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Durante el último tercio del siglo XIX, y al margen de la aparición en la arquitectura española de fenómenos tan diversos como los neomedievalismos tardo-románticos, el eclecticismo y los primeros brotes del modernismo, fue la arquitectura del hierro la que resultó más novedosa y meritoria, dado el retraso tecnológico que sufría España en relación a otros países. Ya en la época isabelina se manifiesta una temprana utilización de las estructuras metálicas en los ejemplos del puente de Isabel II (1845-1852), que une Sevilla con el barrio de Triana, y del puente de hierro de Teruel sobre el río Turia (1862-1865), ambos llevados a cabo con piezas manufacturadas en el extranjero y bajo el proyecto de autores extranjeros. También con elementos fabricados en Inglaterra, pero esta vez según el proyecto de los ingenieros españoles C. Campuzano y A. Borregón, se realizó el mal llamado Puente Colgante (1865) de Valladolid. La presencia de especialistas extranjeros en arquitectura metálica fue muy acusada en los albores de su aplicación en España. Es el caso del francés Horeau, quien elaboró un proyecto de mercado para Madrid en 1868 y que, caracterizado por tener una planta triangular y una cubierta colgante, no llegaría a realizarse. Es el caso también de los numerosos proyectos que salieron del estudio parisino de Eiffel para la construcción de puentes y viaductos que por entonces requería la red nacional de ferrocarriles, cuya explotación estaba en manos de capital belga, inglés y francés. Serían precisamente las nuevas estaciones ferroviarias y algunos mercados donde se aplicaron por primera vez estructuras de hierro. Bajo la responsabilidad del ingeniero francés Grasset se levantarían las estaciones de Santander (1876) y la del Norte (1879-1882), en Madrid. Esta última revela claramente su origen francés, tanto en su fachada como en su cubierta, a dos aguas y con cuchillos atirantados; un modelo que se repetiría en varias estaciones de la línea Madrid-Irún, tales como la de Valladolid (1890) y la de Burgos (1901). Otros ejemplos destacados son la estación de Delicias (1870-1880), también en Madrid, debida a E. Cachelievre, cuya armadura metálica aporta considerables novedades técnicas al prescindir de tirantes y configurar una cubierta sin interferencias de 35 metros de luz y 22,5 metros de altura. Otro proyecto igualmente significativo es el de la madrileña estación de Atocha (1888-1892), obra de Alberto de Palacio, que reunía la doble condición de arquitecto e ingeniero. Su cubierta, en forma de casco de nave invertido, posee una luz de casi 49 metros, una altura aproximada de 27 metros y una longitud de 157 metros, superando crecidamente a todas las realizaciones que de ese tenor se habían hecho hasta entonces en España. Por otra parte, la carena, en cuyo diseño participó el ingeniero Saint James, presenta la novedad de estar construida en acero laminado, mostrando un gran parecido con la que Dutert y Contamin hicieron para la Galería de Máquinas de la Exposición Universal de París de 1889. Otras edificaciones utilitarias o de servicios que se beneficiarían del empleo del hierro fueron los mercados. La nueva tecnología facilitaba todo tipo de posibilidades en el diseño de las plantas, que incluso podían adaptarse a la irregularidad de muchos solares, si bien, en aras de la funcionalidad, se impusieron los esquemas simples, regulares y geométricos. En tanto que en el caso de las estaciones prevalecía la amplitud de las armaduras, en el de los mercados se buscaría como prioridad la ventilación y la iluminación, condicionantes que se subsanaron con el recurso de practicar amplios ventanales en los muros y de disponer cubiertas elevadas, de modo que el aire pudiera circular a través de persianas y que la luz pudiera filtrarse a través de cerramientos de vidrio. El modelo que primó en Europa fue el de Les Halles Centrales (1854-1866) de Baltard. Los mercados de Madrid y Barcelona fueron los primeros en aplicar el modelo parisino. Los tres construidos en Madrid en el corto período de seis años a partir de 1868, fueron: el de la Cebada, el de los Mostenses y el de Olavide, los tres hoy desaparecidos. Barcelona dispondrá en las mismas fechas de dos mercados de estructura metálica; el de San Antonio y el del Borne. El mercado del Borne (1874-1876) se debe a la colaboración del arquitecto Fontsere y Mestres y al ingeniero Cornet y Mas, con un planteamiento muy semejante al francés, siendo diferente el mercado de San Antonio (1876-1882) proyectado por el arquitecto Rovira y Trías, el cual se distribuye con ocho crujías a partir de un espacio central octogonal rematado por un cimborrio. Este arquitecto fue uno de los mayores defensores del hierro como material estructural y expresivo, siendo autor también de otros mercados barceloneses. En muchas provincias españolas se levantaron mercados semejantes a éstos: Valladolid, Salamanca, Valencia, etc. Muchos de ellos desaparecidos o semiabandonados en la actualidad. En Madrid se conserva todavía felizmente el mercado de San Miguel (1915), obra de Alfonso Dube y Díez. A pesar de las muchas reticencias que en algunos suscitaba el uso del hierro, hubo también acérrimos defensores del mismo, dado que veían con su empleo la posibilidad de renovar la arquitectura española, apartándola del eclecticismo reinante y acercándola a la modernidad. Poco a poco, y en mayor o menor grado, la mayoría de los arquitectos irían aceptando este material, sobre todo para cierto tipo de edificios. Plazas de toros, teatros, circos y otros locales destinados a ofrecer espectáculos públicos serían los protagonistas de esta nueva arquitectura, cuya aplicación, al margen de permitir una mayor ligereza en la edificación, resolvía con las columnas de hierro fundido los problemas de visión que para el espectador planteaban otros materiales, amén de que con la utilización del hierro en plateas, graderíos y balcones se ganaba tanto en el terreno práctico como en el económico. De entre los muchos ejemplos que podrían citarse, cabe destacar el coso taurino de Valencia (1860-1870), la plaza de toros que construyera Rodríguez Ayuso para Madrid en 1874, hoy desaparecida, y la de Vista Alegre (1882) de Bilbao, en las que se incorporó el hierro para las estructuras internas, así como la de Salamanca (1892), que extendería su aplicación también en el exterior. Teatros como el de La Comedia (1875) y circos como el ya desaparecido Price (1880), ambos en la capital de España y debidos al arquitecto Agustín Ortiz de Villajos, son también notorios exponentes del hacer arquitectónico de esa época. A resaltar, en el segundo ejemplo citado, la disposición poligonal de su sala, formada por dieciséis lados, que circunscribían un espacio octogonal, y la estructura metálica de la cubierta, rematada con ventanas y revestida exteriormente de un decorado historicista. El hierro también se utilizó para cubrir patios y galerías interiores, sirviendo de armazón a un material que, como el vidrio, permite el paso de la luz. Eduardo Adaro así lo haría en el caso del Patio de Operaciones del Banco de España (1884) y Ricardo Velázquez Bosco en el del patio de la Escuela de Minas (1886), ambos en Madrid. Fue también este último arquitecto quien llevó a cabo en el madrileño parque del Retiro una obra maestra. Se trata del Palacio de Cristal, diseñado en 1886 como pabellón-estufa de la Exposición de Filipinas. Formado por una planta de tres cuerpos absidales poligonales de ocho lados, cuenta con una cúpula de cuatro paños, ubicada en el centro, donde se cruzan los arcos. Aunque de dimensiones más reducidas, las características de ese invernadero, hoy utilizado como sala de exposiciones, rememoran a su tocayo de Londres, el Crystal Palace de Paxton. La paulatina incorporación del hierro en la construcción corría pareja a su empleo en multitud de elementos urbanos. Así, el hierro acabará inundando el paisaje de las ciudades españolas por medio de farolas, bancos, marquesinas, quioscos, templetes, etc.
