibrio entre las distintas fuerzas produjo decisiones que no siempre eran del agrado de quienes habían encumbrado a los gobernantes de turno.
obra
Nicolaes Maes aunque acabaría su carrera como retratista también destacó por sus escenas poéticas, rembrandtianas o costumbristas con argumento, inspiradas por P. de Hooch. Sus cuadros de género suelen mostrar interiores domésticos en los que popularizaría el espacio cúbico e ilusionista que más tarde emplearía Vermeer.
contexto
Los seres humanos prehistóricos, capaces de "contaminar" su entorno natural -conviene insistir en el significado del término "contaminar", ligado a la capacidad que sólo el hombre posee de modificar su entorno más allá de lo meramente inscrito en sus genes-, ejercían sus actividades preferentemente de cara a la subsistencia. Primaba la búsqueda de alimento, sin duda; y para ello supieron desarrollar armas incipientes con las que cazar mejor y más eficazmente, y aprendieron a cultivar determinados vegetales que habían resultado ser especialmente nutritivos. Durante muchos siglos, el número de integrantes del género humano creció muy lentamente. Y ello a pesar de que los hombres iban sabiendo cada vez más cosas y aplicaban esos saberes a todas las facetas de su actividad, desde las meramente "naturales" -reproducción, supervivencia- hasta las más "abstractas" -por ejemplo, la astronomía-, las más "inútiles" -por ejemplo, el arte- o las más "artificiales"- por ejemplo, la metalurgia. Eso sí, todas las actividades humanas tenían alguna repercusión ambiental que podría considerarse "contaminante". El hombre de unos cuantos siglos antes de Cristo quemaba bosques, atentaba contra la biodiversidad introduciendo monocultivos agrícolas y ganadería extensiva, emitía a la atmósfera gases tóxicos, ensuciaba los ríos, lagos y mares con sus desechos y, en suma, atentaba contra su propio medio ambiente de forma similar a como lo hace hoy día. Con dos grandes diferencias, que conviene analizar despacio. Por una parte, consumía -es decir, transformaba- energía de manera muy moderada: en promedio, el consumo de energía per capita apenas superaba la cantidad de energía muscular que el propio ser humano es capaz de proporcionar. Y ello fue así hasta la mismísima Revolución Industrial, es decir hasta el siglo XVIII bien avanzado. Por otra parte, el número total de seres humanos en el planeta Tierra era todavía muy reducido; hoy se estima que hace unos 2.000 años la población mundial de humanos era de apenas cien millones de individuos. Y el crecimiento total fue lento, e incluso con algunos probables retrocesos; en el siglo XVII, en la época de la Contrarreforma y el Barroco, la población mundial apenas llegaba a los quinientos millones. A finales de ese siglo, durante la infancia de Johann Sebastian Bach, la población humana del planeta Tierra comenzó a crecer algo más deprisa, un 0,3 por 100 al año; a ese ritmo, se duplicaría en doscientos cincuenta años; es decir, se alcanzarían los mil millones al llegar el siglo XX... La Revolución Industrial iba a incidir, de manera decisiva, en ambos factores: el consumo-transformación de energía y el crecimiento de la población. Ambos fenómenos están directamente implicados en el proceso que hoy conocemos como "desarrollo económico", y que implica obviamente (aunque no exclusivamente, puesto que también aumentan los bienes culturales) un crecimiento imparable de los bienes y recursos económicos, casi siempre en detrimento de los bienes y recursos "naturales". Ese desarrollo, que ha sido característico de los últimos dos siglos y que ahora comienza a ser cuestionado muy seriamente, ha ido ligado a una curva matemática fácil de visualizar pero difícil de comprender: la exponencial. Con el crecimiento rápido se generan cambios igualmente rápidos. Y ello dificulta, y a menudo impide, la adaptación de los sistemas vivientes a dichos cambios. Muchos de los problemas ambientales que debe afrontar el mundo de hoy tienen que ver con crecimientos exponenciales e incluso superexponenciales... La actividad industrial nació y se desarrolló a expensas de la naturaleza. La Revolución Industrial conmocionó el precario equilibrio que había ido estableciéndose entre la población humana -en lento pero inexorable aumento- y el entorno natural, en el que tenían lugar sus cada vez más diversificadas actividades. ¿Cómo es el crecimiento de una población de bacterias en una pequeña probeta bien provista de elementos nutritivos? La población aumenta de manera extraordinariamente rápida al principio; todo contribuye al éxito de