La habilidad mostrada por el poeta Tisias como director del coro motivaron que fuera más conocido por Estesicoro - "el maestro del coro"-. Sus mayores aportaciones se realizaron en el campo de la poesía coral al dotar de mayor amplitud a la estrofa y crear un sistema ternario dotado de estrofa, antistrofa y épodo. De los más de 26 libros que se le atribuyen sólo conservamos 16 aunque los fragmentos que han quedado son muy numerosos.
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Desconocemos la fecha exacta de la llegada de Estete a América pero se supone que llegaría al Perú procedente de Panamá, uniéndose a Hernando Pizarro en Coaque. Desde ese momento participará en todas las expediciones, recogiéndolas en "La relación del viaje que hizo el señor Capitán Hernando Pizarro por mandato del señor Gobernador, su hermano, desde el pueblo de Caxamalca a Pachacamac y de allí a Jauja"
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Hemos querido colocar un apartado bajo este título al final de nuestro estudio, con la intención de contribuir con ello a proporcionar al lector más pistas para una comprensión eficaz de la manifestación artística de lo celtibérico. Y porque además representación iconográfica y religión se nos aparecen indiscutiblemente unidas en esta rica cultura prerromana. Respecto a los lugares de celebración de ritos y cultos ya hemos indicado en líneas precedentes la costumbre, generalizable a todo el espacio de la Céltica antigua, de realizarlos al aire libre, en un tipo de recintos conocidos como "loci consecratio hiera" en las fuentes clásicas. El santuario sería por tanto considerado como el centro cósmico, donde es posible la comunicación entre divinidades y hombres. También en la iconografía se ve reflejada la presencia de personajes destacados socialmente con rango de sacerdotes, en cierto modo con cualidades y funciones parecidas a los de los druidas galos, como por ejemplo cabe interpretar una figura grabada sobre la roca en Peñalba de Villastar, si nos atenemos al contexto religioso en que se recoge la inscripción. Sin embargo, es también en la cerámica donde los caracteres son más fácilmente reconocibles. En este sentido, un fragmento de una pieza numantina muestra un personaje tocado con un gorro puntiagudo y un atuendo muy singular, en el momento de realizar un sacrificio sobre un ara utilizando para ello un objeto cortante que porta en la mano derecha. Un personaje de características muy similares, tanto en estilo como en modelo, pero al que no es posible atribuir una escena concreta, se observa en un jarro alto también de Numancia; en ambos casos el cuerpo es de tendencia trapezoidal, con la túnica decorada con motivos geométricos, los brazos acaban siendo una línea, y en su cabeza, además del tocado puntiagudo, destaca la expresión aterradora de un gran ojo circular. De todos modos, la representación más destacable sobre la naturaleza sacerdotal de algunos individuos nos la ofrece un vaso de Arcóbriga, donde se ha pintado una estructura arquitectónica, -¿un templo?-, con una gran puerta entre dos columnas bajo la que se cobija un personaje con un árbol sobre su cabeza, flanqueado por serpientes y gallos; todo ello apenas reconocible a través de un delineado abstracto y simbólico. Por su parte, entre la pequeña plástica encontramos igualmente alguna representación de cabecitas en bronce o terracota que nos traen al recuerdo la costumbre ritual céltica de cortar la cabeza a sus enemigos, recogida por Diodoro en una famosa cita, en la creencia de que es en la cabeza donde se encuentra el alma humana y, por tanto, al decapitarle, se apropiarían de ésta. Especial interés tiene para nosotros una de estas cabecitas en forma de aplique junto a un asa en una cerámica de Numancia; el modelo tosco muestra un rostro aterrado de grandes ojos sobresaliendo de unas órbitas desmesuradas donde se han indicado las cejas, una nariz puntiaguda y una boca de pequeño tamaño. Una manifestación plástica con un notable alarde de expresionismo y simplicidad de formas, pero donde el alfarero celtibérico ha recogido a la perfección los rasgos que le interesa destacar. De características muy similares, si bien su peinado la relacionaría con figurillas ibéricas, es una cabecita procedente de Coca, con lo que se extenderían estas representaciones iconográficas más allá del área restringida de la Celtiberia. Si comparamos estos rasgos generales con las cabezas cortadas esculpidas en piedra, tanto del mundo galo como del área castreña del Noroeste, veremos que su parecido es más que evidente, siendo elementos diversos comprensibles en una gran koiné de tipo céltico. La referencia a divinidades o dioses concretos tiene asimismo una presencia iconográfica especialmente entre los temas figurados de la producción numantina, refrendado a su vez por las noticias históricas de los autores latinos, y sobre todo por algunos textos epigráficos de la zona ya de época romana. El culto al dios Sucellos, una divinidad de carácter infernal y funerario, aparece confirmado en una figura humana cubierta con piel de lobo, al ser este animal el símbolo de dicha divinidad gala. También es posible reconocer en un pequeño fragmento polícromo a Cernunnos, a través de un personaje plasmado en posición cenital que lleva sobre su cabeza dos grandes cuernas de ciervo; sin duda, este dios es uno de los más característicos del panteón de los celtas, fuertemente vinculado a la