La conferencia cumbre de Potsdam -Stalin, Truman, Churchill (Atlee), 17 de julio a 2 de agosto de 1945- tuvo, en cierto modo, un sentido de refrendo a reuniones anteriores. Las circunstancias en que se celebró -Alemania había capitulado dos meses y medio antes- permitían hablar un lenguaje que no pudo utilizarse en Teherán o en Yalta. En estas ocasiones el núcleo de las conversaciones se orientaba a la culminación victoriosa de la guerra. En Potsdam -Japón aparte- se habló de la organización de la posguerra, expresión más realista que la de organización de la paz. El largo acuerdo de Potsdam tiene 21 apartados y las líneas que abren el primero de ellos (establecimiento de un Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores) son muy significativas. Dicen así: "La Conferencia ha llegado a un Acuerdo para el establecimiento de un Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores que represente a las cinco principales potencias, a fin de continuar el trabajo preparatorio necesario para los arreglos de paz y tratar todas aquellas cuestiones que podrían ser elevadas al Consejo por acuerdo entre los Gobiernos que forman parte de este Consejo". Se abría, pues, de manera oficial, una sima entre los cinco grandes y el resto de los países del mundo, vencedores o vencidos, y se dejaba expedito el camino para la presentación de los temas -sin especificar cuáles- que resolverían, en su momento, los rectores del mundo. Este Consejo institucionalizaba la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de que hablaba el comunicado de la Conferencia de Yalta y pretendía dar sentido a otro de los propósitos que también se enunció en Crimea: la unidad, tanto en la guerra como en la paz. El primero de los temas que se ofrece a la consideración es el de Austria. De ella se dice en los acuerdos de Potsdam: "La Conferencia ha examinado una propuesta del Gobierno soviético referente a la extensión a toda Austria de la autoridad del Gobierno provisional austriaco. Los tres Gobiernos han llegado al acuerdo de que están dispuestos a examinar esta cuestión después de la entrada en la ciudad de Viena de las tropas británicas y americanas. Se decidió no exigir reparaciones a Viena". Esta breve línea exculpatoria de responsabilidades a los austriacos resumía una historia que empezó con el asesinato del canciller Dollfuss el 25 de julio de 1934 y se culminaba con el Anschluss, forzado por la invasión del 13 de marzo de 1938, la proclamación del Gobierno nacionalsocialista de Arthur Seyss-Inquart y el plebiscito del 10 de abril. Potsdam remitía, sin decirlo, al acuerdo de los tres grandes en las declaraciones de Moscú, de 30 de octubre de 1943, que fijaban, entre los objetivos de la guerra, la restauración de una Austria libre e independiente. Por eso se llamó al anciano doctor Karl Renner, quien logró tres metas importantes: la formación de un Gobierno provisional, la restauración de la República (27 de abril de 1945) y el reconocimiento (por su Gobierno y por los aliados) de los tres nuevos partidos austriacos: el Socialista, el Populista y el Comunista. Con la extensión de competencia a todo el territorio, el Gobierno pudo convocar las primeras elecciones al Consejo Nacional, el 25 de noviembre de 1945, en las que resultó vencedor el Partido Populista con 86 escaños, frente a los 76 del Socialista y los 4 del Comunista. De acuerdo con esta distribución de escaños, el Consejo eligió canciller al populista Leopold Figl y vececanciller al socialista Adolf Schaer, y confirmó como presidente al doctor Renner. Con la ayuda del Plan UNRRA -de Naciones Unidas-, primero, y del Plan Marshall, después, el Gobierno austriaco pudo definir sus propios objetivos de reconstrucción nacional: la consolidación de la independencia, el fin del régimen de ocupación de las cuatro potencias y, en consecuencia, la retirada de las tropas que marcaban tal ocupación. Sin embargo, quedaron frustradas las esperanzas de recobrar el sur del Tirol y el Gobierno hubo de conformarse con un pacto firmado con los italianos para conservar las etnias del territorio; el acuerdo Gruber-De Gasperi, de 5 de septiembre de 1946. La Unión Soviética demoró la conclusión de un tratado de paz hasta el año 1955. Un viaje del entonces canciller Julius Raab a Moscú encontró la ocasión propicia y las negociaciones permitieron la firma del tratado de 14 de mayo de 1955, que significó el final de régimen de ocupación y la retirada de las tropas de ocupación, el 24 de octubre. Un día después, el Congreso Nacional proclamaba la Ley de voluntaria y perpetua neutralidad de Austria. El 14 de diciembre de ese mismo año Austria era admitida como miembro de las Naciones Unidas y el 16 de abril de 1956 ingresaba en el Consejo de Europa.
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Dentro de la serie de cuadros para el tema de Los Sacramentos de Dal Pozzo, destaca esta obra sobre el sacramento de la Confirmación. Como es sabido, Poussin empleaba unos figurines de cera, dispuestos en las actitudes diferentes que exigía la composición, dentro de una caja, a modo de escenario, para estudiar las distintas posibilidades compositivas. Esta obra es un claro ejemplo de sus resultados. El fondo arquitectónico está tomado del interior de la iglesia de San Atanasio de los Griegos, cercana al domicilio romano de Poussin. Estilísticamente puede relacionarse con El Matrimonio y la Extremaunción.
