El antiguo reino de Gujarat sigue siendo en la actualidad uno de los Estados más ricos de India, gracias a la fertilidad de su suelo y a su idónea ubicación para el comercio marítimo por el mar Arábigo. El clan rajput de los Solanki, descendientes de los Chalukya, dominarán el Gujarat hasta el año 1200 en que los ghóridas del Delhi anexionan su territorio. La mayoría de estos príncipes estuvieron asesorados por ministros jainas e incluso alguno de ellos llegó a convertirse al jainismo. No es, pues, extraño que muchos de los nagara del Gujarat estén dedicados a este culto. En el año 1031 y bajo el reinado de Bhimadeva I, su ministro jaina Vimala Sha, después de una cruenta campaña, quiso expiar la sangre que había vertido patrocinando la construcción de un templo en Monte Abu (actualmente en la frontera de Rajasthan; montaña sagrada del Gujarat ya citada en el "Mahabharata" y uno de los centros de peregrinación jaina más importante de la India del norte). Vimala Sha se vio obligado a cubrir con monedas de oro el lugar de la futura edificación, para obtener el permiso de los sacerdotes hindúes que dominaban la zona. Tampoco escatimó el precio del material, un magnífico mármol blanco translúcido, tan fino que alcanza efectos táctiles y cromáticos de marfil. La tradición cuenta que el ministro pagaba a los escultores con el mismo peso de oro en polvo que de mármol pulverizado, procedente de toda su labor de pulimentación. El templo, dedicado a Adinath (1? tirthakara), suscita más la admiración desde el punto de vista escultórico que arquitectónico, a pesar de ser uno de los nagara que más cuidadosamente equilibra masa, espacio y luz, siempre con una rigurosa técnica arquitectónica. Se levanta en medio de un patio rectangular cerrado por un pórtico corrido, adintelado, al que se adosan 59 capillas, que cobijan otras tantas imágenes de tirthakaras. El templo propiamente dicho presenta unificadas la sala y la antesala del dios con un muro de cerramiento; sin embargo, la mandapa, concebida como una sala de danza, es un espacio abierto, rodeado de ocho pilares y centralizado por una cúpula achatada, que constituye una de las claves del arte jaina. Desafiando las posibilidades estáticas, los ocho pilares sostienen el arquitrabe octogonal sobre el que se levanta esta cúpula achatada, construida a base de capas concéntricas en un complejo sistema de aproximación de hiladas y de empujes horizontales, que descansan en una red interminable de arquitrabes hasta las otras estancias. En general, los templos jainas del Gujarat abandonan el bosque de columnas para engalanarse de guirnaldas. A este efecto de petrificación vegetal se suman las cúpulas, que reproducen mandalas florales. Dos siglos después, otros dos hermanos y ministros jainas (Tejapala y Vastupala) mandaron construir otro templo anejo con idénticas características; esta vez dedicado a Neminath, el 22.° tirthakara. Esta moda cundió en el Gujarat, y ya no sólo los ministros sino también los príncipes y los ricos mercaderes jainas patrocinaron la construcción de templos, todos en mármol blanco y bajo las mismas premisas arquitectónicas, aunque cada vez más amanerados en su tratamiento escultórico. Es el caso de los templos de Achalgarh, Jalor, Nagka, Kumbharia, Citorgar, Ranakpur, Gimar y Palitana. Palitana es la ciudad sagrada del jainismo en el norte de India (Sravanabelgola, Mysore, en el sur) y ha seguido edificando templos desde entonces hasta la actualidad. Otro de los nagara representativo de este estilo es el templo de Surya en Modhera (a unos 100 km al norte de Ahmadabad, actual capital del Gujarat). Es un templo hindú dedicado a la divinidad solar, como el de Konarak, pero construido en el siglo XI, siguiendo el estilo de los jaina de Monte Abu. Modhera fue un lugar sagrado ya (siglos VI-VII) para los Chalukya, que excavaron un lago flanqueado de ghats (plataformas escalonadas para la incineración) y capillas funerarias. Posteriormente y junto al lago, los Solanki construyeron este nagara del que, desgraciadamente, sólo quedan los muros de la sala y antesala del dios, y la mandapa exenta como pabellón hipóstilo. Todo el conjunto ha perdido sus cubiertas exteriores y, a pesar del esfuerzo del Archaeological Survey of India, apenas sobreviven algunas bóvedas interiores. Además de la consabida destrucción islámica, el edificio ha sufrido un gran deterioro debido a algunos temblores de tierra y, principalmente, a la mala calidad del material con el que fue construido: una blanda arenisca de grano muy grueso fácilmente desmigajable. El plano de la mandapa, exenta (destinada a la danza), tiene forma de cruz griega, que multiplica sus ángulos y adelanta sus cuatro brazos a base de pórticos sobre columnas. Las columnas interiores, totalmente cubiertas de apsaras (bailarinas celestes) y demás iconografía festiva dentro del estilo hinduista del siglo XI, soportan una bóveda central a 7,50 m de altura. La bóveda, una enorme mandala floral, vuelve a resolverse sobre un arquitrabe octogonal a base de aproximación de hiladas. La cubierta exterior, en ruinas, adoptaba una forma piramidal, en saledizo que contrarrestaba su empuje vertical a base de múltiples contrafuertes. Dichos contrafuertes se denominan urushringa y son característicos de la arquitectura gujaratí. Imitan en pequeña escala la forma de los sikara y, a partir del siglo XI, empiezan a difundirse por todos los reinos rajput, igual que ocurría con las mandapas exentas de la Rajputana. El edificio principal es de planta rectangular (26 m x 16 m) y engloba en un único espacio interior la sala y la antesala del dios. Al exterior las cubiertas, hoy totalmente destruidas, sí diferenciaban un sikara sobre el sancta sanctorum, y una cubierta piramidal en saledizo sobre la antesala. La decoración interior es escasa, apenas algunas imágenes de Surya en nichos regularmente repartidos, aunque la puerta de acceso está profusamente decorada a base de guirnaldas florales, que pueden recordar arcos polilobulados, sin que ello suponga ninguna influencia islámica, mucho menos en fecha tan temprana. Esperemos que en un futuro próximo los trabajos de reconstrucción, que se vienen realizando acertada pero lentamente, se aceleren hasta el punto de ver completas todas las cubiertas exteriores, pues todo el recinto está salpicado de piedras originales. Que este templo de Surya en Modhera sirva no sólo para cerrar dignamente este apartado del Arte Rajput del Norte, sino también como magnífico ejemplo indio de monumento histórico artístico.