fecundidad, y que también se representa mediante una serpiente cornuda, como las que se exhiben en alguna estela de Clunia. Incluso el culto a la diosa Epona, la diosa de los animales por excelencia en el ámbito mediterráneo, da la impresión que quiso ser simbolizado en una escena de doma de caballo, ejecutada sobre la panza de una jarra de Numancia. Sin embargo, aunque estas representaciones directas son escasas, la divinidad puede hacerse presente también a través de algunos elementos naturales, cuyo papel es suplantar -hipóstasis- lo divino, lo que no tiene por qué implicar la realidad de un culto directo a cada una de dichas especies. En este sentido, son ciertos animales -lobo, caballo, ciervo o toro- los que se encuentran plasmados iconográficamente, bien a través de la pintura de los vasos, bien a través de una plástica de pequeñas figuritas. Sírvanos como ejemplo, por un lado la gran máscara de cabeza de toro diseñada en color blanco sobre el cuerpo globular de un vaso, al que han delineado unos grandes ojos enmarcados en negro con trazo seguro y simple. Las cintas que cuelgan atadas a sus cuernos y los arreos que enjaezan su hocico, nos estarían mostrando a uno de esos bóvidos vinculados al culto. Y por otro lado hemos de destacar el personaje tocado con una máscara de caballo pintado sobre un jarro alto también de Numancia. Aquí la figura responde a una construcción más geometrizante, donde se ha querido destacar con cierto detalle la indumentaria, sin duda preparada para la ceremonia. Encontramos, en fin, también en las manifestaciones artísticas de los celtíberos un refrendo a la existencia de una religión doméstica, realizada en las casas. No sólo son las tetrasqueles o esvásticas grabadas en los umbrales y dinteles de las casas, sino la presencia como exvotos de algunos animales confeccionados en terracota, todos ellos con trazos de gran simplicidad y abstracción, pero donde los caracteres más representativos de la especie se han recogido admirablemente; cabras, carneros de cuernos enroscados, bóvidos, caballitos..., son la muestra de esta rica iconografía. De entre todos ellos nos gustaría hacer mención de un caballito recuperado en Langa de Duero, y ello en función del simbolismo y la caracterización formal. El artífice ha modelado un pequeño équido con la cabeza inclinada en actitud de sumisión, donde destacan sólo sus dos pequeñas orejas, y la crin erizada; hasta este punto todo responde a un convencionalismo plástico bien reconocido. Sin embargo, a la hora de ejecutar las patas, se ha optado por disponerlas, no emparejadas como corresponde a la realidad anatómica, sino una detrás de otra, de tal modo que ello ha obligado a prolongar en exceso el cuerpo del animal, en una de las interpretaciones más singulares de la plástica celtibérica. Restaría finalmente referirnos a ciertas expresiones de su arte donde se intuye la presencia de una ideología funeraria entre los celtíberos, basada en la creencia de la inmortalidad de las almas, con una práctica ritual no sólo en la cremación común reconocida en las innumerables necrópolis de la zona, sino en aquella otra excepcional que se menciona en el conocido texto de Silio Itálico (Pun, 314-343), donde el autor anota que estas gentes del interior abandonaban los cadáveres de los guerreros en el campo de batalla para que al ser devorados por los buitres sus almas subiesen a los cielos. Este rito de la exposición de los cadáveres puede suponer la culminación de una manera de vivir basada en la ética del honor, combinándola con el significado de las aves de rapiña como animales sagrados psicopompos que hacen posible el tránsito al otro mundo del guerrero caído, permitiendo una especie de consagración del hombre en la divinidad, a cuyo ámbito asciende. Para F. Marco el texto confirma la ubicación astral de la geografía del más allá entre los celtíberos, en perfecta consonancia con las creencias célticas. Sería, en suma, una forma de expresar la heroización más rica, y en un nivel superior al de la apoteosis ecuestre simbolizada en las estelas. Todos estos valores conceptuales de la religiosidad funeraria se encuentran atestiguados en elementos de la plástica. Así en un fragmento de un vaso pintado de Numancia se representa con un estilo de un enorme esquematismo lineal un guerrero caído de torso triangular en cuya mano sujeta todavía una espada de tipo céltico, y a su lado la silueta de una gran ave carroñera, seguramente un buitre, en disposición de despedazar el cadáver. En la misma línea se han interpretado, al no conocerse hasta el momento las necrópolis de incineración donde quede constancia física del enterramiento de sus muertos, ciertos círculos de piedra situados en la ladera sur del Cerro de Garray, fuera ya del recinto murario de la ciudad de Numancia, donde se expondrían los cadáveres para ser despedazados por los buitres. Sin embargo, estos círculos construidos con grandes piedras, a veces de hasta 50 cm de altura, con suelo empedrado, llegando a tener un tamaño medio de 3 x 2,5 m, siguen ofreciendo dificultades para esta valoración, ante la posibilidad de que no sean de la época, con lo que los enterramientos de la más famosa ciudad de la Celtiberia permanecen todavía en absoluto secreto, quedándonos la esperanza de que con su hipotético descubrimiento el panorama de las manifestaciones artísticas entre los pueblos de cultura céltica y celtibérica se vería notablemente enriquecido.
