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Cuando nos referimos a La Meca o Medina como ciudades estamos incurriendo en una hipérbole notable ya que, como mucho, debieron ser unas estaciones caravaneras que carecían de las instituciones municipales que, de forma incipiente o plena, eran normales de un lado al otro del Mediterráneo; no parece que conociesen institución, autoridad o reglamentación alguna, más allá de las tribales o familiares. El Islam se propuso como una umma o comunidad de nuevo cuño, que disolvió los lazos basados en la familia, pero no consideró necesario desarrollar algún otro basado en el hecho de la vecindad. Y así siguió siendo, de tal forma que cuando aparecieron funcionarios, éstos no representaron a los vecinos, ni emanaba su autoridad de la del señor, sino que eran expresión y necesidad de la única preceptiva legal, la coránica. Por otra parte, fue la aljama la manifestación específica de la comunidad, y por tanto fue centro absoluto de la ciudad, único vínculo primario entre sus habitantes, y en torno a ella se situaron, casi en una ordenación fija y canónica, las demás funciones urbanas. La carencia de legislación municipal se manifestó como principio de desorden formal, es decir, en la carencia de reglamentos que defendieran lo público frente a lo privado, que siempre prevaleció; así el arte urbano que la ciudad antigua había adoptado como expresión del concepto de polis o civitas y el viejo evergetismo se perdieron; las ideas de trazado regulador, perspectivas, continuidad, nitidez en la concatenación de espacios públicos, etc... carecieron de sentido en la madina, que fue el epítome del desarrollo orgánico, pintoresco y circunstanciado, con calles laberínticas, cerradas sobre sí mismas, sin plazas, de varios tamaños, etc. Allí donde el Islam encontró ciudades antiguas de trazado riguroso, siguieron siendo perceptibles las calles antiguas, pero no las plazas, ni los límites urbanos, ya que al extenderse, el trazado de las nuevas vías rompió por lo general las alineaciones, y así es fácil distinguir la parte islamizada de una urbs de su ampliación islámica, cuya autonomía formal corrió pareja de la funcional, ya que salvo la obligación de asistir el viernes a la única aljama, el resto de las funciones se repetían en cada arrabal que la madina vio crecer. Sin embargo, como hemos señalado, muchos de los elementos concretos de la ciudad, la aljama sobre todo, poseyeron estructuras formales rigurosas y autosuficientes, de tal manera que se logra, a la vista del plano de una ciudad musulmana, la identificación de sus elementos básicos, que destacan como los cristales regulares de una roca, que sobrenadan en medio de un magma anárquico. La transformación consistió en alterar alineaciones, agrupar manzanas dejando sectores de calle sin salida, ocupar plazas y reducir, en general, los espacios públicos al mínimo indispensable; y si hoy reconocemos valores artísticos en las ciudades musulmanas, más allá de los que atesoran sus edificios, éstos se basan en la graciosa y pintoresca interacción de sus formas, las sorpresas que deparan sus estrechas callejuelas y los efectos locales que se dan cuando, a través de rupturas, atisbamos una cúpula, un alminar o una portada, todo ello bañado por un aire luminoso.En el año 17 de la Hégira comenzaron a inventar aglomeraciones de respetable tamaño, los amsar, cuyo provisorio carácter campamental fue patente desde sus primeros momentos, como los propios nombres indican, pues no debían ser más que grupos de tiendas o cabañas plantadas en torno a una precaria mezquita. Sin embargo, su valor militar y la población musulmana les dieron pronto carácter de capital de los territorios circundantes y antes de cumplirse el primer siglo ya eran ciudades, en el sentido islámico: asentamiento fijo, es decir arquitectónico, de una porción de la umma. Si el trazado que reflejan sus planos más antiguos retiene algo de lo que fueron en sus primeros momentos, hemos de convenir que en esto no hubo interés por trazados explícitos. Parece como si para ellos un asentamiento tuviese, en los primeros momentos, el valor mínimo de un lugar de paso, ya que cuando a lo largo y ancho de la Historia contemplamos procesos similares, advertimos en todos los nuevos pobladores una preocupación casi obsesiva por trazar y regular el loteo y ha sido motivo de orgullo para todas las culturas colonizadoras el que sus asentamientos sean a la vez regulares, ampliables y bellos. Si las ciudades romanas, las bastidas y las pueblas representan, con sus monótonos loteos cuadriculados, el espíritu urbano de toda colonización, hemos de convenir que el Islam no colonizó, sólo convirtió a su religión. Un panorama distinto se observa cuando la ciudad tiene origen palatino, es decir, se debe a la iniciativa de una sola persona. El caso más antiguo es el de Anyar, en Siria, fechada hacia el 714 bajo el omeya Walid, cuyo trazado es tan lógico y riguroso que, si no fuera