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A finales de la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna la ciudad zamorana de Toro se convierte en una de las principales de la Corona de Castilla. En ella se celebran Cortes, siendo Toro una de las dieciocho ciudades que podían enviar procuradores con derecho a voto. Como tantas otras, el solar de la ciudad de Toro aparece ocupado desde muy antiguo. Se sabe que originalmente fue llamada Arbocal, y que fue conquistada por Aníbal. Tras entrar en la órbita romana, Toro sufre una gran remodelación urbanística, convirtiéndose en una urbe amurallada. Por Toro pasan sucesivamente godos y suevos, hasta que es finalmente incorporada al reino visigodo por Leovigildo, en el año 570. La Edad Media hace de Toro una villa importante. En el año 1160 comienza la construcción de la Colegiata de Santa María la Mayor, su mejor y más conocido monumento, que será fundada por Alfonso VII. Completan su patrimonio una serie de iglesias de extraordinario interés, como las de San Lorenzo, del Salvador, San Pedro de Olmedo, San Sebastián, etc. Pero el hecho más conocido, el que liga a Toro con la historia de España, es que en esta villa se produjo una reunión de Cortes en 1505, en la que, a la muerte de la Isabel la Católica, se reconocía a Juana la Loca como reina de Castilla.
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La difícil situación económica y el descenso demográfico que tuvieron lugar en la España del XVII impidieron el desarrollo de programas urbanísticos y la fundación de nuevas ciudades. Por el contrario, muchos núcleos urbanos vieron contraído su espacio ya que al decrecer el número de habitantes los barrios periféricos fueron con frecuencia abandonados.En la época de Felipe III, por herencia del reinado anterior, aún se pensaba en la ciudad como un espacio ideal, de proporciones y distancias acordadas, con una arquitectura regular y uniforme destinada a configurar un todo homogéneo según un plan preestablecido. Pero las circunstancias del país determinaron una realidad distinta, ajena a cualquier tipo de normativa previa, y la ciudad barroca tuvo que basar su definición más en una fisonomía que en una ordenación.Las ciudades del XVII, que lograron una perfecta adecuación entre la tradición y la arquitectura de su tiempo, se convirtieron prioritariamente en la imagen del espíritu religioso imperante por entonces en España. La adscripción hispana a los conceptos existenciales trentinos se reflejaron en todas sus estructuras y en sus formas de vida a lo largo de la centuria y, por supuesto, también en el arte y en la ciudad, que asumió la representación de las ideas y del poder eclesiásticos, así como las de una monarquía que se declaraba defensora universal del catolicismo. Por este motivo la ciudad-convento es la tipología más vinculada al barroco español, etapa decisiva para nuestros núcleos urbanos ya que, como dice Bonet Correa, la mayoría ha conservado sus características hasta el siglo XX, y lo han hecho porque en ellos cristalizó una forma de vida y pensamiento típicamente hispanos, que también ha perdurado hasta nuestros días.La presencia de lo religioso aflora incluso en el que es prácticamente el único ejemplo de planificación urbanística privada llevado a cabo en la España del XVII: la ordenación de la ciudad ducal de Lerma a instancias del valido de Felipe III, que puede entenderse como una expresión de poder personal, pero en el que sin embargo juegan un destacado papel los edificios religiosos. No obstante, las ciudades ducales y de patronazgo, tan importantes en el XVI, desaparecieron en este siglo por el efecto centralizador de la corte, en la que se instalaron los nobles abandonando sus lugares de origen, que vieron así cercenadas sus posibilidades de desarrollo.Los únicos focos urbanos que crecieron en esta etapa fueron Madrid, a causa de su nombramiento como capital en 1561, y Sevilla, ciudad que alcanzó una extraordinaria pujanza económica en el XVI gracias al monopolio del comercio con las Indias, lo que le permitió mantener una importante actividad comercial durante las primeras décadas del XVII, para después sumarse a la ruina del país.En líneas generales la ciudad barroca se estructuraba sobre el eje de la Calle Mayor, en torno al cual se repartía un pobre caserío en un entramado de callejuelas, rincones y plazuelas irregulares. La Plaza Mayor era el punto principal de concentración y los distintos barrios conservaban la especialización de actividades y talleres artesanales heredados de la Edad Media. Palacios, o mejor grandes caserones sobrios por fuera y ricos por dentro, y sobre todo iglesias, conventos, capillas, ermitas y altares urbanos llenaban sus calles, ampliadas en sus tramos más importantes para facilitar el paso de los viandantes y carruajes, siguiendo la idea barroca de adecuar el diseño urbano a las exigencias de la vida del hombre. La falta de iluminación y de empedrado, y la abundante suciedad completan la visión de la ciudad de la época, cuya fisonomía poseía una especial caracterización gracias a los numerosos chapiteles apuntados de pizarra que la coronaban.Esta imagen que acaba de ser descrita es, a grandes rasgos, la del Madrid del XVII que, a causa de la capitalidad, creció