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Prácticamente todas las diferencias que existen entre la Historia tradicional y la Prehistoria radican en sus distintos sistemas de obtener información acerca de las sociedades pretéritas. Durante mucho tiempo se ha sostenido que, a falta de documentos escritos, el prehistoriador ha tenido que recurrir a los restos arqueológicos como fuente exclusiva de documentación, mientras que el historiador sólo se sirve de la Arqueología, mal llamada ciencia auxiliar, para completar algún punto conflictivo de sus investigaciones o para sacar a la luz fragmentos materiales del pasado. En la actualidad esto es sólo una simplificación por varios motivos. El primero, porque la Arqueología es casi la única fuente de la que dispone la Historia para documentar el aspecto más desconocido de nuestro pasado: la vida cotidiana, cuyos vestigios son el principal componente de los yacimientos arqueológicos. El segundo, porque la Prehistoria obtiene información de otras fuentes, aunque es cierto que la Arqueología prehistórica tiene un notable peso específico en sus reconstrucciones culturales, hasta el punto de que, en la práctica, la mayor parte de los prehistoriadores son también arqueólogos, cosa que no sucede con los historiadores. La Arqueología contemporánea es una actividad altamente tecnificada que exige un poderoso despliegue de medios. Como los yacimientos arqueológicos son bienes relativamente escasos y muy valiosos a nivel cultural, porque se destruyen al excavarlos, su investigación exige una cuidadosa documentación de todas las evidencias encontradas y cuya omisión causaría una pérdida irrecuperable. Hay que tener en cuenta, además, que el arqueólogo hoy en día no sólo encuentra vestigios culturales (la denominada cultura material), sino también descubre huesos humanos o de animales, sedimentos, carbones, restos de origen vegetal, a veces microscópicos (pólenes) y estructuras de tipos diversos. Son los análisis de laboratorio sobre cada uno de estos elementos los que permiten reconstruir no sólo los distintos procesos que han formado el yacimiento, sean de origen antrópico o natural, sino también el entorno del mismo (tipo de vegetación, clima de la época, asociaciones faunísticas...) y su explotación por parte de los pobladores primitivos. Esto sólo es posible gracias a los estudios paleontológicos, geomorfológicos, geoquímicos, sedimentológicos y paleoecológicos efectuados sobre los materiales y muestras recuperados durante la excavación, que proporcionan en estos momentos una cantidad de información cada vez mayor al prehistoriador. A cambio, las excavaciones arqueológicas son cada vez más lentas puesto que la minuciosidad que exigen las nuevas técnicas de muestreo y registro son incompatibles con los métodos expeditivos del pasado. El establecimiento de cronologías precisas, labor que resulta básica para interpretar cualquier proceso histórico, se ha visto facilitado en los últimos años gracias a la incorporación de las técnicas radiométricas, que permiten precisar, con un cierto error estadístico, los años transcurridos desde determinados eventos (la muerte de un ser vivo, el calentamiento de un material, la cristalización de determinados minerales...). Estas técnicas de datación, derivadas de los espectaculares avances de la física atómica en la posguerra, son muy variadas y continuamente están siendo sometidas a refinamientos y calibraciones para hacerlas más precisas. La más conocida, sin duda, es el carbono-14 (C,4), puesta a punto por Libby hace treinta años, que mide la cantidad de ese isótopo presente en cualquier sustancia de origen orgánico, pero que tiene el inconveniente de no tener resolución más allá de los 50-70.000 años, límite en el que los periodos de semidesintegración del C,4 hacen que la cantidad residual sea inapreciable. Además, es relativamente susceptible a las contaminaciones, lo que falsea la cifra obtenida en el laboratorio. Otros métodos como la termoluminiscencia (TL), el Potasio-Argón (K/Ar) o el Uranio-Thorio (U/Th), entre otros varios, cubren lapsos de tiempo mayores, aunque sólo pueden ser utilizados sobre ciertos materiales que no siempre están presentes en los yacimientos arqueológicos. Las fechas radiométricas suelen expresarse, por convención, en años antes del presente o B.P. (del inglés before present), aunque pueden convertirse en años antes de Cristo restándoles 1950 años. Por último, no puede olvidarse que uno de los sistemas más fructíferos en la reconstrucción cultural de las sociedades prehistóricas es lo que en otras ciencias se denomina método actualista, que parte de la idea de que los procesos vigentes en la actualidad son válidos, dentro de ciertos límites, para explicar los acontecimientos del pasado. En el caso de la Prehistoria, interesada especialmente en los procesos de tipo social, el actualismo se lleva a cabo mediante el examen de las evidencias que aportan los pueblos primitivos actuales, cuyas respuestas culturales son en definitiva los modelos con los que se compara la evidencia arqueológica.