por la mezquita y los letreros existentes, los investigadores lo hubieran tomado por romano; en esta misma línea están la mayoría de los establecimientos omeyas, aunque fueron de tamaño menor y el esquema se repitió, incluso, en una de las ciudades abbasíes de primera hora, Ujaidir, en Iraq, levantada hacia el 778. No hay duda de que ha sido Bagdad, a lo largo y ancho de la historia del urbanismo mundial, la ciudad creada sobre el esquema más riguroso y unitario: un círculo y el conjunto de sus radios principales. Fue creada por Al-Mansur en 762, acabada en 767, y siguió esquemas típicos del urbanismo antiguo de la región. En muchas ocasiones la topografía del lugar colaboró a la regularidad, y evitó la rigidez y la monotonía; éste es el caso de Samarra, comenzada en el 836 por Al-Mutasim, y continuada durante unos treinta años; su desarrollo a lo largo de la orilla izquierda del Tigris fomentó, junto a la continuidad de grandes conjuntos palatinos y religiosos de traza octogonal y la ordenación de sus barrios por etnias, una disposición fluida y coherente, de calles rectas y continuas, articuladas a partir de nodos; algo similar ocurrió con una de las fundaciones fatimíes en Ifriqiya, Mahdiya, iniciada hacia 914, ya que, al ocupar una estrecha y alargada península, la ubicación de sus edificios neurálgicos forzó una disposición de las vías fundamentales continua, aunque al no ser una ciudad palatina, los vecinos evitaron que la geometrización fuera general. El tercer ejemplo de regularidad animada por la topografía es el de Madinat Al-Zahra, fundada por el primer califa andalusí, Abd al-Rahman en el 940, en una suave pendiente mirando al Guadalquivir, cuyo aterrazamiento produjo una planta bastante bien articulada de la que sólo la mezquita rompió las alineaciones de aquella urbe palatina tan bien construida, y cuya destrucción en el 1010 evitó la perversión de su traza. Cuando los mismos fatimíes fundaron junto a Fustat la nueva ciudad de al-Qahira, en 969, pretendieron alojar sólo una serie de residencias para los nuevos gobernantes de Egipto y un grupo de centros administrativos, mezquitas, etc. En ella, que llamamos El Cairo, aún se percibe con nitidez el cuadrado de 1200 metros de lado, la rígida disposición de sus puertas viejas y la casi perfecta cruz axial que forman sus calle principales. En los siglos siguientes no faltaron iniciativas palatinas en las que la traza fue geométrica; éste es el caso de la reforma que el sah Abbas introdujo en 1598 en Isfahan cuando trasladó la capitalidad de sus Estados desde Qazvin; la planificación parece que fue obra personal del sah, y muy especialmente la gran plaza que lleva su nombre, Maidan-i-Sah, comenzada en 1611, y que fue un gran rectángulo de 502 por 162 metros. Su uso era múltiple: juego del polo, instalación de mercados y, con iluminación nocturna, lugar para el paseo y tomar café. En conexión con estas obras debe recordarse el puente de Hwagu, en el que concluía una avenida, la Cahar Bag, que se ha dado en llamar "les Champs-Elysèes" de Ispahan. Antes de cerrar este apartado recordaremos tres intervenciones parciales sobre organismos urbanos preexistentes pues, al incluirse en callejeros orgánicos, supusieron un esfuerzo mayor que si hubiesen sido fundaciones. La más vieja de ellas es la de la Sevilla almohade, cuando entre 1160 y 1198 los califas se empeñaron en la construcción de un nuevo centro urbano, constituido por una nueva aljama y una alcaicería, unidos a las alcazabas, mediante eje uniforme de casi trescientos metros de longitud. La segunda es la de la plaza saffawí de Samarkanda, llamada de Rigistan, de fines del XIV, de traza rectangular, a la que abren axialmente las portadas monumentales de grandes edificios públicos. La tercera y última es la que realizó entre 1550 y 1557, el gran Sinan, y que tiene por protagonista a la Süleaniye Camii (mezquita de Solimán) como parte del conjunto, soberbiamente trazado, de la kulillié del mismo nombre, en la que, además del oratorio y su patio, se agrupaba una serie de dependencias de enseñanza, asistenciales e incluso un cementerio. Con estos ejemplos creemos que se puede intuir que los urbanistas islámicos funcionaron igual que los de otras culturas a la hora de levantar ciudades de nueva planta, siempre que mediara una iniciativa poderosa y unitaria, con derechos de propiedad exclusivos, como para que el resto de la umma no tuviera nada que decidir. Los muros de una ciudad, a la que entraremos seguidamente, no era lo único que el viajero encontraba, ya que, durante todo su trayecto, las fortificaciones eran parte sustancial del paisaje; así las torres de almenara, encaramadas en cerros inaccesibles, las rábidas y cortijos fortificados y los castillos (hisn, plural husun o qala, plural quila) le habían acompañado hasta las mismas puertas de la ciudad, de la que sólo algunos barrios nuevos pudieron carecer de muro, aunque algunas ciudades, como Samarra, no llegaron a tenerlos.