rápidamente con un urbanismo de urgencia, apenas planeado y con evidente escasez de medios económicos. Los ambiciosos proyectos de la época de Felipe II y, sobre todo, de Felipe III para darle un aspecto ordenado y monumental, se vieron extraordinariamente reducidos por la precaria situación de la hacienda pública. De ellos sólo se llevaron a cabo la Plaza Mayor y la regularización, poco importante, de las plazas del Ayuntamiento y de Santa Cruz, dejando en cierto modo al azar el desarrollo y estructuración del resto de la ciudad, que se extendió sobre sus salidas naturales a pueblos y ciudades de los alrededores, como Fuencarral, Hortaleza y Alcalá de Henares, organizándose los nuevos barrios con un trazado de cuadrícula, tipo urbano usado en España desde la Edad Media.La Plaza Mayor fue concebida como un espacio regular, destinado a albergar reuniones de carácter popular, a servir de mercado y también a aliviar el problema de alojamiento que sufría por entonces la capital mediante sus cinco pisos de viviendas. Esta función pública es una cualidad esencial de las plazas barrocas españolas, que las diferencia del sentido aristocrático o eclesiástico predominante en otros ejemplos europeos.La Calle Mayor adquirió también en esta etapa un gran apogeo, gracias sobre todo al comercio, ya que al igual que la Plaza Mayor poseía en España un carácter totalmente civil, siendo en las plazas y calles marginales donde se levantaban los edificios religiosos.No obstante, y a pesar de lo dicho, Madrid logró convertirse en una urbe representativa de la Corte y del poder de la Monarquía. La reforma del Alcázar, la construcción del palacio del Buen Retiro y fundamentalmente las obras de Gómez de Mora crearon una nueva imagen de la ciudad, adecuada a su condición de capital. A ella se sumó el carácter eclesiástico, propiciado por las numerosas fundaciones religiosas que por entonces se llevaron a cabo en la villa. De esta forma Madrid se configuró como una ciudad barroca, definiendo el modelo español, a la vez que sintetizaba las formas de vida y de pensamiento y los planteamientos sociales y políticos del país.
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Los acontecimientos que tuvieron lugar en la Grecia del siglo IV son el resultado de la confluencia entre la nueva orientación que toma la monarquía macedónica a partir de Arquelao y la posición en que se hallan las ciudades griegas particularmente y la ciudad griega como fenómeno general. El hecho de que cada una de ellas sea incapaz de subsistir como ciudad independiente, sin necesidad de acudir a la explotación de recursos externos, quiere decir que, como institución, la polis autárquica con que todavía sueña Aristóteles ha dejado de ser una posibilidad real. La explotación de la chora y de la comunidad dependiente interna no garantizan los medios económicos que sustenten la participación colectiva de un cuerpo cívico isonómico, ni siquiera de tipo hoplítico. La guerra entre ciudades resulta cada vez más estéril como solución a ese problema, porque no todas las tendencias de los intereses interiores van en la misma dirección. Mientras para unos se pretende garantizar el phoros, otros sólo buscan proteger los puertos y vías de comunicación para el tráfico de mercancías, incluidos los esclavos. Así, las luchas por la hegemonía acaban convirtiéndose en un elemento más en la aceleración del proceso final de la historia de la ciudad-estado. La tendencia del demos a recuperar, conservar u obtener la democracia repercute en la agudización de los conflictos sociales internos y, por tanto, en la imposibilidad de mantener una coherencia que facilite el triunfo en la guerra exterior. Éste sólo se consigue a través de ejércitos mercenarios mandados por un jefe que acaba convirtiéndose en personaje carismático. En este ambiente, la teoría de la ciudad se divide en dos direcciones. Por una parte se encuentra la que trata de conservar la situación antigua a base de recuperar las restricciones que identificaban al libre con la clase dominante, más estrictamente, como en el caso de Platón, o de modo más amplio, como en el de Aristóteles. Para el primero, todo productor queda marginado. Aristóteles incluye a los campesinos propietarios, pero explica que su ventaja como clase gobernante reside en que acuden poco a los actos públicos, con lo que dejarían la política en manos de un grupo minoritario de dirigentes que serían los mejores, áristoi. La mese politeia, la constitución intermedia que no incluye a la masa del demos que realiza trabajos serviles, se resuelve en una aristocracia. Por otra parte, Jenofonte defiende la conservación de la polis gobernada preferentemente por los caballeros, pero no rechaza la posibilidad de una realeza, siempre que evite la caída en la tiranía, definida por su apoyo en las clases populares. Isócrates, a lo largo de su vida, tras variadas posiciones, llegó a ver clara la solución en la presencia de un gobernante personal, preferentemente ajeno a las ciudades en conflicto, que se va definiendo en varios reyes o tiranos concretos, como Dionisio de Siracusa, para fijarse definitivamente en Filipo de Macedonia. Éste es el ambiente de la ciudad griega con que se encuentra el expansionismo que se consolida en el siglo IV.