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La arquitectura acadia de gran estilo no es conocida todavía suficientemente, dado que hasta la fecha los esfuerzos por localizar su capital imperial no han alcanzado resultados positivos. Las excavaciones arqueológicas, efectuadas en algunos centros provinciales, han puesto de manifiesto que los acadios a la hora de restaurar edificios sumerios del Dinástico Arcaico introdujeron evidentes reformas, pero de las mismas no se puede deducir qué planteamientos siguieron en su arquitectura. Por ejemplo, en Eshnunna, en la fase ya tardía del Templo de Abu, los acadios alteraron su única capilla, dividiéndola en dos estancias que separaron con un grueso muro con abertura en el centro, para obtener así dos compartimentos: la cella propiamente dicha y una antecella, con lo que se venía a romper la disposición típica del eje acodado anterior. También en esta misma localidad se encontraron los restos de un pequeño palacio acadio, que se articuló en tres sectores, pero sin aportar ninguna novedad arquitectónica respecto a la etapa anterior. Es, sin embargo, en el norte de Mesopotamia, donde podemos detectar unas cuantas particularidades constructivas. En Tell Brak fue hallado un edificio de planta casi cuadrada (111 por 93 m), rodeado por potentes murallas de hasta 10 m de espesor, que le daban aire de fortaleza. Se accedía a su interior por una única entrada monumental protegida por dos gruesas torres; tras la entrada, se abría un gran patio central de 150 m cuadrados de superficie, que articulaba a su alrededor una serie de estancias rectangulares, que hubieron de servir como depósito para mercancías. Otros patios menores -se han localizado hasta cuatro más- iluminaban otras alargadas dependencias, utilizadas al parecer también como almacenes. La obra, concebida de modo unitario, según los expertos, fue mandada construir hacia el 2250 por Naram-Sin, de acuerdo con las estampillas de los ladrillos del edificio. A pesar de ser destruido a la caída del Imperio acadio, los reyes de la III Dinastía de Ur lo siguieron utilizando. Asimismo, el Palacio viejo de Assur, creído por algunos como obra de Shamshi-Adad I (1813-1781), ha de ser considerado acadio, pues presenta no sólo la misma estructura planimétrica, sino también parecidas proporciones (112 por 98 m). Comprendía 162 salas repartidas alrededor de diez patios; en la zona occidental se situaron dos complejos arquitectónicos cortesanos, con sendas salas de audiencia que se abrían sobre el patio principal.
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Al decimosexto jefe asirio, llamado Ushpiya (h. 2100), se atribuye la construcción de un templo en Assur (Qalaat Shergat), enclave que, situado en la confluencia del Tigris y uno de sus canales, había tomado el nombre de la divinidad tribal de los asirios: Assur. Esta referencia equivale a señalar que en aquella fecha los asirios habían dejado de ser nómadas. La arqueología, sin embargo, ha detectado un templo aún más antiguo que el de Ushpiya: el Templo de Inanna (nombre sumerio cambiado luego por el acadio en Ishtar). De sus ocho niveles de construcción, los estratos H -que ha proporcionado un relieve estucado de la diosa- y G han puesto al descubierto dos pequeños santuarios superpuestos, construidos con adobes, correspondientes a estos primeros momentos. Más tarde Kikkiya, coetáneo y vasallo de los últimos reyes neosumerios, se declaró independiente, procediendo a la construcción de las primitivas murallas de Assur, que poco después restauraría otro jefe llamado Puzur-Assur I, el cual, aprovechando la caída de la III Dinastía de Ur y el estado de anarquía de toda Mesopotamia, logró afianzar su reino como potencia independiente. Erishum I (1890-185, siguiendo el ejemplo de su padre, desplegaría luego una gran actividad constructora en Assur; los abundantes recursos que precisó para ello los obtuvo por una floreciente actividad comercial con el extranjero (Capadocia, sobre todo), en donde estableció varias colonias (karum). Fue precisamente Erishum I quien finalizó una de las primeras fases del Templo de Assur, que sería luego completado por Shamsi-Adad I (1813-1781) y muchísimo más tarde transformado por Senaquerib, ya al final del Imperio. El templo, en sus primeros momentos, fue de modestas proporciones para alcanzar en el siglo XIX a. C. una planta de 110 por 60 m. Un propíleo precedía al patio central, desde donde se llegaba a la antecella y a la cella. El edificio dominaba una irregular plaza rodeada por una muralla, doble en el sector este y triple en el oeste. En cuanto a la arquitectura civil, el primer palacio de los reyezuelos asirios, el llamado Palacio viejo, consistió en una construcción compleja muchas veces reconstruida y alterada, alcanzando grandes proporciones. Su planta, ligeramente trapezoidal (110,50 por 112 por 98,30 por 98,10 m) comprendía diez patios, a cuyo alrededor se distribuían 162 estancias. De las mansiones de carácter privado, que se levantaron sobre todo en torno al templo, sólo han llegado escasísimos restos; su característica común era el tener un gran patio central, rodeado de habitaciones. La ciudad también contó con un templo arcaico dedicado a Enlil, que se completó durante la III Dinastía de Ur con una magnífica ziqqurratu, consagrada también al mismo dios, situado cerca del Templo de Assur. Cuando a finales del siglo XIX a. C. Shamshi-Adad I logró apoderarse de Assur y convertir tal reino en un verdadero Imperio, coetáneo al de Hammurabi de Babilonia, se construyeron en la ciudad varios templos en honor de las principales divinidades, al tiempo que se restauraba la torre escalonada de Enlil y se completaba con nuevos aposentos el Templo de Assur. Asimismo, a Shamshi-Adad I se debió la construcción de un gran edificio religioso, junto con su correspondiente ziqqurratu, en Karana (hoy Tell el-Rimah), ciudad situada entre Nínive y la cadena del Gebel Sinjar. El templo, levantado sobre una terraza, era de planta cuadrada (46 m de lado) y constaba de vestíbulo, patio, antecella y cella, con estancias laterales, todo ello dispuesto de acuerdo con un eje axial. La antecella estaba decorada con relieves de piedra (dos diosas Lama entre palmeras; dos cabezas del demonio Humbaba), aunque de tosca ejecución. Una escalera interior, dispuesta en ángulo, permitía el acceso al tejado, desde el que se llegaba a la ziqqurratu (probablemente de cinco pisos) que se situó en la parte trasera del templo. Era una mole de adobes con una cámara abovedada central, que quedó bloqueada tras el acabado del edificio. Siglos después, Assur-nirari I (1547-1522) levantó en Assur el Templo de Sin y Shamash, que presentaba importantes novedades estructurales al proyectarse de acuerdo con una simetría absoluta en tomo a un eje ideal y que se convertiría, según han apuntado los especialistas, en el prototipo de los templos asirios posteriores, sobre todo los del I milenio. Debemos aludir, finalmente, aunque sea de modo breve, al sistema defensivo de la Assur paleoasiria: bañada la ciudad por el este y el norte por las aguas del Tigris y uno de sus canales, los reyes construyeron una vasta muralla por aquel sector y junto a ella un muro-dique para evitar los daños de las crecidas del río. El sector meridional se cerró con otra doble muralla en la que se abrieron tres puertas de acceso (no localizadas todavía), quedando así el recinto urbano encerrado en una especie de triángulo o ciudad interior (libbi ali).
