El túmulo de Hirschlanden, en Baden-Wurttemberg, hubiera pasado inadvertido, entre otros muchos, si no hubiera sido por la recuperación, junto a una de las losas de su anillo circundante, de una escultura de bulto redondo, de piedra, la única de toda la época de Hallstatt. El túmulo, más bien de pequeño tamaño, contenía dos tumbas centrales, pero sin cámara, y otras dieciséis subsidiarias, sin carro y sin oro, con sólo fíbulas y pequeños ornamentos. Pero la obra de arte realmente extraordinaria fue la escultura de un guerrero desnudo e itifálico, y con los atributos de poder que, hemos de creer, realzaban su presencia: la daga, ladeada a la cintura; el torques al cuello; el gorro o casco en la cabeza. La figura cruza los brazos y extiende los pulgares. La caliza en que se labró la estatua fue local. El estilo plástico en piedra no tiene precedentes en la zona, pero tampoco es estrictamente equiparable a ningún kouros griego. Las caderas y las piernas, sin embargo, se modelaron conforme a principios naturalistas próximos a los del arcaísmo griego. Por ello, no ha faltado quien haya supuesto que un escultor griego presente en el sudoeste de Alemania haya sido el autor de esta escultura. El torso es, sin embargo, plano, los hombros exageradamente angulosos y los brazos esqueléticos. Maneras de labra similares se encuentran, más cercanas en la geografía y en el estilo, en Etruria y sus alrededores. La comunicación entre las regiones alpinas es un hecho, demostrable durante el Hallstatt-D, con un incremento notorio durante el siglo V a. C. El contexto arqueológico del túmulo señala que éste pudo ser erigido sobre el 500 a. C. No sería sorprendente, pues, que por estas fechas, escultores itálicos hubieran acudido a la región de Hallstatt con algún cometido que complaciera a las gentes de aquellos lugares, o que, por el contrario, algún artesano hallstáttico hubiera aprendido en el norte de Italia la técnica que los escultores itálicos practicaban, tras adoptar, a su manera, conceptos escultóricos griegos. En cualquier caso, la escultura de Hirschlanden es un testimonio más de la apertura de los príncipes del Hallstatt a las culturas del sur de Europa. La cerámica del Hallstatt-D hace gala, como en el pasado, de una cuidada elaboración en su técnica y en su decoración, a pesar de ser fabricada a mano. Funeraria, como corresponde a los mejores objetos artesanales de la época, estos vasos reproducen los tipos anteriores: cuencos, platos, envases bulbosos y globulares, etc.; es decir, pertenecen a la colección de la vajilla del banquete funerario. Su decoración es objeto de clasificación por estilos. A una decoración geométrica polícroma con incrustación de pasta blanca en las líneas divisorias, se la denomina estilo Alb-Hegau y es muy conocida en Suiza. Un conjunto representativo de esta clase de cerámicas es el de Nenzingen (Konstanz), en Alemania. En esta misma región se localiza otro estilo cerámico muy llamativo: el llamado Batik, por parecerse su decoración a las telas del sudeste de Asia. Los diseños geométricos y abstractos son de color rojo y gris, y destacan sobre un fondo en blanco. Vasos ilustrativos de este estilo proceden de la necrópolis de Burrenhof (Marking-Erkenbrechtsweiler, Nurtlingen); del túmulo 2 (tumba 1) de este conjunto procede un vaso en el que se plasmó un rostro abstracto, una máscara que parece adelantarse en el tiempo a los motivos faciales del arte de la Segunda Edad de Hierro. De Heuneburg, en Baden-Wurttemberg, procede un lote de cerámica pintada, sin fantasías, pero brillante, por haber sacado el máximo partido de la red de rombos, y de los motivos de regla y compás, colocados en el sector más destacado de la vasija.
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El resultado de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido diferente sin la presencia norteamericana, sin el poderío de sus industrias, sin sus ilimitados recursos en materias primas y sin su generosidad a la hora de distribuir la ayuda. Al final de la guerra, Estados Unidos contaba con un poderoso ejército de ocho millones de soldados -aproximadamente un 10 por 100 del total de hombres involucrados directamente en la guerra-. Su Ejército y equipo doblegaron a Japón y fueron pieza importante en las campañas de África, Italia y Francia. Pero esa contribución directa no fue, ni de lejos, lo más importante para la victoria aliada en Europa. Desde el comienzo de las hostilidades -antes de declararse beligerante contra el Eje- hasta el final, Washington entregó a sus aliados armas, municiones, combustible, barcos, camiones, locomotoras, motores de todo tipo, pertrechos y alimentos por valor de 20.000 millones de dólares (Gran Bretaña, 62,8 por 100; URSS, 22 por 100; Francia, 8,8 por 100; China, 3,17 por 100; resto, 3,1 por 100). Con tales medios hubieran podido equiparse 2.000 divisiones de infantería o 600 divisiones blindadas (seis millones de hombres con 130.000 tanques, 35.000 piezas de artillería autopropulsada y un millón de vehículos de todo tipo). La tecnología norteamericana ofreció a sus aliados un nuevo armamento equiparable o superior al alemán (y no se toma en cuenta aquí la bomba atómica). Con los norteamericanos llega a África el bazooka, lanzador de cargas huecas capaces de traspasar cualquier coraza de tanque; el walkie-talkie, teléfono inalámbrico de gran utilidad en campaña; el jeep, pequeño vehículo todo terreno, duro, sencillo y muy fácil de reparar... Pero ya antes, los ejércitos británico y soviético habían recibido millares de motores, de vehículos, de tanques. Gran Bretaña había sobrevivido al acoso alemán e italiano contra sus comunicaciones gracias a centenares de mercantes y destructores recibidos de Estados Unidos. De América le llegaron al Ejército británico los carros Grant y Sherman, capaces de medirse a los Mark IV alemanes, como Rommel comprobaría en África; también enviaron los norteamericanos excelente artillería pesada y magníficos cañones autopropulsados. A partir de 1942 proporcionarían millares de cazas inicialmente tan buenos como los británicos o los alemanes y, posteriormente, mucho mejores. Finalmente, pondrían sobre el cielo europeo los elementos para una incontestable superioridad aérea: los grandes bombarderos, que convirtieron en montones de escombros industrias y ciudades alemanas. En el mar, sus unidades pudieron competir con las mejores, tanto aliadas como enemigas, y, a partir de 1943, sus acorazados y portaaviones no sólo eran mucho más numerosos que los de los demás beligerantes, sino también superiores. La operación Torch, debut del novel Ejército norteamericano en el frente occidental, constituyó una tremenda prueba. Hasta entonces se habían batido con bravura y desigual fortuna en Asia (Filipinas y Guadalcanal), pero aquello era un residuo de guerra colonial, técnica y tecnológicamente retrasada, por más que la endureciera el tesón combativo de los japoneses. El debut fue terrible. En la primera embestida de las tropas alemanas de Von Arninm y Rommel, tuvieron los norteamericanos más bajas en Túnez que en seis meses de lucha en Guadalcanal. Al norte de África enviaron los norteamericanos unos 200.000 hombres y en tres meses sufrieron unas 20.000 bajas (4.439 muertos). Las cifras serían más elevadas en Italia y más en Francia y los Países Bajos. En total, los norteamericanos tuvieron cerca de millón y medio de bajas -406.000 muertos-, entre el frente occidental y el del Pacífico. Torch había costado unas 4.000 bajas entre ambos bandos (los franceses tuvieron 1.100 muertos y 1.400 heridos), que pasaron a ser aliados inmediatamente después. En Francia, tal como todos habían previsto, la reacción alemana consistió en ocupar toda la zona gobernada por Vichy. La flota francesa, para no caer en manos nazis, se suicidó en su base de Tolón: ¡eran nada menos que 75 buques!