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A raíz del Concilio de Trento, el tema de los Sacramentos había experimentado un renacer y una redifusión excepcional. Fruto de ello eran las numerosas obras artísticas relativas al asunto que habían nacido a su estela. Sin embargo, el hecho de representar la serie completa, tal y como hizo Poussin en los años treinta para Cassiano dal Pozzo, era novedoso. Por ello es explicable el deseo del protector, y amigo, francés del pintor, Chantelou, de poseer otra serie completa. Este cuadro, realizado en 1645, es el segundo de los siete. Comparte con todos, y en especial con el primero del ciclo, La Extremaunción, que marca la pauta, sus características esenciales. Un aspecto que refleja fielmente su deseo de reconstruir de forma arqueológica la ambientación clasicista, es el hecho de que podamos reconocer en el personaje de alto rango que recibe el sacramento es un senador romano, seguido de sus hijos, tal y como sucedió en la Iglesia primitiva de Roma. Enmarcando la escena encontramos dos sarcófagos y, al fondo, un cuerpo dispuesto para ser enterrado.
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La confirmación, renovación del bautismo con santo óleo, conferida durante la Alta Edad Media en una ceremonia inmediata a la del bautismo, se reafirmó en la Edad Media como sacramento independiente. Verdadero acceso a la madurez sobrenatural, la confirmación implica la recepción del don del Espíritu Santo. Los aspectos rituales de la confirmación eran sin duda más complejos que los del bautismo, debido a la superposición de ceremonias de origen diverso. Sólo los obispos estaban capacitados para conferir el sacramento, que constaba de una triple ceremonia: imposición de manos, unción con el santo crisma y recitado de una fórmula que se mantuvo invariable desde que, en el siglo X, fuera fijada en los "ordines romani". A fines del siglo XIII el obispo Durand de Mende añadió el rito de la pescozada en el carrillo, sin duda de origen caballeresco, aunque su uso no se generalizaría hasta fines del siglo XV. Desde el punto de vista práctico, las dificultades de comunicación y, sobre todo, la exclusividad de los obispos en el oficio ministerial impidieron que este sacramento se generalizase realmente en los medios campesinos. Pronto, sin embargo, se alcanzó un consenso en relación con la edad a partir de la cual debía conferirse a los fieles. Así, el concilio de Colonia de 1280 señaló de manera definitiva los siete años como fecha idónea, abandonándose otras posturas -así los sínodos ingleses- que adelantaban el sacramento a los tres años. Con la recepción del sacramento, coincidente con el acceso al uso de razón (annus diserctionis) finalizaba también la etapa de irresponsabilidad del fiel. A partir de entonces el niño estaba obligado a distinguir entre bien y mal, y como cualquier otro cristiano, quedaba sometido a las obligaciones eclesiásticas generales. Comenzaba también entonces a escala familiar la instrucción religiosa básica a cargo de padres y padrinos. El aprendizaje de los rudimentos de la fe, como el signo de la cruz, el recitado de los diez mandamientos y los siete pecados capitales, o el rezo común de oraciones como el Pater, el Credo y, a partir del siglo XIII, el Ave María, constituían el nivel de conocimientos exigido para esta etapa.
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Pertenece al grupo de dibujos preparatorios que realizó Poussin para la segunda serie de los Sacramentos, realizada para su mecenas Chantelou entre 1644 y 1648. En este caso, es uno de los ejecutados para el lienzo La Confirmación, de 1645. Las mayores diferencias respecto al cuadro las podemos encontrar en la luminosidad de la escena, mucho mayor que en la obra final. Las figuras presentan menores diferencias, con alguna pequeña modificación o supresión, lo cual era habitual en estos estudios previos, a medida que el artista iba cambiando de posición los maniquíes de cera de que se servía para idear la composición.
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Para la realización de la segunda serie de los Sacramentos, llevada a cabo entre 1644 y 1648 para su amigo y mecenas francés Chantelou, realizó Poussin numerosos dibujos preparatorios. Uno de ellos es éste, perteneciente a los estudios previos de La Confirmación, conservado en la colección real británica. Es el más cercano al lienzo final, a pesar de lo cual presenta todavía cambios notables. Modificará la idea de los tres sarcófagos y la fuente de luz, que ya no descenderá desde las dos lámparas que sitúa sobre el centro de la escena, sino desde la izquierda. Con todo, esta luz intimista realza la idea de recogimiento y espiritualidad subyacente, recalcada por el preciso entorno arquitectónico de interior.