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Tres tipos principales de edificios levantaron los mayas: templos, palacios y juegos de pelota, todos ellos de piedra. La base del templo es lo que suele llamarse "pirámide escalonada" o construcción superpuesta de varias plantas tronco-piramidales o cuadrangulares. Esta base no es propiamente el templo, que está constituido por un edículo o "casa" con una o más puertas, a la que no entraba el aire y la luz más que por ellas. No hay ventanas. La cubierta -por el sistema ya indicado-, exteriormente, es distinta en el período clásico y en el yucateco: en el primero reproduce en piedra las cuatro vertientes de la choza, mientras que en el yucateco es completamente vertical. Otra diferencia importante es el "peine", al decir de los arqueólogos locales, o crestería, que corona los templos clásicos, al tiempo que este aditamento desaparece en el segundo período. La decoración del exterior de las paredes es de relieves o materiales constructivos en el período clásico y de cabezas del dios Chac, de enormes proporciones, con narices ganchudas, en el del Yucatán. También la pirámide es distinta. Los templos de Palenque, Tikal y otras ciudades clásicas tienen una sola escalera frontal de acceso a las puertas del templo, y en el Yucatán -como el famoso "castillo" de Chichén Itzá- aparecen las cuatro escaleras, una por cada frente, del plano tolteca. Palacios hay, e importantes, en los dos períodos, siendo probablemente más bellos los del Yucatán. El sistema constructivo, sin embargo, es el mismo del templo, pero formando largas naves, con muchas puertas, y levantando varios "pisos", aunque esto no debe tomarse literalmente, ya que los superiores no descansan sobre los inferiores, sino que están retranqueados y poseen firme propio sobre que asentarse. Son lo que los arqueólogos han llamado, indebidamente, "acrópolis". Son especialmente notables el Palacio de Palenque, con una torre, única en su estilo; el del Gobernador y el Cuadrángulo de las Monjas, en Uxmal. Uxmal es la sede de la vieja tradición clásica, quizá porque allí llegó la primera emigración ("pequeña bajada") procedente del Petén, en el siglo X. Los juegos de pelota son construcciones singulares, realizadas sobre la misma planta en los dos períodos (una doble T), pero con una notable diferencia. En el tiempo clásico las paredes laterales están inclinadas y sobre ellas hay cabezas de papagayos que tenían la función de "contadores" de los tantos, mientras que en el período yucateco -y el ejemplo más representativo es el de Chichén Itzá- las paredes son verticales y tiene cada una un aro de piedra por el que había que pasar la pelota. Este es el mismo sistema de los mexicanos.
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El arte egipcio estará definido por los deseos de los faraones de construir obras eternas y pasar a la posteridad como sus inspiradores. Esta es la razón por la que utilizarán piedra para levantar los edificios más significativos: los templos, donde se honra a los dioses, y las tumbas, en los que se perpetua la memoria de los difuntos. Los muros de estas construcciones serán extraordinariamente anchos y acaban en talud, disminuyendo su anchura a medida que se elevan. Los arquitectos egipcios no utilizan la bóveda, por lo que se trata de una arquitectura adintelada, creando una característica sensación de estabilidad. Estos edificios están profusamente decorados, ya sea con elementos vegetales, animales, jeroglíficos, escenas históricas, etc. La mayoría de estas decoraciones se realizan en relieve, siendo una de las principales fuentes para el conocimiento de la historia de Egipto. Los templos son construidos por los faraones para sus eternos padres. Existen varios tipos, pero siempre se elige como característico el templo de Konsu en Karnak. Antes de acceder al templo propiamente dicho nos encontramos con una larga avenida flanqueada por estatuas de animales divinos, habitualmente esfinges o carneros de Amón. La avenida finaliza ante la fachada del templo llamada pilono; tiene forma de trapecio y está construida en talud, abriéndose en el centro una puerta de acceso también trapezoidal. Dos obeliscos situados delante decoran la fachada. El pilono nos permite la entrada a un patio rodeado de columnas por los lados, quedando la zona central a cielo abierto. Su nombre es la sala hipetra. Después se accede a una nueva dependencia con columnas, ahora totalmente cubierta. Por regla general, tiene la nave principal más alta, permitiéndose así el paso de la luz por los lucernarios. Esta sala de columnas se denomina sala hipóstila. Desde este lugar se pasa al sancta sanctorum, un espacio rectangular, rodeado de corredores, donde se encuentra la estatua del dios. Las diferentes salas del templo van disminuyendo en altura y en iluminación, manifestándose también una diferenciación social en cada una de ellas. El pueblo sólo puede acceder hasta los pilonos, mientras que las clases superiores, como funcionarios y militares, pueden pasar a la sala hipetra. La familia real tiene acceso a la sala hipóstila y los sacerdotes y el faraón al santuario. Debido a los deseos de ostentación de los faraones, en algunas ocasiones se ampliaban y enriquecían los templos, configurándose grandes conjuntos, como los de Amón-Ra en Karnak y el de Amón en Luxor en Tebas. Además de los templos construidos se realizaron algunos excavados en la roca. Reciben el nombre griego de speos, que quiere decir cueva, y se encuentran en Ipsambul, en Nubia. En la fachada de estos speos se han labrado colosales estatuas que representan en el menor a Ramses II y su esposa Nefertari. La fachada da acceso a una amplia sala de columnas excavadas en la roca y desde allí se entra en la cámara sagrada. De tipo intermedio son los hemi-speos, como el construido en Deir el-Bahari, donde encontramos una serie de patios a cielo abierto antes de entrar en el verdadero templo excavado en la roca.
