La expansión del mundo romano se basó en una red de miles de ciudades a lo largo del Imperio, que difundieron el modo de vida urbano. Esta reconstrucción ideal de una ciudad nos servirá para describir sus elementos con más detalle. Todos los núcleos de población importantes estaban protegidos por una muralla, en la que se abrían varias puertas. Muy importante era el foro o plaza pública, un espacio abierto de carácter monumental. Para garantizar el suministro de agua, los ingenieros romanos construyeron largos acueductos, que la llevaban a la ciudad desde lejanas distancias. Las termas constituyeron uno de los edificios básicos para toda urbe, pues los romanos fueron grandes aficionados a los baños públicos. En ellas, los ciudadanos podían disfrutar en su tiempo de ocio haciendo gimnasia o bien podían hacerse dar un masaje. La sociedad romana invertía gran parte de su ocio en acudir a espectáculos, que se representaban en teatros, anfiteatros y circos. Los anfiteatros, en los que se celebraban combates de gladiadores, se hacían a veces siguiendo el modelo del Coliseo de Roma, en el que cabían hasta 50.000 espectadores. Otro edificio importante era el circo. En él se desarrollaban espectáculos como las carreras de cuadrigas. Para ello tenía una pista ovalada, dividida por un muro central adornado con estatuas y trofeos, mientras que a los lados se situaban los graderíos. Pero en la ciudad romana también existían edificios dedicados al culto, como basílicas o templos. Estos últimos albergaban las múltiples divinidades del panteón romano y, aunque podían ser de varios tipos, se caracterizaban siempre por su simplicidad y equilibrio. Por último, las ciudades romanas se caracterizaban por su abigarrado conjunto de viviendas, agrupadas en manzanas más o menos regulares. Quienes podían permitírselo, habitaban en casas de una sola planta. Éstas contaban con un atrio o patio central, desde donde se accedía a las principales estancias, algunas decoradas con mosaicos. Si era posible, un patio exterior servía para solaz de sus habitantes.
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Se ha hablado de una serie de elementos básicos sin los que no podía concebirse el normal funcionamiento de una ciudad, pero es preciso determinar cuáles eran los que realmente poseían este valor. El primer componente a considerar es la muralla, puesto que todos los núcleos de población importantes estaban protegidos por una muralla que, por regla general, se adaptaba a las condiciones naturales del terreno. En época imperial, la situación de paz unida a la eclosión urbana provocó que los limites marcados por las murallas fueran rebasados y que, incluso, algunas fueran derribadas para abrir paso a nuevas zonas urbanas. No obstante, muchas fueron mantenidas al ser consideradas como un símbolo de identidad y prestigio urbanos. En cualquier caso, ante la eventualidad de un peligro que amenazase la seguridad del núcleo de población, la muralla era el primer elemento en ser atendido y en los casos en que ésta se hallase destruida o deteriorada, rápidamente se reconstruía o reparaba, para lo cual en ocasiones llegó a desmontarse más de un edificio público. La mentalidad romana concedía una importancia singular al espacio central de la ciudad, donde se localizaba el forum o plaza pública; considerado a la vez como el corazón y la memoria colectiva de la ciudad. Como prueba de su carácter hegemónico dentro de la distribución de las diversas áreas urbanas, hay que señalar que su emplazamiento presenta una tendencia bastante acusada a concentrarse en el cruce de las calles principales de la ciudad, kardo maximus y decumanus maximus. Su aspecto solía ser el de un gran conjunto monumental, acorde con las múltiples actividades que en su seno se desarrollaban y en el que cada edificio respondía a una función bastante precisa. Su planta, generalmente rectangular, estaba rodeada por pórticos que delimitaban el espacio de la plaza, aislándola del exterior, a la vez que servían para protegerse de las inclemencias del tiempo. El recinto interior estaba dominado por uno o varios templos, cuya fachada principal miraba a la plaza, mientras que en el extremo opuesto o en uno de los laterales de la misma se situaba la basílica, dedicada principalmente a la administración de justicia. Tampoco faltaba la curia, sede del gobierno municipal, así como otros edificios de carácter administrativo, entre los que destacaba el archivo (tabularium). La actividad comercial se desarrollaba en la serie de tabernae que se alineaban a lo largo de los pórticos de la plaza y quedó bastante limitada en este lugar en época imperial a raíz de la introducción del mercado (macellum), edificio de clara finalidad comercial. Todo esto hacía del foro el lugar más frecuentado de la ciudad, convirtiéndose en un marco excelente para la propaganda política, razón por la cual se concentraba en su ámbito la mayor parte de las estatuas honoríficas, se exponían las principales disposiciones legales, se desarrollaban las campañas electorales, o sencillamente, podía utilizarse