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Desde el punto de vista artístico, la aportación que los Gupta hicieron a la estética india fue fundamental. En la admirable y riquísima literatura védica, que se recopiló, analizó y clasificó en esta era cultural, encontramos un tesoro de motivos estéticos, que el arte indio interpretará religiosamente a lo largo de toda su historia. Entre los textos sagrados destacan por su interés artístico los Sastras o Sutras: por un lado, los Vastu-Sastras, tratados arquitectónicos que ayudan al hombre a realizar en la tierra los templos-moradas de sus dioses; y por otro, los Silpa-Sastras, tratados figurativos en cuyo estudio se forman los pintores y escultores para lograr captar en sus imágenes lo divino y lo transcendental. Los Sastras, a pesar de su detallada normativa, no menoscaban la libertad creativa, pues como ellos mismos postulan "el artista está antes que los formuladores de leyes con sus códigos sobre el arte... y... así como la obediencia a los dogmas no hace al creyente, tampoco un hombre se vuelve artista siguiendo servilmente el código de un arte". (En Abanindranath Tagore: "Arte y Anatomía Hindúes". Palma de Mallorca, 1986. Tradición Unánime, p. 15.) Hay que tener en cuenta además que los Sastras se interpretan fundamentalmente cuando el artista trabaja aspectos religiosos destinados al culto, aunque sean muy apreciados también por artistas laicos que se dedican a otros géneros. El origen incierto de los Sastras se remonta al Período Védico (1500-600 a. C.), cuando los tratados sagrados se transmitían oralmente y, aunque al principio fueran una miscelánea anárquica de reglas rituales, fueron analizándose y manuscribiéndose paulatinamente a lo largo del Período Brahmánico (600-300 a. C.), hasta formar los textos a los que nos referimos. Pero, es precisamente en estos momentos cuando el espíritu analítico indio, aumentado por el enciclopedismo Gupta, define géneros, técnicas y cánones interpretativos hasta configurar definitivamente los principales Sastras: Manasara, Kshayavridhi, Vishnudhar-mottaram e, incluso, Kamasutra, entre los más importantes. Contienen a su vez varios textos que definen determinados órdenes arquitectónicos e iconográficos y explican cómo la contemplación reflexiva de las formas naturales lleva al artista hasta un idealismo conceptual y al contemplador a la visión de una realidad superior transcendente. Importantísimo es el texto de los Sadanga o Seis Principios pictóricos que ayudan al artista a comprender el pleno significado de su creación artística. Estos principios tienen un orden más lógico que jerárquico y diferencian en sus títulos los principales (Ciencias) de los auxiliares (Sentidos). A partir del siglo IV d. C., la estética Gupta añadió dos principios más a los Sadanga, resultando: Rupa-Bheda o Ciencia de las Formas: Rupa significa tanto la forma sensible como la forma mental, mientras Bheda diferencia entre las formas que tienen vida y belleza de las que no lo tienen. Cuando nos aproximamos a una forma, la mera visión nos da tan sólo variedad, de manera que poco puede diferir la visión de una persona de la de otra; la vista nunca nos revelará el espíritu encerrado en la materia ni la verdad disimulada en ella. La visión del alma es la única que da una auténtica diversidad a las formas. Dicho de otro modo, la Ciencia de las Formas es el análisis y la síntesis de las formas no sólo por nuestros sentidos sino también por nuestro espíritu. Pramani o Sentido de las Relaciones: Este sentido se refiere a las reglas o aspectos artísticos que permiten comprobar al artista si su análisis y síntesis de las formas es correcto, si ha conseguido con éxito su objetivo al tratar las formas. Es un sentido generalizado en toda la naturaleza, no sólo en el hombre, y con este instrumento crecemos y nos desarrollamos midiéndolo todo material y espiritualmente; gracias a él conseguimos expresar correctamente ideas y sentimientos. Bhava o Ciencia del Sentimiento: La influencia de los sentimientos sobre la forma determina la variedad de actitudes de la misma, porque los cambios de actitud que presenta la forma son el lado visible y palpable de los sentimientos. En el arte, Bhava siempre va unido a Byangya (Poder de Sugestión) que se encarga de revelar el espíritu y el sentido ocultos tras la variedad formal. Para conseguir una obra de arte, el artista debe alcanzar las sugerencias ocultas bajo el lado visible de la forma y revelarlas. Lavanna-Yojanam o el Sentido de la Gracia: Directamente relacionado con el mundo del teatro y de la danza a cuyos intérpretes toma como modelos en múltiples ocasiones, el Sentido de la Gracia contiene el movimiento excesivo y falto de dignidad que muestran las formas cuando el sentimiento las perturba. Es la cualidad artística más discreta y embellece todas las manifestaciones del sentimiento. Sadrisyam o Ciencia de las Comparaciones:Gracias a Sadrisyam el arte indio desarrolla toda una práctica basada en la naturaleza por la que compara, por ejemplo, los pies de una diosa con el loto y construye