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En el mundo pictórico sevillano de la segunda mitad del siglo reinó de forma indiscutible Murillo. Para él fueron los más importantes y mejor pagados encargos, relegando casi al olvido a los restantes artistas que trabajaron por entonces en la ciudad hispalense. Sin embargo, Valdés Leal ha conseguido que su nombre permanezca indeleblemente unido al de Murillo gracias fundamentalmente a dos obras, Los Jeroglíficos de las Postrimerías, en las que ya al final del siglo, en los momentos más amables, decorativos y luminosos de la pintura española del XVII, aparece de nuevo el crudo realismo característico de la más profunda sensibilidad hispana del Barroco.Esto fue posible gracias a la ductilidad de lenguaje de Valdés Leal (1622-1690), que le permitió superar su inicial falta de personalidad para crear un estilo que fue mejorando progresivamente a lo largo de su vida, tanto en calidad técnica como en contenido expresivo. Fue sin duda un artista de su tiempo, preocupándose por el movimiento, por la riqueza de color y por la variedad compositiva, utilizando una pincelada fluida con la que intensificaba la expresión de sus personajes y la vibración lumínica de sus obras.Sin embargo, estas cualidades quedaron en ocasiones mermadas por la negligencia y el descuido de su ejecución, en los que cayó por la necesidad de trabajar deprisa para cobrar pronto la no excesiva remuneración que recibía por sus obras. Esta situación, bastante habitual entre los artistas españoles del XVII, fue recogida por Cean, quien dice de él que "se cuidaba de pintar mucho, más que de pintar bien". No obstante fue el más barroco de los pintores hispanos, ejecutando sus lienzos con apasionamiento y tensión, llegando a veces a la deformación o a la fealdad para potenciar los sentimientos que animaban a sus personajes. Pero también se interesó por la belleza, y, cuando tuvo tiempo, pintó bien.Hombre de carácter fuerte y genio dominante y orgulloso nació en Sevilla, sin que se sepa con quién se formó, aunque su estilo inicial denota la influencia de Herrera el Viejo y de Zurbarán, que por entonces dominaban la actividad pictórica en la ciudad del Guadalquivir.Los primeros años de su carrera los pasó en Córdoba, aunque retornó a su ciudad de origen en varias ocasiones, instalándose en ella definitivamente en 1656. Su obra más temprana conocida es el San Andrés de la iglesia cordobesa de San Francisco (1647), que posee las cualidades de su estilo inicial, vinculado al naturalismo tenebrista, realizando poco después su primera serie importante: los seis lienzos para el presbiterio de la iglesia del convento de Santa Clara de Carmona (Sevilla), en los que representa varios episodios de la vida de la santa (h. 1652-1653, Procesión de santa Clara con la Sagrada Forma, La retirada de los sarracenos, Sevilla, Ayuntamiento).Entre 1656 y 1658 concluyó las pinturas del retablo mayor de la iglesia del Carmen Calzado de Córdoba, en las que ya se advierte su tendencia a dinamizar figuras y composiciones (Elías en el carro de fuego, Elías y los profetas de Baal, Elías y el ángel). A este conjunto pertenecen las impresionantes cabezas cortadas de San Juan Bautista y de San Pablo, cuya iconografía arranca del XVI. En ellas el artista no insiste en los aspectos truculentos del martirio, sino que prefiere plasmar la grandeza espiritual y la energía moral que dimana de sus respectivos rostros. A partir de 1657 realizó otro encargo importante, destinado al monasterio jerónimo de Buenavista, para el que pintó varias escenas de la vida de san Jerónimo (Las tentaciones de san Jerónimo, La flagelación de san Jerónimo, Sevilla, Museo de Bellas Artes), y retratos de miembros ilustres de la orden (Fray Alonso de Ocaña, Grenoble, Museo).También participó en la decoración de la iglesia del Hospital de la Caridad, para la que, recogiendo el pensamiento religioso de don Miguel de Mañara, hizo los dos Jeroglíficos de las Postrimeríás que acompañan a las obras de caridad de Murillo y Pedro Roldán: In ictu oculi (en un abrir y cerrar de ojos), y Finis gloriae mundi (el final de la gloria del mundo).In ictu oculi avisa de la llegada inesperada de la muerte, que obliga al hombre a abandonar sus glorias, pertenencias y placeres terrenales, para lo que el pintor utiliza la imagen tétrica de un esqueleto, que apaga la llama de la vida, elevándose sobre diversos objetos que simbolizan los poderes humanos.En Finis gloriae mundi Valdés plasma la visión de una cripta con cadáveres corrompidos y corroídos por los insectos, situando en primer plano los de un obispo y un caballero calatravo, que esperan el juicio final representado en la parte superior del lienzo por una balanza sostenida por la mano llagada de Cristo, en la que se pesan las virtudes y los pecados.Estas dos impactantes escenas, interpretadas con un intenso realismo, fraguaron durante el romanticismo su fama de pintor truculento y morboso, errónea consideración porque lo único que él hizo fue pintar magistralmente un recordatorio sobre la necesidad de prepararse para la muerte y el juicio final, pero lo hizo como sólo podía llevarlo a cabo un pintor del siglo XVII español.
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La aportación española al Surrealismo plástico puede ser calificada de espectacular ya que, al margen de las grandes figuras que se hallan en la mente de todos, fueron numerosos los pintores que en el contexto de la vanguardia española de los años veinte y treinta evidencian con sus obras la asimilación de los postulados difundidos por Breton. De hecho el Surrealismo constituye, con diferencia, dentro de la pintura anterior a la guerra civil, la opción estética de más amplio alcance. Pese a ello, la carencia de estudios dedicados al tema hasta fechas recientes, ha hecho que las historias y antologías dedicadas a dicho movimiento sistemáticamente recojan tan sólo la presencia de aquellas figuras que se insertaron en el grupo francés, proporcionando por tanto una visión más que limitada del fenómeno. Con la finalidad de contribuir a una perspectiva más amplia que dé la medida exacta del impacto del Surrealismo en el arte español, empezaremos por analizar la presencia o, mejor dicho, la contribución de los artistas españoles a la formulación del movimiento parisino, para pasar revista a continuación al desarrollo de la pintura surrealista en España, atendiendo a sus cuatro núcleos principales: catalán, aragonés, madrileño y canario. Picasso fue elevado por Breton a la cima del panteón surrealista, mientras que Miró y Dalí constituyen piezas fundamentales del surrealismo internacional. Miró formó parte del grupo parisino prácticamente desde los inicios de la nueva aventura, mientras que la irrupción de Dalí en 1929 aportó nuevos bríos al movimiento. Esta presencia española se vería reforzada con la llegada, a raíz de la guerra civil, de figuras como Esteban Francés, Remedios Varo, Federico Castellón y Eugenio Granell. Por razones familiares y no de exilio Oscar Domínguez, pintor surrealista canario, se había trasladado a París en 1927, donde jugaría también un papel relevante.