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El primer estilo, documentado hoy no sólo en Italia sino en España y en otros países, algunos tan distantes como Grecia, Turquía, sur de Rusia e Israel, es puramente arquitectónico, sin más aspiraciones figurativas que algunos casos anecdóticos de escasa entidad. La pared sigue siendo pared, aunque de aspecto muy suntuoso, como inspirada en los paramentos revestidos de mármoles y jaspes de los palacios helenísticos. Invariablemente se encuentra en su parte baja un zócalo liso, monocolor, por lo general amarillo. Sobre él se suceden ortostatos e hiladas de sillares modelados en el estuco pintado que recubre la modesta fábrica del muro. Las puertas y las pilastras que decoran los rincones y segmentos de muros de las salas contribuyen a reforzar la impresión de solidez arquitectónica de las paredes. Los sillares presentan una orla ancha, rehundida en sus bordes, como si fuesen almohadillados, y tonalidades distintas, alternadas: amarillas, rojas, negras, azuladas, jaspeadas, moteadas, como se ve en los atrios y peristilos de la Casa del Fauno y en la de Salustio, de Pompeya. Como marco de esta parte noble de la pared se encuentra en lo alto alguna moldura de estuco, sencilla o articulada (dentículos, cable, meandros, cimacio lésbico, etcétera). Por último, una franja continua de color azul sugiere el cielo diurno. Los comienzos de este primer estilo están ampliamente documentados en el mundo helenístico a partir del siglo IV (Macedonia, Atenas, Thera, Delos, Priene, Pérgamo, Magnesia, Alejandría...) pero su apogeo se produce en época tardía, y concretamente en Pompeya en la segunda mitad del siglo II y primer tercio del I.
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Orissa se caracteriza fundamentalmente por la yuxtaposición de volúmenes, y por la valoración del muro, frente al soporte, como medio de descarga del peso de las cubiertas. La yuxtaposición de volúmenes es tan rígida que, en planta, las estancias están solamente unidas por un pasillo muy estrecho y, en alzado, las cubiertas se perfilan separadas definiendo muy nítidamente el lugar que cubren. Los muros, gruesos y macizos, sin vanos, producen un efecto exterior de gran solidez y explican la escasa visibilidad, la profunda sacralidad que transmiten sus estancias. El material que abunda en Orissa es una arenisca rojiza muy oscura, que cuando se moja adquiere un brillo y un efecto visual broncíneo; es muy porosa y relativamente fácil de labrar, por lo que el tratamiento escultórico cubre toda la superficie del templo, aligerando la pesadez de los muros, hasta convertirlos en un auténtico encaje pétreo. El primer gran ejemplo de nagara característico de Orissa lo constituye el conjunto de templos de Bhubaneshwar, ciudad que ha capitalizado desde entonces esta región. Entre los cientos de templos, todos ellos consagrados al culto de Siva, podemos destacar el templo de Mukteshwara (finales del siglo X), construido bajo el patrocinio de los príncipes Somavamshi, por su perfecta armonía entre la proporción arquitectónica y la decoración escultórica. Especialmente famosa es su torana o pórtico que permite el acceso al recinto, gracias a la exquisita labra de la arenisca y a la actitud desenfadada de las apsaras (bailarinas celestes) que lo decoran. Un poco más tardío (siglo XI) y de mayor altura (18 m), el templo de Brahmeshwara sirve de magnífico ejemplo a la hora de explicar la plasmación práctica de un mandala arquitectónico; el juego geométrico de su planta y de su alzado son una de las más bellas realizaciones de los Vastu-Sastras. También la escultura, que decora el templo tanto exterior como interiormente, es otra muestra excepcional del estilo que caracteriza los siglos XI y XII; el triunfo de lo cotidiano mezcla con increíble soltura jalys o monstruos zoomórficos (en este caso gaja-vyala o asociación de león-elefante), nagas o divinidades fluviales (mitad hombre, mitad serpiente), apsaras celestiales, yakshis de los bosques, mithunas eróticos y una gran diversidad de divinidades, que parecen todas participar del carácter de la Gajalakshmi o diosa de la alegría, que preside la puerta. El gran protagonista de Bhubaneshwar es el templo de Lingaraja, advocación de Siva como rey del lingam (símbolo fálico y potencia creadora). Representa el momento de esplendor (segunda mitad del siglo XI) del estilo de Orissa: un gran recinto (aproximadamente 1 hectárea, desgraciadamente inaccesible a los no hindúes) en el que se multiplican los volúmenes arquitectónicos, que parecen emanar del colosal sikara central (más de 50 m de altura). El conjunto produce un fuerte efecto de vibración orgánica y, a pesar del aparente caos, todos los edificios se ubican y crecen siguiendo el rígido urbanismo de los Vastu-Sastras; es una muestra palpable de cómo lo divino trasciende el pobre orden humano. En Puri, en la costa, a 62 km de Bhubaneshwar, se levanta otro importante protagonista del arte de Orissa: el templo de Jagannatha (del siglo XII y reconstruido en el XIV), dedicado a Vishnu -algo bastante excepcional en el culto de Orissa-. El Jagannatha o maestro del mundo recoge un ancestral culto a Krishna (avatar de Vishnu), que congrega a millares de fieles el día de su cumpleaños (Rathayatra, en junio-julio), cuya celebración resulta una de las procesiones más coloristas y populares de toda la India Hindú. Arquitectónicamente presenta características similares al templo Lingaraja de Bhubaneshwar, aunque sus luminosas y elevadas cubiertas (de hasta 63 m de altura), realizadas en una piedra caliza local, blanca, porosa y muy ligera, le hacen merecedor del título pagoda blanca por el que lo conocen los pescadores y marinos del Golfo de Bengala. La obra maestra, que cierra el gran triángulo de oro del estilo de Orissa, es el templo de Konarak, equidistante de Bhubaneshwar y Puri. Consagrado a Surya (el sol) por el rey Ganga Narasimha (1238-1264), es uno de los himnos más grandiosos inspirados en el fervor religioso, y una de las piezas consagradas de todo el arte indio. Hay que destacar su monumentalidad (el sikara superaba los 70 m de altura), su original forma (un carro solar arrastrado por animales) y la exquisita decoración escultórica de trépano que convierte la piedra en un auténtico encaje; todo ello en una arenisca rosada de matiz broncíneo y plagado de temática erótica. Aunque el templo fue uno de los ruinosos objetivos de la iconoclastia islámica, el excelente trabajo realizado en la actualidad por el Archaeological Survey of India permite admirar este coloso en su estado original casi completamente: un pórtico monumental abre la muralla del recinto sagrado, en el que primero encontramos una mandapa exenta a modo de pabellón hipóstilo (en este caso destinada a la danza) y después, el carro procesional tirado por los siete caballos solares (el séptimo desaparecido); el carro lo constituye una plataforma sobre 20 ruedas, que soporta la jaga-mohana o antesala del dios y el garbha-grya o sancta-sanctorum cubierto por el sikara (este último prácticamente destruido aunque en restauración). De su monumentalidad y virtuosa labra dan buena idea las enormes ruedas, con un diámetro de 294 cm y cinceladas como obras de orfebrería de gran finura; sobre los radios y filos pueden admirarse, además de las retículas geométricas y vegetales, los minuciosos relieves eróticos que iniciaban al fiel en el ritual sexual, que debió ocupar un puesto relevante en el culto védico a la divinidad solar. Surya es uno de los dioses masculinos introducidos por los arios, que personifica una fuerza de la naturaleza, el sol. Su imagen de culto antropomórfica representa a un joven guerrero principesco sobre un carro tirado por siete caballos, donador de luz, calor, vida y conocimiento, según aparece descrito en el Rig-Veda. La mejor estatua de Surya (esculpida en 1240) es precisamente la imagen de culto del templo de Konarak, en clorita verde y de 189 cm de altura, que hoy preside el hall del National Museum de Nueva Delhi.
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La Rajputana o "tierra de reyes" comprende una agreste llanura entre las cuencas del Indo y del Ganges, ocupando las actuales provincias de Rajasthan, Haryana y parte de Madhya Pradesh. La Rajputana ha sido siempre el reino rajput más poderoso en cuanto a prestigio y ascendencia mítica, a pesar de ser una de las regiones menos fértiles del norte de India. No olvidemos que en esta planicie se desarrolló la gran epopeya del "Mahabharata", de cuyos héroes quieren descender los rajput. Además, la Rajputana ha sido siempre la tierra india conquistada por los guerreros invasores, la mayoría de los cuales, tras su asentamiento, son aceptados por los brahmanes dentro de la casta de los kchatryas (nobles). Es realmente de esta mezcla de guerreros aristócratas de donde surgen los 36 clanes rajput originales, entre los que destacarán los Pratihara, que consolidan su reino desde el siglo VIII al XI. Es más que probable que los Pratihara fueran descendientes de los hunos heftalitas que invadieron el imperio Gupta a finales del siglo V, estableciéndose algunos en las zonas montañosas de Rajputana. A partir del año 725 gobiernan este reino desde Ujjain, después desde Kanauj (816) y Gwalior (1000). Finalmente, a partir del año 1036 fueron masacrados por la invasión islámica de Mahmud de Ghazni. Es precisamente la conquista islámica la causa directa de la escasa existencia de arte rajputaní. Apenas unas pocas mandapas se salvaron, al servir como salas hipóstilas de oración para los islámicos, una vez cerradas en su costado occidental (hacia la Meca) por el muro de la quibla, y habiéndose destruido previamente toda su decoración figurativa. Es el caso de la vieja mezquita de Delhi, junto al Qutb Minar, en la que todavía 480 pilares reflejan la virtuosa labra de guirnaldas florales, vasos rituales y campanas de culto hindú y jaina. En Osia, cerca de Jodhpur, pueden verse las ruinas abandonadas de un antiguo complejo religioso (16 templos hindúes y jainas) construido a lo largo de los siglos VIII al XI. Los nagara de Osia permiten establecer las características del estilo rajputaní: volúmenes yuxtapuestos como en Orissa, pero valoración del soporte como en Bundelkhand. Absolutamente original es la mandapa exenta a los pies del templo; a modo de bosque de columnas profusamente decorado, destinado a la oración y a la danza sagrada, parece más un pabellón principesco que una estancia sacra. El éxito de esta mandapa aislada y principesca rebasa las fronteras de la Rajputana y, desde el siglo XI, podemos observar su influencia en Gujarat y Bundelkhand; algo más tardíamente alcanza el reino de Orissa, haciendo su presentación triunfal en el templo del sol de Konarak, ya comentado. No resulta demasiado aventurado establecer una relación entre esta mandapa sagrada y el baradari laico, al menos en lo que respecta a la estructura arquitectónica. Un baradari es una estancia exenta, de planta cuadrada o rectangular y techumbre adintelada, abierta en sus cuatro lados (sin ningún tipo de muro) y concebida como un pabellón de columnas. Puede multiplicar sus pisos en altura, disminuyendo proporcionalmente hasta lograr una estructura troncopiramidal, pero siempre respetando la columnata interior. El baradari es un edificio civil (preferentemente principesco) que se utiliza como lugar de esparcimiento y refugio del calor, gracias a su ligerísima estructura aérea en la que reina la sombra y la brisa. A pesar de su origen hindú, tuvo tal éxito en los Sultanatos Independientes (siglos XIII al XV) en el Imperio Mogol (siglos XVI al XIX) que en la actualidad pasa por ser una arquitectura islámica.
acepcion
Decoración típica de recipientes de piedra, hallados en Irán, Mesopotamia y el Golfo y pertenecientes a la segunda mitad del III milenio a.C.