toda una etnia digna de dioses. Pero al igual que en las metáforas literarias, no es una mera analogía formal; precisamente a través de formas distintas se provocan las mismas sensaciones, porque es en los sentimientos donde reside la verdadera analogía. Varnika-Bhanga o Ciencia de los Colores: A pesar de ser el último Sadanga tradicional, los sabios insisten en su dificultad, porque sin la soltura técnica necesaria para captar y plasmar los colores no se puede tener éxito. Además, Varnika-Bhanga trasciende el mero valor cromático para dotar a los colores de significados tales como dinamismo, aroma, calor: la esencial realidad de una flor al sol. Rasa o Quintaesencia del Gusto: El clasicismo Gupta quiso completar los Sadanga con algo tan difícil de definir como la cualidad artística, imposible de comunicarse o de adquirirse. Quizá la forma más práctica de que los occidentales comprendamos esta verdadera grandeza es compararla con lo que los romanos llamaron divinus afflatus, el soplo divino que dota a la obra de una vida inmortal. Chanda o el Ritmo: Chanda es el ritmo vital, aquel que obliga a una exaltación gozosa. Da vida, movimiento y alegría al espíritu del artista que lo transporta a su obra hasta hacer que la materia obedezca al espíritu. El espíritu está sin color y sin vida y la fuerza gozosa es la pintura de colores varios que insufla al muro vida y movimiento y lo adorna con formas y colores. Esta ha sido la difícil misión del artista indio que, siempre anónimo, dedicó su esfuerzo como si se tratara de una oración o un sacrificio a una obra concreta para un lugar, tiempo y ritual perfectamente definidos, quedando así al margen de la valoración del artista occidental moderno y de sus obras exhibidas en las más prestigiosas galerías de arte. El artista indio participa de la obra creadora de la naturaleza, y obtiene una autorregeneración con su trabajo, purificación de la que participa también el espectador al contemplar dicha creación. Actuando así, el artista renuncia a su protagonismo social para convertirse en puente entre lo humano y lo divino. Este proceso creativo implica una profunda e imprescindible adecuación anímica, ejercitada a través de la meditación y el yoga.
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El mundo, las cosas, la verdad, iban configurándose, por tanto, como realidades y proposiciones abiertas, imprevisibles, indeterminadas y fortuitas. Europa, al menos, estaba entrando en una época que, como diría Thomas Mann en las primeras páginas de La montaña mágica (1924), no tenía ya respuesta satisfactoria a las preguntas eternas de ¿por qué? y ¿para qué? Todo el orden moral parecía, si no en crisis, en revisión. Así lo revelaba, por ejemplo, el libro que en 1903 publicó el filósofo de Cambridge G. E. Moore (1873-1958), Principia Ethica, cuya influencia sobre las jóvenes generaciones inglesas y, en particular, sobre los escritores del llamado grupo de Bloomsbury (Lytton Strachey, Keynes, Virginia Woolf, E. M. Forster) fue notable. Porque la tesis de Moore -que sostenía que definir el significado de las afirmaciones morales, de "lo bueno", por ejemplo, era una "falacia naturalista", un error, porque las verdades morales eran propiedades indefinibles- conducía, lo quisiera o no, al escepticismo moral. Moore, hombre que era discreto y sensato, abogaba, a cambio, por un "intuicionismo" ético, que admitía que el hombre pudiese, efectivamente, discernir lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, en cada acto particular, pero que, por eso mismo, negaba que pudieran existir códigos morales absolutos. Aunque la filosofía de Moore a lo que aspiraba era a un rechazo de toda especulación metafísica y a hacer de la Filosofía una disciplina analítica rigurosa (en línea no muy distinta a la que en parte bajo su influencia, y en el mismo Cambridge, llevaría a Bertrand Russell a interesarse en la Lógica matemática y a escribir en 1910, con Alfred N. Whitehead, Principia Mathematica), se vio en ella una defensa del hedonismo individualista, en el que la moral se identificaba simplemente con la apreciación de la belleza y con ciertos afectos no conflictivos, como la amistad. El pensamiento europeo, o parte del mismo, parecía, así, ganado por una creciente incertidumbre moral, por una cada vez más evidente inseguridad. La literatura y el arte europeos fueron la conciencia de ese malestar. Porque la búsqueda de nuevos estilos, formas estéticas y sensibilidades que pudieron observarse en aquéllos desde la década de 1890, lo que en muchos países se conoció con el nombre impreciso y vago de Modernismo, revelaba precisamente la necesidad de encontrar respuestas nuevas en un mundo donde muchas de las viejas creencias, ideas y valores parecían haber perdido súbitamente su antigua vigencia. Esteticismo y decadencia, por ejemplo, dos modas literarias de la época, cuyos manifiestos programáticos pudieron ser novelas como A. Rébours (1884) de Joris-Karl Huysmans, y El retrato de Dorian Gray (1891), de Oscar Wilde, y los rebuscados y artificiosos dibujos de Audrey