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Ya hemos comentado la importancia que tuvieron en la introducción del Renacimiento aquellos artistas italianos que, como Francisco Florentin, Paolo de San Leocadio o Doménico Fancelli, contribuyeron a afianzar un concepto clásico de las artes en confrontación con los lenguajes tradicionales todavía vigentes durante los primeros años del siglo. Incluso aquellos otros que, como el mencionado Lorenzo Vázquez, por el carácter renovador de sus obras hemos de suponer que habían permanecido o estudiado en Italia al menos por algún tiempo. Pero en este proceso de recepción y asimilación de la cultura artística italiana, los que asumieron un papel más activo y determinante en la clarificación del panorama artístico español, fueron los artistas que habían estudiado en Italia coincidiendo con el esplendor del Clasicismo altorrenacentista y asistieron, por entonces, a las primeras polémicas donde se comenzaba a cuestionar los valores normativos del Renacimiento Clásico. Estas águilas del Renacimiento español, cuya obra fue estudiada magistralmente por don Manuel Gómez Moreno, fueron Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloé, Pedro de Machuca y Alonso de Berruguete que, en muy diferente medida, contribuyeron a la modernización de las artes en España llegando, en muchos casos, a competir en razón de igualdad con las propuestas más avanzadas del Renacimiento y del Manierismo europeo. Pedro de Berruguete (1450-1503) es un ejemplo precoz de esta nueva disposición, ya que su viaje a Italia hemos de situarlo con anterioridad a 1477. Si comparamos las obras que realizó a su vuelta a España con la de otros cualificados pintores contemporáneos podremos apreciar el cambio cualitativo experimentado en su pintura. Mientras que pintores cortesanos como Juan de Flandes -Retablo de Isabel la Católica, Palacio Real de Madrid- o Femando Gallego -Piedad, Museo del Prado- por su concepción espacial y tratamiento figurativo permanecen asociados a los convencionalismos propios de la pintura flamenca, Pedro de Berruguete supo interpretar en clave renacentista unos recursos similares aprendidos durante su formación en Castilla, debido a la experiencia adquirida en la corte de Urbino. Allí tuvo la ocasión de colaborar con Piero della Francesca y realizar para la casa ducal una serie de pinturas que, como Federico de Montefeltro y su corte, las Alegorías de las Artes Liberales o la Serie personajes ilustres, demuestran la adopción sin reservas del lenguaje cuatrocentista italiano. Fue en Urbino, junto a Piero, donde asimiló los recursos del sistema de representación tridimensional, los valores figurativos y los problemas específicos de la luz propios de la pintura italiana, elementos que incorporará a su obra a su vuelta a España, como se evidencia en los retablos de la iglesia parroquial de Paredes de Nava, su pueblo natal, del Convento de Santo Tomás de Avila y de la catedral de la misma ciudad. Sin embargo, en todos estos casos, además de las novedades referidas, siguió manteniendo, en sintonía con el gusto más extendido de su tiempo, los fondos dorados, un minucioso estudio de los pormenores y ciertos aspectos temáticos en los que aflora su primera formación gótico-flamenca. Pero incluso en estos ejemplos queda perfectamente resumida la aportación de Pedro Berruguete a la pintura española del Renacimiento. Los Reyes de la Casa de Israel del banco del retablo de Paredes de Nava, una de las primeras apariciones del género del retrato en España, o las sargas pintadas con San Pedro y San Pablo del Museo del Prado constituyen una aportación reflexiva acerca del comportamiento de la figuración en un espacio cuantificado mediante la luz o la perspectiva. Con todo, la experiencia de Berruguete a su vuelta de Italia supuso una gran renovación en la pintura castellana preparándola para asumir las novedades que pronto aportarían otros pintores como el francés Juan de Borgoña. El clasicismo más nítido de estos primeros años hemos de buscarlo en las obras del ya mencionado Bartolomé Ordóñez (muerto en 1520), que son el mejor ejemplo para exponer el problema de la difusión y empleo de la imagen clásica en el mundo cortesano. Por su formación y sucesivas estancias en Italia -Nápoles, Roma, Carrara- supo reconocer inmediatamente las posibilidades que ofrecía el arte del joven Miguel Angel, mostrando ya en sus primeras obras españolas un gran clasicismo en el tratamiento figurativo y de los motivos ornamentales, sin precedentes en el arte español de su tiempo. No es, por tanto, nada extraño que en 1519, con ocasión de la investidura de los caballeros de la Orden del Toisón de Oro por el emperador Carlos, el cabildo de Barcelona le encargase terminar el coro de su catedral, para el que realizó unos relieves con los temas del Juicio y Martirio de Santa Eulalia y otras escenas bíblicas en los que se produce, en beneficio de una concepción nítidamente clásica, el rechazo a los recursos expresivos y patéticos de la imagen religiosa planteados por otros artistas contemporáneos. En estos relieves, situados en los intercolumnios de unos órdenes clásicos, la concepción monumental de la figuración contribuye a una ordenación rigurosa del espacio compositivo donde se percibe el conocimiento de Ordóñez de los relieves clasicistas. La disposición de las figuras, sus perfiles clásicos y el tratamiento formal de los paños logran presentar una escena de martirio conforme a unos criterios altamente idealizados, completamente ajenos al contexto gótico del resto del coro, al presentar una visión serena y majestuosa de la imagen religiosa acorde con el gusto clásico por el que optó el mundo de la corte. Prueba del éxito conseguido con esta obra en los ambientes cortesanos fueron los encargos realizados a Ordóñez para la ejecución de los Sepulcros de los reyes Felipe y Juana para la Capilla Real de Granada, y del Cardenal Cisneros para la Capilla de su Colegio de San Ildefonso en Alcalá de Henares. Si en el primero de ellos abandona definitivamente los recursos cuatrocentistas de Fancelli situando a los yacentes sobre una urna funeraria de diseño clásico, en el de Cisneros, modificando como en el anterior la estructura tumular de los sepulcros precedentes, logra articular un programa iconográfico alusivo al fundamento teológico de los estudios de Alcalá -Padres de la Iglesia Latina y Alegorías de las Artes Liberales- y a las devociones personales del prelado, incluyendo un epitafio que, a modo de cita clásica, se refiere a las virtudes del fundador de la Universidad Complutense. Su muerte prematura le impidió desarrollar plenamente las posibilidades de su arte, pleno de conocimientos y facultades, pero su obra, relativamente escasa, le confiere el derecho a figurar entre las águilas del Renacimiento español. También se formaron en Italia Diego de Silóe, colaborador de Ordóñez en la Capilla Caraccioli de Nápoles, y Pedro de Machuca, cuyas respectivas propuestas contribuyeron, como tendremos ocasión de tratar más adelante, a clarificar las múltiples contradicciones lingüísticas del momento, haciendo posible, con desigual fortuna, la profundización en el proceso de decantación purista iniciado en la arquitectura castellana y andaluza. La influencia ejercida por las obras de estos maestros en el progreso de las artes contemporáneas es más que evidente en el cambio de actitud de otros artistas que, en la mayoría de los casos, llegó a comportar una notable modificación de su estilo. El caso de Vasco de la Zarza (muerto en 1524) es singular a este respecto, aunque el tratamiento clásico