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El estancamiento agrícola, manufacturero y comercial, con el consiguiente empobrecimiento de la población, produjo numerosas situaciones donde afloraba una conflictividad social cada vez mayor, y en ocasiones violenta. Los ejemplos que se pueden dar de su diversa casuística son numerosos. En ocasiones se deben a la indigencia de los artesanos por la crisis manufacturera, como sucedió en Valencia donde, desde 1794, se venían expidiendo por las autoridades licencias para que pudieran mendigar a los artesanos sederos en paro, los cuales fueron protagonistas en 1801 de los motines que vivieron entonces la ciudad y su huerta con motivo de la cuestión de las milicias. Las manufacturas estatales se vieron también envueltas en conflictos laborales de cierta envergadura. En la Real Fábrica de hilados y tejidos de algodón de Avila hubo huelgas en 1797 y 1806, al exigir los trabajadores aumentos salariales, apareciendo pasquines amenazadores para las autoridades; y en 1797 los de la fábrica de Guadalajara, que reunía en sus talleres a unos 4.000 obreros, fueron protagonistas de alborotos callejeros por la carestía y la mala calidad de la hilaza, necesitándose para sofocarlos la intervención de una fuerza militar de 3.000 hombres con acompañamiento de artillería, dirigida por el teniente general Jorge Juan de Guillelmo, ante el temor de que el conflicto tuviera connotaciones políticas. Las penurias durante la guerra con la Convención impidieron abonar los salarios a los obreros de los astilleros de El Ferrol que, en mayo de 1795, se amotinaron. En otros lugares, sobre todo en la Andalucía occidental, las causas de la conflictividad, como ha puesto de manifiesto Antonio Miguel Bernal, estuvieron directamente relacionadas con la cuestión señorial de la que han dejado testimonio los contemporáneos, como Antonio Ponz, quien escribió en 1791 refiriéndose a la situación del campo andaluz que los señores no ven las miserias de sus vasallos ni oyen sus lamentos. El intento de recuperar baldíos y comunales, usurpados al común por los señores, y la cascada de pleitos contra ciertos monopolios señoriales fueron las armas frecuentemente utilizadas en la lucha en torno a la tierra y su renta. En Galicia, como ha señalado Ofelia Rey, el número de pleitos por montes que llegaron a la Audiencia se incrementó notablemente a partir de 1790 en el marco general de un modelo agrario intensivo, basado en el maíz, que había agotado sus últimas posibilidades. También hubo una contestación creciente y generalizada al pago del diezmo y al incremento de la fiscalidad, si bien no llegaron a provocar revueltas, salvo en algunas zonas de Asturias y Galicia. En Guipúzcoa, tras la ocupación francesa durante la guerra de la Convención, la huelga de diezmadores afectó de manera importante a los ingresos del clero, y en Valencia los arriendos diezmales cayeron bruscamente en 1800 y la revuelta campesina de septiembre de 1801 se dirigió en algunos lugares contra los diezmos.
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Como es fácil suponer, las relaciones sociales durante el siglo XVIII no fueron, precisamente, una balsa de aceite. Había suficientes planos de tensión como para que los conflictos no estallaran. Y abundantemente, aunque, en cualquier caso, de forma más atenuada que en el siglo anterior. Siguiendo a G. Rudé, podemos establecer su tipología. Hubo revueltas campesinas, que en algunos casos adquirieron especial gravedad; protestas de pequeños consumidores, rurales y urbanos; de los nuevos trabajadores industriales; y, por otra parte, complejos movimientos urbanos (más abundantes en la segunda mitad del siglo) y que con frecuencia presentaban claras connotaciones políticas. Veámoslos muy someramente. En el mundo rural había, como no podía ser menos, un marcado contraste entre la Europa del Este y la occidental. En la Europa oriental las revueltas campesinas estaban relacionadas, de una forma u otra, con la servidumbre y llegaron a adquirir caracteres de rebelión abierta, la más importante de las cuales fue la del cosaco E. Pugachov, de 1773-1774, en la Rusia de Catalina II. Pugachov se hizo pasar por el asesinado zar Pedro III -que gozaba de un especial apoyo popular por algunas de sus reformas, que favorecieron a los siervos de los monasterios-, que se habría salvado milagrosamente, y aprovechando la rebeldía cosaca por el recorte de sus derechos tradicionales, consiguió acaudillar lo que ha sido calificado como el mayor levantamiento popular ocurrido en Europa entre las revoluciones inglesa y francesa. La rebelión afectó básicamente a las regiones del Volga y los Urales y entre las heterogéneas masas sublevadas destacaban los siervos rurales y los campesinos-obreros vinculados a las fábricas y minas de los Urales, ansiosos por librarse de su penosa situación. El temor que suscitó en los círculos del poder fue grande, pero su derrota, a cargo de los mejores generales de la zarina, no resultó difícil. Tras ella, Catalina II no sólo abandonó los proyectos de reforma de la situación del campesinado, sino que la Carta de la Nobleza de 1785 confirmaba, entre otros privilegios nobiliarios, su absoluto control jurisdiccional de los siervos rurales. Aunque fueron menos amplios e intensos que en Rusia, los levantamientos campesinos en el Imperio austriaco estuvieron también guiados por la protesta contra las exacciones fiscales y la servidumbre. En algunos casos -rebelión de Silesia en 1767 contra el robot (nombre de las prestaciones personales)- precedieron a las reformas de José II o estuvieron provocadas por la creencia errónea de que ya se habían promulgado -sublevación en Bohemia en 1775- y fueron una explícita manifestación de inquietud y apoyo a las medidas imperiales. El descontento provocado por la tardanza en aplicar las reformas, las exclusiones que entrañaban, sus limitaciones y su anulación posterior provocaron