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Desde una fecha incierta pero en todo caso posterior al 1780 a. C. y hasta el 1190 a. C., el mundo hitita daría cuerpo a una serie de realizaciones materiales propias y muy distintas que hoy llamamos arte hitita. De todas ellas, la más singular sin duda fue la arquitectura, disciplina en la que el pueblo hitita parece preludiar los principios erigidos por los mejores de los tratadistas clásicos. Pues si por un lado la arquitectura de Hatti significa la culminación de una larga experiencia que con su imperio alcanza la madurez, capaz de solucionar los más graves problemas arquitectónicos -como los planteados en la construcción del puente al pie de Büyükaya-, por otro se demuestra cómo una de las arquitecturas antiguas más constante y claramente afectada por la naturaleza a la que se adapta e imita, como en el santuario de Yazilikaya o la fortaleza de Yenicekale. Salvadas las distancias, la arquitectura hitita fue una disciplina en el sentido demandado siglos después por Vitruvio: una ciencia acompañada de otros muchos conocimientos y estudios adquiridos por la práctica y la teoría. Y desde luego, tal y como muchos siglos más tarde aún recordaría León Bautista Alberti para los antiguos clásicos, la naturaleza estuvo entre sus modelos.
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Muy pronto las necesidades del Islam en el aspecto religioso fueron muy expansivas, viéndose en la necesidad de procurar grandes espacios para la oración y, al poco tiempo, agrandarlos. Para ello, y partiendo de las mezquitas de los primeros tiempos, prefirieron hacerlas sobre trazados simples, a base de naves paralelas, para ampliarlas con facilidad. Así ocurrió con la Aljama de Córdoba, que creció dos veces por el patio y tres por la sala de oración, sin que por ello el edificio padeciese en su carácter unitario, tales eran sus dimensiones y la uniformidad de su tratamiento. Así pues, el trazado habitual es de los más simples, una trama octogonal dentro de la que se insertan otros más complejos. En edificios exentos, como fueron los funerarios, los alminares y las torres, fueron de tipo concéntrico, más parecidos al de la Qubbat al-Sajra que a los de las mezquitas. En los edificios civiles de cierto rango, como los palacios, en los de uso público y los de carácter industrial se usaron trazados similares a los de aquéllas e incluso se conformaron con un par de ejes a escuadra. La arquitectura musulmana pasó por varias etapas en esto de los trazados, cuestión de carácter económico y constructivo en el fondo, aunque en la superficie tome apariencias místicas o ideológicas, por lo que los cambios profundos en este tema vinieron dictados por razones tecnológicas; así los trazados fueron más rígidos, nítidos y generales cuando la construcción dependió de la sillería; éste es el caso del Califato cordobés, de Egipto o de Turquía y cuya razón fundamental es el coste del material por la especialización de la mano de obra requerida. En otras etapas, cuando el compromiso estructural fue menor, porque los materiales se plegaban a lo que se les pedía, los trazados de las distintas piezas fueron complejos, pero relacionados de forma sencilla, admitiendo sin detrimento distorsiones de cierta consideración. De esta manera es la Alhambra, que es la reunión, aditiva y bastante desarticulada, de piezas muy autónomas, bien trazadas cada una de ellas, pero relacionadas mediante relajadas yuxtaposiciones. Habiendo visto el esqueleto geométrico de los edificios, pasemos a definir sus piezas; en la arquitectura griega, y una parte de la romana, los órdenes conformaron la sustancia de las masas arquitectónicas, de manera que arquitectura y órdenes, son, en el contexto indicado, casi sinónimos. En la imperial romana el orden perdió su valor estructural para pasar a ser, sin ceder protagonismo como elemento determinador del espacio, un elemento secundario, tendencia de la que el Islam participó. En algunos edificios, desde la Cúpula de la Roca hasta las mezquitas del tipo más simple, las columnas y a veces los arquitrabes y otros elementos canónicos, adoptaron las configuraciones adecuadas, ya que, en muchos casos, fueron expoliados de monumentos antiguos, recurso que aún perviviría hasta el Año Mil de la Era Cristiana, y no debemos descartar que, amén del deseo de abaratar, los miembros arquitectónicos antiguos poseyeran para el arquitecto musulmán un prestigio artístico bastante bien definido. El Islam heredó del Mundo Antiguo órdenes formalmente vivos, y bastante más variados que lo que la tradición humanista nos ha hecho creer; de acuerdo con su falta de escrúpulos estilísticos, los tomaron y repitieron pero ni los empeoraron ni los dispersaron más de lo que estaban; así pues, en esto de los órdenes clásicos, fueron tan conservadores o tan revolucionarios como lo había sido la globalidad de la arquitectura romana. Los órdenes islámicos exentos aceptaron el desarrollo tópico de la columna, incluso la dispersión de proporciones que se les ofrecía. En las basas no se permitieron otras licencias que añadir más decoración y epigrafía; los fustes, cuyo cromatismo aceptaron y potenciaron, siguieron cánones vitruvianos, dándoles estrías, rectas o torsas, contraestrías, etc., y a veces le añadieron anillos, como ocurre en el Patio de los Leones. En los capiteles hicieron su aparición algunas versiones nacionales espantosas, como las piezas cubiertas de epigrafía del palacio omeya Muwaqqar, en Siria (722-23) pero, en general, sus