Beardsley, fueron, en parte, una reacción estética frente a gustos anteriores, como el realismo naturalista, y en parte también, la afirmación de un nuevo papel moral del arte y del artista ante la sociedad (algo que cabría encontrar también en la obra de Barrés, D'Annunzio, Stefan George, Hugo von Hofmannsthal y Pierre Louys). El gusto decadentista por lo exótico, lo místico, lo cruel, lo espiritual y lo perverso aparecía como un hedonismo inmoral propio de un dandysmo elegante y elitista, y como tal, fue interpretado como una manifestación del degeneracionismo del fin de siglo. Pero tenía otra dimensión. El esteticismo, la pasión por la belleza y el amor del arte por el arte -que en Inglaterra tuvo su teorizador en Walter Pater (1839-1894), un muy reservado y prudente historiador del arte de la Universidad de Oxford, autor de unos bellísimos Estudios sobre el Renacimiento (1873), y su encarnación en la fulgurante personalidad de Oscar Wilde (1854-1900)- eran ante todo un ideal moral, una filosofía espiritual y refinada de exaltación de lo sensible y lo bello, que en Wilde tuvo mucho de rebelión y provocación contra la vulgaridad de las masas y la moral convencional (de ahí que su condena en 1895 apareciese como una revancha de la misma sociedad a la que Wilde, hombre de ingenio portentoso y talento literario singular, había halagado, divertido y escarnecido). Esa pasión estética iba, además, unida a una exaltación de lo nuevo. Pocas veces como en la última década del siglo se utilizó con tanta reiteración un vocablo como nuevo. Por todas partes se habló de nueva edad, nuevo teatro, revistas nuevas, nuevo estilo, nuevo realismo. Desde 1890-93, se habló, además, y por toda Europa de Art Nouveau (que es como se le llamó en Francia, aunque se le denominó Modern Style en Inglaterra, Jugendstil o estilo joven en Alemania, Sezessionstil o estilo secesión en Austria, Liberty en Italia y muchos otros). Se trataba de un movimiento heterogéneo con antecedentes y planteamientos ideológicos dispares, pero con elementos artísticos y estéticos afines y, sobre todo, con una aspiración común: impulsar un renacimiento artístico completo, que propiciara el embellecimiento -como ideal a la vez estético y moral- de todas las artes y por extensión, de la vida colectiva, con especial énfasis por ello en la arquitectura y las artes ornamentales (mobiliario, orfebrería, cerámica, vidrieras, joyería, carteles, ilustración de libros, etcétera). El Art Nouveau hundía sus raíces en movimientos anteriores como el prerrafaelismo inglés, el renacimiento gótico -promovido por Viollet-le-Duc, Ruskin y William Morris-, los gustos neorrococó y neobarroco en Francia, Bélgica y Alemania, el llamado Arts and Crafts Movement (movimiento de artes y oficios), liderado por el mismo William Morris, e incorporó influencias de los artes japonés y oriental puestos de moda en Europa en las décadas de 1860 y 1870. Sus rasgos estilísticos más característicos fueron el uso obsesivo de líneas sinuosas, ondulantes y flameantes, la ornamentación estilizadamente vegetal y policromada, y el recurso a efectos decorativos cargados de refinamiento, historicismo y simbolismo. El Art Nouveau duró poco y para los años 1900-05 comenzó a eclipsarse. Pero produjo realizaciones perdurables: la arquitectura de Mackintosh en Glasgow, Otto Wagner en Viena, Victor Horta y Van de Velde en Bélgica (especialmente, en Bruselas) y en Alemania; el modernismo barcelonés (y en especial, la obra de Gaudí); las entradas de los metros de París, diseñadas por Héctor Guimard; los carteles de Alphonse Mucha y en parte, los de Toulouse-Lautrec; las joyas de René Lalique, la escultura de Ernst Barlach, los vidrios del norteamericano Louis C. Tiffany. Y además, algunas manifestaciones pictóricas tuvieron rasgos estilísticos, sensibilidad y planteamientos asimilables y próximos al Art Nouveau: así, los dibujos del británico Beardsley, ya citados, ciertas obras de los pintores de la escuela de Pont-Aven (Gauguin, Bernard, Anquetin, Serusier, Denis) y del grupo de los Nabis, profetas, (Pierre Bonnard, Maurice Denis, Edouard Vuillard, Paul Sérusier, Aristide Maillol), todos ellos interesados en la revalorización de la línea y la liberación del color, y muy influidos por el simbolismo artístico y literario; la pintura del belga Henry Van de Velde, del italiano Segantini, del suizo Ferdinand Hodler, y sobre todo la del austríaco Gustav Klimt (1862-1918), pintor de inquietantes figuras femeninas -trágicas y sensuales-, insertas en una ornamentación exótica caracterizada por el uso de dorados de pan de oro (como en los iconos bizantinos) y de caprichosas formas geométricas. El Simbolismo -un término literario y estético bajo el que se englobarían, con acierto o sin él, la poesía de Mallarmé, Valéry, Verhaeren, Yeats, George, Rilke y del propio Wilde, el teatro de Strindberg y Maeterlinck, la música de Debussy y Scriabin y la pintura de Odilon Redon, Gustave Moreau, Puvis de Chavanne y la ya mencionada de Hodler y Segantini- fue igualmente la expresión de aquella nueva voluntad estética: un