nuevas protestas, aunque no se llegó a la rebelión, probablemente por el desánimo y frustración que tales medidas habían provocado en los campesinos. En Europa occidental hubo, por supuesto, tensiones constantes que no solían dar lugar a estallidos violentos. Fueron a este respecto típicas las fricciones entre arrendatarios y propietarios, que dieron lugar a frecuentes enfrentamientos personalizados, resistencias pasivas y recursos a los tribunales ordinarios; otro tanto puede decirse con respecto al pago de los diezmos y de ciertos derechos señoriales. Pero las revueltas campesinas fueron, por lo general, más esporádicas y atenuadas y adquirieron formas y motivaciones distintas según los países. En Francia, por ejemplo, el siglo se abrió con las revueltas generalizadas de 1709, motivadas por una de las más agudas hambres de los tiempos modernos y la presión fiscal causada por la Guerra de Sucesión española. Luego hubo protestas localizadas contra diezmos y derechos señoriales, pero el clima de descontento en el campesinado -que no desapareció en esta centuria- no afloraría violentamente sino al agravarse las condiciones económicas generales, en los años previos a la Revolución. El siglo XVIII fue, pues, desde este punto de vista relativamente tranquilo y sólo se suelen registrar agitaciones de pequeños campesinos que no producían suficiente para su consumo y debían comprar un cereal cada vez más caro -consumidores, pues-, en los clásicos motines de subsistencia a los que nos referiremos en breve (en la década de los veinte, sin embargo, los motines de hambre fueron particularmente graves). Probablemente, la explicación de esta relativa calma resida en la mejora económica experimentada por el sector más destacado de los agricultores, lo que, sin duda, les llevó a relegar los problemas de fondo a un segundo plano mientras duró aquélla. En Inglaterra las protestas campesinas estuvieron relacionadas con los cambios socio-económicos que se estaban produciendo protestas contra peajes en las carreteras y caminos de nueva construcción y cercamientos- y, aunque poco espectaculares por lo general, fueron abundantes, antes y sobre todo después de la Enclosure Act de 1760. Sus protagonistas, otra vez, fueron los pequeños campesinos, que trataban de defenderse de las usurpaciones y restricciones derivadas de la extensión de los cercamientos, intentando restablecer los aprovechamientos comunales tradicionales. En los dos países -Francia e Inglaterra- en que la economía industrial había alcanzado mayor grado de desarrollo, la protesta de los trabajadores industriales comenzó a cobrar cierto relieve. Desaparecidos o limitado el alcance de los gremios, hubo jornaleros que comenzaron a agruparse en asociaciones ilegales (compagnonages en Francia, comisiones de trabajadores en Inglaterra) que animaron huelgas, casi siempre acompañadas de violencia, como respuesta al descenso de salarios, las jornadas excesivamente largas, la contratación de extranjeros (irlandeses en Inglaterra, saboyanos en Francia, por ejemplo) o, ya a finales del siglo y en ocasiones, contra la introducción de máquinas que reducían las necesidades de mano de obra. Aunque se sitúa cronológicamente fuera de la época que estudiamos, no está de más recordar que, en Inglaterra, uno de los más violentos y complejos movimientos de este tipo, que no solamente actuaba contra las máquinas, sino también contra manufactureros particularmente odiados, fue el de los ludditas -así denominado en referencia a un supuesto o real King Ludd que en algún momento estuvo al frente de los amotinados en los Midlands- en 1811-1812. No obstante, eran más frecuentes y característicos del siglo XVIII, incluso en las zonas más industrializadas, los motines de subsistencia. Podían prender tanto en el medio rural como en las ciudades; más raramente (aunque también los hubo), en las capitales políticas, debido al especial cuidado que los gobernantes tuvieron en asegurar su abastecimiento precisamente por el temor a los levantamientos y la ejemplaridad que podrían tener en el resto de la nación. Constituían, de hecho, la forma de protesta más habitual de los pequeños consumidores contra la carestía del pan, el alimento todavía básico en la dieta popular. La tipología social de sus protagonistas, dentro de su característica común de pequeños consumidores, era amplísima: desde el pequeño u, ocasionalmente, el mediano campesino al pequeño artesano, pasando por toda la amplia galería de trabajadores urbanos y, también, por el asalariado industrial por cierto, más preocupado todavía por conseguir pan a bajo precio que por aumentar su salario ordinario-. Y así, cuando el precio del pan subía hasta hacerse casi inalcanzable para muchos, la ira popular estallaba en forma de motín contra las figuras clave del mercado de granos, comerciantes, acaparadores y especuladores las actitudes seguidas en este tipo de motines han sido descritas por E. P. Thompson- y se asaltaban graneros, hornos y tiendas, saqueando las reservas, destruyéndolas en algunos casos y, si se contaba con cierto grado de organización, llegando a establecer una tasación justa del precio del pan -mantenimiento de la economía, moral de los pobres de que habla E. P. Thompson-. Según G. Rudé, nada menos que 275 de los 375 motines ocurridos en Inglaterra y reseñados por los periódicos entre 1730 y 1795 respondían a este tipo; y no menos de 100 ha registrado D. Mornet en Francia entre 1724 y 1789. Los más importantes, sin lugar a dudas, fueron los del verano y otoño de 1766 en Inglaterra, en que los amotinados, tras los acostumbrados asaltos a mercados y tiendas, impusieron precios tasados al grano, la harina, el pan y otros alimentos, y la guerra de las harinas francesa de la primavera de 1775, provocada por las medidas de liberalización del comercio interior de granos dictadas por Turgot, que llegó a prender en París. Las turbulencias urbanas, nada raras en la mayoría