versiones hubieran podido pasar por romanas o bizantinas. Con el tiempo los capiteles consiguieron formas originales, influidas por razones muy diversas; uno de los ejemplos más afortunados fueron los de pencas cordobeses, que en realidad no fueron más que el reconocimiento de que unos de orden compuesto, antes de detallarles las hojas de acanto y demás atributos canónicos, podrían resultar tan bellos y aún más baratos. En otros casos fue una técnica, la del trépano, lo que produjo el cambio, como fue el caso de los de avispero, o cuando la incorporación de mocárabes dio características formas en Al-Andalus a partir del siglo XII. Otras veces fue la hipertrofia de un elemento, las volutas convertidas en orejetas, lo que colaboró a personalizar el elemento, o la incorporación, más prudente y contenida que en Muwaqqar, de cartelas cúficas. En la agrupación de columnas y en la configuración y disposición de las partes superiores del orden fue donde más variantes se produjeron, de la misma manera que ya había ocurrido en tantos y tantos edificios de Pompeya u Ostia, pongamos por caso. En los primeros tiempos el aire tardorromano se conservó y bastará recordar las disposiciones de la Cúpula de la Roca y que podríamos calificar de hiperclásicas, por su tendencia a la exageración; en la misma línea está el tetrapilum de Anyar, tan romano como el resto de aquel castrum omeya. En otras zonas el Islam usó de los soportes típicos de las tierras que conquistó; de esta manera no tuvo empacho alguno en usar el orden persa o la variedad de soportes que la influencia helenística había producido en la lejana India, donde también aprovecharon los hallazgos vernáculos. Si entendemos que el orden puede ser el conjunto de estilemas o grupos de formas estereotipadas que el arquitecto incluye en lugares convencionales de su discurso, parece que aún podemos extender la misma noción a otras partes del edificio islámico. Así, los arquitectos musulmanes aceptaron sin reservas el cimacio, pues era algo admitido desde siglos antes; más novedosa fue su insistencia en usar los tirantes, decorados o no, que aparecen en la Cúpula de la Roca, pero es que la fragilidad de las arquerías de las mezquitas aconsejó el sistema, para no convertir los oratorios en agobiantes cobertizos. El orden islámico en Al-Andalus encontró un elemento característico: el alfiz, recuadro que, sin carácter constructivo alguno, bordea todos los arcos, dando lugar a una de las composiciones más felices en este género, ya que dio estabilidad visual al arco en sí y soporte para soluciones decorativas. Parece que el invento, ya anunciado por los apilastrados de época imperial romana y que se documenta en la Córdoba del siglo IX es de patente andaluza y pervivió hasta el siglo XVII. Los arquitectos griegos y romanos adoptaron formas muy parcas para los aleros y cornisas, mientras que el islámico hizo gala de una gran imaginación en el tratamiento de los vuelos y salientes. Sin embargo, en algunos momentos, como pudieron ser los de la arquitectura del Califato cordobés, se manifestó una tendencia muy clásica a emplear unos cánones estereotipados, los que se ha dado en llamar modillones de lóbulos, que no sólo fueron norma en edificios andalusíes, sino que hicieron fortuna entre los constructores románicos y góticos del resto de la Península, hasta la época de los Reyes Católicos. Aunque no fue norma absoluta, una parte sustancial de la identidad formal de los edificios de la Antigüedad Clásica, residió en la manera en que sus cubiertas manifestaban a la fachada el tipo de cubrición. Entre los musulmanes, y desde muy pronto, se dio en rematar las líneas de azoteas y terrazas, ya que éstas fueron las maneras más corrientes de cubrir los edificios, con hileras de merlones; se da la paradoja de que incluso cuando los edificios poseyeron tejados con notable inclinación, el remate almenado se consideró indispensable. Siguiendo la tradición local, que se había iniciado en Mesopotamia y que los romanos prosiguieron, los merlones fueron de gradas, es decir escalonados, y así siguieron haciéndolos, desde Siria hasta Córdoba y los reinos cristianos, pues era algo admitido desde siglos antes; más novedosa fue su insistencia en usar los tirantes, decorados o no, que aparecen en la Cúpula de la Roca, pero es que la fragilidad de las arquerías de las mezquitas aconsejó el sistema, para no convertir los oratorios en agobiantes cobertizos. Estos merlones tuvieron alguna competencia, cuando aparecieron otros con curvas, de tal manera que se constituyeron algo así como unos aleros nacionales que daban personalidad a la silueta de los edificios, sobre todo los sagrados. Lo mismo que en todos sus precedentes, las proporciones de los edificios y los elementos figurativos y normandos del arte musulmán, sufrieron cambios, perceptibles basados en modas. Ignoramos si existió, en alguna zona, una teoría explícita sobre proporciones, tomando como excusa y coartada alguna pretensión estética. Desde un punto de vista teórico hubiera sido perfectamente factible, ya que la corriente neopitagórica de un cierto sector de la intelectualidad bagdadí y de los sufíes y sus apreciables adelantos en cuestiones matemáticas, hubieran dado soporte a recetas estéticas basadas en los números. La experiencia nos dice que, partiendo de un sistema de proporciones implícito, típico de la cultura en la que el Islam se injertó, se fue evolucionando hacia sistemas cada vez más esbeltos, dato perceptible en el estiramiento de los miembros arquitectónicos.