la especie. Pero ese crecimiento se hace pronto explosivo para terminar luego de manera dramática al agotarse los recursos alimenticios. Y las bacterias desaparecen por falta de alimento, ahogadas además en sus propios desechos. Este sencillo ejemplo puede ayudarnos a comprender, aunque sea de forma algo simplista, el problema de las poblaciones que crecen en exceso dentro de un medio limitado. Por ejemplo, una humanidad que se reproduce cada vez más deprisa en un mundo, el planeta Tierra, geográficamente limitado y con recursos forzosamente limitados igualmente. Para abarcar el alcance real de lo que significa hoy día el concepto de explosión demográfica quizá sea necesario volver a la noción de crecimiento exponencial. Una noción aplicable a muchos otros sistemas del mundo industrializado pero que no es fácil de asimilar porque en la vida cotidiana solemos enfrentarnos casi siempre a crecimientos lineales. El ritmo de lectura de un libro, por ejemplo, suele ser casi siempre lineal: por ejemplo, diez páginas diarias en promedio, lo que supone, en un libro de doscientas páginas, veinte días de lectura. Pero supongamos que leemos el libro de una manera diferente, sin duda muy poco frecuente: una página el primer día, dos el segundo día, cuatro el tercero, ocho el cuarto, y así sucesivamente, multiplicando por dos el número de páginas que leeremos al día siguiente. Terminaremos el libro muy pronto, apenas en ocho días... Eso sí, el séptimo día nos habríamos leído 64 páginas, algo que no está al alcance de muchos. Y ese octavo y último día, si el libro hubiera sido más voluminoso, habríamos tenido que leernos 128 páginas... Podemos ahora volver al crecimiento de la población humana, que es uno de los factores esenciales para comprender el actual, y sobre todo el futuro, deterioro ambiental en extensas zonas del planeta. Recordemos que en la segunda mitad del siglo XVII la población mundial era de unos quinientos millones, con una tasa de crecimiento del 0,3 por 100. La población se duplicaría, de seguir todo igual, dentro de algo más de 233 años. Era una tasa de duplicación bastante importante ya, y significaba que al llegar el siglo XX habría mil millones de habitantes en el planeta. Pero, como sabemos, la realidad superó con creces aquella previsión. Durante el siglo XIX ya habían comenzado a notarse los efectos de la Revolución Industrial. El desarrollo económico dio lugar paralelamente a un desarrollo científico y tecnológico que repercutió sobre la salud de las poblaciones, incrementando de manera significativa la supervivencia de los recién nacidos y los niños, y disminuyendo paralelamente la mortalidad general.Los humanos vivíamos cada vez más y, consecuentemente, la población aumentaba. Al principio, lentamente. En el último año del siglo XIX, es decir, el año 1900, la población mundial era ya muy superior a los mil millones que hubieran podido ser previstos en el siglo XVII. Exactamente, 1.600 millones. La tasa anual de crecimiento era superior a la del siglo XVII: 0,5 por 100. Eso suponía un periodo de duplicación de 140 años. En 1900, al final del siglo XIX, se esperaba pues que la población del mundo llegase a los 3.200 millones 140 años más tarde, o sea en el año 2041.Pero el siglo del desarrollo científico-sanitario no fue tanto el pasado como el actual. Las normas de higiene, los antibióticos y, en general, los avances médicos en todos los campos contribuyeron a reducir espectacularmente las cifras de mortalidad, mientras que, de forma paralela, seguían aumentando las cifras de natalidad, especialmente en el Tercer Mundo. Y así, en 1970, sólo setenta años (la mitad del período de duplicación del año 1900) después, la población mundial era ya bastante más del doble: 3.600 millones de habitantes.Además, en 1970, la tasa de incremento se había disparado hasta el 2,1 por 100 anual, lo cual significaba una duplicación de la población en sólo 33 años más. Un crecimiento superexponencial, dicho sea una vez más con perdón de los matemáticos... En 1990 la población mundial se podía estimar en unos 5.500 millones de personas. La mortalidad seguía disminuyendo, pero la natalidad global también había comenzado a disminuir, aunque de forma muy moderada. La tasa de crecimiento de la población humana en 1990 había descendido a 1,7 por 100. Parece un dato positivo, si de lo que se trata es de frenar el incremento demográfico. Pero, aun así, entre 1990 y 1991 la población mundial aumentó más que en ningún otro período anual anterior: el 1,7 por 100 de 5.500 millones supone un total de 93.500.000 