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Estilo literario Sobre la calidad literaria de la Historia de la nación chichimeca, los investigadores han emitido juicios desfavorables. Así, el P. Garibay la ha calificado de afectada y, Manuel Carrera, de desaliñada66. Personalmente, me parece una obra bien planteada y redactada. En cualquier caso, es el lector quien tiene la última palabra. Un rasgo característico, exclusivo podría decirse, del libro, reside en el aire novelesco que impregna sus páginas. Como ha señalado el R Garibay67, hay verdaderos núcleos de novela, y aún de drama en sus capítulos. Otro aspecto que conviene abordar en estas breves observaciones es el del idioma original de la historia. Para no cargar el ya excesivo número de citas, me limitaré a exponer mi opinión, que se funda en un análisis lingüístico. Si tenemos en cuenta que la obra muestra un dominio perfecto del castellano (en un capítulo se usan tres acepciones del término máquina) y un deficiente conocimiento del nahuatl (vacilaciones ortográficas, dislexias, etc.), parecía lógico suponer que Ixtlilxochitl redactó la Historia de la nación chichimeca en castellano. Ahora bien, ¿como incurrió D. Fernando, un nahuaparlante, en tantos errores? La respuesta carece de dificultades: la responsabilidad recae exclusivamente en alguno de los muchos transcriptores del manuscrito. Ixtlilxochitl, ¿escritor indígena? ¿escritor español? Hemos llegado a la parte más polémica de las presentes líneas. La inclusión de la Historia de la nación chichimeca en alguna de las grandes secciones en que se divide la historiografía novohispana, plantea un sinnúmero de dificultades. Algunas facetas de la obra se acercan a la tradición histórica nativa; pero otras proceden de la prosa histórica castellana. No resulta extraño, pues, que el P. Garibay vea en Ixtlilxochitl un osado redactor de una Historia europea68 y un fiel guardián de los moldes de la vieja Anahuac69. Esta contradictoria opinión responde a una doble lectura de los escritos de D. Fernando. La primera, espontánea e inconsciente; la segunda, elaborada a partir de algunos de los muchos ismos que influyen en el pensamiento de cualquier científico social. En mi opinión, el P. Garibay aceptaba el predominio del osado redactor sobre el fiel guardián; pero como el benemérito sacerdote, además de mexicanista e indigenista, era autor de una historia de la literatura nahuatl, indianizó a nuestro cronista. Para ello, nada mejor que recurrir al nepantlismo70, ese precioso neoaztequismo creado por Miguel León-Portilla que sintetiza las nefastas consecuencias de la transculturación en un solo término. En el alma compleja de este mestizo arde más la llama de los pasados historiadores que la conocida cultura literaria o griega. Es, por lo mismo, uno de los ejemplos más preciosos de la manifestación del trauma de la Conquista; bajo los aparentes modos de Europa, de España para mayor exactitud, sigue dominando el espíritu de Tetzcoco, no desemejante al de Tenochtitlan71. Frente a las posturas que cargan las tintas en la herencia nativa de Ixtlilxochitl, Gloria Grajales, menos radical, hace un tímido intento reivindicar la parte castellana del tetzcocano. Sin embargo, este loable propósito no se concreta, pues el choque cultural sigue presente en las tesis de la investigadora. Así, D. Fernando será amigo y opositor de los españoles conquistadores, pese a que su contacto con los cultos misioneros de Santa Cruz, que le enseñaron a conocer, a vivir y a sentir a la manera europea72. Si se amplía la grieta abierta por la Dra. Grajales, el resultado final contrasta vivamente con la interpretación imperante entre los críticos de Ixtlilxochitl, empeñados en convertir la obra de D. Fernando en una versión novohispana de El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde. Aunque podría aducir bastantes argumentos en contra de la tradicional visión stevensoniana, se limitará a presentar aquí los más significativos. El primero parte de una precisión lingüística. Como ya se ha apuntado anteriormente, el segundo acto del pleito relativo al cacicato de San Juan Teotihuacan se centró en la discusión sobre el tipo racial de los componentes del grupo familiar Pérez de Peraleda y Cortés Ixtlilxochitl. La mitad de los testigos citados para prestar testimonio declararon que son españoles y tenidos por tal, mientras que otros los han tenido y tienen por españoles73. Ninguna de las declaraciones menciona la palabra mestizo, tan cara al P. Garibay y, en cambio, se cita el término castizo. Respecto del significado de esta voz, el Diccionario de la Real Academia define su cuarta acepción con las siguientes palabras: En mexicano cuarterón. Nacido en América, de mestizo y española, o de español y mestiza74. El vocablo sólo adquiere significación si se relaciona con el sistema de castas establecido en los virreinatos hispanoamericanos. Las castas indianas --representadas magistralmente en la serie de cuadros de mestizaje del madrileño Museo de América-- establecían un cierto orden en el complejo panorama étnico y socio-cultural de las colonias españolas. La adscripción a una casta determinaba el status del individuo y permitía a los burócratas establecer con relativa facilidad su grado de hispanización. Los castizos ocupaban un lugar de honor dentro del sistema, porque los vástagos de aquellos que casaban con españoles se consideraban castellanos de hecho y de derecho. ¿Qué conclusión se puede sacar de lo expuesto en el párrafo anterior? Una de gran importancia. El Ixtlilxochitl de alma torturada que se debate entre lo español y lo indígena no existe. Su madre, una mestiza auténtica, quizá sufriese la dolorosa experiencia de la cultura dual; pero D. Fernando no, pues la familia vivía conforme a las pautas culturales del Viejo Mundo. El segundo argumento, que requiere un apartado propio, se basa en un breve análisis de la estructura y el contenido de la Historia de la nación chichimeca.