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Aunque la vida rural se considere típicamente medieval, no debemos olvidar el desarrollo que manifiesta la ciudad en esta época. De esta manera, la vida urbana forma parte también del Medievo, especialmente después del siglo XII. No conviene establecer una separación entre campo y ciudad porque ambos elementos forman parte de un todo. La ciudad presenta elementos diferenciadores tanto en las funciones que desarrollaría como en su aspecto estético. El primer elemento diferenciador será la muralla que rodea a la urbe -en las "Partidas" de Alfonso X se define la ciudad como "todo aquel lugar que es cercado con muros"-. El objetivo de la muralla es fundamentalmente de carácter defensivo al igual que las torres, el foso o las puertas. En algunas ocasiones encontramos dos barreras de murallas para reforzar la defensa urbana. También tenía la muralla una función fiscal y jurídica. Vivir en la ciudad concedía un estatus diferente y para acceder a ella se debía pagar un impuesto denominado portazgo en Castilla. Los regidores de la ciudad evitaban en la medida de los posible que se pudiera acceder a ella por otros lugares que no fueran las puertas, con tal de cobrar la mayor cantidad de tributos. Junto a la muralla solía celebrarse el mercado, uno de los signos de identidad de la ciudad junto a sus calles. Las calles medievales solían ser estrechas, oscilando su anchura entre los dos y cinco metros aunque las grandes vías urbanas pasaban a diez o doce metros. Las cuestas eran características y la sinuosidad definía el trazado urbano, lo que provocaba dificultades en la circulación. Las calles estaban muy animadas aunque no dejaban de entrañar peligros. Uno de ellos era la suciedad que caracterizaba el entorno urbano en el que convivían animales y personas. Esta suciedad intentó ser mitigada a partir del siglo XIII con medidas que garantizaran un mínimo de higiene pública. A las calles se mostraban los artesanos que trabajaban en las ciudades, trabajando largas jornadas -unas catorce horas- de cara al público. En las calles encontramos numerosos vendedores ambulantes, deshollinadores, reparadores de objetos y allí se concentraban los jornaleros sin trabajo o los recién llegados a la ciudad. En las mismas calles se podía observar un buen número de espectáculos, actuando titiriteros y juglares o participando en desfiles o procesiones. Prostitutas, mendigos, delincuentes o locos también se exhibían en las calles, al igual que niños y menores. Por lo tanto podemos afirmar que el bullicio y el colorido sería la nota dominante en las ciudades medievales.
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Generalmente, en el mundo griego el nacimiento otorgaba inmediatamente el derecho de ciudadanía, en los casos en los que el padre ya era ciudadano, si bien en ocasiones era preciso que la madre también lo fuera. Ocasionalmente también se concedía la ciudadanía a un extranjero, aunque era algo infrecuente. Normalmente se hacía para pagar favores o reconocer algunos méritos. Podía hacerse a título personal, como sucedió en el caso de Trasíbulo de Calidón, asesino del oligarca Frínico. Lo más normal, no obstante, es que la ciudadanía se concediese a un grupo o comunidad en bloque. Así ocurrió en el año 427 a.C. con los platenses acogidos en Atenas; en 406, con los metecos que habían tomado parte en la batalla de las Arginusas; o en 405 a.C. con los habitantes de Samos, premiando su alianza con Atenas durante la Guerra del Peloponeso. Por el contrario, Esparta no dio demasiadas facilidades para conseguir su ciudadanía. Según Herodoto, sólo dos extranjeros adquirieron la ciudadanía espartana: los eleos Tisámeno y su hermano. Los que adquirían la condición de ciudadanos eran desde entonces denominados ciudadanos creados o adoptados. Otra forma de adquirir derechos civiles que en principio no corresponden por nacimiento fue muy frecuente a partir del siglo IV a.C. Entonces proliferaron los convenios de reciprocidad o doble "nacionalidad", conocido como isopoliteia. Mediante estos acuerdos firmados por dos o más poleis sus respectivos ciudadanos eran reconocidos por la otra parte en caso de desplazamiento, previa cumplimentación de requisitos como presentarse ante las autoridades, prestar un juramento o inscribirse en un registro. Otra especie de ciudadanía más allá de las poleis consistió en el establecimiento de grandes alianzas o confederaciones, llamadas simpoliteia, por la cual un ciudadano de una polis tenía derechos como ciudadano de la confederación, siendo reconocidos en cualquier otra polis miembro. Esta forma de ciudadanía permitía disfrutar de derechos como votar en las Asambleas federales, ingresar en el ejército de la alianza, acudir a los tribunales de la liga, etc. A pesar de que la primera condición para ser ciudadano de una polis era haber nacido en ella y ser hijo de un ciudadano, a veces no era suficiente. En cualquier caso era imprescindible que el recién nacido fuera públicamente reconocido por su padre e inscrito en el registro. En caso contrario, era frecuente el abandono, siendo dejado el niño en un camino, acompañado de un objeto familiar que pudiera permitir una identificación futura si llegaba a sobrevivir. Más duras eran las condiciones en Esparta, pues la decisión de conceder o no la ciudadanía a un recién nacido correspondía al Consejo de los Ancianos. Estos primaban las condiciones físicas, por lo que, en caso de encontrar algún defecto, decidían que el niño debía ser arrojado por el monte Taigeto.