de sus figuras se pierda al insertarse entre abundantes motivos decorativos alejados de la sencillez y claridad postuladas por el clasicismo. Así, en el Monumento al Tostado de la catedral de Avila la figura sedente del protagonista, plena de resonancias clásicas, se confunde en un conjunto de escenas, pequeñas esculturas y motivos decorativos, más prolijos todavía en el Sagrario de la misma catedral. El acercamiento, por tanto, del estilo de Vasco de la Zarza hacia formas próximas al clasicismo se establece desde un punto de vista puramente formal sin comprender adecuadamente la relación entre espacio y figuración establecida por artistas más clasicistas como Ordóñez. No ocurrió lo mismo en el caso del borgoñón Felipe de Bigarny (muerto en 1543). Desde 1498 en que realizó los relieves del Trasaltar de la Catedral de Burgos, su actividad artística fue en aumento debido, en parte, a su relación con los círculos cortesanos y con los prelados más influyentes de su tiempo. Elegido por Cisneros para trabajar en el Retablo Mayor de la Catedral Primada, alternó este trabajo con otros encargos como la sillería de la catedral burgalesa o los retablos de la catedral de Palencia y de la universidad de Salamanca, todos realizados en la primera década del siglo. En todas estas obras destaca, como ha señalado Proske, su luminosa concepción del relieve por la proporción y disposición espacial, pero sus criterios figurativos y el sistema compositivo adoptado responden en gran medida a su formación borgoñona, que hace aflorar en algunos grupos tallados para el Retablo de la Capilla Real de Granada (1521) ciertos efectos expresivos de carácter dramático. Pero fue a partir de su asociación con Diego de Silóe cuando su estilo se orientó definitivamente hacia los ideales de la escultura clasicista, a los que permanecerá fiel hasta su muerte. En efecto, en 1523 comienza a trabajar junto a Silóe en el Retablo de la Capilla del Condestable de la catedral de Burgos ayudado por el pintor León Picardo, que ya había colaborado con él anteriormente en los retablos, hoy desaparecidos, de la Magistral de Alcalá de Henares y del convento de la Madre de Dios de Torrelaguna. El retablo de Burgos, frente al sistema de compartimentación elaborado por Bigarny en obras precedentes, se concibe como una gran abertura central donde se presenta, mediante un grupo de figuras clásicas y proporcionadas, la escena de la Presentación en el Templo, configurando una de las principales piezas del clasicismo español. Después de esta experiencia realizó en alabastro el Altar de la Descensión (1524) en la catedral de Toledo, culminando su brillante carrera con la ejecución de la sillería alta del coro de la Catedral Primada, contratada en 1535 junto a Alonso de Berruguete. Sin embargo, si en el lado de la epístola Berruguete hizo gala de sus extravagancias manieristas, en el lado del evangelio las figuras rítmicas y proporcionadas del Borgoñón permanecen todavía ligadas a los modelos clásicos del Renacimiento. Tal fue el éxito y aceptación que Bigarny tuvo en su tiempo que su prestigio quedó paradigmáticamente reconocido en las "Medidas del romano" de Sagredo, quien define al escultor borgoñón como "singularísimo artífice en el arte de la escultura y estatuaria, varón asimismo de mucha experiencia y muy general en todas las artes mecánicas y liberales, y no menos muy resoluto en todas las ciencias de arquitectura". La condición excepcional, esporádica y diferenciada que caracteriza la mayoría de las obras hasta aquí reseñadas se debe precisamente a su carácter sorprendente respecto a las normas artísticas del momento y está directamente relacionado con la forma en que se produce el fenómeno de recepción de los modelos italianos de referencia. Como ya se ha puesto de manifiesto, se trata de afirmar unos nuevos valores a través de una cultura artística extranjera que comienza a considerarse como modélica. El carácter paradigmático que adquiere la cultura renacentista en España estuvo condicionado, en parte, por la disponibilidad de una determinada mano de obra formada en la práctica constructiva tradicional, y en gran medida; por el carácter aselectivo con que se utilizaron los modelos y repertorios italianos en las primeras obras de nuestro Renacimiento. Dependiendo de la intensidad con que actuaron estos condicionantes en los edificios construidos por estos años, la Historia del Arte tradicional agrupó a los mismos en dos conjuntos diferenciados de obras, englobados genéricamente bajo los términos de Plateresco y estilo Cisneros.
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A pesar del traslado de la corte a Madrid en 1561, Toledo mantuvo su florecimiento económico y cultural hasta las primeras décadas del XVII, gracias a su pasado prestigio, a la riqueza de la catedral y a su próspera industria de tejidos. Hacia 1600 el ambiente pictórico estaba dividido entre el personal estilo del Greco y el de los pintores toledanos vinculados al foco escurialense, como Luis de Velasco y Blas de Prado. El propio Sánchez Cotán, probable discípulo de este último, al realizar su obra religiosa depende compositiva y formalmente de Luca Cambiaso y de los efectos luminosos de los Bassano (serie de la Cartuja de Granada, 1615-1617, Cartuja y Museo de Bellas Artes de Granada).Al reformismo escurialense se sumó en fecha temprana la influencia de Caravaggio, a través de Maino, quien trabajó en la ciudad desde 1611 hasta 1620 aproximadamente, y del italiano Carlo Saraceni, uno de los seguidores del maestro milanés que realizó hacia 1613 tres lienzos para la capilla del Sagrario de la catedral toledana por encargo del cardenal Sandoval y Rojas, importante miembro de esa elite culta que propició la introducción de novedades en la Ciudad Imperial, como ya se ha dicho anteriormente.En este panorama se formó Luis Tristán (h. 1590-1624), quien completó su aprendizaje en Italia entre 1606 y 1611. Discípulo del Greco, admirador de Maino y profundamente interesado por el realismo tenebrista, aunó todas estas opciones, sin renunciar a ninguna, en un estilo ecléctico y desigual (retablo mayor de la iglesia de Yepes, Toledo, 1616; La Trinidad, catedral de Sevilla, 1624; San Luis dando limosnas a los pobres, Museo del Louvre, París, h. 1620).El último pintor importante que trabajó en Toledo fue Pedro Orrente (1580-1645), quien repartió su actividad entre Murcia, ciudad en la que nació; Valencia, donde residió los últimos años de su vida, y Toledo, en la que desarrolló su labor en diferentes etapas (1617, 1628-1631).Su formación en la Península es desconocida, pero entre 1604 y 1612 parece que viajó a Italia, deteniéndose especialmente en Venecia, donde trabajó en el taller de los Bassano. De su estilo dependen sus cuadros de tema bíblico y evangélico, en los que representa personas, animales y objetos tratados con gran realismo, como si fueran escenas de género (historia de Jacob, de Abraham, parábolas, milagros, etc.). Este tipo de obras le proporcionó gran éxito, convirtiéndose en el principal producto de su taller.En su producción destacan también algunos lienzos que realizó poco después de regresar de Italia. En el San Sebastián de la catedral valenciana (1616) demuestra su conocimiento de la pintura italiana de la época, ya que el modelo es de origen caravaggesco, pero no la disposición de la figura, que recuerda al Sansón de Guido Reni (Pinacoteca de Bolonia, 1610). En 1617 pintó para la catedral de Toledo una de sus obras más importantes, la Aparición de Santa Leocadia, en la que prima la visión naturalista junto a efectos lumínicos de raíz veneciana.