de los países, solían ser de naturaleza más compleja. Podía haber problemas de abastecimiento en sus orígenes, pero también presentaron tintes xenófobos o religiosos; adquirían muchas veces connotaciones políticas, si no estaban ya en su raíz, y podían deberse a la inspiración de grupos e intereses ajenos a la multitud. Podemos citar como ejemplo los tumultos parisinos de 1720, relacionados con las medidas financieras de Law, o bien los de 1753, en apoyo de las posiciones del Parlamento en su pugna con la Corona: en ambos casos, y en otros muchos a lo largo del siglo, el Parlamento de París fue su instigador. En Londres, los más destacados fueron los de 1736 (que mezclaban protestas contra la inmigración irlandesa y contra las medidas parlamentarias que restringían el consumo de ginebra), 1768-1769 (en apoyo de las pretensiones políticas de John Wilkes) y 1780 (de carácter religioso, anticatólico con elementos xenófobos, con lord Gordon como cabeza más destacada). En el caso español los motines más importantes fueron los ocurridos en Madrid y otras localidades (cerca de 70, según el mapa que presenta L. Rodríguez) en la primavera de 1766 y que genéricamente son conocidos como motín de Esquilache. La medida concreta que provocó el levantamiento en Madrid fue el conocido bando de Esquilache relativo al tamaño de capas y sombreros, pero hubo otros factores sin los cuales no pueden explicarse. Ante todo, un fondo común de descontento por el encarecimiento de los alimentos provocado por la abolición de la tasa de los cereales el año anterior. Algo hubo, pues, del clásico motín de subsistencias alegado por P. Vilar, pero más en provincias (el caso es, por ejemplo, bastante claro en Zaragoza) que en Madrid, dirá L. Rodríguez. Localmente, intervinieron otros elementos concretos -tensiones antiseñoriales en alguna zona valenciana (J. M. Palop), municipales en el País Vasco (P. Fernández Albaladejo), por ejemplo- que en más de una ocasión hicieron derivar los tumultos en abiertos enfrentamientos de clase. Y en el caso madrileño no se pueden menospreciar las motivaciones políticas: elementos de xenofobia contra los extranjeros que estaban impulsando las reformas; frustración general de la alta aristocracia al verse relegada del poder por nobles de inferior categoría; rechazo a las reformas por parte de una fracción de los estamentos privilegiados (como es sabido, la posible participación de los jesuitas, aunque nunca plenamente demostrada, llevó a decretar inmediatamente su expulsión); decepción de ciertos nobles reformistas apartados del poder (la referencia al marqués de la Ensenada, desterrado tras el motín, se hace casi obligatoria)... No hubo, pues, una sola forma de protesta en el siglo XVIII, en correspondencia con la diversidad de problemas y causas que las motivaron y el medio social en que se produjeron. Pero, concluye G. Rudé, si exceptuamos los casos de Europa oriental y algunos de la centro-oriental, de corte más primitivo, se pueden destacar ciertos elementos comunes a las revueltas de Europa occidental, que constituyen los rasgos característicos de la protesta en la sociedad de transición o preindustrial. No solían iniciarlos los más desheredados, aunque éstos los apoyaran y contribuyeran a amplificarlos; eran iniciados más bien por quienes se encontraban en la clásica situación de equilibrio inestable y temían caer en la pobreza. Se trataba, normalmente, de manifestaciones con un alto grado de espontaneidad y, paralelamente, un escaso nivel de organización; los elementos en quienes recaía el castigo, una vez finalizados, solían ser, simplemente, los que mayor actividad habían desplegado. Y cuando había un líder reconocido (se daba a veces en los motines urbanos) no era raro que perteneciera a un grupo social superior. Eran actos de violencia, pero casi siempre dirigidos contra la propiedad y (hubo excepciones, claro está) no contra las personas. Y solían, por último, mostrar una elevada selectividad en cuanto a los objetivos propuestos. En la sociedad preindustrial, la ideología popular constaría de dos elementos: el denominado inherente, constituido por el cuerpo tradicional de ideas y actitudes procedentes de la memoria colectiva, y el derivado, integrado por las ideas transferidas por otros grupos sociales (los grupos dominantes) por diversas vías (púlpito, boca a oreja, escritos...); el segundo podía superponerse al primero, lo influía e, incluso, contribuía a conformarlo (elementos ideológicos derivados en una generación, una vez asimilados, podían ser inherentes para la siguiente o siguientes). Así, las formas más elementales y espontáneas de protesta (motines de subsistencia, primeras huelgas...), respondían al impulso básico del sistema ideológico inherente y sus objetivos solían ser muy simples y sencillos, estando cifrados, por lo general, en lo que se consideraba restauración de la justicia (restablecer los justos precios o salarios o los justos usos de la tierra...). En las protestas más organizadas había una mayor influencia de elementos ideológicos derivados, lo que explicaría la frecuente tendencia conservadora que solía latir en ellas. Sería la Revolución Francesa la que, aun partiendo también de elementos ideológicos derivados (el concepto de fraternidad, los derechos del hombre, la soberanía popular...), dotaría a la protesta popular de una más profunda dimensión política. La asimilación y elaboración de aquéllos terminaría dotando al pueblo de sus propias ideas políticas. Finalmente, el lento influjo de la revolución industrial y de las asociaciones obreras de alcance nacional aportarán otros elementos: la huelga sustituirá al motín, los proletarios a los campesinos y la plebe urbana, las reivindicaciones concretas que trataban de mejorar su situación a la restauración de la justicia... Pero esto se produjo ya con, el siglo XIX bastante entrado, lo que, evidentemente, queda muy lejos de nuestros límites cronológicos.