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En el documento del palacio de Susa, además de informarnos sobre la procedencia de las materias primas utilizadas y los artistas y artesanos implicados, Darío I dejó memoria de un dato que recobra ahora todo su interés. Cuenta el monarca que antes de comenzar se cavó la tierra hasta encontrar la roca madre. Que tal excavación necesitó profundizar entre 40 y 20 codos -de 20 a 10 m, más o menos-, según lugares y, en fin, que luego se echaron guijarros como cimientos. Si ello fue exactamente así, los maestros persas demostraron unos excelentes conocimientos y un buen asesoramiento, si es que lo precisaban. Algo que estamos lejos de garantizar. La arquitectura persa es, como ya hemos hecho notar, un arte monárquico, en el sentido de que casi la totalidad de sus realizaciones está ligada directa o indirectamente con la realeza. Dice H. Frankfort que no carece de interés observar las huellas de influencia extranjera, porque la novedad de las obras en las que se integran destaca así. Y cita que, concretamente en los palacios, se recogen distintos usos mesopotámicos como la construcción sobre terrazas artificiales, los muros de adobe embellecidos a veces con relieves pétreos o ladrillos vidriados y las entradas con toros de protección. Distinta procedencia tendría, en su opinión, el remate de las puertas mediante un caveto egipcio que descansa sobre una moldura de ovas, de aliento griego. Y en fin, serían más propios los capiteles -desconocidos fuera del ámbito persa-, la altura y cantidad de las columnas y los relieves en sí mismos. Qué duda cabe que la aportación extranjera es incuestionable, pero de ningún modo podemos obviar lo propio y el nivel alcanzado por la interpretación dada a los préstamos. Como dice A. Godard, los palacios no son más que el tipo de casa del país agrandado y multiplicado hasta lo inverosímil: casas de adobe con columnas de madera en el interior y el pórtico apoyado en soportes de piedra. Pero como en la plataforma de Pasargada las piedras presentan marcas de los canteros de Sardes, se piensa que el paso del adobe y la madera a una gran edificación real, necesitó la colaboración de especialistas: los canteros de Jonia y Sardes, al menos para obtener una gran calidad. R. N. Frye insistió en la procedencia lidia del trabajo en la acrópolis, y ve el influjo del oeste también en la tumba de Ciro. Pero ninguna de estas evidencias niega el papel persa y la evolución propia. Si recordamos las salas de columnas de madera de Nus-i Yan o Godin Tépé, no nos asombrará saber que como constató D. Stronach, en Pasargada sólo la basa y la parte inferior del fuste eran de piedra. El resto, hasta el capitel, debía ser de madera. Ni tampoco la fantástica creación de las grandes apadanas. En todo vemos pasos, evolución y cumbre. En la arquitectura palatina existía un proyecto global desde el principio. Citando a E. Herzfeld, H. Frankfort dice que Pasargada, el primer palacio destacado, conservaba todavía el carácter de un asentamiento de jefe nómada. Pero ello es erróneo, pues como D. Stronach demuestra, la colocación de los tres edificios y su orientación revelan su relación con el plano urbanístico querido por los arquitectos y cuyo centro eran los grandes jardines; y en conjuntos como Persépolis, levantados sobre una gigantesca plataforma, cuánto más evidente resulta el proyecto arquitectónico global, con independencia de que sucesivos monarcas fueran llenando los espacios aun disponibles. En cualquier caso, los maestros buscaban perspectivas poderosas, como en el lado oeste de Persépolis, con su escalinata y gigantesca apadana. Con toda certeza, ya fueran babilonios, arameos, lidios, griegos o bactrianos los que se acercaran hasta allí, ninguno de ellos conocía algo tan grandioso, algo tan en consonancia con la majestad y el esplendor del Gran Rey. El primero de los palacios persas fue Pasargada. Ciro mandó construirlo en la llanura regada por el río Pulvar, al este de la gran Parsua, en un lugar que incluso en verano las noches son frías. Desde lejos se divisan tres grupos de ruinas, separadas entre sí por unos 200 m. Se trata de la puerta, una sala hipóstila de 26 x 22 m, con accesos por los cuatro lados y dos filas de cuatro columnas en el interior. Las entradas principales tenían sendos toros de piedra, al estilo asirio; las otras, genios alados, pero éstos no eran meras copias, como dice D. Stronach, sino que incorporan rasgos persas, elamitas y de Levante. Más allá, al noroeste, se levantaba la Sala de las Audiencias, un gran edificio rectangular, con un gran pórtico de dos filas de 24 columnas a un lado; otros dos pórticos menores con dos filas de ocho y una más al suroeste, con dos filas de catorce. Luego, en el centro, una gran sala con dos filas de cuatro columnas. Dice D. Stronach que si en los pórticos podría argüirse influencia griega -aunque no olvidemos que estamos moviéndonos en edificios de en torno al 540 a. C.