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El modelo reproduce en las provincias hispanas las profundas desigualdades sociales existentes en el interior de la ciudadanía romana, bien mediante una proyección directa que se aprecia en las deductiones de colonias, donde los que participan en su fundación propagan el modelo censitario o la jerarquía administrativa cuando se trata de veteranos de las legiones, o a través de la adaptación de las desigualdades sociales existentes en las comunidades indígenas para la conformación censitaria de la comunidad ciudadana que implica el nuevo estatuto municipal. La importancia que cabe atribuir a la posesión de la ciudadanía romana como elemento de referencia en la articulación de la sociedad hispana altoimperial debe de relativizarse cronológicamente, en el sentido de que para el período correspondiente a la dinastía Julio-Claudia constituye un elemento de referencia, puesto que implica la posesión de un conjunto de privilegios de los que están desprovistos la mayor parte de las comunidades hispanas consideradas globalmente como peregrinas. Esta situación se modifica como consecuencia del Edicto de Latinidad de Vespasiano, que concede a los hispanos de forma generalizada los derechos civiles y a los magistrados la totalidad de los privilegios propios de la ciudadanía romana. Semejante ampliación implica un punto de partida en un proceso que se consagra esencialmente durante el II d.C., en el que la ciudadanía romana deja de ser un referente en la escala social y es sustituida por una nueva organización en la que la diferenciación social esencial se produce mediante la pertenencia a los honestiores o a los humiliores, definidos fundamentalmente por su posición económica. Como elemento de cohesión en una sociedad eminentemente desigual en el estatuto jurídico y en la posición económica de los individuos que la componen, Roma proyecta un tipo de relaciones que había permitido la consolidación del poder de la aristocracia en el marco de la ciudad y de la conquista itálica, como es el patronato sobre individuos y comunidades, que genera las correspondientes relaciones clientelares. Se trata de una relación, sancionada jurídica y religiosamente, por la que individuos o colectividades buscan protección en miembros de la elite social mediante una vinculación personal o colectiva de carácter público, que implica obligaciones y deberes por ambas partes. Este tipo de relación había estado presente en Hispania durante el período precedente de la República tanto en el plano global de cada una de las provincias que nombran sus patronos como medio de defenderse en Roma frente a las depredaciones de los gobernadores, como en ámbitos más concretos que propician la vinculación de miembros de las aristocracias indígenas a determinadas familias de la nobilitas, lo que tiene su proyección en aspectos formales como el de la absorción por parte de los clientes hispanos de los nombres de sus patronos aristocráticos. Con la instauración del principado, el patronato y la correspondiente relación clientelar previamente existente se diversifican y se proyectan como elemento de cohesión en los dos ámbitos que organizan y definen a las sociedades existentes en Hispania. En el plano local, las colonias y municipios reproducen en su articulación interna el sistema de patronato; el procedimiento de nombramientos de patronos en la Lex Ursonensis y la Lex Malacitana pone de manifiesto la importancia que se le concede en la administración local a las relaciones clientelares, que facilitan la superación de la contradicción existente entre la necesaria cohesión de la comunidad ciudadana y el mantenimiento de los privilegios de la oligarquía decurional. Semejante relación también se reproduce en las relaciones que el populus y el ordo de los municipios y colonias mantienen con el Imperio; en este aspecto la instauración de los poderes personales del princeps tiene como soporte social la clientela, lo que implica la consecuente consideración como patrono del emperador o de su familia. El fenómeno puede rastrearse epigráficamente en la consideración que ostentan diversos miembros de la familia Julio-Claudia en ciudades como Ulia (Montemayor), Italica, o Gades; pero tiene su principal manifestación en el desarrollo del culto al emperador, que consagra religiosamente este tipo de relaciones sociales. El patronato imperial no agota la proyección que en Hispania posee la relación clientelar, y de hecho nos encontramos con que las ciudades nombran también como patronos a personas que poseen una especial vinculación administrativa con las provincias, como se documenta en las inscripciones de Urso, Italica o Singilia Barba, o a individuos oriundos de las provincias hispanas que se han promocionado hasta la elite del Imperio como senadores o caballeros.
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El esplendor de la civilización maya e producirá durante el periodo Clásico, entre el 1 d. C. y el año 1.000. En estos años se impondrá un patrón de asentamiento que se reproducirá con más o menos variaciones en distintos lugares del sur mesoamericano, mientras que la estructura social y política alcanzarán una gran complejidad. La religión y el pensamiento científico observarán sus mayores logros, alcanzándose importantes desarrollos en la escritura o la astronomía, por ejemplo. Al final del periodo las ciudades mayas sufre una prolongada decadencia, sin que las causas de la misma estén muy claras en la actualidad.
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A principios del Bronce Medio, en torno al año 2000 a. C., hubo una serie de movimientos de pueblos indoeuropeos, responsables del desarrollo de nuevas culturas. En Troya y la Grecia continental los aqueos hacen su aparición y durante la primera mitad del II milenio irán formando el núcleo de la cultura micénica, de una forma anónima al principio. En Anatolia, otra rama indoeuropea dará lugar a la pujante civilización hitita, mientras ciertas ciudades de Levante, tales como Biblos o Ugarit, pasan por una época de apogeo, bajo el patrocinio del Egipto del Imperio Medio. En el Egeo, la talasocracia cicládica ha dado paso a sus competidores del sur, los cretenses. El Bronce Medio egeo es la etapa de esplendor minoico, consecuencia de la buena organización social y administrativa en el interior, y un control suficiente del mar mediante una poderosa marina, de carácter comercial sobre todo. Es el período de los palacios el resultado de una transformación política interior, realizada de modo pacífico y ordenado, tal como se puede deducir a través del material arqueológico existente. Por todas estas razones, la trayectoria artística de Creta no hará más que avanzar en el camino trazado con anterioridad, aceptando toda clase de influjos de Oriente y Egipto y adaptándolos a su particularísima personalidad. En contraste con el arte oficial de Egipto o Mesopotamia, ciertamente mayestático y pleno de severidad, el arte minoico se reveló vitalista, curvilíneo, asomado por entero a la Naturaleza y con un refinado gusto, totalmente impregnado de la religiosidad profunda del pueblo cretense.