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Desde el año 322 a. C. en que un príncipe del Ganges, Chandragupta, expulsa a los invasores griegos del Indo, hasta el año 185 a. C. en que cae asesinado su último descendiente, toda India se unifica en el primer y único imperio autónomo de su historia: el Imperio Maurya. La etapa de mayor esplendor corresponde al reinado de Ashoka (272-232 a. C.), cuya conversión al budismo va a traer como consecuencia la difusión por todo el imperio de la ética budista, respaldada por las primeras grandes obras del arte indio. El deseo de perpetuar cualquier manifestación plástica, eligiendo para ello la piedra como material imperecedero, es una de las principales aportaciones del estilo Maurya. También, algún elemento arquitectónico concreto, como el capitel en forma de flor de loto invertida, tendrá una constante influencia en el arte indio posterior; el símbolo del león creado por Ashoka para representar a Buda no sólo se perpetuará dentro de India, sino que atravesando la Ruta de la Seda se extiende por todo Asia y se consolida como el animal protagonista de la iconografía budista. Sin duda, la creación de Ashoka que tuvo la máxima repercusión en todo el arte asiático fue la stupa que funcionó como otro medio divulgador de la doctrina socio-moral que Ashoka fundamentó en el budismo. Aunque involuntariamente, sin tener el apoyo gubernamental, también la arquitectura excavada, que tantas piezas maestras aportará el arte indio, se origina durante el imperio Maurya. En general, en el estilo Maurya predomina un carácter imperial, efectista y eternal; es un estilo que parte de planteamientos cosmológicos, expresado en un simbolismo heráldico, y todo ello materializado en piedra; esta piedra, que por primera vez vemos inmortalizando el estilo Maurya, es el material más característico del arte indio: la arenisca Chunar, procedente de la mejor cantera de arenisca rosa y marfileña, que se encuentra en la ribera del Ganges a unos 30 km de Benarés. Una vez señaladas las características básicas del estilo Maurya, se ordenan a continuación las principales obras artísticas: Pataliputra, la capital del imperio Maurya, es la primera gran ciudad india documentada históricamente gracias a los comentarios descriptivos del embajador griego Megástenes (302-297 a. C.) en su libro "Indika", desaparecido pero recogido metódicamente en la "Geografía" de Estrabón (XV, I, 36): una gran urbe rectangular de 80 estadios de largo y 15 de ancho, rodeada de un muro de madera con 64 puertas y 570 torres. Desgraciadamente la actual ciudad de Patna, capital de provincia de Bihar, se levanta sobre la antigua Pataliputra, lo que hace prácticamente imposible su excavación. Sin embargo, en las afueras de la ciudad sobrevive el Recinto Arqueológico de la corte Maurya, que guarda las ruinas del palacio, destruido por los hunos heftalitas en el siglo V d. C. durante el imperio Gupta. La sala del trono se eleva sobre una enorme plataforma que se salva por una doble escalinata; consiste en una amplia estancia cuadrada, con numerosos pilares de piedra que soportaban una cubierta adintelada desaparecida, probablemente de madera. Los altos y estilizados fustes y, sobre todo, los capiteles rematados por leones y toros confrontados denotan una fuerte influencia persa; dicha influencia no debe extrañamos si se tiene en cuenta la afluencia de artistas iranios, que se refugiaron en la corte Maurya tras la irreversible desaparición del imperio aqueménida, del que Ashoka se sentía un gran admirador. Cabe pensar que no sólo el estilo artístico, sino también el protocolo cortesano y algún ritual zoroástrico al fuego, ofrecido en altares escalonados a manera de ziqurratu, se debieron al capricho de los emperadores Maurya, llegándose a poner en duda incluso la auténtica conversión de Ashoka al budismo. Aunque mucho menos importante, también la influencia griega se deja sentir en algunos frisos decorativos y capiteles de un orden colonial pseudo jónico y corintio. A pesar de que el imperio Maurya se logró tras la expulsión de los invasores helenísticos, las relaciones diplomáticas no se interrumpieron; Chandragupta, el fundador del imperio, se había casado con la hija de Seleuco Nicator, y algunos embajadores griegos vivieron en la corte Maurya, siendo los mejor documentados Megástenes, Daímaco y Dionisio. El hallazgo arqueológico más espectacular de Pataliputra es la llamada Yakshi de Didarganj. Es una estatua femenina de tamaño natural ataviada como una princesa Maurya, en cuya mano derecha levantada lleva un espantamoscas que cuelga indolente sobre su hombro. El artista anónimo que la esculpió trabajó un expresivo bulto redondo, pleno de volumen y de multiplicidad de puntos de vista, pulimentando la arenisca hasta darle el brillo del alabastro. Esta pieza ofrece la fuerza de todo estilo inicial; tiene una gran expresión formal pero todavía carece de la gracia y el movimiento serpentino que caracteriza la estatuaria femenina posterior, cuando la madurez técnica logre las mejores piezas del estilo Andhra. Por otra parte, resume ya el ideal indio de belleza femenina, siempre en función de sus atributos de fertilidad, bien plasmados en sus rotundos pecho, cadera y vientre; de ahí el título de yakshi (genio arbóreo de fertilidad femenina), que tradicionalmente recibe toda belleza india, y no el de princesa, más realista y coherente con la iconografía de esta pieza, que tiene además el valor de ser la mayor de las escasísimas piezas de arte indio profano. Desde que Ashoka se convierte al budismo en el año 260 a. C. los talleres de la corte de Pataliputra se vuelcan en la producción de arte budista, siguiendo las directrices del propio emperador. Es ahora cuando surgen la stambha y la stupa, cuya misma raíz sánscrita st significa concentración; ambas obedecen a un planteamiento cosmológico y se destinan a lugares elegidos geománticamente. La stambha tiene un origen similar al del totem, el punto de encuentro, y proviene de la tradición india más arraigada. Los pilares que Ashoka llamó lipi (en persa dipi, más exactamente edicto), se conocen en sánscrito como stamba, en pali como thabo, en hindi como tai, etc.; esta diversidad de términos acentúa la importancia que dichos pilares tienen en la vida india desde la antigüedad. Significan el puente entre lo divino y humano, concentran las corrientes energéticas del universo y, a modo de pararrayos cósmicos, potencian todos los rituales mágico-religiosos al aire libre. Ashoka los mandó erigir como soporte principal de sus edictos (hay otros inscritos directamente sobre rocas), la mayoría bilingües y que constituyen una de las ediciones en piedra más antiguas de la Historia; en ellos el emperador aconseja a sus súbditos seguir el dharma (dhamma en pali, o ley sagrada del budismo) para que todo buen ciudadano Maurya sea un buen budista y viceversa, siendo él mismo el primero en dar ejemplo porque, como dice el epílogo de algunos de sus edictos, "siempre triunfa la verdad".