como lugar de paseo y de conversación. El número de plazas públicas que podía ofrecer una ciudad estaba en función de su categoría, así como de su cometido dentro del aparato administrativo. Si por ejemplo, la ciudad era capital de provincia, existía un foro de carácter provincial, además de la plaza correspondiente al propio núcleo urbano.Las manifestaciones religiosas no se circunscribían únicamente al ámbito del foro, sino que existían otros templos en consonancia con el nutrido grupo de divinidades que configuraban el panteón romano. Resultado de la conjugación de influencias de otros pueblos que les precedieron, en especial los griegos y etruscos, el templo romano poseía una personalidad propia presidida por el equilibrio y la austeridad, materializados en la simplicidad extraordinaria de su distribución interna. Predominaban las plantas rectangulares dotadas de un vestíbulo de acceso, denominado pronaos, precedido de una escalera, que daba paso a la sala principal en la que se alojaba la divinidad, la celta. La amplia tipología de edificios religiosos fue consecuencia de una larga evolución que alcanzó su punto culminante a comienzos de la época imperial, momento en el que se produjo la mayor variedad de modelos, siendo los más difundidos el templo in antis, es decir, dotado de antas, consistentes en la prolongación de los muros laterales de la cella hacia la fachada cerrando el vestíbulo por los lados; prostilo, con columnas a lo largo de todo el frente, marcando el vestíbulo en tres de sus lados y con un número variable de columnas en su fachada principal, siempre par, siendo los más frecuentes los tetrástilos y hexástilos (cuatro y seis columnas); períptero, rodeado enteramente de columnas por sus cuatro lados y pseudoperíptero, con columnas en la fachada principal, mientras que en los otros tres lados las columnas quedaban adosadas a la cara exterior de los muros de la cella con una clara finalidad decorativa. Un elemento común a la práctica totalidad de templos romanos estaba constituida por el podium, sobre el que se elevaba la construcción religiosa, acentuando en mayor medida su majestuosidad y sensación de dominio espacial. Conocida la afición de los romanos por los baños públicos no es de extrañar que las termas constituyan otro de los edificios básicos para toda ciudad que pretendiese reflejar una cierta categoría. La existencia de cerca de un millar de edificios termales en la Roma bajoimperial es una muestra de lo extendido de esta costumbre. Su carácter público motivó que en bastantes ocasiones su emplazamiento se hallase cerca del foro y no es raro encontrar grandes propietarios o comerciantes como donantes de conjuntos termales a su ciudad. Las termas compaginaban la sucesión de baños fríos y calientes con el ejercicio y los masajes, además de disponer de espacios de reposo, así como bibliotecas y otras dependencias, en función de la categoría de la ciudad que las albergaba. En cualquier caso, el conjunto termal básico contemplaba un circuito formado por: apodyterium, con función de vestuario; frigidarium, sala grande, unas veces abierta y otras cerrada, que disponía de piscina de agua fría. De allí se pasaba al tepidarium, o sala templada que conducía al caldarium, habitación provista de un sistema de calefacción al igual que el tepidarium, en la que había una o varias piscinas de tamaño variable con agua caliente. Junto al caldarium podía encontrarse el laconicum, una estancia pequeña para tomar baños de vapor. En los conjuntos importantes, este esquema podía completarse con una palestra, para la realización de ejercicios gimnásticos y una piscina natatoria, ambas al aire libre. La utilización de las termas observaba la separación de sexos por lo que existían conjuntos separados, o se determinaban días y horas para hombres y mujeres. Otro grupo importante estaba representado por los edificios para espectáculos -teatros, anfiteatros y circos- en los que la sociedad romana invertía una buena parte de su tiempo de ocio. Baste señalar que en la capital, Roma, durante el imperio, un tercio de los días del año se dedicaban a juegos y espectáculos. Este esquema básico que estamos describiendo de forma sucinta quedaría completado con las construcciones destinadas a vivienda de carácter privado que solían agruparse en manzanas (insulae) más o menos regulares y cuyas plantas se ajustan en mayor o menor medida al modelo de casa romana de atrio o de patio central, rodeado por las principales estancias que se disponen a su alrededor.