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A principios del Bronce Medio, en torno al año 2000 a.C., hubo una serie de movimientos de pueblos indoeuropeos, responsables del desarrollo de nuevas culturas. En Troya y la Grecia continental los aqueos hacen su aparición y durante la primera mitad del II milenio irán formando el núcleo de la cultura micénica, de una forma anónima al principio. En Anatolia, otra rama indoeuropea dará lugar a la pujante civilización hitita, mientras ciertas ciudades de Levante, tales como Biblos o Ugarit, pasan por una época de apogeo, bajo el patrocinio del Egipto del Imperio Medio. En el Egeo, la talasocracia de los cicládicos ha dado paso a sus competidores del sur, los cretenses. El Bronce Medio egeo es la etapa de esplendor minoico, consecuencia de la buena organización social y administrativa en el interior y de un control suficiente del mar mediante una poderosa marina, de carácter comercial sobre todo. Es el período de los palacios el resultado de una transformación política interior, realizada de modo pacífico y ordenado, tal como se puede deducir a través del material arqueológico existente. Por todas estas razones, la trayectoria artística de Creta no hará más que avanzar en el camino trazado con anterioridad, aceptando toda clase de influjos de Oriente y Egipto y adaptándolos a su particularísima personalidad. En contraste con el arte oficial de Egipto o Mesopotamia, ciertamente mayestático y pleno de severidad, el arte minoico se reveló vitalista, curvilíneo, asomado por entero a la Naturaleza y con un refinado gusto, totalmente impregnado de la religiosidad profunda del pueblo cretense. La isla de Creta destaca por la diversidad de su medio geográfico. A todo lo largo, una cordillera divide la isla por su mitad, con tres macizos montañosos: al oeste las montañas Blancas con el pico Leuka (2.452 m), el monte Ida (2.456 m) y el Macizo de Psiloriti en el centro y los montes de Lasithi al este, con la cumbre Dikté (2.418 m). La consecuencia clara es la gradación escalonada de terrazas y valles desde el centro hacia el mar, de forma abrupta (la isla tiene tan sólo unos 45 kilómetros en su parte más ancha). La gradación geológica tiene también su trasunto en el clima y, por ende, en la fauna y la flora. En general, la isla se divide en varios ambientes: valles y llanuras costeras de gran fertilidad; bosques de cipreses, encinas y pinos en las laderas; montículos y colinas cubiertas de matorral y pasto; tierra estéril de las montañas y altiplanicies, generalmente cubiertas de nieve en invierno y, por último, desfiladeros y torrenteras, de difícil acceso y sin utilidad para el ganado. Aquí y allá, abundantes picachos y cuevas salpican todo el paisaje cretense. En las zonas montañosas, la caza permitía obtener venados, jabalíes, el íbice cretense (una característica cabra de largos y retorcidos cuernos) y una amplia serie de volátiles. Del mar se obtenía todo tipo de productos, aunque los mejores caladeros eran poco visitados, por hallarse en la zona sur y suroeste, en el mar de Libia, donde la costa es muy abrupta y no permite la construcción de puertos. Dentro del medio físico griego, en general no muy bien dotado para la agricultura intensiva de alto rendimiento, Creta es, en cierta medida, una excepción. Desde el Neolítico, la llanura de Mesará y las franjas costeras del noreste y norte de la isla han proporcionado buenas cosechas, sobre todo de las especies que componen la denominada tríada mediterránea: trigo, vid y olivo. Además de ciertos frutales (manzanos, perales y almendros), la tierra proporciona otros productos, como miel, azafrán y algunas leguminosas (garbanzos y guisantes). La ganadería ha dejado sus huellas con huesos de cabras, cerdos, un bóvido de largos cuernos, además del ganado vacuno tradicional, y el asno. Las aves de corral no eran conocidas en la Edad de Bronce cretense. La navegación experimentó un gran impulso en la etapa minoica. Los largos barcos cicládicos eran movidos únicamente a fuerza de remos y en los barcos cretenses, profusamente representados en sellos y pinturas parietales, se incorpora la técnica de navegación a vela con un gran mástil central y una enorme vela rectangular, además de continuar con la utilización de los remos. El dominio del mar ejercido por los minoicos es fundamental para comprender el desarrollo de su economía, su hábitat y la evolución artística. La sociedad minoica de la Edad de Bronce no estaba dividida, aunque sí jerarquizada. Los diferentes estratos sociales vivieron en perfecta armonía, organizando una economía desde los grandes palacios, verdaderos centros administrativos. La base del poder de estos palacios estaba en su capacidad de atesorar los excedentes de producción agrícola, organizar la actividad comercial y la defensa a través de la flota y producir objetos artesanales en sus talleres. Además, se constituyeron en los centros religiosos, controlando las actividades ceremoniales del culto. En definitiva, el palacio es una mezcla del taller con el trono, del almacén con el santuario y de la política con la ceremonia religiosa. El perfecto funcionamiento de este esquema social y económico se deduce del panorama artístico y arqueológico, en un reflejo carente de hechos guerreros o de estructuras de dominio por medio de la violencia. Los niveles de destrucción de los palacios corresponden a movimientos sísmicos, sin que haya ninguna huella de conflictos interiores de cualquier tipo. La ausencia de fortificaciones delata la efectividad de la flota, verdadera muralla de madera que protege la isla. En esta sociedad se ha querido ver el origen del carácter del humanismo e individualismo, aportación griega al espíritu occidental, ya que la cultura minoica pervivió en un buen número de aspectos en el alma griega, a través incluso de las siguientes etapas de barbarie y destrucción, aunque la mayor parte de esta pervivencia consistió en los relatos mitológicos de la Grecia Clásica. En ellos se ve la reacción de sorpresa y admiración que les merece una época mítica, la Edad de Oro, con sus leyendas del rapto de Europa, del justo y sabio Minos, la pasión contra natura de Pasifae, la destreza e ingenio de Dédalo, de Minotauro y Teseo, del hilo de Ariadna... Hacia el 1700 a.C. tiene lugar, sin embargo, una grave crisis de la civilización minoica, producida sin que se sepan muy bien las causas. Se ha sugerido que un terremoto pudo destruir los palacios, que son pronto reconstruidos y ampliados, asumiendo ahora funciones nuevas que se suman a las anteriores residenciales, administrativas, productivas y comerciales. Se construyen ahora grandes apartamentos, salones "del trono" y de culto, almacenes y grandes explanadas con una escalinata, considerado un precedente del teatro, en las que podían celebrarse ceremonias públicas. El periodo que comprende los años 1700 a 1450 a.C. es el llamado de los palacios nuevos. Cnosos, Festo, Zákros, Malia o Tilissos siguen su evolución, surgiendo un nuevo tipo de residencia definida como agraria, una especie de villa. También en esta época se construye una carretera, el "Camino Real" de Cnosos. La expansión del mundo minoico llega a las Cícladas. En Théra, la actual Santorini, el yacimiento de Akrotiri conoce un gran desarrollo, que será bruscamente frenado hacia 1450 a.C., cuando el volcán de la isla explote y la sepulte bajo lava y cenizas. Los efectos de la erupción sobrepasaron con mucho los límites de la isla: terremotos, maremotos y cambios climáticos devastaron todo el Egeo meridional y debilitaron profundamente a Creta, que apenas puede oponerse a la penetración de los micenos.