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En el año 185 a. C. el general de origen persa Pushyamitra asesina al último emperador Maurya e instaura una nueva dinastía, Shunga, que gobernará el reino de Magadha (la llanura del Ganges) hasta el año 73 a. C., en que la dinastía Kanva la sustituye para caer poco después (en el año 28 a. C.) en manos de los príncipes Andhra, que anexionan Magadha a su imperio meridional. En este caos histórico, el budismo continúa funcionando como un aglutinante sociocultural porque, aunque alguno de estos soberanos sea hindú, el fervor popular acaba dando el triunfo definitivo al budismo, que a partir de ahora se va a ver obligado a adoptar múltiples creencias locales totalmente ajenas a su doctrina. El estilo Shunga acumula detalles de gran valor documental que faciliten la didáctica popular, reproduce escenarios en los que se mezclan todas las clases sociales, se recrea en la alegría de plazas y mercados, retrata la sensualidad india en el desnudo, y se decanta por un total naturalismo, que alcanza con esmero al mundo animal y vegetal. Este es el panorama cercano a los fieles que les ayuda a comprender los pasajes aleccionadores de las vidas pretéritas de Buda (jatakas), o de la propia historia de Siddharta Gautama, en la que resaltan los principales acontecimientos con un lenguaje muy directo, nada sofisticado. Siempre aluden a Buda por el vacío u otros símbolos, pues este estilo sigue inmerso en el budismo primitivo, que niega la representación antropomórfica de su protagonista. Aunque el fundador de la dinastía Shunga era un hindú recalcitrante que persiguió a los budistas durante su reinado, su hijo Agnimitra (148-135 a. C.) se convirtió al budismo y patrocinó la Stupa de Bharhut, cuyas magníficas esculturas de arenisca roja son la honra del Indian Museum en Calcuta, desde que en 1876 fueran trasladadas a su sala principal. Aunque se sabe muy poco de Agnimitra, sin embargo parece que fue el protagonista del drama, que siglos más tarde (siglo V d. C.) inspiraría el "Malabikagnimitra" al poeta Kalidasa, en el que el príncipe se enamora de una sirvienta que en el desenlace final resulta ser la princesa del reino vecino. El estilo Shunga se fundamenta principalmente en los restos escultóricos del deambulatorio (védika) y las puertas (toranas) de la Stupa de Bharhut (en el distrito de Satna, en Madhya Pradesh), donde en 1873 Cunningham descubrió un túmulo ruinoso de piedra y ladrillo rodeado de restos escultóricos de gran valor. En origen la stupa fue una de las miles que Ashoka mandó construir, pero que a mediados del siglo II a. C. el estilo Shunga restauró agrandándola hasta alcanzar los 19 m de diámetro (la altura hipotética sería de 25 m aproximadamente), y decoró en una brillante arenisca roja de tono broncíneo. Las numerosas inscripciones (225) en prácrito (dialectos populares derivados del sánscrito) aluden a los principales donantes y ayudan a documentar la labor artística hasta el punto de que se pueden establecer tres etapas estilísticas; una de estas inscripciones explica cómo Agnimitra ordenó sustituir la antigua torana de madera por la nueva de arenisca. A pesar de que la obra conservada es toda ella de piedra, los escultores, fieles a su tradición de miniaturistas de madera y marfil, trabajaron de la misma manera este gran formato pétreo (la védika sobrepasa los 2 m de altura y la torana los 5 m de altura). Incluso la labor constructiva traduce todo un ensamblaje de carpintería a base de vigas, muescas, espigas... El destino ritual de estos artistas de lo sagrado les obliga a respetar la norma sin permitirles todavía explotar la expresión propia de la piedra. Hay que tener en cuenta que el relieve narrativo hace su aparición en Bharhut. Esta inmadurez técnica, que no sabe jugar con el volumen, el movimiento y el escorzo, que es incapaz de liberar a la figura de la forma de estela de la piedra, se recrea no obstante con gran esmero caligráfico en los detalles decorativos. El primitivismo escultórico y el deseo didáctico se conjugan para determinar la expresión plástica Shunga: concepción plana del relieve, perspectiva de superposición de planos, ley del marco, cúmulo de elementos narrativos que enriquezcan la ambientación costumbrista, horror vacui y desproporción de las figuras. Pero nada de esto resta vitalidad a los variadísimos personajes, humanos y divinos; cada figura aparece minuciosamente individualizada, retratada con toda dignidad aunque se trate de animales, plantas u objetos domésticos. Cada composición transmite alegría de vivir y sorprende por su aguda observación de la naturaleza. Define el triunfo popular en la naturalidad de las actitudes y en la sencillez de los gestos, de fácil comprensión incluso para el profano. La escultura presenta altorrelieves y bajorrelieves. Los primeros se destinan a las jambas de la puerta, ocupadas por figuras de tamaño natural a base de yakshis y yakshas (genios, arbóreos femeninos y masculinos, respectivamente); ambos juegan el papel de guardianes, representados con un fuerte hieratismo y frontalidad. La mayoría de los yakshas portan mazas, lanzas y espadas, pero alguno junta las manos en actitud de saludo (namasté). Las yakshis se apoyan en el tronco o abrazan una rama del árbol de la iluminación, enseñando al fiel que gracias al budismo son símbolo de fertilidad espiritual además de física. Una de las figuras más interesantes es el supuesto retrato ecuestre de Agnimitra, llevando un cetro alado de claro sabor iranio; tampoco esta imagen real se libera de la desproporción y la ingenuidad que caracteriza todo el conjunto. Los bajorrelieves ocupan la védika en compartimentos rectangulares (en los montantes) y circulares (medallones salpicando los travesaños); su temática predilecta son las jatakas, o vidas anteriores de Buda, protagonizadas por animales. También hay escenas de la vida histórica de Buda, e incluso algún paraíso de un dios védico adscrito al budismo (Indra, el dios de la lluvia). Los medallones mezclan desordenadamente escenas cotidianas (una mujer mirándose al espejo) con monstruos marinos, lotos y complicados roleos vegetales.