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Varios son los autores que han defendido la existencia de un asentamiento, de escasa entidad, en el solar que más tarde sería ocupado por la colonia Augusta Emerita. La verdad es que hasta el momento nada hay lo suficiente ilustrativo que nos permita afirmarlo categóricamente, aunque tal posibilidad podría ser cierta. Dejando al margen ciertos hallazgos producidos en las inmediaciones de la ciudad, o dentro de su casco urbano, la topografía de Mérida, sobre todo los que ofrece la zona correspondiente al denominado Cerro del Calvario, podría explicar un pequeño núcleo de población, aislado por dos barreras o baluartes naturales constituidos por los ríos Guadiana y Albarregas. Esta posibilidad se vería reforzada si se considera el carácter vadeable del Anas a su paso por Mérida, lo que hubo de proporcionar una inmejorable posición estratégica a la población de ese presumible castellum, que ejercería el papel de control y vigía del río. Y allí, en aquellas tierras, en medio de túrdulos, vettones y lusitanos, gentes poco permeables a la romanización, sobre todo estos últimos, se fueron estableciendo, paulatinamente, unos enclaves, los propugnacula imperii: Metellinum, Castra Caecilia, Norba Caesarina, que culminan en el año 25 a. C. con la fundación de Emerita. Las razones de tal fundación fueron varias. La principal era que la naciente colonia se convertía en enclave estratégico en medio de tierras difíciles. Su valor estratégico venía marcado por el paso del Guadiana en lugar favorable, sobre el que se apeó un puente que ponía en comunicación las tierras de la Bética con las del noroeste peninsular, tan vitales para el erario público romano La nueva colonia, que heredó el papel que desempeñó Metellinum en un principio, se convertía en epicentro de la política romana a raíz de las nuevas conquistas. Además, Emerita, con su extenso territorio, venía prácticamente a dar la mano a las otras dos provincias, Tarraconense y Bética, a las que la unían viejos caminos naturales que Augusto convertiría en firmes calzadas. La colonia se configuró así como un importante nudo de comunicaciones y como encrucijada de caminos del Occidente peninsular. Será la futura capital de Lusitania, capitalidad que pudo asumir, al crearse esta nueva provincia, quizá en los años 16-15 a. C., una población de carácter semi-militar, poblada de veteranos, los deducidos de las legiones V y X que habían combatido a los cántabros, dispuestos a defender lo suyo con denuedo, con el constante apoyo de la administración, que es quien proporciona desde el principio el capital necesario para construir la ciudad y para poner en marcha la explotación de los extensos campos centuriados que se adscribieron a la nueva fundación. Si las razones de tipo político, militar, social y administrativo son evidentes, también lo son las de carácter topográfico a la hora de analizar el emplazamiento de la colonia. Era la zona de Mérida el único punto en muchos kilómetros donde era posible vadear el Anas con poca dificultad. Si a ello unimos la existencia de una isla en medio del cauce, no nos es difícil explicar su gran valor estratégico. Fue la clásica ciudad-puente, como lo fue Roma con su Isla Tiberina, o Lutetia (París), Toulouse, Vienne, etc. La isla del cauce del Guadiana, por tanto, así como la poca profundidad de sus aguas, que hacen franco el paso del río por este lugar, fue la razón de mayor peso en el momento de considerar su ubicación. A lo largo del siglo I d. C., la ciudad, a la que se dotó de un extenso territorio, de casi 20.000 kilómetros cuadrados, fue cobrando cierta importancia: se construyeron nuevas áreas y se desarrollaron otras que vinieron a completar la estructura del asentamiento colonial dentro de un perímetro definido desde el principio. A ella acudieron gentes procedentes de diversos lugares de Lusitania, de otras provincias hispanas y de diversas zonas del Mediterráneo: Galia, Italia y el área grecoparlante fundamentalmente. No obstante, hay que decir que esta colonia, ciudad de servicios sobre todo, no alcanzó un grado de importancia comparable a Tarraco en los primeros siglos, como demuestra el hecho de que los gobernadores aquí destacados fueran personajes de segunda fila dentro del contexto de la política romana. Pero, con todo y con eso, su atractivo era suficientemente considerable como para atraer a esos numerosos contingentes de población que pudieron establecerse sin problemas en su extenso territorio y en sucesivas fases que llegan, en su primera etapa, por lo menos, hasta el imperio de Nerón, como se encarga de precisarnos un pasaje de Tácito.
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La ciudad, la metrópoli, han ocupado un lugar absolutamente central en la cultura arquitectónica y artística del siglo XX ya sea como objetos de transformación o reforma o bien como espectáculo, lugar de la angustia y de la tragedia. La gran ciudad se ha convertido en depositaria de todas las pasiones. Los distintos lenguajes y aspiraciones ideológicas se medirán por su relación dialéctica con lo metropolitano.Las transformaciones motivadas por la revolución industrial y el crecimiento demográfico durante el siglo XIX actuarían de manera decisiva en los nuevos planteamientos arquitectónicos y urbanísticos. De hecho, hemos podido ver al principio cómo la historia de la arquitectura del siglo XX siempre ha construido sobre el caos y el desorden de la ciudad histórica del capital durante el siglo anterior. En ese contexto no sólo surgen propuestas disciplinares urbanísticas para controlar racionalmente