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Quizá sea ésta la escena de ballet más popular de Degas. En ella recoge uno de los salones del Teatro de la Ópera de París, donde dirige la clase el gran Jules Perrot, quien a sus 64 años era uno de los maestros más prestigiosos. A su alrededor gira la escena que contemplamos, formando las bailarinas un círculo imperfecto para escuchar los consejos y observaciones del ya legendario bailarín. En primer plano se sitúa una joven de espaldas y otra subida en el piano, rascándose la espalda. Las demás muchachas se recortan sobre la pared verde y el gran espejo enclavado en el vano de una puerta. Al fondo se sitúan las butacas reservadas para las madres que vigilaban la actuación individual de sus hijas, aunque aquí no se recoja ningún ensayo concreto. El gran protagonista del lienzo no es el anciano profesor sino el magnífico efecto de profundidad, obtenido a través de las líneas diagonales del suelo, la disposición de las bailarinas en el espacio y la esquina del fondo de la sala, que juega con la influencia de la fotografía al cortar los planos pictóricos - vemos una parte del zócalo del techo mientras que en la zona de la izquierda no lo podemos contemplar -. La sensación de movimiento es otra de las atracciones del maestro, que coloca a sus personajes siempre en diferentes posturas. Por supuesto, no debemos olvidar el interés por la luz, en este caso un potente foco de luz procedente de las ventanas de la derecha - una de las cuales se refleja en el espejo, dejando ver el cielo de París - que inunda la sala, resbala por los vestidos de las bailarinas y resalta los verdes, rojos y amarillos de cintas y lazos. Precisamente es la luz la que crea una sensación atmosférica especial, que llega a recordar a la de Velázquez, diluyendo los contornos de las figuras y otorgando aire al espacio. La mayoría de las escenas de danza de Degas muestra el esfuerzo y el intenso trabajo de las muchachas por poner una obra en escena. Se convierte de esta manera en el pintor de lo que hay al otro lado del telón, del maravilloso mundo del aprendizaje, más que del esplendor del espectáculo.
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(tomado de los escritos de Fred Majdalany)"Los soldados que combatieron en las montañas poco a poco comenzaron a comprender que la posición clave no era la ciudad de Cassino, sino la montaña del monasterio, la cual controlaba dos valles y se encontraba protegida al norte por un barranco, al oeste de las cotas 593 y 595. (Estas colinas se conocían sólo con números, y sin embargo, aquellos números se hicieron más familiares que los verdaderos nombres)". Los mensajes provenientes de este frente repetían siempre el mismo estribillo: "El centro de la resistencia es Montecassino". Día a día, noche tras noche, los americanos, agazapados penosamente en aquellas pendientes, trataron de avanzar palmo a palmo. "Las pendientes estaban llenas de cadáveres que no se podían transportar durante el día y ni siquiera enterrar. Los pelotones se habían reducido a escuálidos grupos entorpecidos por el frío, el cansancio y la intemperie, aunque obstinadamente agazapados en sus posiciones".