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El principal objetivo de la Bauhaus, la Casa de la Construcción, era la renovación de la arquitectura, del mobiliario urbano y del diseño. Sus principales representantes serán los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rohe. Gropius fue el ayudante de Peter Behrens. Entre ambos, en 1910, construyeron la Faguswerk en Alfeld-an-der-Leine, proyecto que supera la fábrica de turbinas AEG realizada por Behrens un año antes. Por primera vez se concibe la fachada entera de vidrio mientras los elementos sustentantes se reducen a ligeras columnas de acero, eliminando los sostenes de los ángulos. Será en 1919 cuando Gropius se convierta en director de la Bauhaus. Tres años más tarde presenta su proyecto de la Chicago Tribune Tower donde el rascacielos adquiere formas simbólicas, presentando anchas ventanas y austeras formas rectangulares. La obra maestra de Gropius es el edificio de la Bauhaus en Dessau, entre 1925 y 1926. Tiene planta en forma de doble ele, creando diferentes ejes, articulando los volúmenes de manera similar a las composiciones de Klee o Kandinsky. Predominan las líneas rectas y se elimina cualquier referencia decorativa, destacando las amplias superficies acristaladas. Tras abandonar la Bauhaus, Gropius se interesó por la vivienda, colaborando en la construcción de la Colonia Dammerstock en Karlsruhe. En 1930 Ludwig Mies van der Rohe se hace cargo de la dirección de la Bauhaus. Formado en el taller de Behrens, Mies realizó una de las obras más significativas de su tiempo: el pabellón de Alemania en la Exposición Internacional de Barcelona en 1929. El ascenso de Hitler al poder motivó el cierre de la Bauhaus y la marcha de Mies a Estados Unidos donde realizó sus obras más interesantes. La Casa Farnsworth desarrolla la concepción de un espacio abstracto, de gran pureza, al tratarse de un prisma sobreelevado y cubierto de cristal. Pero la consagración definitiva le llegará con el Seagran Building de Nueva York, un paralelepípedo de cristal y acero que se apoya en pilares metálicos verticales que se sitúan retranqueados respecto al plano de la calle. La Silla Barcelona es un claro ejemplo de la importancia otorgada por Mies y la Bauhaus al mobiliario.
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El último cuarto del siglo XIX se caracteriza por una acentuación de la opulencia historicista, que en la polémica entre clasicistas y medievalistas fue adoptando otros estilos, como el neobarroco y el neo-mudéjar (en España), y toda clase de exotismos que dieron lugar a verdaderos pastiches. Los arquitectos, además, se interesaron más por la decoración que por la construcción propiamente dicha, hasta el punto de que, como dejó dicho Nickolaus Pevsner, "la arquitectura de esta época se asemeja a un baile de disfraces". Por otra parte, la sociedad europea no sólo se mostró insensible a las necesidades de una arquitectura social destinada a albergar la cada vez más numerosa mano de obra que generaba la industria, sino que, además, fue incapaz de encontrar un modelo renovador y propio de la arquitectura moderna. En efecto, y curiosamente, cuando más acuciante fue esa necesidad de viviendas que demandaba el crecimiento masivo de las ciudades, la casa pasaría a ocupar un segundo plano, ocupado el primero por la construcción de edificios fabriles, pabellones de exposiciones, mercados, etc. Asimismo, las exigencias del intercambio comercial propiciarían el rápido desarrollo de las vías de comunicación, construyéndose líneas ferroviarias, puentes, túneles y estaciones. También empezaron a levantarse depósitos del saber, es decir, museos, bibliotecas, auditorios musicales, etc. La auténtica transformación de la arquitectura se debe a la técnica, que la apartó definitivamente de las exageraciones decorativas. La aparición de nuevos materiales, como el hierro y el hormigón armado, hizo posible un nuevo modo de hacer, en el que el metal desempeñó un papel fundamental. Los materiales de fundición, producto de la aleación de hierro y carbono, facilitaron ese proceso de cambio. Más económicos que el hierro puro, no podían laminarse, forjarse o martillearse. Sin embargo, permitían, a través del colado, la obtención de piezas metálicas de gran formato, teniendo también la facultad de poder ser modelados. De esta forma, los materiales de fundición invadirían la construcción, tanto en forma de columnas, en el caso de los pabellones y fábricas, como de arcos, en el de los puentes, sin que tampoco fuera ajena su presencia en la ejecución de estatuas decorativas. En esta eclosión de la arquitectura metálica los puentes fueron precisamente las realizaciones pioneras. El de Coalbrookdale sobre el Severn (1779), con un solo arco de fundición y una luz de 30 metros y el de Sunderland (1796) en Inglaterra; el Pont des Arts (1803) y el de Austerlitz (1806), en Francia, son los primeros ejemplos de relieve. Unas construcciones cada vez más largas y esbeltas, hasta culminar en esa obra maestra que es el acueducto de Garabit (1882), también en el país galo. Otras creaciones espectaculares que propiciaron las nuevas técnicas son los puentes colgantes. El primero que se construyó en Europa lo fue en Inglaterra: el Manai Bridge, debido a Thomas Telford en 1815. Por su parte, Francia inauguraría este tipo de obra pública en 1823 en Tournon, sobre el río Ródano, según proyecto de Marc Seguin.
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Guy de Maupassant escribe: "La arquitectura a través de los siglos ha tenido el privilegio de dar un símbolo a cada una de las épocas, de resumir con un número de monumentos típicos el modo de pensar, sentir y soñar de una raza y de una civilización". Esto es evidente, porque detrás de cada monumento hay una necesidad humana que imprime un carácter específico a la arquitectura que se pone en marcha. Tal interpretación es particularmente expresiva en el siglo XVIII hispánico, pues es una época, en la que como dice Tolomei, "de entre todas las artes, tan sólo la arquitectura miró por el bien público"; lo cual puede muy bien justificar que sea el hecho arquitectónico el más sometido a las condiciones materiales, económicas y sociales de aquella época.Hay que superar los equívocos a que da lugar frecuentemente la interpretación de la arquitectura como una sucesión cronológica de monumentos, ya que se corre el riesgo de caer en lo epidérmico o de quedarse en los términos de la más abstracta tipología. Un programa arquitectónico, que como en este caso lo observaremos desde el largo recorrido de un siglo, además de detenernos en su valoración según criterios figurativos tradicionales, hay que enjuiciar como parte sustantiva de unas condiciones políticas y sociales, de unas costumbres civiles y de unas aspiraciones religiosas, de unos reglamentos, de la decisión de unas autoridades y de las tramas evolucionistas culturales, aun cuando cualquier punto de vista o vertiente crítica no dejen de ser parciales o incluso indeterminadas.Pero, además, una definición lingüística de la arquitectura española del siglo XVIII tendría que enunciarse extendiéndola a todo aquello que abraza el edificio y a lo que el propio edificio da forma, es decir, un mundo interno y un mundo externo, sin dejar nunca de poner ambos cometidos en relación con la personalidad creadora. Y ante estas exigencias, hemos de plantear en primer término el que, a pesar de que hay corrientes de interpretación de la arquitectura española del siglo XVIII de gran consistencia, a nuestro entender es un problema que todavía discurre por una fase de apasionada discusión. Se van hallando respuestas precisas, aunque en ocasiones discordes, y se continúa trabajando en la paternidad de las obras construidas. Ello plantea dificultades específicas al tratar algunos monumentos pues, ante el examen de su problemática, no se alcanzan en todos los casos fórmulas resolutivas.Nos encaminaremos necesariamente hacia la concreta actividad arquitectónica de la época, en la que nos sale de inmediato al encuentro la polémica en torno a una interpretación meramente decorativa de la arquitectura o aquella que se justifica desde unos términos meramente funcionalistas y racionales, que en su exceso haría decir a Milizia "...en arquitectura todo ha de nacer de la necesidad y la necesidad no admite lo superfluo".En nuestro criterio no se pueden postular tales extremos, ni siquiera podríamos condescender a términos alternativos en el planteamiento del debate. El problema arquitectónico del siglo XVIII se acomete desde una posibilidad