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Una de las obras más impactantes de Ingres es la Apoteosis de Homero, en la que aparecen nada menos que 46 personajes alrededor del mítico poeta heleno. La escena se desarrolla en las gradas de un templo clásico presidiendo el conjunto Homero, cubierto con una túnica blanca y portando en su mano izquierda una vara. La Victoria alada -inspirada en Rafael- le corona y sentadas a sus pies encontramos las figuras que representan a la "Ilíada" -izquierda- y a la "Odisea" -derecha-. En la zona de la izquierda, en primer plano, se ubican Poussin, Corneille y Mozart. Junto a la "Iliada" destaca una figura con manto azul que sujeta de la mano a otro personaje: son Apeles y Rafael, demostrando así Ingres sus principales raíces artísticas. Con un manto encontramos a Virgilio. Entre Apeles y Homero se hallan, entre otros, Sófocles, Herodoto y Orfeo. En la zona de la derecha, en primer plano, encontramos a Moliere, Boileau y Longinos. Tras ellos vemos a Alejandro Magno, con una caja en la mano, Fidias, quien ofrece a Homero sus útiles de escultor, y Píndaro, entregando el instrumento musical. En el grupo del fondo destacan Hesiodo, Platón, Sócrates y Miguel Angel. La escena no deja de ser bastante rígida, como la mayor parte de imágenes de este tipo. Sin embargo, el colorido que aplica Ingres en los trajes anima la composición, realizando más de 300 dibujos para ejecutar este excepcional conjunto.
obra
En la cima de su popularidad, hacía poco más de un año que había salido al público un segundo libro dedicado a recopilar sus recuerdos y opiniones, "Diario de un genio". Mientras que su vida es cada vez más conocida por el público, Salvador Dalí continúa con su actividad. La apoteosis del dólar, el cuadro que contemplamos, reúne de forma sistemática algunas de sus experiencias centrales de los años anteriores. En primer lugar está presente su propia consciencia como pintor. A la derecha aparece autorretratado de espaldas pintando a Gala, mientras que a la izquierda reproduce un fragmento del cuadro Las meninas de Velázquez, obra que como sabemos es también un manifiesto de la dignidad de la pintura como arte. Lo clásico está muy presente: en el inmenso perfil de escultura de la izquierda, en la figura de Mercurio que se esconde detrás de las columnas curvas del centro, que recuerdan el signo del dólar, etc. Los últimos planos del lienzo describen escenas de batalla. A este respecto, Dalí se mostró siempre gran admirador de la obra del francés Meisonnier, que se había especializado en grandes composiciones bélicas. También demuestra el artista catalán su amplio conocimiento no sólo de la pintura del pasado sino también de la más estrictamente contemporánea. En efecto, vemos cómo aplica algunos recursos del op-art, en especial en la parte central del cuadro; allí, la sucesión de curvas cóncavas y convexas llegan a confundir a la retina del espectador, que no sabe cuál es la dirección de esas líneas. Es muy diferente el grado de conclusión de los grupos, desde los más definidos por el dibujo hasta la evanescencia de los ejércitos, que parecen apariciones espectrales.
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Ya formado, pero sin poseer todavía un estilo personal totalmente definido, en 1608, tras notificársele el grave estado de salud de su madre, abandonó Roma a toda prisa, como él dice, sin esperar a contar con el permiso del duque de Mantua. Aunque anuncia su pronto retorno, Rubens ya no volverá nunca más a Italia. Episodio poco conocido en la vida del pintor fue el intento que, en 1607, había hecho el archiduque Alberto por liberarle de las ataduras de Mantua, pidiéndole por carta al duque Vicenzo Gonzaga que autorizara su traslado a Amberes con el fin de resolver ciertos asuntos pendientes.Tras su forzado regreso y ante esa intentona fallida, parece como si nadie en Amberes o en Bruselas quisiera dejarle marchar de nuevo. Los archiduques le nombran su pintor de corte (1609) y el burgomaestre de Amberes Nicolas Rockox, el historiador y humanista Caspar Gevaarts y el comerciante Cornelius van der Geest le brindaron su amistad y los apoyos necesarios para ligarlo a la realización de importantes obras y encargos. En 1609, se casó con Isabella Brant, hija del secretario del ayuntamiento antuerpiense. Pero, más que estas mieles sobre hojuelas -tan magníficamente expresadas por él en su Autorretrato con su mujer Isabella Brant (h. 1609-10, Munich, Alte Pinakothek)-, sin duda fueron las posibilidades que, ante la firma de la Tregua de los Doce Años, Amberes y las otras ciudades de Flandes le ofrecían, lo que inclinaron a Rubens a tomar la decisión de establecerse en su tierra.Había llegado en el momento oportuno, pues los efectos de la paz se hicieron sentir de inmediato y por doquier, ya se ha visto. Durante estos años pintó más que nunca para iglesias y corporaciones, para particulares y guildas, y por supuesto para los archiduques, deseosos por manifestar, paralelamente a la pacificación militar y a la reactivación económica, un ansia de renacer cultural y artístico, unida a una voluntad de reconstruir el antiguo aspecto de las iglesias flamencas, cuyas obras de arte habían sido destruidas por la furia iconoclasta protestante, y de decorar las iglesias erigidas ex nono por las nuevas órdenes.La reputación y el bagaje intelectual y artístico con que Rubens había venido de Italia, le hicieron ascender en el plano social y ser elegido el máximo intérprete de esta nueva situación. Ya en 1611, el mercader amberino Jan le Grand afirmaba que Rubens era, sin discusión, el principal artista de Amberes. Fue en ese mismo año, cuando daría el paso para instalarse de modo definitivo en Amberes: la adquisición de una suntuosa mansión, que según sus diseños transformará en un palacio a la italiana, almacenando sus colecciones de arte y de antigüedades, y junto a la que ubicará su taller en un edificio anejo.Aunque dueño de un consumado oficio, aún no puede hablarse de una cesura estilística entre el arte amberino de Rubens y el de su etapa italiana, como es visible en su Adoración de los Magos, magnificiente composición en friso, pintada en 1610 para el Ayuntamiento de Amberes (Madrid, Prado), donde los sonados ecos de Caravaggio y Elsheimer se traducen en un nocturno iluminado artificialmente. A pesar de la gran impresión que causó esa obra, Rubens -por mediación del mercader Van der Geest- logrará otro éxito aún más resonante con el Tríptico de la erección de la Cruz para la iglesia de Sint-Walburgis, de Amberes (1610, Catedral), retomando el tema tratado de modo tradicional en la Santa Croce in Jerusalemme, de Roma. La tabla principal, compuesta en una atrevida diagonal (que multiplica los efectos