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El clero era, junto a la nobleza, parte del bloque social dominante. Dedicada al cuidado de la fe católica, la clerecía contribuía también, objetivamente, al mantenimiento del feudalismo desarrollado en su fase política del absolutismo ilustrado. Afirmación especialmente cierta para su elite rectora, que junto a la nobleza titulada era la primera beneficiaria del modelo social imperante y su principal garante. Grupo poco numeroso, pues no supuso nunca más allá del 2 por ciento de la población, dividido casi a la mitad entre seculares y regulares, mal repartido por el territorio peninsular al concentrarse allí donde conseguía mejores medios de subsistencia (especialmente el urbano), experimentó durante el siglo una ligera tendencia a su disminución absoluta y proporcional con respecto al conjunto de los españoles (unos 150.000 a mediados del siglo y unos 145.000 en 1797), merma que afectó algo más a los regulares merced a la expulsión de los jesuitas y a la política carolina favorable al aumento del clero con cura de almas. Además de la salvaguarda de la religión católica, las funciones sociales a las que atendió la clerecía estuvieron bien delimitadas pese a su pluralidad. Tres eran las misiones esenciales. En primer lugar, el clero debía educar a la población en unos determinados valores sociales que en ningún caso perturbaran el sistema. Antes al contrario, mediante el consenso (o la coacción, si era preciso) los clérigos debían imponer un credo de creencias que las diversas clases sociales tenían que compartir. En segundo término, los eclesiásticos contribuían a atemperar las diferencias económico-sociales existentes a través de la beneficencia y la mediación en los conflictos sociales. En este último caso, la clerecía adoptaba una postura de arbitraje que su prestigio social entre las diversas clases sociales le permitía. Así acabaron apaciguando algaradas y revueltas que de otra forma hubieran sido más peligrosas para el orden establecido. Finalmente, los clérigos ayudaban a legitimar por vías diversas la dominación de clase de la nobleza y de ellos mismos, que eran también grandes propietarios de patrimonios rurales y urbanos. La clerecía era una clase fundamentalmente abierta que tuvo aportaciones de individuos procedentes de todos los grupos sociales, siendo relativamente usual que los hijos de sectores medios acomodados pudieran desempeñar cargos en la jerarquía eclesial, lo que no impedía a su vez que los puestos más relevantes de la misma estuvieran reservados principalmente para los vástagos segundones de la aristocracia que provenían de los colegios mayores. En el caso del bajo clero, los descendientes de campesinos y menestrales acomodados solían ser habituales, representando a menudo una salida profesional de reputada dignificación social y de rentas suficientes para llevar una vida más placentera que la existente en la unidad familiar. En su seno, sin embargo, el colectivo eclesial estaba fuertemente jerarquizado, existiendo a la vez importantes solidaridades horizontales y significadas diferencias verticales. Una cosa era el episcopado o los capítulos catedralicios y otra bien diferente los curas párrocos o los frailes. De esta forma, cada cual ocupaba un lugar determinado en el escalafón cuyos modos de ascenso estaban bien delimitados. Según la posición, cada miembro de la Iglesia respondía a un tipo de funciones, disfrutaba de un acceso diferente a los abundantes recursos económicos de que disponía la institución y poseía un grado de preparación intelectual y pastoral muy diverso. Esta realidad explica la existencia, larvada o explícita, de pugnas entre los diversos colectivos eclesiásticos. Por debates ideológicos, por derechos patrimoniales, por las rentas decimales, por cuestiones jurisdiccionales o por problemáticas políticas, el clero podía ponerse fácilmente a la greña. Los diversos avatares del siglo, especialmente a finales del mismo, fueron situando definitivamente a unos en el bando de la tradición y a otros en el del reformismo moderado donde también algunos clérigos creyeron ver el remedio para los males de España y de la Iglesia. Sin embargo, estas diferencias internas no deben hacer olvidar que la clerecía poseía una fuerte y vertebrada identidad propia, especialmente notable entre sus elites, que establecía solidaridades horizontales esenciales frente a los otros grupos sociales. El clero se sentía unido en su obligación de moldear los valores sociales y domeñar las conciencias individuales (confesión auricular, púlpito, enseñanza, tribunal inquisitorial), actuando de agente de control social e ideológico al servicio de un orden del cual era directo beneficiario. La clerecía disfrutaba de privilegios fiscales que ocasionaban ventajas económicas considerables al tiempo que posibilitaban la cristalización legal de su superioridad político-social frente a otros colectivos. Los eclesiásticos compartían una idéntica posición institucional ante los medios de producción básicos; unos recursos que teóricamente eran de todos los miembros de la institución-Iglesia (al margen de los que cada cual disfrutara personalmente) y que les proporcionaba sustanciosas rentas. Además de los ingresos por los derechos de estola y del disfrute universal de los diezmos, la posesión de amplios patrimonios rústicos y urbanos así como la práctica del préstamo condujeron a la clerecía al establecimiento de relaciones económicas que en algunos casos (especialmente con los campesinos) fueron de dominación. Finalmente, los clérigos estaban encuadrados en una misma institución generadora de normas comunes para todos sus miembros, tanto en el comportamiento interno como en la acción social. Una institución que actuaba como verdadero órgano colectivo frente al poder político, a la vez que generaba una autoconciencia de grupo diferenciado ante el resto de las clases sociales. Esa implicación en la vida económica y social, esa tarea transmisora de valores sociales y de posturas ideológicas ocasionaron que las autoridades del absolutismo ilustrado tomaran el tema clerical como uno de sus puntos nodales en política social. El arma principal para librar ese combate fue el regalismo. La doctrina regalista abogaba por forjar una Iglesia nacional e independiente de Roma y por la supremacía de la Corona en los temas de orden temporal. Además, las