el crecimiento de las ciudades, sino también diagnósticos críticos y utópicos, verdaderas anticipaciones heroicas del pensamiento urbanístico del Movimiento Moderno.Podría decirse que cada historia de la arquitectura del siglo XX cada propuesta, cada alternativa, lleva consigo una idea de ciudad. Se trata de un termómetro que mide la temperatura de la propia arquitectura, ya se plantee como operación quirúrgica sobre el entramado urbano, o que entienda la ciudad como espacio de consuelo. Aunque también es cierto que, en muchas ocasiones, la arquitectura rechaza la metrópoli, es esencialmente antiurbana, o se relaciona con ella como si de una abstracción se tratase. Sin olvidar tantas propuestas que buscan no sólo que la arquitectura se disuelva en la ciudad, sino que la propia ciudad encuentre su alternativa en su disolución, título, como se recordará, de una célebre obra de Bruno Taut.Las ciudades históricas sufrieron durante el siglo XIX una serie de transformaciones que rompieron definitivamente el equilibrio antiguo. Nuevos temas aparecieron ante arquitectos y urbanistas: la vivienda obrera, los espacios industriales, los ensanches, entendidos como una nueva idea de ciudad, la ciudad como negocio, y trazados a partir de una metodología proyectual que contaba con nuevos instrumentos legales y disciplinares. Si ante el caos se pronunciaban las utopías de un R. Owen, de un Ch. Fourier o de un E. Cabet, algunas de sus ideas sirvieron como estímulo ideológico, aunque no tipológicos ni de lenguaje arquitectónico, para varias de las propuestas urbanísticas de finales del siglo XIX y comienzos del XX Propuestas, casi todas ellas, que no enfrentan el caos y el desorden de la gran ciudad, sino que negándola buscan un equilibrio entre el campo y la ciudad, entre la naturaleza y la industria. Me refiero, sobre todo, a propuestas como las de la Ciudad-Jardín, formulada por Ebenezer Howard en 1898, o la Ciudad Lineal, planteada por Arturo Soria en 1882-1883 y parcialmente realizada en Madrid entre 1894 y los años treinta del siglo XX. Por otra parte, L. Benevolo ha visto en el Falansterio de Fourier un antecedente de la unité d'habitation de Le Corbusier.Antes de comentar brevemente algunas de estas propuestas, cabe recordar una utopía decimonónica enormemente sugerente. Me refiero al "Viaje a Icaria", publicado por Etienne Cabet en 1840. Tomando como modelo la ciudad de Amauroto, capital de la "Utopía" de Tomás Moro, situó en cada una de las sesenta manzanas de su ciudad ideal, con una estructura ortogonal, edificios con caracteres propios de cada una de las sesenta principales naciones existentes. Se trata de una ciudad que es posible verla en los cementerios. Y es que ese lugar simbólico, casi como irónica ciudad análoga, ha sido depósito de numerosos ensayos tipológicos y formales que han acompañado como arquitecturas silenciosas y críticas las distintas transformaciones de la arquitectura del siglo XX. Esa otra ciudad no es conflictiva, es fundamentalmente un lugar, un espacio, para el ejercicio de la disciplina, casi como la hoja de papel que recoge los dibujos de los proyectos.El problema de la vivienda, progresivamente encaminado hacia la investigación tipológica sobre el asentamiento de los nuevos barrios, va a adquirir caracteres funcionales en la ordenación de la ciudad capitalista. Se trata de operaciones que en la práctica suponen una reproducción y mantenimiento de las relaciones de producción existentes. Desde las Siedlungen alemanas a las aplicaciones del modelo de la ciudad-jardín o de la ciudad lineal, así como los asentamientos urbanos vinculados a centros industriales, se plantean como iniciativas que no afectan a la metrópoli, que surgen lejos de ella, negándola, convertidas en supuestos lugares de paz social, con contenidos ideológicos muy diferentes entre sí. Además de estas propuestas, el urbanismo como disciplina recibe las importantes aportaciones de Camillo Sitte o Patrick Geddes. La de este último marcadamente despolitizada, que expuso sus teorías en "Cities in Evolution" (1915). Sitte, que publicó sus ideas en "Der Städtbau nach seinen künstlerischen Gründsätzen" (1889), se alza en portavoz de un modo de proyectar la ciudad que debía asumir la permanencia de la ciudad histórica. Su nostalgia por el equilibrio comunitario y figurativo de la ciudad medieval pretende otorgar al proyecto una suerte de adaptación orgánica, también en cuanto a la utilización de los lenguajes, capaces de devolver la condición humana a la metrópoli.