escenográficos de su enorme composición), fascina por su poderoso e instantáneo dinamismo, sus tipos atléticos (bellísimo el de Cristo) y las tensas actitudes de los sayones y, gracias a su puro lenguaje pictórico, toma su mensaje icónico de muerte en un canto de vida.En 1611, la cofradía de los arcabuceros de San Jorge -presidida por el regidor Rockox- le comisionó el Tríptico del descendimiento de la Cruz (Amberes, Catedral), en el que alcanzó la máxima virtuosidad inventiva y compositiva con una gran economía de medios pictóricos. Flanqueada por La visitación y La presentación (1614), la tabla con El descendimiento (1612), construida en diagonal ascendente -potenciada por un poderoso foco luminoso, que se impone a las sombras, aclarando su densidad, y que se alía con los contrastes cromáticos, calmándolos-, concentra su intensidad dramática en el cadáver de Cristo que, recién desclavado, se desploma por su peso. Inspirándose en D. da Volterra y L. Cigoli, la idea contrarreformista de decorum se impone frente a los gestos descoyuntados a las actitudes desaforadas que dominan en La erección del año anterior. El azar ha querido que los dos trípticos se hallen hoy en el mismo lugar, en los brazos del crucero de la catedral de Amberes, constatando cómo Rubens, en tan sólo un año, se manifestó primero como un decidido barroco y luego como un perfecto clasicista, acomodándose formalmente a los contenidos tan diferentes que en uno y otro caso debía expresar.Así arrancaba en Amberes la apoteosis de Rubens. De todas partes de Flandes le llovían los encargos, sin que ninguna obra arredrara su ánimo, por grande que fuera el cuadro, ni anulara su creatividad, por complicada que fuera su iconografía. Obligado en repetidas ocasiones a retomar un mismo tema, nunca repitió a la letra una composición, sino que, conservando siempre la fuerza interna de la escena; la renovó por completo, como hizo -ayudado por su taller- en varias versiones de El descendimiento: desde la más estática de Valenciennes, dominada por directrices verticales (h. 1616) (Musée des Beaux-Arts), hasta la más barroca ejecutada para los capuchinos de Lille, compuesta al bies (h. 1617, Musée des Beaux-Arts).En esta segunda década, sólo o con ayuda, acometió la ejecución de vastas composiciones, la mayoría articuladas en forma de trípticos (según el gusto de sus comitentes) y acomodadas a los monumentales altares de las iglesias, como para la tumba de J. Michielsen en la catedral de Amberes, el del Cristo en el sepulcro, o del Christ á la paille (h. 1617-18, Musée Royal des Beaux-Arts); para los franciscanos de Lier, otro (1618-19, Sint-Gommarus), dedicado a La Virgen presenta el Niño Jesús a san Francisco (Dijon, Musée des Beaux-Arts); para Notre-Dame-au-delá-de-la-Dyle, de Malinas, el de La pesca milagrosa (h. 1618-19); para los recoletos de Amberes, uno dedicado a La última comunión de san Francisco (1619) y otro para su altar mayor, por encargo de Rockox, con la patética Crucifixión, más conocida por La lanzada (1620) (ambas, en Amberes, Musée Royal des Beaux-Arts).Rubens ya ha definido su estilo. Si con La última comunión de san Francisco supera la composición y la retórica de Agostino Carracci y del Domenichino y su dominio técnico le permite contener su colorido y poner el acento en la expresión de los personajes, en la Asunción de la catedral antuerpiense (1618-26), de lentísima ejecución -tanto que nos introduce en su plena madurez-, Rubens desmelena las formas, agita los cuerpos y potencia los recursos lumínicos y cromáticos. Con todo, por su coherencia compositiva, énfasis expresivo y vehemente factura, estilísticamente La lanzada ya había abierto la fase en verdad barroca de Rubens, la de los diez años siguientes.La fama de Rubens traspasó los límites de los Países Bajos, y sus obras comenzaron a exportarse. A España, además del Apostolado Lerma, arribará un vasto lienzo con El dilema eucarístico de san Agustín (h. 1615), para un altar en la capilla de las Sagradas Formas del templo del Colegio Máximo de los jesuitas de Alcalá de Henares (Madrid, Real Academia de San Fernando). En Alemania, los capuchinos de Colonia decorarán su altar mayor con una gran Estigmatización de san Francisco (h. 1615-16, Wallraf-Richartz Museum) y los jesuitas de Neuburg, gracias al mecenazgo del duque Guillermo, turbado por el Más Allá, recibirán dos monumentales Juicios finales, el Grande (h. 1615-16) y el Pequeño (h. 1618-20), y la iglesia dedicada a San Pedro, un enorme San Miguel expulsando a los ángeles rebeldes (1619-22). También para Baviera, tan azotada por la Guerra de los Treinta Años, hará otra magna tela de tema escatológico y grandilocuente orquestación dinámica: La mujer del Apocalipsis (1624-25), para la catedral de Freising (todas, en Munich, Alte Pinakothek). En fin, en Italia, los jesuitas genoveses de Sant'Ambrogio le solicitan un gran lienzo con los Milagros de san Ignacio (1617-18).Y siempre, respondiendo al espíritu de la Contrarreforma, a todos los principios propugnados en Trento. Pero, no pensemos, influidos por tópicos generalistas y simplistas, que Rubens -un humanista creyente y devoto, es cierto lo hizo en clave de obscurantismo intelectual, control inquisitorial o asechanza religiosa. Porque, dicho sea, frente a la severidad luterana o el escrupuloso puritanismo calvinista de las tolerantes Provincias del Norte (en todas partes cuecen habas, tiernas unas, más duras otras), los artistas flamencos -Rubens más que otros- no sólo aportaron un mayor número y variedad de imágenes religiosas ante la demanda de la comitencia eclesiástica y la clientela privada, sino que sobre todo supieron crear unas figuraciones más agradables y atractivas, más emotivas y legibles, motivados por el nuevo humanismo católico que legitimó el recurso didascálico a los temas mitológicos, al simbolismo pagano y a la alegoría poética. Basta cotejar la escena bíblica de Susana y los viejos concebida por Rubens a la italiana y tratada en sus posibilidades dramáticas como un asunto mitológico -lo que le dio la oportunidad de representar sin cínicos tapujos puritanos un voluptuoso desnudo femenino-, trocando la piedad en pálpito vital (h. 1609) (Madrid, Real Academia de San Fernando), con la versión de Rembrandt, de inhibitorio desnudo y atormentada escenificación, en la que una reflexión íntima, una confesión personal cambia su sensualidad en piedra (1637, La Haya, Mauritshuis).Amante de la vida, Rubens tradujo su amor en exaltación fervorosa y dilecta de todo ser vivo, consagrándose al desnudo humano como nadie lo había hecho hasta entonces, incluidos Michelangelo o Tiziano. Si ciertos temas del Antiguo y el Nuevo Testamento le permitieron tratar el desnudo, lo cierto es que éste, y más el