autoridades borbónicas, especialmente en tiempos de Carlos III, aspiraron a regenerar el comportamiento del clero para que cumpliera mejor su misión pastoral y para que ayudara en la tarea de reformar el país. Con el objeto de conseguir estos logros se quiso formar una clerecía menos numerosa, bien repartida por el territorio, preparada pastoralmente y dedicada a la labor específica de una cura de almas sobria y eficaz. Estos objetivos ayudan a explicar la preocupación prioritaria por los curas párrocos y la mal disimulada animadversión por los regulares o por los clérigos que habían recibido la tonsura para disfrutar de algún beneficio eclesiástico. Varios fueron los frentes de actuación y no demasiados los éxitos conseguidos, pues ni los seculares se pasaron masivamente a las filas reformistas, excepción hecha de algunos miembros de la elite eclesial, ni los regulares colaboraron en su propia mejora. Hubo acciones de gobierno encaminadas a reformar la estructura interna de la clerecía. En 1762 el Consejo de Castilla limitaba el número de religiosos a aquellos que pudiera mantenerse con dignidad dentro de un convento, cuestión que afectó sobre todo a trinitarios, mercedarios y carmelitas. Asimismo, fijaba la edad mínima para profesar cualquier religión, obligaba al nombramiento de un general español al frente de cada orden religiosa y prohibía la ordenación de regulares españoles en el extranjero así como de foráneos en España. Al mismo tiempo, la condición económica del clero parroquial fue objeto de un Plan Beneficial firmado por Carlos III. El plan pretendía redistribuir las parroquias y dotar a cada párroco con una congrua mínima de 4.000 reales proveniente de los muchos beneficios simples que no estaban dedicados a la cura de almas, medida que tuvo un éxito superficial y relativo. También se quiso potenciar la preparación pastoral e intelectual de la clerecía con la creación de numerosos seminarios conciliares. Desde 1766 hasta finales del siglo, se formaron diecisiete nuevos seminarios reformados, amén de algunas bibliotecas en las respectivas sedes episcopales. Otras acciones se dirigieron a las bases económicas del clero. La mayoría de los ilustrados vieron la amortización de tierras eclesiásticas como un atentado contra los principios de la economía civil, del crecimiento agrario y de la hacienda pública. Buena prueba de ello puede hallarse en el famoso Tratado de la Regalía de Amortización escrito por Campomanes en 1765. Aunque no fueron muchas las medidas tomadas para desamortizar tierras clericales, las progresivas dificultades del tesoro público llevaron a Carlos IV a firmar el primer decreto de desamortización (1798). La medida afectó a una sexta parte de las propiedades de la Iglesia castellana, especialmente a las posesiones cuyas rentas nutrían a las hermandades, hospitales, hospicios y asilos. Se produjo así un resultado antisocial, al afectar el decreto a instituciones asistenciales dedicadas a los sectores bajos de la sociedad precisamente cuando más necesitados estaban por los tiempos de crisis que corrían. Asimismo, los gobernantes insistieron en cambiar las formas y maneras de la caridad. En 1789 se instauraba un Fondo Pío Beneficial con objeto de conseguir que las limosnas espontáneas de cada prelado surgieran de un gravamen fijo sobre las rentas eclesiásticas. Además, se empezó a difundir la idea de que la beneficencia debía ser ejercida por el Estado con criterios vinculados a la bondad del trabajo y su utilidad pública. De hecho, los hospicios y las casas de caridad fueron vistos paulatinamente como lugares donde proveerse de una mano de obra barata a la que se podía especializar en algunas labores. La caridad fue dejando de ser una cuestión moral o de orden público para convertirse en un tema económico que el Estado y la ascendente burguesía querían controlar. Finalmente, autoridades borbónicas y obispos reformistas de filiación filojansenista coincidieron en la necesidad de reformar una religiosidad popular a menudo rayana en la superstición y el fanatismo. En esencia, se trataba de eliminar los excesos de barroquismo y sacralización, así como las prácticas superfluas y paganizantes que había en la liturgia española. Las cofradías, las fiestas religiosas populares y los gastos excesivos en estas manifestaciones fueron duramente criticados por personajes como Campomanes, Aranda o Cabarrús. A lo largo del siglo se fue propagando la necesidad de cambiar el viejo modelo basado en la presencia social por otro de actividad religiosa socialmente útil. De este modo, frente a la religiosidad exterior, ritual y popular, nada escandalizada ante la Inquisición y de difícil control social, se fue oponiendo una práctica más individualizada e interiorizada, más rigurosa teológicamente y menos complaciente con el Santo Oficio. En realidad, cada vez resultó más evidente que dentro del seno de la propia Iglesia se enconaba la oposición entre conservadores y reformistas, igual que sucedía en la vida social y política. De una manera larvada primero y más evidente después, se fueron confrontando las tesis de ambos sectores. Por un lado, una minoría de clérigos renovadores sinceramente convencidos de que los males de la Iglesia estaban en su seno y de que era necesario emprender nuevos caminos, en lo pastoral y en los comportamientos, para que aquélla cumpliera con su verdadera misión. Y por otro, los criterios de otra minoría bien preparada intelectualmente y con una importante presencia en el seno de la institución que abogaba por tesis conservadoras alimentadas por actitudes misoneístas, ortodoxas y xenofóbicas que postulaban que la perversión moral estaba en la propia sociedad y que provenía esencialmente de los nuevos filósofos, frente a los cuales debía oponerse una cruzada. Cuestiones como la Constitución del clero civil aprobada en Francia en 1790, que disolvía el clero regular y convertía en funcionarios a los seculares, o como la bula Auctorem Fidei, firmada por el Papa Pío VI en 1794 para condenar las posturas reformistas del Sínodo de Pistoia, fueron momentos de máxima tensión. Con todo, al finalizar la centuria las posturas conservadoras habían ganado más batallas y se afianzaban en el panorama eclesiástico español, al mismo tiempo que lo hacían en el político. La reforma del clero tuvo algunos logros meritorios, pero fueron bastantes más las cuestiones que restaron intocadas.