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Las ciudades fueron los nudos del entramado que articuló la vida iberoamericana durante el período colonial. La necesidad de conocer las nuevas tierras y de informar acerca de ese conocimiento se materializó en una gran cantidad de imágenes que, en su mayoría, estuvieron referidas a las ciudades. Cuándo Francisco Lagarto dibujó en 1638 el valle de México indicó las poblaciones que en él había y cuando el capitán Pedro Ochoa de Leguiçano -que se había examinado como ingeniero de fortificación en España en 1596- dibujó el puerto de Iztapa, en Guatemala, en 1598 representó también parte del territorio y el camino a la ciudad, reduciendo ésta a las manzanas que formaban la plaza. Si bien éstos son dos ejemplos de cómo la ciudad se concibió en el marco de lo que fue la ordenación del territorio, en muchos otros casos la imagen que se transmite de la ciudad la hace aparecer casi como un ente autónomo y autosuficiente.La sociedad, la economía y la vida política tuvieron en ellas sus espacios desde el momento de su fundación. Cuando Francisco Hernández en las "Antigüedades de la Nueva España" describió cómo era México "en el año quincuagésimo más o menos de que fue ganada" alabó de ella las buenas casas, las amplias vías públicas, los "mercados anchísimos y los amplios palacios reales", con lo cual la noción de espacio urbano que estaba transmitiendo no podía dejar de admirar desde la Península, donde ampliar una calle o hacer una plaza nueva podía encontrar dificultades sin cuento. Alababa también la presencia de la iglesia (los muchos templos, monasterios, hospitales; etc.), pero no olvidaba decir cómo la engrandecían el virrey, la "Real Audiencia; los magistrados, el arzobispo, artífices habilísimos para hacer cualquier cosa y cultivadores de las bellas artes y de las ciencias". El espacio para las instituciones, eso parecía ser la ciudad.Por las mismas fechas en que se escribieron esas palabras, Felipe II dio unas "Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias" (13 de julio de 1573) en las que, entre otras muchas cuestiones, se daban una serie de normas acerca de la fundación de ciudades que venían a codificar una experiencia previa.
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La ciudad medieval generalmente está rodeada por una muralla defensiva, en la que varias puertas abren a los caminos más importantes. El trazado urbano es sinuoso e irregular, existiendo a veces zonas despobladas. Las ciudades tienen diferentes barrios, que agrupan a la población en función de su procedencia, su religión o su actividad. El desarrollo económico de algunas urbes, especialmente las dedicadas al comercio, hizo que se construyeran nuevas áreas. En éstas, las viviendas podían alcanzar dos o tres plantas. El centro de la vida urbana lo ocupa la plaza, en la que se sitúan los edificios más representativos. Estos son altos, realizados en piedra, con balcones que se abren a la calle. Un escudo, también en piedra, indica que sus portadores pertenecen a un noble linaje. De la plaza parte un sinfín de calles, algunas estrechas y tortuosas, siempre ocupadas por una intensa actividad. En ellas se desarrollaba buena parte de la vida diaria de la comunidad: comprar, vender, pasear, relacionarse... Sin duda, el mercado era el centro económico y social de la población. Las casas de los artesanos servían al mismo tiempo como taller y tienda, por lo que se abrían al exterior. Además, muchas viviendas podían contar con un solar en su parte posterior, que era utilizado como huerto y en el cual podía existir un pozo.