femenino, no es frecuente. Por contra, la mitología y la alegoría son campos más propicios e inagotables para temas en los que el desnudo, femenino o masculino, es casi obligado. Sobre esta base, poco a poco, Rubens forjó su prototipo de mujer, rolliza y de piel nacarada, que pasa por representar el tipo medio de la mujer de Amberes, el ideal de belleza femenino de Flandes. Lo que en absoluto es cierto, ya que para El desembarco de María de Médicis en Marsella (París, Louvre) las ardorosas jóvenes que posaron como modelos, no fueron flamencas sino italianas.Absorbido en reproducir la belleza (y aún más, si cabe, el hálito vital) del cuerpo humano, masculino o femenino, en edad infantil o en plena madurez, el desnudo conquistó, incluso, su arte religioso, desde sus vastas, dinámicas y multitudinarias composiciones (como las obras apocalípticas ya recogidas) hasta sus más reducidas y delicadas (como su deliciosa Virgen rodeada de querubines (h. 1618-19, París, Louvre).Toda ocasión propicia la aprovechaba: el nacimiento, la infancia o la Pasión de Cristo, el martirio de un santo, una historia bíblica. Ahí están los poderosos dobletes del Michelangelo de la Sixtina en su Abraham y Melquisedec (1619-20), Caen, Musée des Beaux-Arts). Tal ardor derramaba en los desnudos que, en 1691, fue retirado del lugar sagrado que ocupaba el Gran Juicio Final de Neuburg, en razón a las desnudeces de las bellas bienaventuradas, juzgadas en exceso lujuriosas.Aun así, las escenas religiosas no se prestan al desnudo como los temas mitológicos y alegóricos, en los que no se precisa justificación para desvestir a los dioses (Ceres y dos ninfas (h. 1616), ayudado por Snyders (Madrid, Prado), o para desnudar a las figuras simbólicas (Las cuatro partes del mundo (h. 1615-16, Viena, Kunsthistorisches Museum). Los asuntos son lo de menos. Lo que da el tono es el cuerpo desvelado. Pero, la máxima exaltación del desnudo rubensiano debe buscarse en ese torbellino de alegría, carente de dramatismo, que es El rapto de las hijas de Leucipo (h. 1616-18,a Munich, Alte Pinakothek), interpretación personal de la Antigüedad, donde dominan la paleta cálida, la luminosa claridad, el dinámico movimiento curvilíneo, la simetría inversa, la armonía lograba por la conjunción de los contrarios.Pero, entre 1608-21, Rubens también se entregará a otros géneros. Además de temas religiosos y mitológico-alegóricos, pintará retratos, y con mucha facilidad por cierto. Aparte del citado Autorretrato con su esposa, señalemos un particular retrato de grupo (tan cercano y tan lejano a la vez, tan similar y tan diverso al género holandés) como el de Los cuatro filósofos (h. 1611, Florencia, Pitti), en el que volvió a autorretratarse con su hermano Philippe y al humanista Jan van den Wouwer que reunidos, bajo un busto de Séneca, escuchan una lección del filósofo neoestoico Justus Lipsius. Lejos de la preocupación analítica y los modos acabados de sus paisanos que, como Moro, le precedieron en el género, Rubens no olvidó lo aprendido en Italia de los maestros del Renacimiento y practicará un retrato en el que, sin negar la captación de lo verdadero y la agudeza psicológica, potencia una sutil y áulica idealización, muy del gusto de los efigiados (El archiduque Alberto y La infanta Isabel Clara Eugenia), en colaboración con J. Brueghel para los fondos con vistas de los castillos de Tervuren y Mariemont (1615) (Madrid, Prado). Van Dyck, que ayudará al maestro en la ejecución del aparatoso Retrato de los condes de Arundel (1620) (Munich, Alte Pinakothek), nunca desdeñaría la lección de Rubens, ensanchando y enriqueciendo aún más, hasta su internacionalización, el arte del retrato flamenco.Entre 1614 y 1621, dentro de esta primera y larga etapa de estilo inquieto y apasionado, otros temas captaron la atención del maestro, impulsado por su amor a la naturaleza y al movimiento. En las escenas de caza, al gusto nórdico por el realismo y el patetismo, superpuso su personal sentido épico y acento dramático, renovando en clave vital y dinámica las figuraciones de animales. En las Cacerías del castillo de Schleissheim, pintadas para el príncipe Maximiliano de Baviera (1615-16): del jabalí (Marsella, Musée des Beaux-Arts), del cocodrilo y el hipopótamo (Munich, Alte Pinakothek), del leopardo y el tigre (Rennes, Musée des Beaux-Arts) y del león y la leona (conocida por una estampa de P. Soutman), o en la pareja de formato mayor (hacia 1618) con la Caza del lobo (Nueva York, Metropolitan Museum) y del león (Munich, Alte Pinakothek), hombres y fieras luchan con furia, mezclados en un torbellino de vida y muerte. Con una rigurosa organización formal, en estas composiciones destacan, nobles y de belleza incomparable, los caballos que, unidos a las hazañas de los héroes, se erigen en los verdaderos protagonistas de estas tumultuosas obras, al igual que en sus pinturas de batallas, como en la ardorosa y magistral Batalla de las amazonas (h. 1615-18, Munich, Alte Pinakothek), fuertemente sugestionada por la composición de la Lucha por el estandarte en la batalla de Anghiari de Leonardo, que él mismo copiara en su viaje a Italia (h. 1605, Viena, Akademie).Al igual que renovó estos temas, Rubens -antes de abordar los paisajes puros de sus últimos años- conformó hacia 1618 algunas obras con grandiosos y movidos encuadres naturales: El naufragio de Eneas (Londres, National GaIlery) o La granja de Laeken (Londres, Buckingham Palace). Aunque las escenas de género escasean en su producción, las historias bíblicas le dieron pie para describir con realismo la vida cotidiana del campesino y sugerir con amplitud de visión la campiña belga. Con finos contrastes lumínicos y sutiles matices de cromáticos; en El hijo pródigo (h. 1618, Amberes, Musée Royal des Beaux-Arts), la parábola evangélica encubre su cosmovisión tranquila y laboriosa del mundo rural, a través de la representación de una granja al atardecer. Años después (h. 1620-25), Rubens pintaría El verano y El invierno (Windsor Castle, Royal Collection), alegorías de las estaciones del año que disimulan detalladas escenas de género y centelleantes paisajes.Pero, el dinámico, fogoso y exuberante barroquismo rubensiano fue rozado por un clasicismo de salón, nacido de su educación neohumanista y de su afición a estudiar la Antigüedad. Así se muestra en el encargo hecho por unos patricios genoveses para ejecutar (con posible ayuda de Van Dyck) un ciclo de siete cartones para tapices con la Historia del cónsul Decius Mus (1617-20, Vaduz, Colección Liechtenstein). La reducción original de la Batalla y muerte del cónsul, conservada en el Museo del Prado, es un organizado batiburrillo de hombres y animales, en deuda figurativa con Leonardo y en relación compositiva con sus cacerías.