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Las luminarias, la música, los fuegos artificiales, las gradas en las calles a lo largo del recorrido, los arcos triunfales... los mismos elementos que encontramos en las fiestas del poder en cualquier gran ciudad española aparecen, como en un calco, en las ciudades americanas para transformar los escenarios de la vida cotidiana en un lugar imaginario cargado de símbolos.La utilización que se hizo, en la Fiesta del Renacimiento y el Barroco, del modelo de la antigüedad para levantar las arquitecturas efímeras y como inspiración para determinados espectáculos tuvo ejemplos innumerables tanto en la península como en el Nuevo Mundo. Así, escribía Thomas Gage a mediados del siglo XVII, que los indios de Chiapas habían sido enseñados para saber simular en el río batallas marítimas, representar a las ninfas, Neptuno y otros dioses paganos y erigir fortalezas efímeras de madera y tela con las que representa combates. También la plaza Mayor de México fue en una ocasión escenario de una naumaquia. Naumaquias, combates y representaciones que pueden recordarnos sin duda fiestas similares de la corte de los Austrias, integrándose aquí la presencia indígena tanto entre los participantes como entre los autores de las obras efímeras. Los veinticuatro arcos de seda, plumería y flores que hicieron los indios en la ciudad de México con ocasión de la fiesta de la Profesa ponen de manifiesto la peculiaridad de unas fiestas en las que a veces se incorporaron tradiciones distintas a las europeas que, sin embargo, no modifican el sentido de la Fiesta Barroca como exaltación del poder en el escenario de la ciudad.Desde el sencillo tablado para las autoridades en la puerta del palacio virreinal de México -presidido por un retrato del rey bajo un dosel- para el juramento a los nuevos reyes, hasta la utilización de buena parte del espacio urbano para estas celebraciones, todo estuvo en función de disfrazar, de embellecer a la ciudad para las grandes fiestas: para celebrar la coronación de Carlos III se levantaron en la ciudad de México dos arcos triunfales en la calle de los Plateros y, en el tramo de calle entre ambos arcos, pórticos con balaustradas. La participación de los gremios en las fiestas convertía a éstas en el reflejo de la riqueza de la ciudad. Cuando esa participación alcanzó relevancia los cronistas no dejaron de hacerlo notar: con ocasión de la jura de Carlos III cada gremio hizo un carro triunfal. Pintores, cigarreros, curtidores, tocineros, pulqueros, zapateros, panaderos y sastres, todos tuvieron su carro, siendo la mayoría en forma de barco, que fue el tipo más frecuente en las fiestas del Barroco.La calle de los Plateros en México -al igual que ocurría en Madrid- era especialmente decorada por el gremio para algunas fiestas: aparte de la citada, hicieron arcos triunfales y altares para celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen a comienzos del XVII, celebraron la beatificación de San Isidro Labrador y, cuando en 1728 fueron canonizados San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka, los plateros sacaron sus mejores obras para adornar la calle. El disfrazar las fachadas fue una constante de las fiestas: cuando subió al trono Carlos IV no sólo se colocaron retratos del rey y la reina, bajo dosel, en los edificios oficiales y las luminarias y los fuegos artificiales contribuyeron al festejo, sino que también se realizó una fachada efímera en madera ante el ayuntamiento de la ciudad, que dio a éste la renovada apariencia clasicista que la ocasión requería.En la ciudad de México fueron la plaza de Santo Domingo y la delantera de la catedral los lugares en los que se erigieron los arcos triunfales para las entradas de los virreyes. Si el primero fue normalmente costeado por la ciudad, el segundo lo fue por el cabildo catedralicio. Los dos poderes que iban a ser principales interlocutores en el gobierno de los virreyes les abrían así las puertas de la ciudad y de la iglesia utilizando frecuentemente a los dioses de la mitología clásica -pintados o esculpidos en los arcos- para resaltar las virtudes del nuevo gobernante y lo que de su gobierno se esperaba. Los virreyes culminaban en la ciudad de México un recorrido triunfal que se iniciaba al desembarcar en Veracruz, con etapas festivas en las ciudades por las que iban pasando: arcos triunfales, toros, juegos de cañas, luminarias... jalonaban las entradas en dichas ciudades, transformadas y embellecidas para recibir a los nuevos gobernantes. No fue exclusivo ni mucho menos de este virreinato, pues por ejemplo en Lima, en 1681, se utilizaron nada menos que planchas de plata para decorar la calle principal con ocasión de la entrada del virrey, duque de La Palata.También la ciudad fue teatro para otros espectáculos que modificaban por unas horas la vida urbana. La plaza fue frecuente escenario de procesiones o, sobre todo, corridas de toros. Las calles a su vez lo fueron también de las mascaradas a pie o a caballo de personas disfrazadas que desfilaban por la ciudad con antorchas. Como ha estudiado I. A. Leonard, en el México colonial fueron utilizadas no sólo para divertir (las había a lo serio y a lo faceto), sino también para transmitir a los ciudadanos mensajes de toda clase, e incluso críticas a una situación política. Si en 1565 el hijo de Cortés participó en una mascarada en la que se contaba cómo había sido la llegada de su padre a la antigua Tenochtitlan, en 1621 fueron los héroes de las novelas de caballería los que desfilaron, además de figuras tomadas del "Quijote". Al fin y al cabo eran esas imágenes