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La sociedad española no era un cuerpo estático de agregados que se superponían según un orden prefijado en los libros de los juristas. Antes al contrario, la vida social era un complejo dinámico y en transformación. Entre la formalidad jurídica y estamental, que situaba a cada cual en un cuerpo estanco, y las evidencias económicas y sociales, la distancia fue cada vez mayor. A medida que el siglo avanzó, la sociedad real fue dejando a un lado a la sociedad legal. La propiedad de los medios de producción, el nivel de rentas y el acceso a la política fueron imponiendo su ley en el momento de jerarquizar el conjunto social. Es decir, por debajo de la rígida teoría medieval de los tres órdenes se situaba una estructura social basada en la desigualdad de las fortunas. El resultado de este proceso fue la creación de una especie de pirámide social compuesta por una reducidísima elite de familias que disfrutaban de espectaculares niveles de riqueza, de un nutrido grupo de súbditos que llevaban una vida de cierto desahogo sin ostentación, de una amplísima base que debía asegurarse la supervivencia cotidiana con el trabajo diario y cuyo gasto lindaba los niveles de subsistencia y, finalmente, de miles de españoles que sencillamente carecían de fortuna y de posibilidades reales de consumo. Esta clasificación provisional de gruesas pinceladas puede afinarse mejor si observamos la estructura socioprofesional tipo que definía la mayoría de las ciudades y pueblos de la geografía hispana. En efecto, en las grandes ciudades existía un patriciado urbano compuesto por nobles titulados, elite eclesiástica, grandes comerciantes y funcionarios de alcurnia que dominaban buena parte de los circuitos económicos, acaparaban el prestigio social y dominaban los diversos resortes de la política. Ellos eran los principales interlocutores del poder real y los que tenían mayor y más clara conciencia de ser la clase dirigente regional presta a regir los destinos de la provincia en connivencia con las autoridades centrales. Ellos eran los que compartían sin demasiados problemas los mismos salones de baile o las mismas tertulias. Por debajo de esta elite social se establecía una amplia capa de mercaderes minoristas, artesanos agremiados, funcionarios modestos y profesionales, que conformaban una especie de mesocracia del trabajo que estaba cómodamente instalada y con claros deseos de mantener la estabilidad del orden vigente. Eran los encargados de producir servicios y manufacturas que tenían en el propio ámbito urbano o regional su demanda más segura. En los linderos entre el trabajo y el paro, entre la subsistencia y la miseria se encontraban importantes capas de artesanos humildes y asalariados industriales, así como una cohorte de hombres y mujeres poco cualificados siempre dispuesta a vender su fuerza de trabajo. Había otros miles que no tenían ni siquiera esa precaria condición y pasaban a engrosar las filas de los pobres y los vagos que poblaban las instituciones de beneficencia y los arrabales urbanos. Alrededor de las ciudades importantes solía haber también un traspaís de campesinos, unos modestos y otros acomodados, que nutrían las necesidades alimentarias de las poblaciones y que sólo indirectamente tenían cabida en el seno de la propia estructura social de la ciudad. En los pueblos, por el contrario, los números solían inclinarse en favor de una mayor presencia de labriegos y artesanos y una disminución proporcional de la nobleza, el alto clero y la burguesía de negocios. Aunque no debe tomarse esta taxonomía al pie de la letra, parece aceptable afirmar que el país se encontró durante el siglo bastante polarizado. En las diversas regiones españolas existía una estructura de clases de carácter marcadamente piramidal en la que una exigua minoría de ricos dominaba los recursos de una inmensa mayoría de modestos con un grupo intermedio a veces vigoroso pero siempre poco abundante y que supo sacar buenos beneficios del reformismo borbónico. Una situación de estas características suponía la defensa de intereses diferentes y a veces encontrados. La inmensa mayor parte de los conflictos se dirimieron por la vía pacífica y jurídica. Las audiencias y chancillerías, el Consejo de Castilla y la Junta General de Comercio se llenaron de pleitos y recursos de las más variada índole que enfrentaban a diversos sectores socioprofesionales. Los señores, los propietarios, los arrendatarios, los pequeños campesinos y los jornaleros porfiaron en los tribunales por la posesión de la tierra o por las formas de arrendamiento de los contratos agrarios. Los pueblos disputaron terrenos que consideraban de su propiedad, a veces durante décadas. Comerciantes, mercaderes y artesanos pusieron a sus órganos institucionales a pleitear por sus intereses corporativos. Y no fue extraño que el capital comercial y el industrial se enfrentaran con verdadera tenacidad por la vía de la judicatura. Todo ello venía a significar que la sociedad española del Setecientos se encontraba fuertemente solidificada en instituciones corporativas encargadas, a través de la magistratura, de canalizar unos conflictos de intereses que el crecimiento de la economía hispana a veces atenuó y en otras ocasiones avivó. Incluso los campesinos que no disponían