de determinación formal-objetual, que implica el problema de una concepción que nos remite a la génesis y a la esencia de las formas, en la que se favorece el desarrollo de la arquitectura en su concepto de tipo, y un proyectismo intencionalmente racional que vino a ser un primer y significativo indicio de la necesidad de un compromiso utilitario que condiciona la operación artística. No hay necesariamente que trazar un diagrama que establezca una separación en ambos planteamientos. Llegaremos a descubrir su correlación. Los edificios del siglo XVIII cumplen funciones específicas que forman parte de los conceptos generales de orden social, pero son a su vez contenidos o significados intrínsecos del arte figurativo.En 1700, a la llegada al trono hispano de Felipe V, las ciudades españolas formaban una imagen espacial unitaria por el uso de un conjunto de tipos edilicios cuya coexistencia había alcanzado a lo largo del siglo XVII un alto grado de tipicidad. Se había buscado la identidad sustancial de la forma y la idea. Se había buscado la dignidad arquitectónica por la apropiación de maneras, de sistemas, de claros postulados, cuya figuratividad se identifica con la monarquía de los Austrias. La mayor parte de las ciudades españolas se había configurado por los estratos de épocas superpuestas y fue en la Edad Moderna cuando cada ciudad comenzó a configurar su propia dialéctica.El siglo XVIII, que supone la superación del pasado, tiene un componente sustancial que presupone, ante todo, la utilización de materiales de la cultura precedente. Tiene un componente político heredado que influye en su desarrollo, unas condiciones demográficas y tecnológicas heredadas, un componente histórico y estético que pervive y todo ello orientado en sus diferentes direcciones. La arquitectura de comienzos del siglo XVIII se encamina con un particular interés a no ahogar, ni mucho menos eliminar, la herencia que recibe, o a convertir los arquitectos locales en instrumentos pasivos. Será fácil comprobar la existencia de una política borbónica que impulsa su valor conciliando el sistema cultural existente con una idea de progreso artístico al que progresivamente irá enriqueciendo con otras fuerzas venidas de fuera.La arquitectura barroca netamente hispánica durante el primer tercio del siglo XVIII continúa en la búsqueda de las formas típicas que le han dado su carácter, en coexistencia con una poética que se trasmite a través de los cambios históricos, de los gustos de una monarquía que llega de fuera y que orienta su política a un claro proceso de apertura europeísta. El proyecto arquitectónico de Felipe V en el primer tercio del siglo no navega contra la corriente. Tiende a orientar una dinámica que propone, de forma explícita, no tanto cambiar como intentar un desarrollo lógico e histórico. Coincide con la conciencia cada vez más clara de unas corrientes culturales cada vez más abiertas al consumo ideológico europeo. Sin embargo, viviéndose la dimensión libre y cambiante de las imágenes, la arquitectura española recobra continuamente su valor nacional y en su progresiva transformación siempre estarán los datos de identidad que la hacen reconocible, por continuar vinculada a sus propios valores, pero unos valores de elección intelectual que se mantienen como una actividad plenamente integrada, junto a otras alternativas.
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Si bien en la producción de Ventura Rodríguez el clasicismo italiano que envuelve sus edificios le aproxima a la corriente neoclásica, donde verdaderamente se vislumbra en España el nuevo modo es en el hacer de Juan de Villanueva (1739-1811). Este gran arquitecto, hermano menor de Diego, muestra una genialidad de la que éste carecía. Su arquitectura se basa en la auténtica asimilación del lenguaje neoclásico sin olvidar acentos castizos, los que le da una gracia que hace que sus edificaciones se encuentren entre las más airosas de su tiempo en Europa, como demuestra el Museo del Prado. Si Juan de Villanueva da el primer paso dentro de la, arquitectura clásico-romántica, es un grupo de arquitectos que trabajan en torno a 1800 el que establece esta corriente en España de modo definitivo: Justo Antonio de Olaguibel(1752-1818), Antonio López Aguado (1764-1831), Isidro González Velázquez (1765-1840) y Silvestre Pérez (17671825). Olaguibel es uno de los constructores neoclásicos que inicia una nueva sistemática no sólo en sus edificaciones sino en la planificación urbanística. El clasicismo-romántico llega a su cénit con una de las últimas producciones de Antonio López Aguado. Fue llamado el arquitecto afortunado, ya que después de la Restauración dinástica, al ser purificado Silvestre Pérez, le queda el campo libre en Madrid, encargándose de obras oficiales como la clasicista y solemne Puerta de Toledo, erigida en 1817 como entrada triunfal con motivo del regreso de Fernando VII. Un año más tarde, muestra por primera vez su faceta clásico-romántica en el desaparecido cenotafio a las víctimas del 2 de Mayo, donde utilizó el jónico, al modo del neogriego británico. Dentro de esta línea renovadora se inscribe su proyecto para el malogrado Teatro Real de Madrid, para el cual usa, como casi siempre, láminas de libros de arquitectura a las que, no obstante, infiere un carácter personal. El paso decisivo hacia el romanticismo lo da Aguado en su intervención en la Alameda de Osuna, que se convierte en el más delicioso conjunto arquitectónico-paisajístico enclavado en la periferia madrileña. En él, la estética de lo pintoresco brilla con personalidad, si bien en los jardines trazados por franceses están presentes recuerdos galos e ingleses, sobre todo asemeja su traza a los del Petit-Trianon, en Versalles. Por su sensibilidad e inteligencia, doña María Josefa de Pimentel -duquesa de Benavente y Osuna-, protectora de la mayoría de los ilustrados españoles y del propio Goya, no sólo es quien promociona la obra sino su alma. Tanto en el interior del palacio como en sus jardines, lo caprichoso forma una simbiosis con el clasicismo. En las fantásticas arquitecturas de templetes, casitas, ermita... interviene un afamado pintor de escenografías teatrales, el milanés Angelo Tadei, y en cierto modo tiene relación con el Jardín del Príncipe, en Aranjuez, trazado por Villanueva. Pero la obra más bella del conjunto es el casino de baile, elevado por Aguado en 1815; en él se conseguían efectos lumínicos casi fantasmagóricos a través de especiales juegos de espejos. Para el interior del palacio Goya no sólo ejecutó cuadros de gabinete -así, su primera serie de Brujerías (1798)-,sino que diseñó su decoración. Indudablemente, la duquesa no quiso que El Capricho fuera la obra de un solo arquitecto, sino que al utilizar a varios artífices la convirtió en suya. Será Martín López Aguado (1796-1866), hijo de Antonio, quien finalice el palacio, añadiéndole un encantador pórtico con columnas corintias rematado por una balaustrada adornada con graciosas esculturitas. Apartado Silvestre Pérez de los ámbitos cortesanos, el único rival importante que le queda a López Aguado en Madrid es Isidro González Velázquez. El sí era un arquitecto afortunado, pues había disfrutado durante cinco años, en Roma, de una beca concedida por la Corona y pertenecía a una ilustre familia de artistas, recibiendo una esmerada educación, lo cual le abrió, junto a su talento, las puertas ofíciales y privadas en plena juventud. Mas probablemente la base de su triunfo fue su sólida formación, producto en gran parte de su afán de aprendizaje y su curiosidad. Así, desde Roma llevó a cabo un viaje al sur de Italia como hacían los grandes arquitectos europeos. Por ello, su praxis iba a coincidir en cierto modo con las de Schinkel, Klenze, Soane... Los dibujos realizados en Pesto y en otros lugares de Italia le servirían como basamento de futuras creaciones, pues su espíritu libertario romántico sería disciplinado por el riguroso dibujo. Al igual que Goya, González Velázquez sentía predilección por los grabados de Piranesi. Su peculiar lenguaje clásico-romántico fluye ya en 1802 al proyectar la Casita del Labrador en Aranjuez; así, con un criterio plenamente pintoresco inscribe en el delicado conjunto la ruda y rústica construcción preexistente donde vivió una familia campesina. Su más suntuosa habitación es el Gabinete de Platino, una de las obras maestras del llamado estilo Imperio, diseñado por los arquitectos favoritos de Napoleón, los exquisitos Percier y Fontaine. Aquí, con mayor riqueza que en los saloncitos de la Malmaison, con la