de las fiestas las utilizadas para contar la historia a una población en la que sólo una ínfima parte sabía leer.La procesión del Corpus siempre fue una de las más espléndidas, al igual que sucedía en España. El proceso de sacralización del espacio urbano, convirtiendo a toda la ciudad en templo, que llevaban a cabo estas procesiones, se pone claramente de manifiesto en el relato de Motolinia de la procesión del Corpus en Tlaxcala el año 1538: ese año no sólo se alfombraron las calles con flores y se hicieron danzas ante el Santísimo Sacramento, sino que también "tenían todo el ancho de la calle dividida en tres pasillos, corno las naves de la iglesia". Esta imagen de la ciudad como un espacio delimitado al modo de una iglesia se manifiesta también en la costumbre hispana de entoldar las calles para la procesión del Corpus.Sobre el mundo de símbolos manejado en las fiestas de la América española faltan todavía estudios sobre sus porqués y sus paraqués en cada momento. Es sintomático de la época el que, al celebrarse en Perú la jura de Felipe III el año 1600, las imágenes de los reyes incas aparecieran junto a los reyes de la monarquía española, pues desde los años setenta del siglo XVI se venía reconociendo a los señores naturales como legitimadores de la Monarquía en América, en cada reino. También cabe recordar (E. Vargas Lugo) las fiestas por la beatificación de Santa Rosa de Lima en 1671, que supusieran el triunfo del criollismo frente a lo peninsular, al ser la "primera que del Nuevo Mundo se ha de poner en el catálogo de los santos". Aunque los símbolos utilizados se adaptaran más o menos a la realidad histórica de aquellos reinos, nada tuvieron que envidiar en cuanto a riqueza las fiestas en las ciudades hispanoamericanas a las que se celebraban en España pues, como se decía de Lima a comienzos del siglo XVII, había en sus fiestas "tanto estruendo, instrumentos e invenciones que no hay ciudad de España en que se haga tanto y donde cuelguen las calles con más riquezas".
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La sociedad indiana dominante fue la urbana, en la que se reflejaba una tipología de los patrones de conducta peninsulares. Poco o casi nada de ella reflejaba la vida urbana precolombina. En su polo opuesto, el medio rural, predominaron en cambio las formas de conducta ancestrales, aunque con muchos cambios substanciales producidos por la aculturación. El origen de la ciudad indiana se ha discutido mucho. Se ha afirmado que siguió la tradición medieval española, que aprovechó las experiencias indígenas, que fue producto de la mentalidad renacentista y que tuvo una evolución propia a partir de los primeros establecimientos. Aunque todo influyó, tal como señaló Rojas Mix, lo último es quizá lo más evidente. Las ciudades americanas fueron surgiendo con distinto carácter (factorías comerciales primero, lugares de ocupación de un espacio conquistable luego, centros desde los cuales se realizaba la expansión dominadora más tarde y centros administrativos finalmente) sin que nadie las regulara (se dieron algunas normas aisladas a Ovando, los Jerónimos y Pedrarias) hasta 1573, cuando se promulgaron las Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento y Población, que recogieron la experiencia adquirida (no en vano formaron parte de la Recopilación o Código de Juan de Obando). Para entonces existían ya 225 ciudades, entre las cuales figuraban las más importantes del mundo hispanoamericano. Las Ordenanzas se dieron, además, para una nueva política de la Corona: acabar con los descubrimientos y poblar en lo que ya estaba bajo control español. Establecieron una serie de normas de sentido común, como erigir las poblaciones a más de cinco leguas de otras existentes, en lugares altos, de clima saludable, cercanas a los campos donde se cultivaran alimentos, dotarlas de ejidos y dehesas, etc. También se reglamentó que tuvieran un mínimo de 30 vecinos, es decir entre 120 y 240 habitantes, según apliquemos el módulo de cuatro u ocho habitantes por vecino. Se tuvo, por tanto, muy en cuenta la realidad de que muchas de las ciudades españolas eran poblachones que difícilmente tenían unos doscientos habitantes. La ciudad colonial se hizo en damero, siguiendo una tradición universal que viene desde Hipódamo de Mileto (510 a.C.) y siguieron luego Alejandro Magno, los romanos, etc. En España fue utilizada para las nuevas poblaciones fundadas de los siglos XII a XIV. La retícula tenía la ventaja de permitir una distribución equitativa de los lotes y asegurar la expansión racional de la urbe. En su centro estaba la plaza mayor, un cuadro vacío del damero. Por lo regular era cuadrangular (la rectangular fue menos frecuente) y abierta, en contraposición con la castellana que era cerrada. Allí se construían los edificios que simbolizaban el poder: Cabildo o ayuntamiento, gobierno (casa del gobernador o virrey), justicia (alcaldía, audiencia) e iglesia (parroquial, obispal, arzobispal). La plaza tenía multitud de funciones: lugar de reunión de los vecinos, del mercado semanal, de las