ideal de belleza, esta vez, que, trascendiendo la realidad ordinaria, aprehendiera la esencia de las cosas a través de una poesía pura (o de un arte puro) y de lenguajes artísticos complejos y profundos. En algún caso, su significación no fue sólo literaria o estética. Así, la vida y la obra del poeta alemán (nacido en Praga en 1875) Rainer Maria Rilke vinieron a ser la expresión del desasosiego existencial de la Europa de su tiempo. Rilke fue, según Heidegger, el "poeta en tiempos de penuria". Profundamente desarraigado y cosmopolita, Rilke vivió, sostenido siempre por damas ricas y aristocráticas, una vida solitaria deambulante (que le llevó por Munich, Berlín, París, Roma, Venecia, Capri, Leizpig, Viena, hasta que tras la I Guerra Mundial, se estableció en Suiza, donde murió en 1926). Fascinado por los paisajes desolados y grandiosos de Rusia, y por los atormentados y abruptos de España -sobre todo, Toledo y Ronda-, hombre de personalidad compleja y gustos aristocratizantes y exquisitos, la antítesis del artista maldito y bohemio, Rilke creó una poesía (El libro de las imágenes, 1902; El libro de horas, 1905; Nuevos poemas 1907; La vida de María, 1921; Elegías de Duino, 1923; Sonetos a Orfeo, 1923) a la vez intimista, culta y existencial, cargada en ocasiones de incitaciones religiosas y visionarias, que, rechazando toda manifestación confesional de desesperación o angustia, revelaba la perplejidad e impotencia del poeta ante el hecho mismo de la existencia. Reveladoramente, la literatura francesa comenzó a cambiar y a renovarse de forma apreciable a principios del siglo. El naturalismo aún produjo dos escritores de genio indudable, como Jules Renard (1864-1910) y Octave Mirbeau (1848-1917), y los autores más leídos antes de 1914 fueron todavía realistas convencionales como Anatole France o Paul Bourget (o peor aún, dulces y falsos neorrománticos como Pierre Loti). Pero lo que definió a las nuevas generaciones fue su vocación explícitamente espiritualista y poética, algo que previamente, por ejemplo, en los años del naturalismo, o no existió o fue poco significativo. La ruptura la inició Maurice Barrés (1862-1923), el escritor de la ultraderecha nacionalista, prosista deslumbrante, autor de dos ciclos de novelas consagrados, reveladoramente, el primero al "culto del yo", a la exaltación del egotismo individualista (Bajo la mirada de los bárbaros, Un hombre libre, El jardín de Berénice); y el segundo, a la energía nacional, a la apología de la patria entendida como comunidad espiritual de sangre y tierra (Los desarraigados, 1897; Llamamiento al soldado, 1900; Figuras, 1902). Pero fue André Gide (1869-1951), el escritor de formación protestante y director desde 1909 de la influyente Nouvelle Revue Française, la personalidad decisiva y determinante. Por dos razones: porque su estilo sereno y equilibrado, su prosa cuidada y medida- reveladas en Los alimentos terrestres, El inmoralista, La puerta estrecha, El retorno del hijo pródigo y Las cuevas del Vaticano, libros que publicó entre 1897 y 1914- crearon una especie de "clasicismo moderno", que acabó apartando a la literatura francesa tanto del vulgarismo realista como de la afectación esteticista; y porque sus temas supieron penetrar, con una sutileza mucho más perspicaz que el verismo naturalista, en la raíz misma de las preocupaciones morales de su tiempo. La obra de Gide giró en torno a los problemas de la autenticidad, libertad y destino del yo, y en torno a los conflictos que en la conciencia de todo individuo se produce entre moralidad, responsabilidad y sinceridad: "saber liberarse no es nada -hacía decir a Michel, el protagonista de El inmoralista; lo arduo es saber ser libre" (lo que era, o estaba empezando a ser, como se ha visto, el gran dilema de la existencia del hombre contemporáneo). El renacimiento espiritualista de la literatura francesa fue en algunos casos -Léon Bloy, Charles Péguy, Paul Claudel- un renacimiento católico (lo que no dejaba de ser paradójico en un país donde el catolicismo había sido el gran derrotado de la gravísima crisis que fue el affaire Dreyfus); en otros, como Romain Rolland, el autor de Jean Christophe (1904-1912), derivó hacia un humanismo laico. A Alain Fournier le indujo a realizar en su única novela, El gran Meaulnes (1913), la evocación lírica de las fantasías de la adolescencia; y a Proust (1871-1922), a concebir su gran obra, En busca del tiempo perdido, publicada, salvo el primer volumen, después de la guerra de 1914, como una evocación prodigiosa del tiempo pasado en tanto que dato insoslayable de la memoria y la conciencia. En todo caso, aquel retorno a lo espiritual y a lo lírico -que tanto se asemejaba a la filosofía de Bergson- tenía una significación clara: era la búsqueda literaria de alguna forma de salvación existencial. Ibsen y Strindberg habían creado en la década de 1880 el gran "teatro de ideas" que, a principios de siglo, continuaría el autor irlandés George Bernard Shaw (1856-1950), mucho más brillante en sus comedias ligeras (You never can tell, Androcles y el león, Pigmalion) que