de organismos de esa naturaleza porfiaron por la senda judicial a título individual. El continuo pleitear de los campesinos castellanos contra sus señores, la polémica gallega de los despojos (renovación de los foros en manos de los mismos llevadores) o las luchas de los viticultores catalanes (rabassaires) contra los propietarios de las viñas por el tiempo de duración de los contratos que los primeros deseaban intemporales, son otras tantas muestras de cómo cotidianamente se preferían los caminos de la magistratura en temas relacionados con la tierra y el régimen señorial. Pero esa situación básicamente estable y legalista tuvo también su contrapunto en algunas manifestaciones violentas que las autoridades no pudieron evitar. La condición cercana a la pobreza de importantes colectivos sociales, urbanos o rurales, era, sin duda, un caldo de cultivo para la revuelta. Una revuelta que aparecía como medio de defensa de los sectores más modestos ante la imposibilidad de canalizar adecuadamente sus aspiraciones sociales y económicas en el marco de unas reglas del juego político que los marginaba claramente. Así pues, cuando los impuestos apretaban demasiado se producían motines antifiscales, a veces con ribetes de foralidad, como los ocurridos en el País Vasco durante la Machinada de 1718 y la Zamacolada de 1804; cuando el Estado parecía incumplir las tradiciones se desarrollaban algaradas contra el reclutamiento militar, como el Aldarull de las quintas en Cataluña durante 1773 y los sucesos de Valencia en 1801; finalmente, cuando el abastecimiento de alimentos se entorpecía y los precios subían por efecto de las malas cosechas y los acaparadores, tenían lugar revueltas urbanas, como las producidas en toda España en 1766 o las más acotadas de Granada en 1748 y los Rebomboris del pá acontecidos en Barcelona durante 1789. Parece generalmente admitido que el conflicto que tuvo mayor trascendencia política y social fue el denominado Motín de Esquilache. En efecto, en pleno corazón del siglo, en Madrid primero y en varias poblaciones después (País Vasco, Zaragoza, Alicante, Cartagena, Elche), estallaron una serie de revueltas que llevaron la más honda preocupación a los primeros gobernantes reformistas de Carlos III. Por la extensión de los motines, inaudita hasta entonces, por la confluencia de los sectores sociales actuantes, por la virulencia de las acciones en la propia capital, las revueltas de 1766 llegaron a provocar un punto de inflexión en la política reformista. Los acontecimientos empezaron a precipitarse en forma violenta a partir del decreto firmado por el marqués de Esquilache el 20 de marzo. En dicha disposición se conminaba a cumplir la vieja orden que prohibía a los hombres llevar capas largas y sombreros anchos y redondos, medidas pensadas para evitar el embozo de la identidad personal y la comisión de delitos criminales. Después de tres días de malestar, estalló la primera manifestación que logró reunir a cinco mil personas en la Plaza Mayor de Madrid. La multitud se dirigió primero a casa del ministro, que tuvo que refugiarse en el Palacio Real bajo el amparo del monarca, y al día siguiente fue a exponer sus demandas ante Carlos III. Dado el cariz que tomaban las reivindicaciones y con el temor de que las mismas pusieran en cuestión la monarquía, el propio soberano salió a escuchar las solicitudes de los manifestantes. Por boca de un fraile hicieron saber al monarca las principales peticiones: seguir manteniendo la indumentaria española, el cese de los gobernantes extranjeros, la rebaja de los precios de los alimentos básicos (especialmente el pan), la supresión de la Junta de Abastos y la retirada de las tropas a los cuarteles. Aunque el soberano concedió casi todas las demandas, sus dudas sobre el control de la situación hizo que marchara a Aranjuez, medida interpretada por los amotinados como una vuelta atrás en las promesas y el inminente inicio de la represión. Un nuevo parlamento entre los emisarios rebeldes y el rey finalizó con una carta real leída ante miles de madrileños garantizando las concesiones realizadas. La revuelta acababa con un balance de cuarenta muertos, la mitad rebeldes y la mitad soldados, y algunas decenas de heridos. Los sucesos de 1766 son fruto de un haz de causas complejas producto de una situación estructural y de medidas políticas coyunturales. La base del conflicto, y uno de sus desencadenantes principales, se encontraba en la estructura agraria española y el desabastecimiento periódico de las ciudades populosas. La respuesta popular ante una subida de los precios era un motín de subsistencias. Una serie de malas cosechas en los años anteriores y el acaparamiento de granos por parte de los especuladores clásicos, favorecida por la medida promovida por Campomanes en 1765 de abolir la tasa del precio de los granos y potenciar su libre comercio, resultaron decisivas para provocar las revueltas. La respuesta popular a los avances de la economía política propiciada por las autoridades favoreciendo la libertad de mercado fue contestada por la economía moral de la multitud que reivindicaba medidas proteccionistas tradicionales que salvaguardasen sus intereses de la tendencia monopolista de los poderosos propietarios. Y si este componente de subsistencias intervino en el estallido madrileño, fue