celebraciones religiosas, civiles y militares, etc. A partir de la plaza mayor se trazaban calles paralelas y perpendiculares, parcelando el terreno en manzanas o cuadras. Estas se otorgaban a los vecinos por méritos, divididas en caballerías o peonías. Una peonía era un "solar de cincuenta pies en ancho y ciento en largo, cien hanegas de tierra de labor de trigo o cebada, diez de maíz, dos huebras de tierra para huerta, y ocho para plantas de otros árboles de tierra desecada a la tierra de pasto para diez puercas de vientre, veinte vacas y cinco yeguas, cien ovejas o veinte cabras". Una caballería era "un solar para casa de cien pies de ancho y doscientos de largo y todo lo demás como cinco peonías". Los solares urbanos de la peonía eran de unos 28 por 14 metros cuadrados o de 28 por 52: entre 400 y 1.400 metros cuadrados. Las tierras de labor tenían entre 6 y 30 hectáreas. El proceso de urbanización prosiguió sin interrupción hasta 1630, cuando Hispanoamérica contaba ya con 330 ciudades y disminuyó posteriormente. Junto a las ciudades, villas y lugares de los españoles se erigieron otros dos tipos de establecimientos, los presidios y las misiones. Los primeros tenían finalidad militar y servían de alojamiento permanente de las tropas de frontera (destacaron los del norte de México y Chile). Los segundos eran fundados por los misioneros para reducir a los indios a la fe. Las ciudades indianas imitaron la forma de vida de las peninsulares. Se vestía y comía a la española, pese a lo costoso de importar trajes, aceite de oliva y vino. El verdadero problema era la utilización del ocio, del que se disponía en abundancia. Se gastaba con prodigalidad en múltiples actividades. Muchas eran de carácter religioso, como siempre se ha enfatizado; actos solemnes en la catedral o iglesias, procesiones, etc. La más importante era la misa dominical de doce en la iglesia mayor. Allí presumían las jóvenes criollas de sus galas y cohortes de esclavas, alardeaban de ostentación los criollos, de grave autoridad los peninsulares y de miseria los pobres que pedían limosna. Tras la misa los hombres concertaban negocios, comentaban las noticias de Europa y hasta organizaban pequeños complots políticos. Para divertimento del pueblo se programaban fiestas en días señalados, con cohetes, corridas de toros, juegos de cañas, etc. Pero el verdadero ocio urbano era el laico y extraoficial; jugar, beber, comer, charlar, etc. Los juegos de azar fueron verdadera pasión, sobre todo dados y naipes. Se realizaban en numerosos garitos legales y en infinitos ilegales. Muchos altos funcionarios los tuvieron en su propia casa, aunque naturalmente estaba prohibido. Hasta las venerables monjas del convento santafereño de Nuestra Señora del Carmen tuvieron un patio de barra o garito donde se jugaba una especie de bolos que les daba excelentes ingresos. La bebida era otra forma de matar el tiempo. Bebida, tal como se interpreta en el mundo hispánico, es decir acompañada de larga conversación. Los caballeros utilizaban para ello las infinitas pulquerías o chicherías que había en cada ciudad, sobre todo en los bajos de las casas del centro. El alquiler de tales locales fue tan buen negocio que el clero participó en el mismo, lo que originó que algunos cabildos eclesiásticos prohibieran a sus religiosos alquilar sus viviendas para tal finalidad, considerada inmoral. La bebida usual era el aguardiente, para blancos y mestizos, y la chicha para los indios. Las mujeres no podían ir a las chicherías, pero se desquitaban con la visita a los parientes o amigas. En agradables tertulias, acompañadas de chocolate con bizcochos, repasaban lo más sobresaliente en materia de escándalos amorosos y modas. Menos frecuentes eran los banquetes, pero en cambio, era usual dedicar gran parte de cada jornada a realizar comidas periódicas breves, que la hacían más llevadera; desayuno, un tentempié a media mañana, almuerzo, merienda, y cena. No faltaban en las ciudades los burdeles, algunos de ellos renombrados, a los que acudían varones de toda condición social.
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Muchas zonas verdes quedaron también dentro de las murallas de Lima, levantadas entre 1685 y 1687. Construidas sin foso, poco eficaces, respondieron éstas casi más a una cuestión de límites y de imagen urbana que a la necesidad de una gran fortaleza ante hipotéticos ataques, a pesar de que fuera el peligro de un futuro ataque portugués el que decidió su construcción. En cambio Cuzco sí era y había sido desde la época prehispánica una ciudad fuerte, y fortificada -con la famosa fortaleza de Sacsahuaman- se la representa en las vistas que se grabaron en Europa de esa ciudad en los siglos XVI y XVII, vistas que la pueden aproximar a modelos ideales y casi utópicos de ciudades. Con esto se convierte en ejemplo de cómo la ciudad de los españoles se superpone a la prehispánica, a la vez que ésta se integra en el sistema cultural europeo.Con respecto a las fortificaciones de las ciudades en América -al margen de los puertos- cabe recordar que la imagen