contexto
Estilo y lenguaje Juan Rodríguez Freyle fue, sin duda, un buen escritor sin excesivas preocupaciones estilísticas. Podría decirse que escribe como, seguramente, hablaba, y ello da como resultado una narración ágil, correcta, natural, sencilla, a veces muy animada y siempre traspasada de casticismo, lo cual quiere decir que consigue en su prosa evidentes notas de buen sabor local y, a la vez, no pocos descuidos e imperfecciones. En conjunto, la obra se lee fácilmente, no sólo debido a la naturalidad y sencillez del relato, sino también a lo atractivo y, en ocasiones, misterioso de éste. Considerado en el conjunto del libro, el estilo de su autor es versátil: desembarazado en los diálogos y, sobre todo, adecuado, casi facilón en los relatos, sentencioso a la hora del ascetismo, irónico cuando ha menester, y siempre gracioso, preciso, variado y, por no detenerse en el adobo literario, capaz para descubrir con exactitud a un personaje, una calle, una situación o cualquier asunto25. Puede afirmarse, en definitiva, que Rodríguez Freyle supo adecuar su estilo literario al variopinto contenido de su obra, en el que junto a relatos picarescos y de amores lascivos, aparecen reflexiones morales, propias de los prejuicios y el disimulo de la época barroca. Como ha escrito Picón-Salas, una contenida vena humorística, relatos de brujas, de soldados pícaros y de amores livianos se desliza a pesar del recato conventual del ambiente en la narración de Rodríguez Freile. Hay más de un tema de cuento, de historia pasional, o de simple sainete, en esa crónica bogotana, que ha veces quiere disfrazarse --por los prejuicios y disimulo de la época-- en el ropaje más beato26. Muy cierto es, en cualquier caso, que Rodríguez Freyle no hacía uso del lenguaje pomposo ni se detenía en divagaciones aristotélicas, porque era ciudadano sencillo, con la instrucción elemental necesaria para hacer el cotejo entre la conducta de los varones justos de edades remotas y los procedimientos que se cumplían en su época27. Pero dejando aparte cualquier tipo de reflexiones morales y sin salir, por tanto, de la consideración del lenguaje del autor, lo importante es señalar que éste consigue, en no pocas ocasiones, grandes aciertos expresivos, expresiones de indudable valor gráfico. Citaré solamente una. Hablando del licenciado Ferraes de Porras, dice Rodríguez Freyle que ha oído muchas veces en Nueva Granada rezar por él, y agrega: particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés (cap. XVII). Género de la obra Dentro de la relativa parquedad de críticos y comentaristas de El carnero, hay gran variedad de criterios acerca del género en que debe ser clasificada la obra. ¿Crónica? ¿Historia? ¿Novelas? ¿Mixtura de todo ello y, en consecuencia, obra de muy difícil, o imposible, encasillamiento? De todo hay en esta viña historiográfica y criticoliteraria. Pero no es posible, naturalmente, exponer aquí cada una de las opiniones fundadas que acerca de tal tema se han emitido. Bastará, pues, con señalar que los historiadores y los críticos se inclinan, en general, por una de estas dos tendencias: Rodríguez Freyle, historiador y cronista; Rodríguez Freyle, novelista, o cuentista. Debo decir que la mayoría de tales autores niega al autor de El carnero su condición de novelista, inclinándose a concederle la de historiador y cronista, con lo cual confunde estos dos conceptos, ya que, como es sabido, historiador es quien escribe Historia, y cronista es el simple relator de unos hechos. Oscar Gerardo Ramos percibe en Rodríguez Freyle cuatro vocaciones literarias; a saber: el historiador, el cronista, el novelador y el moralista, que se entrelazan en El carnero, pero a todas las cuales supera una tendencia de índole cuentística, que pervade sic muchos relatos. En vista de ello --agrega-- éstos serían entonces historietas, y Rodríguez Freyle sería un historielista28. No deja Ramos suficientemente clara la distinción entre cuento e historiela. Puede colegirse, sin embargo, que asigna la palabra cuento para los relatos breves de pura ficción y crea el neologismo historiela para designar la relación corta que expone un hecho, suceso o acontecimiento de contenido histórico, pero adobado de algún modo por la fantasía. Esto último es lo que significa precisamente la palabra historieta, aunque no se puede negar que ésta ha sufrido una evidente degradación en su significado, debido al uso y abuso del término en las publicaciones infantiles. En cualquier caso, aceptando o no tal neologismo, lo que resulta inaceptable es la atribución a Rodríguez Freyle de unas supuestas vocaciones de historiador y de moralista. La Historia --con mayúscula-- no se había creado o inventado aún en aquella época; y en cuanto al moralismo, obedece a otras razones, como se verá más adelante. Comparto totalmente, en cambio, la idea expresada por Ramos, por Aguilera, por Romero --aunque éste de modo indirecto-- y por otros --Felipe Pérez, Ignacio Borda, Jesús M. Hernao, Achury Valenzuela--, según la cual El carnero no es una novela, aunque su autor demuestre algunas dotes de novelista. Rodríguez Freyle --escribe Ramos-- es un novelador, pero El carnero no es una novela. Es un novelador por el estilo general: narra como si refiriese acontecimientos imaginarios más que reales, de tal modo que hasta en ocasiones se ve obligado a afirmar que se remite a los autos. Es un novelador también por el ritmo de la narración que impone a su crónica, los cortes que utiliza, los diálogos que introduce, la pintura creativa de los personajes, la selección de elementos --lugar, atuendos, horas-- que emplea, y el tipo de temas que entresaca a la historia, a la crónica y a la leyenda. Pero el libro cae en el terreno de las historielas. Como novela, exigiría más férrea unidad de argumento, continuidad de