-, la sala central es incuestionablemente irania. Y por fin el palacio principal, el más septentrional, presentaba un pórtico excepcionalmente grande, con dos filas de veinte columnas, una sala central del mismo tipo y otros departamentos construidos en adobe. Esta debió ser la residencia de Ciro en la que, fatalmente, apenas debió habitar. Los raros viajeros europeos que visitaron las ruinas de Pasargada no se dieron cuenta de que lo que ellos creían ciudad -como Adolfo Rivadeneyra escribiría en su visita al lugar el 2 de julio de 1875-, no eran sino los restos de los grandes jardines donde se inscribían los edificios, cuyas conducciones de piedra, estanques y otras instalaciones han sido analizadas no hace mucho por D. Stronach. Pasargada resulta así haber sido no tanto el campo de un rey casi nómada, como pensaba E. Herzfeld, sino el hermoso y fantástico jardín de un príncipe noble y sencillo a la vez, un conjunto que en opinión de R. N. Frye, encaja bien con el carácter de Ciro. No es extraño que no lejos de allí, casi un kilómetro al sur, sus fieles dejaron los restos de aquel héroe, fundador del imperio, en una tumba que comentaremos en breve. Una de las grandes realizaciones de Darío fue su palacio de Susa, en cuyas ruinas trabajaron los pioneros de la arqueología irania, los esposos Marcel y Jane Dieulafoy, en el pasado siglo. Sería hacia el año 521 ó 520, cuando los arquitectos de Darío emprendieron los pasos que el documento del palacio describe. Los enormes trabajos de aterrazamiento referidos permitieron construir una plataforma de 13 Ha y 15 m de altura que dominaba la llanura. El único acceso se hacia por la puerta monumental hallada en 1972. Este edificio que, como escribe P. Amiet, podría compararse a un arco de triunfo con sala interior, fue acabado por Jerjes y decorado con dos grandes estatuas del rey de casi 3 m. El palacio comprendía un conjunto residencial al sur, con varios patios cuyo trazado recuerda al del palacio principal de Babilonia y, como aquél, estaba decorado con ladrillos esmaltados representando leones, toros alados y grifos. Al norte, la gigantesca apadana o sala de audiencias, con más pórticos de 109 m al norte, este y oeste. El techo de la sala aparecía sostenido por 36 columnas estriadas de 20 m con gigantescos capiteles de prótornos de toro, de 5,52 m de altura. Una escalinata, réplica de la de Persépolis según Amiet, se decoraría con el célebre friso de los arqueros. Pasargada y Susa son dos conjuntos ambiciosos, llenos de detalles de grandeza y espíritu persas. Pero donde mejor se plasmaron las virtudes del arte aqueménida no fue allí, o acaso no solo allí, sino en el corazón de la Parsua, en un lugar que los aqueménidas llamaron Parsa y los griegos Persépolis. En el año 518 a. C. Darío I, Rey de Reyes por la voluntad de Ahura Mazda, comenzó a levantar allí lo que, en opinión de R. Gihrshman, venía a ser un canto al sentimiento nacional, fortalecido por la unión de medos y persas y basado en el gobierno justo sobre los pueblos que formaban el imperio. Tan gigantesca empresa, continuada por Jerjes y Artajerjes por lo menos, parece no haber sido conocida por los autores clásicos. R. Ghirshman pensaba que este lugar se concibió sólo para celebrar el año nuevo, una fiesta en la que todos los pueblos del imperio se reunían para depositar sus ofrendas ante el Gran Rey y renovarle su fidelidad. Por esa razón, ningún extranjero -ni siquiera Ctesias, recuerda R. Ghirsham- debió llegar a verlo. Pero lo cierto es que tampoco podemos aún garantizar que fuera ese su único destino. Frente a la inmensa llanura de Marwdast, en parte apoyada en las rocas de la montaña de Kuh-i Rahmat, se levantó una gigantesca plataforma de unos 15 m de altura, 450 x 270 m de lado y 13 ha de superficie, construida por grandes piedras, rectangulares las mayores o de formas distintas, pero ajustadas en seco, sin mortero alguno. Desde la llanura, cuando los representantes de los pueblos del imperio fijaran sus tiendas a la espera de la gran recepción, el espectáculo abierto ante ellos debía ser formidable. A la izquierda, la gran escalinata de cuatro tramos que llevaba a la puerta de Jerjes, con sus toros androcéfalos alados. En el centro de la vista, la maravillosa apadana con columnas de 19 m que, sumada a los 15 m de la plataforma, debían resultar de un efecto anonadante. A la derecha, el palacio de Darío y otros recintos. Al fondo, por fin, la parte superior de más edificios y la montaña. El acceso al conjunto palatino se hacía por la gran escalinata del oeste, de escalones muy anchos y poco pronunciados, pensada probablemente para permitir la subida de los caballos. Luego, una vez en la plataforma, era preciso entrar por la puerta de Todos los Países, edificio que comenzó Darío y acabó Jerjes. En ambos frentes, dos enormes toros -hacia fuera- y dos toros androcéfalos -hacia el interior de la plataforma- flanqueaban las puertas oeste y este. Por la sur se salía a un patio donde se levantaba la apadana. Edificada sobre otra plataforma a la que se subía por escalinatas semejantes y de muros cuajados de relieves, la apadana era un gran edificio de cuatro torres en las esquinas, tres pórticos de dos filas de 6 columnas cada una y una inmensa sala cubierta de 60 m de lado. Las columnas con estrías y capiteles de prótornos alcanzaban los 19 m de altura. Detrás de la apadana se levantaba el mucho más sencillo palacio de Darío y una sala de audiencias. Más al este, Jerjes primero y Artajerjes después, construyeron la célebre sala de las 100 columnas y otra serie de edificios. El complejo del tesoro, sin embargo, situado en el ángulo sureste y apoyado casi en la montaña, es obra de Darío. En resumen, y como concluye E. Porada, Persépolis proporcionó a la arquitectura aqueménida la sala hipóstila cuadrada, el zócalo como base de edificios importantes y cavetos en los dinteles de las puertas de piedra. La perfección y la belleza no están exentas de curiosas impurezas técnicas señaladas por H. Frankfort. Por ejemplo, los marcos de piedra de puertas y ventanas no se hicieron de cuatro piezas, sino a veces de una sola o de una hasta la mitad; los escalones no se hicieron de modo normalizado y, en fin, los tambores de las columnas no tienen la misma altura. Sin embargo, la talla de basas con flores y hojas, las estrías y los capiteles con prótornos de toro, leones o grifos y volutas son de lo mejor del arte antiguo.