urbana de una ciudad con murallas, que era la tradicional en el Occidente cristiano, rara vez se dio. Las murallas proyectadas para Trujillo parecen casi una cuestión figurativa que aproxima la forma de la ciudad a la perfección del círculo pues, además, resultaban ajenas al trazado de la ciudad (y por tanto nada operativas) al no coincidir las calles ni con las puertas ni con los baluartes de la nueva fortificación. También estuvo amurallada la ciudad de Mérida, en Yucatán, a mediados del siglo XVII y, a finales de ese siglo, se hizo en ella la ciudadela de San Benito, con cinco baluartes, que fue destruida en el siglo XIX.Esta ciudadela estuvo en alto y absorbió en su construcción al convento de San Francisco que, a su vez, se asentaba sobre restos de pirámides mayas. Todo un ejemplo de superposición que es una nueva llamada de atención sobre el carácter simbólico representativo que muchas veces adquirieron determinados edificios y espacios de la ciudad en Hispanoamérica.En ese sentido, y con respecto al tema de la fortificación, lo que sí existió y constituye una singularidad importante en la historia del urbanismo es la concepción de la ciudad como fortaleza, tuviera o no tuviera muros para la defensa. Es algo que además nos remite de nuevo al tema de la plaza como corazón de la ciudad. En el siglo XVI se había concebido la plaza de la ciudad de México como una fortaleza, con la catedral y con torres de vigilancia en las entradas a la plaza, en un proyecto mandado al Consejo de Indias por el arzobispo Montúfar. Siguiendo con la misma idea, en 1560 se hizo otro proyecto para convertir uno de los canales que pasaban por esa plaza en un foso defensivo con puentes levadizos, y, cuando en 1611 fue investido como virrey fray García Guerra, el arco triunfal de acceso a la catedral simulaba la puerta de una fortaleza. Todavía en un sermón de 1656, el predicador se refería a la catedral de México como "defensa, baluarte y presidio".También en Lima, antes de que se construyeran las murallas, la plaza se convirtió en una especie de ciudadela sin muros, tal como aparece en un plano de 1626. En él se representa la ubicación de las piezas de artillería que -situadas la mayoría en las fuertes fábricas de los conventos- podían defender el centro de la ciudad (la plaza con la catedral, el cabildo y el palacio) de un posible ataque. En algunas ciudades chilenas sí se llegaron a construir muros para proteger tan sólo algunas manzanas del centro de la ciudad ante las rebeliones de los indios araucanos y, cuando casi a fines del siglo XVIII se dio, la traza para la villa de La Carlota, en Argentina, un fuerte de cuatro baluartes presidía la plaza principal, en la que estaban también el cabildo y la capilla.Si de la defensa pasamos a la religión -la ciudad como fortaleza y como templo-, la sacralización del espacio urbano mediante imágenes religiosas en pequeñas capillas en las calles, que fue costumbre muy hispana con magníficos ejemplos en Andalucía, también se dio por ejemplo en México en el siglo XVIII. Quizá sean recuerdos de los altares que con ocasión de las fiestas religiosas convertían a toda la ciudad en un templo, pero al convertirse en imagen perpetua -como los humilladeros a la entrada de las ciudades y no efímera llevaron a la vida cotidiana de la ciudad la presencia ineludible de la religión.Habría que recordar aquí cómo en la Tenochtitlan prehispánica, a la que Cortés superpuso la república de los españoles, las dos calles que se cruzaban en el centro dividiendo en cuatro a la ciudad materializaban la concepción prehispánica de ésta como reflejo de un universo dividido en cuadrantes o rumbos, como una flor de cuatro pétalos con su centro sagrado. Otra religión y otra cultura, como fue la de los españoles, también sacralizó la ciudad. En este aspecto, la fuente de ladrillo de Chiapa de Corzo (México), que data de los años sesenta del siglo XVI, con planta octogonal y cubierta con cúpula, ejemplifica una contaminación entre lo sagrado (la idea de baptisterio) y lo profano (las obras públicas) que logra convertir en cotidiano a lo sagrado y sacralizar lo profano.Cuando se fundó Bogotá en el siglo XVI se habían construido doce casas "por corresponder al número de los doce Apóstoles, deseando que... permaneciese todo el tiempo que la misma iglesia, que ha de ser hasta el fin del mundo" (G. Guarda). También cuando en 1768 se proyectó una ciudad en Manajay (Cuba), las doce calles que salían de la plaza -recordemos que doce puertas tenía también la Jerusalén celeste- debían llevar el nombre de los doce Apóstoles.Para finalizar, recordemos la imagen con que representó Guamán Poma de Ayala la "ciudad del cielo para los buenos pobres pecadores", con una plaza en la que el lugar que en otras vistas suele ocupar la iglesia es ocupado por la visión celestial de la Virgen con la Santísima Trinidad. En el centro de la plaza representa la fuente, "agua de vida", y en primer plano un fuerte muro con almenas. La trasposición entre Jerusalén celestial y ciudad terrenal se pone así una vez más de manifiesto.