personajes, o la presencia más directa del autor, de manera que sea él un protagonista que enlace todas las historielas. El mero tiempo histórico que tomó para enmarcar las narraciones no otorga esa unidad de. novela29. Y, claro es, al no ser El carnero una novela, no puede ser una novela picaresca. Hoy, ese género --afirma Ramos-- corresponde más bien al género policiaco, y cita, como demostración, las historielas El indio Pirú y Los libelos infamatorios. Esta última posee características singulares, no ya en el tema, sino en la técnica narrativa, porque se suspende y se reanuda más adelante, se entremezcla a otros asuntos, avanza con distintos cortes y aun planos, se desarrolla en contrapunto, se complica hasta quedar casi irresoluble, y sólo viene a resolverse, mucho después, inesperadamente30. Miguel Aguilera niega también a El carnero su carácter novelístico. Es preciso desechar --escribe-- la idea de que la producción de Rodríguez Freyle es del género costumbrista, novelesco o imaginativo. La calidad típica de ella, de ser entretenida y curiosa, y de hallarse escrita con estilo cambiante de un capítulo a otro, no sería jamás fundamento para que los historiadores de la literatura vernácula formulen juicios aventurados acerca de la naturaleza del libro31. Por su parte, Achury Valenzuela tampoco concede a la obra esa condición de novela picaresca que algunos críticos la otorgan. Para incluirla --escribe-- en tan ilustre linaje literario, faltan a la obra de Rodríguez Freyle muchas cualidades y condiciones de estilo y contenido: unidad en el relato, trama, atinada descripción de caracteres y un desenlace. En realidad, El Carnero no es sino una serie de relatos que siguen un orden cronológico, entreverados con reflexiones morales del propio cronista, extraídas, a veces, de autores clásicos griegos y ronanos y de escritores españoles de los siglos XV y XVI32. No hay duda, pues. El carnero no es una novela ni una novela picaresca. Se trata, en realidad, de una crónica de acontecimientos --la mayor parte de ellos vividos y conocidos directamente por el autor, y otros que éste ha sabido por libros o por relatos orales--, algunos de los cuales son narrados con el estilo y la técnica propios de las narraciones breves de ficción, es decir, de los cuentos. Por eso, Ramos afirma con razón que El carnero es el primer intento de índole cuentística33, y agrega: Veintitrés narraciones con estilo de cuento, constituyen el eje de El Carnero. Si se las llama historietas, en vez de cuentos, es porque no son rigurosamente historias ni leyendas, sino hechos presumibles de historicidad, tal vez tejidos con leyenda y matizados por el genio imaginativo del autor, que toma el hecho, le imprime una visión propia, lo rodea con recursos imaginativos y, con agilidad, le da una existencia de relato corto. En este sentido, las historietas se asemejan al cuento: son, por tanto, precursoras del cuento hispanoamericano, y Rodríguez Freyle, como historielista, se acerca a la vocación del cuentista34. El número de historietas me parece excesivo. Habría que rebajarlo en cuatro o cinco, por lo menos, ya que las que Ramos titula El indio dorado, El tesoro de Guatavita, Prisión cuaresmal, Juan Roldán, Alguacil de la corte y alguna otra no son tales cuentos. De todas formas, es cierto que los cuentos coloniales o historietas ocupan, no sólo el mayor conjunto de páginas, sino la energía literaria del escritor. Allí Rodríguez Freyle entrega toda su capacidad narrativa y su instinto creador. El escribano, a veces surge como testigo, a veces como relator imparcial, a veces como fustigante miembro de la sociedad, siempre como un deleitoso relator de las historietas35. En este aspecto, Héctor H. Orjuela ha escrito líneas muy acertadas cuando afirma que tienen razón quienes defienden el valor historiográfico --él dice histórico-- de El carnero y quienes destacan los valores narrativos de éste. Pero "en Rodríguez Freyle domina el narrador sobre el cronista o historiador; y aunque el santafereño nunca se propuso escribir una novela picaresca --que bien capacitado estaba para hacerlo-- y no es, desde luego, un novelista, bien podríamos llamarlo ... un Ricardo Palma colonial, precursor del célebre creador de las "tradiciones"36. Desde el punto de vista de los asuntos o argumentos, esas narraciones breves o historielas se ordenan, según Ramos, del modo siguiente: seis se refieren a tesoros, dineros o robos, dos también a hechicerías, una versa sobre emplazamiento ante la muerte, otra sobre las argucias de Juan Roldán, una a la prisión de don Agustín de la Coruña, Obispo de Popayán, una sobre libelos contra la autoridad, y las restantes sobre tíos de amor con caracteres de asesinato37. Pero la mayor parte de tales cuentos tienen como tema principal el relato de sucesos o acontecimientos de amores prohibidos, seguidos o no de crimen, que constituyen, en cualquier caso, un índice expresivo de algunos aspectos importantes de la vida de la época virreinal. Es claro, por otra parte, que a Rodríguez Freyle no le atrae ni le interesa el paisaje, como ya he dicho antes, y sólo le preocupa al ser humano, el hombre y la mujer. Lo ha visto bien Oscar Gerardo Ramos. A Rodríguez Freyle --escribe-- no le atrae el paisaje, monstruo que alucinará después a los escritores americanos. Sus descripciones telúricas son escasas, meramente circunstanciales. Sólo la noche con su cómplice sombra se pasea entre los personajes de intriga. La lejanía del paisaje en Rodríguez Freyle obedece, quizá, a que sea él un sabanero, y esa región, tan ascética, no suscita el asombro que imponen las montañas de climas tépidos sic o las selvas tropicales. En definitiva, a él le interesa el hombre y la mujer como tales y como agonistas de pasiones, así sean éstas las más comunes y, por lo tanto, las más humanas38.