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Apenas conservamos restos de edificios de carácter civil procedentes del mundo egipcio ya que las casas y los palacios estaban construidos en materiales perecederos, mientras que tumbas y templos se levantaban en piedra. Sí nos han quedado muestras de las casas de Deir el-Medineh, todas ellas construidas en ladrillo y con unas dimensiones de 10 por 3 metros. En cuanto al urbanismo, conocemos con bastante exactitud la ciudad de Tell el-Amarna, ciudad de nueva planta fundada por Akhenatón en un llano desértico de la orilla derecha del Nilo. Sin embargo, son muchos más numerosos los ejemplos de arquitectura civil en el arte mesopotámico. Han quedado bastantes restos que nos han permitido levantar planos de los palacios reales de Ugarit, el palacio real de Ebla o el palacio real de Buyukkale. Estos edificios presentan como elemento común la organización de las estancias a través de diferentes patios, esquema que se continuará hasta el mundo romano. También del mundo mesopotámico nos han quedado magníficos ejemplos urbanísticos, como la ciudad de Babilonia, que contó con 24 calles principales, distribuidas en 10 distritos, dentro de un recinto de planta rectangular; Assur, ciudad donde se afincaron los reyes asirios, situada entre la confluencia del Tigris y uno de sus canales; o Persépolis el lugar donde fija su residencia Darío en el siglo VI a.C. que acabó destruida tras una noche de orgía por el propio Alejandro Magno, antes de su partida hacia la India Todas estas ciudades y ciudadelas estaban fuertemente defendidas por murallas a las que se accedía por suntuosas puertas, como la puerta real de Hattusa, la capital del Imperio Hitita, o la puerta de Isthar, en Babilonia. El mundo griego tampoco otorgó especial importancia a las construcciones civiles, aunque sí es cierto que las civilizaciones minoica y micénica dieron a los palacios un relevante papel. La obra maestra de la arquitectura minoica es el palacio de Cnosós en Creta, que constaba de 17400 metros cuadrados construidos y de unas 1500 habitaciones organizadas en torno al patio central. Similares características presenta el palacio de Malia. La obsesión por la defensa que se manifiesta en la cultura micénica llevará a la edificación de potentes murallas. Una excelente muestra la encontramos en Tirinto, murallas que fueron aludidas por Homero para hablar de esta ciudad como "la bien murada Tirinto". También destaca la llamada puerta de los Leones, que servía para acceder a la ciudad de Micenas. La aparición de la representación teatral en el mundo griego llevará a la creación de una construcción específica: el teatro, cuyo mejor ejemplo es el de Epidauro, diseñado por Policleto el Joven a finales del siglo IV a.C. Otros ejemplos de arquitectura civil en Grecia son la Linterna de Lisícrates, levantada en la época de Alejandro en Atenas como homenaje al ganador de un concurso teatral, o el Reloj de Andrónico, curiosa construcción en la que un reloj de agua es coronado con una veleta de bronce con la imagen de Tritón. La arquitectura civil conocerá un espectacular desarrollo durante la época romana. Afortunadamente se han conservado numerosos ejemplos de estos edificios que hicieron de Roma y sus provincias un auténtico entramado de arcos, acueductos y calzadas. El eje de la ciudad de Roma eran los foros, centro de la vida urbana, alrededor del cual se levantaban los edificios más importantes. Para conmemorar las glorias militares se edificaron arcos de triunfo, siendo los más espectaculares los de Tito y Septimio Severo. Para suministrar de agua corriente a las ciudades no dudaron en levantar espectaculares acueductos como el de Segovia, el de los Milagros en Mérida o el Pont du Gard en Nimes. Para celebrar los diferentes espectáculos edificaron teatros como el de Mérida o el de Marcelo en Roma, circos, como el Máximo de Roma, y anfiteatros, siendo el máximo exponente de este tipo de edificios el famoso Coliseo, levantado por Vespasiano y Tito e inaugurado en el año 80. Para impartir justicia se edificaron las basílicas, siendo la de Majencio en Roma su mejor ejemplo. Para mantener el aseo personal se construyeron impresionantes termas como las de Caracalla en Roma. Incluso se realizaron las primeras galerías comerciales: los mercados de Trajano en Roma. También nos han quedado excelentes ejemplos de villas palaciegas como la de Adriano en Tivoli o la espectacular Domus Aurea construida por Nerón en Roma. La civilización romana consiguió extenderse por toda Europa gracias a la amplia red de calzadas, manteniendo siempre a los bárbaros fuera del limes. Para ello no dudaron en construir murallas defensivas como el muro de Adriano en Milles Castle (Inglaterra), esquema que se repite en la famosa Muralla China que con una extensión de 6.500 km. abarca siete provincias, intentando evitar las invasiones de los pueblos del norte.
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En un mundo tan convulso como el medieval, la defensa se convierte en la primera necesidad de las poblaciones. La inmediata consecuencia será la construcción de una extensa red de castillos, especialmente en aquellos países donde se estaba desarrollando la guerra contra el Islam, como en el caso de España. Todas las regiones de la península Ibérica se salpican de castillos y plazas fuertes, entre los que destacamos el castillo de Olite, el alcázar de Segovia, el castillo de Loarre o el de la Mota. El mundo islámico también vive un espectacular desarrollo de las fortalezas defensivas, como observamos en las puertas fortificadas o los palacios del desierto. Incluso el urbanismo se ve influido por las necesidades defensivas, como observamos en Bagdad, cuyo espectacular planta circular aparece limitada por una potente muralla. Pero no todos los esfuerzos constructivos se emplearán en la edificación de castillos y fortalezas. En Granada se levantará uno de los más bellos edificios de la Historia: la Alhambra, palacio real construido entre 1325 y 1369 donde se resumen las tendencias espaciales, decorativas y funcionales del arte islámico. En Oviedo encontramos un pequeño palacio que pronto se convertirá en iglesia: Santa María del Naranco, construido en tiempos de Ramiro I, entre los años 850 y 900. En Jaén hallamos una excelente muestra de baños árabes que repiten el esquema de las cisternas de Constantinopla. A medida que nos acercamos al siglo XVI la arquitectura civil manifestará un importante proceso de transformación, especialmente en los Países Bajos y en Italia. Buena prueba de ello lo tenemos en el espectacular Ayuntamiento de Bruselas, comenzado a construir en 1402 al que se añade en 1449 la gran torre, o el Hotel-de-Ville de Lovaina, edificio municipal construido entre 1448 y 1463 a semejanza del anterior. También destaca la Casa de Jacques Coeur en Bourges, uno de los primeros palacios-residencia que ya enlaza con la época renacentista. El Palacio Ducal de Venecia es una buena muestra de edificio civil en el que los aspectos decorativos priman sobre los defensivos, al igual que el Palacio Público de Siena. En España también encontramos excelentes ejemplos de esta transformación como la Lonja de Mercaderes de Palma de Mallorca, construida por Guillem Sagrera entre 1426 y 1446, o la Fachada del Colegio de San Gregorio de Valladolid, construida por Gil de Siloé y Diego de la Cruz entre 1488 y 1496.