personas. En cambio, entre 1970 y 1971, con una tasa de crecimiento superior -entonces era del 2,1 por 100-, la población sólo aumentó en 75.600.000 millones (el 2,1 por 100 de 3.600 millones).Con semejantes tasas de crecimiento, la población humana no dejará de crecer exponencialmente; explosivamente, cabría añadir. La población mundial aumenta cada año en un centenar de millones de almas... Con el consiguiente incremento global de las demandas que cada individuo exige a lo largo de su vida, demandas inicialmente centradas en la mera supervivencia, como le ocurría al hombre prehistórico, pero que cada vez en mayor medida implican otros consumos diferentes a los alimentarios básicos. Esencialmente, se trata de los consumos energéticos. Porque con la Revolución Industrial aparece, de forma absoluta y casi omnipresente, la actividad económica plena. Y con ella el crecimiento exponencial no sólo de la población sino, sobre todo, de la demanda de energía, lo que ha acabado por suponer un impacto creciente y cada vez más insostenible sobre el medio ambiente. Todo el sistema de desarrollo económico que impera en el mundo actual -con todas sus consecuencias buenas, malas y regulares- acaba reduciéndose a un consumo desaforado y creciente de energía. Un consumo que aumenta de forma radical a partir de la Revolución Industrial, exponencialmente, una vez más...Entre 1860 y 1985, es decir, durante un siglo y cuarto, el consumo de energía utilizado por la actividad económica humana (una actividad económica que en realidad es privativa casi en exclusiva, ocioso es decirlo, de los países más ricos) creció un 6.000 por 100. Este consumo sigue siendo característico, mayoritariamente, de los países más industrializados: Europa utiliza treinta veces más energía que un país en vías de desarrollo, y los Estados Unidos cuarenta veces más.¿De dónde procede esta energía? En un 88 por 100, de los combustibles fósiles no renovables: el carbón, el petróleo y el gas natural. Estas fuentes de energía no renovables -su reposición, una vez gastadas, es imposible- fueron acumuladas bajo tierra en un lentísimo proceso de millones de años. El consumo que de ellas estamos haciendo en unos pocos decenios -un período casi instantáneo en la escala geológica de tiempos- está esquilmando esa riqueza y privando a las generaciones futuras de una eventual utilización más racional. Además de su condición de recursos no renovables, los combustibles fósiles encierran una segunda "maldad" ambiental: al quemarlos se convierten en óxidos de carbono e hidrógeno (esencialmente dióxido de carbono y vapor de agua), y en muchos otros productos (otros muchos óxidos y moléculas orgánicas de todo tipo, más complejas) que constituyen una enorme cantidad de desechos sólidos, líquidos y orgánicos con los que no se sabe qué hacer y que, además, suelen ser por lo general muy dañinos para los seres vivos.Nos queda más carbón que petróleo o gas natural. Pero el carbón es, al menos en los usos que hasta ahora se le han ido dando, el más contaminante. Y el que, en estos momentos, más se tiende a reducir. Pero eso incrementará el consumo de los otros dos, cuyas reservas son muy inferiores. De hecho, el petróleo contamina casi tanto como el carbón -en productos tóxicos y, sobre todo, en dióxido de carbono- y se agotará mucho antes. Lo que nos devuelve al gas natural, que hoy aparece casi como una panacea, puesto que es el que menos contaminación emite por unidad energética proporcionada -en dióxido de carbono y, sobre todo, en productos tóxicos-. Pero esa progresiva sustitución del carbón y del petróleo por el gas natural acelerará el agotamiento de este último. Si a las tasas de consumo actuales queda gas para unos sesenta años, si el consumo aumenta exponencialmente, deberían aumentar también exponencialmente las reservas. Lo cual resulta imposible, como es obvio. De todos modos, el problema no estriba en el hecho de que el mundo se quede sin gas natural sino de que, en su inmensa mayoría, los incrementos de consumo -de gas y de muchas otras cosas- sean tan rápidos. Los economistas deberían saber -pero, ¿lo saben realmente?- lo que supone el crecimiento exponencial. Y el actual incentivo al consumo de gas, por razones esencialmente ambientales más que económicas -y eso sí que es un cambio de tendencia de enorme importancia-, no puede ser más que un recurso de emergencia a la espera de otras soluciones más realistas. Porque, si no, el mundo industrializado estaría comportándose como un avestruz que entierra la cabeza para no enterarse de lo que va a pasar.