ayuda de excelentes artistas y artesanos se labra una verdadera joya arquitectónica, pues se utilizan materiales preciosos como el platino, que le ha dado la denominación. Si bien más sencilla, no es menos hermosa, llegando a lo sublime, la sala pompeyana, de Isidro González Velázquez, otra de las obras excelsas del maestro clásico-romántico. En el Campo de la Lealtad, cerca del Museo del Prado, en 1822 González Velázquez eleva el más bello obelisco español, el Monumento al 2 de Mayo, hoy dedicado a los caídos por España, donde se aglutinan formas clásicas y románticas. Anteriormente, en Mallorca, donde buscó refugio durante la Guerra de la Independencia por no acatar a José I, había realizado uno de los más interesantes proyectos urbanísticos del momento, el Paseo del Borne, donde también sabia y lúdicamente aplicó juegos visuales a través de obeliscos, estatuas, balaustradas... especialmente dinamizados por el agua de las fuentes. Asimismo, adecuó algunos edificios del entorno al conjunto, como se aprecia en la adherencia en la nueva fachada del Consulado del Mar de soluciones que había investigado en Aranjuez. A su retorno a Madrid el plan quedó inconcluso, y hoy reformas estilísticas sin fortuna han destruido parte de lo realizado por González Velázquez: Vulgarizando lo sublime han convertido el Borne en urbanismo de masas. Mientras en Mallorca se llevaba a efecto ese importante proyecto, en Madrid Silvestre Pérez -que había acatado al hermano de Napoleón como soberano- estaba ocupado en los planos y trazas del proyecto, encomendado por José Bonaparte, por el que se uniría las fachadas del Palacio de Oriente con San Francisco el Grande a través de una amplia avenida con espaciosas y atrevidas plazas. En dicha planificación estaban previstos elegantes arcos triunfales, columnas conmemorativas, estatuas ecuestres, fuentes... logrando un sorprendente efectismo en el que superaba al proyecto parisino de Percier y Fontaine en torno a la Rue Rivoli. Mas esta urbanización madrileña quedó, como sucedió tantas veces en la arquitectura europea del momento, en lo efímero. ¿Quién era ese arquitecto que atrajo la atención del rey intruso? Silvestre Pérez había nacido en Epila (Zaragoza) y se formó junto a las obras de la basílica de El Pilar dirigidas por Ventura Rodríguez. El por entonces todopoderoso arquitecto le protegió desde que se traslada a Madrid en 1781. Brillante alumno en la Academia, consigue ser premiado con la bolsa de estudios para disfrutar de una formación en Roma (1790). Con anterioridad había efectuado importantes proyectos en la Corte: destaca el Palacio de los duques de Villahermosa, en el Paseo del Prado (actual Museo Thyssen), donde demuestra tener gusto y sensatez, pues planifica un sobrio edificio en granito y ladrillo haciendo juego con el vecino palacio del Prado como homenaje a su admirado Villanueva. Será López Aguado quien lo finalice respetando sus ideas. En Italia, Silvestre Pérez, junto a González Velázquez, descubre la verdadera arquitectura clásica, pero tampoco desprecia la renacentista. A su regreso desarrolla una intensa labor, especialmente en el País Vasco. Aparte de intervenir en la urbanización de Vitoria y llevar a cabo edificaciones en distintos lugares donde muestra su talento y conocimientos, en 1807 efectúa un atrevido y brillante proyecto en un nuevo puerto para Bilbao, aunque de nuevo ronda en la utopía. Partiendo de un octógono -como en ciertos proyectos del siglo XVI- superpone avenidas y calles en diagonales que se distribuyen en forma de abanico; abundaban en esta urbanización las plazas -tanto circulares como rectangulares-; algunas de las actuales, como la del Rey y la del Príncipe, proceden de esta malograda planificación. Retornará al norte de la Península después de su exilio en Francia (1812-1815). Durante esta estancia aprende las formas y las técnicas del clasicismo-romántico del país vecino, como muestra el solemne Ayuntamiento de San Sebastián (1828) y el antiguo Hospital de Achuri, en Bilbao. No brillará en ningún arquitecto de la siguiente generación el genio creativo de sus predecesores. En gran medida ello se debe al surgimiento de la Escuela de Arquitectura de Madrid, en 1844. Su fundación fue perentoria debido a la utilización de los nuevos materiales, especialmente el hierro y el hormigón, lo que exigía nuevos y ordenados conocimientos técnicos. Por otro lado, la arquitectura, salvo en raras ocasiones, se masifica; al someterse a la técnica, la libertad artística queda un tanto coartada hasta que pasados unos años, gracias a los materiales innovadores, se logrará una arquitectura dinámica. Mas por entonces las preocupaciones formales e historicistas limitaron la trayectoria de la arquitectura española. El primer plan de estudio de la Escuela de Arquitectura contaba con dos períodos: el primero de aspecto preparatorio, y el segundo de especialización. La preparación para el ingreso en la Escuela se llevaba a cabo en centros privados o estudios de arquitectos. Los planes de estudio en la etapa romántica oscilaron entre los cuatro a seis años, impartiéndose nuevas materias, lo cual desconcertaba tanto al alumnado como a los profesores. Ahora bien, este relativo desorden sirvió para estimular la libertad de cátedra que fue aprovechada por algún brillante profesor para impulsar el espíritu creativo de sus discípulos. Así lo hizo el inquieto y prestigioso catedrático Juan Miguel de Inclán (1774-1853), quien, como Hittorf y Klenze, defendía la policromía en la arquitectura al contrario que la mayoría de sus anodinos camaradas. De este modo, en el encantador y atrevido tabernáculo para la Virgen de los Milagros en El Puerto de Santa María, utiliza elementos cromáticos heredados de la tradición andaluza e impregnados de los conocimientos del momento. Sus renovadoras ideas-arquitectónicas son en parte resumidas en los "Apuntes para la historia de la Arquitectura y Observaciones sobre la que se distingue con la denominación de Gótica" (1833) donde por vez primera en España se defienden los estilos medievales. Tardaría algunos años en arraigar el goticismo en España. La clientela de los arquitectos formada especialmente por los entes públicos y por la nueva burguesía adinerada exigía que se construyeran las edificaciones que promocionaban siguiendo las pautas anteriores. En pocas ocasiones los arquitectos podían hacer gala de los conocimientos adquiridos. Solamente algunos a los que se encargaron importantes proyectos oficiales podían demostrar su sabiduría y habilidad. Tal es el caso del manchego Francisco Jareño (1818-1892), quien adquiere el título de arquitecto en 1848. Después de ciertos éxitos en edificios madrileños se ocupa de la construcción de la Casa de la Moneda, cuya gran nave industrial estaba precedida de dos edificaciones clasicistas; contrastando sin herir el sobrio racionalismo de la fábrica con la elegancia de los palacetes dedicados a fines burocráticos, el conjunto fue bárbaramente demolido. Más importante aún es la elevación de la Biblioteca Nacional (1865): tras una elegante fachada con frontón y escalinata, aún clásico-romántico, surgen excelentes salas destinadas a la lectura y al depósito de libros. El depósito general dispone de un emparrillado férreo con pasarelas para la distribución de los libros que concuerda en cierto modo con las soluciones utilizadas por Labrouste en sus bibliotecas parisinas, Santa Genoveva y la Nacional. El arquitecto que en estos tiempos isabelinos eleva la enseña romántica es el catalán Elías Rogent (1821-1897), compañero de promoción del anteriormente estudiado, aunque más imaginativo. Indudablemente, en él fructificaron las enseñanzas de Inclán, pues fue el más importante arquitecto medievalista español de este período. A él se debe la creación o restauración-construcción de muchos edificios neomedievales catalanes. De este modo, con un criterio historicista semejante al de Viollet-le-Duc reconstruye, o, mejor dicho, construye la majestuosa iglesia de Santa María de Ripoll (1865). Sólo teniendo en consideración el criterio historicista vigente en el momento se puede juzgar esta solemne edificación. Utilizando los conocimientos adquiridos en sus restauraciones construye el edificio más importante del neomedievalismo español del momento, la Universidad Literaria de Barcelona (1867-1871), en donde triunfa y finaliza la arquitectura romántica hispana. Al finalizar la Universidad es designado director de la recién fundada Escuela de Arquitectura de Barcelona, desde donde promoverá el neomedievalismo y el nacionalismo catalán.