en sus dramas serios (La profesión de la señora Warren, Heartbreak House y tantas otras), siempre bien construidos e inteligentes pero en exceso pedagógicos y moralizantes. Shaw renovó, ciertamente, el teatro británico, pero el ruso Anton Chejov (1860-1904) logró en cuatro obras excepcionales (La gaviota, 1896; Tío Vanya, 1897; Las tres hermanas, 1901 y El jardín de los cerezos, 1904) llevar al teatro, con humor e ironía suaves y melancólicos -Chejov fue, como observó Pasternak, uno de los pocos escritores rusos que no predicaba el drama del hombre moderno. Porque sus obras, de construcción sorprendentemente abierta, sobre asuntos en apariencia triviales y simples, con protagonistas no arquetípicos -hombres y mujeres de las clases medias urbanas y rurales rusas-, de vidas anodinas y no excepcionales, eran obras sobre el fracaso personal, sobre el dolor que existe en toda vida y, en parte por ello, sobre el absurdo de la existencia. El pesimismo -un pesimismo profundo, histórico y personal- impregnó también la visión de la vida y del hombre del mayor novelista de la época, Joseph Conrad (1857-1924) y, en parte, la del que pronto iba a serlo, Thomas Mann (1875-1955). Conrad, inglés aunque polaco de nacimiento, huérfano desde los doce años, marino durante más de veinte, de gustos caballerescos, vida familiar estable y hombre depresivo e hipocondríaco, noveló, bajo la apariencia de historias exóticas y de aventuras, el alma humana, el destino del hombre, su capacidad para vivir una vida digna y estimable. Todas sus obras (El negro del Narcissus, Lord Jim, El corazón de las tinieblas, Nostromo, El agente secreto, etcétera) fueron, así, análisis de la tensión psicológica de ese mismo hombre ante el peligro y las situaciones extremas. Conrad temía las pasiones de los hombres, su debilidad, el elemento destructivo -la cobardía en Lord Jim, la codicia en Nostromo, la locura en Kurtz, la violencia asesina en El agente secreto y Bajo la mirada de Occidente-, que, anidando en el fondo de la personalidad y la conciencia, amenazaba siempre con destruir su conducta. Fue, así, el novelista de la ansiedad del hombre contemporáneo, quien, como Kurtz, el protagonista de El corazón de las tinieblas (1902), al que todos tenían por un hombre superior pero que enloqueció en la selva víctima de su propia ambición y de sus temores; al mirar en su interior, en la tenebrosidad de su alma, sólo podía descubrir, según Conrad, el horror. En Thomas Mann, hombre de talante jovial y generoso aunque quebradizo, preocupado al principio no tanto por el destino del hombre cuanto por el del arte y el artista en la sociedad moderna, la idea de decadencia fue especialmente importante. En Los Buddenbrooks, publicada en 1901 cuando tenía sólo veinticinco años, escribió la historia del auge de una sólida familia de la burguesía comercial del norte de Alemania -trasunto de la suya propia: Mann había nacido en Lübeck-, y de su ocaso y destrucción posteriores, precipitados por la vocación artística (expresión de una nueva sensibilidad) del último de sus miembros. En Muerte en Venecia (1913), bajo la forma de la historia del escritor Gustave von Aschenbach, un hombre ya maduro y distinguido que sucumbe a su propia pasión por la belleza encarnada en un joven adolescente polaco en una Venecia asolada por la peste, Mann quiso recrear la tensión que en la creación artística existe entre el ideal clásico de orden y la fuerza creativa y trágica del desorden y la emoción. En ambos libros, expresaba, pues, una misma fascinación por la muerte -como la habría en su otra gran novela, La montaña mágica, que empezó a escribir en 1912, cuando acompañó a su mujer Katia a un sanatorio antituberculoso en Suiza, pero que terminó en 1924-, fascinación que hizo que sus libros fueran interpretados como parábolas de una Europa irremediablemente enferma. Por descontado, la literatura más popular de la época (Stevenson, Conan Doyle, Verne, Chesterton, Emilio Salgari, Kipling, H. G. Wells y otros), en muchos casos muy entretenida y muy bien escrita, fue menos compleja y menos pesimista. Era, además, natural que así fuera, pues fue concebida, ante todo, como un entretenimiento más o menos culto. Pero que las ideas de crisis, enfermedad, muerte y fracaso fueran ideas recurrentes en la mejor -o al menos, la más exigente- literatura de la época no era, por ello, menos significativo: era la expresión de la crisis moral y de la desorientación intelectual que parecían apoderarse, de forma creciente, de la sociedad europea. Porque, por lo que hemos visto, el clima intelectual de la Europa de los años 1880-1914 vino a definirse por una transformación profunda en la percepción del mundo físico y del universo, por una progresiva secularización del pensamiento, una desconfianza cada vez mayor en la razón y por un reconocimiento cada vez más extendido del poder de las reacciones subconscientes e instintivas en la conducta. Y además, por una especialización y fragmentación del conocimiento cada vez mayores, y una crisis de explicaciones globales y coherentes de la existencia.