contexto
Frente a la capacidad política y la energía desplegada por Pedro el Ceremonioso de Aragón y por Carlos II de Navarra para engrandecer sus dominios y evitar la integración en la órbita política castellana, los herederos de ambos reinos desarrollaron una política de pacifismo a ultranza y de amistad con Castilla, manifestada en el reconocimiento del papa de Aviñón, a la que se habían opuesto Pedro el Ceremonioso y Carlos II. A su muerte (1387), Navarra y Aragón prestaron obediencia al papa aviñonés y tomaron partido abiertamente por la causa francesa en la Guerra de los Cien Años. El cambio de actitud no parece que pueda ser atribuido a la personalidad de los monarcas sino a causas más profundas directamente relacionadas con la situación en el interior de ambos reinos: los repetidos fracasos militares y diplomáticos ante Castilla sólo sirvieron para agravar la crisis económica a consecuencia de la cual se produjo en ambos reinos una aristocratización de la sociedad; ni las fuerzas dirigentes de ambos reinos se hallaban en condiciones de lanzarse a nuevas guerras ni tenían interés en oponerse a los dos reinos, Castilla y Francia, en los que había triunfado el ideal caballeresco. Por otro lado, la aristocratización de la sociedad había dado lugar, tanto en Navarra como en Aragón, a tensiones sociales que exigían la dedicación de las energías de los dirigentes a los asuntos internos. La conjunción de cambios económicos, mentales y sociales explicarán la nueva actitud de Navarra y de Aragón, cuyos intérpretes serán los monarcas Carlos III y Juan I, el Cazador o el Músico. Al morir Carlos II, el heredero del trono navarro se hallaba en Castilla, con cuyos monarcas mantuvo las mejores relaciones a lo largo de su reinado a pesar de la intromisión de su mujer, Leonor, en los asuntos castellanos durante la minoría de Enrique III, quien, al expulsar de Castilla a la reina, se hizo pagar veinte mil florines en compensación "del bullicio y escándalo que era en mis reinos por causa y ocasión de doña Leonor, reina de Navarra". Contingentes navarros colaboraron en las campañas de Fernando de Antequera contra los musulmanes, de la misma forma que años antes habían intervenido al lado de Juan I de Castilla en la guerra con Portugal, que se perdió, al decir de Carlos de Viana, porque el monarca castellano no quiso esperar en Aljubarrota la llegada de las tronas navarras; "si hubiese esperado al dicho príncipe de Navarra con su gente, la batalla no fuera perdida". Las relaciones de Navarra con el reino aragonés fueron igualmente pacíficas y los escasos problemas fronterizos que se plantearon fueron resueltos amistosamente. La alianza fue ratificada mediante el matrimonio de Blanca de Navarra y Martín el Joven a la muerte de María de Sicilia; un acuerdo comercial entre navarros y aragoneses completó los acuerdos de 1402. Al morir Martín el Humano, Carlos III apoyó la candidatura de Fernando de Antequera, y poco después autorizó el matrimonio de Juan, el segundo de los hijos de Fernando, con su hija Blanca de Navarra. El progresivo alejamiento de Francia se observa en los intentos de solucionar definitivamente y por medios pacíficos los problemas pendientes desde la época de Carlos II: en 1404 se llegó a un acuerdo por el que Carlos renunciaba a los condados de Champagne y de Brie a cambio de una renta de doce mil francos anuales a los que se añadió la cantidad de doscientos mil escudos en compensación por las rentas no percibidas en los años anteriores. En el interior, Carlos III continuó la política de navarrización emprendida por su padre mediante el nombramiento de navarros para todos los cargos administrativos, y uno de los primeros actos fue hacerse coronar de acuerdo con el viejo ritual del Reino: tras el juramento de respetar y hacer cumplir los fueros, privilegios y costumbres navarros y recibir el juramento de los súbditos, los eclesiásticos le dan la unción que simboliza el origen divino de su poder y él toma la corona y el cetro real, se ciñe la espada y sube a un escudo en el que están pintadas las armas de Navarra; sostienen y levantan el escudo nobles y representantes de la ciudad de Pamplona, ante la protesta de los procuradores de Estella, Tudela y Sangüesa que se consideran con igual derecho que los pamploneses. Partidario decidido del ideal caballeresco, el monarca navarro creó las órdenes del lebrel blanco y de la bonne foi para premiar a los caballeros más distinguidos; armó caballeros de acuerdo con el ceremonial clásico a numerosas personas; creó nuevos títulos e hizo donación a algunos nobles de importantes señoríos en los que el monarca renunciaba al cobro de los impuestos ordinarios y a la administración de justicia... Su política no sirvió, sin embargo, para poner fin a las guerras nobiliarias agudizadas en Navarra por la existencia de dos bandos dirigidos por los Agramont y los Beaumont cuyos enfrentamientos llenan el siglo XV navarro. También en las ciudades tuvo que intervenir el rey para poner fin a las banderías, como en los casos de Lumbier y Tafalla donde se enfrentan hidalgos y francos, o en Estella, donde los Ponce y Learza se disputan el control de la villa y con sus violencias obligan a intervenir al monarca para modificar, en 1407, el sistema de nombramiento del alcalde: sería perpetuo en lugar de anual para evitar los enfrentamientos que se producían cada año con motivo de la elección, y sería designado por el monarca entre tres personas elegidas por el sistema de insaculación: los jurados, hombres buenos y consejeros delegados elegirían a seis personas cuyos nombres serían introducidos en una copa y de estos nombres saldrían los tres candidatos al cargo. Posiblemente se relacione con las luchas de bandos el excesivo lujo desplegado por las mujeres de Estella, limitado por Carlos III mediante las primeras leyes suntuarias conocidas para Navarra; según el monarca, una de las causas de la ruina o endeudamiento de los estelleses era el excesivo lujo de las dueñas y mujeres de la villa a las que se prohibiría en adelante el uso de cadenas y guirnaldas de oro, plata, piedras preciosas, vestidos de armiño... En Pamplona, a pesar de los acuerdos y uniones firmadas en 1266 y 1290 continúan los enfrentamientos y rivalidades entre el Burgo, la Población y la Navarrería hasta la firma de un nuevo acuerdo en 1423 por el que se forma un solo municipio después de más de trescientos años de guerras y enfrentamientos entre francos y navarros pamploneses.