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Para entender la arquitectura fenicia de los asentamientos costeros del Mediterráneo oriental hay que tener en cuenta la especial ubicación que dieron a sus ciudades. Según S. Moscati, se solían fundar sobre promontorios rocosos a orillas del mar y, como alternativa, en pequeñas islas cercanas a las costas, fáciles de fortificar. Esa disposición y su consiguiente falta de espacio motivaron que las ciudades fenicias, además de contar con sólidas murallas y buenos puertos, dispusieran de construcciones en altura (hasta de seis pisos, en algunos casos), según sabemos por los relieves asirios y algunas referencias documentales. El paisaje urbano se estructuró, además de contar con el obligado puerto marítimo, de acuerdo con una acrópolis o centro del poblado, rodeada de murallas, con puertas rematadas en arco y almenas cimeras, a cuyo alrededor se disponían los barrios con las casas particulares, los locales comerciales e industriales, con talleres de todo tipo, y los edificios de culto, casi nunca monumentales. Fuera del poblado, se situaban las necrópolis en las que alternaban los enterramientos aptos tanto para la incineración como para la inhumación. Este sería, según ha establecido S. Filippo, el típico paisaje urbano fenicio, formado por la suma de todos los requisitos enumerados. Biblos (Gebal o Gubla), situada sobre un promontorio, y que ocupó una superficie de 5 hectáreas con variados períodos de asentamiento, respondía a los anteriores presupuestos. La ciudad se desarrolló sobre todo a partir del Bronce Antiguo, rodeándose de un recinto amurallado. Sus casas, de planta rectangular y patio central, estaban aparejadas con piedras en los zócalos, y adobes y revestimiento de madera en sus paredes, construcciones que no pudieron competir, desde luego, con el Templo de Balaat Gebal, la Señora de Biblos, que conoció varias fases constructivas, con un patio realzado con estatuas colosales, y habitáculos en sus tres lados, ni tampoco con el Templo del dios Reshef, llamado también Templo de los obeliscos. Este último edificio estuvo, tras su reconstrucción, formado por un recinto sagrado, en el cual se levantaban una cella y una antecella, y en cuyo patio un gran obelisco central, que llevaba grabado el nombre del príncipe Abi-Shemu, estaba rodeado de decenas de otros pequeños. De la Biblos del período propiamente fenicio (siglos XI-VIII a. C.) y de las dominaciones asiria y babilónica es poco lo que se ha conservado. En cambio, sí se han hallado restos de la época de dominio persa, momento en que se construyó sobre una plataforma pétrea un edificio (50 por 15 m) con la planta típica de las apadanas. Su necrópolis real, con nueve hipogeos, ha proporcionado valiosos objetos egipcios y locales: entre ellos es digno de reseñarse el celebérrimo sarcófago de Ahiram, decorado con relieves. Sidón, por su parte, levantada también sobre un promontorio costero, en un sector con islotes próximos, no ha sido abundante en restos arquitectónicos. Lo más destacable son sus necrópolis, cercanas a su recinto urbano, las cuales han aportado ricos ajuares funerarios. Las de carácter real, de varias tipologías y excavadas en la roca, han sido pródigas en magníficos materiales, entre ellos los sarcófagos de Eshmunazar y de Tabnit, así como otros labrados por artistas griegos. La acrópolis de Sidón conserva restos arquitectónicos de la segunda mitad del II milenio a. C., además de otros helenístico-romanos. Allí hubo probablemente una residencia oficial asiria y otra persa, esta última estructurada a manera de palacio aqueménide. Cerca de Sidón, en Bostan esh-Sheikh, se hallaba el Templo de Eshmun, con restos de época neobabilónica, y cuya técnica constructiva recuerdan las ziqqurratu mesopotámicas. Excavado por M. Bey y M. Dunand, ha proporcionado columnas, una cella dedicada al dios Adad, el trono de Astarté, flanqueado por esfinges y rodeado de leones, así como otras piezas escultóricas. Durante el período aqueménida el templo sufrió una gran remodelación, levantándose un macizo podio (60 por 40 m) sobre el cual se construyó un templo en mármol, luego reformado en época helenística. Lamentablemente, casi nada queda de la Tiro fenicia, construida sobre dos islas que fueron unidas entre sí y luego conectadas a tierra firme por un dique, pues las sucesivas construcciones romanas, bizantinas y medievales destruyeron o desfiguraron su arquitectura autóctona, que hubo de ser floreciente al decir de Estrabón. Gracias a diferentes textos, conocemos la disposición de la ciudad: constaba, según A. Poidebard, con dos puertos marítimos, así como con un magnífico templo dedicado a Melqart, levantado por Hiram I (969-936 a. C.) en una de las islas cercanas. Su frontis, al decir de Flavio Josefo, estaba precedido por dos columnas o estelas labradas respectivamente en oro y esmeralda. Era de planta rectangular con vestíbulo, antecella y cella dispuestos en eje longitudinal. Su tipología, según ha apuntado A. Ciasca, era de origen claramente sirio, la típica de la Edad del Bronce y de pleno uso en Ebla, Alalakh, Tell Fray y Emar. Las excavaciones de M. Chénab en el sector donde se levanta la Basílica de los Cruzados han localizado restos de carácter público que han sido identificados como pertenecientes al indicado Templo de Melqart. Otra de las islas cercanas a Tiro contaba con otro importante templo, dedicado a Baal Shamém, divinidad asimilable al Zeus griego. Las fuentes aún recogen otros templos tirios en tierra firme: el de Astarté y otro de Melqart, mucho más antiguo éste que el antes indicado de la isla. La ciudad, que tanto debió arquitectónicamente hablando a Hiram, contó con una sólida muralla, torres y puertas de acceso, según podemos conocer por uno de los relieves asirios de las broncíneas Puertas de Balawat, en el cual aparece Tiro rodeada por un soberbio recinto amurallado, o por los relieves de Khorsabad. De sus necrópolis se conocen aún pocos datos: Qasmieh, Joya, Khirbet Silm y Tell er-Rachidiyeh han facilitado tumbas de pozo y fosas simples, aptas para la inhumación y la incineración. En la antigua Sarepta, hoy en las cercanías de la actual Sarafand, a unos 10 km al sur de Sidón, han aparecido estructuras urbanas e industriales que manifiestan la importancia comercial de tal enclave fenicio, en contacto con Micenas y Chipre. Son de interés dos capillas (una sobre las ruinas de la otra) con plantas totalmente distintas. La más antigua, dedicada a Tanit-Astarté, con muros de piedra, en pleno uso en los siglos VIII-VII a. C., tiene planta rectangular 6,40 por 2,50 m) y contó con mesa de ofrendas y bancos corridos en tres de sus lados; los restos votivos consisten en objetos típicamente fenicios (marfiles, cerámicas, terracotas, amuletos, etc.). Tell Amrit (Siria), la antigua Marato, situada también en un promontorio, ha proporcionado restos de su asentamiento fenicio. Su santuario, e1 todavía llamado hoy el Ma´abed, del que se han hallado multitud de fragmentos arquitectónicos, se excavó en gran parte en la propia roca. Dispuesto un amplio patio (48 por 55 m), en la parte central se había aislado un cubo rocoso sobre el cual se levantó a finales del siglo VI a. C. una minúscula capilla o tabernáculo (3,50 por 3,80 m), dedicada probablemente a un dios curandero (Shadrapa o Eshmun), con entrada porticada. Mucho más divulgada ha sido su necrópolis, una de las pocas que ha conservado parte de los monumentos sepulcrales, verdaderos mausoleos, que se alzaron sobre los hipogeos. Entre ellas destacan tres meghazil, o torres-columna, de forma cilíndrica y de elegantes proporciones. Una de ellas (9,50 m de altura) presenta zócalo cuadrado sobre el que se sitúa un basamento o pedestal circular, levantado directamente sobre la tumba-pozo, formada por tres habitaciones y a la que se accedía por una escalera abierta en las cercanías. Externamente, pueden verse en el monumento tres sectores: el pedestal circular, adornado con cuatro protomos de león; el cuerpo cilíndrico finalizado con decoración almacenada; y una cúpula sobre cuerpo cilíndrico de menor diámetro que termina con una franja almenada, similar a la del segundo sector. La datación de estos monumentos se sitúa entre los comienzos de la dominación persa y el primer período helenístico. Dignos de ser remarcados son el complejo sagrado de Ain el-Hayat, de parecida estructura al de Tell Amrit y el "santuario tipo tofet" (aunque este tipo de construcción sólo se ha documentado en occidente) de Tell Suqas, quizá la Shukshu del Bronce Reciente, al sur de Ugarit, con una simple pieza cuadrangular y fosa para los sacrificios.