Personaje
Pintor
Esteve inició sus estudios en la Academia de San Carlos de Valencia, trasladándose más tarde a Madrid para ampliar sus conocimientos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, consiguiendo ser galardonado con un premio de dibujo en 1772. Su especialidad serían los retratos, mostrando en ellos una gran influencia de Mengs. Sus obras gozaron de fama entre la aristocracia siendo uno de los protegidos de los Duques de Osuna. Entre 1790 y 1808 se encargó de realizar copias de retratos reales ejecutados por Goya. Consiguió la protección de Godoy y durante la Guerra de la Independencia destacó como retratista de afrancesados. En 1815 quedó apartado de su labor como retratista. Sus imágenes son similares a las goyescas, distinguiéndose por su dibujismo y la frialdad del color conseguido a base de veladuras. Sus pesonajes están tratados con suma amabilidad, existiendo cierta idealización.
obra
La historia de Esther se recoge en el Antiguo Testamento, concretamente en el Libro de Esther. El rey de los persas Asuero -identificado con Jerjes- repudió a la reina Vasti ya que rechazó acudir al banquete real. En su lugar fue elegida como reina una joven de gran belleza llamada Esther, desconociéndose su origen judío. Mardoqueo, tío de la nueva reina, hizo descubrir a Asuero la conspiración de los eunucos, lo que le enfrentó a Amán, el favorito real. Amán se propuso acabar con los judíos en represalia contra Mardoqueo, obteniendo un decreto real para proceder a la exterminación del pueblo de Israel. Esther intervino y con peligro de su vida, consiguió cambiar el ánimo del rey y salvar a su pueblo. Amán fue ahorcado en el patíbulo que él había dispuesto para Mardoqueo, convirtiéndose éste en el nuevo primer ministro. Chassériau nos muestra el momento en que Esther se prepara para aparecer ante el rey y salvar así la vida de su pueblo. El pintor francés intenta hacer una síntesis de los estilos de Ingres y Delacroix, utilizando un colorido vivo dentro de un dibujo lineal de contornos netos. La obra fue pintada en 1841 y enviada al Salón del año siguiente, evidenciando la gradual transición entre romanticismo y simbolismo.
obra
Los Jesuitas de Amberes habían construido su nueva iglesia entre 1615 y 1621; para su decoración no dudaron en llamar al mejor pintor de la ciudad. Rubens pintó dos grandes cuadros de altar dedicados a San Ignacio y San Francisco Javier así como los modelos para las 39 pinturas que decorarían las bóvedas de galerías y naves laterales, trabajo que realizarían los miembros de su taller.Para estos modelos, el pintor flamenco se inspira en las decoraciones de Tiziano para la iglesia del Santo Spirito en Isola y los techos pintados por Veronés. La perspectiva empleada es de "sotto in sù", estableciendo una acentuada diagonal en la que se ubican las figuras protagonistas, en escorzadas posturas para reforzar la tensión y el dramatismo del momento.La historia está inspirada en el Antiguo Testamento, en el libro de Esther. La heroína bíblica vivió en Persia junto a otros correligionarios que no se acogieron al edicto de Ciro, por el que se les autorizaba a regresar a su patria tras la cautividad en Babilonia. El rey Asuero (Jerjes) se prendó de la belleza de Esther y la convirtió en su esposa, consiguiendo ésta salvar, gracias a su influencia, a su pueblo del exterminio decretado por Amán, el lugarteniente del monarca. Poniendo en peligro su vida al presentarse ante Asuero, Esther consiguió el castigo del malvado lugarteniente. La bella reina se presenta con sus mejores galas ante el monarca, acompañado de su corte que contempla expectante la presencia de la reina. Esta escena se interpreta como una prefiguración de la Virgen María como intercesora ante la humanidad, asunto de gran calado contrarreformista. La Ultima Cena y Abraham y Melquisedec también forman parte de la serie.
obra
Junto a Susana y los viejos y otras cinco escenas más, Esther ante Asuero formaba parte de la decoración del techo de una cámara nupcial veneciana supuestamente adquirida por Velázquez.Tintoretto recoge uno de los pasajes del libro de Esther, en el que ésta se presenta ante su esposo para interceder por los judíos, arriesgando así su vida. Como sus compañeras, la perspectiva de abajo a arriba empleada viene motivada por la situación del encargo. La riqueza de las telas y las joyas que portan las figuras hacen de esta obra una de las más bellas. La similitud con la Visita de la reina de Saba a Salomón resulta sorprendente, lo que hace suponer que estarían una enfrente de la otra.
obra
El asunto procede del libro de Esther, del Antiguo Testamento. El emperador persa Asuero (Jerjes) promulga un decreto de exterminio de los judíos de su imperio. Su esposa de origen judío, Esther, hija de Mardoqueo, a quien el rey había tomado por reina en virtud de su gran belleza, se dirige al emperador para salvar su vida y la de su pueblo. Llegada ante el trono, a la vista del emperador, se desmaya, apoyando la cabeza sobre la sierva que la acompaña. Asuero no sólo concederá la vida a su mujer, sino que también salvará al pueblo judío. Al igual que hiciera en el Moisés niño pisa la corona del faraón, Poussin ha dividido la escena en dos partes: los hombres, junto al emperador, a la derecha, y las mujeres, a la izquierda. Dicha composición se estructura en una gran "V" formada por ambos grupos. El espacio que se extiende tras ellos, un oscuro interior, realza la monumentalidad de las figuras por su tamaño y por el contraste de los colores, amarillo, rojo, azul. Por su estilo, Poussin se halla muy cerca del de Rafael.