especialmente evidente en los motines que jalonaron las diversas provincias. En el caso de Madrid, los problemas agrarios de fondo fueron aprovechados para dirimir otras cuestiones. Unas tenían que ver con la xenofobia del pueblo madrileño hacia los gobernantes extranjeros, sentimiento alentado demagógicamente por los partidos que se disputaban el favor real. Otras hunden sus razones en una intencionalidad claramente conspirativa de una parte de la nobleza, que intuyó una buena oportunidad para atacar con criterios reaccionarios el programa de reformas políticas. Una nobleza que no estaba dispuesta a que la gobernaran modestos nobles como Campomanes o Floridablanca y aún menos extranjeros como Esquilache o Grimaldi. Y, por último, fue una lucha por el poder dentro del propio bloque reformista, donde personalidades como el anterior ministro Ensenada, creyó vuelta su hora de entrar en lides de gobierno. Las consecuencias del motín fueron diversas. Aunque en un primer momento el rey y las autoridades locales concedieron buena parte de las peticiones a fin de calmar los ánimos y ganar tiempo, posteriormente el nombramiento del conde de Aranda como presidente del Consejo de Castilla significó la marcha atrás en las concesiones ante el argumento de que habían sido cedidas bajo la presión de un levantamiento ilícito. A partir de 1766 quedó establecida en Madrid una fuerza permanente de 15.000 soldados, clara muestra de que el orden era prioritario y de que las algaradas no iban a tener resultados positivos. Dentro de esta línea debe interpretarse también la nueva organización de los barrios ciudadanos, vigilados por patrullas de notables. Igual origen tiene la instauración de los síndicos personeros y los diputados del común como intento de hacer participar a las masas en diversas facetas de urbanismo y control de abastos. Políticamente, Esquilache tuvo que abandonar España, Grimaldi fue confirmado, Ensenada desterrado al exilio y los jesuitas, fervorosos militantes de la asonada, fueron expulsados de España. Al final, el Motín de Esquilache vendría a resultar un primer aviso de lo difíciles que iban a ser las reformas y de lo esencial que era el orden para que las mismas, en opinión de las autoridades del momento, pudieran llevarse a buen puerto. Así pues, cuando los poderosos utilizaban todos los resortes del poder (local, judicial o central) para salirse con la suya, las clases populares más desfavorecidas creían tener legitimidad (moral y política) para utilizar la revuelta como medio de parar los pies a los ricos. En este contexto tardofeudal, el motín continuaba siendo una respuesta de los más (y menos favorecidos) para mantener una economía moral que frenase la posible desmembración de la comunidad tradicional por las nuevas formas de explotación o por los abusos de poder. De este modo, puede decirse que eran motines reguladores de la tasa permisible de explotación y que en ningún caso cuestionaban el modelo social vigente, a lo sumo, cuando adquirían una mayor radicalidad, podían llegar a poner en solfa algunos aspectos secundarios del régimen señorial. En estas protestas los protagonistas fueron similares en todos los lugares: pequeños campesinos que veían peligrar sus haciendas, trabajadores no cualificados de las grandes ciudades, consumidores urbanos con escasa capacidad de renta que se veían muy afectados por las carestías y, por supuesto, los que nada tenían que perder porque habían entrado en el mundo de la marginalidad. Frente a ellos se situaron también siempre los mismos: los señores laicos o eclesiásticos, los propietarios y arrendatarios importantes y las oligarquías urbanas. O dicho de otro modo, todos aquellos que se llevaban la mayor parte de la renta agraria o de los beneficios comerciales y que hegemonizaban la política local. En medio de estos enfrentamiento fue usual que se situara la jerarquía eclesiástica en funciones de "iris de la paz" que no podía enemistarse con el conjunto de la feligresía pero tampoco estaba en condiciones de permitir impasible el ataque a las autoridades y a los poderosos, en cuyas filas se encontraba. Los gobiernos reformistas tuvieron particular miedo a las revueltas callejeras de los sectores populares, en especial tras los acontecimientos de 1766. Un pánico que provenía no tanto de la asonada en sí misma o de las concesiones que hubieran de hacerse, siempre particulares y negociables y que nunca cuestionaban la figura suprema del buen rey, sino de la manipulación política que de ellas pudieran realizar los enemigos de la reforma. Eso era lo que al menos habían demostrado los acontecimientos de Madrid durante el Motín de Esquilache: a una crisis de subsistencia se podía superponer una conspiración política personal o colectiva. Y en ese contexto difícil de resolver se ahogaron bastantes de las buenas intenciones ilustradas. Ante el dilema de orden o reforma se escogió el primero pensando que era la condición para llevar a buen puerto la segunda: puestos a elegir eran los cambios los que podía esperar. Y cuando tomaron partido por la reforma, anduvieron por el sendero de las medidas técnicas y de algunas resoluciones a la defensiva, incapaces de resolver los verdaderos problemas que estaban en la base de la conflictividad sociopolítica, pacífica o violenta, de la sociedad española.