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Mención especial hemos de hacer de la Capilla Real por lo que supone a nivel político-ideológico. El establecimiento del conjunto funerario de la monarquía dotaba a la ciudad de cierto prestigio en el contexto nacional. Se trata de una obra maestra de la arquitectura conmemorativa gótica que funcionaría como elemento anexo a la proyectada catedral, instituyéndose en una capilla funeraria de proporciones desusadas, pese a la sanción crítica a que se vería sometida por el emperador Carlos: "...estrecho sepulcro para la gloria de mis abuelos". La elección arquitectónica está muy determinada por la voluntad contenida en los documentos fundacionales y las disposiciones que para sus exequias y enterramiento dictará la reina Isabel rehusando toda solemnidad, planteamiento muy acorde con una religiosidad medieval de fuerte inspiración franciscana. Esto, unido a la rigurosidad y sencillez de Cisneros, explica el que se elija para la capilla sepulcral el modelo de las iglesias de frailes mendicantes, que gozaba de gran popularidad y del favor de los monarcas fundadores. Ante estas opciones se comprende el descontento del arquitecto Enrique Egas y aún más el de un cortesano celoso del prestigio político de la monarquía e innovador de las artes, como era el conde de Tendilla, visitador real de las obras. Este intentará ampliar la Capilla y enriquecerla con un cimborrio en 1509, sin conseguirlo. Las obras figuran como acabadas en 1517 aunque en realidad se continuaría trabajando hasta 1521, año del traslado de los féretros de los Reyes Católicos desde la Alhambra, primer enterramiento, a la Capilla Real. Llegado este momento, las tesis de la nobleza habían obtenido su fruto, consiguiendo la entrada de la nueva poética renacentista en los círculos de la corte. Esto permitirá contratar a Fancelli para la realización del cenotafio de los Reyes Católicos. El artista había conseguido tras realizar el sepulcro del arzobispo don Diego Hurtado de Mendoza, el encargo para el del príncipe Juan en la iglesia de Santo Tomás de Avila y, por fin, el de los reyes para Granada. El impacto del nuevo estilo se dejará sentir definitivamente con la instalación del nuevo monarca, Carlos V. Su intervención se inicia con una tímida censura hacia la estrechez, que ya referimos, de los proyectos fundacionales de sus predecesores con la salvedad del Hospital Real. El emperador intentará un reequipamiento de las edificaciones, conformándose en la Capilla Real un programa decorativo que le instituye en el crisol del clasicismo posterior. Entendamos, en este sentido, la presencia de Alonso Berruguete, Francisco Florentín, Bartolomé Ordóñez, Pedro Machuca, Diego de Silóe y Jacobo Florentino. Las innovaciones se deciden en la corte hacia 1519 en Barcelona y Zaragoza. Se contratarán nuevas obras que tienen por objeto engrandecer el mausoleo que ahora iba a acoger a los primeros Austrias, Felipe y Juana. El plan inicial es una continuación de cuanto se había ejecutado en la Capilla; un nuevo cenotafio destinado a doña Juana y Felipe I el Hermoso para ocupar su lugar en el crucero junto al de los fundadores, será realizado por el burgalés Bartolomé Ordóñez. El encargo es hecho en 1519 por Alonso de Fonseca en Barcelona, iniciándose así el relevo de los grandes decoradores italianos en la iniciativa de nuestro arte. Ordóñez aportará, frente al carácter conservador de la obra de Fancelli, las innovaciones que se habían impuesto durante el siglo XVI en Italia, donde el escultor acababa de triunfar.
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En lo que respecta a la Península Ibérica, probablemente hay que referirse a las experiencias del maestro Mateo en la zona baja del Pórtico de la Gloria, la mal llamada Catedral Vieja, como punto de partida en nuestro periplo por la primera arquitectura gótica. El gótico propiamente dicho tardará aún unos años en hacer su aparición y no surge como resultado de los ensayos realizados en nuestra geografía. Se trata de un fenómeno de colonialismo artístico que va a afectar a Castilla desde mediados del siglo XIII, y a la Corona de Aragón y Navarra unos años más tarde.Tres centros destacan en el primer caso: Toledo, Burgos y León (todos ellos sedes episcopales; el primero, Sede Metropolitana). Más o menos contemporáneamente, las dos primeras ciudades emprenden la construcción de su catedral; León, unos treinta años más tarde, la suya, pero entre todos los proyectos existe un común denominador: la personalidad de los obispos que son sus impulsores decididos. A ellos puede sumarse la abortada catedral gótica de Santiago de Compostela, de la que se comenzó la cabecera. Ximénez de Rada de Toledo y Mauricio de Burgos, conocían Francia, y París en particular. Es factible presumir que fue allí donde establecieron contactos con los maestros idóneos para conducir las fábricas de sus catedrales. Además, entre sí estaban relacionados. Aunque la primera que se comienza es la de Toledo se concluirá antes, quizás por su menor complejidad, la de Burgos. El inicio de las obras en la primera se sitúa en torno a 1222-1224. Se planteó una iglesia de cinco naves con doble girola y sin transepto marcado al exterior, según el modelo seguido inicialmente en Notre-Dame de París, toda ella de una gran monumentalidad. La cabecera, el ámbito más complejo por la necesidad de resolver adecuadamente los empujes y contrarrestos de la estructura, constaba ya de quince capillas en 1238. Pero la muerte de Ximénez de Rada en 1248, supuso una clara ralentización de la obra. En los últimos años del siglo XIII, la iglesia está aún por terminar y data del siglo XIV su conclusión definitiva. Aunque Toledo responde, en planta, a un modelo foráneo, las soluciones adoptadas en lo que a elevación de muros y proporciones del alzado en general se refiere, nada tienen que ver con él. Es significativa de esta acomodación, incluso el uso de los arcos polilóbulos en la zona de los triforios de la girola, de intenso sabor musulmán. La catedral de Toledo, si bien es la empresa de carácter monumental más ambiciosa de las emprendidas a lo largo del siglo XIII en nuestra Península; si también constituye un testimonio irrefutable de la voluntad de adaptar de un modelo foráneo a la tradición local (la despreocupación por lograr una estructura esbelta, en sintonía con lo francés, es total), no es un edificio redondo, porque, probablemente, lo segundo no acaba de funcionar. La catedral de Burgos no puede desligarse de la personalidad de su más directo promotor: el obispo Mauricio, también familiarizado con Francia, de donde debió de traer al maestro que se hizo cargo de la dirección de los trabajos. Aunque se poseen datos sobre los artífices que se sucedieron en la maestría (maestro Enrique, Juan Pérez), ignoramos el nombre del primero de ellos. En 1222 se procedió a la colocación de la primera piedra. Las obras avanzaron con una cierta rapidez, pues, en 1238, al morir el prelado, se le entierra ya en el coro. Entre 1243 y 1260 se documentan nuevas peticiones de indulgencias a la Santa Sede para la contribución a la fábrica. Indudablemente deben corresponder a la continuación de las obras, aunque en la última fecha sólo quedarían pendientes las bóvedas y ciertas zonas de las partes altas.La planta adoptada en Burgos es mucho más simple que la de Toledo. Corresponde a una iglesia de tres naves en la zona de los pies, con un transepto marcado hacia el exterior de una sola nave y girola. Si en la concepción general, la cabecera de Burgos recuerda la francesa de Coutanges, en el alzado de las naves la proximidad mayor se establece con Bourges. Se ha insistido, por ello, en identificar al primer maestro anónimo de Burgos como francés y se le ha supuesto conocedor, por su itinerancia, de las diversas fábricas a las que habría recurrido para organizar la de la catedral castellana, mucho más francesa en líneas generales que la de Toledo, en especial por las proporciones del alzado. Existieron tres portadas: dos en los brazos del crucero y una triple en los pies. Las primeras se integraron en un hastial organizado según las pautas más genéricas del norte. Había que partir del profundo desnivel existente entre el lado norte y el sur, de modo que en este último, se dispusieron tres niveles: puerta con una zona ciega superior bastante amplia, rosetón y parte alta; en el norte, la distribución fue la que sigue: puerta, sobre la que inmediatamente se sitúa un gran ventanal, y parte alta. En lo concerniente a la fachada occidental, fue concebida según el modelo francés canónico. Incluía torres a ambos extremos integradas en la fábrica. Desgraciadamente ha perdido sus puertas primitivas. La construcción de la catedral de León, la más francesa de todo este grupo, se comenzó bastante avanzado el siglo XIII. Su inicio debe situarse con posterioridad a 1255 y contó con el propio obispo de la sede y con el rey Alfonso X, como valedores principales. Este último, en 1277, concedió exención de impuestos a los veinte canteros, al vidriero y al herrero que trabajaban en la fábrica, por todo el tiempo que permanecieran vinculados a ella. La planta de León, en lo que respecta a la organización de la cabecera, recuerda muy de cerca a Reims, por su hipertrofia. Tiene tres naves en los pies, un transepto marcado espacialmente y girola. Para su alzado, en cambio, se ha recurrido a las novedades presentes en Amiens, en lo concerniente al vaciado del triforio que se convierte por ello en una nueva entrada de luz. León en este sentido es la catedral española que sintoniza más con los presupuestos de la estructura diáfana francesa, a lo que contribuyen directamente las magníficas vidrieras conservadas en su mayor parte. Durante el siglo XIII, contemporáneamente a estas grandes fábricas, se concluyen determinados monasterios cistercienses, a la par que se instalan las primeras casas mendicantes en nuestra Península. Si estas últimas no son relevantes todavía, desde el punto de vista arquitectónico, en la órbita del Císter sobresale el refectorio de Santa María de Huerta que se fecha en torno a 1220-1230. Aunque en planta no se detecta variación alguna respecto a la disposición usual, la cubierta, resuelta con bóvedas sexpartitas y el muro del fondo de la sala concebido como una superficie transparente, son testimonio irrefutable de que los planteamientos globales están muy alejados del mundo románico. En el área de la Corona de Aragón, a finales del siglo XIII principios del XIV se comienzan las fábricas góticas de las catedrales de Barcelona, Gerona y las de numerosas iglesias parroquiales de variable importancia. El modelo que se sigue en los proyectos más monumentales es el de tres naves con deambulatorio, transepto marcado sólo espacialmente, y capillas entre los contrafuertes a lo largo de todo el perímetro. La catedral de Barcelona es la que responde más a este modelo porque se concluye según el plan previsto, no así la de Gerona que acaba sustituyendo a finales del siglo XIV las tres naves planteadas inicialmente por la nave única. Distintos arquitectos activos en Cataluña en los primeros años del Trecento, nos informan de la vinculación de esta zona en el plano arquitectónico a la Francia meridional. Jacques Faveran, que puede ilustrar lo apuntado, llega a Gerona desde Narbona donde ha sido maestro mayor. En cambio, el arquitecto más sobresaliente dentro del siglo XIV parece de origen catalán. Se trata de Berenguer de Montagut, artífice de la iglesia de Santa María de la Aurora de Manresa y de Santa María del Mar de Barcelona. Este último edificio, el más logrado de todos cuantos se erigieron en el Levante peninsular durante los siglos medievales, es un paradigma de armonía. Las proporciones y esbeltez de los pilares que dividen la iglesia en las tres naves preceptivas, no tienen parangón y constituyen el mayor acierto del maestro, por cuanto convierten las tres naves en un espacio continuo sin casi interrupciones. Frente a esta fábrica, el interior de la catedral de la Barcelona y el de algún otro edificio contemporáneo levantado según las pautas usuales es poco luminoso y resulta sombrío.
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Ya hemos dicho anteriormente que la arquitectura de los iberos no responde a lo que sucede en otras sociedades similares de la cuenca del Mediterráneo, concretamente a las sociedades clásicas griega y romana. En el área ibera lo más sobresaliente en cuanto a arquitectura son las fortificaciones y murallas de los poblados. En este sentido cabe resaltar las palabras de Tarradell: "No se ha identificado nunca en los poblados o ciudades el doble tipo arquitectónico que constituye su aspecto más monumental desde las civilizaciones del Próximo Oriente, pasando a las altas culturas mediterráneas: el templo y el palacio". En la urbanística resalta la pobreza de los poblados ibéricos, hasta tal punto que para algunos investigadores no existió una arquitectura ibérica, sino que debió tratarse de un desarrollo urbanístico incipiente que fue cortado por las conquistas bárquida y romana. A partir de los estudios de García y Bellido sobre los yacimientos arqueológicos conocidos en su época y de las síntesis y descubrimientos posteriores (es muy interesante el estudio de Presedo citado en la bibliografía) sabemos que en la construcción los iberos utilizaron la piedra, el adobe y la madera. Los restos de construcciones de piedra son los más abundantes de los hallados en los poblados ibéricos, pero tiene una posible explicación natural por tratarse del material más duradero de los empleados. Los tamaños de las piedras varían, desde los bloques monumentales a pequeños cantos, y lo mismo la técnica de colocación, desde la simple mampostería hasta paredes realizadas con bloques perfectamente labrados. Sabemos que el adobe fue utilizado con profusión dentro de la arquitectura del mundo ibérico, sin duda, como piensa Presedo, porque no debemos olvidar que en la mayor parte de los casos estamos hablando de la España seca y de zonas en donde la piedra se utilizaba para los cimientos, pero después la parte superior de las paredes se hacía de adobe. No obstante, por su propia naturaleza es bastante difícil detectar en las excavaciones esta situación. También se empleó el tapial y tenemos noticias de abundantes restos de madera en tumbas y poblados de época ibérica. Las soluciones arquitectónicas de los iberos fueron de lo más normal, el dintel y el arquitrabe, aunque sabemos que hay algún intento de cerrar un espacio con piezas de pequeño tamaño, como sucede en la puerta de la tumba 75 de Galera en la que se utilizan para cubrir un vano dos dovelas y una clave. En alguna ocasión hay también falsos arcos y falsas bóvedas realizados por aproximación de hiladas. Como ejemplo importante de arquitectura ibérica debemos citar Pozo Moro, bien conocido y estudiado por M. Almagro Gorbea, yacimiento que evidencia la existencia en el Sudeste de monumentos ibéricos de gran tamaño decorados con estatuas y relieves. También en Lacipo hay restos de un monumento del mismo tipo y quizás muchas de las piezas que se hallan en los museos procedan de monumentos similares que no se encontraron en tan buen estado de conservación. Otro monumento funerario ibérico de gran perfección técnica es el de Toya, que no es el único de los existentes en la necrópolis de la que formaba parte. Hay, así mismo, algunos ejemplos de monumentos pertenecientes a la arquitectura religiosa, aunque no haya sido éste el elemento fundamental de la arquitectura ibérica. No obstante hay (o mejor, ha habido, por la destrucción de que ha sido objeto) un ejemplo impresionante de santuario, el templo del Cerro de los Santos, descubierto en 1830 y cuyas piedras, como las de tantos otros edificios de época antigua e incluso medieval o moderna, fueron utilizadas con profusión en las construcciones modernas de los alrededores. Hay otra serie de santuarios que, aunque desde el punto de vista religioso tienen gran importancia, desde el punto de vista arquitectónico apenas son dignos de mención: El Cigarralejo, La Serreta de Alcoy, etc.
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Hacia el 1250 a. C., con la llegada primero de los hebreos y la de los filisteos (los "peleshet" de los Pueblos del Mar) después, el país sufrió la desaparición de numerosas ciudades cananeas y a la postre la de su civilización. Los hebreos, guiados por sus "jueces", iniciaron el gobierno del país bajo los planteamientos de una sencilla civilización que naturalmente carecía de sensibilidad artística; sin embargo, pronto aceptaron lo cananeo anterior, aunque dándole una clara impronta fenicia, que se dejó sentir profundamente. Saúl (1040-1010 a. C.), primer rey del Estado palestino, construyó en Gabaa, la primera capital del reino, un palacio fortificado, identificado por W. F. Albright en Tell el-Ful. Sin embargo, David (1042-972 a. C.) prefirió Jerusalén como capitalidad, lugar que fortificó adecuadamente y en el que construyó su propio palacio, aún no localizado. El rey de Tiro le envió, según relata la Biblia, maderas, carpinteros y canteros para su realización. Tampoco nos ha llegado nada de las construcciones de Salomón (970-931 a. C.), que conocemos por la Biblia. Según esta fuente, su palacio, cuya edificación duró 13 años, estuvo al lado del Templo de Yahweh, sobre el mismo terraplén. De acuerdo con lo transmitido por el "Libro de los Reyes" (I Rey. VII, 1-12), este edificio palatino contó con cuatro series de elementos: la Casa del bosque del Líbano -nombre tomado por sus 45 columnas de cedro-, a modo de sala hipóstila (55 por 27,50 m; altura, 16); un vestíbulo de espera, precedido de un pórtico con columnas y gradas; el Salón del trono -donde juzgaba desde su trono de marfil-, con paredes recubiertas con planchas de cedro, y, finalmente, los apartamentos privados del rey y de la reina y el harem real. La construcción más importante fue, sin embargo, el Templo de Yahweh, levantado con materiales y operarios facilitados por Hiram, rey de Tiro, en la colina nordeste de Jerusalén, ocupada en la actualidad por la Mezquita de Omar, colina de larga tradición teofánica. Dicho templo (36,50 por 11 m; altura, 17) era en realidad un gran santuario, en cuya puerta existían dos columnas huecas de bronce de 9,90 m de altura y 2 de diámetro, llamadas Yakin y Bo´az. La estructura del santuario constaba de tres partes: el vestíbulo o "ulam" (5,50 por 11 por 16,50 m), el santo o "hekal" (22 por 11 por 16,50 m) y el santísimo o "debir", reservado exclusivamente al sumo sacerdote. Por los lados se hallaban adosadas otras dependencias secundarias. En su interior se guardaba el Arca de la Alianza, custodiada por dos magníficos querubines de madera revestida de lámina de oro. En el patio anterior del templo se hallaba el altar de los holocaustos (har´el) y el llamado mar de bronce, recipiente con capacidad para 787 hectólitros de agua destinada a las purificaciones rituales. Entre las residencias provinciales de esta época de unificación política del país hay que fijarse nuevamente en Megiddo. Allí (nivel IV B) se levantó una construcción que ha recibido el nombre de Palacio, aunque no gobernase en ella ningún rey independiente. La misma, sede de algún gobernador, rodeada por un muro con pilares de piedra de excelente aparejo, entre paños de mampostería, cubría una superficie considerable (23 por 21,50 m). Contaba con un patio central sobre el que se abría un edificio de dos pisos coronados por una torre. Una de sus instalaciones era remarcable: las llamadas cuadras de Salomón (55 por 22,50 m), descubiertas por P. L. O Guy, y capaces de albergar un considerable número de caballos. Megiddo contaba todavía con otra extraordinaria obra de ingeniería: el pozo de agua subterráneo y el subsiguiente túnel hasta el manantial de abastecimiento, para lo cual se hubo de excavar profundas y largas galerías. A partir del año 931 a. C. se produjo la división del reino palestino en dos dinastías que se repartieron el territorio (Israel y Judá). En el reino de Judá, al sur, la ciudad de Jerusalén apenas sufrió modificaciones. Algunas citas bíblicas aluden a pequeñas reformas en el Palacio de Salomón, pero la realidad es que se ignora todo lo relacionado con las actividades arquitectónicas. En cambio, en el norte, en el reino de Israel, sus reyes tuvieron que improvisar incluso la capital -cuya situación se ignora- estableciéndose, pasados unos años, en Samaría. Jeroboam I (931-910 a. C.) se instaló en Siquem (Tell Balatah), pero en tal enclave las excavaciones no han localizado lo que pudiera haber sido palacio real; luego pasó a Penu'el (Transjordania) y, finalmente, optó por Tirsah, enclave que fue identificado por R. de Vaux -siguiendo una teoría de W. F. Albright- con Tell el-Fara'ah, cerca de Nablus. Allí se ha descubierto una importante construcción que parece no se acabó de edificar del todo. Esa circunstancia ha hecho pensar en que sus sucesores abandonaron el lugar. Sea como fuere, con Omrí (885-874 a. C.) la residencia real se situó en Samaría (I Rey. XVI, 23-24), lugar en el cual el propio rey adquirió una colina sobre la que levantó un edificio palacial, construido por operarios fenicios, pero siguiendo trazas asirias. Esta ciudad fue también capital con Acab (871-851 a. C.) y con Jeroboam II (793-753), quienes ampliaron el palacio, añadiendo en él sus propios aposentos. Acab rodeó el recinto con una muralla con casamatas, levantando en el ángulo sudeste una potente torre-vigía cuadrangular; por el sector occidental, Jeroboam II levantó otra, pero de planta circular, a fin de proteger sus dependencias, situadas en aquel sector. También en Yizre'el existió una residencia real, tal vez Palacio de invierno de los reyes de Israel.